Los toreros no se retiran. Los políticos, menos

La teoría es vieja, pero no por ello menos inválida.

Dice que un torero lo es hasta el día de su muerte, y a veces más allá de este espacio terráqueo porque su recuerdo avasalla tiempo y distancia y el diestro va por el mundo desparramando cantes jondos y lances al cielo.

Se avala esta consideración cuando sabemos de historias que demuestran que el torero murió sintiéndose torero, sintiéndose, sin importar que se haya retirado del ejercicio y del riesgo que significa ponerse frente a la cara del toro.

Existen casos en la historia del toreo que nos demuestran que la vida de un diestro fue congruente hasta el último momento: novillero de guerra en las capeas, ascenso a punta de sangre y arte, toma la alternativa, sufre el bache del cambio de status, trepa la cuesta enorme de los escalafones, tiene amoríos destellantes, cornadas, triunfos, hasta consolidarse, ir campaña tras campaña, iniciar su declive más por edad que por carencia de arte, transitar por la aparente tranquilidad profesional, hacerse de ciertos truquillos para seguir en los carteles, funcionar por el nombre y el oficio, y por fin vueltas más, vueltas menos, decir adiós a la profesión sin nunca aceptar que se está en el retiro, porque se sigue andando con garbo, usando las frases del mundillo, echao el tipo p’alante, en fin, sintiéndose torero, pero, y ahí está el pero, ya sin ponerse el traje de luces, sin estar en la competencia con los que en activo se encuentran.

Por desgracia los políticos tienen los mismos lados malos de los toreros pero nunca sus lados buenos.

Los toreros se convierten en leyendas gloriosas, en figuras admiradas, en símbolos dentro de la plaza, pero casi nunca amenazan en serio —ya viejos, torpes y con la envidia natural hacia la juventud— con regresar a los ruedos a hacerle la competencia a los nuevos, es decir, la edad pesa en los toreros como pesa en toda la gente, aunque los políticos mexicanos, es decir, los grillos, suponen que la edad es sólo para los toreros y nunca para esos dinosaurios que quieren seguir metidos en el ajo hasta que la cárcel o la ignominia los retire.

En los tiempos de falta de dedo —no por ejercicio de democracia sino por marcada ignorancia— se ha pretendido tumbar los diques de la cargada y en lugar de festejar tal acontecimiento, los grillos andan como lebrel sin dueño, acostumbrados a seguir la voz del amo —marcaba el viejo anuncio de la RCA— y al no tener aparentemente clara la señal, pues como chuchos de rancho corretean gruñéndole a su propia cola.

La majestad de un torero retirado, pese a que pueda tener angustias económicas, jamás se empaña arrastrándose a pedir limosna. Sus glorias pasadas —pocas o muchas— le sirven de sostén a su orgullo. Puede existir la picardía, la viveza para salir a flote, pero nunca la ignominia, por lo menos de aquel que se sabe torero.

Un grillo no practica eso, al contrario, todo el caudal monetario obtenido a lo largo de su olorosa carrera, está a disposición del que tenga el poder para reintegrarlo al activo de su profesión. No acepta que sus tiempos han pasado y debe, y tiene, que dejar el escenario a otros que llegan con el aullido del lobo pegado a la juventud y la inexperiencia.

Es pan de cada sexenio que un grupo de grillos, de harta cana y lana, de corazón balbuceante, colesterol rabioso, enfisema retozón, melanoma ostentoso, armen sus grupitos para tratar de meterse al rejuego de una siguiente selección de candidato a cargos de elección popular.

Viejos grillos, patéticos, envarados, con el sombrero antes peleador y ahora ridículo. Tiesos en sus casimires finos. Con la voz engolada como si estuvieran en sus antiguos mítines, arman planes reivindicadores, se confabulan en ruedas de prensa creyendo estar en el México de sus recuerdos. Demandan ser tomados en cuenta al momento de elegir candidatos a lo que sea. Los viejones se palmeaban la panza como en los gloriosos ayeres luciendo el Rolex de oro y los diamantes (porque tampoco se trata de ocultar lo que se ha ganado a lo largo de las batallas contra los perversos enemigos del sistema) sin aceptar que las comaladas que vienen los han dejado como figuras de museo de cera.

Así son, más o menos, los que se reúnen sexenio tras sexenio: viejitos que no aceptan la edad ni quieren dejar de chupar la ubre.

Ellos, son los que no tuvieron ni agallas ni talento para vencer a sus verdaderos enemigos: sus presidentes y ex presidentes que los engañaron, despreciaron, pisotearon, aniquilándolos, por fin, al tirarlos de las escaleras del poder.

Son ellos, grillos que buscan para ser acólitos de esos técnicos sin conocimientos, fríos, pero que ahora tienen la sartén por el mango.

Los toreros se retiran echaos p’alante, los grillos quieren seguir en medio de achaques, ambición, y una candidez absurda para sus años.

Quizá su incultura (muy bien exhibida a lo largo de su adinerada carrera) les impida ver sus patéticos movimientos de ahogado.

Y eso, los toreros no lo tienen.