San Isidro
Es bien sabido.
Allá por el mes de mayo se festeja el santo patrón de la ciudad de Madrid, y entre las actividades recreativas y culturales que se arman en la antigua Villa del Oso y del Madroño, se encuentran en lugar principal las corridas de toros.
A través de varios años este escribidor ha asistido a dichos festejos y siempre ha tenido la sensación de que al cabo de casi una treintena de tardes viendo corridas, se comienza a perder el sentido de lo realmente visto para confundirse en un mar de toros y un océano de toreros, y que al acabar la Feria de inmediato se piensa que de toros ha llegado el hastío, para advertir —a veces con terror— que a las pocas semanas ya se está extrañando el ambiente, las calles de la ciudad, la Plaza de las Ventas y el torrente de clarines, de lances, de muletazos dentro de esa diferente forma de practicar y sentir el torero en España.
No es deseo de este escribidor hacer un balance de las actuaciones de cada uno de los toreros a lo largo de la historia de los San Isidros, de los comentarios formados a tenor de sus acciones, y sobre todo precisar las aristas que tienen las relaciones entre toreros mexicanos y españoles, eso lo dejaríamos para otros capítulos que al fin y al cabo no se requiere estar en España para apreciarlo, permítanme que veamos algunos otros puntos de la Feria de San Isidro.
Hay tanto que contar que se intenta clarificar los hechos desde el momento mismo en que a la salida del metro aparece la bella Plaza de las Ventas. Los festejos se inician a las siete de la tarde recordando que en estas épocas del año la noche cae en la ciudad de Madrid a eso de las 22:00, así que el inicio, a las 19:00, permite que el sol, duro y bravo, no pegue con tanto rigor en los tendidos.
Y la gente llega desde una hora antes porque hay que hacer cola para obtener el programa del día, tomarse una manzanilla o un vaso de cerveza y estar en los comentarios, asomarse al patio de cuadrillas, cotillar a gusto, en fin, participar en todo ese ambiente que existe en esta Feria, para que con buen tiempo uno ocupe su lugar sabiendo que si bien las Ventas es una plaza de singular belleza, no tiene nada de cómoda, pues el sitio para sentarse es estrecho y sin respaldo y las rodillas del de atrás le pegarán de continuo en la espalda así como que las rodillas de uno molestarán al de adelante.
Pero ya entrados en gastos, es lo de menos, porque está por iniciarse la Feria y con ello el torrente de corridas y con ello la apreciación de la fiesta en sus conceptos mejores.
Los alguacilillos salen por una puerta diferente a la que usan los espadas. Los dos alguacilillos —dada la situación de la puerta por ellos usada y la ubicación de la autoridad al lado izquierdo del palco real— realizan un corto viaje dentro del ruedo para que después, cada uno por su lado, recorran el anillo hasta situarse frente a la puerta de cuadrillas sin la ceremonia que en México se acostumbra de entregar, en forma simbólica, la llave de la plaza al torilero.
El paseíllo de los matadores también es corto pues no parten plaza en el sentido estricto de la palabra, ya que el viaje de las cuadrillas hasta el frente de la autoridad, es de reducida distancia por el cambio de sentido en el trayecto realizado.
Después, la liturgia es similar salvo variantes como que los clarines ordenan la salida de los piqueros al ruedo en ocasiones cuando el matador está realizando aún los lances de recepción.
Casi nunca se pica al toro a favor de su querencia y nunca se permite que el toro esté adentro de los círculos pintados en el tercio. Es más, se le coloca a una buena distancia para medir la bravura y la arrancada.
La suerte de varas es acto señero aun sin ejecutarla con certeza, ya que el picador se siente y se sabe torero a cuyo cargo está un importante momento de la corrida. Acto apreciado y vigilado por la autoridad y aficionados, en especial los del tendido siete, quienes de inmediato solicitan la devolución del toro si éste acusa señalada mansedumbre, o bien, si el burel sale muy disminuido en su fuerza después de las picas.
En algunas tardes se ha tenido la oportunidad de ver el cambio hasta de tres toros por no cumplir con los caballos, o por salir de la suerte de varas tan lastimados que la faena de muleta no resultaría en condiciones igualitarias entre toro y torero.
En México casi nunca sucede eso. Aquí, cuando cambian a un toro, es porque se lastimó antes de varas pero nunca cuando ya pasó ese tercio.
Y los toros, de casi 600 kilos, cinqueños y con una catadura —salvo excepciones— que ponen a parir al más pintado, reciben los quites necesarios sin que el matador en turno se haga como que el muerto le habla. No siempre tiene que ser un quite en forma lucida, sino que el matador en turno debe sacar y llevar al toro para una nueva pica. Eso es vigilado por la concurrencia, parte integral del espectáculo.
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Las golondrinas han formado sus nidos en los adornos externos de la Plaza de las Ventas. Se ven como algo inherente en todas las Ferias de San Isidro. Durante la corrida, las aves nerviosas por el gentío y los ruidos hacen cabriolas que contrastan con el pausado y torpe volar de un par de avionetas que cruzan una y otra vez sobre el coso, arrastrando cada uno de los aparatos, inmensos letreros de publicidad.
Esto quizá se deba a que por regla estricta, están prohibidos los anuncios publicitarios pintados o pegados en el exterior e interior de la Plaza. A lo más, uno de los patrocinadores de la Feria, una institución bancaria, ha logrado colocar en el centro del ruedo un enorme anuncio de plástico que es levantado y ocultado minutos antes del inicio del festejo, así como los carteles de la misma institución que cuelgan de los burladeros y que también son retirados antes de la corrida.
Así que salvo las tercas avionetas arrastrando propaganda, no hay anuncios en la Plaza lo que permite apreciar en toda su magnificencia la construcción morisca, inaugurada en 1931, aún cuando su construcción se iniciara en el año de 1929.
Y ya en esto de los anuncios podemos ver más diferencias entre el concepto de la Fiesta de Toros en Madrid y las empresas que manejan con sentido neoliberal el mexicano mundo taurino. Aquí no importa la fealdad o la belleza, sino la cantidad de dinero que pueda dejar cada resquicio del coso taurino. Aquí no importan las tradiciones y menos tratar de construirlas. Ya parece que en las Ventas, o en la Maestranza, se permitieran letreros de productos con nombre yanqui, o anuncios digitales, o pintas horrendas en las contrabarreras.
En la Feria de San Isidro no sólo no hay anuncios en la plaza, sino que ésta tiene todo el sabor de una catedral. Hay un museo taurino, bien armado, bien diseñado, donde se pueden admirar diferentes facetas de la cultura taurina. Pero además, durante la isidrada, se organizan exposiciones de pintura y fotografía que pueden ser visitadas antes o después de la corrida sin pagar ningún sobreprecio. Y que en las calles de la ciudad, cientos de aparadores en tiendas de diversa índole, estén adornados con motivos isidriles, por decirlo de alguna manera.
En la puerta principal, entre los tendidos ocho y nueve, muy cerca de la calle de Alcalá, dos anuncios incrustados en la pared señalan uno, el cartel inaugural de la Plaza de las Ventas donde en forma principal figura el nombre de don Fermín Espinosa, Armillita.
El otro cartel da cuenta y razón de los toreros que en una sola tarde han cortado dos o más orejas lo que les ha valido salir a hombros por la puerta grande.
De los casi 150 toreros que han logrado esta hazaña muy pocos son mexicanos: Armillita (el grande), Lorenzo Garza, Juan Silveti, Carlos Vera Cañitas, Carlos Arruza, Fermín Rivera, Eloy Cavazos y Curro Rivera, pero lo que no se dice ahí es que hace más de 25 años que no se corta un rabo en Madrid, el último fue por una faena de Palomo Linares, y antes de él, hace ya más de cincuenta años, lo cortó Lorenzo Garza.
La cultura etílica y la taurina van de la mano en las Ventas. En cualquier sitio dentro de la Plaza se puede tomar un trago, un vinillo, una cuba —que por esos rumbos les llaman cubatas— una cerveza, una ginebra, o bien, como el escribidor hace en ocasiones, una media y fría botellita de manzanilla de San Lucas de Barrameda, que para pelearle al calor es de primera.
Y aquí llegan otras preguntas:
¿Por qué en San Isidro se puede tomar en santa paz y disfrutar de un buen vaso de vino sin tener que liarse a trompones con los clásicos borrachines que van a destruir todo?
¿Por qué existe un respeto por el arte y el valor de los toreros, y una apreciación verdadera por lo que significa la actuación de los toros?
La libertad, la picardía, la pasión, la entrega o repulsa por los toreros o por la fiesta misma, debe de existir, pero ¿por qué algunos aficionados, a veces, lo hacemos tan rasposo?
Por fortuna, durante el día y parte de la noche, las Fiestas de San Isidro permiten que no sólo sea la corrida lo que se admire, sino que hay otras opciones desarrolladas en varios puntos de la ciudad, calles, centros de cultura, tanto en el centro como en los barrios de la periferia.
Algunos de los principales son, por supuesto, la misma Plaza de las Ventas, pero ahí están también el Parque de las Vistillas donde se baila, se come y se bebe hasta que el cuerpo aguante. Sin olvidar sitios gratos como los bares de la calle de Alcalá: El Albero, Los Timbales. El bar del Hotel Wellington. El del Hotel Victoria, en la Plaza de Santa Ana. La Torre del Oro, en la Plaza Mayor. Por citar un puñito de sitios.
Conciertos de rock, exposiciones de pintura, bailes, verbenas populares, entre otros muchos asuntos, son los que disfrutan los visitantes en Madrid de los San Isidros, pero claro, este escribidor trae la sangre infectada de virus taurino y para él lo primero es la corrida sin olvidar las canciones de Olga Ramos, inmortal tonadillera que a los ochenta y tantos años aún canta como los ángeles recordando a Agustín Lara para que los madrileños de hoy sepan que su himno de Madrid, Madrid, Madrid, se los hizo un mexicano, sin dejar de lado la gran comilona de cocido madrileño que se da en la Plaza Mayor.
Sí, caray, usted paga sus pesetitas, le dan su plato, su cuchara, su cachoepan, se forma en la cola y le sirven un cocido que no tiene nombre, y a usted nadie le dirá nada si a la disimulada saca algún riojanillo para que ayude a que las garbanzas bajen más pronto.
La mañana se puede empezar visitando la Finca del Batán, situada a una media hora de la Puerta del Sol, donde están expuestas algunas de las corridas que se lidiarán durante la feria. Ahí se puede ver el tamaño y la catadura de los toros, mismos que días más adelante, por la tarde-noche, a las siete, saldrán por la puerta de los sustos en la bellísima e incómoda Plaza de las Ventas.
Una plaza que se alza más que altiva (perdonando el lugar común) junto a la calle de Alcalá, frente a la vía rápida llamada la M-30.
Una plaza que nos permite saborear lo más serio de la Fiesta de los Toros, pues junto a lo que sucede en Sevilla, las Ventas se constituye como una catedral de peregrinos que exigen que la empresa se comporte con seriedad y honestidad, y a los toreros se les reclama que tengan el arte y el valor necesarios para ser dignos de la plaza y del oficio, ambos territorios tan pisoteados por el neoliberalismo en el arte taurino.
Cualquier tarde se puede ver al Rey o a su hija, sobre todo la mayor, que es la aficionada, la otra, la pequeña, se ha acataluñado, ni modo. La madre del rey ya no se ve en la Plaza por pasar a mejor vida, perdonando otro lugar común.
Por supuesto que la edad de este escribidor ya no está para impresionarse por la presencia de una reinita, aunque sí por la de una mujer, y ésta, la Infanta, pese a la cara que no es muy agraciada, tiene más que buen cuerpo, alta, de piernas bien moldeadas, de risa muy franca.
Pero lo que se desea reafirmar no son los descaros reales del escribidor, ni tampoco la facha poco mandona del esposo de la Infanta, ni la envidia causada, sino la discreta actitud de la reina júnior, así como la respetuosa acogida de los espectadores cuando los toreros de esa tarde brindan a la princesa que, con sonrisa ancha, contesta los saludos, o al Rey, que Borbón y aborbonado, mira con garbo a sus súbditos sin que nadie le grite sus pasiones, ni aun los más fieles y tercos republicanos.
Porque la Isidrada iguala.
Da rasero a todo aquel que con dificultad por la demanda, ha logrado comprar su billete o su abono.
Porque en las andanadas —los sitios más lejanos al ruedo— los seres de la tercera edad tienen su lugar a bajo costo.
Porque la tarde se derrama en Las Ventas y la construcción morisca sabe que al día siguiente y al otro y al otro habrá corrida, los tendidos se llenarán hasta lo último, que no habrá cochupos descarados, que la Plaza se ha ofertado para que esa concesión haga que la Empresa ganadora garantice seguridad en el espectáculo.
Quizá algún lector, uno de esos acartonados antitaurinos crea que es excesiva la pasión por los toros, pero los que están picados del gusanillo de la Fiesta, saben que conforme pasan los años se va transformando la pasión-pasión por el secreto arte que significa ser un silencioso y a veces aparente lejano espectador que va más allá del grito o del aplauso facilote.
Porque se está en mayo y San Isidro es el patrón de la ciudad y de los toros.