El Prieto

Iban a Tampico, y durante el trayecto salió a la plática lo de otro viaje, el de Guerrero. Quizá las horas desde la Ciudad de México hasta Necaxa, por donde cruzaban, el deseo de llegar al puerto jaibo, el silencio o la flojera, los llevara al recuerdo. Ni Pancho Pardavé, ni él, al platicarlo, recordaron bien a bien las razones para aceptar la visita a Mayanalán.

Se acordaron sí, que subieron al autobús en Iguala, de lo traquetoso del camino, las largas desolaciones donde de vez en cuando unas casas aparecían como fantasmas, lo atiborrado y oloroso del autobús con gente en los pasillos, bultos de ixtle, el silencio cortado por los esfuerzos del motor del vehículo, viejón, despintado, pero no de las razones verdaderas por las que habían aceptado ir hasta ese pueblo del estado de Guerrero.

Recuerdan, al platicarlo en este otro muy diferente viaje, que el silencio dentro del camión se les trepaba en el alma, en el alma de los dos amigos y quizá en la de un tercer compañero, al que le decían El Piteco, oriundo de ese Mayanalán aún no visible después de las casi tres horas de camino bamboleante, caluroso la mayor parte, aburrido, molesto por el polvo metiéndose en cada trecho del cuerpo.

Fue él quien mostraba más obvio su disgusto hasta que El Piteco, moreno, de chispas en los ojos negros, de risilla chueca, dijo como si de pronto se le hubiera ocurrido:

—Aí tá —mostrando con el índice un rejuego de montes, y ahí, medio ocultos por los desniveles, los techos de unas casas y la torre de la iglesia.

Nadie los esperaba en un galerón pomposamente denominado Terminal de Autobuses, y después de bajar sus pertenencias recorrieron las calles del pueblo hasta la casa de los familiares del Piteco. Construcción de un nivel, pintada de blanco, con los techos sostenidos por morillos ahumados. Pardavé y él se quedaron en la calle esperando que el tercer amigo entrara a parlamentar con la familia.

—Ni modo que nos dejen en la pinche calle, manito —dijo Pardavé con su eterno remate en diminutivos.

Pese a las miradas no muy amables de los familiares se les permitió el paso para instalarse en una habitación muy grande, de esas que las casas de pueblo tienen como para usos diversos, desde bodega hasta sitio para huéspedes, como los que en ese momento recibía, a dos tipos sudados, con cara de sueño, y eran dos porque el tercero, al que le decían Piteco, se instaló en alguna otra parte de la casa.

La charla durante el trayecto a Tampico jala los recuerdos y éstos llegan al mirarse cómo se bañaron a jicarazos en un patio trasero, lo recordarían años más tarde en este otro viaje, a Tampico, y con la charla llegaban las imágenes retaceadas, mientras él manejaba rápido por las curvas cercanas a Villa Juárez.

Pardavé y él, con risa, volvían a ver las miradas de unas niñas —por lo menos eso siempre creyeron— de la casa atisbando su baño a punta de jícara mientras ellos, tiritando, dejaban caer chorros de agua fría, sin hacerle caso a los ojos acechantes que miraban todo lo que desearan mirar.

—A lo mejor una se anima, manito —se oyó la voz atiplada de Pardavé sin que al parecer enojara al Piteco que sólo se secaba en el patio porque él ya se había bañado en alguna parte de adentro de la casa.

Frente a los mismos ojos de las niñas, sólo que ahora sin aflorar malicia, comieron caldo de iguana sentados en un comedor decadente y sin más se fueron a dar un paseo por el pueblo, por el zócalo, por el sitio de la feria y claro, por la plaza de toros que, según el tío del Piteco, apenas la habían armado la noche anterior.

Frente al improvisado coso construido con madera vieja, oscura, hueca debajo de los asientos, amarrados los tablones con cuerdas burdas, miraron el ruedo apenas aplanado, con un declive hacia el sur, con restos de pasto. Los montes cercanos daban singular coreografía. Vacío el sitio, sólo ellos tres y la voz del Piteco diciendo que ésos eran los territorios de El Prieto.

—Los sagrados territorios, manito —remató Pardavé— para continuar con la idea de ir a tomar un tequilita, sólo uno, porque mañana es día de torear y nadie puede hacerlo bien andando crudo, manito.

—Y menos si se trata de pararle al Prieto —terminó el tío del Piteco, echándose una carcajada que a los dos amigos les sonó más de tristeza que de risa.

La gente del pueblo no fue agradable con los dos amigos, eso lo recordaron con nitidez durante la charla en el viaje a Tampico. Parecía no gustarles los extranjeros y menos un par de jóvenes de andar desparpajado mirando con descaro a las muchachas, haciendo ostensible su calidad de capitalinos.

El Piteco primero jaló con ellos y después los abandonó para saludar a sus amigos del pueblo, así que Pardavé y el otro regresaron a la casa, cenaron solos en el comedor grande y se dispusieron a fumar el último cigarrillo en el cuarto mil usos, sin nada que leer, sin tele que ver, con cansancio pero no sueño y el palpitar del miedo que dicen se siente antes de torear en cualquier parte, más en Mayanalán donde un mítico toro, apodado El Prieto, los esperaba en el improvisado ruedo de las afueras del pueblo.

El viaje a Tampico fue largo, neblinoso, por eso la charla de los dos amigos se fue paso a paso por esa primera noche en el pueblo guerrerense en que El Piteco llegó tarde, medio en tra gos, y se estuvo riendo de las preguntas de Pardavé y del otro.

—Después de desayunar nos fuimos a echar una nadadita al río ¿recuerdas? —se escucha la voz de Pardavé en el auto rumbo a Tampico. Cómo no se iban a acordar si ni siquiera el agua fría quitaba la sensación de soledad.

Por la tarde ninguno quiso comer:

—Uno anda nervioso, manito, y luego si el pinche Prieto nos da un madrazo en la panza vomitamos hasta el orange—. Como le pasó a Gonzalo en el Lienzo del Charro y le pasó a Gustavo Fernández en el Cortijo de la Morena, y al Tilín en la placita de Texcoco.

Por eso y los nervios no quisieron comer y con la camisa blanca amarrada a la cintura, a eso de las cinco de la tarde, todavía con el calor dando oleadas al pueblo, llegaron a la placita donde se iba a torear El Prieto.

Pardavé y él andaban cargando un pique taurino, nada del otro mundo, uno creía ser mejor que el otro. Las ocasiones que toreaban juntos, becerradas en el Rancho del Charro, capeas en placitas de pueblo, tientas en ganaderías, ambos sacaban la casta cuando de ganarle al otro se trataba, por eso en Mayanalán iban a ver de qué cuero salían más correas.

—Pero aquí somos equipo, manito, porque si andamos con pendejadas El Prieto nos la raja o estos pinches mayanalenses nos empinan, manito.

El otro aceptó las razones de Pardavé, lo recordaron cuando el auto entraba a la gasolinera de Poza Rica. Pese a la oscuridad de la noche aún había calor y los insectos giraban alrededor de las luces de la estación de servicio.

Fue él quien dijo que la tarde de Mayanalán le recordaba el miedo. Que cuando quiere treparse a la sensación del miedo recuerda los bufidos del toro y el brillar de sus músculos al aparecer en el ruedo, trotando leve sus casi setecientos kilos.

—Pa’ su madre —exclamaron los dos.

El Piteco, con aire de novillero puntero se mantenía trepado en uno de los troncos de la plaza. La gente asomaba sus rostros por entre las maderas y los amigos escucharon que varias personas advertían el peligro del animal.

—Tiene más de diez años de venir a esta feria, amigo, y yo por lo menos le he contado a cinco valientes que se ha chingado.

—Carajo. Carajo —se duplicó la palabra entre los dos jóvenes.

El animal, emplazado, se movía sólo cuando alguien se acercaba a sus terrenos. De otra manera El Prieto estaba atento pero no nervioso. Sabía medir las distancias y no se esforzaba en embestir cuando calculaba que no iba a alcanzar al torero. Con la cara levantada, los pitones hacia el cielo, El Prieto aguardaba que alguien, el que fuera, el guapo para atreverse siquiera a sacarle una vuelta cerca de su cuerpo.

—A ver pinches mexicanos, un cartón de cerveza a cualquiera de los dos que le saque una vuelta al Prieto.

—No le entres manito, porque nos corta los güevitos —él escuchó la voz a su lado.

Mexicanos eran ellos dos, Pardavé y el amigo. Los demás eran de ahí, no mexicanos.

Alguien pasó una botella de mezcal.

—Órale p’al valor —dijeron.

Los dos bebieron por la necesidad de la garganta seca y por ver si llegaba un lejano valor, quizá ido en el mismo autobús viejo en que llegaron.

Los gritos, que seguían insistentes, se fueron cambiando por insultos:

—Pinches cobardes, una vuelta al Prieto, cabrones mexicanos.

Pero nadie de los espectadores se bajaba a torear al Prieto, que olfateaba los rastros de yerba en el piso.

Otra persona ofreció un recipiente conteniendo un líquido amarilloso:

—Pa’ que les crezcan los tanates —dijo sin mirarle los ojos a los dos amigos— ¿o tampoco a esto le entran, cabrones?

La bebida era fuerte, el mezcal asomaba su sabor en medio del menjurje, pero ni con eso ni con las puyas quisieron lancear al toro. Las mentadas de madre arreciaron y en un momento, Pardavé dijo que era tiempo de irse a la casita, manito.

Salieron del ruedo con los gritos amenazantes y un par de botellas que por fortuna no alcanzaron su objetivo. El Piteco seguía trepado en las maderas de la plaza. Cruzaron las calles sin mirar a la poca gente que se cruzaba adivinando, sus cuchicheos de risa.

Al llegar a la construcción blanca, los dos sintieron que la casita era el único sitio aceptable hasta el día siguiente en que regresarían al D.F. Se encerraron en la habitación grande sabiendo que faltaban aún muchas horas para la partida. El Piteco nunca llegó esa noche.

—Pinches mexicanos —se oyeron voces femeninas salidas de alguna habitación cercana.

—Las niñitas nos desconocieron sin conocernos —dijo Pardavé en el auto donde viajaban a Tampico, agregando— el Piteco me dijo que la horrenda bebida esa tenía mariguana, manito.

El auto a Tampico se llenó de carcajadas.

—Y ni con eso —contestó el amigo que manejaba sintiendo ya la brisa de la planicie huasteca.