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Atrus estaba en cuclillas junto a la tumba de su madre; se inclinó y arrancó una de las delicadas flores azules, poniendo especial cuidado en no remover la tierra. La colocó en el diario que tenía abierto sobre la rodilla, cerró luego el libro con cuidado y lo guardó en la pequeña mochila de cuero que tenía al lado.
Por un instante se limitó a mirar, captando todo lo que veía. En la penumbra, no podía discernir su verdadero color, pero le bastaba con cerrar los ojos para ver las flores bajo la luz del sol, como una colcha de color lila extendida sobre aquel lecho de tierra rica y oscura.
Adiós, dijo en silencio.
Para ser sincero, Atrus no sabía qué debía sentir. ¿Excitación? Desde luego; la perspectiva de viajar —de ver D’ni— le emocionaba, pero la idea de abandonar aquel lugar, de abandonar a Anna le daba miedo. Habían sucedido demasiadas cosas, demasiado deprisa. Se sentía desgarrado por emociones opuestas.
—¡Atrus! Vamos, tenemos que partir.
Se volvió y miró la figura recortada contra la luz del amanecer, al otro lado del muro de la grieta, y asintió.
Cerca, Anna le estaba esperando. La abrazó y sintió crecer en su interior una especie de pánico, de miedo de no verla nunca más. Ella debió de notarlo, porque le abrazó con fuerza, luego se apartó sosteniéndole los brazos y sonriendo.
—No te preocupes —le dijo en voz baja—. Estaré bien. El almacén está lleno y creo que con todas las mejoras que has hecho para mí, habrá momentos en que no sabré qué hacer.
Su amable rostro se iluminó con una sonrisa.
—Además, tu padre me ha prometido que dentro de tres meses te traerá para hacerme una visita.
—¿Tres meses? —Aquélla noticia le llenó de inmensa alegría.
—Sí, de manera que no tienes por qué preocuparte.
Anna se inclinó, cogió su petate y se lo entregó. Antes la había visto escoger diversos objetos de sus magras reservas para colocarlos en el petate para su viaje, incluyendo todos los pastelitos que había cocinado el día anterior. Atrus miró el petate, y con los dedos rozó suavemente la tela con ricos bordados, emocionado por el cuidado que Anna ponía en todo y sabiendo que iba a echar eso de menos.
—Ahora escúchame, Atrus.
Atrus alzó la mirada, sorprendido por la repentina seriedad de su voz.
—¿Sí, abuela?
Sus ojos oscuros e inteligentes se clavaron en los de Atrus.
—Debes recordar lo que has aprendido aquí, Atrus. He intentado enseñarte la mecánica de la tierra y de las estrellas; los caminos de la ciencia y las obras de la naturaleza. He intentado enseñarte qué está bien y qué hay que valorar, verdades que no pueden negarse ni cambiarse. Ése conocimiento procede del Hacedor. Llévalo contigo y utilízalo para juzgar todo lo que tu padre te enseñe.
Anna hizo una pausa, se acercó un poco más a Atrus y bajó el tono de voz.
—Ya no sé cómo es, pero sé cómo eres tú, Atrus. Mide tus actos por las verdades que te he enseñado. Si actúas buscando el provecho propio, nada bueno saldrá de ello. Si actúas sin egoísmo, entonces actuarás bien para todos y no deberás tener miedo.
Anna se apartó y volvió a sonreír.
—El viaje de descenso será largo y duro, pero quiero que seas valiente, Atrus. Más que eso, quiero que seas sincero. Que seas un mejor hijo para tu padre de lo que el destino permitió que él fuera para con el suyo.
—No entiendo… —comenzó a decir él, pero ella hizo un gesto con la cabeza, como si no importara.
—Haz lo que tu padre te pida. Pero sobre todo, Atrus, no vayas en contra de tu naturaleza. ¿Me comprendes?
—Creo que sí, abuela.
—Entonces no he de temer por ti.
Él volvió a abrazarla con fuerza y la besó en el cuello.
Luego se apartó de ella, subió los escalones y cruzó el puente colgante de cuerda.
En el muro de la grieta se volvió y la miró, contemplando durante un breve instante todo el paisaje familiar de la grieta, y su forma quedó grabada como una cicatriz en su memoria. Anna había subido los escalones y ahora estaba en el estrecho balcón de su habitación. Alzó un brazo y saludó.
—Ten cuidado en tu viaje de descenso. Nos veremos dentro de tres meses.
Atrus devolvió el saludo, exhaló un profundo suspiro, se dio la vuelta y bajó de un salto el muro, para seguir a su padre ladera arriba del volcán.
Estaban en el túnel.
—¿Padre?
Gehn se volvió, alzó la linterna y miró en dirección a Atrus.
—¿Qué ocurre, chico?
Atrus alzó también su linterna y señaló el símbolo D’ni tallado en la pared; el símbolo que viera la mañana siguiente al experimento.
—Éste símbolo, padre. ¿Qué quiere decir?
Gehn hizo un gesto de impaciencia.
—Vamos, Atrus. Sígueme. Ya hemos perdido bastante tiempo. Ya habrá ocasión de hablar de estas cosas más adelante.
Atrus contempló el intrincado símbolo un instante más y luego, sin mostrar su desilusión, se volvió y corrió hasta alcanzar a su padre.
—Necesitamos recuperar tiempo —le dijo Gehn a Atrus cuando éste estuvo a su lado—. Es un largo viaje y tengo varios experimentos en marcha. Debo llegar a tiempo de ver cómo se han desarrollado.
—¿Experimentos? —preguntó Atrus, excitado al oír aquello—. ¿Qué clase de experimentos?
—Cosas importantes —respondió Gehn, como si eso fuera bastante para satisfacer la curiosidad de su hijo—. Ahora date prisa. Habrá tiempo para hablar cuando lleguemos a la primera de las eder tomahn.
Atrus miró a su padre.
—¿Eder tomahn?
Gehn miró a su hijo mientras seguía caminando.
—Las eder tomahn son paradas, podría decirse que son como refugios. En los tiempos del imperio tardío se hicieron planes para comerciar con el mundo de los hombres. Afortunadamente, esos planes no se llevaron a la práctica, pero se excavaron los caminos a través de la tierra y se prepararon los refugios para los mensajeros D’ni que se aventurarían a salir al exterior.
Atrus siguió mirando a su padre, con expresión de asombro.
—¿Y este túnel? ¿Lo hicieron los D’ni?
—No. Esto no es más que un canal de lava. Hace miles de años, cuando el volcán todavía estaba activo, la lava corría por este canal, abriéndose paso hasta la superficie.
De nuevo, Atrus se sintió decepcionado. Las paredes del túnel eran tan suaves, su forma tan perfectamente redonda, que había estado seguro de que eran el resultado de la construcción de los D’ni.
—Sí —prosiguió Gehn—, pero verás cosas antes de que nuestro viaje termine que te harán olvidar este pequeño agujero de gusanos. Ahora ven al lado izquierdo, Atrus, y colócate detrás de mí. Justo delante, el túnel se hace muy empinado.
Atrus obedeció, se colocó detrás de su padre, puso cuidado en no resbalar, manteniendo el equilibrio con la mano izquierda apoyada en la pared curva del túnel de lava, al tiempo que sus pies calzados con sandalias buscaban pisar con seguridad el suelo seco y duro. Todo fue bien hasta que, por casualidad, se volvió y miró túnel arriba. Entonces, súbitamente, se dio cuenta de dónde estaba. La oscuridad a su espalda se hizo opresiva de pronto. ¿Quién sabía lo que les esperaba más allá del resplandor de la linterna?
Se dio cuenta de hasta qué punto dependía de su padre. Si se perdía aquí abajo…
Delante, Gehn se había detenido.
—Ahora despacio —dijo, mirando a Atrus—. Se acaba justo aquí. Ahora bajaremos por El Pozo.
Atrus parpadeó y vio que el túnel terminaba en un círculo perfecto delante de ellos. Más allá sólo había negrura. Se adelantó hasta colocarse junto a su padre en el saliente estrecho y con forma de cuarto creciente, abrumado por lo que veía.
Frente a ellos se abría un gigantesco óvalo de negrura; un abismo tan enorme que parecía que en él podría caber un volcán entero.
El Pozo.
Gehn alzó su linterna, de manera que la luz se reflejó húmeda en el otro extremo del gran pozo, mostrando las enormes estrías de roca, y luego señaló a su izquierda.
—Justo ahí. ¿Lo ves, Atrus? ¿Ves los escalones?
Atrus los vio, tallados como la espiral de un tornillo en las paredes desiguales del gran agujero, pero la idea de utilizarlos, de bajar el gran pozo por aquel camino, le daba miedo.
Gehn le miró.
—¿Quieres bajar el primero o prefieres que lo haga yo, Atrus?
Atrus tragó saliva antes de responder, y procuró que el miedo no se notara en su voz.
—Mejor tú primero. Conoces el camino.
—Sí —dijo Gehn, y dirigió a su hijo una sonrisa de complicidad—. Lo conozco ¿verdad?
Durante el primer centenar de escalones más o menos, la escalinata atravesaba un estrecho túnel cavado en el borde del abismo, con una única abertura estrecha junto al suelo en el lado derecho, pero luego, de repente, la pared del lado derecho pareció desvanecerse y Atrus se encontró al descubierto, contemplando el inmenso pozo de oscuridad. Sorprendido por la visión, tropezó y la sandalia de su pie derecho se le soltó y cayó por el borde al abismo oscuro.
Se quedó inmóvil un instante, jadeando y con la espalda pegada a la pared, intentando recuperar el control. Pero de pronto se vio obsesionado con la idea de caer en la oscuridad; y no sólo de caer, sino de arrojarse deliberadamente. El impulso era tan extraño y tan abrumador que se le puso la piel de gallina.
Por debajo de donde se encontraba y casi frente a él al otro lado del gran pozo, Gehn seguía descendiendo sin darse cuenta, al parecer, del inmenso peligro, andando con paso ligero casi sin esfuerzo, espiral abajo, arrojando temblorosas sombras en la roca estriada y espigada con su linterna. Luego desapareció en otro de los estrechos túneles.
«Debo continuar», se dijo Atrus y se quitó la sandalia del pie izquierdo; pero el miedo le paralizaba los músculos. Era como un sueño, un mal sueño. Aun así, se obligó a moverse, dando primero un paso y luego otro; cada paso era un tremendo esfuerzo de voluntad.
«Si me caigo, me mato. Si me caigo…».
La voz de su padre resonó en el inmenso espacio.
—¿Atrus?
Se detuvo, con el hombro apretado contra la pared y cerró los ojos.
—¿S… sí, padre?
—¿Quieres que suba a buscarte? ¿Quieres que te coja de la mano?
Quería decir que sí, pero algo en el tono de voz de Gehn, un tenue atisbo de crítica, se lo impidió. Volvió a abrir los ojos, se rehizo y respondió:
—No… estoy bien.
—Bien. Pero no vayas tan despacio, ¿eh? No podemos pasar aquí mucho más tiempo. No si quiero regresar a tiempo.
Atrus controló su miedo y comenzó una vez más el descenso.
«Imagina que estás dentro de un árbol —se dijo—. Imagínalo».
Y de pronto fue capaz de verlo con nitidez, como si se tratara de una ilustración en uno de los libros de su abuela. Lo imaginó bajo la brillante luz del sol, con ramas que abarcaban de horizonte a horizonte, una diminuta media luna entre sus enormes hojas. ¡Incluso las briznas de hierba alrededor de su tronco tenían una altura varias veces superior a la de un hombre!
A medio camino de descenso, había una depresión en el lado del pozo; una especie de cueva. Si era natural o de construcción D’ni, Atrus no podía decirlo, pero allí le estaba esperando Gehn, sentado en un saliente de piedra tallado, fumando tranquilamente su pipa.
—¿Estás bien, Atrus? —preguntó con indiferencia.
—Ahora estoy bien —respondió Atrus con sinceridad—. Hubo un momento…
Se calló, al darse cuenta de que su padre no le escuchaba. Gehn había sacado un diminuto cuaderno de notas con una tapa de cuero curtido y lo examinaba mientras fumaba. Atrus alcanzó a ver un plano de caminos y túneles.
Con un pequeño gruñido, Gehn cerró el cuaderno y se lo metió en el bolsillo. Miró a Atrus.
—Adelántate. Acabaré mi pipa y luego te alcanzaré.
Transcurrieron varias horas de duro caminar a través de un laberinto de túneles que se entrecruzaban hasta llegar a la eder tomahn. El refugio D’ni estaba construido en un nicho de una gran cueva; el mármol negro, perfectamente acabado, de que estaba hecho contrastaba duramente con la piedra caliza de la cueva. Atrus se acercó, alzó la linterna y pasó los dedos por la superficie suave como el satén, maravillándose ante la ausencia de junturas visibles entre los bloques, ante la manera en que su imagen se reflejaba en la piedra Parecía que la piedra hubiera sido cocida como alquitrán fundido, luego dispuesta y pulimentada como un espejo.
«Eres real», pensó Atrus maravillado.
Mientras tanto, Gehn se había dirigido a la puerta, que estaba muy hundida en la piedra. Buscó en el cuello de su túnica y sacó una espléndida cadena dorada que, hasta aquel momento, había permanecido fuera de la vista. De ella colgaba una llave de borde biselado; un objeto grueso negro y con franjas rojas. Metió la llave en una de las cerraduras de la puerta, en la que encajaba, y empujó hasta que se oyó un chasquido. Tras un instante de silencio, se escuchó un extraño «clunk-clunk-clunk» y el ruido de un enrejado de metal al deslizarse.
Sacó la llave y se apartó. Al mismo tiempo, la puerta se deslizó en la piedra y dejó al descubierto un interior tenuemente iluminado.
Gehn entró. Atrus, que le seguía, se detuvo nada más entrar, sorprendido por lo grande que era la habitación. A ambos lados de aquel cuarto dormitorio se veían camastros bajos y una puerta en el otro extremo daba a lo que Atrus supuso sería o bien una cocina o un aseo de algún tipo. Miró a su padre.
—¿Por qué nos detenemos?
Para sorpresa suya, Gehn bostezó.
—Porque es tarde —respondió—. Y porque estoy cansado.
—Pero yo creía…
Gehn alzó la mano para cortar cualquier discusión. Se volvió e hizo un gesto en dirección a una gran mochila que estaba en el camastro de la esquina derecha.
—Eso es tuyo —dijo Gehn sin ceremonias—. Puedes cambiarte ahora o después, como prefieras.
Atrus se acercó al camastro, desató la hebilla de cuero y contempló el interior de la mochila. Frunció el ceño, puso la mochila boca abajo y derramó su contenido sobre el colchón.
Sorprendido, se echó a reír, y luego miró a Gehn, quien estaba sentado en el borde de uno de los camastros de enfrente, sacándose las botas.
—Gracias —le dijo—. Me cambiaré después, si no te importa.
Gehn soltó un gruñido.
—Haz lo que quieras, chico. Pero yo no dormiría con las botas puestas. No sé si te van bien. Tuve que adivinar el tamaño.
Atrus se volvió y acarició una de las botas con las yemas de los dedos, la cogió, la acunó y olió su aroma profundo y rico. Era de una extraña belleza. Al examinarla, se dio cuenta que no había sido usada nunca.
Además de las botas que llegaban hasta la rodilla, había una capa; una versión más pequeña de la de su padre, una camisa negra con un extraño símbolo, un sombrero que se adaptaba a la forma de la cabeza, hecho de algún tipo de metal que parecía blando a menos que uno realmente lo apretase, y una bolsita de metal y cuero.
Atrus se puso en cuclillas junto al camastro para examinar la bolsita, desató el lazo y miró en el interior. Por un instante no comprendió, pero luego, con un gemido de satisfacción, volcó sobre la palma de su mano varios diminutos objetos.
¡Mármoles de fuego! ¡Una bolsa entera de mármoles de fuego! ¡Debía de haber cincuenta o sesenta!
Miró a su padre con la intención de darle las gracias, pero Gehn estaba tumbado boca arriba, completamente dormido.
Atrus se acercó y contempló a su padre durante un instante. Sumido en el sueño, veía los parecidos con Anna, en la forma de la barbilla y sobre todo de la boca. Ambos tenían rostros imponentes y nobles. Ambos tenían la misma mezcla de fuerza y delicadeza en sus rasgos. Sí, ahora que realmente tenía la oportunidad de fijarse, se daba cuenta de que era sólo la palidez de la piel de Gehn, el blanco de ceniza de sus cabellos lo que le hacían tan distinto. Eso y la digna austeridad de su ademán.
Se dio cuenta de que Gehn sólo se había quitado una de las botas, por lo que le quitó la otra con suavidad y colocó ambas juntas a los pies de la cama. Luego, cogió la colcha del camastro de al lado y cubrió con ella a su padre.
Ya iba a apartarse cuando algo llamó su atención. Se agachó y recogió la pipa allí donde había caído. La sostuvo un momento y examinó los grabados que cubrían las bandas de plata del cañón, asombrado por el detalle del trabajo. Curioso, colocó la boquilla bajo su nariz y olisqueó. Tenía un perfume extraño y dulce; el mismo que había notado en el aliento de su padre.
Con un suspiro, Atrus colocó la pipa junto a las botas, regresó a su camastro y permaneció un rato sentado, ordenando tranquilamente los mármoles de fuego, observando las diferencias en color y en forma. Después los guardó, colocó la bolsa en el suelo junto al camastro y se tumbó con las manos bajo la cabeza. En un momento se quedó profundamente dormido.
Se despertó y se encontró con Gehn que le sacudía.
—Vamos, chico. Hoy tenemos un largo viaje por delante. Cámbiate y nos pondremos en marcha.
Atrus se sentó despacio, preguntándose dónde estaba, sorprendido al no encontrarse en el saledizo de su dormitorio, con su colchón y con el olor de la cocina de su abuela en el aire.
Se frotó los ojos con los nudillos, puso los pies en el suelo y le chocó lo frío que estaba, y la humedad del aire.
Atrus, sintiéndose perezoso y deprimido, se puso en pie y comenzó a vestirse; la textura y el olor de sus nuevas ropas —la finura tras lo áspero de sus propias vestimentas— le hacían sentirse extraño. Se puso las botas y se sintió muy raro, casi transformado, como si el cambio fuera más allá de la mera apariencia.
Atrus miró a su alrededor, como si fuera a despertar de un momento a otro, pero no podía engañarse estaba despierto, y estaba viajando con su padre hacia las profundidades de la tierra.
Ahora esa idea le excitó. Miró a Gehn.
—¿Llegaremos hoy a D’ni, padre?
—No. Hoy no.
Desilusionado, Atrus se volvió y comenzó a guardar la ropa que había llevado hasta entonces, pero Gehn, cuando vio lo que hacía, se acercó, las sacó del petate y las arrojó al suelo.
—Atrus, ya no necesitas esos harapos. Ahora eres D’ni. A partir de este momento sólo llevarás ropas D’ni.
Atrus contempló las ropas en el suelo, sin ganas de dejarlas allí. Eran un nexo con el pasado, con Anna y la grieta. Dejarlas allí le parecía… imposible.
—¿Y bien, chico? ¿A qué esperas?
Atrus alzó la mirada, dolido por el tono duro de la voz de su padre, pero recordó la promesa hecha a Anna e inclinó la cabeza obedientemente. Metió su petate en la mochila y guardó la bolsa con los mármoles de fuego y el extraño sombrero protector.
—Bien —dijo Gehn, haciendo un gesto decidido mientras se echaba a los hombros la mochila—. Comeremos durante la marcha.
Atrus parpadeó y se preguntó qué planes tenía su padre, pero estaba claro que Gehn no estaba de humor para explicaciones. Ató su mochila, se la echó al hombro y salió tras su padre.
Descendieron a través de un hormiguero de túneles húmedos y estrechos que, de vez en cuando, daban a pequeñas cavernas antes de seguir atravesando la roca.
Al final de un túnel especialmente estrecho y empinado, salieron a la caverna más grande que habían encontrado hasta el momento. El techo tenía una altura de doce o quince metros, mientras que la luz de sus linternas sólo mostraba el extremo más cercano del túnel, porque el otro lado quedaba oculto por la oscuridad. Delante y a la izquierda, una laguna alargada se ceñía a la roca, mientras que a la derecha el camino era difícil, debido a una pendiente confusa de pequeños cantos rodados.
Gehn se detuvo, se quitó la mochila y sacó lo que le pareció a Atrus una especie de cajita o tarro. Lo colocó en el suelo, sacó luego su sombrero, se volvió a Atrus y le hizo un gesto de que debía hacer lo mismo.
—A partir de aquí el camino se pone difícil —le dijo—. Dentro de poco agradecerás tener esas botas.
Pero Atrus no estaba tan seguro. Las botas podían ser muy bonitas y oler de maravilla, pero sus talones y la parte exterior del pulgar de su pie derecho empezaban a rozar de manera molesta.
Se sacó la mochila, buscó el yelmo D’ni y se lo ató, luego miró a su padre. Gehn volvió a colocarse la mochila, se agachó y recogió el «tarro».
—Vamos —dijo con una sonrisa a Atrus—. Creo que te gustará lo que viene ahora.
Atrus asintió y se agachó para coger su mochila. Al hacerlo, toda la caverna delante de él se iluminó como si de repente se hubiera abierto una brecha en el techo y la luz del sol se hubiera colado hasta allí. Alzó la vista, sorprendido, y vio enseguida que la brillante luz surgía del «tarro», un rayo amplio y potente que llegaba hasta el otro extremo de la caverna, mostrando una vista tan maravillosa que Atrus parpadeó y se frotó los ojos con el dorso de las manos.
Era como una cascada de cristal, que descendía del techo al suelo, con unas formas ondulantes y fluidas como nunca había visto Atrus.
—¿Qué es? —preguntó Atrus, con tono de completo asombro en su voz, mientras seguía a su padre en dirección al gran montón de rocas, sin poder apartar la vista de la cortina cristalina y resplandeciente.
—Se llama piedra goteante —respondió Gehn flemáticamente, moviendo el rayo de luz de la linterna sobre la superficie helada—. Se forma por depósitos minerales que contiene el agua que se filtra por el techo de la caverna, acumulándose durante miles y miles de años. Éstos depósitos adoptan muchas formas: piedra goteante, piedra líquida, estalactitas y estalagmitas, helicites. Algunas son tan delicadas como un encaje, otras tan brutales como la roca misma. —Gehn se rio—. No temas, Atrus. Verás muchas maravillas parecidas en las próximas horas.
Al acercarse, Atrus se detuvo y se quedó boquiabierto contemplando aquella visión. Nunca se le habría ocurrido, ni en mil años; pero Gehn seguía adelante, ladera abajo hacia la entrada de otro túnel. Atrus echó un último vistazo, se dio la vuelta y descendió por la roca, dándose prisa en alcanzarle.
Gehn no se equivocaba. En las horas que siguieron, Atrus vio una docena de esplendores semejantes; cavernas llenas de alargadas y delicadas columnas, no más gruesas que su brazo, que surgían como un bosque cristalino invertido del techo, o enormes candelabros con delicadas crestas, con orlas inacabables de diminutos dedos helados que goteaban de ellos y se mezclaban con la roca fluida. Al mismo tiempo, sin embargo, sus botas comenzaron a rozarle de mala manera. La incomodidad se transformó en inflamación, que a su vez se convirtió en dolor, tan intenso que, al cabo de un rato, Atrus no podía dar un solo paso sin hacer una mueca de dolor.
Cuando por fin se detuvieron en una caverna alargada y baja, cuyos lados contenían lagunas poco profundas, lo primero que hizo fue quitarse una bota.
Gehn se acercó y se arrodilló a su lado.
—Déjame ver.
Con cautela, dejó que Gehn le cogiera el pie por el tobillo y lo examinara. La piel se había levantado en tres sitios distintos. Tenía sangre en el talón y entre los dedos.
Gehn le miró con seriedad, como intentando juzgar su reacción.
—Tengo una pomada en mi mochila. Debería aliviarte el dolor.
Atrus se aplicó con rapidez la crema y se vendó los pies, luego volvió a ponerse las botas.
—Bien —dijo Gehn, satisfecho con su comportamiento—. Prosigamos. El camino comienza justo delante de nosotros.
Atrus se puso de pie lentamente, flexionando los dedos de los pies envueltos en el vendaje.
—¿El camino?
—El camino a D’ni —dijo Gehn y volvió a colgarse la mochila.
Aquéllas palabras animaron a Atrus, que se olvidó por un momento de sus heridas.
«¡D’ni!» —pensó. Y su mente se llenó con una docena de imágenes llenas de colorido, surgidas de los cuentos que durante años le había narrado su abuela—. «¡D’ni!».
Atrus contempló el arco de piedra y metal, primorosamente decorado, que enmarcaba la entrada al túnel, se volvió y miró a su padre.
—¿Hemos llegado?
—No —le respondió Gehn—, pero aquí es donde comienza el camino.
Justo debajo del gran arco, el suelo del túnel era liso y pavimentado, cubierto con un intrincado y abstracto remolino de piedras y metales de distintos colores que parecían mezclarse y fundirse sin repetirse nunca. El camino se adentraba recto como una flecha en el túnel, sin subir ni bajar, de una manera que sugería que había sido abierto por los D’ni, no agujereado por fuerzas naturales.
Detrás de Gehn, Atrus pasó bajo el arco, sus pies calzados con botas chasquearon en el suelo jaspeado, y el ruido resonó por todo el túnel. Ahora cojeaba e intentaba no cargar demasiado peso sobre su pie derecho, pero estaba decidido a no quejarse.
«¿Cuándo llegaremos?», deseaba preguntar, a punto de reventar con la excitación que sentía al pensar que por fin vería D’ni, pero veía lo ensimismado que andaba Gehn en sus pensamientos y no quería molestarle.
A mitad de camino en el túnel, el aire pareció cambiar, se hizo más cálido, más denso, y de repente sintió un olor antiguo y conocido. ¡Azufre! Era el sabor fuerte y picante, que escocía en los ojos, del azufre.
Gehn se volvió y le hizo un gesto.
—Será mejor que te pongas las gafas, chico.
Atrus obedeció; luego buscó en el bolsillo de su túnica y sacó la única prenda de sus ropas que había conseguido salvar, la máscara que le hiciera Anna, y se la ató cubriendo la boca y la nariz. Luego, con una mueca de dolor, avanzó cojeando detrás de su padre.
Poco a poco, el túnel se hizo más brillante, más caliente, el aire más enrarecido. El túnel terminaba bruscamente en un abismo. Delante, el camino D’ni continuaba, suavemente, al parecer sin interrumpirse, sostenido por gigantescas columnas de piedra. Debajo, a no más de veinticinco metros de donde se encontraba Atrus, había un lago de lava hirviente, negra en las orillas, pero de un llameante amarillo dorado en el centro.
El calor era intenso, los vapores casi sofocantes. Vio que Gehn llevaba ahora una máscara que le cubría la nariz y la boca y por un instante se preguntó qué intenciones había tenido su padre, si es que había pensado en que él se aventurase cruzando aquel lago sin ningún tipo de protección.
Aquél pensamiento le intranquilizó.
Gehn se volvió y le hizo señas de que avanzara.
—Camina deprisa —le dijo—. Y no te pares ni un momento. Al otro lado se está mucho más fresco.
Atrus vaciló, pero luego siguió a su padre por el puente; el calor del suelo que pisaba se hizo evidente al instante, a pesar de las gruesas suelas de sus botas. Tras dar diez pasos casi estaba corriendo, intentando que sus pies pisaran lo mínimo el pavimento ardiente.
Entonces se dio cuenta de que delante el puente, que él había creído intacto, estaba roto. Se había derrumbado una sección, que dejaba un hueco desigual, sobre el que se había colocado una estrecha viga de piedra D’ni.
Vio que su padre cruzaba aquel estrecho pasaje sin esfuerzo, sin alterar el paso, pero Atrus, cuando llegó allí se sintió incapaz de continuar.
Debajo de él, la superficie al rojo vivo pareció ondular lentamente, como algo vivo, una gran burbuja de aire supercaliente emergía de vez en cuando para romper aquella superficie con un gigantesco «glop», entonces la atmósfera se llenaba de pronto de vapor y del olor picante del azufre.
Atrus tosía. Sus pies parecían arder y el pecho estaba a punto de estallarle. Si no cruzaba pronto la viga, se desmayaría.
—¡Vamos! —le animó Gehn desde el otro lado—. ¡No te pares, chico! Sigue andando. ¡Casi has llegado!
La cabeza le daba vueltas y tenía la impresión de que de un momento a otro iba a caerse. Y si se caía…
Avanzó tres pasos sobre la viga, sintiendo su intenso calor a través del grueso cuero de las botas.
—Vamos —le apremió su padre.
Pero no podía moverse. Era como si él también se hubiera petrificado.
—¡Vamos!
La viga se tambaleó bajo sus pies y por un momento pensó que iba a caer, pero el instinto se apoderó de él. Al ladearse la viga, saltó y sus pies golpearon contra la piedra en el otro lado.
Su visión se hizo borrosa. No podía respirar. Trastabilló y dio un paso hacia atrás…