Durante el resto de aquella jornada, el Consejo Supremo —los cinco Grandes Señores y los dieciocho Grandes Maestros— se reunió en sesión especial para decidir qué debería hacerse.
Mientras seguían reunidos, los rumores se extendieron rápidamente por la gran ciudad en la caverna. Muchos se referían a la naturaleza del intruso y especulaban acerca de qué tipo de criatura habían capturado los Guardianes. Mientras que la mayoría estaban de acuerdo en que tenía forma humanoide, algunos decían que era un cruce de oso y simio. Otros rumores eran aún más descabellados. Una de aquellas historias decía que toda una tribu de extraños —salvajes fuertemente armados y en busca de problemas— se había adentrado bastante en los túneles, intentando llegar hasta D’ni y que había sido necesaria toda la guarnición de Guardianes, respaldada por la Guardia de la Ciudad, para rechazarlos.
Una «noticia» como aquélla carecía completamente de fundamento, de eso Aitrus estaba seguro, pero ante la ausencia de datos fehacientes incluso él se vio envuelto en los juegos de especulación, de tal modo que cuando cayó la noche y las aguas del lago se apagaron, salió de sus aposentos y caminó por las estrechas callejuelas de la ciudad alta, con la intención de visitar la Sede de la Cofradía de Escritores, donde residía su amigo Veovis.
Si alguien, fuera del exclusivo grupo central de Señores y Maestros, sabía lo que estaba pasando, ése sería Veovis.
Aitrus llegó ante la puerta del antiguo edificio y esperó en el diminuto patio ante las puertas principales mientras se enviaba a un mayordomo a notificar a Veovis su presencia.
Pasaron varios minutos antes de que el mayordomo regresara.
Aitrus le siguió, entre altas columnas estriadas por un amplio pasillo de mosaico que diseccionaba la Estancia de Ri’Neref, la primera de las cinco estancias que llevaba el nombre del más grande de los hijos de la Cofradía. Al igual que la mayoría de las antiguas Sedes de las Cofradías, la Sede de la Cofradía de Escritores no era un único edificio, sino un complejo de edificios y salas interconectados, algunos de ellos excavados profundamente en la pared de roca de la gran caverna. Aitrus, al adentrarse más en el complejo, subió por estrechas y antiguas escaleras, cuya piedra casi parecía haberse fundido con el paso del tiempo, como si fuera cera, erosionada por el paso de incontables pies durante los seis milenios de existencia de los D’ni.
Aquí, en aquella gran extensión de piedra, habitaban dos mil cofrades, comían y dormían. Aquí eran educados, aquí se dedicaban a las sencillas tareas cotidianas de la Cofradía. Aquí se encontraban también las salas de libros y las grandes bibliotecas de la Cofradía, que no tenían igual en todo D’ni.
Atravesando sus antiguos vestíbulos, Aitrus sintió el enorme peso de la historia que había detrás de la Cofradía de Escritores. Aunque los escritores no reclamaban privilegios especiales, ni poseían más voz que otros en el Consejo, se les consideraba los más prestigiosos de los Dieciocho, y sus miembros lo sabían.
Ser un escritor, ése era el sueño de muchos niños D’ni.
El mayordomo aminoró el paso y se detuvo ante una puerta. Se volvió a Aitrus e hizo una reverencia.
—Hemos llegado, Maestro.
Aitrus esperó mientras el mayordomo llamaba a la puerta.
Una voz, la de Veovis, respondió desde el interior.
—¡Adelante!
El mayordomo abrió la puerta ligeramente y miró al interior.
—Perdón, Maestro Cofrade, es el Maestro Aitrus de la Cofradía de Prospectores.
—Hazle pasar.
El mayordomo acabó de abrir la puerta y Aitrus se adelantó. Veovis estaba sentado en su sillón en el otro extremo del gran estudio de techo bajo. Las paredes estaban totalmente cubiertas de libros. En la pared, detrás de un enorme escritorio chapado en roble, colgaba un retrato de Rakeri, el padre de Veovis. En sillas de alto respaldo se sentaban otras dos personas; una joven, la otra vieja. Aitrus reconoció en el anciano a Lianis, el tutor y consejero principal de Veovis; el más joven era Suahrnir, el amigo Guardián de Veovis.
—¡Ah, Aitrus! —dijo Veovis, que se levantó al tiempo que una amplia sonrisa iluminaba su rostro—. Bienvenido, querido amigo.
Aitrus oyó que la puerta se cerraba con suavidad a sus espaldas.
—Perdón por la intrusión, Veovis, pero me preguntaba si tendrías alguna noticia.
Veovis se acercó y le estrechó las manos, luego se apartó y le hizo un gesto para que ocupara la silla junto a la suya.
—Resulta curioso que llegues justo en este momento. Suahrnir acaba de venir de la Casa de las Cofradías. Parece ser que el Consejo Supremo ha terminado de deliberar. En menos de una hora se colocará una proclama por toda la ciudad.
—¿Y cuál es la noticia?
Veovis se sentó. La sonrisa había desaparecido de su rostro.
—Tendrán lugar vistas especiales ante el Consejo.
Aitrus se sentó y miró a su amigo.
—¿Vistas? ¿Qué clase de vistas?
Veovis se encogió de hombros.
—Todo lo que sé es que el extraño será interrogado y que nosotros, como miembros del Consejo, podremos ser testigos de dichos interrogatorios. Mi suposición es que las preguntas tendrán que ver con la naturaleza de la vida en la superficie.
—¿El intruso habla D’ni?
—Ni una palabra. Y no es «él», sino «la». El extraño es una hembra.
Aitrus parpadeó sorprendido.
—¿Una mujer?
—Una chica. Una chica joven, según me han dicho, apenas salida de la infancia.
Aitrus movió la cabeza. Costaba creer que alguien, y menos una chica joven, hubiera podido abrirse paso desde la superficie. Frunció el entrecejo.
—Pero si no habla D’ni, ¿cómo vamos a interrogarla?
—¿Quién sabe? —respondió Veovis, con un ligero atisbo de ironía en su voz—. Al parecer será entregada a la Cofradía de Lingüistas. Ellos intentarán sacar sentido a sus extrañas expresiones. Al menos, ésa es la idea. Personalmente, me sorprendería que fuera capaz de algo más que gruñir cuando necesita comida.
—¿Eso crees?
—Oh, estoy bastante seguro, Aitrus. Se dice que es un animal de huesos bastante grandes y que está totalmente recubierta de pelo.
—¿De pelo?
Veovis asintió.
—Pero creo que eso era de esperar también, ¿o no? Al fin y al cabo, se necesitaría algún tipo de recubrimiento especial para protegerse de los elementos, ¿verdad?
—Supongo que sí.
—Además, algunas criaturas encuentran eso atractivo, o al menos eso me han dicho.
Se oyeron risas, pero Aitrus permaneció en silencio, preguntándose qué circunstancias obligarían a una joven —fuera cual fuera su especie— a aventurarse en los túneles. Al fin y al cabo, no era lo que uno esperaría.
—¿Hay alguna forma de que pueda verla? —preguntó Aitrus.
—Lo dudo —respondió Veovis—. Se dice que la guardan en una isla en la caverna de Irrat. Los Lingüistas la tendrán encerrada durante meses, sin duda. ¡Ya sabes lo concienzudos que son! Además —prosiguió—, es poco probable que ninguno de nosotros pueda verla antes de que se celebren las vistas. Si lo que dice Suahrnir es cierto, casi la mitad del Consejo Supremo era partidario de enviarla a una Era Prisión de inmediato, y resolver así el asunto. Sólo la intervención personal del Señor Eneah impidió que así se hiciera.
—Pero no es más que una joven.
—Sensiblería, Aitrus —intervino Suahrnir—. Pura sensiblería. Puede que sea una joven, pero no es D’ni. No podemos atribuirle la misma inteligencia ni la misma sensibilidad que poseemos los D’ni. Y en cuanto a que sea sólo una joven, eso no es un argumento. Su mera presencia aquí, en D’ni, ha hecho que la gente se agite. No hablan de otra cosa. Ni lo harán hasta que este asunto se resuelva. No. Su venida aquí es una mala cosa. Inquietará a la gente común.
A Aitrus le sorprendió la vehemencia de Suahrnir.
—¿De verdad crees eso, Suahrnir?
—Suahrnir tiene razón, Aitrus —dijo Veovis con tranquilidad—. Podríamos bromear acerca de este asunto, pero es algo serio, y si se me hubiera consultado, yo también habría abogado por enviarla a algún lugar en el que inquiete lo menos posible a la imaginación pública.
Aitrus suspiró.
—Escucho lo que decís. Quizás inquietará a la gente. Pero desde luego, ¿no sería una verdadera lástima si no intentáramos descubrir cuanto fuera posible de las condiciones en la superficie?
—Ahora sabemos que está habitada. ¿No es suficiente?
Aitrus bajó la mirada. No quería enzarzarse en una discusión con su amigo por aquel asunto.
—De todas formas —añadió Veovis cuando no le respondió—, el asunto está fuera de nuestras manos, ¿eh, viejo amigo? El Consejo Supremo ha decretado que habrá vistas y las habrá, lo quiera yo o no. Recemos, pues, para que los Lingüistas, aunque sean buenas personas, no consigan interpretar lo que dice esa criatura por esta vez.
Aitrus le miró y vio que Veovis sonreía en plan de broma. Ésa sonrisa desapareció lentamente.
—De esto no saldrán sino problemas, Aitrus. Te lo garantizo. Nada más que problemas.
El Maestro Cofrade Haemis cerró la puerta de la celda y luego se volvió para encararse con su alumna. Estaba sentada tras el estrecho escritorio, en silencio y atenta. La túnica azul claro que le habían puesto le hacía parecer más un joven acólito que una prisionera.
—¿Cómo estás esta mañana, Ah-na?
—Estoy bien, Maestro Haemis —le respondió, todavía con una ligera aspereza en la pronunciación, pero mucho menos detectable que antes.
—Thoe kenem, Nava —dijo ella—. ¿Cómo está usted, Maestro?
Haemis sonrió complacido. Habían comenzado por intentar sencillamente traducir su idioma, para encontrar equivalentes D’ni de los objetos cotidianos y las acciones sencillas, pero para su sorpresa, ella le había dado la vuelta a la situación, señalando objetos y, por medio de gestos faciales, obligándole a nombrarlos. La rapidez de su mente les había sorprendido a todos. A la octava semana, ya pronunciaba frases básicas en D’ni. Era como el habla de un niño, cierto, pero de todos modos era notable, teniendo en cuenta de dónde procedía.
Tras veinte semanas, casi lo hablaba con soltura. Cada día ampliaba su vocabulario, les empujaba a enseñarle cuanto sabían.
—¿Hoy sólo viene usted, Maestro Haemis?
Haemis se sentó frente a ella.
—El Gran Maestro Gihran se nos unirá más tarde, Ah-na. Pero durante la primera hora estaremos solos tú y yo. —Sonrió—. ¿Y bien? ¿Qué haremos hoy?
Sus ojos, con aquellas oscuras pupilas que seguían pareciéndole extrañas de una forma inquietante, incluso tras todo el tiempo transcurrido, se clavaron en él.
—El libro que mencionó… el Rehevkor… ¿podría ver un ejemplar?
La pregunta le desconcertó. No había querido hablarle del diccionario D’ni. Tenían instrucciones de decirle lo mínimo acerca de las costumbres D’ni. Pero era tan buena alumna que había bajado la guardia.
—Eso no será fácil, Ah-na. Tendré que conseguir permiso del Consejo para ello.
—¿Permiso?
Haemis bajó la vista, incómodo.
—Quizá no debería contarte esto, pero… no debía haberte mencionado la existencia del Rehevkor. Fue un desliz. Si mis compañeros Maestros se enteraran…
—¿Estaría en apuros?
Asintió y luego alzó la vista. Anna le miraba con seriedad.
—Entonces no diré nada más, Maestro Haemis.
—Gracias, Ah-na.
—De nada —dijo ella en voz baja—. Ha sido muy amable conmigo.
Él asintió brevemente, de nuevo incómodo, sin saber muy bien qué decir, pero ella rompió el silencio.
—¿Me responderá a una pregunta, Maestro Haemis?
—Si puedo…
—¿Qué piensan de mí? Me refiero a sus compañeros Maestros. ¿Qué piensan realmente de mí?
Era una pregunta extraña e inesperada. No había creído que eso la preocupara.
—Para ser honesto, al principio muchos pensaron que eras una especie de animal primitivo que hacía muecas.
Haemis la observó y vio cómo asimilaba aquel hecho; su rostro adquirió una expresión reflexiva.
—¿Y usted, Maestro Haemis? ¿Qué pensó usted?
Era incapaz de mirarla. Aun así, algo en ella le impelía a ser sincero.
—No pensé de manera distinta.
Ella permaneció un instante en silencio y luego dijo:
—Gracias, Maestro Haemis.
Haemis tragó saliva. Después recuperó el valor para mirarle a la cara y dijo en voz baja:
—Ahora no pienso lo mismo.
—Lo sé.
—Yo… hablaré en tu nombre en las vistas, si lo deseas.
Anna sonrió.
—Una vez más, su amabilidad le honra, Maestro Haemis. Pero debo hablar yo cuando llegue la ocasión. Si no, ellos también pensarán que no soy más que un animal, ¿no cree?
Haemis asintió, impresionado por su porte, por la fuerza que parecía latir bajo cada uno de los aspectos de su carácter.
—Lo pediré —dijo en voz baja.
—¿Pedirá?
Ella le miró sin comprenderle.
—El Rehevkor.
—Pero si dijo que…
—No importa —dijo Haemis y se dio cuenta por una vez que importaba muy poco comparado con la buena opinión de ella—. Además, no podemos permitir que vayas poco preparada ante el Consejo, ¿verdad que no, Ah-na?
Anna se encontraba junto a la ventana de su celda, contemplando la caverna que le habían dicho se llamaba Irrat. Lo desolado de la vista no ayudaba en absoluto a animarla. El alféizar en el que se hundían los grandes barrotes de hierro tenía más de un metro de grueso y la vista era de roca y más roca, tan sólo una diminuta laguna de color rojo oxidado se convertía en un punto de contraste en aquel paisaje de gris hierro.
El Maestro Haemis había sido amable con ella, y tenía la sensación de que podía considerarlo su amigo, pero sólo era uno entre muchos. A pesar de sus pequeñas muestras de amabilidad, seguía allí sola, seguía siendo una prisionera en aquel extraño mundo crepuscular en el que los días tenían treinta horas y no había diferencias entre estaciones.
Anna suspiró y un extraño abatimiento la inundó. Había hecho cuanto estaba en su mano para aprender su idioma y para descubrir algo que pudiera serle de ayuda —incluso había disfrutado con aquella tarea—, pero seguía sin saber dónde se encontraba o quiénes eran aquellas gentes.
Se volvió y miró la puerta. Era de piedra, como todo lo demás. Su lecho era un jergón de piedra, excavado en la roca de la pared. Del mismo modo, se había excavado una pequeña mesa con estantes. Sobre la cama había una manta fina, doblada, y una almohada; en la mesa una jarra de agua y un cuenco.
Anna fue a sentarse en el borde del jergón de piedra, con las manos entrelazadas entre las rodillas. Permaneció un rato así, con la mirada fija en el suelo; luego alzó la mirada.
La puerta se había abierto en silencio, sin que ella se diera cuenta. Un anciano estaba allí, de pie; alto, lleno de dignidad, vistiendo una larga capa oscura con ribetes del mismo tono borgoña que usaban los guardias que la habían capturado.
Sus ojos, como los de los otros, eran claros. Su rostro, como el de los otros, era enjuto, la estructura de los huesos extremadamente fina, como si estuvieran hechos de la más delicada porcelana. Su cabello gris claro, largo, como el de los otros, estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una amplia y pálida frente.
Pero era viejo. Mucho más viejo que cualquiera de los que había visto hasta ese momento. Veía los siglos apilados detrás de aquella boca de labios finos, de aquellos ojos claros y fríos.
Esperó a que él hablara, pero se limitó a mirarla; luego, como si hubiera visto bastante, echó un vistazo a la celda. Tras él, en las sombras del pasillo, se encontraban el Maestro Haemis y uno de los guardias. El anciano dio un paso hacia la puerta. Cuando lo hizo, Anna se levantó y recuperó el habla.
—Perdón, Señor, pero ¿podría hacer un dibujo de usted?
Él se volvió, con una expresión de sorpresa en aquellos ojos claros.
—Mi cuaderno de bocetos —dijo ella—. Estaba en mi mochila, junto con mis lápices de carbón. Me ayudaría a pasar el tiempo si los tuviera.
Los ojos del anciano se entrecerraron apenas, luego se volvió y abandonó la celda. La puerta se cerró silenciosamente.
Anna volvió a sentarse, más deprimida que nunca. Había percibido una frialdad insensible en el rostro del anciano y tenía la sensación de que su destino había quedado sellado en aquel breve instante en que la había mirado.
—¿Y ahora qué?
Pronunció las palabras en voz baja, como si temiera que la oyeran, pero ahora poco más tenía que temer. Dejó caer la cabeza y durante un segundo o dos se hundió en una especie de estupor en el que no necesitaba pensar. Pero entonces la imagen del anciano volvió a su mente.
Recordó su sorpresa, aquel gesto en los ojos, y se preguntó si no había conseguido establecer una breve conexión con él.
—¿Señorita?
Anna alzó la mirada, sorprendida de que le hablaran tras un silencio tan prolongado. Una vez más, no había percibido señal alguna de la presencia de la mujer antes de que ésta hablara.
—Tenga —dijo la mujer, al tiempo que se acercaba y colocaba una bandeja sobre la mesa junto a Anna.
El olor de sopa caliente y pan recién horneado llegó a Anna y se le hizo la boca agua.
Al retroceder la mujer, Anna se levantó, sorprendida al ver que, en lugar de la escasa comida de cada día, esta vez tenía una bandeja repleta de toda clase de alimentos; un vaso con una bebida color rojo brillante, otro con leche, una pequeña hogaza. Y más cosas.
Anna se volvió para dar las gracias a la mujer, pero ya se había ido. En el umbral se encontraba ahora un guardián, con rostro inexpresivo, que le ofrecía algo. Era su cuaderno y sus carboncillos.
Asombrada, los cogió, e hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza. Los había pedido cien veces, pero nadie le había hecho caso. Hasta ahora.
La puerta se cerró.
Anna dejó sus cosas, cogió la bandeja, la colocó en su regazo y comenzó a comer.
«Me escuchó, sí, pero ¿qué significa eso?».
¿Era aquélla una cortesía que tenían con todos los prisioneros? ¿Iba a ser así su vida a partir de ahora, encarcelada en aquella desolada celda de piedra?
Y si así era, ¿lo soportaría?
Al menos ahora tenía el cuaderno de dibujo. Podía usar el reverso de las hojas, tal vez, para escribir todos sus pensamientos y observaciones, algo que había echado mucho de menos durante los pasados seis meses. Y siempre quedaba esperar las sesiones con el Maestro Haemis; su pugna con aquel extraño y delicioso idioma.
Se quedó sentada un instante, completamente inmóvil, sin masticar la comida que tenía en la boca. Aquél rostro; el rostro del anciano. Lo dibujaría, quizás entonces comenzaría a entender quién era y qué quería de ella. Porque el secreto se encontraba allí, en los rasgos de un hombre, o al menos eso es lo que su madre le dijo una vez.
Parecía hecho de piedra. Pero si conseguía romper la piedra vería qué había más allá.
Anna dejó otra vez la bandeja en la mesa, bostezó, sintiéndose súbitamente cansada, con ganas de dormir.
Haría el dibujo más tarde, cuando despertara.
Anna desdobló la manta, se tumbó en el jergón y se tapó con ella al cerrar los ojos.
En un momento quedó dormida.
El capitán se detuvo un instante y examinó el dibujo, impresionado a su pesar por la forma en que la joven había captado a la perfección el rostro del anciano. Cerró el cuaderno de dibujo, se volvió y se lo entregó, antes de señalar hacia la puerta abierta.
—Vamos. Es hora de partir.
Anna recogió sus carboncillos, se los guardó en el bolsillo y le miró.
—¿Adónde me lleva?
No le respondió, se limitó a indicar la puerta.
Anna salió y dejó que los guardias ocuparan sus puestos, dos delante de ella, dos justo detrás. Sin embargo, esta vez no le ataron las manos.
Cuando el capitán salió, los guardianes se cuadraron y luego echaron a andar, con Anna en medio, apresurándose para seguir su paso.
Una larga escalera descendía por la roca viva para terminar en un enorme portal, cuya puerta de piedra se había alzado escondiéndose en una amplia rendija negra en el techo. Pasaron bajo ella para salir a una gran plataforma de roca, todavía dentro de la caverna pero ya fuera de la torre de piedra en la que Anna había estado encerrada. La miró y le sorprendió la brutalidad de su construcción.
Aminoraron el paso. Frente a ellos, la roca caía casi verticalmente en un precipicio por tres lados, y un puente colgante salvaba el enorme abismo, uniendo la fortaleza con una arcada circular esculpida en la otra pared de la caverna. Al entrar en el puente, Anna miró hacia abajo y observó las enormes máquinas que parecían agazapadas como pescadores de negros miembros junto a las oscuras fisuras en la tierra. Eran máquinas iguales, sin duda, a las que había encontrado cerca de la superficie. Allí abajo también veía edificios, chimeneas y grandes montones de roca excavada, como las piezas de construcción de un gigante, todo muy por debajo del estrecho puente que se balanceaba. No tenía miedo a las alturas, ni a caer, pero incluso si lo hubiera tenido, los guardianes no le hubieran prestado atención. Avanzaban implacables, dándole codazos cuando ella se retrasaba.
El arco al otro lado resultó ser un adorno. Detrás del gran arco de piedra excavado había un muro de sólida roca; mármol negro, pulido. Pensó que quizá se detendrían, pero el capitán siguió adelante, como si fuera a atravesar la roca misma.
Sin embargo, al pasar bajo el arco, giró de pronto a la derecha, adentrándose en una oscura sombra. Más escaleras que descendían. Al final de éstas había una puerta. Mientras la abría, Anna miró al capitán, deseando preguntarle adónde la conducían y qué ocurriría una vez allí, pero era como una máquina, distante e impersonal, programado para llevar a cabo sus tareas de forma eficaz y silenciosa; sus hombres eran mudas copias del capitán, cada uno con un rostro inexpresivo.
Comprendió. No les gustaba. Ni querían arriesgarse a que les gustase.
Más allá de la puerta, el pasadizo zigzagueaba en la roca, con pequeñas lámparas de aceite encastradas en la roca. Y luego salieron otra vez «al exterior», a otra caverna.
Anna miró a su alrededor. Un gran promontorio de roca se alzaba a su derecha, impidiéndole la visión. A su izquierda, justo debajo y a unos cien metros, una amplia corriente de agua se abría camino a través de una escarpada garganta. Aquí la oscuridad no era tan intensa como en la primera caverna. Al principio no lo comprendió. Entonces, sorprendida, vio que el agua despedía un resplandor uniforme que lo iluminaba todo desde abajo.
Descendieron por la ladera de roca desnuda, pasando luego a un sendero que llevaba a un embarcadero de piedra. Allí, al pie de una escalinata de negros peldaños de basalto, estaba amarrado un elegante bote oscuro y largo, alrededor del cual se erguían las enormes paredes de la garganta. Cuatro remeros vestidos con capas color borgoña esperaban pacientemente en sus bancos. Un estandarte de color borgoña colgaba lacio de la popa de la embarcación, junto al camarote profusamente adornado, con un símbolo intrincado y extraño grabado en oro en su centro. Anna lo miró cuando subió a bordo, intrigada por su complejidad.
—¿Dónde nos encontramos? —preguntó.
El capitán se volvió y le dirigió una dura y fría mirada, los ojos llenos de desconfianza. Por un instante, Anna pensó que no le respondería, pero entonces él habló con sequedad.
—Estamos en D’ni. Ésta es la caverna principal.
—Ah…
Pero no le sirvió de mucho. De-nii. Así le había sonado. Pero ¿dónde estaba De-nii? ¿En las entrañas de la tierra? No, sencillamente, eso no era posible. La gente no vivía en las entrañas de la tierra, sepultada en las rocas. ¿O sí? ¿No era eso lo que había estado contemplando durante los últimos seis meses? Roca y más roca.
Se soltaron las amarras, los remeros de la izquierda alejaron la embarcación del muelle. De pronto estaban deslizándose por el canal, mientras las enormes paredes pasaban de largo y los remos se hundían en el agua al unísono.
Anna miró hacia atrás y sus ojos se fijaron en el gran círculo excavado del arco que había sido abierto en la enorme pared de roca de la caverna; un equivalente, sin duda, del arco en el otro lado. La pared subía y subía. Estiró el cuello, en un intento de ver dónde acababa, pero la cima se perdía en la negrura.
Olió el aire. Era aire fresco, limpio, como el aire de las montañas septentrionales de su hogar.
Era el exterior. Debían de estar en el exterior. Pero el capitán había dicho con toda claridad que aquello era una caverna.
Incrédula, sacudió la cabeza. No había oído que existiera una caverna tan grande. Debía de tener kilómetros de anchura. Miró al capitán. Estaba de pie en la proa, mirando al frente. Más allá, en el lugar donde el canal torcía a la derecha, se veía ahora un puente —una construcción delicada y de piedra de color claro, que salvaba el abismo—, cuyos tres altos arcos eran tan finos como las varillas del abanico de marfil de una dama.
Una vez pasado el puente, el canal se ensanchaba, las escarpadas laderas del precipicio se convertían en lomas más suaves de colinas, y el gris y negro de la roca era sustituido por un verde como de musgo. Ante ellos se veía una especie de lago, con las dentadas siluetas de islas en la lejanía, extrañamente oscuras en medio de aquella extensión de agua resplandeciente.
Anna no se dio cuenta al principio de lo que estaba mirando; luego, con un sobresalto, vio que lo que al principio había tomado como promontorios de roca eran en realidad edificios; edificios de extrañas formas que imitaban los fluidos contornos de la roca fundida. Edificios que no tenían tejados.
Aquél último detalle cobró un extraño y repentino sentido en su mente. Estaban en el interior. Y el agua. Claro… algo en el agua la hacía despedir aquel resplandor.
Cuando el bote se deslizó en el lago mismo, Anna captó por primera vez las inmensas dimensiones de la caverna.
—Es espléndido —dijo en voz baja, asombrada.
El capitán se volvió y la miró, sorprendido por sus palabras. Luego, como si le hiciera una concesión, señaló a su derecha.
—Allí. Allí nos dirigimos, ¿lo ve? Justo detrás del promontorio. Dentro de un instante lo tendremos a la vista.
Había una especie de columna —quizás un faro, o un monumento— justo más allá del gran promontorio de roca que se alzaba a la derecha, y su parte superior sobresalía por encima de la roca. Pero cuando doblaron aquel saliente, vio, con asombro, que la columna no estaba tan cerca como creía. De hecho, estaba a unos dos o tres kilómetros de distancia.
—Pero es…
—Tiene más de trescientos cincuenta tramos de altura.
Anna contempló la enorme columna de roca retorcida que se alzaba en el centro del lago resplandeciente. ¡Trescientos cincuenta tramos! ¡Según sus cálculos eso era más de kilómetro y medio! No parecía natural. La roca parecía haber sido moldeada por una gigantesca mano. Al verla, no supo si era horrorosa o hermosa; sus ojos no estaban preparados para apreciar una estética tan extraña.
—¿Cómo se llama?
—Los antiguos la llamaban Ae’Gura —respondió—, pero nosotros la llamamos sencillamente la Isla. La ciudad está detrás, a la derecha.
—¿La ciudad?
Pero estaba claro que el capitán creía haber dicho ya demasiadas cosas. Miró a otro lado y permaneció callado, de manera que los únicos sonidos que rompieron el silencio sobrenatural fueron el de los remos al hundirse en el agua y los crujidos de la embarcación surcando las aguas del lago.
Veovis estaba sentado en el pasillo, junto al estudio del Señor Eneah, esperando, mientras que, al otro lado de la puerta, los ancianos terminaban su discusión.
Había sido convocado de improviso, le habían traído en la silla de manos del propio Gran Señor. Eso ya decía bastante. Algo debía de haber ocurrido; algo en que los ancianos deseaban consultarle con urgencia.
Veovis sonrió. Conocía a aquellos hombres desde niño. Les había visto a menudo con su padre, tanto en reuniones oficiales como informales. Comían poco y sólo hablaban cuando un asunto de cierta importancia lo requería. Casi todo lo que se «decía» entre ellos era cuestión de miradas y de gestos, porque se conocían desde hacía dos siglos o más, y había poco que no supieran los unos de los otros. Él, por otro lado, representaba una corriente más juvenil y vigorosa del pensamiento D’ni. Estaba, como ellos decían, en «contacto» con el pulso vivo de la cultura D’ni.
Veovis sabía eso y lo aceptaba. De hecho, creía que su papel era actuar como puente entre los Cinco y los miembros más jóvenes del Consejo, reconciliar sus opiniones, a menudo distintas, y proponer soluciones que fueran satisfactorias para todos. Como a muchos de su clase, a Veovis no le gustaba, ni buscaba, el conflicto, porque el conflicto significaba cambio y el cambio era anatema para él. Los Cinco habían descubierto eso hacía tiempo y a menudo habían recurrido a él para que ayudara a suavizar situaciones potencialmente difíciles, antes de que las cosas fueran demasiado lejos.
Y eso sucedía ahora, a menos que estuviera equivocado.
La puerta se abrió y Veovis se puso en pie. El Señor Eneah en persona estaba allí, perfilado en el umbral iluminado, y le miraba.
—Veovis, entra.
Hizo una reverencia con verdadero respeto.
—Señor Eneah.
Al entrar en la habitación, miró a su alrededor, haciendo una reverencia a cada Gran Señor, siendo el último su padre. Era exactamente lo que había esperado; sólo estaban los Cinco. Todos los demás eran excluidos de aquellas conversaciones.
Eneah volvió a sentarse en el gran sillón, al otro lado de su escritorio. Veovis permaneció de pie, con las piernas ligeramente separadas, a la espera.
—Se trata de la intrusa —dijo Eneah sin preámbulos.
—Parece ser que está lista —dijo el Señor Nehir, de los Artesanos de Piedra, sentado a la derecha de Veovis.
—¿Lista, señores?
—Sí, Veovis —dijo Eneah, y su mirada pasó de uno a otro de sus compañeros, como para asegurarse de que lo que iba a decir contaba con su apoyo incondicional—. Mucho más preparada, de hecho, de lo que esperábamos.
—¿Cómo es eso, mi Señor?
—Habla D’ni —respondió el Señor R’hira, de los Guardianes.
Veovis se estremeció.
—¿He oído bien, Señor R’hira?
Pero R’hira se limitó a mirarle.
—Piénsalo, Veovis. Piensa lo que eso significa.
Pero Veovis era incapaz de pensar. La idea misma le parecía imposible. Debía de ser una broma. Quizás una prueba. Vamos, ¡su padre no le había dicho nada de eso!
—Yo…
—El Gran Maestro Gihran de la Cofradía de Lingüistas nos visitó antes —dijo el Señor Eneah, inclinándose ligeramente hacia delante—. Su informe es una lectura más que interesante. Sabíamos, claro está, que se había hecho algún progreso, pero cuánto progreso exactamente nos sorprendió. Parece ser que nuestra invitada está lista para enfrentarse a una vista.
Veovis frunció el entrecejo.
—No comprendo…
—Es muy sencillo —dijo el Señor Nehir, con su voz suave—. Debemos decidir qué ha de hacerse. Si hemos de permitir que la joven hable abiertamente ante todo el Consejo, o si debería hacerlo a puerta cerrada, ante quienes con seguridad mantendrían el secreto de lo hablado.
—¿El Consejo Supremo?
Su padre, el Señor Rakeri, rio bruscamente.
—No, Veovis. Queremos decir los Cinco.
Veovis hizo ademán de decir algo, pero se interrumpió, al entender de pronto lo que querían de él.
El Señor Eneah, que miraba atentamente su rostro, asintió.
—Eso es, Veovis. Queremos que sondees el terreno por nosotros. Al fin y al cabo, se trata de un asunto delicado. Podría ser seguro, desde luego, permitir que la chica hablara abiertamente. Pero por otro lado ¿quién sabe lo que puede decir? Como custodios de D’ni, es nuestro deber calcular ese riesgo.
Veovis asintió y dijo:
—¿Puedo hacer una sugerencia, Señores?
Eneah miró a su alrededor.
—Adelante.
—¿No podríamos lanzar la idea de dos vistas separadas? La primera ante los Cinco, y la segunda, posiblemente, una vez que hubieran tenido la oportunidad de juzgar la situación.
—¿Quieres decir prometer algo que quizás al final no haríamos?
—La segunda vista dependería del éxito de la primera. De esa manera, disponen de ciertas garantías. Y si las cosas salen mal…
Eneah sonreía, una sonrisa glacial.
—Excelente —dijo—. Entonces lo dejamos en tus manos, Veovis. Infórmanos dentro de tres días. Si todo va bien, veremos a la chica dentro de una semana.
Veovis hizo una profunda reverencia.
—Como deseen mis Señores.
Estaba a punto de marcharse cuando su padre volvió a llamarle.
—Veovis.
—¿Sí, padre?
—Tu amigo Aitrus.
—¿Qué le ocurre, padre?
—Si puedes, reclútalo. Es un tipo útil, muy querido entre los nuevos miembros. Con él a tu lado, las cosas serían mucho más fáciles para todos.
Veovis sonrió y volvió a hacer una reverencia.
—Como desee, padre.
Hizo un último gesto a cada uno de los Cinco, y salió.
Todos se habían marchado hacía rato, pero Eneah seguía sentado ante su escritorio, contemplando el cuaderno de dibujo abierto y la imagen de su rostro, trazada al carbón. Hacía tiempo que no se contemplaba a sí mismo durante tanto rato o se veía con tanta claridad; y la idea de en qué se había convertido, de cómo el tiempo y los acontecimientos habían esculpido aquellos rasgos otrora familiares, le inquietó.
Por naturaleza, era una persona pensativa; aun así, sus pensamientos solían dirigirse al exterior, a ese diminuto mundo social incrustado en la roca que le rodeaba. Rara vez se paraba a reflexionar acerca del mundo mucho mayor que había en el interior de sí mismo. Pero el dibujo de la chica se lo había recordado. Ahora veía cómo la esperanza y la pérdida, la ambición y el desengaño, el idealismo y las presiones más duraderas y urgentes de la responsabilidad habían marcado su carne. Había pensado que su rostro era una especie de máscara, una losa de piedra sobre los años, pero se había equivocado: todo estaba allí, grabado en la pálida piedra de su piel, como sobre una tablilla, a la vista de todos.
«Si ella es un ejemplo típico…».
Aquél pensamiento inacabado, igual que el dibujo, le inquietaba profundamente. Cuando aceptó las vistas, pensó, como pensaron todos, que sería un asunto sencillo. La salvaje sería conducida ante su presencia, interrogada y después se dispondría de ella —benévolamente, enviándola a una Era Prisión— y con el tiempo sería olvidada. Pero la chica no era una salvaje.
Eneah cerró el cuaderno y suspiró pesadamente.
—Si es un ejemplo típico…
—¿Veovis?
Veovis levantó la vista, sin rastros de su normal alegría en la cara. Parecía cansado, como si no hubiera dormido.
—Ah, Aitrus. Me alegra que hayas venido.
Veovis le indicó un sillón frente a él. Estaban en el gran salón de la Sede de la Cofradía de Escritores. El enorme salón cuadrado estaba repleto de sillones de alto respaldo. Era el lugar preferido de los cofrades para reunirse a charlar, pero pocos sillones se encontraban ocupados a tan temprana hora del día.
Veovis sonrió débilmente y le miró.
—El Señor Eneah me mandó llamar anoche.
—¿Y?
Veovis bajó la voz.
—Y quieren que les ayude.
—¿De qué manera?
—Quieren cancelar la vista.
Aitrus se inclinó hacia delante.
—Pero si el Señor Eneah anunció la vista ante todo el Consejo. ¡No puede cancelarla así como así!
—Exacto. Y por eso tiene la esperanza de que yo pueda ir convenciendo a ciertos miembros para que dejen estar el asunto.
—¿Para eso estoy aquí? ¿Para que me convenzas?
—No, viejo amigo. Decidirás lo que tengas que decidir. Pero mi padre quería que hablara contigo, y por eso estás aquí.
—No te sigo, Veovis.
—Quiere que me ayudes. Cree que podrías hacerlo.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Dije que hablaría contigo. Nada más.
Aitrus se rio.
—Vamos. Nada de juegos. ¿Quieres que te ayude o no?
Veovis sonrió.
—Me encantaría. Si quieres hacerlo.
—Entonces será mejor que me lo cuentes todo.
Aquella noche, Aitrus no regresó a sus aposentos en la Sede de la Cofradía, sino que fue a la casa de su familia, en el distrito Jaren, que se encontraba al noreste de la parte alta de la ciudad, sobre el Parque de las Eras. Su madre se mostró encantada de verle, pero él había ido para ver a su padre, Kahlis.
Tras abrazar a su madre, Aitrus miró en dirección a la escalera de piedra pulida que conducía al primer piso.
—¿Está padre en su estudio?
—Sí, pero está muy ocupado, Aitrus. Tiene que terminar un informe para mañana por la mañana.
Kahlis alzó la vista cuando Aitrus entró en la gran habitación, con paredes llenas de libros, y le sonrió cansinamente, ante él había un gran montón de documentos en los que estaba trabajando.
—Ah, Aitrus, ¿cómo estás?
—¿Puedo hablar contigo, padre?
Kahlis miró el papel que tenía delante, dejó su pluma en la escribanía y se echó hacia atrás.
—Se trata de algo importante, por lo que veo.
Aitrus se acercó y se sentó delante de él.
—El asunto de la intrusa me tiene preocupado.
—¿Por qué?
—Fui a ver a Veovis temprano esta mañana. Me pidió que le visitara en la Sede de su Cofradía. Estaba de un humor… extraño. Le pregunté qué ocurría, y me dijo que le habían pedido que llevase a cabo una tarea, en nombre de los Cinco, y que necesitaba mi ayuda.
—¿Y prometiste que le ayudarías?
—Sí.
—Entonces, ¿cuál es el problema exactamente?
—No me gusta lo que estoy haciendo, padre. Di mi palabra antes de saber de qué se trataba.
—Eso es muy raro en ti, Aitrus.
—Quizá. Pero Veovis es amigo mío. Hubiera sido difícil decirle que no.
—Lo comprendo. Pero ¿qué es exactamente eso que encuentras tan difícil en la tarea que los Cinco os encargan?
Aitrus miró a su padre.
—¿Entonces no has oído nada?
—¿Qué debería haber oído?
—Que la chica ahora habla el D’ni con soltura.
Kahlis se echó a reír.
—Me tomas el pelo, Aitrus. ¡Los rumores decían que apenas era capaz de balbucir su nombre!
—Los rumores estaban equivocados.
Kahlis comprendió lo que eso significaba y su expresión se volvió seria de repente.
—Entiendo. Entonces la vista pronto tendrá lugar, supongo.
—De eso se trata —dijo Aitrus—. Los Cinco ya no quieren que se celebre esa vista; al menos no delante del pleno del Consejo. Quieren que las sesiones sean en privado, estando presentes sólo ellos. Y nos han encargado a Veovis y a mí para que persuadamos a miembros del Consejo de lo acertado de su punto de vista.
Kahlis le miró.
—Me alegra que hayas acudido a mí, Aitrus, antes de que se produjera algún mal. El Señor Eneah hizo una promesa ante el pleno del Consejo, y esa promesa debe mantenerse.
Kahlis se puso en pie y rodeó el escritorio. Aitrus también se levantó y miró a su padre.
—¿Qué harás entonces?
—Iré a ver al Señor Eneah ahora mismo, antes de que este asunto llegue más lejos. Le diré que he oído rumores y que quiero tener su confirmación de que son falsos.
—¿No dirás nada de mi participación en esto?
—Claro que no. —Kahlis cogió durante un momento los brazos de su hijo—. No te preocupes, Aitrus. Entiendo lo delicado de tu posición. Si Veovis piensa que viniste a verme, te echará la culpa de cualquier problema que surja. Me aseguraré de que el Señor Eneah no saque esa impresión.
—Aun así, podría suponer…
Kahlis sonrió.
—Entre suponer y saber hay un largo y oscuro túnel. Sé que no está en tu carácter el engañar, Aitrus, pero sería mejor para tu amigo, y también para ti, que no dijeras nada a nadie de esta entrevista conmigo.
Aitrus inclinó la cabeza.
—Entonces será mejor que me vaya.
—Sí. Y gracias, Aitrus. Has hecho lo correcto.
El Señor Eneah ya estaba en la cama cuando su criado llamó a la puerta.
—Sí, Jedur, ¿qué sucede?
Un rostro muy poco menos viejo que el suyo se asomó por la puerta y le miró.
—Es el Gran Maestro Kahlis, mi Señor. Sabe que es tarde, pero le ruega una entrevista. Dice que es un tema de la mayor importancia.
Eneah suspiró y se sentó lentamente en la cama.
—Dile al Maestro Kahlis que me conceda un momento para refrescarme, y luego acudiré para hablar con él.
—Mi Señor.
El rostro marchito desapareció.
Eneah arrojó a un lado la única manta de algodón, giró las piernas y puso los pies sobre el frío suelo de piedra. Hubo un tiempo en que disfrutaba de los lujos que su cargo le proporcionaba, pero ahora prefería la sencillez en todo.
Se dirigió al aguamanil que estaba en un rincón de su dormitorio espartanamente amueblado, vertió agua de una jarra, se lavó la cara y las manos y se secó con una pequeña toalla.
La túnica de su cargo colgaba de una percha detrás de la puerta. La cogió y se la puso, abotonándola hasta el cuello.
—¡Ya está! —dijo mientras se alisaba con una mano lo que quedaba de su cabellera, blanca como ceniza; contempló su rostro en el pequeño espejo que había colocado en la pared tan sólo hacía dos días—. Veamos ahora qué quiere el Maestro Kahlis.
Kahlis le aguardaba en su estudio. Cuando el Señor Eneah entró, se levantó apresuradamente e hizo una profunda reverencia.
—Perdóneme, Señor Eneah…
Eneah hizo un gesto desechando la disculpa.
—¿De qué se trata, Kahlis? ¿Tiene algo que ver con los planes para la nueva caverna?
Sabía que no era así. Difícilmente le hubiera sacado Kahlis de la cama para un asunto semejante. No. Ya sabía de qué se trataba. De hecho, casi había esperado que uno u otro viniera a verle. La única sorpresa era que hubiera ocurrido tan pronto.
Cuando Eneah se sentó, Kahlis dio unos pasos adelante y se paró frente al escritorio.
—No, mi Señor, no tiene nada que ver con los planes para la nueva caverna. Más bien tiene que ver con ciertos rumores que han estado circulando durante todo el día.
—¿Rumores? —Se hizo el inocente por un momento, y contempló a Kahlis con su penetrante mirada—. ¿Me despierta para hablarme de rumores, Maestro Kahlis?
—No le hubiera molestado con estas cosas, Señor Eneah, si no se refiriesen a un asunto de la máxima importancia.
—¿Y qué asunto es ése?
—El asunto de la vista. —Kahlis titubeó, antes de proseguir—: Se dice que los Cinco desean que la vista tenga lugar en secreto, a puerta cerrada. ¿Es así, mi Señor?
Por primera vez, Eneah sonrió.
—Así es.
Kahlis, que evidentemente se había preparado para una negativa, parpadeó. Luego dijo:
—¿Puedo preguntar por qué, mi Señor? Eneah le señaló un sillón.
—Siéntese, Maestro Kahlis, e intentaré explicarlo. De hecho podría ayudarnos que usted comprendiera lo que pensamos de este asunto.
Aitrus estaba sentado ante su escritorio en el rincón de su estudio, intentando ponerse al día en su trabajo antes de salir para la Casa de las Cofradías, cuando alguien llamó con fuerza a su puerta. Se levantó y fue a abrir. Era Veovis. Entró impetuosamente y se dejó caer sobre el banco almohadillado, con una expresión de rabia reprimida en el rostro.
—¿Te has enterado?
—¿Enterado? ¿Enterado de qué?
—La vista. Al final se celebrará. Los Cinco han cambiado de opinión. Tendrá lugar dentro de una semana.
—¿Ante el pleno del Consejo?
Veovis asintió, pero no miraba a Aitrus; tenía la mirada perdida, como si estuviera recordando la reunión de la que acababa de salir.
—Es un error. Le dije al Señor Eneah que era un error. Y se arrepentirán de ello. Pero se mostró inflexible. Una promesa es una promesa, dijo. Bien, yo no discutiría eso, pero las circunstancias cambian.
—¿Entonces piensas que podría resultar peligroso dejar hablar a la chica?
Veovis le miró.
—¿Es que cabe alguna duda? No, cuantas más vueltas le doy, más convencido estoy. La chica tiene una astucia natural. Es eso, más que cualquier otra cosa, lo que le ha permitido dominar nuestro idioma.
—¿Eso crees?
—Oh, lo sé. Y me temo que usará esa misma astucia innata para intentar manipular al Consejo. Vamos, si he oído que ha engatusado a varios de los que fueron enviados para estudiarla, sonsacándoles información cuando menos lo esperaban. ¡Y su descaro!
Aitrus se sentó frente a Veovis.
—Continúa.
Veovis se inclinó hacia delante, con la vista clavada en las manos que tenía entrelazadas en su regazo.
—Parece ser que uno de los Lingüistas, cogido desprevenido por su apariencia de joven inocencia, cometió el error de mencionarle la existencia del Rehevkor. Ella, al parecer, obtuvo de él una promesa de que le enseñaría un ejemplar.
—Pero eso no está permitido.
—Exacto. Y por eso cierto Maestro Cofrade Haemis ha sido apartado del equipo de estudio.
—¿Por qué no me has dicho esto hasta ahora?
—Porque no lo he sabido hasta esta mañana.
Aitrus suspiró y sacudió la cabeza.
—Debes de sentir… que te han fallado.
Veovis le miró y asintió.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Hacer. —En el rostro de Veovis había una expresión de amargura que no estaba antes—. No puedo hacer nada. Debo actuar como un hijo perfecto y sentarme sobre las manos y morderme la lengua.
—¿Es eso lo que te ha dicho tu padre?
—No con tantas palabras. Pero ¿cómo debo interpretar esto, si no? —Sacudió la cabeza—. Pero se arrepentirán, te lo garantizo, Aitrus. La chica es astuta.
—¿La has visto?
—No. Pero la conozco por sus obras. Al fin y al cabo es una salvaje y los salvajes no tienen moralidad, tan sólo astucia. Me temo que sus palabras envenenarán muchos oídos, persuadiéndoles para que sigan caminos que de otra forma habrían evitado.
—Entonces debes alzar tu voz contra la suya.
Veovis miró a Aitrus un instante, luego asintió sonriente.
—Sí, sí, claro está. Así debe ser. Mi voz contra la suya. La verdad contra el engaño. —Sonrió abiertamente—. Como siempre, eres la sabiduría personificada, Aitrus, ¡y mi apoyo en la desesperación!
Veovis se levantó y abrazó a Aitrus.
—Ven, déjame estrecharte entre mis brazos, viejo amigo. Vine aquí abatido y me has llenado de esperanzas renovadas. Será como tú dices. Seré la voz de la razón, una luz potente y cegadora brillando en la oscuridad.
Veovis retrocedió y sonrió.
—¿Y tú, amigo mío? ¿Hablarás conmigo?
—Diré la verdad tal y como la vea —dijo Aitrus—. No puedo prometer más.
—Entonces eso será suficiente. Porque verás, Aitrus, te lo prometo. Que su aparente inocencia no te ciegue; piensa más bien en la astucia que se oculta tras esa máscara. Y, según lo que veas, habla.
—Eso haré.
—Bien entonces. Te dejaré con tu trabajo; ah, Aitrus…
—¿Sí?
—Gracias. Eres el mejor de mis amigos.
Las estrechas callejuelas de la ciudad inferior estaban abarrotadas de mirones mientras la procesión se abría camino subiendo la gran ladera de roca edificada en dirección a la Gran Casa de las Cofradías. Una pequeña tropa de la Guardia de la Ciudad iba despejando el camino, apartando a los más curiosos del enorme palanquín que ocho jóvenes cofrades —todos ellos Guardianes— llevaban entre dos largas varas.
En el interior del palanquín parcialmente cubierto con cortinas, Anna iba sentada en su silla, contemplando el mar de rostros que se había reunido para ver cómo la llamada intrusa era conducida a la vista. Algunos la llamaban en su extraño idioma, que todavía no dominaba por completo, pero pocos parecían hostiles. Más bien parecía que ella fuera un fenómeno, un animal exótico capturado en un clima extraño y que había sido traído para mostrarlo ante la corte.
Anna miró a los hombres, mujeres y niños que se habían reunido sencillamente para mirar. Eran miles, pero todos los rostros mostraban el mismo extraño alargamiento de los rasgos, aquella finura casi humana de los huesos a la que se había ido acostumbrando poco a poco durante los últimos seis meses. De hecho, al contemplarse en un espejo la noche anterior, había encontrado extraño su propio rostro y ahora se preguntaba cómo la veían. ¿Encontraban su nariz y su boca demasiado gruesos y ásperos, sus pómulos demasiado pesados, demasiado marcados en su rostro?
Una vez pasada la puerta, la muchedumbre disminuyó. Aquél era un distrito más rico, los ciudadanos que esperaban ante las puertas de sus casas vestían con opulencia, aunque su curiosidad era, tal vez, más intensa que la de los habitantes de la ciudad inferior. El camino, también, se hizo de pronto mucho más ancho. Una avenida de mármol, gastada por el paso de millones de pies hasta adquirir una lisura como de piedra fundida, que serpenteaba entre enormes casas sin techo, cada una de ellas totalmente distinta a las demás, mientras que en la ciudad inferior todas eran parecidas.
Anna observó aquellas diferencias y asintió para sus adentros. Así era siempre en las sociedades. Uniformidad para los pobres, en el vestir y en la vivienda; para los ricos… bueno, cualquier cosa. Así se lo había enseñado su padre, hacía años, cuando todavía era niña y la desilusión con los imperios había alcanzado el punto más bajo en él.
Y hoy se enfrentaría al poderío de aquel pequeño imperio sin paliativos. Era un pensamiento amedrentador, pero los días transcurridos a solas en su celda de la isla la habían preparado bien. Podrían hacer lo peor y ella seguiría siendo ella misma, sin arrepentirse y sin venirse abajo. Porque, ¿de qué podía arrepentirse, excepto de haberse perdido? No, era como su padre siempre le había enseñado: si creía en sí misma, no importaba nada lo que pensara el gran mundo de ella. Si conseguía estar en paz con su conciencia, entonces todo iría bien.
Y, al pensar en eso, escuchó su voz, por primera vez con claridad tras largos meses, dándole ánimos; diciendo lo que tantas veces le había escuchado decir:
«Sé valiente, Anna, pero sobre todo, sé fiel a ti misma».
No flaquearía ante lo que le esperaba. Se dijera lo que se dijera, no importaba lo que decidieran, se comportaría con orgullo, pasara lo que pasara.
Un grupo de bienvenida de funcionarios superiores de las Cofradías esperaba ante el siguiente portal, una enorme masa de piedra con torres de guardia en los flancos y enormes puertas de siete metros.
Anna reconoció a muy pocos de ellos, pero los tres que estaban al frente sí que le eran familiares a estas alturas.
—Baja, Ah-na —dijo el Señor Eneah, quien se acercó al palanquín y le ofreció cortésmente una mano—, a partir de aquí debes andar.
Dejó que la ayudaran a bajar, y luego se colocó entre el anciano Gihran y su compañero de Cofradía, Jimel. Ahora que dependía de sus piernas, de pronto se sintió menos segura. Su pulso se había acelerado notablemente; el corazón le latía desbocado en el pecho. Casi habían llegado. Lo sentía.
Más allá del portal, la calle daba a una plaza, con el suelo en profunda pendiente, como en todas partes aquí en D’ni. Anna miró a su alrededor y se dio cuenta de que había visto aquel espacio abierto muchas veces desde la ventana de su celda pero nunca había comprendido qué significaba; hasta ahora.
Tenía ante sí la Casa de las Cofradías, un enorme edificio en cuya fachada se veían enormes columnas hexagonales de basalto, mientras que su gigantesco techo con gradas se alzaba hacia el techo de la gran caverna. Estando ante él, no necesitaba que le dijeran qué era, porque los escudos de las distintas Cofradías revelaban su función. Los cofrades abarrotaban los pasajes cubiertos que rodeaban la gran plaza, viejos y jóvenes, todos ellos vistiendo las capas de distintos colores —borgoña, amarillo, turquesa, carmesí, verde esmeralda, negro, crema claro y azul— de las Cofradías.
Cuando el Señor Eneah se colocó junto a ella, miró de reojo al anciano y observó la dureza e inexpresividad de su rostro. Pero sabía que era justo, si no amable. Si alguien iba a salvarla, sería él. Al Maestro Gihran, lo sabía, no le gustaba, y el Maestro Jimel casi le había dicho que pensaba que deberían encerrarla para siempre. Sólo el Maestro Haemis había sido amable, y lo habían sustituido.
A una señal del Señor Eneah, el grupo comenzó a andar, con Anna en el medio.
«Al menos no han vuelto a ponerme grilletes».
Además, ¿para qué iban a hacerlo? ¿Qué hubiera hecho ella? ¿Huir? No. Porque no tenía adónde huir. Destacaba como un macho cabrío en un corral de ovejas.
Cuando llegaron a los grandes escalones de mármol que conducían al interior del edificio, Gihran se le acercó y le susurró al oído:
—Debes permanecer en completo silencio, a menos que se te pida directamente que hables, ¿entiendes, Ah-na? Si hablas cuando no debes, el Señor Eneah ordenará que te amordacen.
Anna le miró, sorprendida, pero el anciano se limitó a hacer un gesto de asentimiento.
—Nuestros códigos de comportamiento no deben ser vulnerados —prosiguió, con palabras casi inaudibles, mientras comenzaban a subir la escalinata—. Debes hacer exactamente lo que se te dice, y debes contestar cada pregunta tal y como se formule. ¿De acuerdo?
Anna asintió, pero no se sentía nada bien. La tensión que había reprimido todo el tiempo en su estómago, amenazaba ahora con hacerle perder el control. Luchó por dominarla, luchó contra el impulso de doblar las rodillas y bajar la cabeza.
Ahora sentía la garganta reseca. Le temblaban las manos.
Se paró en seco, irguió la cabeza y apretó los puños con fuerza, para controlar aquel espasmo nervioso. Al fin y al cabo, se trataba de una vista, no de un juicio. Hablaría con claridad y respondería a cada pregunta, exactamente como decía el Maestro Gihran. Y quizá se darían cuenta de que decía la verdad. ¿Para qué iba a mentir?
La Gran Sala era enorme, mucho más grande de lo que había pensado viendo el edificio desde el exterior. Una serie de peldaños seguían el perfil de las paredes, en lo más alto de las cuales había un amplio plinto de mármol. En el plinto había una fila de enormes tronos de basalto. En aquellos grandes sillones estaban sentados cofrades vestidos con túnicas, más de un centenar, luciendo las gruesas cadenas doradas de sus cargos.
Sólo había dos aberturas en aquel gran cuadro de tronos: la entrada por la que acababan de pasar y una segunda puerta, incrustada en la roca en el otro extremo de la sala. El Señor Eneah guió al grupo, atravesando el gran suelo de mosaico, y luego se paró y se volvió hacia Anna.
—Permanecerás aquí, Ah-na —dijo con tono imperioso.
Ella asintió y vio cómo el anciano se dirigía a ocupar su lugar, en el trono frente a ella. Miró a su alrededor, tensa. La mayor parte de los cofrades superiores eran viejos —ancianos como el Señor Eneah, aunque quizá no tanto—, pero había uno o dos que parecían jóvenes para los valores D’ni. Dos especialmente le llamaron la atención. Estaban sentados juntos, a la izquierda del Señor Eneah, el primero vestía una capa negra con ribetes de un rojo vivo y el segundo una túnica azul claro.
Se fijó en sus rostros, esperando ver la misma indiferencia que en los rasgos del Señor Eneah; pero tuvo que mirar de nuevo, sorprendida por la intensidad con que ambos la miraban: uno con curiosidad, el otro con franca hostilidad.
Al ver aquella mirada, Anna se estremeció y se sintió helada de repente. No había lugar a dudas; fuera quien fuese aquel hombre, el joven cofrade la odiaba, estaba claro.
Pero ¿por qué?
—¡Ah-na! —dijo el Señor Eneah, y su voz retumbó en el gran espacio entre las columnas.
—¿Sí, mi Señor?
—¿Sabes por qué estás aquí?
Ella habló con claridad, dejando que su voz mostrara una confianza que estaba lejos de sentir.
—Para responder preguntas, Señor Eneah.
—Bien. Pero te atendrás a las preguntas. No te alejarás del tema que se te pregunte. ¿Entiendes?
—Entiendo, mi Señor.
—Bien. Comencemos entonces. Tenemos muchas preguntas que hacer antes de que termine la sesión.
Anna subió al palanquín y corrió el cortinaje; sintió que un gran cansancio se adueñaba de ella. Durante casi cinco horas había permanecido allí, sin interrupción, contestando a sus preguntas.
Se dejó caer en el asiento almohadillado y recordó.
¿Quién era? ¿Dónde había nacido? ¿Quiénes eran sus padres? ¿Qué hacía su padre? ¿A quién enviaba sus informes? ¿Cómo era Tadjinar? ¿Qué forma de gobierno tenía? ¿Había guerras en el lugar de donde venía? ¿Tenían máquinas? ¿Qué fuentes de energía utilizaban? ¿Eran honestos los hombres de su raza?
Algunas preguntas eran fáciles de responder. Otras, como la última, eran bastante más difíciles. ¿Eran honestos los hombres? Algunos sí lo eran, como su padre. Pero ¿qué decir de los mercaderes del Mercado de Jaarnindu? ¿Y de los inspectores e intermediarios del Señor Amanjira? Difícilmente podría decir que eran honrados. Pero los cofrades parecían desear una única respuesta para esa pregunta.
Había sido el joven Maestro Cofrade, el que desde el principio la había mirado con odio, quien más había insistido en aquel asunto.
—¿Y bien, chica? ¿Son honrados todos los hombres?
—No, mi Señor. Todos los hombres no son honrados.
—Entonces ¿los hombres son falsos por naturaleza?
—No todos los hombres.
—Vamos. No puede ser de las dos maneras. O bien lo son, por naturaleza, o bien no lo son. ¿Qué decides?
—¿Son todos los hombres de D’ni honestos por naturaleza, mi Señor?
Se había producido una súbita tensión en la cámara. El Señor Eneah se puso en pie, y de pronto pareció una figura con gran poder.
—Estás aquí para contestar a las preguntas, no para hacerlas.
Ella había inclinado la cabeza, y el Señor Eneah, lanzándole una mirada iracunda, había hecho un gesto a los restantes Señores, dando la sesión por terminada. Pero mañana tendría lugar otra, y otra más si era necesario, hasta que le hubieran sacado todas las respuestas.
Anna se hundió en el almohadón y cerró los ojos mientras el palanquín se alzaba y comenzaba a avanzar, meciéndose con suavidad. Con los ojos cerrados, veía al joven con claridad. Veovis era su nombre. Era atractivo, con porte principesco, pero se había dado cuenta de con cuánta atención la había observado durante toda la sesión, sin que el brillo de la desconfianza abandonara ni por un momento sus ojos.
El otro, el que se sentaba a su lado, a menudo se había inclinado hacia Veovis, para decir algo y en ocasiones asentir. Parecía un aliado de Veovis, pero no había visto en sus ojos en ningún momento señal de crítica hacia ella. Tampoco había hecho una sola pregunta.
«Qué extraño», pensó, viendo su rostro con claridad. Un rostro alargado, serio, no exento de atractivo, pero no tan evidentemente hermoso como el de Veovis. Parecía un tipo estudioso. Pero ¿no eran estudiosos todos los D’ni?
El movimiento del palanquín la adormeció. Por un instante se durmió, luego se despertó sin saber, por un instante, dónde se encontraba.
Al recordarlo, se vio a sí misma preguntándose por primera vez qué conclusiones habrían sacado de sus respuestas. Había visto los túneles hacia la superficie y sabía que estaban interesados en lo que sucedía allá arriba, pero no conseguía averiguar qué planeaban hacer con la información que les había proporcionado. Algunas cosas parecían interesarles más que otras. Por ejemplo, se habían interesado mucho en su respuesta a si su gente era belicosa o no. ¿Significaba eso que quizá planeaban invadir la superficie? ¿Los túneles eran para eso?
Centrando el tema, ¿le importaba realmente? Aparte del Señor Amanjira, no se sentía cercana a nadie de Tadjinar; ni a nadie en todo el imperio. Sus seres queridos habían muerto. Por lo tanto, ¿le importaba?
«Claro que importa —respondió la voz en su interior—. El peso de tus palabras podría determinar el destino de muchos imperios. Además, cualquier guerra es mala. Piensa en el sufrimiento, Anna».
Aquél pensamiento la inquietó. ¿Debería negarse, quizás, a decir nada más? ¿O ya había hablado demasiado?
El problema era que sabía tan poco de aquellas gentes… Mientras que ella había contestado a todas las preguntas, ellos habían puesto gran cuidado en que supiera lo menos posible. Como si se tratara de una espía.
Anna exhaló un largo suspiro. ¿Era eso lo que pensaban? ¿Que había venido a espiarles?
Si no hubiera sido un asunto tan serio, se hubiera echado a reír. ¡Una espía! ¡Sólo de pensarlo…!
Pero al meditar en ello, se acordó de la hostilidad en el rostro del joven cofrade y se preguntó si no sería ésa la causa.
«Piensan que soy una amenaza».
Aquélla idea la serenó. Y de repente, por primera vez desde los días en Irrat, Anna comenzó a pensar si su vida no estaría en peligro.
—¿Y bien? —preguntó el Señor Eneah más tarde aquella misma noche, cuando los Cinco quedaron por fin a solas—. ¿Sigues pensando que es una amenaza, Nehir?
Nehir, que acababa de tomar asiento al otro extremo de la mesa, le lanzó a Eneah una mirada desafiante con sus ojos claros.
—Ella no, Eneah, sino lo que dice. Personalmente, creo que hemos escuchado bastante.
—Estoy de acuerdo —dijo Rakeri, inclinándose hacia delante en su silla—. Lo que ella es no es de nuestra incumbencia; lo es la amenaza que el contacto con su gente podría entrañar.
—¿Crees entonces que hay una amenaza verdadera?
Rakeri miró a Eneah a los ojos e hizo un gesto de asentimiento.
—Como ya sabes, al principio no estaba de acuerdo con Veovis, pero pienso que los puntos de vista de mi hijo han resultado totalmente justificados. Si lo que la chica dice es cierto, y creo que lo es, entonces los habitantes de la superficie son una raza atrasada, belicosa e inmoral, cuyas acciones están motivadas por la avaricia.
—¿Todo eso lo deduces de sus palabras?
—Pues sí. ¡Pero si todo su discurso hablaba de una profunda corrupción de su naturaleza!
—Estoy de acuerdo —dijo R’hira con calma, hablando desde su sillón en una esquina de la habitación—. Creo que no necesitamos oír nada más. El mero hecho de pensar establecer contacto con los del exterior sería una locura.
—¿Y tú, Sajka?
Sajka, el más reciente nombramiento de los Cinco, se limitó a asentir con un movimiento de cabeza.
—Entonces eso es lo que propondremos. —Eneah miró a su alrededor—. Convocaré el pleno del Consejo mañana a la décima campanada. Queda, sin embargo, un pequeño asunto que hay que decidir, y es qué hacemos con la chica.
—Enviarla de vuelta —sugirió Rakeri.
—Es demasiado arriesgado —contestó R’hira—. Admito que es poco probable, pero alguien podría creer su historia y venir en nuestra busca.
—Entonces quizá deberíamos enviarla a una Era Prisión —dijo Nehir—. No tendría que ser una de las duras. Algo agradable, a ser posible. Incluso podríamos hacer una nueva, si hiciera falta.
—Agradable o no, ¿crees que sería una justa recompensa a su honestidad hacia nosotros, Nehir?
La mirada de Eneah fue de uno a otro, haciendo la misma pregunta en silencio; al final hizo un gesto.
—Sea así. La chica se quedará aquí, en D’ni. Le buscaremos un hogar, temporalmente, hasta que quede decidido del todo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—De acuerdo.
—De acuerdo.
Sajka, que no había hablado hasta ese momento, miró a su alrededor, con una sonrisa glacial dibujada en sus finos labios y asintió.
—De acuerdo.
Veovis estaba exultante. Aquélla noche montó una fiesta en una posada cerca del puerto. Aitrus, que nunca había encontrado tiempo para visitar sitios como aquél, intentó por todos los medios excusarse, pero Veovis no se lo permitió.
De manera que Aitrus se vio encajado en la esquina de un enorme comedor, repleto de mesas abarrotadas, mientras a su alrededor una docena de jóvenes cofrades —algunos conocidos, otros sencillamente vistos en algún sitio— hundían sus copas en la gran tinaja que ocupaba el centro de la mesa y brindaban por el éxito del Joven Señor Veovis.
—Fue la última pregunta la que lo consiguió —decía Suahrnir, con el rostro encendido por la excitación—. Después de eso, fue una mera formalidad.
—Puede que sea así —dijo Veovis, poniéndose en pie y mirando a Aitrus, al otro lado de la mesa—, pero dejadme deciros algo que no se ha dicho. Me equivoqué respecto a la chica.
—¿Te equivocaste? —dijeron varias voces al unísono.
Veovis alzó las manos con las palmas hacia fuera.
—¡Escuchadme, caballeros! Antes de la vista, tenía bastante claro qué clase de criatura demostraría ser, ¡y si lo recordáis, no tuve ningún reparo en pregonarlo!
Se oyeron risas y hubo abundantes gestos de asentimiento.
—Sin embargo —prosiguió Veovis—, me equivoqué, y no estoy demasiado orgulloso de admitirlo. Sean cuales sean los méritos o defectos de su raza, la chica habló bien. Sí, y fue sincera, lo garantizo. Creo que todos sacamos esa impresión.
Hubo un murmullo de asentimiento.
—Los rumores dicen —prosiguió Veovis— que permanecerá en D’ni. Ahora, si eso será por el bien común o no, queda por ver, pero eso es lo que nuestros Maestros han decidido, y tengo la sensación de que, por esta vez, deberíamos esperar y ver. Dicho esto, debemos permanecer alerta.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el compañero inseparable de Veovis, Lianis, desde donde se encontraba sentado, a la izquierda del Joven Señor.
—Quiero decir que no debemos permitir que la chica se convierta en el foco de cualquier movimiento para revocar la decisión que hoy se ha tomado. Ningún contacto debería significar eso precisamente. Ningún contacto.
—¿Y si pese a todo resulta ser un foco como tú dices, Veovis? —preguntó Suahrnir.
Veovis sonrió y miró a su alrededor con confianza.
—Entonces tendríamos que actuar para sacarla de D’ni y enviarla a un lugar más adecuado.
Aitrus, que escuchaba con atención, frunció el ceño. Una Era Prisión, a eso se refería Veovis. Pero no podía dejar de reconocer que su amigo era todo lo justo que podía ser, teniendo en cuenta su punto de vista.
Aitrus alargó el brazo y cogió su copa, acunándola contra el pecho. Le agradaba ver a Veovis tan satisfecho, pero no podía compartir aquel júbilo por la decisión tomada. Quizás era tal y como decía Veovis, y estaba dejando que los sentimientos nublaran su juicio, pero una parte de sí mismo todavía estaba en la roca, abriéndose camino hacia la superficie, con el Maestro Telanis, y Jerahl y todos los demás que habían participado en aquella empresa de juventud. No importaba en lo que se había convertido en los últimos treinta años; jamás abandonaría aquella parte de su personalidad.
Al ver hablar a la chica, aquello había cristalizado por fin. Ahora sabía que deseaba establecer contacto; que deseaba, más que cualquier otra cosa, salir al exterior y ver con sus propios ojos cómo era la superficie.
Pero ¿cómo decirle eso a Veovis y seguir siendo su amigo? Porque para Veovis, sólo pensar en eso era anatema.
—¿Maestro Cofrade Aitrus?
La voz se impuso al alboroto general de la mesa. Aitrus alzó la vista, suponiendo que se trataría de uno de los jóvenes cofrades, pero entonces vio, detrás de Lianis, a alguien con la capa de la Cofradía de los Mensajeros.
El silencio se adueñó de la mesa. Aitrus dejó su copa y luego se puso en pie.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Un mensaje urgente, Maestro —respondió el Mensajero, quien se quitó uno de sus guantes y sacó una carta sellada del bolsillo de su guerrera—. Se me ha dicho que me asegure que cumpliréis inmediatamente lo que en ella se os dice.
Con una sonrisa, Veovis extendió la mano.
—Dame. Se la daré a mi amigo.
El Mensajero miró a Aitrus, quien asintió. Con una breve reverencia a Veovis, le pasó la carta, dio un paso atrás y volvió a ponerse el guante.
Veovis se giró y le pasó la carta.
—Asuntos urgentes, ¿eh, viejo amigo? Parece el sello del Señor Eneah.
Aitrus se quedó mirando el sobre un momento. Veovis tenía razón. Era el sello del Señor Eneah. Pero cuando abrió la carta, vio que la nota no era del Señor Eneah, sino de su padre.
Levantó la vista.
—Perdóname, Veovis, pero debo marcharme enseguida.
—¿Algún problema? —preguntó Veovis, con sincera preocupación.
Aitrus tragó saliva.
—No lo dice.
—Entonces, ve —dijo Veovis e hizo ademán a los otros que estaban sentados para que le dejaran salir—. Ve enseguida. Pero dame noticias, ¿de acuerdo? Si hay algo que esté en mi mano…
Aitrus se abrió paso entre sus compañeros cofrades, hizo un gesto distraído y se marchó.
Veovis se sentó, mirando a la estancia repleta, con expresión de preocupación. Luego volvió a mirar a los comensales, sonrió y alzó su copa.
—¡Por D’ni! —exclamó.
Una docena de voces le respondieron con estruendo.
—¡Por D’ni!
Kahlis estaba en el vestíbulo, paseando arriba y abajo, a la espera de su hijo. Era medianoche y la campana de la ciudad sonaba al otro lado del lago.
Cuando la última campanada se perdió en el silencio, escuchó que la puerta exterior se abría y unos pasos apresurados en las baldosas de piedra. Una sombra apareció en el vidrio emplomado de los paneles de las puertas.
Kahlis se acercó, corrió el pestillo y abrió la puerta.
Ante él estaba Aitrus, con la mirada desorbitada y sin aliento. Tenía todo el aspecto de haber hecho la última media milla a la carrera.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó, al tiempo que miraba más allá de su padre.
Kahlis cerró la puerta.
—Sube conmigo, Aitrus.
Subieron al estudio de su padre. Kahlis cerró la puerta con cuidado y se volvió hacia él.
—Se me ha pedido que cuide de la intrusa durante algún tiempo. El Señor Eneah me mandó llamar esta noche y me preguntó si aceptaría a la chica, Ah-na, como parte de mi casa, como medida temporal. Hasta que pudieran tomarse mejores disposiciones. Me lo pidió porque entendía mi preocupación por la joven.
—¿Y quieres que te dé mi visto bueno en esto?
—Sí.
—Entonces, estoy de acuerdo.
Kahlis iba a decir algo más, pero entonces se dio cuenta de lo que acababa de decir su hijo.
—¿Estás de acuerdo?
—Supongo que madre está de acuerdo. Y tú también lo estás, si no, no me lo pedirías.
Por toda respuesta, Kahlis fue a la puerta, la abrió y luego llamó escaleras abajo.
—¡Tasera!
La cabeza y los hombros de su madre aparecieron al pie de las escaleras.
—Tasera —dijo Kahlis—, trae a la joven. Quiero presentarle a nuestro hijo.
Al entrar en el estudio, Anna lanzó una cautelosa mirada.
—Aitrus —dijo Kahlis—. Ésta es Ah-na. Será nuestra invitada durante algún tiempo.
Aitrus inclinó la cabeza respetuosamente.
—Me alegra saber que te quedarás con nosotros.
—Gracias —dijo ella, y sus miradas se encontraron brevemente cuando él volvió a alzar la cabeza—. Os agradezco vuestra gentileza al permitir que me quede.
—Eres bienvenida —interrumpió Tasera, quien se acercó y cogió a Anna por el brazo—. Ahora, si nos perdonáis, tengo que enseñarle su habitación.
Lo breve de la bienvenida la dejó sorprendida, pero se volvió y siguió a la mujer por el pasillo.
—Mira —dijo Tasera, y abrió una puerta y señaló con el brazo—. Ésta será tu habitación.
Anna entró, sorprendida. Comparado con el Refugio, aquello era un lujo. Anna se volvió e inclinó la cabeza.
—Es usted muy amable, Tasera. Muy amable.
Aitrus cruzaba el espacio abierto entre la Gran Casa de las Cofradías y la Gran Biblioteca cuando Veovis se apartó de un grupo de cofrades y le interceptó. Hacía más de una semana desde la última vez que se habían visto, en la posada junto al puerto.
—¡Aitrus! ¿Te llegó mi nota?
Aitrus se detuvo.
—Tu nota… Ah, sí. He estado ocupado.
Veovis sonrió y extendió sus manos hacia Aitrus, quien las estrechó con fuerza.
—¿Y cómo es?
—Parece… educada. Con buenas maneras.
—¿Parece?
Aitrus se encontró, de manera extraña, a la defensiva.
—Ésa es mi impresión.
—¿Crees entonces que es sincera?
—¿No lo creías tú? Eso te oí decir.
Veovis sonrió, reduciendo la tensión.
—Ésa fue mi impresión, te lo aseguro. Pero yo no estoy viviendo con ella, día sí, día no. Si hay grietas en esa máscara, tú las verías, ¿no?
—Si las hubiera.
—No estoy diciendo que las haya. Sólo que…
—¿Sólo qué?
—Sólo que deberíamos estar seguros del todo, ¿no crees?
Por algún motivo, la idea de verificar el comportamiento de la chica ofendía a Aitrus.
—Parece… inquieta —dijo al cabo de un instante, queriendo ofrecer algo a Veovis.
—¿Inquieta? ¿De qué manera?
—Quizá sea la extrañeza de todo lo que hay aquí. Debe de ser duro adaptarse a vivir en D’ni después de hacerlo bajo el cielo abierto.
—¿Echa de menos su hogar?
—No estoy seguro. Para ser sincero, no se lo he preguntado.
Veovis se rio.
—Lo que de verdad quieres decir es que todavía no has hablado con ella ¿verdad?
—Como te he dicho, he estado ocupado. Sobre todo ayudando a mi padre.
Veovis contempló a Aitrus un momento y luego le cogió del brazo.
—Deberías darte un respiro alguna vez, Aitrus. Y cuando lo hagas, ven a visitarme a K’veer. Y trae a la chica.
—Eso estaría bien.
—Entonces que sea pronto —dijo Veovis y sin otra palabra, se volvió y se alejó.
Aitrus observó a Veovis un instante —le vio regresar al grupo que había dejado antes, volver a saludarles y charlar tranquilamente— y luego sonrió para sí mientras se alejaba. Para ser sincero, había temido volver a encontrarse con Veovis, sabiendo lo que éste pensaba de la «intrusa». Había pensado que quizá su amigo estaría enfadado por el hecho de que la chica se alojara con su familia, pero, al parecer, sus temores habían sido infundados.
Su sonrisa se hizo más amplia al apretar el paso, consciente de que llegaba tarde a su reunión.
K’veer. Estaría bien llevar a la chica a ver K’veer.
La habitación era una especie de taller o laboratorio. Anna titubeó, miró a sus espaldas, hacia el pasillo vacío, luego se coló dentro y cerró la puerta.
«No deberías estar aquí», se dijo, pero la vieja compulsión de explorar se había adueñado de ella. Además, no se quedaría mucho rato, y no tocaría nada.
A la izquierda de la habitación había un largo banco de piedra, una gran mesa baja en el centro con fregaderos y bocas de gas. En la pared más alejada, una serie de pequeñas estanterías contenían toda clase de frascos y botellas. A la derecha de la habitación, en la otra esquina, veía un escritorio y una silla, y en la pared correspondiente, estantes con muchos cuadernos.
Estiró el brazo y tocó la superficie dura y fresca del banco. Lo habían fregado y cuando alzó la mano, detectó un extraño olor. ¿Qué era? ¿Alquitrán mineral? ¿Iodina?
Paseó despacio por la habitación, cogiendo algunas cosas para volverlas a dejar. Casi todo el equipo le resultaba familiar, pero había un par de cosas que desconocía. Una le llamó especialmente la atención. Era un pequeño recipiente de bronce, con ocho picos y bajo cada uno de ellos había un diminuto cuenco. Una bola de bronce descansaba en un diminuto soporte en el centro mismo del recipiente, en equilibrio sobre todo lo demás.
Anna se agachó hasta ponerse a su altura, lo contempló durante un rato y luego siguió andando hasta la otra esquina de la habitación.
Sólo había dos cosas sobre el escritorio: una escribanía profusamente adornada de delicado jade azul y, a su lado, unas gafas.
Anna las cogió y las examinó. Las lentes eran gruesas y parecían hechas de varias capas muy finas que actuaban como una especie de filtros de la luz. Alrededor de cada lente había una banda ceñida de material elástico que, a su vez, estaba rodeado por una gruesa cinta de cuero, en la que había incrustados diminutos mandos de metal. Los ajustó y se percató de que cambiaban la opacidad de las lentes; sonrió para sus adentros. Luego, siguiendo un impulso, se las probó. Extraño. Iban muy ajustadas. Seguramente, para la persona para la que habían sido diseñadas serían estancas. Y al ponérselas lo vio todo muy oscuro.
Ajustó de nuevo los controles, cambiando la luz.
Se las quitó, las dejó de nuevo y se preguntó para qué se usaban exactamente. ¿En minería? ¿Para proteger los ojos contra fragmentos de roca? Pero si era así, ¿para qué la opacidad variable?
Anna se giró a medias hacia la puerta, escuchando durante un instante, luego miró en dirección a los estantes, alargó un brazo y cogió uno de los diarios. Las páginas estaban repletas de una extraña escritura, totalmente distinta a cualquier escritura que hubiera visto antes. Hojeó unas cuantas páginas y se paró, para contemplar admirada un diagrama en la página de la derecha. Más adelante había otros, todos ellos de intrincado dibujo, con trazos finos pero oscuros, y sutiles sombras. Revelaban una mente muy ordenada.
Cerró el diario y lo dejó de nuevo en su sitio; echó un último vistazo a la habitación y salió apresuradamente.
No servía de nada. Tendría que hacer algo o se moriría de aburrimiento.
Absorta, casi chocó con Aitrus.
—Ven —le dijo él en voz baja—. Tenemos que hablar.
Anna le siguió, sorprendida. Apenas le había dirigido la palabra durante toda la semana. Aún se sorprendió más cuando la condujo por el pasillo a la habitación que había estado explorando.
¿Lo sabía? ¿Era de eso de lo que se trataba?
Una vez dentro, Aitrus cerró la puerta y le hizo un gesto para que se sentara junto al escritorio. Parecía incómodo.
—Mira —dijo, y se volvió para coger uno de los libros que descansaban en la estantería más alta. Se lo ofreció—. Es una historia de D’ni. Es un libro para niños, claro está, pero…
Aitrus se calló. Ella miraba las páginas como ausente.
—¿Qué ocurre?
Ella le miró, cerró el libro y se lo devolvió.
—No sé leer esto.
—Pero yo creía… —Meneó la cabeza—. ¿Quieres decir que aprendiste a hablar D’ni pero no sabes leerlo?
Anna asintió.
Aitrus se quedó mirando el libro un instante, luego lo dejó y comenzó a buscar en los estantes inferiores hasta que encontró algo. Era un libro grande, cuadrado, con una cubierta de cuero color ámbar oscuro. Lo sacó de entre los demás libros, se volvió y se lo ofreció a Anna.
—Toma. Ésta es la clave para todo.
Anna lo cogió y examinó la cubierta de cuero bellamente trabajada un momento antes de abrirlo. Dentro, en gruesas páginas de pergamino, se veían columnas de figuras intrincadas y hermosas; parecían más dibujos que letras.
Alzó la vista y le sonrió.
—¿Es esto lo que creo? ¿Es éste el diccionario D’ni?
—El Rehevkor —confirmó Aitrus.
Ella volvió a mirar la página, esbozando una triste sonrisa.
—Pero no sé lo que significan.
—Entonces yo te lo enseñaré —dijo Aitrus, mirándola con seriedad con sus ojos claros.
—¿Estás seguro de que está permitido?
—No —respondió él—, pero de todas formas te lo enseñaré.
Anna iba sentada en la proa de la embarcación que se acercaba a la isla. Aitrus, detrás de ella, de pie, apoyaba la mano derecha en la borda.
—Así que eso es K’veer —dijo ella en voz baja—. La vi una vez, cuando me trajeron de Irrat.
Aitrus asintió.
—Ha sido el hogar de su familia desde hace muchos años.
—Recuerdo que pensé lo extraña que era. Como una gran punta de taladro que sobresaliera del fondo del lago.
Él sonrió al escucharla.
—¿Y quién es ese Veovis?
—Es el hijo del Señor Rakeri, Gran Maestro de la Cofradía de Mineros.
—¿Y él es también un Minero?
—No. Veovis es un Maestro de la Cofradía de Escritores.
—¿Tenéis una Cofradía de Escritores? ¿Es que son importantes?
—Oh, mucho. Quizá sea el más importante de nuestros gremios.
—¿Los escritores?
Él no le contestó.
Anna le miró sorprendida. Poco a poco, la isla aumentó de tamaño, hasta dominar la vista que tenían ante ellos.
—¿Veovis tiene muchas hermanas y hermanos?
—Ninguno. Es hijo único.
—Entonces, ¿para qué una mansión tan enorme?
—El Señor Rakeri recibe invitados a menudo. O lo hacía, antes de caer enfermo.
Anna permaneció callada durante un rato, mientras avanzaban hacia la isla. Ante ellos se veía una pequeña rada, y bajo un largo embarcadero de piedra, una oscura abertura rectangular.
—¿No le gusto a tu amigo Veovis?
La pregunta sorprendió a Aitrus.
—¿Por qué lo preguntas?
—Lo pregunto porque no dejó de mirarme durante toda la vista.
—¿Es eso inusual? Yo te miraba.
—Sí, pero no como lo hacía él. Parecía sentir animadversión hacia mí. Y sus preguntas…
—¿Qué hay de sus preguntas?
Anna se encogió de hombros.
—¿Te pidió que me trajeras?
—Te invitó.
—Ya veo.
Pero parecía extrañamente distante y Aitrus, al verla, se preguntó en qué estaría pensando. Quería que Veovis y ella fueran amigos. Sería tan sencillo si fueran amigos, pero tal como estaban las cosas, se sentía incómodo.
—Veovis puede resultar a veces demasiado franco.
—¿Franco?
—Creí que debía avisarte, eso es todo. Puede resultar un poco rudo, incluso insensible a veces, pero tiene buenas intenciones. No debes tenerle miedo.
Anna dejó escapar una risita.
—No tengo miedo, Aitrus. Al menos, no de Veovis.
Pareció que pasaban horas sólo yendo de habitación en habitación en la gran mansión excavada en la roca de K’veer; Veovis se deleitaba enseñándole a Anna todos los rincones.
Anna se mostró cautelosa al principio, pero a medida que transcurría el tiempo pareció sucumbir al encanto natural del Joven Señor y Aitrus, que los veía, se fue relajando.
Mientras subían el último tramo de escaleras que llevaba a la veranda en la cima de la isla, Aitrus se preguntó cómo podía haberle preocupado que aquellos dos no se llevaran bien.
—La piedra parecía fundida —estaba diciendo Anna cuando salieron de nuevo al exterior, atravesando el arco bajo—. Es como si hubiera sido licuada y luego moldeada.
—Eso es precisamente lo que ha ocurrido —le respondió Veovis con entusiasmo no disimulado—. Es un proceso especial D’ni, cuyo secreto sólo conocen las Cofradías pertinentes.
Salieron al centro de la veranda. Sobre sus cabezas había un tejado cubierto de tejas pero la vista estaba despejada por los cuatro costados. A su alrededor, el lago se extendía por todas partes, mientras que a lo lejos veían la gran roca torcida de Ae’Gura y, a su derecha, la ciudad.
Estaban a bastante altura, pero las grandes paredes de la caverna se alzaban muy por encima de ellos, mientras que sobre sus cabezas se veían finas nubes, como cirros plumosos. Anna se rio.
—¿Qué ocurre? —preguntó Veovis.
—Sigo pensando que me encuentro en el exterior. Oh, la luz es muy distinta pero… es todo tan enorme.
Veovis miró a Aitrus y sonrió, luego les señaló un grupo de cómodas sillas en un extremo de la veranda.
—¿Queréis que nos sentemos aquí un rato? Puedo pedir a los criados que nos traigan algo.
—Estaría muy bien —dijo Anna, que miró a Aitrus y sonrió.
Mientras Veovis iba a pedir los refrescos, Anna y Aitrus se sentaron.
—Es muy agradable —dijo ella en voz baja—. Entiendo que sea tu amigo.
—¿De manera que le has perdonado?
—¿Perdonado?
—Por haberte puesto mala cara.
—Ah… —Anna se rio—. Hace tiempo.
Aitrus sonrió.
—Sabes, me alegra.
—¿De verdad?
—Sí. Quería que fuerais amigos. De otra forma hubiera resultado más difícil.
Anna frunció el ceño.
—No lo sabía.
—Yo…
Se calló. Veovis había regresado. El joven se acercó, ocupó una silla entre las de ellos y miró a ambos.
Sus ojos se posaron finalmente en Anna.
—¿Puedo ser sincero contigo, Ah-na?
Anna alzó la vista.
—¿Sincero? ¿En qué sentido?
Veovis sonrió.
—Tú y yo nos parecemos. Somos personas francas. —Miró a Aitrus enfáticamente—. Algunos dirían que rudas. Pero déjame decirte algo. No estaba predispuesto a que me gustaras. De hecho, estaba más bien preparado para que me desagradaras. Pero debo decir lo que siento, y siento que me gustas mucho.
Ella hizo un breve gesto de asentimiento.
—Vaya, gracias, Señor Veovis.
—Oh, no me des las gracias, Ah-na. No elegí que me gustaras. Pero el caso es que me gustas. Así que podemos ser amigos. Pero quiero dejar claras un par de cosas. Soy D’ni. Y soy muy celoso con todas las cosas D’ni. Somos un pueblo grande y orgulloso. Recuerda eso, Ah-na. Recuérdalo siempre.
Anna se lo quedó mirando, sorprendida por la extraña y repentina frialdad en su tono de voz. Luego le respondió:
—Y yo, mi Señor, soy humana y me siento orgullosa de serlo. Recuerde eso —dijo con énfasis—, en todo momento.
Veovis se echó hacia atrás, mirando pensativo a Anna. Luego, más alegre que antes, sonrió y se dio una palmada en la rodilla.
—Bueno… olvidemos un tema tan sombrío. Aitrus… ¿qué tal marchan los planes para la nueva caverna?
Durante el camino de regreso, Anna permaneció en silencio, ensimismada en sus pensamientos. Aitrus, sentado frente a ella, sentía más que nunca lo extraños que eran sus respectivos mundos. Al fin y al cabo, ¿qué sabían el uno del otro?
—¿Ah-na?
Ella alzó la vista; sus ojos mostraban una profunda melancolía.
—¿Sí?
—¿Qué te gustaría hacer?
Anna volvió la cabeza y miró al lago.
—Me gustaría comprenderlo todo, eso es. Saber de dónde viene la comida. Me desconcierta. Es como si algo faltara, pero no sé lo que es.
—¿Y quieres que te diga qué es?
Le miró.
—Sí. Quiero saber cuál es el secreto.
Aitrus sonrió.
—Ésta noche —dijo con tono misterioso al tiempo que cruzaba los brazos—. Te llevaré allí esta noche.
Aitrus abrió la puerta con una llave y se hizo a un lado.
—¿Quieres que entre?
Asintió.
Anna se encogió de hombros. Ya había observado aquella puerta antes. Siempre había estado cerrada con llave y había supuesto que sería algún tipo de alacena o cuarto trastero. Pero una vez dentro vio que era una habitación normal, con la excepción de que en el centro se alzaba un plinto de mármol, y sobre el plinto había un libro abierto; un libro enorme, con encuadernación de piel.
Anna miró a Aitrus.
—¿Qué habitación es ésta?
Aitrus volvió a cerrar la puerta con llave y se giró hacia ella.
—Ésta es la Sala de Libros.
—Pero sólo hay un libro.
Él asintió y luego, con una seriedad inesperada dijo:
—No debes mencionar a nadie que has entrado aquí. Ni siquiera a mi padre o a mi madre. ¿Entendido?
—¿Estamos haciendo algo incorrecto?
—No. Pero puede que esté prohibido.
—Entonces quizá…
—No, Ah-na. Si vas a vivir aquí tienes que comprender. Tienes una visión demasiado simple sobre nosotros. Eso… deforma tu comprensión de lo que somos.
Deforma. Era una extraña palabra en aquel contexto. Anna se lo quedó mirando y luego sacudió la cabeza.
—Me asustas, Aitrus.
Aitrus se acercó al plinto y miró con cariño el libro.
Anna también se acercó y se fijó en las páginas abiertas. La página de la izquierda estaba en blanco, pero en la de la derecha…
Anna ahogó una exclamación.
—Es como una ventana.
—Sí —se limitó a decir Aitrus—. Ahora dame tu mano.
Anna sintió un cosquilleo en la palma de la mano y entonces, con una sacudida repentina y extraña, se sintió atraída por la página que pareció crecer mientras ella empequeñecía, absorbiéndola en la imagen que resplandecía con suavidad.
Por un instante fue como si estuviera disolviéndose, fundiéndose con el papel y la tinta, y luego, con una brusquedad traumática, volvió a ser ella misma, en su cuerpo.
Pero ya no estaba en la habitación.
El aire era fresco y estaba cargado de polen. Una suave brisa soplaba desde la plataforma rocosa que tenía ante sí. Y más allá…
Más allá veía un cielo de un azul intenso.
Anna se quedó boquiabierta, mientras que Aitrus se solidificaba a su lado.
Él extendió la mano y le sujetó el brazo cuando Anna sintió un vahído. Se hubiera caído de no ser por él. Se le pasó enseguida y miró a Aitrus, hablándole asombrada con un susurro.
—¿Dónde estamos?
—En Ko’ah —dijo—. Ésta es la Era de mi familia.
Anna se encontraba en lo alto de la escarpa, contemplando un paisaje rico y verde que le robaba el aliento, tan hermoso era. Pastos llanos y ondulantes se veían interrumpidos aquí y allá por diminutos sotos, mientras que cerca del pie de la colina en la que ella estaba, un río ancho y de lenta corriente se abría camino por la llanura, con pequeñas islas cubiertas de hierba engarzadas como joyas verdes en su superficie iluminada por el sol.
A su derecha, una cordillera se perdía en la distancia y se veían aves trazando círculos en el cielo sobre las cimas.
El sol caía sobre su cuello y hombros; pero no era el calor destructor y feroz del desierto sino una calidez mucho más suave y placentera.
—¿Y bien? —le preguntó Aitrus, que estaba sentado detrás de ella, mirando con aquellas extrañas y pesadas gafas que se había puesto—. ¿Qué te parece Ko’ah?
Anna se volvió para mirarle.
—Creo que me has hechizado. O eso o todavía estoy en la cama, soñando.
Aitrus arrancó una flor y se la dio. Anna cogió el capullo de color azul claro y se lo llevó a la nariz; olió su intenso aroma perfumado.
—¿Tus sueños son tan reales como esto?
Anna se rio.
—No. —Luego añadió, en tono más serio—. Dijiste que me lo explicarías.
Aitrus se sacó del bolsillo un libro pequeño, encuadernado en piel. Lo miró un instante y luego se lo dio.
—¿Éste es otro de esos libros? —preguntó ella; lo abrió y vio que contenía escritura D’ni.
—Lo es. Pero es distinto del que usamos para venir aquí. Éste libro establece un nexo de regreso a D’ni. Se guarda aquí, en la pequeña cueva a la que llegamos.
—Las palabras de ese libro describen el lugar al cual regresamos mediante el nexo, el estudio en la mansión de mi familia, en D’ni. Fue escrito allí. Sin él, quedaríamos atrapados aquí.
—Entiendo —dijo mirando con renovado respeto el fino volumen—. Pero ¿dónde estamos exactamente? ¿Estamos en las páginas de un libro o estamos de verdad en algún lugar?
Aitrus sonrió ante su agudeza.
—Quizás haya alguna manera de calcular precisamente dónde estamos, me refiero a las constelaciones, pero lo único que se puede asegurar es que estamos en otra parte. Según todas las probabilidades, estamos al otro lado del universo de donde se encuentra D’ni.
—Imposible.
—Si quieres. Pero mira a tu alrededor, Anna. Éste mundo es la Era que se describe en el libro que se encuentra en la habitación, en D’ni. Se ajusta precisamente a los detalles de ese libro. En un universo infinito, todas las cosas son posibles, siempre dentro de unos límites físicos, y todo mundo que pueda ser escrito en un libro, existe físicamente. En alguna parte. El libro es el puente entre las palabras y la realidad física. La palabra y el mundo están unidos por las propiedades especiales del libro.
—Me suena a magia.
Aitrus sonrió.
—Quizá. Pero para nosotros hace tiempo que dejó de serlo. Escribir libros así es una tarea difícil. Uno no puede escribir lo primero que se le venga a la cabeza. Hay reglas estrictas y patrones, y el aprendizaje de esas reglas es un trabajo largo y arduo.
—Ah —dijo ella—, ahora lo entiendo.
—¿Qué entiendes?
—Lo que dijiste sobre los Escritores. Pensé… —Anna se rio—. Sabes, Aitrus, jamás lo habría adivinado. Ni en mil años. Creí que los D’ni erais un pueblo introvertido y terco. Pero esto… vaya… ¡sois auténticos visionarios!
Aitrus se rio.
—Claro, la gran caverna de D’ni es como un cráneo gigantesco, lleno de agitados pensamientos, y estos libros, bueno, ¡son como las visiones y los sueños que resultan de una actividad mental tan intensa!
Aitrus se la quedó mirando y sacudió la cabeza.
—Eres sorprendente, Ah-na. Vaya, ¡he vivido en D’ni más de cincuenta años y jamás se me habría ocurrido una cosa semejante!
—Ojos distintos —dijo ella, y le miró con fijeza—, eso es todo. A veces se necesita a un completo extraño para poder ver lo que es obvio.
—Quizá sea así.
—Pero cuéntame, Aitrus. Hablabas de las propiedades especiales de los libros. ¿A qué te referías exactamente?
Él desvió la mirada.
—Perdóname, Ah-na, pero quizá ya te he dicho demasiado. Ésas cosas constituyen grandes secretos. Secretos serios muy guardados, que sólo conocen las Cofradías.
—¿Como la Cofradía de los Fabricantes de Tinta?
Aitrus la miró y sonrió.
—Sí, y la Cofradía de Libros, que se encarga de manufacturar el papel… y, naturalmente, la Cofradía de Escritores.
—Y la escritura en los libros… ¿es distinta de la escritura que me has estado enseñando?
—Sí.
Anna contempló un instante el libro que tenía en las manos; después lo cerró y se lo devolvió a Aitrus.
Se volvió, miró una vez a su alrededor, saboreando la sensación de la brisa fresca y suave en sus brazos y cuello. Se llevó la mano al cuello y echó hacia atrás la fina seda de su cabellera oscura y lustrosa.
—Debe de haberte resultado cruel —dijo Aitrus, que la observaba, con una extraña expresión en los ojos— el estar encerrada.
—Lo fue. —Le miró y sonrió; fue una sonrisa radiante, como la luz del sol—. Pero olvidemos eso ahora. Vamos, Aitrus. Bajemos hasta el río.
Aquella noche, ni Aitrus ni Anna dijeron una palabra sobre su visita a Ko’ah. Pero más tarde, en su habitación, Anna se sintió desconcertada por la imposibilidad de aquello. Se sentó en el borde de la cama, y al recordar se quedó boquiabierta.
En el instante después de establecer el «nexo», sintió un miedo como jamás había sentido. Tampoco sintió nunca semejante estímulo. Y el mundo. Ko’ah. Sentada allí, a duras penas podía creer que hubiera estado en aquel lugar realmente. Parecía tan extraño y onírico. Pero en una pequeña jarra de cristal en la mesa que tenía a su lado, estaba la flor azul claro que Aitrus le había dado.
Anna se inclinó y aspiró su perfume.
Había sido real. Tan real como esto. La misma existencia de aquella flor lo demostraba. Pero ¿cómo podía ser? ¿Cómo se podían unir lugares mediante palabras?
A su regreso de Ko’ah, Aitrus le había enseñado el libro, mostrándole pacientemente página a página, enseñándole cómo se «hacía» una Era como aquélla. Enseguida se había percatado de las diferencias entre aquella escritura arcaica y la escritura normal de D’ni; observó que no sólo era más elaborada sino también más concreta: un lenguaje de preciso pero sutil poder descriptivo. Pero ver era una cosa y creer otra. A pesar de todas las pruebas, su mente racional seguía negándose a admitirlo.
Además del libro en sí, Aitrus le había enseñado los libros de comentario; tres en total, el último de ellos con apenas una docena de entradas. Todos los libros, le dijo, iban acompañados por comentarios semejantes, que eran notas y observaciones acerca de las Eras. Algunas de las Eras más antiguas —como Nidur Gemat— tenían cientos de libros con comentarios.
Le había preguntado acerca de aquel mundo.
—¿Nidur Gemat?
—Es uno de los seis mundos que pertenecen a la familia de Veovis.
—Ah, ya veo. ¿Y todos los D’ni poseen Eras semejantes?
—No. Sólo las familias más antiguas poseen Eras. El resto, la gente común de D’ni, utiliza las Salas de Libros.
—¿Quieres decir que hay mundos comunes que pueden ser visitados por cualquiera?
—Sí. De hecho, hasta que mi padre no se convirtió en Gran Maestro de nuestra Cofradía, no teníamos una Era propia. Ko’ah fue escrito para mi padre hace veinte años.
—¿Y antes de eso?
—Visitábamos las Eras de la Cofradía. O Eras propiedad de amigos.
Anna había sonreído.
—Eso sí que es un incentivo.
—¿Un incentivo?
—Para trabajar duro y abrirse camino en la Cofradía. ¿No hay resentimiento entre la gente común?
Aitrus se había encogido de hombros.
—No que yo sepa. Las Eras Comunes son gratis para todo el mundo. No es como si se les prohibiera el acceso.
—No, pero… —Había dejado estar el asunto y volvió a fijarse en los libros de comentarios—. ¿Qué es esto? —le preguntó al cabo de un instante, mirándole otra vez.
En la página había un sello, bajo un párrafo de letra pequeña y clara escrita en tinta verde brillante.
—Eso es una inspección. Efectuada por la Cofradía de Guardianes. Se encargan de que todas las Eras sean mantenidas de acuerdo con las leyes de las Cofradías.
—¿Y si no es así?
—Entonces el libro puede ser confiscado y se castiga al dueño.
—¿Ocurre a menudo?
—No. Todos conocen los castigos por ese delito. Ser propietario de una Era es una inmensa responsabilidad. A pocos se les otorga esa confianza.
—Y aun así tú me llevaste allí.
Aitrus titubeó, pero acabó mirándola a los ojos y asintió.
—Sí, lo hice —le dijo.
Anna durmió bien aquella noche, y si soñó, no lo recordó al despertar. Descansada, se incorporó en la cama y contempló la delicada flor azul en la jarra; su mente se llenó enseguida con el asombro ante lo que había visto el día anterior.
Aitrus no estaba en el desayuno y al principio pensó que quizá se había ido temprano a la Casa de las Cofradías, pero entonces, en el último momento, cuando estaba acabando de desayunar, él entró en tromba en la habitación, tremendamente excitado.
—¡Anna! ¡Maravillosas noticias! ¡Veovis va a recibir un Korfah V’ja!
Ella le miró sin entender.
Aitrus se rio.
—Lo siento. El Korfah V’ja es una ceremonia especial que señala la aceptación por parte de la Cofradía de su libro; su primer libro como Maestro, quiero decir. Es una ocasión señalada. ¡Pocos son los cofrades que alguna vez lo reciben, y Veovis es tremendamente joven para recibir semejante honor!
—Y Veovis… ¿escribió ese libro? ¿Como la Era que visitamos?
Aitrus asintió.
—Sólo que mucho mejor. Incomparablemente mejor.
Pensar en aquello le hizo reconsiderar su opinión de Veovis. Había pensado que no era más que el hijo de un rico, un político. Ni siquiera se había parado a pensar que también era un «creador», menos aún uno importante.
—Entonces será una gran ocasión, ¿no?
—La más grande en muchos años. Toda la sociedad D’ni estará allí. ¡Y tú debes venir con nosotros, Anna!
Ella bajó la mirada. Por lo general, odiaba los acontecimientos sociales, pero la idea de ver a toda la sociedad D’ni —y de volver a ver al Señor Veovis— le produjo una extraña excitación.
—¿Cuándo será? —preguntó, volviendo a mirar a Aitrus.
—Dentro de una semana —respondió él—. El día del aniversario del regreso de Kerath.
Era una pequeña ceremonia. Los seis Grandes Maestros auxiliares y el Gran Maestro, el Señor Sajka en persona, formaban un semicírculo en la gran plataforma, mientras que el oficiante, Veovis, estaba frente a ellos, con su Libro, el trabajo de dieciséis largos años, en un podio ante él.
El día era claro y primaveral, el cielo azul estaba salpicado de nubes. A lo lejos, montañas con los picos nevados se extendían hacia el sur y el gran océano. Bajo ellas, las grandes llanuras se extendían hacia el este, el oeste y el sur, mientras que al norte el antiguo asentamiento de Derisa se encajaba en un pliegue de colinas.
Aquélla era la más antigua de las muchas Eras de la Cofradía —la Era de Yakul, hecha por el primer gran Escritor de la Cofradía, Ar’tenen—, y aquí, por tradición, se celebraba la primera ceremonia oficial.
Habría una segunda ceremonia, pública, más adelante, en el mundo de Veovis de Ader Jamat, cuando este momento se repetiría a la vista de todos, pero este acontecimiento aparentemente más modesto era de lejos el más importante.
Cada uno de los siete miembros superiores de la Cofradía había leído la gran obra que hoy era aceptada en el canon de la Cofradía, y cada uno había dado por separado su aprobación a aquel reconocimiento definitivo del talento del Joven Maestro Cofrade. Habían transcurrido 187 años desde el último Korfah V’ja, y pasarían muchos años hasta que se celebrara otro. Sólo 93 libros habían sido aceptados en el canon en toda la larga historia de la Cofradía —entre ellos los Cinco Grandes Clásicos de D’ni— y sólo cuatro cofrades habían recibido aquel honor siendo más jóvenes que el hombre que estaba ante sus superiores. Entre aquellos cuatro se contaba el legendario Ri’Neref.
Una débil brisa soplaba en el espacio abierto, agitando sus capas, cuando el Señor Sajka, Gran Maestro de la Cofradía de Escritores, se adelantó y, en un idioma tan distinto de la lengua común de D’ni como de la de los habitantes de la superficie, pronunció las Palabras de Obligatoriedad.
Y entonces se acabó. Cuando Veovis hizo una reverencia ante sus pares, el Señor Sajka sonrió y, en la lengua común, dijo:
—Bien hecho, Veovis. Estamos inmensamente orgullosos de ti.
—Mi Señor, Maestros Cofrades…, espero ser merecedor de vuestra aprobación. Es un gran privilegio ser miembro de la Cofradía de Escritores, y considero un bendito día aquel en que decidí entrar en ella.
Eso fue todo.
Mientras que, uno por uno, los ancianos establecían el nexo de regreso a D’ni, Veovis contempló el antiguo mundo de Yakul y se preguntó si, algún día, dentro de miles de años, otro cofrade se maravillaría en una Era escrita por Veovis y se preguntaría, como ahora se preguntaba él, qué clase de persona fue aquella cuya imaginación había establecido las conexiones con un mundo semejante.
Se volvió y se acercó al Libro Nexo. Era hora de regresar a D’ni, de pararse y reflexionar antes de comenzar el siguiente capítulo de su vida. Porque su siguiente obra sería muy distinta, estaba decidido; no sería sólo una gran obra sino todo un clásico.
Pero antes que nada, la celebración. Porque hoy era su día. Hoy se convertía en un gran personaje, honrado ante todos los D’ni.
Veovis colocó la mano sobre el panel que resplandecía y estableció el nexo; una sonrisa se dibujó en sus labios mientras su silueta resplandecía trémula para luego desvanecerse.
A bordo de la embarcación que les llevaba a K’veer, Anna comenzó a tener recelos acerca de conocer a tantos desconocidos en la ceremonia.
Con Aitrus no pasaba nada, porque eran sólo ellos dos, como si hubiera estado con su padre, pero con todos los demás, incluso con los padres de Aitrus, se sentía incómoda. Era todo menos una persona sociable. Para ella era un completo misterio cómo tendría que actuar y qué debería hacer.
«No importa —le había dicho Aitrus—. No esperan que te comportes como ellos».
Ahora, a medida que se iba acercando a la isla y veía la gran multitud de embarcaciones que hacían cola para entrar en su diminuto puerto, sintió que sus nervios regresaban.
La noche anterior, antes de su conversación con Aitrus, había tenido lugar una extraña escena en el estudio de Kahlis. Sabiendo que su padre no conocía sus viajes a Ko’ah, Aitrus había hecho que su padre «explicara» el tema de los Libros a Anna y ella, adiestrada por Aitrus en cuanto a cómo debía reaccionar y qué debía decir, había simulado que todo aquello era completamente nuevo para ella.
Kahlis se había mostrado visiblemente preocupado; no sólo por la posible reacción de Anna, sino por el problema de qué podía contarle y qué no. Aitrus, sin embargo, le había convencido de que si el Señor Eneah hubiera querido que Anna no supiera nada, habría dado instrucciones explícitas en ese sentido. De hecho, Kahlis hubiera ido a ver al Señor Eneah, de no ser porque el gran hombre volvía a estar en cama debido a una recaída en su enfermedad.
De manera que Kahlis la había «preparado», diciéndole que debía aparentar una gran sorpresa y que no debía temer nada, porque todo cuanto experimentaría sería bastante normal. Y ella, a instancias de Aitrus, había aparentado comprender, aunque a duras penas reconoció el proceso de establecer un «nexo» en la descripción que le hizo el padre de Aitrus. Fue vaga hasta el punto de resultar evidente que le ocultaba algo.
Al unirse su embarcación a la gran cola de otras embarcaciones, Anna vio, en los muelles, incontables cofrades con sus esposas, hijos e hijas, todos ellos vestidos con sus mejores galas. Al verles, Anna volvió a sentir desánimo. No debería haber venido. Pero la voz de su padre resonó con claridad en su cabeza.
No te preocupes, Anna. Limítate a ser tú misma.
Pasó casi una hora hasta que su bote se colocó junto al embarcadero de piedra y pudieron subir los oscuros peldaños de granito para llegar al patio enlosado de mármol. Frente a ellos estaba la puerta de piedra tallada que enmarcaba la enorme entrada.
Anna había visto K’veer de día y le había parecido un edificio extraño pero agradable; de noche parecía un lugar imponente. Al acercarse a la entrada, Aitrus se colocó junto a ella.
—Perdóname, Ah-na —dijo en voz baja—, pero debemos seguir ciertas formalidades. Cuando entremos, quédate atrás y espera un momento mientras nos reciben a mi padre y a mí. Luego será tu turno.
Dentro del gran atrio, Anna hizo lo que le había dicho y se quedó atrás, junto a Tasera, mientras que Aitrus y su padre se adelantaban y eran presentados por el Mayordomo jefe a Rakeri y a su hijo.
Anna vio una vez más aquella curiosa forma de estrecharse ambas manos a la vez, que constituía el saludo D’ni; vio las sonrisas, la charla relajada entre las dos parejas de hombres y supo que aquél era un mundo en el que jamás entraría, con libro o sin él.
Cuando Kahlis se giró, Tasera le dio un empujoncito.
—Ah-na.
Veovis sonreía agradablemente, en parte atento a lo que se decía, en parte a saludar a los siguientes invitados. Cuando su mirada se cruzó con la de Anna, su sonrisa se desvaneció. Hubo un momento de indecisión y luego se volvió a Kahlis.
—Perdóneme, Maestro Kahlis, pero ¿podría hablar con usted un momento a solas?
Kahlis miró a su hijo y se encogió de hombros.
—Desde luego, Veovis.
Veovis hizo una reverencia ante Rakeri.
—Si nos disculpa un momento, padre. No tardaré.
Tasera y Anna se habían parado a unos metros del Señor Rakeri. Aitrus, inquieto, siguió con la vista a Veovis y Kahlis que se alejaban. El propio Rakeri estaba perplejo.
Se produjo un silencio embarazoso. Rakeri miró a Tasera y sonrió indeciso. Aitrus siguió mirando la puerta por la que habían salido Veovis y su padre. Al cabo de un instante, los dos regresaron, su padre evidentemente incómodo por algo. Se acercó a Aitrus y lo llevó a un lado.
—Parece ser que ha habido un malentendido —comenzó—. Pensé que la invitación incluía a nuestra invitada, Ah-na, pero no era así.
Aitrus, que había escuchado las palabras de su padre, miró de soslayo a Veovis, de pie junto a su padre y con aspecto decidido.
—¿Un malentendido?
Aitrus intentó mantener la calma, procurando que no se notara su enfado.
—Sí —dijo Kahlis—. Ah-na puede quedarse aquí, en la casa. Veovis ha prometido que sus criados se ocuparán de que tenga cuanto desee. Pero no puede ir a Ader Jamat.
—¿Por qué no?
Kahlis alzó una mano, pidiéndole que se callara.
—Porque no es D’ni.
Aitrus sintió que su enojo crecía. Manteniendo el tono de voz bajo se inclinó hacia Kahlis.
—Eso no está bien, padre.
—Puede ser —concedió Kahlis—, pero es el Señor Veovis quien decide quién entra en su Era, no nosotros, y eso lo debemos respetar.
—Entiendo.
—Me alegro de que así sea. ¿Se lo dirás a Ah-na, Aitrus?
Aitrus le miró un instante, luego clavó la vista en el suelo.
—Debe perdonarme, padre. Le respeto profundamente, y le quiero, pero en esto debo desobedecer. Esto está mal.
—Aitrus…
Pero Aitrus se volvió y se dirigió hacia donde se encontraban Rakeri y Veovis.
—Perdóneme, Señor Rakeri, pero he sufrido una dolencia estas últimas semanas. Me ha dejado bastante debilitado… con mareos. —Miró de reojo a Veovis, quien le observaba fijamente—. Siento que ahora vuelve y le ruego que me excuse.
Rakeri, que no tenía ni idea de lo que pasaba, hizo una pequeña inclinación de cabeza.
—Me compadezco, Aitrus, ¿podría ayudarte el médico de la casa?
—Es usted muy amable, mi Señor, pero creo que debería regresar a casa.
Rakeri meneó la cabeza, con expresión de desilusión.
—Lo siento. Tenía la esperanza de hablar contigo.
Aitrus hizo una profunda reverencia y luego se volvió a Veovis.
—Que la buena fortuna brille sobre ti, Veovis. Siento no poder estar presente en la celebración de tu Korfah V’ja.
La mirada de Veovis mostraba ahora una oscura ira, pero si tenía ganas de decir algo, se guardó de hacerlo. Asintió bruscamente.
Aitrus permaneció quieto un instante, pensando si debía decir algo más; luego, consciente de que la situación no tenía remedio, giró sobre sus talones y se dirigió a donde estaba Anna, junto a su madre.
—Aitrus —dijo Tasera, sintiendo una abrumadora curiosidad—, ¿qué está pasando?
—Ah-na y yo nos vamos —dijo, sin intentar explicarle cómo estaban las cosas—. Pregúntale a padre.
Anna le miraba desconcertada.
—Aitrus, ¿qué pasa?
—Después —dijo, le cogió el brazo y la hizo girar para sacarla a través de las filas de cofrades y sus familias, de vuelta hacia la embarcación.
Aitrus se encontraba en la popa de la embarcación, mordiéndose una uña y contemplando la gran roca de K’veer que se iba perdiendo en la oscura distancia.
—No quieras saberlo.
Anna, sentada justo debajo de él, soltó un suspiro de exasperación.
—No estoy ciega, Aitrus. Vi cómo te miraba Veovis.
—Hubo un malentendido.
Anna esperó, consciente de lo dolido que se sentía por todo aquello. Al cabo de un instante, Aitrus volvió a hablar.
—Dijo que no estabas invitada.
—Ah… ya veo.
—Dijo que el motivo era que tú no eras D’ni.
—Eso es innegable.
Aitrus permaneció en silencio un instante, luego prosiguió.
—Era una situación imposible, Ah-na. Me obligó a escoger.
—¿Y me escogiste a mí?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque no hizo bien en obligarme a elegir.
A la mañana siguiente, cuando Anna estaba vistiéndose, alguien llamó a golpes en la puerta del piso de abajo. Todavía era muy temprano y no era normal que alguien viniera a aquella hora. Se acercó a su puerta, la entreabrió y escuchó.
Se oyó una conversación susurrada entre Kahlis y su mayordomo. Luego:
—¿Aquí? ¿Estás seguro?
Hubo un momento de silencio. Y después:
—¡Señor Veovis! ¡Bienvenido! ¿A qué debemos tan agradable sorpresa?
—He venido a ver a su hijo, Maestro Kahlis. ¿Está en casa?
—Sí está. Iré a ver si se ha levantado. Tome asiento mientras tanto. No tardaré.
Una mano tocó brevemente el brazo de Anna. Se volvió con el corazón latiendo desbocado y se encontró con el rostro de Aitrus.
—¡Aitrus!
—¿Bajarás conmigo, Ah-na?
Ella vaciló y sacudió la cabeza.
—Esto es algo entre vosotros dos.
—No. Es acerca de ti, Ah-na. Deberías estar allí.
Veovis se puso en pie cuando entraron en la habitación.
—¡Aitrus! —dijo y cruzó la habitación con las manos extendidas—. ¿Querrás perdonarme?
Aitrus le estrechó las manos, al principio con prevención, luego con más firmeza.
—Eso depende.
—Lo comprendo. Llevé muy mal el asunto. Lo sé y lo siento. —Miró a Anna—. Y a ti, Ah-na, te debo una disculpa, también.
—Desde luego que sí —dijo Aitrus con firmeza.
Veovis asintió, aceptando la reprimenda.
—Sí. Y por eso te he traído un regalo. Para intentar hacer las paces.
Se volvió, regresó al otro lado de la habitación, cogió una caja y se la entregó a Anna. Era una cajita cuadrada con agujeros de ventilación en uno de sus lados.
Ella la miró un instante, luego desató el brillante lazo rojo y alzó la tapa… Entonces miró a Veovis riendo.
—Vaya, ¡es hermoso! ¿Qué es?
Metiendo con cuidado una mano, sacó una diminuta criatura; una auténtica bola de pelo, cuyo pelaje largo y sedoso era del mismo tono marrón oscuro de la rica marga. Unos grandes ojos de color cobalto la miraron.
—Es un reekoo —dijo Veovis—. Procede de Ader Jamat.
Aitrus, que se había vuelto para ver, sonreía.
—Gracias. Ha sido un gesto amable.
Veovis suspiró, luego habló en tono más serio.
—Lamento que no estuvieras allí ayer noche, Aitrus.
—Y yo. Pero debemos resolver este asunto, ¿no?
Anna, que acariciaba el cuello correoso y ondulado de la criaturita, miró a ambos. De manera que todavía no estaba solucionado, ni siquiera ahora.
Veovis aspiró hondo, luego asintió.
—Ésta noche —dijo—. Ven a mis habitaciones. Allí hablaremos.
Aquella noche regresó muy tarde. Anna esperó levantada y oyó sus pasos al subir las escaleras. Cuando iba a pasar ante su habitación, ella abrió la puerta y salió.
—¿Aitrus? —susurró.
Aitrus se volvió. Parecía abatido.
—¿Está todo arreglado?
La miró y luego dijo:
—Será mejor que vengas a mi estudio, Ah-na. Tenemos que hablar.
Las palabras parecieron ominosas. Anna asintió y le siguió por el largo pasillo hasta su habitación.
—¿Bien? —le preguntó, mientras se sentaba en una silla frente a él.
Aitrus se encogió de hombros.
—Me temo que Veovis es intratable.
—¿Intratable? ¿En qué sentido? ¿No volvéis a ser amigos?
—Quizá. Pero no quiere ceder en un tema importante.
—¿Y cuál es?
Aitrus bajó la vista con aire taciturno.
—Dice que como no eres D’ni, no tolerará que vayas a una Era, ni que aprendas nada acerca de los libros D’ni. Dice que eso no está bien.
—¿O sea que no le dijiste nada de nuestra visita a Ko’ah?
Aitrus vaciló; luego negó con la cabeza.
—¿Puedo preguntar por qué? No es propio de ti ser tan indirecto.
—Quizá. Pero no tenía fuerzas para pelearme con Veovis una segunda vez.
—¿Así que le has hecho alguna promesa?
—No. Sólo le dije que me pensaría lo que había dicho.
—¿Y eso le bastó?
—Por ahora.
Ella le miró un instante.
—¿Y qué has decidido?
Sus miradas volvieron a encontrarse.
—¿Es que no puedo ocultarte nada, Ah-na?
—No. Pero la verdad es que has demostrado poca seguridad en ti mismo en ocultar lo que sientes, Aitrus.
Aitrus la miró largo rato; luego suspiró.
—¿Crees entonces que debo abandonar mi plan?
—¿Tu plan?
Como respuesta, abrió el cajón superior derecho de su escritorio y sacó un gran libro encuadernado en cuero. Era un Libro —un Libro D’ni—, lo vio enseguida. Pero cuando Aitrus lo abrió, no había ningún recuadro en la primera página derecha, y las páginas interiores estaban completamente en blanco.
Anna lo miró.
—¿Qué es?
—Es un kortee’nea —dijo—. Un libro en blanco, a la espera de ser escrito. Anna alzó la vista, con la boca abierta.
—Ya hace un año que lo tengo —respondió él—. He estado tomando notas para crear una Era. Una que yo escribiré. Y pensé…, bueno, pensé que quizá te gustaría ayudarme. Pero ahora…
Entendió lo que quería decir. Había que elegir. Desafiar a Veovis y mentir acerca de lo que hacían, o seguir los deseos de Veovis y negarse aquello.
—¿Y qué es lo que tú deseas, Aitrus? —le preguntó en voz baja, sondeando con sus oscuros ojos los de él—. ¿Qué es lo que realmente deseas?
—Quiero enseñarte todo —dijo—. Todo lo que sé.
En los meses que siguieron, la relación entre Aitrus y Veovis fue tensa. Como si cada uno supiera que las cosas no iban del todo bien entre ellos, procuraron no verse. Era una situación que no podía durar, sin embargo, y una observación fortuita por parte de un joven de la Cofradía de Guardianes a Veovis, hizo que los acontecimientos volvieran a precipitarse.
Aitrus se encontraba en sus aposentos de la Sede de la Cofradía, cuando Veovis se presentó ante él sin ser anunciado.
—¿Es cierto? —preguntó Veovis, inclinándose sobre el escritorio.
Aitrus miró sorprendido a su viejo amigo. La cara de Veovis estaba congestionada de ira. Los músculos se le marcaban en el cuello.
—¿Qué es cierto?
—La chica… la intrusa… ¿le estás enseñando la Escritura? ¡Cómo has sido capaz, Aitrus! ¡Después de todas tus promesas!
—No prometí nada. Sólo dije que reflexionaría acerca de lo que habías dicho.
—¡Eso no son más que sofismas, y lo sabes! Me mentiste, Aitrus. Me mentiste y engañaste. ¡Y no sólo a mí, sino a D’ni!
—Vamos —dijo Aitrus levantándose.
—¡Eres un traidor, Aitrus! ¡Y puedes estar seguro de que llevaré este asunto ante el Consejo!
Y dicho eso, Veovis giró sobre sí mismo y salió como un huracán de la habitación. Aitrus permaneció un momento de pie, medio aturdido, contemplando la puerta abierta. Desde la inspección de los Guardianes, dos semanas antes, había temido aquel momento. Veovis no acudiría al Consejo ¿o sí? Pero conocía a Veovis. Su amigo no era de los que amenazaban en balde.
Anna estaba sentada en la ventana de su habitación, con el diminuto reekoo dormido en su regazo, mientras contemplaba la antigua ciudad y el puerto allá abajo.
Habían venido aquella mañana —seis guardias uniformados de la Cofradía de los Guardianes con el gran Señor R’hira en persona—. Kahlis y Aitrus les habían recibido en la puerta, y se hicieron a un lado cuando el Maestro Cofrade Sijarun entró, abrió la puerta de la Sala de Libros, y se llevó el Libro de Ko’ah y el nuevo libro que todavía no tenía nombre.
La decisión del Consejo había sido unánime; a Kahlis y a su hijo no se les dejó opinar sobre el tema. Se determinó que se había producido una grave infracción del protocolo. En el futuro, nadie que no fuera de sangre D’ni podría ver un Libro o visitar una Era. Veovis había argumentado que debían sentar un precedente. Y eso habían hecho.
Anna suspiró. Todo era culpa suya. Y ahora Aitrus estaba desesperado. Se encontraba en su estudio, dándole vueltas a la cuestión de si debía o no renunciar a su asiento en el Consejo.
Anna había visto la cara de Kahlis, y la de Tasera. Perder un libro, le había dicho Aitrus una vez, era un asunto muy grave, pero que se lo arrebataran a uno por orden del Consejo, era mucho, mucho peor. Y ella había sido la causante. Gimió en voz baja.
No había modo de arreglar las cosas. Ninguno, a menos que…
El anciano miró a Anna, contemplándola a través de los ojos medio entornados, se arrebujó en su capa y luego le respondió.
—No sé —dijo, y sacudió la cabeza con tristeza—. Realmente no sé. Aún si encontráramos algo…
—Escucharán. Tienen que escuchar.
Kedri, Maestro de la Cofradía de Legisladores, se encogió de hombros. Esbozó una triste sonrisa.
—De acuerdo. Haré lo que pueda, joven Ah-na. Por ti, y por mi querido amigo Aitrus.
Cuando ella se fue, siguió largo rato con la mirada perdida al frente, como si estuviera en trance. Así le encontró su ayudante, Haran.
—¿Maestro? ¿Se encuentra bien?
Kedri alzó lentamente la cabeza y sus ojos se centraron en el joven.
—¿Qué? Oh, perdóname, Haran. Estaba lejos. Recordando.
Haran sonrió e inclinó la cabeza.
—Sólo vine para decir que han llegado los nuevos cadetes. Una docena de jóvenes estudiantes entusiastas, recién salidos de la academia. ¿Qué debo hacer con ellos?
Por lo general, Kedri les habría buscado algún trabajo anodino —un ejercicio de seca ley, supervisado por algún ayudante aburrido—, pero la llegada de los cadetes coincidía a la perfección con lo que necesitaba.
Si tenía que revisar los archivos, necesitaría ayuda; ¿y qué mejor ayuda que una docena de jóvenes entusiastas, deseosos de causarle una buena impresión? Al mismo tiempo, necesitaba ser discreto. Si llegaba una palabra de sus actividades al Consejo, ¿quién sabía el revuelo que se produciría, sobre todo si el Joven Señor Veovis se enteraba? Asignando a aquellos cadetes a la Era Gadar de la Cofradía —para buscar entre los archivos legales almacenados en su Gran Biblioteca— partiría dos rocas con un mismo golpe, como decía el viejo dicho.
—Llévales a la Sala de Libros —dijo—. Les hablaré allí. Tengo una misión para ellos.
Haran le miró un instante, sorprendido, luego se recuperó, hizo una profunda reverencia y se marchó apresuradamente.
Resultaba extraño que la chica, Ah-na, hubiera acudido a él aquella mañana, porque justo la noche anterior había soñado con su estancia junto a los Prospectores, hacía treinta años. Fue entonces cuando conoció al joven Aitrus. Aitrus le había sido asignado; para enseñarle cómo funcionaban las cosas y para responder a todas sus preguntas. Se habían llevado bien desde el principio y desde entonces eran amigos.
En cuanto a Ah-na, sólo la había visto en otra ocasión, cuando Aitrus la llevó a su casa, pero le había caído bien de inmediato, y vio enseguida por qué Aitrus estaba fascinado con ella. Poseía una aguda inteligencia y una mente inquisitiva, a la altura de cualquier cofrade. Se le pasó por la cabeza que, de haber sido D’ni, hubiera sido la novia perfecta para el joven Aitrus.
Aun así, le sorprendía que hubiera sido ella y no Aitrus quien viniera, porque casi había esperado recibir una visita de Aitrus.
Kedri se echó hacia atrás, estiró los músculos del cuello y movió la cabeza de un lado a otro, intentando aliviar la tensión que sentía.
Lo que había aceptado hacer no le haría muy popular en ciertos círculos, pero había sido una elección fácil: ayudar a su amigo Aitrus o abandonarlo.
Kedri suspiró. La Gran Biblioteca Legislativa de Gadar contenía una masa de información que abarcaba más de seis mil años; las minutas escritas a mano de innumerables sesiones y vistas del Consejo, de los comités de las Cofradías y los tribunales, por no hablar de los interminables estantes dedicados a las comunicaciones privadas entre Maestros Cofrades. Sería como excavar en busca de un cristal diminuto y concreto en medio de una montaña.
Y tenía dos semanas y una docena de jóvenes entusiastas para hacerlo.
El Señor Eneah estaba sentado ante su escritorio; tenía la capa oficial de Aitrus doblada ante él. Había llegado aquella mañana, junto con la del padre de Aitrus, Kahlis. Eneah ya se había ocupado de Kahlis, devolviendo la capa al Gran Maestro de los Prospectores. Fueran cuales fueran las circunstancias del asunto, estaba claro que Kahlis era inocente. Pero la conducta de Aitrus era un asunto totalmente distinto.
En realidad, era bastante sencillo. O bien aceptaba la renuncia de Aitrus ahora y terminaba con los rumores y especulaciones, o dejaba el asunto en manos de la Cofradía de Prospectores que, según tenía entendido, ya había iniciado investigaciones acerca de la conducta de su representante.
Pasara lo que pasara, el daño ya estaba hecho. La votación en el Consejo había revelado el estado de ánimo de las Cofradías. Al enseñar a la intrusa D’ni, al mostrarle una Era, Aitrus no sólo había sobrepasado sus instrucciones, sino que había mostrado muy poco juicio. Algunos decían incluso que había sido encantado por la chica y que había perdido la cordura, pero Eneah lo dudaba. Quienes decían eso no conocían a Aitrus.
Pero Aitrus había sido imprudente.
Eneah se enderezó ligeramente. No había dormido nada la noche anterior y le dolía cada articulación como si las hubiera sumergido en aceite hirviendo, pero eso no era extraño. Ahora vivía con un constante dolor.
Con un ligero suspiro de pena, colocó ante sí una hoja de papel, cogió la pluma de la escribanía y escribió con rapidez la carta aceptando la renuncia y la firmó. Una vez que los demás Señores la hubieran firmado, la carta sería sellada e incorporada al archivo público. Mientras tanto, se publicaría un anuncio por todo D’ni, comunicando la noticia a sus ciudadanos.
Y así terminaba una prometedora carrera.
Eneah hizo sonar la campanilla. De inmediato un secretario se presentó en la puerta.
—Lleva esto al Señor R’hira enseguida.
Anna estaba frente a ellos tres.
—¿Así que quieres marcharte? —preguntó Kahlis.
—No —respondió—. Habéis sido muy amables conmigo. Pero creo que debería hacerlo. He traído tantos problemas a esta casa…
—La decisión fue mía —dijo Aitrus—. Si alguien debe irse, soy yo.
—Eso no estaría bien —dijo Anna—. Además, estaré bien en la mansión del Señor Eneah.
—¡Tonterías! —dijo Tasera, hablando por primera vez desde que Anna les convocara a aquella reunión—. ¡No quiero oír nada de eso! ¡El Señor Eneah es un viejo! No. ¡Te quedarás aquí!
Anna miró a Tasera sorprendida. Pensaba que Tasera sería la que más querría que se marchase. Desde la reunión del Consejo prácticamente la habían sometido a ostracismo. Pero Tasera parecía, con mucho, la más indignada de los tres.
—Entonces no se hable más —dijo Kahlis, dirigiendo una sonrisa de orgullo a su esposa—. Ah-na se queda aquí, como parte de la familia.
Era un libro antiguo, con grandes verticilos de color apagado que manchaban el gris claro de su cubierta de cuero rancio como joyas polvorientas. Al contemplarlo, el Maestro Kedri no pudo evitar sonreír. Hasta ayer, había permanecido sin ser leído en su estante, durante casi mil novecientos años.
Kedri miró a Anna, sentada a un lado del escritorio, y luego se dirigió al joven:
—Perdóneme, cofrade, pero ¿cómo encontró esto exactamente? No parece que se encontrara directamente en el camino de nuestra búsqueda principal.
El joven hizo una nerviosa reverencia y habló.
—Fue algo que usted dijo, Maestro Kedri. Anoche, durante la cena. Ya sabe, acerca de intentar factores posibles en la búsqueda.
—Adelante.
—Me dio que pensar, Maestro, y me pregunté qué clase de persona podría obtener permiso para visitar una Era. Quiero decir qué clase de persona no D’ni, claro está.
—¿Y?
—Bueno… mi primer pensamiento fue que una persona de esa clase debería tener acceso a alguien importante; de hecho a alguien muy importante, quizás incluso uno de los Cinco. Así que me dirigí a la lista de secretarios…
—¿Secretarios?
—De los Cinco.
—Ah… ¿y qué le proporcionó?
El joven sonrió.
—Seis nombres.
Kedri ya iba por delante de la explicación.
—Nombres que no eran D’ni, supongo.
—Sí, Maestro. Hubo una época en la que algunos de los nativos de más talento, de las Eras de las Cofradías y parecidas, tenían permiso para venir aquí, al mismo D’ni.
Kedri enarcó una ceja.
—Eso sí que no lo sabía.
—No, Maestro, porque sucedió hace mucho tiempo, muy poco después de que se estableciera el Consejo tal como es ahora, no mucho después de la Era de los Reyes.
—Entiendo. Y esos secretarios… ¿sólo podían acceder a D’ni, o tenían acceso a otras Eras?
El cofrade hizo un gesto hacia el libro que Kedri tenía delante.
—He señalado los pasajes relevantes, Maestro. Estoy seguro de que hay otras entradas en los otros libros.
Detrás del joven cofrade había un pequeño montón de libros.
Anna sintió un estremecimiento de excitación. Se levantó, se acercó a los libros, se agachó y cogió uno de ellos y lo abrió; olió el aroma de los muchos años que se desprendió de la página.
Era una escritura vieja, distinta en diversos aspectos de su equivalente moderno, pero fácilmente descifrable. En varias partes, la tinta casi se había desvanecido, pero el significado del texto estaba claro.
Anna miró a Kedri y asintió, experimentando por un instante una inmensa satisfacción.
—¿No será demasiado antiguo, Maestro? —preguntó el joven cofrade—. Pensé que quizá su edad lo podría invalidar.
—Un precedente es un precedente —dijo Kedri, que miró a Anna, para luego volver a leer el pasaje—. Encontraremos otras fuentes que lo verifiquen, sin duda; y otros ejemplos, lo garantizo.
Cerró el libro.
—Ha hecho un buen trabajo, cofrade.
—Gracias, Maestro —respondió el joven, que hizo una gran reverencia con una amplia sonrisa en su rostro.
—Gracias a usted, cofrade…
—Neferus, Maestro. Cofrade Neferus.
Lo que requirió la votación del pleno del Consejo para decidirse, sólo requirió una única firma para ser revocado.
El Señor Eneah, al apartar el documento, sintió que se quitaba un gran peso de encima. Le alegraba que el Maestro Kedri encontrara lo que había encontrado, porque nunca se había sentido cómodo con la decisión, pero al alzar la vista, vio mentalmente el rostro tenaz del Señor Rakeri, y supo que no todos los Cinco estaban tan satisfechos como él.
Los libros serían devueltos al Maestro Kahlis, y Ah-na podría viajar en ellos. Pero no todo era como antes. Aitrus seguía negándose a recuperar su puesto como representante de la Cofradía de Prospectores. Decía que estaba cansado de votaciones y reuniones, y quizá tenía razón. Y en cuanto a Veovis…
Eneah dejó la pluma en la escribanía y se echó hacia atrás, cansado ahora que todo había terminado.
El joven Veovis le había visitado aquel mismo día, decidido a decir lo que pensaba. No había sido maleducado, ni había desafiado en modo alguno la validez de los descubrimientos del Maestro Kedri, pero estaba claro que resentía la intrusión del Legislador y seguía siendo contrario a que Ah-na entrara en una Era D’ni. Había terminado suplicando al Señor Eneah que dejara de lado el antiguo precedente y que apoyara al Consejo, pero Eneah le había dicho que no podía hacer eso.
Al fin y al cabo, la ley era la ley. Los precedentes eran los precedentes. Era la costumbre D’ni y así había sido durante un millar de generaciones.
Y así se había marchado Veovis, desacreditado, enfadado y lleno de resentimiento; ¿quién podía saber qué consecuencias tendría eso?
«Pero así es —pensó Eneah, contemplando el estudio vacío—. No hay nadie, por grande o poderoso que sea, más importante que D’ni».
Sonrió, consciente de que pronto él no sería más que un nombre y otra estatua en la Gran Sala de los Señores.
—Así es —dijo en voz baja—. Y así debe ser. Hasta el fin de los tiempos.
Y dicho esto se levantó, cruzó la habitación y salió, moviéndose despacio, en silencio, como una sombra sobre la roca.