VI

Otra vez Los Gazules

Era un día templado, de principios del verano. Conducía el coche Laury.

Ya es sabido que en los Estados no damos importancia a los títulos de aristocracia. Por el contrario, nuestro modelo es el self made man, que llega a adquirir poder social y económico. O bien el gran artista, si al mismo tiempo llega a hacerse rico con su arte. Es decir, que nadie envidia la suerte de un poeta como Poe, o Whitman, o de uno escritor como Faulkner. Estamos todavía en América en un período de estructuración de nuestra sociedad y de nuestra nación. ¿Es que con un poema se puede construir un rascacielos? ¿O con una novela un nuevo modelo de avión o ir a la luna en un cohete? La ciencia aplicada es nuestra gloria.

Eso no quiere decir que no admiremos a los artistas, especialmente a las grandes estrellas del cine que cobran un millón por una película. No creo que el pragmatismo por sí solo esté mal, sino que hay que esperar a ver las consecuencias que trae y la clase de poder que lleva en sí mismo, ¿verdad, profesor? Usted conoce América y la admira y ama sin dejar de conocer sus debilidades y sus miserias, que son debilidades de crecimiento, mientras los otros países con poemas y guitarras se andan buscando la flor del berro, o con el revólver en el cinto aguardan en la esquina la hora del Beri, y no lo digo por México. Pero en muchas naciones de habla hispana hay agentes de un bandido famoso con ese nombre —el Beri— que tienen su hora inesperada de actuar. Y así la llaman, «la del Beri», lo mismo que aquí.

Los gitanos saben de eso. En las subculturas o minorías americanas hay una tendencia ciega a la integración y el Beri no tiene agentes. Los gansters, por ejemplo, parecen gentlemen y sus fechorías están lógicamente organizadas.

En todo caso, yo previne a Laury sobre el carácter del duque. Le dije que me había ofrecido matrimonio el año anterior y le expliqué la manera barroca y un poco desorientadora de su proposición, lo que pareció intrigarle a mi marido, aunque mirándome gravemente a los ojos comprendió enseguida que entre el duque y yo no había habido nada. Aquello de los huevos fritos con sal le hizo gracia. Porque, como ve usted, yo se lo cuento todo a Laury.

Laury es muy hombre, me tiene a mí y sabe que soy suya cien por cien. Eso le basta y le da una gran fuerza frente a los posibles rivales, por ejemplo, a Curro, que se sentía anonadado en su presencia. (Y si se muere ya se lo dirán de misas, al pobrecito).

Le dije antes de llegar a la finca de Los Gazules que el duque era sofisticado hasta el decadentismo.

—Eso me interesa —dijo Laury.

—No te entiendo, querido.

—Quiero decir que todo lo que decae y muere, o se acaba y extingue, se hace prestigioso. Lo mismo entre la gente simple que entre los aristócratas. Por ejemplo, los indios americanos se están extinguiendo y tú ves qué románticos nos parecen y lo mismo se podría decir de los rusos blancos aristocráticos. La aristocracia inglesa más vieja también se hace respetar, y aun admirar, por su decadencia y supongo que la española también, aunque no he conocido todavía a ningún duque español y este va a ser el primero.

Me parecía una actitud noble en Laury, americano al fin y no muy dado a los blasones. Decadente o no, el duque no pierde detalle y ve crecer la hierba y lo demuestra en todo lo que dice, lo mismo cuando habla con hombres de ciencia, o de letras, que cuando discute con un tal Pero Grullo, hombre del pueblo, famoso en la comarca, y muy listo, con el que todo el mundo está de acuerdo. Creo que trabaja en su finca, aunque no permanentemente. Y es el que dice las cosas obvias.

Le conté a Laury que la vieja duquesa con ochenta y tantos años, sale al parque las noches de luna y baila dando brinquitos a un lado y al otro, con su bastón de plata y su pañuelo de encajes en la mano, rígida como una gran muñeca. Laury cree que estos signos de decadentismo son inocentes y pueden ser simpáticos. Yo pienso lo mimo. En cuanto a la vieja duquesa, me dicen que la llevan sus parientes y criados en pinganillas, que es un género de transporte que no he visto aún.

Pero decadentes son también el cante hondo y el flamenco y el garrotín que conjura el garrote. Y esas maneras de decadencia son tan antiguas como el orinar en la pared, según decía Curro. (Por cierto que es una costumbre esa muy generalizada y también el pegar carteles y hay prohibiciones contra las dos en casi todas las esquinas).

La reacción de Laury en Andalucía es como se puede suponer típicamente americana. Y si Laury se siente a veces un poco como las gallinas en el corral del vecino —es un dicho típico andaluz—, la verdad es que yo le ayudo a acomodarse y él completa la adaptación con su buen humor. Por cierto que hay varias clases de risa en España: la homérica, la sardónica, la cínica, la satírica, la jocosa, la retozona, la trapera (soltar el trapo) y algunas un poco peligrosas como la del descoyunte y desternillamiento y la del reventar. Así dicen: reventaba de risa. He oído incluso que hay formas histéricas especialmente graves, que dejan al reidor paralizado en un rincón hasta que se muere. Y dicen de él que se murió de risa. Estas risas mortales no se dan en los Estados y yo creo que forman parte del decadentismo bético-tarteso. Porque la de Laury es simplemente una risa de efectos purgativos como la tragedia, es decir, saludable y, como me dijo él un día, reintegradora. Esto no lo he entendido todavía.

Así, pues, cuando llegamos al palacio de los duques, todos sabíamos a qué atenernos. Seguramente, el duque también.

Lo curioso es que después de las presentaciones (la vieja duquesa no estaba presente), se pusieron a hablar como dos viejos amigos. El nivel de cada uno en su propio país es el mismo: a Laury los millones le dan prestigio y lo que podríamos llamar merecimientos reverenciales. Como dicen los gitanos, el parné se hace respetar. Al duque le dan reverencia sus títulos y también su dinero, porque los privilegios le permiten arrimar un ascua de oro a su sardina cuando quiere, según el dicho popular.

Hablaban como viejos amigos. Eso no dejaba de llamar la atención al mayordomo, cuando por alguna razón entraba en la biblioteca, que era donde estábamos. Por cierto que la biblioteca tenía tres pequeñas naves, como los templos góticos y, como estos, bóvedas de forma ojival con pinturas antiguas y letreros entre las nervaturas. Había por allí, también, algunos atriles en los cuales descansaban libros enormes del tiempo de Alfonso el Sabio, creo yo, con epígrafes policromados y arabescos en los márgenes. Y estaban abiertos y marcados con una cinta de seda en los lugares donde hablaban de los Gazules, sin duda antepasados del duque. Yo le pregunté si eran de la misma tribu los abencerrajes y los panolis y el duque se ruborizó. Otro rasgo decadente.

Laury se detuvo a mirarlos, pero no puso atención. La verdad es que lo que interesa en un libro es su contenido y él no entendía el español antiguo, según dijo.

Estaba yo atenta a las reacciones más sutiles del duque. El lujo entre los hombres poderosos consiste en decir todo lo que piensan sin cuidado alguno, aunque con las limitaciones del buen gusto. Es el lujo de Laury y también del duque. Laury le dijo que sabía que había estado en América.

—Su país —dijo el duque— me da la impresión, para decirlo en pocas palabras, de un limbo macadamizado.

Laury encontró la apreciación bastante justa en cuanto a la apariencia exterior para un europeo como él, y especialmente para un español andaluz. En cambio, a Laury le parecía España un muestrario de catedrales y castillos en venta que no hallaban compradores. Añadió Laury que era una impresión también a primera vista. Lo mismo España que América tenían, sin duda, algo más que ofrecer.

Ninguno trataba de molestar al otro, porque cuando se es tan poderoso por dinero o por otras razones de Alta Alcarria, no se tiene un sentido vulgar del patriotismo. (No recuerdo si en este caso se dice Alcarria o Alcurnia).

—América —añadió Laury— es un país en donde si no andas con cuidado te haces rico, pero eso lo resolvemos creando fundaciones y centros culturales o ayudando a los huérfanos del Indostán o a las viudas de Madagascar.

—Sí —respondió el duque—. En cambio, España es un país donde al menor descuido te haces pobre y no levantas cabeza en tres generaciones.

Los dos reían de buena gana y el mayordomo sirvió té en bandejas y servicios de plata muy repujada. En un pequeño búcaro en la bandeja mía había una rosita amarilla y algunas flores silvestres.

—Oh —dije yo—. Es la primera vez que veo amapollas en un florero.

Ahora los tentados por la risa eran el duque y el mayordomo. Hacía el duque tantos esfuerzos para no reír, que se veían temblar debajo de su piel los músculos de la cara.

Pero volvieron el duque y Laury a sus temas. América era vulgar a fuerza de juventud. Todo lo que crece es vulgar, y lo que decae y muere, distinguido. Andalucía era interesante y pintoresca y peculiar a fuerza de vejez.

Yo dije:

—Y de gracia y de flores. Nunca he visto tantas flores como en Sevilla.

Volví a hablar de las amapollas tratando de averiguar por qué se ponían tan nerviosos el duque y el criado y no lo conseguí. Otro misterio tarteso, supongo.

Laury, un poco extrañado también, se puso a hablar de cosas impersonales. Yo creo que Laury le lleva ventaja al duque, porque es más joven y tiene los nervios de los atletas yanquis, es decir, nervios de acero. Los del duque están más trabajados y a veces le tiembla un párpado y se advierten en su atención señales de fatiga. Hay que tener en cuenta también la diferencia de edades. Hasta en su risa se advierte. Cuando yo hablaba de las amapollas, el duque tenía una risa reprimida de conejo. No sé por qué. Yo, dejando las amapollas misteriosas, hablé del sentido que se tiene en América o en Europa de la brillantez de las personas dentro del marco social. Me pareció que era un tema discretamente femenino y bastante oportuno en una biblioteca antigua con gazules, mayordomos de gala y mapasmundi.

Laury dijo que no comprendía lo que yo quería decir y que debía plantear la cuestión en términos más concretos. Mirando alrededor los retratos al óleo de los antepasados del duque, dije que el esplendor era la vida brillante, y que a las mujeres siempre nos interesaba la brillantez en la vida.

—¿En qué vida? —preguntó el duque.

—No hay más que una. La vida. La gran vida —dije yo.

—Eso es, la vida —concedió el duque, con una voz que yo diría soñolienta.

—En todos los casos —dijo Laury no sé si en serio—, la vida física es una oxidación que a veces produce luz como el fuego y a eso lo llamamos una vida brillante. Claro es que la brillantez a la que se refieren las mujeres, en general, es independiente de todo eso. El fuego es una oxidación. La vida es otra oxidación. Las dos son imposibles sin el oxígeno, que se va consumiendo más o menos lentamente. Toda oxidación, como todo fuego, produce alguna luz. Y esa luz es la brillantez. Una vida física perfecta sería más brillante que una conciencia moral escrupulosa, o una conciencia de clase. Un atleta olímpico en plena forma será siempre más brillante en sociedad que todos los viejos emperadores coronados de oro.

—Es posible —concedió el duque, amablemente—. Pero ¿qué trata de decir con todo eso?

—Que en América estamos atentos, por ahora, a esa clase de brillantez un poco elemental, pero realmente poderosa, aunque no lo parezca. Ustedes tienen la reverencia de lo que muere, y nosotros, la vulgaridad cómoda y atractiva de lo que crece y se desarrolla y vive para el mañana. Tal vez es más sustancioso lo nuestro.

—Eso nadie lo puede negar —dije yo.

—Si usted lo dice, no lo negaré nunca, Nancy. Nada de lo que usted diga lo negaré nunca.

—Ya sé —intervino Laury con una candidez encantadora— que estuvo usted interesado por Nancy, pero como yo no lo conocía a usted ni ella a mí, no hay conflicto.

—Lo malo es que sigue gustándome —dijo el duque en español, con una expresión cómica—. Es una de esas muchachas que hacen tilín.

—¿Qué es lo que hago? —pregunté yo, esperando enterarme de una vez.

—Tilín.

No me atreví a preguntar más por si acaso.

Otro misterio. A veces en las conversaciones con los andaluces todos son conjuros y contraconjuros y entonces los gitanos y los payos andan por un lugar —una especie de terraza, pienso yo—, que se llama el retortero. Es lo que le pasó poco después al duque.

Pero habían traído botellas y bebían como esponjas, sobre todo el duque, quien comenzó pronto a perder el control. Esto se manifiesta en la manera de ponerse a hablar de sí mismo, de una manera yo diría narcisista, lo que en todas partes es de mal gusto. ¡Qué cosas dijo! Y seguía bebiendo. Y seguía hablando como un loco, o como un borracho. Laury tocaba mi pie con el suyo como diciendo: «Ahora veo lo que decías de la decadencia». Yo prefería entender todo aquello como una prueba de confianza. Nos hablaba como si fuéramos amigos de toda la vida y con una cierta dosis de euforia histérica, pero el control no lo había perdido del todo, ya que hablaba español y se dirigía a mí, tal vez confiando en que Laury no comprendiera. Yo tenía ahora para el duque un atractivo nuevo: el de estar casada, es decir, el no llevar conmigo el riesgo del matrimonio.

—A su salud —dijo, bebiendo el cuarto o quinto vaso de brandy.

—A la suya —y alcé la taza de té.

—Aquí donde me ve, tengo sesenta y ocho años, pero me enamoro como a los quince y hago el amor como a los treinta. Palabra. Y perdone la confidencia. Es verdad que si hago algún exceso, oigo llamar a una puerta. Digo: «pase» y la puerta se abre y no entra nadie.

Alzó el vaso, volvió a beber y siguió:

—Entreveo detrás una verja oscura (más dentro de mí que fuera). Por esa verja no se va a ninguna parte, es decir, la entreveo como un túnel color ceniza fría que se disuelve a lo lejos sin ir a ninguna parte. Con todas estas historias que no vienen a cuento, y ustedes perdonen, quiero decir que, aunque el amor sigue siendo la norma de la brillantez y de la oxidación de mi vida, y será la causa de mi muerte, cada vez que me atrevo a vivir como a los treinta, me veo entrar en un laberinto sombrío y lleno de recovecos detrás de los cuales puede no haber nada ni nadie, pero puede haber un vestigio, o una partida serrana preparada por el Baro Furco. ¿Verdad, Jeromo?

Sonrió el mayordomo con un rumor gutural de adulación.

—Eso es pura jindama —dije yo.

Oí otra vez reír disimuladamente al mayordomo, detrás de mí.

—¿Qué jindama? —preguntó el duque. Yo no soy más flojo que los demás.

—La jindama de los años.

—¿Qué años?

—No quisiera yo llegar a la vejez, ni siquiera a una vejez juvenil como la suya —dije en español.

Claro es que esto último lo decía con la lengua en la mejilla, pero él lo tomó como un piropo. En eso los hombres son tan tontos como las mujeres. No hay ninguno que se considere verdaderamente viejo, ni verdaderamente feo.

—Eh, eh —gritó Laury, cómicamente alarmado—. Hablemos en inglés.