Pamplona

Parece como si las boinas o las fajas rojas se fueran pintando desde mucho antes de la llegada, desde que la carretera entra a Vitoria cuando ya se presienten los sonidos de las flautas, trompetas y tambores que acompañarán al ruidero de siete días en que los mozos baten palmas y corren sudorosos en las mañanas de luz suave, contrastando con la sequedad de las pezuñas de toro desvelado subiendo bufantes por la estrecha calle de la Estafeta.

Una calle más de esa terrible Pamplona cuyos visitantes se centuplican para ayudar a la cura de lo apacible que resulta la ciudad el resto de los días del año.

Siete días en que el sueño se bate contra el vino y a veces pretende olvidar la amenaza de los atentados terroristas, cuando los tricornios franquistas son pesadillas pasadas y los toros siguen su eterna carrera sobre los adoquines y el rumor de las alpargatas cruzando cerca del hombre-estatua-pluma, un Hemingway detenido muy cerca de la plaza quizá mirando lo que por años vio vestido de blanco y con boina roja.

Los San Fermines se inician desde la tarde del 6 de julio: música entre jirones de rostros y desayunos de vino mal tragado. Manchando la camisa, devorando horas sin que en ningún momento cese la música o se detenga el baile.

Una plaza de toros que se mueve al ritmo de las peñas, que se ondula con las bandas musiqueras, que se extiende en sudor y chorros de sidra, que se estremece de calor y de canto, de la chica ye-ye que se entona una y otra vez como canto de guerra, como súplica para que el tiempo se detenga, se olviden las muertes a tiros en la nuca, se oxiden rencores y odios, y las barreras de un lenguaje se transformen en brazos levantados en busca del aire y del ritmo.

Los hoteles, hostales, casas de huéspedes, cuartos de azotea, galerones saturados de catres, campo abierto o acera recoleta, son sitios sólo para descansar lo indispensable para no desplomarse en medio del riau riau, o de la jota de sonido triste.

Los párpados se quieren cerrar, pero los mozos o las mozas esperan el paso de una continua-eterna orquestina para seguirla prendidos en el baile que no se detiene nunca, soslayando los lógicos tiempos del tiempo dividido en los horarios que en Pamplona no tienen ni lógica ni pauta.

Se ha roto, pues, todo lo que une al tiempo.

Es entrar de lleno a otro espacio de ruido infinito, donde igual se desprende de un grupo para unirse a otro, donde se juega a comer el mayor número de tiras de jamón, dormir bajo los soportales, lavarse en las plazas pública, conocer parejas de apenas beso furtivo o entrelace de euforias, y así beberse los litros de un vino sin marca, sin etiqueta, ventilado o reposado en los aires de la ciudad navarra que canta y reza para que nada detenga ese aletear de risas, ese gorgotear de tumultos hechos canto y sudor y sueño y vértigo y música que aplasta, que ensordece, que vibra dentro aún cuando se pudiera perfilar sólo un, uno solo, un solo segundo de aburrimiento que no existe.

Debemos de cambiar las reglas.

En Pamplona son otras.

No sólo en tiempo, en actitudes.

Trocar las palabras, darles un distinto significado.

Rehacerlas y así las sensaciones tengan cabida en ese nuevo y efímero tiempo.

Armar sentimientos al conjuro de una novedosa geografía de paisajes internos.

De nostalgias rotas.

De sueños vinosos.

De música sin respiro.

De toros de piel ardiente.

No se piensa en el regreso si ahí están las amarras de mares sin olas, si ahí estamos anclados desde que el primer toro brinca a la calle y los antiguos pastores llevan hacia la plaza el ganado que por la tarde se va a lidiar.

Esa misma ceremonia, ese mismo peligro, ahora se reproduce en cada uno de los que corren por las calles.

En los mismos que asisten horas después a la corrida.

En los asombrados toreros porque Pamplona es el único sitio donde ellos no se transforman en los dioses luminosos, los amos del redondel, sino que los verdaderos dueños sean aquellos que vibrantes desplazan el rumor del mundo y lo centran en esos días.

Porque hay un solo sentir entre los de ahí y los extraños. Un solo momento multiplicado por mil de miles de segundos. Una intensa gana de continuar el baile y la vida hasta agotarse junto con el ruido y con el vino, para que los dueños de las calles puedan seguir soñando mientras se espera, paciente y charlador, tenso o vinoso, lejos o cerca, el siguiente año cuando el chumpitazo rompa la monotonía de esa parte de un país que es la piel de un toro transformada en música.