El sol comenzaba a recortarse sobre las montañas a lo lejos, en el este, cuando la silueta de una mujer surgió del borde del cráter del volcán, llevando un niño dormido en sus brazos. El suelo del desierto estaba todavía envuelto en profundas sombras. Se extendía alrededor del brillante círculo del cráter como un mar oscuro. La mujer se detuvo, alzó la barbilla y examinó lentamente el desierto que la rodeaba. Luego comenzó a descender la ladera salpicada de rocas, con su sombra alargada y delgada a sus espaldas, negra en contraste con el rojo del amanecer.

Al llegar cerca de la grieta, comenzó a soplar un ligero viento, alzando los oscuros mechones de sus cabellos. La arena bailó alrededor de las rocas y luego volvió a posarse. La mujer parecía flaca y fantasmal, y el niño que tenía en sus brazos era poco más que huesos y piel, pero en los ojos de la mujer había una vitalidad que era como el fuego de las entrañas de la tierra.

Al ver la grieta, aminoró el paso y volvió a mirar a su alrededor, luego se acercó y se arrodilló para dejar al niño con suavidad en un estrecho saliente de roca. Se descolgó las dos mochilas de la espalda y las dejó en el suelo. Luego, con ayuda de pies y manos, comenzó a descender en la oscura herida de la grieta.

Abajo, en el fondo de la grieta, había una charca. En la oscuridad anterior al amanecer, estaba llena de estrellas, reflejadas desde el cielo. Como una sombra, se arrodilló a su lado, cogió con las manos algo del agua pura y fresca y bebió. Refrescada, se volvió, todavía de rodillas, y miró a su alrededor. Aquí abajo se estaba fresco, y había agua. Con un poco de trabajo podría ser algo más.

Anna asintió y se puso en pie, secándose las manos en la falda.

—Aquí —se dijo—. Empezaremos de nuevo aquí.