Toreras
Hubo una época en que la figura y las acciones de la madrileña, ya retirada, Cristina Sánchez, pusieron de moda la presencia de las mujeres en los ruedos, pero esa fugaz moda no es ni con mucho única y temporal, la actuación histórica de las féminas dentro de la Fiesta de Toros, viene de muchos años atrás aun cuando no haya tenido una constante.
Primero, nunca existió una razón por la cual la misma Cristina se entercara en señalar que ella era torero y no torera, ya que al ser que practica un oficio se le debe de llamar con el femenino del caso, tal sería el ejemplo en alguien que es doctor, o panadero, o licenciado en algo, no se le dice la señora doctor, sino la señora doctora, y así sucesivamente, sin que esto sea menosprecio o ninguneo, tal es el caso de alguien que sea jueza.
Por otra parte es necesario consignar que desde hace muchos años las mujeres han sido actrices de la Fiesta; preguntemos al erudito don Natalio Rivas quien en uno de sus muchos libros consigna tal afirmación ofreciendo miles de historias taurinas donde las mujeres fueron, si no únicas protagonistas, sí actrices de perfil definido.
Según señalan las crónicas, la más antigua de las toreras conocidas se llamó Nicolasa Escamilla, nacida en Valdemoros, cerca de Madrid, y para ejercitar su oficio se ponía el remoquete de La Pajuela. La mejor prueba de su existencia y de su cierta popularidad, es que don Francisco de Goya y Lucientes, la pintó en uno de sus aguafuertes, representada en la lidia de unos toros en la ciudad de Zaragoza.
Y de ahí, la historia se desgrana con mujeres que, saltándose a la torera las rígidas costumbres de la época, se tiran al ruedo en busca de fama y de fortuna.
Ahí están los casos de Martina García, quien habiendo nacido en 1814, dentro de la turbulencia que dejaba la guerra de la independencia entre españoles y franceses, desde muy joven toreó sin descanso mostrando un valor indómito, aparejado a una total falta de oficio y de arte, lo que la llevó a sufrir innumerables percances, sin que esto le impidiera seguir en la brega hasta la edad de casi sesenta años cuando se despidió del oficio en la ciudad de Madrid, pero sin dejar de asistir a las corridas y a las tertulias.
Ahí está la historia de Jenara Gómez, una mujer bellísima, famosa por lucir un palmito de quitar el hipo, siendo requerida de amores en toda España. Jenara tuvo ciertos éxitos en las plazas, pero el asedio de los hombres y sus requiebros amorosos la apartaron de la Fiesta para terminar de tabernera, sin perder un ápice de su hermosura, hasta que la maternidad y el tiempo lograron lo que los toros no pudieron.
Y aquella otra que se hacía llamar Frascuela, de lances rápidos y vistosas maneras cuya fama creció con la misma fuerza que fue olvidada en los carteles.
O bien, esa otra llamada Manuela Capilla, quien en 1832 daba pie a comentarios sangrientos por su nula calidad y su valor extremo, lo que llenaba la Plaza de gritones exigiéndole hiciera toda clases de peligrosas suertes.
Pero la historia, en esos primeros años del siglo XIX, es pródiga en señoritas toreras, algunas, al igual que Jenara Gómez, se dedicaron más a lucir el porte que a torear, como fue el caso de Juana Castro —homónima de la hermana del líder revolucionario cubano— quien sabedora de su belleza más se daba a caminar con garbo que a torear con efectividad.
Es necesario consignar que por razones desconocidas, o bien, por un deseo de triunfo frente a los varones, el denominador común de las mujeres toreras era el valor. Un valor a raudales sin que al parecer a ellas les importara la inminente cornada o los revolcones de órdago.
Antonia Macho —vaya con el apellido— nacida en Cádiz y de fugaz paso por la Fiesta, se dio a conocer por sus maneras poco artísticas y por un paseíllo que hacía lanzar gritos de júbilo a la concurrencia.
Juana Bermejo, quien se nombraba La Guerrita, recibió un par de cornadas que la pusieron al borde de la muerte, amén de otros percances graves, pero fue la edad la que la quitó de los toros. Se sabe que ya con arrugas y canas, en algunas plazas de provincia se bajaba para quitarse algo de la nostalgia taurina.
Eugenia Bartés, llamada La Belgicana por haber nacido en Bruselas, temeraria torera que practicó el oficio desde los quince años, toreando en España, Portugal y México, esto allá por los finales de ese mismo siglo XIX.
Otra de las suicidas fue Dolores Sánchez, quien se apodaba La Fregosa, esta mujer, de formas muy apetecibles, no sabía lo que era el miedo. Desde el inicio de la lidia se entregaba con valor sin medida y, claro, tuvo que pagar las consecuencias a través de cornadas, roturas de huesos, golpes terribles, lo que la afligía mucho sabiendo que su encanto se centraba en su belleza y su cuerpo. Al final, un novillero, apodado El Gato, la convenció de lo inútil de su permanente sacrificio, y entonces La Fregosa se retiró para casarse con el mentado Gato, quien dicen la llevaba a ver los toros para lucir su conquista.
Otra mujer de esas de leyenda fue una llamada Petra Koblosky, que con ese nombre más bien parecía personaje de novela de aventuras. Esta mujer no sólo toreaba, sino se presentaba con su cuadrilla compuesta por mujeres. En una ocasión, en 1884, en Tarragona, el primer novillo puso en el suelo a todas las toreras —incluida a la maestra— dándoles tal paliza que ninguna pudo matar al burel. Conforme pasaba el tiempo y el toro salía de victoria en victoria, el público enardecido desató una feroz bronca arrojando lo inimaginable al ruedo, causando estropicios y propiciando peleas en los tendidos. La autoridad, al intervenir, llevó a varios inconformes a la cárcel donde compartieron celda con las toreras que también fueron arrestadas.
La historia consigna cientos de toreras, y ninguna de ellas dio más allá de la anécdota o de los hechos simpáticos, de los cotilleos extrataurinos, de la sorna con que eran tratadas por la crítica especializada.
En fin, que las armas del machismo y la complicidad de las mujeres, dio por consecuencia que a las toreras se les encerrara en un rol muy difícil de romper.
Un ejemplo que destruyó esa rutina fue la vida profesional de la peruana Conchita Cintrón, pero la base de su lidia era a caballo y nunca se vistió de luces.
Notas valederas:
1. Conchita Cintrón fue en los años cuarenta una famosa torera que dio mucho que hablar. Le llamaban La Diosa Rubia del Toreo. En México, más que en España, tuvo éxito. Se sabe que hombres ricos y políticos connotados la requerían de amores sin tener alguno de ellos éxito aparente. De ello las anécdotas van y vienen teniendo como actores a artistas de cine y hasta el famoso Maximino Ávila Camacho. Hizo también algunas películas, y escribió un bello libro de anécdotas y reflexiones taurinas.
2. El famoso torero Juan Belmonte, ya viejo y retirado, dicen que se suicida por no corresponderle el amor de una torera sudamericana. Es verdad a medias ya que don Juan se supo terminado al serle imposible subir a una jaca para recorrer su cortijo. Eso, amén de que su famosa fuerza viril se había ido con el tiempo.
3. En los años setenta, una torera mexicana llamada Raquel Martínez, fue protagonista de algunas temporadas interesantes. Nunca tuvo gran éxito pese a su pintada cabellera rubia. Su hijo, al inicio de los noventa, fue protagonista de algunas buenas tardes pero por desgracia no sobresalió.
4. Ejemplo medio apagado es Cristina Sánchez, madrileña, rubita, con ganas de fincarse un nombre, quien hizo el milagro que bajo su influencia, en la provincia mexicana aparecieran algunas toreras, cuatro o cinco, sin mucha calidad y oficio, pero que la ola levantada por la Sánchez les ha permitido torear en placitas, sin que hasta la fecha hayan tenido gran repercusión.
5. La verdadera razón de la retirada de Cristina Sánchez la podrán ustedes leer más adelante.