Marrim alzó el visor de su casco protector y miró a Atrus, que tenía el rostro oculto también por un casco protector.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Está bien así?

Atrus se acercó, se agachó y examinó la losa de piedra.

Estaban en una habitación pequeña y cerrada —su grueso techo de piedra la distinguía de cualquier otro edificio en el puerto— y hacía calor. Mucho calor. El intenso resplandor anaranjado de la forja en una esquina daba color a todo en la habitación, parecía sangrar en el aire y fundirse en los bordes de los objetos. Bajo las gruesas ropas de cuero que vestía, Marrim se sentía muy incómoda. Tenía el cuello y la espalda empapados de sudor, pero no se quejaba. Al fin y al cabo, se había ofrecido voluntaria para aquel trabajo.

—Tiene buen aspecto —respondió Atrus, poniéndose de pie—. Un buen corte recto. Podemos cincelar lo demás.

Marrim sonrió. Si Atrus decía que estaba bien, estaba bien. No se andaba con remilgos cuando se trataba de asuntos como éste. O se hacía bien una cosa, o no valía la pena hacerla; ésa era su filosofía.

Marrim se acercó a la forja y cerró la puerta, luego cogió uno de los martillos de tamaño medio de un estante en la pared. Lo cincelaría ahora mismo, antes de que regresara el Maestro Tamon.

—Espera —dijo Atrus—. No seas demasiado impaciente.

—Pero…

—No hay prisa —prosiguió Atrus—. No pasará nada si esperas a que regrese el Maestro Tamon. Él querrá verificar esto personalmente.

Eso era cierto, desde luego. El viejo Tamon no dejaba pasar nada sin antes verificarlo. Y a veces —sólo a veces— eso podía resultar agotador para los nervios. Pero Marrim no discutió. Volvió a dejar el martillo, se acercó a la puerta, corrió el cerrojo y salió afuera, donde el aire era más fresco.

Se quitó el casco y se volvió. Atrus la miraba desde la puerta.

—¿Qué dijo tu padre?

—¿Mi padre?

—Acerca de tu cabello.

Hacía cinco semanas, antes de regresar a Averone, se había cortado el pelo corto. Sin ser consciente de lo que hacía, Marrim estiró el brazo y con los dedos se acarició los mechones de pelo negro que estaban pegados a su cuello.

—Él… no dijo nada.

—¿No?

La voz de Atrus mostraba sorpresa, pero no prestó más atención al asunto.

Marrim le miró, luego desvió la vista a otro lado.

—He practicado, ¿sabes? Me refiero a cortar piedra. Cogí un martillo y varios cinceles cuando regresé… y una máscara.

—Y guantes, espero.

Ella sonrió.

—Y guantes. Me sentaba en las rocas en el extremo más alejado de la isla y cortaba. Esculpía formas en la piedra.

Atrus la miraba muy interesado.

—Tenías muchas ganas, ¿eh?

Marrim le miró a los ojos.

—¿De ser un constructor de piedra? Sí. Parece ser parte de la esencia de lo que son los D’ni. Viven en la roca. Es lo que mejor conocen.

—¿Incluso mejor que la escritura?

Ella asintió.

—Sí. Quiero decir que la escritura es maravillosa, incluso sorprendente, pero casi parece secundaria al pensar en lo que son los D’ni realmente. O eran. Cuando veo al Maestro Tamon trabajar, me parece atisbar algo de cómo debió de haber sido.

—Sí —dijo él, claramente satisfecho de su comprensión—. Me costó mucho tiempo asimilarlo. Pero ambos procesos tienen mucho en común, Marrim. Ambos requieren una planificación larga y paciente. Antes de que haga un solo corte, o escriba una sola palabra, uno debe saber por qué. Uno debe tener muy clara la idea no sólo de esa parte, sino del todo, de la totalidad de lo que se quiere conseguir.

—¿Lo que tu abuela llamaba el gran cuadro?

Atrus se rio.

—¿Quién te dijo eso? ¿Catherine?

Marrim asintió con una sonrisa.

—¿Y qué tal va la escritura?

—Lenta —respondió Marrim y su expresión se ensombreció un tanto—. Me temo que no soy muy paciente.

—Aun así, no lo dejes. Como todo, la paciencia llegará.

Al ver el desánimo en su rostro, Atrus sonrió.

—Crees que la paciencia es una cualidad innata. Quizá lo sea para algunos. Pero la mayoría de nosotros aprendemos a ser pacientes. Es una de las habilidades de la vida que debemos aprender si queremos tener éxito.

—¿Eso crees?

—Oh, lo sé. Mira ahora a tu alrededor. ¿Qué ves?

Marrim se volvió y miró. La plaza junto al puerto, que cuando llegaron por vez primera había parecido tan enorme y espaciosa, estaba llena de viviendas improvisadas, que formaban una especie de aldea bajo los empinados niveles de la ciudad, mientras que a un lado, en torno a la biblioteca en la que trabajaba Atrus, había una serie de talleres y almacenes.

Habían transcurrido seis meses desde que encontraran a los primeros supervivientes y habían ocurrido muchos cambios para mejor. También ayudaba el hecho de que eran ahora más de mil doscientas personas, pero Marrim no esperaba que ese número se incrementase mucho. Dentro de una semana —quizás antes— se habrían explorado las últimas Eras, y sabrían por fin cuántos habían sobrevivido.

«No los suficientes», pensó Marrim, desanimada a pesar de los signos de trabajo que la rodeaban. No sabía cuántos supervivientes había esperado encontrar Atrus, pero estaba segura de que eran más.

Miró hacia arriba, más allá del agitado puerto, y vio enseguida la magnitud del problema al que se enfrentaban. Comparada con la ruina que les rodeaba, su pequeña colmena de actividad no era nada. Tantas calles desiertas, tantas casas derruidas y abandonadas.

«Paciencia… no me extraña que Atrus aconseje tener paciencia».

Pero a lo mejor tenía razón. A lo mejor la paciencia era algo que podía adquirirse con el tiempo. Quizás aquella misión no excedía sus posibilidades.

—¿Bien? —le preguntó Atrus, cuando hubo transcurrido un minuto y ella seguía sin darle una respuesta—. ¿Qué ves?

—Piedra —dijo ella, mirándole a los ojos—. Piedra, rocas y polvo.

Aquella noche celebraron una reunión en la biblioteca. Estaban Catherine y Atrus, así como el Maestro Tamon, Oma, Esel, Carrad e Irras. Marrim fue la última en llegar.

Yendo directamente al grano, Atrus puso ante sí un grueso libro encuadernado en piel y lo abrió.

El panel descriptivo emitió un suave resplandor.

—Quedan doce libros —dijo Atrus—. Éste, el Libro de Sedona, es probablemente el menos peligroso. Aun así, cuando lo exploremos tendremos que utilizar los trajes de los Guardianes.

Atrus hizo una pausa antes de proseguir.

—Sedona es una Era muy antigua. Tiene miles de años. Quizá más. El lenguaje que se ha utilizado es más anticuado y formal que el que conocemos bien. Oma y Esel han contribuido con su valioso tiempo para ayudarme… a traducir el Libro. Creemos saber lo que significa gran parte del mismo, y qué tipo de Era podemos esperar encontrarnos, pero no podemos estar seguros, por lo que llevaremos puestos los trajes como precaución.

—¿Y los otros once? —preguntó Tamon.

—Los sellos de la Cofradía de Guardianes no están o están rotos y es difícil saber si esas Eras funcionaban en el momento de la caída de D’ni. La única forma de estar seguros es hacer rigurosas verificaciones.

—Usando los trajes —concluyó Tamon.

—Exacto —dijo Atrus—. Pero primero Sedona. El traje está preparado. Estableceremos el nexo por la mañana. Ya conocéis el procedimiento. Lo hemos practicado lo suficiente estos últimos meses. Mañana lo haremos de verdad. Marrim, Carrad, Irras. Os presentaréis aquí con la sexta campanada, junto con Oma y Esel. Yo os estaré esperando.

—¿Vas a venir tú también? —preguntó Marrim sorprendida.

—Si se ve que la Era es segura —dijo Atrus—. Estuve al principio y creo que es justo que esté al final.

La celda era un gran cubo. Medía doce pasos de lado, las paredes negro azabache estaban impregnadas con una capa de material impermeable —en parte piedra, en parte producto químico— que la sellaba herméticamente. Una estrecha puerta, hundida en la pared del fondo, constituía la única salida de la celda y daba directamente a una esclusa, tras la que había una segunda habitación sellada, casi idéntica a la primera; un mecanismo de seguridad diseñado tras un accidente de especial gravedad.

Las habitaciones sólo se diferenciaban en dos aspectos. El primero era que aquella celda —conocida sencillamente como la Sala del Nexo— estaba dividida a su vez por una doble pared de barrotes que iban del suelo al techo y que formaban una diminuta celda dentro de la celda; eran gruesas barras de la roca especial D’ni llamada nara, espaciadas a distancia de un palmo, ambas líneas de barras separadas por una distancia inferior a un brazo extendido. En el centro de aquella doble muralla, nivelada con ella, se encontraba una pequeña jaula giratoria que era la única entrada a la celda más pequeña.

El suelo de la celda interior no mediría más de dos pasos cuadrados y estaba recubierto con nara. Una gran máquina semicircular de piedra y latón colgaba suspendida a unos tres metros de altura, cubriéndola como un techo, y de su oscuro interior se extendían cables en bobinas y otros extraños aparatos. Era la vaina de descontaminación.

La segunda diferencia eran los nichos —ocho en total, cuatro a la izquierda, cuatro a la derecha— que se encontraban excavados en las paredes a ambos lados de la puerta. Eran hondos y se encontraban en las sombras, y en ellos se guardaban los ocho trajes protectores que parecían gigantescos guardianes mecánicos, con brillantes superficies que la edad no había conseguido deslustrar.

Así era. Así la había concebido hacía cuatro mil años la Cofradía de Guardianes, basando su diseño en largos siglos de experiencia y en más de una misión con resultados mortales.

En teoría, nada podía salir mal. Fuera lo que fuese lo que regresara de las Eras, no podía escapar de aquellas celdas. Los barrotes impedían que cualquier cosa peligrosa, ya fueran nativos desesperados o animales agresivos, irrumpieran en D’ni, mientras que los sellos y la esclusa se ocupaban del peligro omnipresente del contagio.

Durante setenta años, la celda había permanecido en la oscuridad absoluta, pero ahora se veía bañada con la luz procedente de las grandes lámparas en el techo; era una luz limpia, casi de hospital. Bajo aquel penetrante resplandor Atrus y sus compañeros trabajaban, vestidos con trajes ligeros especiales; de una tela impenetrable de denso color verde oscuro, luciendo el losange rojo vivo del blasón de la Cofradía de Guardianes, con el símbolo de un ojo fijo sobre un libro abierto, que resaltaba en todos los pechos. Aquéllos trajes eran muy distintos de los que se encontraban en los nichos; en aquel momento, cuatro personas tiraban de uno de ellos para sacarlo. El traje, increíblemente pesado, se movía siguiendo las guías que había en el suelo.

Al terminar, se quedaron admirándolo.

El traje protector tenía un aspecto brutal, casi mecánico. Se erguía en el centro del laboratorio, vacío, como la carcasa de un insecto gigantesco, su pecho y brazos remachados con extraños apéndices. Las negras placas superpuestas de las que estaba hecho tenían un aspecto pulido, metálico, pero en su fabricación no había ni un solo elemento de metal. El traje estaba hecho de piedra; de una piedra especial y ligera llamada deretheni, que no era tan dura como la legendaria nara, pero sí lo bastante resistente como para hacer el trabajo para el que estaba pensada.

Mecanismos hidráulicos especiales —esbeltas varillas de la misma piedra alterada en su estructura molecular— proporcionaban una cierta flexibilidad al traje, aunque no lo suficiente para que su usuario pudiera darse la vuelta con rapidez o correr. No es que eso importara. El usuario no tendría ni que girarse ni correr, tan sólo mirar a través del visor polarizado y asimilar, en el instante en que se encontrara allí, cómo era la Era en cuestión.

Ahora Gavas se estaba poniendo el traje interior, con la ayuda de Oma para sujetar las distintas correas y hebillas. Los dos hablaban en voz baja, repitiendo la rutina por enésima vez aquella mañana.

El traje era antiguo —según los archivos había sido hecho por la Cofradía de Guardianes hacía más de mil años— pero parecía nuevo.

Como todo lo que los D’ni hacían, el traje de verificación ambiental había sido concebido para durar.

Todo estaba dispuesto. O casi. Sólo faltaba que Atrus conectara los últimos aparatos de recogida de muestras, pusiera el Libro Nexo dentro del guante y ajustara el cronómetro.

Una vez hecho eso, Gavas entraría en el traje y lo encerrarían en él.

Atrus consultó un momento con Catherine, luego se volvió.

—¿Estás preparado, Gavas?

Gavas sonrió.

—Del todo.

—Bien.

Atrus cogió los dos libros especiales —libros diminutos, «encuadernados en piedra», seis veces más pequeños que un Libro Nexo normal— y los colocó en el compartimento especial de cada guante.

El primero haría que Gavas estableciera el nexo con Sedona, el segundo establecería el nexo de vuelta. Ambos funcionaban según el mismo principio. Había una delgada membrana inerte sobre cada página, que imposibilitaba que Gavas estableciera el nexo; hasta que apretara un botón en el dorso del guante de la mano derecha, lo que liberaría un inofensivo gas que a su vez disolvería la membrana y pondría la palma de su mano en contacto con la página.

En ese instante establecería el nexo. Y en ese mismo instante el cronómetro se activaría.

Durante los dos primeros segundos en el otro lado, una membrana similar cubriría la página del Libro Nexo en su guante izquierdo, impidiendo que estableciera el nexo de regreso. Pero después el cronómetro cumpliría su función; se abriría el diminuto receptáculo del gas y, de esta forma, la palma izquierda de Gavas volvería a entrar en contacto con la página.

Transcurridos dos segundos, Gavas establecería el nexo de regreso, estuviera o no consciente. Vivo o muerto.

Dos segundos. Era lo máximo que podían arriesgar en aquella primera salida. Pero era tiempo suficiente para descubrir lo que necesitaban saber acerca del mundo al otro lado de la página. Los aparatos de muestreo del traje les revelarían cómo era la atmósfera, la temperatura y si había señales de vida. Y a menos que hubiera tanta luz que el visor se oscureciera por completo —cosa que se suponía haría, para impedir que los ojos de Gavas se quemaran en sus cuencas— debería poder echarle un vistazo a la Era.

Las placas de deretheni del traje le aislarían del calor, mientras que los cierres herméticos del traje garantizarían que no se filtrasen sustancias nocivas que pudieran envenenarle.

Carrad y Oma ayudaron a Gavas a meterse en el traje exterior, luego comenzaron a sellarlo; cada uno de los cierres producía un fuerte chasquido. Mientras iban a buscar el enorme casco, Gavas echó un último vistazo alrededor, con una sonrisa nerviosa. Habían ensayado aquel proceso incontables veces, pero aquélla era la primera vez que la cosa iba en serio.

Tan sólo Atrus parecía no verse afectado por la tensión del momento, y cuando se acercó a Gavas para darle las últimas instrucciones, su calma pareció transmitirse a todos los demás.

—Recuerda, Gavas. Tu misión es mirar. No pienses, sólo mira. Yo pensaré por ti cuando estés de vuelta.

No era la primera vez que Atrus decía aquello, pero Gavas asintió como si lo fuera.

Atrus se hizo a un lado y dejó que Carrad y Oma alzaran el casco con su visor a prueba de calor y cubrieran con él la cabeza de Gavas, cerrándolo a continuación con la abrazadera alrededor del cuello. Satisfechos, ajustaron los seis grandes pernos que la mantenían en su sitio. Hecho esto, comenzaron a repasar el traje, desde el cuello hasta los pies, revisando con cuidado cada uno de los cierres de presión especiales. Al terminar, se apartaron.

Por último, le pusieron los guantes. Ahora sólo tenían que llevarlo hasta la jaula. Hubiera podido hacerlo andando pero era más rápido que lo empujaran siguiendo las guías para luego cerrar la puerta de barrotes.

Se oyó un gran siseo de vapor y la diminuta jaula giró ciento ochenta grados. Sonó un chasquido cuando terminó de moverse y del suelo surgieron unos pernos para fijarla. Sólo entonces volvió a abrirse la puerta de barrotes para que Gavas pudiera salir lentamente, con pasos torpes, a la celda interior.

Con el traje puesto, Gavas tenía poco sitio para moverse. Se volvió despacio, muy despacio, hasta volver a quedar de cara a Atrus.

Todo estaba dispuesto. No había motivo para aguardar más. Atrus miró a Gavas y colocó su mano izquierda sobre el dorso de la derecha, dando la señal. Gavas asintió, luego —el movimiento de su brazo exagerado por el traje— imitó aquel mismo movimiento.

El traje pareció resplandecer y luego desapareció.

Dentro de la celda se produjo un nervioso intercambio de miradas. Sólo Atrus seguía con la vista fija en la jaula ahora vacía.

Un latido, dos latidos, y regresó.

El calor estalló en la sala, como si alguien hubiera abierto la puerta de un horno. Con un tremendo crujido, todo el traje pareció sacudirse cuando descendió la temperatura; el aire se llenó de vapor cuando los extintores automáticos inundaron la sala con un agudo silbido.

Se oyeron gemidos por todas partes.

De inmediato, Carrad e Irras se acercaron corriendo a la cámara, deseando ayudar mientras que la espesa capa de retardante hervía en la superficie del traje. Hicieron ademán de pasar por la jaula para ayudarle, pero Atrus les gritó.

—¡No!

Se quedaron parados, horrorizados, observando, sabiendo que no podían hacer otra cosa que esperar un poco mientras que, lentamente, la piedra se endurecía al enfriarse; la espuma húmeda apagaba la superficie que se iba oscureciendo. Pero ahora estaba retorcida. Las extremidades estaban alargadas como si fueran de cera, el cuerpo derrumbado en parte sobre sí mismo, el casco deformado.

Catherine iba a decir algo, porque el silencio resultaba insoportable, pero se paró en seco cuando se oyó un débil gemido procedente del interior del traje.

Carrad abrió rápidamente los desagües del suelo, limpiando la cámara. Irras abrió la puerta de la cámara y fue sin pensárselo dos veces a sacar a Gavas. Pasaron minutos mientras los demás esperaban ansiosos; sus suministros dispuestos y sus movimientos ensayados le salvarían la vida esta vez.

Se llevaron a Gavas, curando cuidadosamente sus heridas antes de devolverle a Averone para que se recuperase.

—Una nova —dijo Atrus en voz baja. Eso tenía que ser. Nada más podría generar las temperaturas o presiones capaces de fundir el traje.

Gavas había ido a parar al corazón de un sol en explosión.

Aridanu fue el siguiente. Una Era más nueva, pero que no tenía sello de la Cofradía de Guardianes. Habían descubierto el Libro, dañado en parte, en una de las casas del distrito superior. Parecía estar bien, pero la falta de sello preocupaba a Atrus.

Mientras que Carrad e Irras ayudaban a Esel a meterse en el traje de verificación ambiental, la puerta en el otro extremo del laboratorio se abrió con un silbido y Marrim entró presurosa.

—Siento llegar tarde, Maestro Atrus —dijo, con claro alivio al ver que Esel todavía no había establecido el nexo.

Atrus alzó la vista de su trabajo y asintió.

Marrim se acercó con prisa y pasó entre Carrad y Oma para colgarle algo a Esel en el cuello.

—¿Qué es? —preguntó Esel en voz baja.

Ya había metido los brazos en las voluminosas mangas del traje y por lo tanto no podía alcanzar el delicado colgante.

—Es un amuleto —dijo Marrim—. Trae suerte.

Esel miró a Atrus, pero éste estaba ocupado, haciendo una verificación final del aparato que utilizarían para analizar las muestras.

—Gracias —dijo Esel en voz baja otra vez, claramente emocionado por el gesto.

Marrim se apartó y observó cómo Irras y Carrad seguían con su trabajo. Satisfechos, se apartaron y dejaron sitio a Atrus.

—¿Estás bien ahí dentro, Esel?

Hubo una respuesta apagada, apenas audible. El guante derecho se cerró y abrió; señal de que todo iba bien.

—Bien —dijo Atrus. Se volvió y miró a los demás, que enseguida comenzaron a mover el voluminoso traje hacia la jaula.

Cuando Esel salió de la jaula y se volvió para mirarles, la celda quedó en silencio. Había una tensión en la sala que antes no existía.

Todo estaba dispuesto.

Una vez más, Atrus miró a Esel y colocó su mano izquierda sobre el dorso de la derecha, dando la señal. Esel asintió y nervioso imitó el movimiento de Atrus.

El traje resplandeció y luego desapareció.

Un latido, dos latidos, y regresó.

Ni llamas, ni humo…

«Gracias al Hacedor», pensó Marrim, al ver la cabeza de Esel que se movía a través del cristal transparente del visor.

Le rodearon de inmediato y con manos enguantadas comenzaron a desconectar cables a través de los barrotes, quitando al traje los diferentes aparatos de muestreo mientras que, desde arriba, la gran máquina descendía con lentitud y una fina llovizna comenzaba a caer sobre el traje, limpiándolo.

Sólo Atrus habló, preguntando a Esel qué había visto.

—¿Cómo es?

—¡Hermoso!

La palabra sonó clara, a pesar del efecto de insonorización del casco. Pero fue más difícil entender lo que Esel decía a continuación.

—¿Qué has dicho? —dijo Atrus, esforzándose por oír.

—Gente —respondió Esel, y esa palabra suelta volvió a escucharse con claridad. Sus ojos brillaban y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro—. ¡Allí hay gente!

Establecieron el nexo una hora más tarde, después de analizar las muestras que confirmaron lo que Esel había visto.

Aridanu era una Era hermosa y llena de vegetación; un mundo de árboles enormes y de tranquilos lagos. Establecieron el nexo en un claro que dominaba uno de aquellos lagos, con un antiguo bosque y una aldea de piedra anidada en un pliegue de las colinas, justo debajo de ellos. Surgía humo de una docena de chimeneas. Cuando Atrus y su grupo descendieron, salieron hombres de las cabañas para darles la bienvenida, con las manos abiertas y sonrientes.

Una vez se hubieron juntado varias docenas, con los niños corriendo entre sus pies, se hicieron las presentaciones. Su portavoz, un hombre llamado Gadren, estrechó con firmeza las manos de Atrus, con una amplia sonrisa en su rostro.

—Sabíamos que volveríais. Cuando vimos el traje… —Se echó a reír—. ¡Vamos, si los niños casi se mueren del susto!

—Lo siento —dijo Atrus, pero Gadren hizo un gesto de que no eran necesarias disculpas.

—No, no… Supimos de inmediato qué ocurría, e hicisteis bien en tomar precauciones. Éste es un mundo antiguo.

—Y hermoso —dijo Atrus.

—Sí. —Gadren miró a su alrededor, con aire pensativo—. Venís de D’ni, ¿no es así?

—Así es.

—¿Y cómo están allí las cosas?

—Estamos reconstruyendo.

—¿Y hay otros… supervivientes?

—Más de un millar.

El rostro de Gadren se iluminó al escuchar aquello.

—¿Un millar? —Luego prosiguió en tono más serio—: Y queréis que regresemos, ¿no es así? Para ayudar en la reconstrucción.

—Seréis bienvenidos. Pero la elección es vuestra.

—¿Ha habido alguien que se haya negado?

Atrus vaciló. En realidad, nadie había dicho que no. Pero en tres casos se habían dado promesas de «acudir más adelante», promesas que todavía no se habían visto cumplidas.

—Debéis hacer lo que creáis mejor —respondió al fin—. Si sois felices aquí…

—Oh, somos felices, Atrus. Nunca habíamos sido tan felices. Pero la felicidad no lo es todo, ¿verdad? También está el deber, y la responsabilidad. Me encanta este sitio, es cierto, pero fui cofrade en otros tiempos, y juré defender D’ni hasta el final. Cuando D’ni cayó, sentí que mi obligación había terminado, pero si tiene que ser reconstruido…

—¿Necesitáis tiempo para discutir el tema? —preguntó Atrus, mientras miraba a los aldeanos y observaba que pocos eran mayores que él.

Gadren sonrió.

—No es necesario. El tema fue decidido hace tiempo. Si D’ni nos llama, acudiremos. —Volvió a estrechar las manos de Atrus—. Os prestaremos la ayuda que podamos.

Más tarde, cuando estaban todos sentados en la cabaña de Gadren, hablando, alguien mencionó al anciano que vivía solo en una isla en el lago.

—¿Un anciano? —preguntó Atrus con interés.

—Se llama Tergahn —dijo Ferras, la esposa de Gadren, antes de que su marido pudiera hablar— y tiene a la amargura por esposa.

—Vive como un ermitaño —dijo Gadren, poniéndole mala cara a su mujer.

—Ya lo creo que es un ermitaño —dijo Ferras, devolviéndole la expresión a su marido—. Si llegamos a ver al viejo una vez al año, eso ya es más de lo normal.

—¿Es D’ni?

—Oh, desde luego —dijo Gadren—. Debió de ser un excelente viejo caballero. Un Maestro, supongo, pero no sé de qué Cofradía.

—¿No lo conocíais entonces?

—No. Lo cierto es que pasaba por delante de nuestra casa cuando todo sucedió. La gran caverna se estaba llenando con aquel gas maligno y no había tiempo para que regresara a su distrito. Mi padre, que en paz descanse, le vio y le dijo que entrara. Entonces estableció el nexo con nosotros aquí.

—¿Y después? ¿No intentó regresar?

Gadren bajó la mirada.

—No le dejamos. Quería hacerlo, pero mi padre no le permitió utilizar el Libro Nexo. Durante un año. Después fue mi padre en persona. Y después de eso, nadie más fue.

—¿Y el Libro Nexo?

—Mi padre lo destruyó.

Atrus se quedó pensativo un instante y luego se puso en pie.

—Me gustaría conocer a Tergahn y hablar con él. Intentar persuadirle de que venga con nosotros.

—Puedes intentarlo —dijo Ferras sin hacer caso de la expresión hosca de su marido—, pero dudo que obtengas una sola palabra de él. Se escurrirá como una ardilla y se esconderá en los bosques que hay detrás de su cabaña hasta que te hayas ido.

—¿Tan insociable es?

—Oh, sí —dijo Gadren con una risa—. Pero si tienes ganas de conocerle, yo mismo te llevaré en bote, Atrus. Y por el camino puedes contarme qué ha estado ocurriendo en D’ni.

Su destino se encontraba en el otro extremo del lago, a más de un kilómetro de distancia de la aldea. Allí el lago describía una cerrada curva y terminaba en una enorme muralla de granito oscuro. La isla se encontraba bajo aquella impresionante barrera y sus laderas cubiertas de bosque se reflejaban en el oscuro espejo del lago.

Mientras se dirigían remando hacia ella, aquel espejo se onduló y se distorsionó.

Un estrecho malecón de piedra se adentraba en el lago. Desde él una senda ascendía entre los árboles. La cabaña de Tergahn se encontraba cerca de la cima de la isla, rodeada por las sombras del bosque. En aquellas laderas reinaba el silencio. El silencio y la sombra.

De pie, justo debajo de la cabaña, contemplando su porche sombrío, Gadren hizo bocina con las manos y llamó al anciano.

—¿Tergahn? ¡Tergahn! Tienes visita.

—Lo sé.

Las palabras les cogieron por sorpresa. Se volvieron y se encontraron con el viejo a sus espaldas, a menos de diez pasos.

Tergahn no era simplemente viejo, parecía antiguo. Su rostro mostraba profundas arrugas y tenía los ojos hundidos en las órbitas. No le quedaba ni un pelo en la cabeza y tenía la calva con manchas debido a la edad, pero se mantenía erguido y había algo en su porte, una agudeza en sus ojos que no protegía con lentes, que sugería que estaba muy lejos de ser senil.

Atrus aspiró y le tendió las manos.

—Maestro Tergahn, es un honor conocerle. Me llamo Atrus.

El anciano le miró un rato sin dejar de sacudir la cabeza.

—No, no… eres demasiado joven.

—Atrus —repitió—, de la Cofradía de Escritores, hijo de Gehn, nieto del Maestro Aitrus.

El anciano parpadeó al escuchar el último nombre.

—¿Y Ti’ana?

—Ti’ana era mi abuela.

Tergahn se quedó callado. Clavó la vista en el suelo durante largo rato, como perdido en sus pensamientos. Por fin volvió a mirarles.

—Ahhh —dijo—. Ahhh.

—¿Se encuentra bien, Maestro Tergahn? —preguntó Gadren preocupado, pero Tergahn hizo un gesto impaciente con la mano.

—Déjame —dijo, con un atisbo de mal genio en la voz—. Necesito hablar con el muchacho.

Atrus miró a su alrededor, y luego se dio cuenta de que Tergahn se refería a él.

—¿Bien? —dijo Tergahn, mirando directamente a Gadren—. ¿No tienes que ocuparte de tu bote?

Luego se volvió, se recogió la capa y pasó junto a Atrus ladera arriba.

—Vamos —dijo al llegar a la sombra del porche—. Adelante, Atrus, hijo de Gehn. Tenemos que hablar.

El interior de la cabaña era pequeño y oscuro. Una abultada mochila se encontraba junto a la puerta abierta, con la cuerda atada.

En el centro de la habitación había una mesa con una única silla. De pie en el extremo de aquella mesa, Tergahn extendió el brazo, indicando a Atrus que tomara asiento.

En las paredes había estanterías de libros, y cuadros. Cosas que debían de haber estado antes de la llegada de Tergahn.

Atrus rechazó el ofrecimiento de la silla y se quedó de pie, mirando a Tergahn al otro lado de la mesa.

—Perdóneme, Maestro Tergahn, pero he tenido la sensación, al mencionar el nombre de mi abuelo, de que usted le conocía.

—Sabía de él. Era un buen hombre y un excelente cofrade. —Tergahn miró con fijeza a Atrus por un instante—. De hecho, te pareces bastante a él, ahora que me fijo.

Atrus aspiró hondo.

—Vinimos aquí…

—¿Para pedirnos que regresemos? —Tergahn asintió—. Sí, sí, entiendo todo eso. Y estoy dispuesto.

—¿Dispuesto? —Por una vez Atrus no pudo disimular la sorpresa en su voz—. ¿No quiere algo de tiempo para hacer el equipaje?

—Ya lo he hecho —respondió Tergahn e indicó la mochila junto a la puerta—. Cuando escuché que el bote se acercaba y te vi en él, lo supe enseguida.

—¿Lo supo?

—Oh, sí. Llevo mucho tiempo esperando. Setenta años en este maldito lugar. Sin embargo, sabía que al final vendrías. O que vendría alguien como tú.

—¿Y todo esto?

Atrus abarcó con un gesto los libros, los diversos objetos esparcidos por las estanterías de la habitación.

—Olvídalos —respondió Tergahn—. Nunca fueron míos. Ahora vamos, Atrus. No quiero permanecer ni una hora más en este lugar.

Las búsquedas finales requirieron más tiempo que las primeras. Como había previsto Atrus, la mayoría resultaron ser Eras inestables y peligrosas, y el traje de Verificación Ambiental fue usado con frecuencia. Pero hubo algunos éxitos. Un Libro en particular —un volumen viejo en mal estado que le había dado poca esperanza a Atrus— dio una colonia de trescientos hombres, mujeres y niños. Éste y otro grupo mucho más pequeño —de un Libro que había resultado dañado parcialmente en la Caída— aumentaron la población de D’ni a poco más de mil ochocientas almas. En la noche de aquella última búsqueda, ocho semanas después de establecido el nexo con Sedona, Atrus dio un banquete para celebrarlo.

Aquélla noche fue uno de los puntos álgidos de su empresa, y se habló mucho —y se brindó— del renacimiento de D’ni. Pero en la atmósfera más serena del día siguiente, todos se dieron cuenta de la envergadura de la tarea que tenían por delante.

Cuando cae un gran imperio, no es fácil poner en pie la carcasa sin vida. Aun si hubiera habido muchos más supervivientes, hubiera resultado difícil; tal como estaban las cosas, no eran suficientes ni para llenar un solo distrito, mucho menos una gran ciudad como D’ni. En el recuento final, eran seiscientos dieciocho varones adultos, y de ellos sólo diecisiete habían sido cofrades.

Atrus, al hacer la última revisión antes de comenzar la fase siguiente de la reconstrucción, supo que sólo una cosa podría hacerles prevalecer: trabajo y más trabajo.

Cada noche se derrumbaba exhausto en el lecho. Día tras día se sentía así, como una máquina que no puede descansar a menos que sea desconectada por completo. Cada noche dormía a pierna suelta, y cada mañana se levantaba para volver a aceptar su carga. Y poco a poco las cosas se fueron haciendo.

Pero nunca era suficiente. Nunca era ni una décima parte de lo que quería conseguir.

Una mañana, Atrus salió para ver qué tal le iba al Maestro Tamon. Tamon había despejado casi todos los escombros del lugar, dejando al descubierto el interior de la antigua Casa de la Cofradía y ahora estaba a punto de comenzar la fase más delicada de la operación: levantar una pared interna que se había venido abajo en lo que había sido el comedor. Al caer, la pared había atravesado el suelo de mosaico, dejando al descubierto el hipocausto. El problema al que se enfrentaba el Maestro Tamon era cómo retirar los enormes fragmentos de muro derruido sin que el suelo dañado se viniera abajo mientras su equipo trabajaba.

Tras muchas reflexiones, había decidido que era un simple problema de minería —un ejercicio de apuntalar y picar— y por lo tanto había llamado al «joven Jenniran», un enérgico nonagenario que había sido cadete en la Cofradía de Mineros cuando se produjo la caída de D’ni. Al llegar Atrus, los dos estaban de pie, con las cabezas juntas, en un lado de la obra, sosteniendo entre ambos una hoja con diagramas, mientras discutían el asunto.

—¡Ah, Atrus! —exclamó Tamon—. Quizá puedas ayudarnos a resolver algo.

—¿Es que hay otro problema?

—No es un problema precisamente —dijo Jenniran—, sino una pequeña diferencia de pareceres.

—Adelante —dijo Atrus con paciencia.

—Bien… El Maestro Tamon desea alzar la pared y salvar el suelo. Y entiendo el porqué. Es un hermoso trabajo de mosaico. Pero para hacerlo, tendríamos que colocarnos bajo el suelo y apuntalarlo, y eso llevará días, seguramente semanas, de duro trabajo e implicará considerables riesgos para quienes lo hagan.

Atrus asintió.

—¿Y tu alternativa?

Jenniran miró de soslayo a Tamon y luego prosiguió.

—Yo digo que nos olvidemos del suelo. Tiremos pesos sobre él y hagamos que todo se derrumbe, luego limpiamos los escombros. No sólo ahorraremos preciosos días sino que evitaremos riesgos de accidente.

—¡Pero este suelo, Atrus! ¡Míralo!

Atrus miró. Sólo veía los bordes, y estaban cubiertos por una fina capa de polvo, pero había visto los planos de la Casa de la Cofradía y recordaba bien aquel mosaico. Sería una verdadera lástima perderlo. Pero por otra parte, Jenniran llevaba razón con respecto a lo de la seguridad, y el suelo estaba ya muy dañado.

Y además, había mucho más que hacer. Tantas cosas que desescombrar. Tantas que reparar o sustituir. Al pensar en eso, Atrus se decidió.

—¿Puedo hablar con usted, Maestro Tamon? —dijo, y pasó el brazo por los hombros del anciano, apartándolo de allí.

El suelo cedió con un enorme suspiro crujiente. Se produjo un estruendo ensordecedor que resonó por toda la caverna.

El polvo se alzó, formando una gran nube asfixiante.

Atrus, que estudiaba lo que sucedía a través de su visor, sintió una punzada de remordimiento. Cuando el polvo comenzó a aclararse, se escuchó un murmullo de sorpresa procedente de los ayudantes que observaban.

Algo no iba bien. El agujero resultó mucho más profundo de lo que creían que debía ser… y más largo. Atrus parpadeó y luego alzó su visor para contemplar lo que parecía ser algún tipo de sala que se hallaba bajo la vieja Casa de la Cofradía, una sala flanqueada por dos hileras de columnas gigantescas.

Se volvió para mirar a Tamon.

—Maestro Tamon… ¿hay algo en los planos?

Tamon parecía confundido.

—Nada. Al menos nada parecido a esto.

—El hipocausto…

Pero Atrus veía que el antiguo sistema de calefacción que discurría bajo la antigua Casa de la Cofradía se había derrumbado y que, fuera lo que fuese aquello, se encontraba por debajo de él.

—Bien —dijo tras pensárselo un instante—. Creo que lo mejor será que cojamos linternas y bajemos a investigar.

—¿Bajar ahí? —preguntó el Maestro Tamon.

—Desde luego —dijo Atrus, intrigado por lo que alcanzaba a ver entre las sombras—. Ésas columnas parecen bastante resistentes.

—Deberíamos comprobarlo primero.

—Claro…

Atrus miró a su alrededor y llamó a uno para que trajera algo, a otro para que hiciera otra cosa. Era el eje en torno al que todos giraban. Pero mientras que lo organizaba todo, mentalmente ya estaba allí, atisbando entre las sombras, intentando resolver el misterio.

—¡Marrim! ¡Marrim! ¡Ven rápido! ¡Han descubierto algo bajo la Casa de la Cofradía!

Marrim se había girado al oír por primera vez su nombre. Dejó el libro que estaba leyendo y se levantó.

—¿Bajo la Casa?

—Sí —dijo Irras, acercándose a ella sin aliento tras la carrera—. Nosotros… rompimos el suelo del antiguo comedor y había una sala debajo de ella. ¿Bien? —urgió Irras al cabo de un instante—. ¿Es que no vas a venir a verlo?

—Tengo trabajo que hacer —dijo ella.

Era cierto. Estaba enseñando a algunos de los niños más pequeños los rudimentos del D’ni, y tenía que preparar el trabajo para las clases de mañana, pero aquello era importante.

—De acuerdo —decidió—. Sólo a echar un vistazo. Después tengo que volver.

—¡Entonces vamos!

Dicho esto, Irras la cogió de la mano y casi la arrastró a través de la plaza para pasar bajo el arco, camino de la Casa de la Cofradía.

Cuando llegaron, ya se habían colocado unas cuantas escalerillas en el agujero y se habían situado linternas a lo largo de uno de los lados. Atrus, Tamon y Jenniran formaban un grupo a unos tres metros del borde del agujero; Jenniran sostenía una linterna mientras todos contemplaban la cámara, en la que varios de los ayudantes de Tamon revisaban las columnas en busca de rastros de grietas.

Al ver lo que había más allá, Marrim sintió un escalofrío. Era algo magnífico, como el vestíbulo de entrada a un gran palacio. Los muros y columnas parecían ser de un mármol bellamente coloreado y, más adentro, el suelo parecía un espejo pulido.

Seguía mirando cuando llegaron corriendo Esel y Oma. Hubo un instante de silencio asombrado mientras contemplaban la visión; luego Oma habló:

—Tiene que ser.

—¿Por qué? —preguntó Esel.

—¿Qué otra cosa podría ser?

—Pero si no son más que cuentos. Tú mismo lo dijiste.

—Quizá. Pero incluso los mitos tienen una base real. Y puede que esto sea esa base.

—¿De qué habláis? —dijo Atrus desde abajo.

—De algo que aparecía en uno de los libros de mi abuelo sobre leyendas D’ni —dijo Oma, acercándose al borde y dirigiéndose a Atrus—. Había varias menciones de un Gran Rey y de su templo, y de una sala de mármol bellamente coloreado.

—¿Y crees que podría ser ésta?

—No eran más que cuentos —dijo Esel como disculpándose.

Oma sacudió la cabeza.

—Así es exactamente como se la describe. Las dos hileras de columnas gigantescas. Y al final de la sala hay un gran portal, rodeado por un círculo de estrellas.

—Eso dice el libro —se apresuró a añadir Esel.

Atrus asintió pensativo.

—De acuerdo, bajad todos. Veamos si Oma tiene o no razón.

Atrus abrió la marcha, pasó bajo el saliente de roca para entrar en la gran cámara, con la linterna sostenida en alto; el mármol de fuego ardía con una intensa luz blanca que parecía enfatizar la pureza de los colores de la piedra.

Las hileras de columnas a ambos lados de la sala se prolongaban interminables, o al menos eso parecía; cada columna era tan enorme que a Marrim, al caminar entre ellas, le parecía estar paseando por las estancias de antiguos gigantes. Se adentraba más y más en la roca. Y de pronto, allí estaba, el extremo de la cámara y en él —justo donde Oma había dicho que estaría— había un enorme portal, dentro de un gran círculo de piedra con una docena de amplios escalones que llevaban hasta él.

Se acercaron y se detuvieron al pie de los escalones, contemplando el enorme portal.

—Estrellas… —dijo Atrus.

—Entonces es esto —asintió Tamon, que se encontraba a su lado—. El Templo del Gran Rey.

—Quizás esté dentro —dijo Oma con excitación—. Quizás ésta sea su tumba. Si es así…

Atrus le miró.

—¿Hay algo más en los cuentos que debamos saber, Oma?

Oma vaciló, después sacudió la cabeza.

—Nada que yo recuerde. Sólo esas menciones de las profecías.

—Sí —dijo Marrim—, pero se encontraban en el cuaderno de Gehn. A la vista de cuántas cosas escribió que no resultaron fiables, no podemos estar seguros de que todas sean verdad.

—Estoy de acuerdo —dijo Atrus. Luego se volvió hacia Irras y añadió—: Sube y examínala.

Irras subió los escalones. Permaneció callado unos instantes, examinando con meticulosidad los bordes de la gran puerta, después se volvió para mirar a Atrus.

—Parece que aquí hubo una puerta de verdad, en algún momento, pero ha sido sellada. Y de manera muy eficiente, por lo que se ve.

Atrus miró a Tamon.

—Podríamos sondearla. Si hay una cámara detrás, aparecerá con la prospección sonora.

Tamon asintió, mostrando un súbito entusiasmo.

—Había máquinas en la Casa de la Cofradía de los Mineros. Si siguen allí, podríamos utilizarlas.

Atrus sonrió.

—Excelente. Prepárelo entonces, Maestro Tamon. Mientras tanto, colocaremos aquí unas cuantas linternas. Oma…

—¿Sí, Atrus?

—Trae el libro del que has hablado. El de tu abuelo. Me gustaría leer esos fragmentos.

Atrus levantó la vista de la página y frunció el ceño. Nada estaba claro. Todo eran rumores y chismes. Nada había en materia de nombres, fechas y datos. Aun así, las dos líneas en las que se describía la cámara tenían un efecto poderoso. Parecían dar cierto crédito a lo demás, porque si lo que en ellas se decía era cierto…

Sintió unas manos conocidas posarse con suavidad sobre sus hombros.

—¿Atrus?

—¿Sí, amor mío?

—¿No vienes?

—Dentro de un instante… —Vaciló, se giró a medias y la miró—. En esos fragmentos en el cuaderno de mi padre… ¿no se mencionaba una gran biblioteca?

—En efecto. Pero no se relacionaba con el Gran Rey.

Hicieron falta ocho personas para subir la cápsula por los rieles improvisados y colocarla en la plataforma junto a la puerta. Ahora el Maestro Tamon estaba sentado ante los controles de la gran nave cristalina mientras Jenniran leía el manual de la Cofradía.

—Perdóneme, Maestro Tamon —dijo alguien, abriéndose paso entre la multitud de observadores que se congregaba al pie de las escaleras—, ¿podría hablar con usted un momento?

Tamon se volvió, a punto de hacer algún comentario con mal genio, cuando vio quién era.

—Pero Maestro Tergahn, yo… —Luego dijo—: Desde luego. Suba. Si sabe cualquier cosa que pueda sernos de ayuda.

El anciano subió despacio los escalones hasta llegar a la parte posterior de la cápsula de sondeo. Miró a su alrededor, hizo un gesto de asentimiento. Tamon se levantó e hizo ademán de que Tergahn ocupara su lugar. El anciano lo hizo, miró una vez más a su alrededor, familiarizándose con los mandos. Tocó con suavidad cada botón, cada palanca, recordando su función. Alargó los brazos, cogió los auriculares y se los puso.

—¿Sabe cómo hacer funcionar esto, Maestro Tergahn? —dijo Atrus al subir.

—Veremos —respondió el anciano sin volverse; apoyó con respeto una mano en la larga vara de metal de la sonda.

Tergahn cerró los ojos y luego movió con suavidad la palanca hacia abajo y a la izquierda, presionando en el mango perlado al mismo tiempo. Una nota única y pura creció en el aire. Pero en el mismo instante en que se conformaba perfectamente el tono claro y límpido, Tergahn dio un brusco giro al extremo de la palanca. La nota se extinguió de inmediato.

Y volvió, alterada, procedente de la roca.

Tergahn abrió los ojos lentamente. Miró a Tamon, luego movió la palanca un poco hacia la derecha, volvió a cerrar los ojos y empujó con suavidad la palanca hacia abajo.

Sonó una nueva nota, algo más intensa y más aguda que la primera. Y una vez más, en el instante mismo en que se formaba, Tergahn la apagó.

De nuevo se escuchó un eco procedente de la roca. Ésta vez distinto. Mucho más grave que el sonido que había rebotado la primera vez.

Atrus observaba, cerrando los ojos cada vez que sonaba una nota; intentaba encontrar alguna diferencia significativa en la nota del eco. Y ciertamente, parecía haber un esquema en lo que escuchaba.

Veinte, treinta veces, Tergahn envió una señal a la roca. Por fin, se echó hacia atrás y asintió para sí.

—Tendré que hacer más sondeos… muchos más… pero… —Tergahn se dio la vuelta en su asiento—. Ciertamente hay una oquedad tras ese muro. Una especie de vacío. Pero es mucho más difícil decir cuál es su tamaño. Nunca me educaron el oído para hacer ese tipo de distinciones.

Atrus asintió.

—Deberíamos discutir el tema y escuchar todas las opiniones antes de decidirnos a actuar. Si está sellado, podría haber un buen motivo para ello.

—Sabias palabras —dijo Tergahn—. Si los D’ni decidieron sellar esa cámara y borrar cualquier mención de la misma en su historia, debieron de tener una razón para actuar de esa manera.

—Estoy de acuerdo —dijo Atrus—. Deberíamos descubrir si se sabe algo más acerca del Gran Rey y de los acontecimientos que rodearon el precinto de su Templo. Quizás alguno de entre nosotros haya escuchado alguna historia en el regazo de su madre que podría aportar algo a nuestros conocimientos, escasos como son. Hasta entonces, no debemos apresurarnos.

»Convocaré una reunión —prosiguió Atrus—. Ésta noche. Mientras tanto, Maestro Tergahn, ¿puede continuar con sus sondeos?

Tergahn asintió, sin que se viera ni un atisbo de emoción en su rostro arrugado.

—Como mucho serán suposiciones.

—Entonces, que sean las suposiciones más acertadas. Y si necesita alguna cosa más, dé instrucciones al joven Irras. Él será su mensajero.

Tergahn asintió secamente y luego se volvió a concentrar en su tarea.

Atrus le observó un instante. Luego se giró.

—Vamos —le dijo a Catherine y comenzó a descender los escalones—. Tenemos que preparar una reunión.

—Bien —dijo Atrus, dirigiéndose al pequeño grupo congregado en su cuarto, tras la reunión de aquella noche—. Todo lo que tenemos son rumores.

—Y lo que está escrito en el cuaderno de tu padre —dijo Catherine.

—Sí —dijo Atrus—. Y es bastante poco. —Hizo una pausa—. Aun así, creo que podríamos echar un vistazo a lo que hay al otro lado. Pero la cautela debe ser nuestra guía. Una vez el Maestro Tergahn haya terminado sus sondeos, haremos una única perforación y pasaremos por ella una lente para ver qué hay.

—¿Y después? —preguntó Carrad.

Atrus sonrió.

—Y después, si todo va bien, romperemos el sello y entraremos.

En el portal, el maestro Tergahn había terminado los sondeos. Cuando Atrus regresó, estaba sentado en el último escalón, rodeado de papeles esparcidos, inclinado sobre una tabla de gráficos, escribiendo.

Atrus se detuvo a cierta distancia.

—¿Maestro Tergahn?

El anciano levantó la vista e hizo un gesto a Atrus para indicarle que se acercara.

—Mira —le dijo, señalando el diagrama en el que había estado trabajando—. Parece que se adentra un buen trecho, pero no es muy ancho. Al menos parece que no es más ancho que el mismo círculo.

Atrus examinó un instante el diagrama, luego se fijó en el círculo de piedra que rodeaba el portal.

—¿Cree que se trata de un túnel?

—Podría ser.

Atrus se volvió.

—Irras…, ayuda al maestro Tamon para traer una perforadora de la Casa de la Cofradía. Una de las máquinas con taladro pequeño y un extremo sellado. De esas que sirven para tomar una muestra de aire. Y una lente de periscopio. Ha llegado el momento de que veamos qué hay allí detrás.

Tardaron más de una hora en colocar la perforadora; dispusieron la pesada estructura sobre la que descansaba en posición baja y apuntando al centro de la puerta. Después, bajo la supervisión del maestro Tamon y con la presencia de Atrus, comenzaron; la punta del taladro, que estaba encerrada dentro de la funda selladora transparente, empujó ligeramente contra la piedra para luego morderla profundamente, y el aullido del taladro inundó aquel espacio brillantemente iluminado debajo de la antigua Casa de la Cofradía.

Poco a poco, se fue adentrando en la roca endurecida. Después, con un significativo cambio de tono —un aullido descendente— la atravesó.

Tamon hizo una señal para que desconectaran el aparato y se acercó para examinar su trabajo. Se inclinó un momento, luego se volvió hacia Atrus e hizo un gesto afirmativo.

Despacio y con mucho cuidado retiraron la punta y un sello estanco dentro de la funda se cerró tras ella. Al hacerlo, Catherine, que llevaba guantes especiales, retiró la punta y bajó apresuradamente los escalones hasta donde habían montado un laboratorio provisional. De inmediato, Carras y otros tres se acercaron y levantaron la pesada estructura que sostenía el taladro, para llevarla al pie de los escalones.

Aguardaron durante veinte minutos mientras que Catherine analizaba la muestra de aire de la diminuta cápsula en la punta. Satisfecha, asintió en dirección a Atrus.

—Nada más que aire. Aire rancio.

—De acuerdo —dijo Atrus; se volvió a Irras, que estaba a su lado, sosteniendo contra su pecho la lente telescópica, una larga vara, curiosamente «peluda», con una lente en cada extremo y una pequeña protuberancia con forma de bala en la punta—. Veamos qué tenemos aquí.

Irras se acercó y con sumo cuidado insertó la vara en el extremo de la funda, y el sello especial de ésta se abrió ante la punta de la lente, mientras que los círculos continuos de finos pelos de la superficie del telescopio, que le daban aquel aspecto peludo, mantenían un cierre estanco al colocarse la vara en posición.

Cuando el final del periscopio estuvo en su lugar —la vara sobresalía un dedo de la superficie de la funda—, Irras se volvió hacia Atrus.

—Atrus, ¿quiere mirar primero?

Atrus asintió, se acercó, se agachó y pegó un ojo a la lente. Había un pequeño cierre en el lado de la vara que sobresalía. Atrus colocó su pulgar en él y lo retiró.

Se oyó un chasquido apagado y la superficie de la lente, que había estado a oscuras hasta ese momento, resplandeció de luz; luz que se reflejaba sobre la pupila del ojo de Atrus.

Los músculos en torno al ojo de Atrus se tensaron. Se retiró un poco y luego asintió.

—No es un túnel. Es otra galería. Más pequeña. También es más estrecha, con columnas encastradas en las paredes laterales.

—¿Puedes ver el final? —preguntó Catherine colocándose junto a él.

—Apenas —dijo—. Casi no es más que una sombra. Puede que haya unos escalones…, resulta difícil decirlo.

—¿Y una puerta? ¿Hay otra puerta?

Atrus se encogió de hombros, se apartó y volvió a enderezarse.

—No lo sé. Como he dicho, no consigo verlo. Ven, Marrim… tu vista es mejor que la mía, ¡echa un vistazo!

Marrim se acercó presurosa, se agachó y miró por la lente. Permaneció callada e inmóvil durante un rato, luego se apartó.

—Creo que sí —dijo al fin—. Pero es que tiene que haberla ¿verdad? Quiero decir… ¿para qué construir todo esto si no hay nada al otro lado?

Oma iba a hacer un comentario, pero Atrus intervino rápidamente.

—No perdamos más tiempo especulando. Maestro Tamon, traed el equipo de cortar. Rompamos el sello. Quiero ver qué hay en el otro lado de la cámara.

Tras una larga jornada de trabajo, la enorme estructura de corte fue colocada en posición frente al portal, sujeta por cuatro enormes pernos a las paredes de cada lado. Después, con todas las precauciones, se rompió el sello, seis de los D’ni usaron para ello cortadores manuales, y la antigua puerta fue arrancada de la piedra en la que había sido encajada. Entonces, y sólo entonces, se retiró, la piedra gimió al ceder y una enorme vaharada de aire rancio salió a aquel espacio entre la roca.

La enorme losa de piedra fue levantada con cuatro grandes poleas para ser depositada en el suelo de la galería, los gruesos cables crujieron con el esfuerzo. Entonces, y sólo entonces, cuando estuvo segura en el suelo, Atrus se volvió para contemplar la cámara interior.

El mármol de fuego que habían lanzado al interior de la cámara seguía brillando, pero los bordes del campo visual estaban llenos de sombras. El otro extremo de la cámara estaba a oscuras y el portal —si es que se trataba de una puerta— no resultaba visible.

Una docena de columnas o más se alineaban a cada lado de la estrecha cámara, encastradas en las paredes, con sus superficies marmóreas cubiertas con extraños signos. Atrus pasó entre ellas, alzó la linterna y se dirigió a una de las columnas. Se quedó parado un instante, contemplándola, y luego se volvió.

—Oma…, ven aquí.

Oma se acercó presuroso.

—¿Qué conclusión sacas de todo esto?

Oma se quedó un rato estudiando los grabados. Parecían los símbolos y signos de un antiguo lenguaje.

—No… no lo sé.

—¿Esel?

Esel negó con la cabeza.

—Nunca vi nada parecido.

—No —asintió Catherine—, y sin embargo, resultan familiares.

—¿Familiares? —Atrus se volvió hacia ella—. ¿Crees haberlos visto antes en otra parte?

—Sí… pero no consigo recordar dónde.

Atrus volvió a acercarse a la columna y metió los dedos en las hendiduras de uno de los caracteres más complejos. Los cortes eran profundos y lisos, cada borde y cada superficie había sido pulida cuidadosamente. En cuanto al símbolo en sí, tenía la forma acabada y definida de una letra de algún alfabeto, pero al mismo tiempo sugería un dibujo.

Atrus dio un paso atrás, alzó la linterna e intentó ver si había otras señales más arriba en la columna, pero lo que mostró la lámpara no fueron signos, sino libros, miles y miles de libros en estanterías hundidas en las paredes en lo alto y detrás de las columnas.

No era extraño que no las hubieran visto al principio.

Oma lanzó un grito de puro deleite, mientras que Esel se volvió para mirar a Carrad, con una expresión de súbita urgencia reflejada en su rostro alargado.

—Carrad…, Irras…, traed escalerillas. ¡Rápido!

Regresaron en menos de un minuto. Irras alcanzó uno de los estantes; bajó a toda prisa con uno de los antiguos libros encuadernados en cuero abrazado contra su pecho.

Cuando Oma lo abrió con cuidado, todos se reunieron a su alrededor.

—¡Mirad! —dijo Esel—. Es la misma escritura de las columnas.

—Se parece mucho —asintió Oma—. Y el panel…

—No lo toquéis —dijo Atrus con calma—. No hay sello de la Cofradía de Guardianes. Y quién sabe lo viejas que serán estas Eras, o si son estables o no.

Atrus contempló la página, incapaz de descifrar la antigua escritura, aunque había algo en ella que le resultaba familiar. Alzó la linterna una vez más, miró hacia arriba y se quedó asombrado ante lo que veía. Si todos eran como éste… Siguió andando lentamente, sosteniendo la linterna ante sí; la oscuridad fue cediendo a su paso. Pared tras pared de libros se fueron ofreciendo ante sus ojos, hasta que se sintió abrumado. Luego bajó la vista, se dio la vuelta… y se paró en seco.

Justo frente a él, al otro lado de un arco bajo flanqueado por columnas, había una antecámara. Entró en una pequeña sala de la que salían cuatro diminutos nichos. El suelo era de mármol, el techo bajo era un círculo cóncavo de mosaico. Su linterna brillaba en aquel reducido espacio y al mirar a su alrededor, Atrus se dio cuenta de que en cada nicho se repetía el carácter que había aparecido en la primera columna.

Y en el centro mismo de la puerta también se repetía el carácter de la primera columna.

Atrus se quedó contemplando aquello un instante, luego se volvió y miró a los demás que seguían agrupados en torno al antiguo Libro.

—¡Irras! ¡Que venga el maestro Tergahn! ¡Dile que necesitamos sus servicios una vez más!

Atrus apartó la vista de la lente del periscopio y se enderezó. Asintió para sí, como si se hubiera confirmado una suposición, se volvió e hizo un gesto a Catherine para que extrajera la cápsula de muestras de la vara.

Mientras Catherine examinaba la muestra de aire de la segunda cámara, Marrim estudiaba la superficie de la columna que tenían más cerca. Como todas las demás, su superficie estaba enteramente cubierta de los extraños grabados antiguos. Esel y Oma ya se habían puesto a copiar los símbolos y aunque habían avanzado poco más allá de las dos primeras columnas, eso no les había impedido comenzar a especular acerca de su posible significado.

Oma opinaba que aquélla era una forma primitiva del D’ni, deduciéndolo de su antigüedad y localización, pero Esel no estaba tan seguro.

Marrim, al contemplar de nuevo los símbolos, se quedó impresionada por lo hermosos que eran.

Catherine se acercó y le mostró a Atrus el resultado del análisis de la muestra.

—Está bien.

—De acuerdo. —Atrus se volvió y miró al otro lado de la sala—. Irras, tráeme un cortador.

El libro era enorme, mucho mayor que un Libro D’ni corriente, el cuero de su tapa era grueso y duro como pizarra, pero lo más extraño era la escritura, porque al igual que los grabados en las columnas, se trataba de un idioma que nadie reconocía, aunque algunos aspectos resultaban familiares.

Durante miles de años, el libro había permanecido allí, sellado en el nicho en el extremo de aquella antigua galería escondida. Ahora, al verlo allí, con el panel descriptivo de la página derecha que relucía suavemente en la penumbra, Marrim sintió algo que era una mezcla de asombro y puro miedo supersticioso.

Atrus, cauteloso como siempre, prohibió que nadie lo tocara. Estaba decidido a averiguar cuanto fuera posible antes de utilizarlo.

Eso, si es que lo utilizaban.

—Quémalo —dijo el viejo Tergahn, al ver aquella escritura extraña—. Ésa es mi opinión. Si nuestros antepasados creyeron necesario enterrar estas cámaras y sellar las puertas, entonces es que nada bueno puede venir de esto. Quémalo, Atrus. Quémalo y vuelve a sellar las cámaras.

—Estoy de acuerdo —dijo Atrus—. El libro es demasiado peligroso.

Pero Esel y Oma opinaban de otro modo.

—Deberíamos copiarlo —dijo Oma—. A ver qué podemos sacar de él. Con toda probabilidad, está relacionado con las marcas en las columnas. Si pudiéramos encontrar una clave para leerlo…

Atrus vaciló.

—De acuerdo —dijo al cabo de un instante—. Pero tomaréis todas las precauciones al copiarlo.

—Sigo diciendo que hay que quemarlo —dijo el maestro Tergahn, moviendo la cabeza, con una mirada amarga en su rostro arrugado.

—Puede que al final lo hagamos —dijo Atrus mirando al anciano—, pero no hará ningún daño que le echemos un vistazo. Eso si Oma y Esel consiguen descifrar la escritura.

—Quémalo —dijo Tergahn con más decisión que nunca—. Quémalo ahora, antes de que haga daño.

Pero Marrim, al ver la cara de Atrus, se dio cuenta de que éste no iba a ceder al miedo supersticioso que el anciano tenía al libro.

—Le escucho, Maestro Tergahn, y tomo nota de lo que dice. Pero no quemaré libro alguno sin un buen motivo.

—Entonces eres un loco, joven Atrus —dijo Tergahn, y sin decir nada más se marchó y el sonido de sus pasos se desvaneció igual que él se perdió en la oscuridad del otro extremo de la cámara.

Atrus se quedó mirando un rato. Luego se volvió de nuevo hacia Oma y Esel.

—Comenzad enseguida —dijo—. Cuanto antes sepamos qué significa, más tranquilo estaré.

Oma estaba sentado ante su improvisado escritorio dentro de la cámara interior, vestido con uno de los trajes verde oscuro de descontaminación, provisto con guantes y visor. El antiguo libro se encontraba abierto a su izquierda, con las dos primeras páginas protegidas por una fina lámina transparente.

Desde su sitio al otro lado de las rejas, Esel lo miraba. Él también llevaba un traje protector.

—¿Bien? ¿Es lo mismo? —preguntó, esperando a que Oma revisara sus notas.

Oma hojeó las páginas, luego se detuvo; era evidente que había encontrado lo que buscaba y leyó el fragmento anterior. Se giró a medias y se encogió de hombros.

—No sé. Es casi lo mismo…

—¿Casi? —Esel enarcó las cejas.

Durante la última hora más o menos, los dos hermanos habían estado discutiendo un fragmento a mitad del texto que no parecía tener relación con la estructura normal, corriente, de los Libros Descriptivos D’ni.

En éste, muchos de los fragmentos anteriores que ya habían traducido parecían repetirse, pero con cambios mínimos de sintaxis y de énfasis.

—Los cambios son tan pequeños… Casi parece que el escritor quisiera reforzar las frases anteriores.

—Mmmm… —Esel frunció el ceño—. Reforzar, sí. Pero ¿con qué propósito?

—¿Quizá para hacerlo más estable? —dijo Atrus que se acercó desde donde estaba revisando uno de los enormes trajes de verificación del medio ambiente.

—¿Por qué no repetirlo exactamente entonces?

—Porque eso sería redundante. Al hacer esos cambios sutiles en las frases repetidas, el escritor puede haber intentado hacer que la Era que escribía fuera más específica.

Oma se había vuelto para mirar a Atrus.

—Pero ¿por qué no incorporar esas sutilezas desde el principio?

—Ya lo he dicho. Para hacer que todo sea más estable. Sé por experiencia que cuanto más sutil quieres ser, cuanto más específico, más inestables suelen resultar las Eras. Era el gran defecto de los mundos que escribió mi padre.

—¿Entonces por qué se abandonó esa práctica?

—¿Quien sabe? Las cosas cambian. Quizá pensaron que era redundante y dejaron de hacerlo.

—Quizá —dijo Oma—. Pero a mí me gusta. Es decir, si se trata de lo que crees que es, Maestro Atrus.

—A mí también me gusta —dijo Atrus con una sonrisa. Luego cambió de tema—. ¿Seguís teniendo problemas con la sintaxis?

Oma sonrió y miró a su hermano.

—Los teníamos, pero creemos que ahora lo hemos solucionado. La mayor parte de las rarezas no son más que inversiones estructurales en frases sueltas. Es probable que sigan los esquemas de la lengua hablada corriente en aquella época.

Atrus asintió. Ahora sabían, con certeza, que la base de aquella antigua escritura era D’ni, porque las formas primitivas encajaban con las modernas casi en equivalencias exactas.

—Así, ¿cuánto tiempo creéis que tardaréis en acabar el trabajo?

Oma miró a su hermano.

—¿Dos días? Tres como mucho.

—Seguid entonces. Ah, Oma…

—¿Sí, Maestro Atrus?

—Podéis pedirle a Marrim y a Irras que miren los caracteres que todavía no habéis conseguido traducir. Ellos tienen una visión fresca del idioma, y quién sabe si no serían capaces de ver lo que ojos más familiarizados no consiguen ver.

—Les prepararé una página.

—Bien. Entonces os dejo en ello.

Había llegado el momento de tomar una decisión, pensó Atrus.

Durante casi todo el día, había permanecido sentado a solas ante su escritorio, repasando la copia traducida del libro.

—¿Y bien? —preguntó Catherine, al tiempo que se sentaba frente a él.

Atrus reflexionó un momento, luego le respondió:

—Está escrito con una sintaxis tan extraña… Muy distinta de los Libros D’ni que conocemos. Hay una cierta… ambigüedad. Pero con todo, parece un mundo estable y seguro. Ésas frases de refuerzo parecen hacerlo así. Pero ¿y si se nos ha pasado algo por alto? Algún detalle pequeño pero crucial. —Sacudió la cabeza—. No puedo correr el riesgo de que alguien de los nuestros quede atrapado allí.

—Haz entonces lo que dice el Maestro Tergahn. Quema el libro. De esa manera, al menos, evitarás la tentación.

Atrus se rio.

—Entonces, crees que es una tentación, ¿verdad?

—¡Claro que lo es! Los jóvenes no piensan en otra cosa… no hablan de otro tema. Sienten tal curiosidad por lo que se encuentra al otro lado de esa página que, si les dieras tu consentimiento, establecerían el nexo de inmediato y sin pensar ni un instante en su seguridad.

Atrus se quedó mirándola.

—No me había dado cuenta.

—Por otro lado…

—¿Qué?

Catherine bajó la mirada, al tiempo que una extraña sonrisa se dibujaba en sus labios.

—Podríamos ir tú y yo.

—¿Y correr el riesgo?

—O destruir el libro.

Se miraron un instante; luego, con un ligero encogimiento de hombros, Atrus cogió uno de los últimos Libros Nexo que les quedaban.

—De acuerdo —dijo, mirándola—. Escribiré un Libro Nexo. Pero iré yo, ¿entendido? Nadie más.

—Sí, amor mío —respondió ella y le vio abrir el delgado libro y coger la pluma—. Sólo tú.

Cuando hubo terminado, Atrus reunió al pequeño grupo que había estado trabajando en el proyecto y les comunicó la noticia. Se vieron sonrisas y se oyeron gritos de júbilo y, después, se produjo un silencio extraño, cuando asimilaron todas las implicaciones de lo que Atrus acababa de decir.

—¡Pero usted no puede ir! —dijo Irras—. ¡Es demasiado arriesgado!

—Igual que lo sería para vosotros —respondió Atrus, decidido a no cambiar de opinión por ningún argumento de los demás—. Me he decidido y no cambiaré de parecer. Estableceré el nexo mañana por la mañana, una vez todo esté dispuesto. Carrad, Irras, os encargaréis del traje, ¿de acuerdo? Catherine se ocupará del laboratorio. Marrim…, tú la ayudarás. Maestro Tamon…

—Atrus…, Irras tiene razón. No puedes ir. Eres demasiado importante. Si algo fuera mal…

—Precisamente. Si algo fuera mal, pesaría sobre mi conciencia, y eso no podría soportarlo.

Tamon se encogió de hombros y agachó la cabeza.

—Bien —dijo Atrus—. Entonces usted, Maestro Tamon, tiene una misión especial. Si hubiera… complicaciones, cogerá el libro y lo quemará. ¿Entendido?

—Atrus…

—Nada de discusiones —dijo Atrus, con un tono que hizo callar al viejo Maestro. Pero al mirar al círculo de amigos, le quedó muy claro que ninguno estaba contento con aquellas disposiciones.

—Entonces, hasta mañana.

Regresaron bastante después de medianoche. Irras abría la marcha, sosteniendo en alto una linterna velada mientras avanzaban por el pasillo que llevaba a la celda de la Cofradía.

Detrás de Irras marchaban Marrim y Carrad.

—No me gusta nada esto —susurró Marrim por enésima vez.

—¿Quieres que Atrus corra el riesgo? —musitó Irras, intentando a la vez sonar enfadado y no hacer demasiado ruido—. No hay otra forma y lo sabes. Debemos examinar la Era antes de que Atrus establezca el nexo.

—Pero Irras…

—Irras tiene razón —murmuró Carrad y se volvió para mirarla—. Se lo debemos todo a Atrus. Si le perdiéramos, nosotros mismos estaríamos perdidos.

Marrim bajó la vista, apabullada. Pero no se dio por vencida.

—No está bien que lo hagamos a espaldas suyas.

—Puede que no —admitió Irras—, pero nunca nos dejaría hacerlo de otra manera. Ya le oíste. Se mostró inflexible.

Marrim suspiró.

—De acuerdo. Entonces iré yo.

—¡No puedes! —dijeron a la vez Carrad e Irras.

—¿Por qué no? Mi ausencia se notaría menos que la vuestra —repuso Marrim.

—Tonterías —dijo Irras—. Yo te echaría muchísimo de menos.

—Y yo también —dijo Carrad—. Pero eso está fuera de lugar. Será Irras quien vaya.

Irras se volvió y le miró con ojos desorbitados.

—¿Qué?

—Ya me has oído —dijo Carrad—. ¿O has aprendido a hacer funcionar el traje desde la última vez que lo utilizamos?

—No, yo…

—Entonces está decidido. A menos que no quieras ir.

—No tengo miedo, si es a eso a lo que te refieres.

—Entonces está decidido —dijo Carrad, que se volvió y avanzó presuroso por el pasillo, dejando que los otros le alcanzaran.

—¿Se han colocado todas las cápsulas para muestras, Catherine?

—Están todas en su sitio. Y hay oxígeno extra en el cilindro que llevas en la espalda. Por si acaso.

Atrus siguió con la vista a Catherine, que se afanaba en el banco del laboratorio. Ella, al darse cuenta de que le miraba, levantó la vista.

—¿Qué pasa?

—Nada —respondió él—. ¿Estás lista?

Ella asintió, sin signos de emoción en el rostro, como si se tratara de un asunto rutinario.

Carrad miró a Catherine, como si fuera a decir algo, pero Irras le lanzó una mirada glacial.

—Vamos, Carrad. Ayúdame con el casco.

Y todo estuvo preparado. Despacio, como si fuera un enorme artilugio mecánico, Atrus entró en la jaula, dando la espalda a la celda interior. La puerta se cerró tras él con un chasquido, los sellos se cerraron. La jaula giró lentamente.

—¡Buena suerte! —gritó Catherine.

Con otro chasquido, los cerrojos se abrieron y Atrus pasó a la celda interior.

Se dio la vuelta poco a poco hasta quedar de nuevo de cara a ellos, alzó su mano izquierda y la dejó caer sobre el dorso de su guante derecho.

El traje vibró y desapareció.

Marrim miró a Catherine, vio su tensión, el miedo momentáneo en sus ojos y miró al suelo.

El traje volvió a aparecer al cabo de dos segundos.

Enseguida lo rodearon, cogiendo por entre las rejas las cápsulas de muestras, mientras que la unidad de descontaminación descendía sobre el traje y rociaba a Atrus con una fina neblina de productos químicos.

—¿Bien? —preguntó el Maestro Tamon—. ¿Qué has visto?

Atrus se rio.

—Roca… estaba rodeado de roca.

Marrim, que miraba a Irras, sonrió levemente.

—¿Roca? —preguntó el Maestro Tamon, sorprendido de que Atrus estuviera tan excitado habiendo visto sólo roca.

—Sí, y hay otro portal —prosiguió Atrus, nervioso—, igual que éste, pero que también está sellado. Y hay un libro… ¡casi idéntico al que ya encontramos! ¡Con la misma escritura antigua!

—¡Un libro!

El Maestro Tamon miró a su alrededor y vio la súbita excitación en todas las miradas.

—Sí —dijo Atrus—. Y mi suposición es que establece el nexo de regreso aquí. Pero vamos, sigamos. Irras, ajusta el cronómetro a cinco minutos. Ésta vez quiero echar un vistazo con más detenimiento.

Apenas había espacio en el nicho para darse la vuelta, y mucho menos para colocar la maquinaria portátil de taladrar, pero lo consiguió de alguna manera. Irras, con torpes movimientos dentro del traje, hizo la primera perforación, solo en aquella lejana Era, con sensores activados en el traje especial que activarían su regreso si se produjera algún cambio súbito en la temperatura o en la presión atmosférica.

El taladro penetró despacio en la roca, luego, de pronto, la atravesó por completo; la punta ya no hallaba resistencia.

Irras se apartó; selló a continuación el agujero y activó el recogedor de muestras. Cuando la diminuta burbuja de cristal retrocedió por el centro de la vara del taladro, sintió la tentación de coger el periscopio, que estaba en la habitación, y echar un vistazo a lo que había al otro lado. Pero tenía órdenes. Primero analizarían la muestra. Sólo después de eso echarían un vistazo.

Irras guardó la cápsula con la muestra en el nicho de su bolsillo delantero, luego apretó una mano contra el botón que tenía en la otra y estableció el nexo de regreso.

De inmediato, Catherine se acercó, soltó la cápsula y se la llevó al banco de trabajo.

Irras miró a su alrededor. Ésta vez, nadie hablaba.

Aquello era lo peor; tener que esperar dentro del traje mientras se efectuaban los análisis. No es que fuera incómodo —como mucho, se tenía la impresión de estar algo apretado entre almohadones— pero, en esas ocasiones, Irras se cuestionaba la estrategia de Atrus de ir poco a poco y deseaba que decidiera correr el riesgo de inmediato.

Atrus se le acercó y sonrió.

—¿Penetró mucho el taladro, Irras?

—Un palmo —respondió.

—Bien. —Atrus se volvió y miró a Catherine, ocupada con la centrifugadora—. Muy pronto lo sabremos.

—¿Atrus?

—¿Sí?

—¿Le has dado más vueltas a por qué lo habían sellado?

Atrus vaciló y movió la cabeza.

—¿Y qué hay de la opinión del Maestro Tergahn?

Todos escuchaban.

La noche anterior, el Maestro Tergahn había reiterado su opinión de que debían dejarlo estar, que debían quemar el Libro Nexo y volver a sellar las cámaras.

Atrus se encogió de hombros.

—Ojalá supiéramos más del Gran Rey. Tengo un vago recuerdo de que mi abuela, Anna, una vez me dijo algo sobre el asunto, pero no recuerdo nada más.

Por un momento, se quedó con la mirada fija en las sombras del otro extremo de la cámara, ensimismado en sus pensamientos. Luego sonrió, bajo los escalones y se colocó junto a Catherine en el banco de trabajo.

—¿Y bien? —preguntó.

Ella le miró y luego siguió trabajando.

—Tendré que hacer más pruebas.

—¿Aire estancado?

—Todo lo contrario —respondió ella—. Si mis resultados son correctos, se trata de aire fresco. Y contiene organismos vivos. También polen.

—¿Polen?

Catherine asintió.

—Sí. Ahora déjame continuar, Atrus. En cuanto sepa algo más…

—Me lo dirás. Pero ¿hay aire? ¿Aire fresco?

—¡Sí! —dijo ella—. Y déjame en paz.

Atrus se volvió, subió aprisa las escaleras y le hizo un gesto a Irras.

—De acuerdo. Vamos a hacerte regresar. A ver qué hay detrás de la pared.

Tardaron días en cortar un agujero lo suficientemente grande en la pared; el trabajo era más difícil porque no podían usar las herramientas portátiles de corte en el nicho, y porque los dos hombres, uno al lado del otro, tenían poco espacio para maniobrar. Llevaban casi una hora trabajando a la luz de una única linterna, poniendo cuidado en no golpearse uno al otro, usando martillo y cincel, cortando en las canaladuras de la roca. Pero habían terminado. Habían atornillado tres ganchos metálicos en la sección parcialmente cortada de la pared, y por ellos pasaba una cadena. Irras sostenía el extremo de esa cadena, y los poderosos mecanismos hidráulicos de los guantes especiales que llevaba mantenían un fuerte asidero, mientras que Atrus manejaba el gran martillo.

La sección de pared cedió con un gran crujido, el peso de la piedra la hizo deslizarse hacia un lado, pero la cadena la frenó e impidió que cayera.

—¿Estás bien? —preguntó Atrus.

—Estoy bien —dijo Irras, que hacía esfuerzos para que no se le escapara el fragmento de muro.

—Bien. Ahora bájalo despacio. Iluminaré con la linterna.

Atrus desenganchó la linterna y la asomó al hueco.

Había un extraño silencio. Sólo oían sus respiraciones. Eso y el chirrido de la piedra, el cliqueo de los eslabones de la cadena contra el borde del muro, mientras Irras iba bajando el trozo cortado.

—Bueno —dijo Atrus, cuando el enorme trozo de roca descansó en el suelo—. Pasaré al otro lado y lo sujetaré.

Personalmente, Irras le hubiera dado una patada al trozo, pero Atrus ponía especial interés en hacer el menor daño posible. «Somos exploradores —decía—, no vándalos».

Aun así…

Oyó un jadeo de Atrus, y tuvo la sensación, más que la visión, de que se volvía y alzaba la linterna.

—¿Atrus?

La linterna volvió. Bajo su súbita luz, vio una enorme cámara, no muy distinta de la que había en D’ni, con hilera tras hilera de amplios estantes de piedra que se alzaban en las paredes por encima de las columnas.

Otra biblioteca.

Pero aquí los estantes estaban vacíos.

Irras salió a la cámara y se paró junto a Atrus, mirando. Aquéllos estantes vacíos, de alguna manera, le daban un aspecto más desolado aún. Y había polvo por todas partes; grandes montones de polvo, como arena, que cubría el suelo de mármol, excepto en un lugar o dos.

Daba la impresión de gran antigüedad. De largos siglos de abandono.

Atrus señaló el otro extremo de la cámara.

—Veamos qué hay allí.

Se encaminaron hacia ese lado con pasos apagados mientras que se alzaban nubecillas de polvo que quedaban flotando como humo en el aire.

Atrus se detuvo. Ante ellos se alzaba un enorme portal. Igual que los que habían visto en D’ni, un enorme círculo de piedra lo rodeaba y su clara superficie estaba decorada con un anillo de estrellas, pero a diferencia de los portales en D’ni, éste parecía estar entreabierto.

Atrus se acercó y subió los escalones.

Estaba entreabierto.

Dejó la linterna en el suelo, se acercó más y se asomó por la rendija; no quería utilizar la linterna hasta saber qué había al otro lado.

Estaba oscuro, pero no tan oscuro como en la cámara en la que se encontraban, y al cabo de un instante, sus ojos se acostumbraron a la penumbra.

Otra cámara, más grande que la biblioteca, pero en ruinas, en la que varias columnas se habían derrumbado, con el techo abovedado surcado por algunas grietas por las que se adivinaba un cielo nocturno con algunas nubes y brillantes estrellas.

Irras llegó a su lado y miró en la oscuridad.

—Ruinas —dijo en voz baja, incapaz de ocultar la desilusión en su voz.

Pero Atrus no hizo ningún comentario. Se limitó a decir:

—Ven, vayamos a buscar a los demás. Ha llegado el momento de explorar esta Era.