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Gehn observaba a Atrus, a algunos pasos de distancia, que hundía profundamente la pala en la superficie cubierta de hierba de la llanura, utilizando el talón de su bota para luego empujar hacia abajo el mango y arrancar la hierba, dejando al descubierto la oscura riqueza del suelo.

Atrus dejó a un lado la pala y se arrodilló junto al agujero. Sacó de su bolsillo una tela color azul oscuro, la extendió a su lado y comenzó a disponer los instrumentos que necesitaba —espátulas, cuentagotas, paletas y pipetas, y cuatro pequeños tarros tapados que contenían componentes químicos de diversos colores— sacándolos uno por uno del ancho cinto de cuero que llevaba puesto.

Por último, sacó un fino estuche negro del bolsillo interior de su túnica, lo abrió y extrajo cuatro largos tubos de cristal que colocó junto a los brillantes instrumentos de plata. Hecho esto, miró a Gehn; sus gafas resplandecían en el sol del atardecer.

—Estoy preparado, padre.

Gehn alzó ligeramente la barbilla; con el sol de cara, sus gafas se veían opacas.

—Veamos entonces qué ha resultado, ¿eh?

Atrus puso manos a la obra; utilizó una de las paletas para colocar una pequeña cantidad de tierra en cada uno de los tubos. Luego cogió el primero de los tarros, lo destapó y volvió a dejarlo en el suelo.

Con un cuentagotas extrajo del tarro una pequeña cantidad del claro líquido ambarino y, cogiendo el primero de los tubos, lo añadió a la tierra, agitándolo para que se produjera la mezcla en el fondo del tubo.

Lo alzó a la luz, lo examinó un rato, hizo un gesto para sí, dejó el cuentagotas, cogió un corcho y tapó el tubo.

Repitió el procedimiento, cogiendo esta vez un montoncito de polvo azul claro con una espátula y echándolo con la tierra del segundo tubo, para mezclar ambos elementos a conciencia.

Dos veces más repitió el proceso, hasta que los cuatro tubos estuvieron tapados y llenos sobre el trapo de tela. Satisfecho, Atrus miró una vez más a Gehn.

—Creo que ha funcionado.

—¿Crees?

Atrus miró al suelo.

—Estoy bastante seguro de que sí. Desde luego, las reacciones tienen correlación con lo que yo esperaba, pero me gustaría estar absolutamente seguro. Me gustaría repetir las pruebas en la cabaña.

Gehn asintió, se dio la vuelta y se envolvió en su capa mientras echaba a andar.

—Te veré allí dentro de un rato.

Atrus observó un instante a su padre y luego comenzó a guardar su equipo. Había esperado más de Gehn; una sonrisa quizás, o alguna pequeña indicación, una palabra o un gesto, de que le satisfacía lo que había logrado, pero como siempre, no hubo nada de eso.

Al alzar la vista se dio cuenta de que la chiquilla, Salar, le miraba desde el otro lado de la pradera y sonrió para sí. Le tenía bastante aprecio, casi como si fuera su hermano mayor, pero no era la mejor compañía. No podía mantener una verdadera conversación con ella; al menos no la conversación que hubiera podido tener con Anna.

Apartó de su mente aquel pensamiento, decidido a no ponerse de malhumor. Al menos hoy no. Porque hoy, si las restantes pruebas lo verificaban, habría conseguido un gran logro.

Sonrió mientras cerraba el estuche con las muestras y volvía a colocar los instrumentos en su cinto.

La verdad es que Gehn debería haberse sentido bastante orgulloso de él por haber descubierto una solución tan elegante; pero Gehn era Gehn, y su distanciamiento formaba parte de su inteligencia. Pasó una semana entera hasta que Gehn se dignó leer la breve frase que había escrito para el Libro de la Trigésimo Séptima Era. Atrus se puso en pie encogiéndose de hombros y se aseguró de que no se dejaba nada. Le dirigió a Salar un breve saludo y una sonrisa y echó a andar.

Habían construido una nueva cabaña cerca de la de la anciana, ampliándola, tal y como él había sugerido, para que incluyera una habitación aparte en la que pudieran realizar experimentos. Allí le estaba esperando Gehn, con su equipo ya dispuesto.

—Ven —dijo—. Dame las muestras. Yo mismo haré las pruebas.

—Padre.

Hizo una pequeña reverencia, disimulando su desilusión, y le entregó el fino estuche.

Pero al menos Gehn se lo tomaba en serio. La primera vez que le propuso aquello, Gehn se había burlado de la idea.

«Vamos, ¡llevo veinte años buscando una frase así! ¿Y dices que has descubierto una que solucionará el problema?».

No era del todo cierto. No lo había descubierto en un libro, lo había deducido él mismo a partir de los principios fundamentales, tras analizar el asunto durante casi ocho meses. Pero Gehn no quiso escuchar su explicación. A Gehn sólo le interesaba si funcionaba o no.

Ahora le tocó a él observar mientras Gehn cogía un poco de cada muestra, lo colocaba en una placa distinta y comenzaba a examinar la primera de ellas con el gran instrumento, recubierto de oro, que se había traído desde D’ni.

Durante unos tensos minutos, Gehn casi no se movió, apenas hizo unos cuantos gestos inapreciables de sus dedos en los botones de calibrado, luego apartó el rostro del largo tubo y miró a Atrus.

—Las bacterias son distintas.

—No todas ellas.

Gehn le miró en silencio, como si esperara que Atrus dijera algo más; al ver que no lo hacía, cogió la segunda placa y la colocó en la ranura de visionado.

Atrus le observó sonriente. El añadir bacterias distintas a la mezcla había sido el toque final, lo que hacía que funcionara de verdad. Años antes, en la grieta, había intentado una solución mucho más sencilla, puramente química, para el mismo tipo de problema, y había fracasado. Aquí había intentado contemplar todo el conjunto —químico y bacteriológico— y la cosa había funcionado.

No era la solución para todos los problemas —y había sido muy cuidadoso, cuando le habló del tema a su padre por primera vez, de no ofrecer ninguna crítica de la Era— pero representaba un comienzo. Y quizá, si después de esto su padre confiaba más en él, podría hacer otros cambios.

Anhelaba ver el Libro de la Trigésimo Séptima Era para confirmar su hipótesis y discutirla con su padre, pero sabía lo susceptible que era éste.

Dejó escapar un largo suspiro al recordar las muchas horas dedicadas a investigar aquel tema. Hasta que no comenzó a estudiar la composición del suelo, no comprendió toda su complejidad. Pero ahora lo veía con claridad. Los mundos se construían de abajo arriba, comenzando por lo que estaba por debajo del suelo.

Gehn soltó un gruñido, luego le miró otra vez e hizo un gesto seco.

—Está bien. Debes enseñarme en qué libro lo encontraste. Puede que contenga otras cosas que nos sirvan.

Atrus miró al suelo. Quizá Gehn se olvidaría del asunto. Quizás otra cosa le distraería. O, en el peor de los casos, si insistía, el «libro» sufriría un accidente.

—De acuerdo —dijo Gehn, sacando la placa del visor y comenzando a guardar el microscopio—. Recojamos y volvamos a D’ni. Creo que hemos acabado nuestra labor aquí durante un tiempo.

—¿Acabado?

Gehn asintió, cerró el pestillo de la caja que contenía el microscopio.

—Creo que deberíamos dejar esta Era durante una semana o dos para ver qué rumbo toman las cosas. Si hay efectos secundarios, se mostrarán en ese período.

—¿Efectos secundarios?

Pero Gehn estaba impaciente por volver.

—Vamos, Atrus. Recoge tus cosas. En una hora quiero estar de vuelta.

Habían transcurrido dos días desde su regreso de la Trigésimo Séptima Era, y en todo aquel tiempo Atrus no había visto ni rastro de su padre.

Sabía dónde estaba Gehn, naturalmente, porque en el mismo momento en que habían «conectado» de vuelta, Gehn había subido corriendo las escaleras de su estudio para encerrarse allí.

Atrus pensó que quizá su padre reaparecería a la hora de las comidas, pero no bajó ni siquiera entonces.

Y ahora oscurecía al final de otro día, y seguía sin tener ni idea de qué tramaba su padre.

Atrus se dirigió al escritorio que había en un rincón de su dormitorio, cogió su diario, salió a la galería y lo abrió por una de las primeras anotaciones, una que había escrito cuando apenas tenía nueve años:

Anna dice que la grieta es un «medio ambiente» y que un «medio ambiente» está compuesto de muchos elementos distintos, todos los cuales tienen efectos los unos sobre los otros. Dice que aunque algunas de estas cosas —el sol, por ejemplo— no están en la grieta misma, deben ser tenidas en cuenta cuando observamos el funcionamiento de la grieta. Demasiado sol y las plantas morirán; demasiado poco y nunca crecerán. Le pregunté: ¿Y cómo nos las apañamos para seguir viviendo aquí?

Se sentó sobre la balaustrada, contempló la gran roca y la ciudad y suspiró. Cuando rememoraba los años pasados se daba cuenta de que realmente fue un milagro que hubieran sobrevivido. Sólo ahora comprendía hasta qué punto había sido un milagro.

«He recorrido un largo camino —pensó—, pero todavía no tengo ni la mitad de comprensión que ella tenía».

Atrus se volvió con la intención de regresar al interior y escribir una o dos líneas cuando vio que Rijus estaba en el centro de la habitación y que le miraba.

Hacía ya tiempo que se había acostumbrado al silencio de aquel hombre y a sus súbitas apariciones en las habitaciones, pero seguía sintiendo curiosidad por lo que pudiera saber, por los secretos que guardaba. Sí, y qué se sentía al habitar en un mundo de palabras que uno no podía penetrar.

Se acercó, dejó su diario y miró al hombre.

—¿Tienes un mensaje para mí, Rijus?

Rijus inclinó la cabeza y luego le mostró la nota.

«Por fin —pensó, sabiendo que se le llamaba—. ¿Qué habrá estado haciendo?».

Desplegó la nota y paseó rápidamente la mirada por la elaborada caligrafía. Era concisa y lacónica.

EN MI ESTUDIO. AHORA.

Hizo un gesto a Rijus para que se marchara, luego metió el diario en el estuche en que lo guardaba y lo cerró con llave. Satisfecho de que todo estaba seguro, salió apresuradamente.

Gehn le esperaba en su estudio, cómodamente instalado tras su escritorio. Junto a su codo había un montón de cuadernos, y otros cinco abiertos delante suyo.

Con un sobresalto, Atrus los reconoció. ¡Eran suyos!

—Ah, Atrus —dijo Gehn y alzó la vista, para luego continuar escribiendo en el cuaderno que tenía abierto ante sí—, ven y siéntate aquí, frente a mí.

Atrus se sentó frente a su padre y observó cómo Gehn acababa la frase y luego volvía a dejar la pluma en el tintero.

Gehn le miró e hizo un gesto en dirección a los cuadernos.

—Como verás, he estado leyendo tus cuadernos de ejercicios, y he escogido cinco que, creo, tienen algún mérito.

Esperó tenso.

—Quiero que escojas uno.

—¿Padre?

Gehn pasó la mano sobre los cinco cuadernos.

—Ahora esto no son más que palabras sobre el papel. Pero te estoy dando la oportunidad de hacer que uno de estos cuadernos se convierta en real.

Atrus parpadeó.

—Sí, voy a darte un Libro en blanco, un kortee’nea. Elegirás uno de los cinco cuadernos y lo transcribirás como debe ser al kortee’nea.

Ahí estaba, el momento con el que había soñado, y le cogía desprevenido.

—¿Y bien? —le dijo Gehn—. ¿Cuál ha de ser?

Atrus se inclinó hacia delante, para ver qué cuadernos había escogido su padre y le sorprendió la elección de un par de ellos. Pero su cuaderno principal estaba allí. Alargó el brazo y lo tocó.

—Éste.

Gehn asintió.

—Una buena elección.

Se giró en su asiento, buscó algo en el suelo y alzó un gran libro encuadernado en cuero del montón que tenía a un lado, ofreciéndoselo a Atrus.

Atrus lo cogió; de repente tenía la boca seca y el corazón le palpitaba desbocado. ¡Un libro! ¡Su padre le había dado un libro!

—Debes tener mucho cuidado, Atrus. Cualquier equivocación que cometas al copiar quedará en tu Era. Debes revisar cada palabra, cada frase, una vez la hayas copiado. Sí, y revisarla de nuevo. Y si cometes una equivocación, debes traerme el libro.

Él inclinó la cabeza.

—Padre.

—Bien. Ahora coge tu cuaderno y vete. Ah, Atrus.

—Sí, padre.

—Podrías añadir esa frase que descubriste hace poco. La frase acerca del suelo. Al fin y al cabo, no le hará ningún mal a tu Era.

Gehn dejó el libro en el escritorio, ante Atrus, y luego lo abrió para mostrar su caja descriptiva vacía en la página de la derecha. Hasta que «conectaran» estaría en blanco —o casi, porque había un torbellino caótico de partículas, como una tormenta de nieve—, pero en cuanto salieran a la nueva Era, la imagen aparecería, como por arte de magia, en la página.

—¿Quieres que vaya primero? —le preguntó Gehn mirándole—. ¿O prefieres disfrutar de ese honor?

Aunque había «conectado» muchas veces —tantas que casi se había convertido en un acto rutinario— ahora tenía miedo; miedo porque él había creado aquella Era.

—¿Bien? —insistió Gehn al ver que no le respondía.

—Iré yo —dijo, y luego hizo una larga aspiración para tranquilizarse y colocó la mano derecha sobre la página en blanco.

Hubo un chasquear de electricidad estática, como si una débil corriente atravesara su mano. Pareció que era absorbida por el tejido mismo de la página, luego, con un tirón repentino y vertiginoso, Atrus se sintió absorbido a la blancura de la página que se expandía con rapidez.

En aquel instante sintió la conocida sensación «movediza» del nexo. Durante ese fugaz momento, le pareció que se fundía. Y luego, con una rapidez que siempre le sorprendía, la negrura lo inundó todo.

Y cuando por fin se rindió ante aquella negrura, volvió a encontrarse en su cuerpo, de pie sobre la húmeda y fría tierra, en una caverna de bajo techo.

Aliviado, Atrus se sacudió y se apartó a un lado, sabiendo que su padre realizaría el nexo detrás de él.

Esperó a que Gehn apareciera de un momento a otro, a que el aire adquiriera aquella extraña calidad que mostraba cuando alguien establecía el nexo; una calidad que, cuando se la miraba, parecía un defecto, una oclusión en el propio ojo.

Qué extraño. Atrus frunció el ceño y dio un paso hacia el espacio que acababa de abandonar en el mismo instante en que el aire cambió, y como una burbuja surgida de la nada, su padre apareció.

Gehn contempló con mirada crítica las paredes que les rodeaban.

—Bien —dijo en voz baja y aspirando profundamente—. El aire huele muy fresco.

Atrus observó a su padre, consciente de que estaba siendo juzgado, que aquello era una especie de examen.

—Supongo que tienes el libro Nexo.

Muy despacio, Atrus abrió la boca. ¡El Libro Nexo! ¡Con los nervios se había olvidado por completo del Libro Nexo! ¡Estaba tan acostumbrado a viajar a Eras en las que los Libros Nexo ya estaban en su lugar que se le había pasado por alto!

Soltó un gemido, al tiempo que palidecía.

Gehn le mostró un Libro Nexo.

—Lo olvidaste. Por suerte yo no lo hice.

Atrus cerró los ojos; la idea de que podía haberles dejado atrapados allí para siempre le hizo ponerse a temblar.

—Lo siento… —dijo, pero Gehn le interrumpió con un gesto breve pero seco de la mano. Los ojos de su padre brillaban de rabia.

—No me digas cuánto lo sientes, Atrus. Pedir perdón no sirve de nada. Pedir perdón queda para los estúpidos e idiotas que no pueden pensar. Tenía mejor opinión de ti, pero tu tremendo descuido en este caso es una señal de inmadurez. Había una única cosa importante que tenías que recordar, ¡y la olvidaste! —Gehn soltó un bufido exasperado y luego golpeó con el libro la cabeza de Atrus, al tiempo que su voz subía de tono, con ira controlada—. ¿Y si yo no hubiera pensado en traer el Libro Nexo? ¿Qué hubiera pasado? ¿Dónde estaríamos?

«Aquí —pensó Atrus—. Aquí para siempre».

Gehn le puso con fuerza el libro en las manos, y luego se dirigió hacia la salida. Atrus se quedó titubeando, pero luego salió tras él.

—Bien —dijo Gehn, aminorando el paso para que Atrus pudiera alcanzarle, pero sin mirarle—. Supongo que lo mejor será que me enseñes lo que has escrito.

Condujo a su padre al exterior, a través de un estrecho pasillo de piedra que era muy distinto de como lo había imaginado —de como creía haberlo escrito— hasta una depresión con forma de caverna pero sin techo, donde caía la brillante luz del sol desde un cielo azul. A un lado había una laguna, rodeada de frondosa vegetación y unas cuantas rocas de color claro, mientras que al otro extremo una serie de rocas formaban una escalera en la pared de piedra.

Gehn cubrió sus ojos con las gafas y saltó a la luz del sol. Permaneció callado durante largo rato, casi como si le defraudara lo que veía, pero cuando habló, lo hizo con tono sorprendido.

—Esto está bien, Atrus. Parece que has escogido bien los distintos elementos. Se complementan los unos a los otros a la perfección. —Se volvió, miró a Atrus directamente, que se encontraba todavía en las sombras—. ¿Qué libros empleaste?

Como siempre, Gehn pensaba que había obtenido los distintos elementos de aquella Era de varios libros antiguos, tal y como hacía él mismo. Pero Atrus no había hecho eso. Todo aquello era obra suya, sólo suya. El principal problema que había tenido había sido encontrar las palabras justas en D’ni para expresar lo que quería. Por eso había tardado. Por eso había tenido que ser tan paciente.

—No… no me acuerdo —dijo al fin—. Eran tantos…

—No importa —dijo Gehn.

Miró un instante a Atrus y luego siguió andando.

Gehn rodeó la laguna y se detuvo para mirar a su alrededor, luego comenzó a subir los escalones. Atrus se caló las gafas y se apresuró a ir tras él, sorprendido de que Gehn no hiciera ningún otro comentario. ¿No le recordaba todo aquello algo? ¿No veía Gehn lo que había intentado hacer?

Era la grieta. Simplificada, lo admitía, y sin los edificios que contenía el original, pero la forma, los materiales físicos, hasta donde él podía saber, eran tal y como los recordaba.

En mitad de los escalones se detuvo y miró atrás, explorando el suelo de la grieta para ver si una de las cosas concretas que había escrito había ocurrido tal y como él anhelaba. Al principio, sus ojos exploraron sin encontrar nada, luego, con un sobresalto de pura alegría, las vio, en las profundas sombras del otro extremo. Flores. Diminutas y delicadas flores azules.

Sonrió y reanudó la subida. Le había costado mucho tiempo y esfuerzo escoger el preciso tipo de suelo y el equilibrio de minerales en el suelo, ¡pero había funcionado!

Gehn le estaba esperando arriba, acariciándose la barbilla con una mano mientras contemplaba la vista.

Atrus llegó junto a él y contempló, por primera vez, la Era que había creado.

Era un ondulante paisaje de colinas y valles, con ricos pastos y frondosos bosques de un verde oscuro. En medio de aquel paraíso verde, varios ríos se abrían un camino de plata, extendiéndose aquí y allá en lagos azules. A la izquierda y a lo lejos se veían montañas, con picos nevados y majestuosos, y bajo ellas una extensión verdiazul de mar.

Sobre sus cabezas se extendía un cielo sin nubes de intenso color azul, dominado por un gran sol amarillo, como el sol de la Tierra. Atrus se quedó extasiado, escuchando el tranquilo trino de los pájaros. Por un instante ni se dio cuenta, luego se volvió con los ojos muy abiertos.

¿Pájaros? ¡Él no había escrito pájaros!

Su padre se colocó a su lado.

—Debías haber experimentado más.

Atrus miró a su padre, sorprendido por el comentario, que parecía una contradicción completa con el estilo de escritura del mismo Gehn.

—Podías haber probado un sol distinto, por ejemplo —dijo Gehn señalándolo—, o escoger otra clase de roca para hacer esas montañas.

—Pero…

—La próxima vez deberías utilizar algunos detalles menos convencionales, Atrus. No sirve que hagas tus mundos demasiado formales.

Atrus bajó la mirada, consternado por las palabras de su padre. Pero ¿y el paisaje? ¿No era espectacular? Y el aire y el suelo, ¿no eran saludables? Ya sabía que aquella Era resultaba sencilla, pero había pensado hacer las cosas poco a poco. Y aquel mundo no se caería a pedazos

—De todas maneras —añadió Gehn—, no tienes que conservar esta Era. Ahora que sé que puedes escribir, te daré otros libros. Puedes experimentar en ellos. Luego, cuando hayas hecho por fin una Era que me satisfaga, podrás llamarla tu Primera Era.

—Pero ya le he puesto un nombre a este mundo.

—¿Le has puesto un nombre? —Gehn se rio con cierto desprecio—. Me parece un poco prematuro. Lo entendería, quizá, si hubiera gente aquí, pero…

—Lo llamé Comienzo.

Gehn le miró un instante, luego se alejó. Arrancó una hoja de un arbusto, la frotó entre sus dedos enguantados, se la llevó a la nariz, la olió y luego la tiró.

—Muy bien. Creo que es mejor que regresemos.

Atrus, que estaba a punto de descender, se volvió a mirar a su padre.

—¿Regresar?

Gehn apenas le miró.

—Sí.

—Pero yo creía… —Atrus tragó saliva—. Creía que podíamos ver más de esta Era. Quería tomar muestras del suelo, y capturar uno de los animales para estudiarlo. Quería…

—Ya me has oído, Atrus. ¡Vamos! Si no tienes más remedio, puedes volver en otra ocasión, pero ahora debo regresar. Tengo que hacer muchos preparativos antes del Korfah V’ja.

Atrus nunca había oído aquel término.

—¿Korfah V’ja?

Gehn le miró.

—Mañana, a mediodía en la Trigésimo Séptima Era —y dicho esto, siguió andando.

Al regresar a la biblioteca en D’ni, Gehn cerró el libro de Atrus, se lo puso bajo el brazo y se dirigió a las escaleras que conducían a su estudio.

—Deprisa —dijo e hizo un ademán a Atrus para que le siguiera—. Tenemos que prepararte.

La habitación no parecía haber cambiado desde la última vez que la contemplara Atrus. Si acaso, todavía estaba más desordenada, con más libros apilados contra las paredes. La capa de Gehn estaba echada sin ningún cuidado sobre el respaldo de la silla junto a la chimenea, cuya parrilla estaba llena con las cenizas de un fuego reciente.

Atrus parpadeó y se imaginó a su padre trabajando aquí hasta altas horas de la noche, mientras el fuego hacía bailar las sombras en la habitación.

—Siéntate —dijo Gehn e indicó la silla al otro lado del escritorio—. Tenemos mucho que hacer antes de que llegue la mañana.

Atrus se sentó y observó a Gehn dejar su libro en el montón al lado del escritorio, quitarse las gafas que llevaba todavía sobre la frente y guardarlas en un cajón.

—¿Padre?

—¿Sí, Atrus?

—¿Qué es el Korfah V’ja?

Gehn apenas le miró. Cogió un libro y sacó una pluma y un tintero, colocándolos al lado del libro.

—Es una ceremonia para un nuevo dios —respondió—, luego se sentó y abrió el libro.

El libro no estaba en blanco. Ya había sido escrito. Desde donde estaba sentado, Atrus vio que las dos últimas anotaciones habían sido añadidas recientemente a la página.

—No sé…

Gehn le miró.

—Claro que lo sabes.

Cogió el tintero y lo destapó; luego miró a su hijo.

—Ahora eres un verdadero D’ni, Atrus. Un Escritor. Has creado una Era. Ése hecho debería ser reconocido. Además, no está bien intimar demasiado con las gentes de nuestros mundos. De vez en cuando hemos de recordarles nuestro origen divino, ¿y qué mejor que una ceremonia para hacerlo?

—Sí, pero…

—Estoy preparando algo especial para la ocasión.

Gehn vaciló un momento, con los ojos entrecerrados, pensando, luego mojó la pluma en el tintero.

—¿Qué estás haciendo, padre?

—Hago cambios.

—¿Cambios?

Gehn asintió.

—Cambios pequeños. Cosas que no se pueden ver.

—Entonces, ¿ése… —Atrus señaló—, es el libro de la Trigésimo Séptima Era?

—Sí.

Atrus se quedó helado. Creía que Gehn había dejado de hacer cambios. Creía que aquella Era estaba «fijada».

—¿Padre?

Gehn le miró con cierta irritación.

—¿Qué pasa, Atrus?

—Cuando dijiste que debería ser menos convencional en mi escritura, ¿qué querías decir exactamente? ¿Querías decir que debería correr más riesgos?

Gehn alzó la mirada y dejó la pluma a un lado.

—No tanto riesgos sino… Bueno, te lo diré sin ambages, Atrus: tardas demasiado tiempo en hacer las cosas. Demasiado tiempo. Éstos libros de prácticas. —Hizo un gesto al montón que tenía a su lado—. ¡Apenas hay nada en la mayoría de ellos! Cuando te di a elegir entre cinco, sabía cuál escogerías, ¡porque era el único que se parecía, aunque sólo vagamente, a una Era!

Gehn se levantó y se inclinó sobre el escritorio.

—Maldita sea, chico, ¡a estas alturas deberías haber hecho una docena, una veintena de Eras! Deberías haber experimentado un poco, probado unas cuantas cosas para ver qué funciona y qué no. Atenerse a lo que ya está comprobado está bien para los escribas, ¡pero no para nosotros, Atrus! ¡Para nosotros no!

Atrus se quedó mirando a Gehn, desconcertado por la evidente contradicción que encerraban las palabras de su padre. ¿Qué quería su padre? ¿Mundos rápidos o mundos estables? ¿O quizás algo totalmente distinto?

Gehn soltó un bufido exasperado.

—No me sirves de nada si siempre vas a trabajar a este ritmo. Necesito Eras. Docenas, ¡cientos de Eras! Ésa es nuestra labor, Atrus, ¿no te das cuenta? ¡Nuestra sagrada labor! Hacer Eras y poblarlas. Llenar la nada con mundos. Mundos que podemos poseer y gobernar, para que los D’ni vuelvan a recuperar su grandeza. ¡Para que mis nietos sean los dueños de un millón de mundos!

Gehn se quedó quieto un instante, traspasando a Atrus con la mirada, luego se sentó y movió la cabeza despacio, como si se sintiera desilusionado.

—Será mejor que vayas a tu dormitorio. Enviaré a Rijus a verte. Te llevará las ropas especiales que vestirás en la ceremonia.

Algo iba mal. Lo supieron en cuanto salieron bajo el cielo oscuro, cubierto de nubes, de la Trigésimo Séptima Era. Un viento cálido, desagradable golpeó sus rostros, racheado como si surgiera de una válvula, cuya salinidad normal se veía mancillada por otras presencias más amargas.

Atrus miró a su padre y vio que hacía una mueca y se tocaba el paladar superior con la lengua, como para probar mejor aquel aire insalubre.

—¿Qué es?

Gehn se concentró durante un instante más y sin hacer caso de la pregunta de Atrus, siguió andando. Pero apenas había dado una docena de pasos cuando se paró en seco, su rostro desprovisto de toda expresión, tan sólo los labios ligeramente entreabiertos.

Atrus alcanzó a su padre en la cresta y miró en dirección a la aldea y la laguna. Lo que vio le sorprendió.

La laguna se había secado, su superficie expuesta se veía surcada por oscuras grietas. Dos docenas de embarcaciones de pesca yacían de costado en el cieno enteramente seco.

Atrus miró hacia el mar. Allí, a través de la abertura en las colinas, donde el canal terminaba y en tiempos comenzaba el mar, había una plataforma de roca maciza. Roca seca, con una costra de algas secas y piedras llenas de percebes.

«Igual que el monte bajo del desierto», pensó, y recordó la primera vez que le había venido a la cabeza aquella idea, en la embarcación con Tarkuk y su hijo.

Y más allá de aquella plataforma… nada. Sólo aire.

El viento les trajo un tumulto de aullidos y gemidos. Atrus miró, intentando localizar su origen en la aldea, pero la aldea estaba desierta. De pronto los vio, al otro lado del puente, frente a la cabaña de reunión. Todos estaban allí, apretujados y temerosos, mirando al ojo vaciado que era la laguna o contemplando tristemente el cielo oscuro y hostil. Sólo Koena estaba de pie y se movía entre ellos, inclinándose para hablar con uno o para poner la mano en el brazo de otro.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Atrus, volviéndose hacia Gehn.

Gehn sacudió la cabeza. Su expresión era de incredulidad.

—Todo estaba bien —dijo en voz baja—. Lo arreglamos. Aquéllas frases… no había nada incorrecto en ellas.

Aun así, algo había salido mal. Algo había desecado la laguna y había dejado la isla posada por encima del nivel del océano que la rodeaba. Algo había provocado eso. Debía de haberlo hecho. Porque cosas como aquélla no ocurrían porque sí.

Una frase se formó en el cerebro de Atrus. Calentó el océano ¿Era eso? ¿Había sido aquella alteración, al parecer pequeña, la que había provocado una contradicción? ¿O para conseguirla, Gehn había retocado algún otro elemento esencial en aquella Era? ¿Había variado el ángulo del eje del planeta, quizá, para acercarlo al sol y que así el agua fuera más cálida? ¿O se trataba de otra cosa? ¿Y si había alterado las plataformas bajo el océano? ¿Y si Gehn había provocado una debilidad en el suelo del océano que al final había sucumbido a las grandes presiones que allí había, causando a su vez el descenso del nivel del océano? ¿O quizá se había conformado con coger una frase de un libro D’ni que hablaba de un océano templado sin comprender de dónde procedía o cuál era su contexto?

Nunca lo sabría. A menos que consultara el libro de la Trigésimo Séptima Era, y Gehn se mostraba inflexible en que no leyera sus libros.

Grandes nubes negras de tormenta se agolpaban sobre sus cabezas. Se oyó el grave rumor del trueno.

Gehn miró a su alrededor, con la expresión mucho más dura, y echó a andar despacio colina abajo hacia la aldea.

—Pero Gran Señor, ¡tenéis que ayudarnos! ¡Debéis hacerlo!

—¿Debéis? —Gehn se volvió y miró al hombre arrodillado, con desdén—. ¿Quién dice que debo?

Había pasado una hora desde que llegaran y Gehn estaba sentado en su silla, frente a su escritorio en la tienda, con la pipa encendida entre las manos.

Lo primero que había hecho Gehn había sido enviar a los aldeanos de vuelta a sus cabañas, prohibiendo que salieran de ellas, luego había venido aquí y encendido su pipa No se había movido desde entonces; había permanecido sentado, pensando en silencio, con el ceño fruncido.

Y ahora Koena había venido para suplicar a su Señor; temeroso de desafiar sus órdenes, pero también temeroso de dejar las cosas como estaban. Su mundo agonizaba y sólo había una persona que podía salvarlo; el Señor Gehn.

Atrus, de pie detrás de Koena, sintió crecer el respeto y admiración que sentía por aquel hombre.

—Perdonadme, Señor —dijo Koena, sin atreverse a sostener la mirada de Gehn—, pero ¿os hemos irritado de algún modo? ¿Es éste nuestro castigo? Si es así, decidnos qué hemos de hacer para compensaros. Pero por favor, os lo suplico, salvadnos. Traed el mar de vuelta y llenad la laguna, Señor. ¡Os lo suplico!

Gehn dejó con un golpe la pipa sobre el escritorio y se levantó.

—¡Basta!

Pareció hacer una larga inspiración, luego dio la vuelta al escritorio despacio hasta quedar frente al encogido Koena.

—Tienes razón —dijo Gehn, con voz fría e imperiosa—. Esto es un castigo. Una demostración de mis terribles poderes.

Gehn hizo una pausa, dio la espalda al hombre y comenzó a andar arriba y abajo.

—Creí que era necesario para demostraros lo que os ocurrirá si alguna vez osáis desafiarme. Creí que era… adecuado.

Atrus se quedó mirando a su padre con la boca abierta.

Gehn dio una lenta vuelta por la tienda, pasando por detrás de Atrus, como si éste no estuviera allí. Luego, como si la idea tuviera que ver con lo que había dicho antes, le espetó una pregunta a Koena.

—¿Están hechos los preparativos?

—¿Señor?

El hombre arrodillado apenas se atrevió a mirarle.

—Los preparativos —repitió Gehn, como si hablara con un niño— para la ceremonia.

Koena parpadeó e hizo un gesto afirmativo; luego, dándose cuenta de lo que había hecho, bajó rápidamente la cabeza de nuevo y dijo:

—Sí, Señor. Todo está dispuesto.

—Entonces celebraremos la ceremonia dentro de una hora. Reunirás a los isleños en la ladera frente al templo.

—¿El templo?

Entonces Koena comprendió. Gehn se refería a la cabaña de reunión. Aun así, parecía clavado al suelo.

—¿Bien? —dijo Gehn y se volvió para encararse de nuevo con su siervo—. ¿No es mejor que vayas a ultimar los preparativos?

—¿Señor?

El rostro de Koena no mostraba ninguna expresión. Parecía aturdido.

—He dicho que te vayas. Reúne a los aldeanos y prepara la ceremonia. No deseo que me hagáis esperar.

Koena retrocedió un poco.

—Pero Señor… ¿es que no vais a ayudarnos? La laguna…

—¡Márchate! —aulló Gehn, el rostro desencajado de ira. Su mano había buscado en su cintura, sacando una larga daga de debajo de su capa—. ¡Ahora mismo! ¡Antes de que te destripe como a un pescado!

Koena alzó la cabeza bruscamente y miró con temor la hoja afilada; hizo una pequeña inclinación y casi salió corriendo de la tienda.

Atrus dio un paso adelante.

—¿Padre?

Pero Gehn no escuchaba. Miraba iracundo el pliegue de la tienda, por donde Koena acababa de salir; luego hizo un gesto de amargura con la boca. Miró a Atrus, como si mirara un libro o cualquier otro objeto que no recordara haber colocado allí, enfundó el cuchillo y volvió a su escritorio.

Recogió la pipa y dio una profunda calada, se echó hacia atrás, apoyó el cuello contra el respaldo de la silla y cerró los ojos.

—¿Padre?

Pero Gehn parecía insensible a las palabras. Apretó los labios y soltó una larga bocanada de humo.

Una hora. El Korfah V’ja —la ceremonia de coronación del dios— tendría lugar dentro de una hora.

Koena había reunido a todos los isleños, los doscientos, y les había hecho postrarse de rodillas, con la cabeza gacha, en la pendiente delante de la cabaña de reunión. Cinco grandes antorchas ardían en los extremos de grandes pértigas clavadas en el suelo entre la gente y la cabaña, y sus llamas se agitaban en el viento. Grandes sombras bailaban en aquella luz hipnótica, como un espíritu maligno que buscara entre la muchedumbre reunida un alma concreta a la que atormentar.

Casi todos permanecían en silencio, acobardados bajo la masa de nubes oscuras y amenazadoras, pero cada gruñido o rumor de aquel coro celestial provocaba un gemido de respuesta en aquellas almas asustadas.

A una señal prefijada, Koena se volvió y alzó los brazos, implorando que el dios descendiera. Enseguida, Gehn salió de la oscuridad entre las columnas de madera, resplandeciente, vestido con una larga capa de hilo de oro puro con seda negra, su cabello blanco enmarcado en una extraña corona pentagonal de oro que lanzaba destellos bajo la vacilante luz de las antorchas.

—Habitantes de la Trigésimo Séptima Era —ordenó, con voz tonante que se impuso a los sonidos de la tormenta—, postraos ante vuestro nuevo Amo, el Gran Señor Atrus.

A disgusto, Atrus descendió los escalones hasta quedar junto a su padre. Llevaba una capa y una corona parecidas a las de Gehn, pero las suyas eran de rojo brillante, y el material resplandecía translúcido como si estuviera hecho de un millón de pequeños rubíes.

Con auténtico temor reverencial, los habitantes tocaron el suelo con sus frentes, murmurando las palabras que el acólito les había enseñado.

—El Señor Atrus es nuestro Amo. Nos bendice con su presencia.

Gehn lanzó una mirada de agradecimiento, luego hizo una señal a los dos hombres que seguían dentro del templo.

—¡Asistentes! ¡Venid!

Despacio, con gran ceremonia, los dos asistentes —reclutados de entre los pescadores— salieron del templo, llevando entre ambos un cojín de terciopelo sobre el que reposaba un sorprendente medallón colgante hecho de metales preciosos y joyas de color rojo sangre y de delicada porcelana.

Koena se adelantó, se paró ante los dos hombres, pasó sus manos sobre el gran medallón, como bendiciéndolo, tal y como Gehn le había enseñado. Después retrocedió y miró a Atrus, quien a su vez le miraba.

—Y ahora —dijo Gehn, y su voz resonó a través del lago vacío— ¡contemplad al Gran Señor Atrus!

Y Koena alzó el colgante y lo colocó alrededor del cuello de Atrus, con cuidado para no hacer caer la aureola, mientras que Gehn señalaba hacia el cielo.

Se escuchó un gran trueno y se vio un resplandor. Por un breve instante, Atrus percibió la sorpresa en el rostro de su padre y supo que aquello era una total coincidencia. Pero en un momento, la expresión de Gehn cambió, se llenó de orgullo y sus ojos brillaron con intensa inteligencia.

—¡Contemplad la lluvia!

Y entonces, como si de verdad lo hubiera ordenado, los cielos se derramaron en un torrente tan intenso que cada gota parecía rebotar en la tierra, empapándolo todo en un instante.

La tierra temblaba como un tambor redoblado.

Atrus se quedó asombrado. Ante él, en la ladera, doscientos rostros miraban con asombro cómo la preciada agua caía sobre ellos con fuerza.

Koena miró a su Amo, como preguntando si debía continuar o no, pero Gehn parecía impávido ante el chaparrón. Parecía que lo hubiera planeado.

—La doncella… ¿dónde está la doncella?

Koena se volvió e hizo un gesto a la chica Salar, quien agarraba una guirnalda de flores trenzadas, igual que la que ofrecieron a Gehn la primera vez que Atrus vino a esta Era. Pero Salar era incapaz de moverse. Salar estaba petrificada. Miraba al cielo, los ojos como cuentas diminutas y paralizadas por el asombro.

Al ver lo que ocurría, Gehn se acercó y la cogió del brazo y comenzó a arrastrarla a través de la pendiente embarrada hacia las siseantes antorchas y el templo.

Atrus, escandalizado por cómo su padre trataba a la chica, se adelantó:

—¡Padre! ¡Déjala!

Gehn se acercó y le lanzó una mirada iracunda; la fiereza en sus ojos fue suficiente para que Atrus agachara la cabeza.

Gehn arrojó la chica a los pies de Atrus.

—¡La guirnalda! —gruñó—. ¡Ofrécele la guirnalda al Señor Atrus!

Atrus deseaba alzar a la chica, pero su padre no le quitaba ojo de encima, impidiendo que la ayudara.

Y la lluvia caía sin cesar.

Salar se puso de rodillas lentamente. La guirnalda, que todavía sostenía en una mano, era una piltrafa; manchada de barro y rota en varias partes. Miró a Atrus, asustada y llorosa.

—Señor Atrus… —dijo con voz casi inaudible en el fragor de la tormenta.

—¡Más alto, chica! —aulló Gehn—. ¡Queremos oírte!

—Señor Atrus… —dijo de nuevo, intentando que su voz sonara firme.

Hubo un gran resplandor, se escuchó un gran trueno. La chica lanzó un chillido y dejó caer la guirnalda.

—¡Que Kerath nos asista! —dijo Gehn con impaciencia, y con el tacón de su bota empujó el hombro de la chica, apartándola bruscamente para luego agacharse a recoger la guirnalda hecha trizas.

La examinó un instante, luego con una mueca de asco, la arrojó.

Gehn miró a Koena.

—Que se vayan —dijo—. ¡La ceremonia ha terminado!

Pero Koena no le escuchaba. Koena contemplaba la laguna, veía la preciada agua que se filtraba por las grietas. La lluvia caía y caía, pero no servía de nada. Tendría que llover al menos durante un millar de años para llenar aquella laguna, porque el lago se vaciaba en el mar y el mar en el océano, y el océano… el océano ahora se encontraba a cien metros o más por debajo de la gran plataforma de roca que en tiempos fuera el lecho marino.

Koena miró a Gehn.

—¡Señor, tenéis que salvarnos! Por favor, Señor, ¡os lo suplico!

Pero Gehn, que había visto lo mismo que Koena, se limitó a darle la espalda. Arrojó su corona, se desató la capa por el cuello y la dejó caer, se encaminó a la tienda, entró y salió un instante más tarde con su mochila en la que guardó rápidamente su pipa.

—Vamos —le dijo a Atrus—. La ceremonia ha terminado.

Atrus le miró un instante, luego arrojó el colgante y echó a correr tras su padre, le alcanzó y le cogió del brazo, dándole la vuelta para que le mirase. Le gritó a la cara, imponiéndose al rugido de la tormenta.

—¡Debemos volver y cambiar las cosas! ¡Ahora, antes de que sea demasiado tarde!

—¿Demasiado tarde? ¡Ya es demasiado tarde! ¡Míralo! ¡Ya dije que era inestable!

—No —chilló Atrus desesperado—. Puedes cambiarlo. Puedes borrar los cambios que hiciste y enderezar las cosas. Puedes hacerlo. ¡Me dijiste que podías! Al fin y al cabo eres un dios ¿o no?

La última frase pareció dar en el blanco. Gehn hizo un breve gesto, cruzó el puente corriendo y subió por la ladera empapada por la lluvia en dirección a la caverna, mientras que Atrus corría tras él.