II
Las primeras cartas de Nancy
Pero como dije, se casaron. Y ella, según prometió, fue escribiéndome durante el viaje de novios. Le había ayudado mucho en su tesis y ella me consideraba —creo yo— una especie de padre adoptivo. Dijo que escribiría cada día algunas páginas y me las mandaría, todas juntas, cuando tuviera quince o veinte, lo que naturalmente daría a las cartas más interés. Ella cree que a mí me interesan más que a su amiga Betsy, puesto que se trata de mi país natal, pero me pidió que se las mostrara también a ella.
Lo que ignora Nancy es que para un aragonés Andalucía es casi tan exótica como para ella misma, idioma aparte. Las regiones de España están muy diferenciadas por su historia, costumbres, artes, manerismos y, hasta hace poco, incluso por los vestidos de sus habitantes. Ni siquiera es del todo cierto lo que digo del idioma, porque muchos catalanes, vascos y gallegos ignoran todavía el castellano. Lo mismo les pasa a algunos valencianos, a no pocos chuetas mallorquines y a algunos guanches del archipiélago canario.
Decía Nancy con el estilo epistolar ligero y graciosamente expresivo que ya conocemos:
«Tomamos el avión en Los Ángeles para ir a París directamente por el Ártico (es decir, sin pasar por Nueva York). Yo esperaba ver los pingüinos, pero Laury me dijo que estaban en el polo Sur, en el Antártico, y lo sentí. De saberlo, habría preferido hacer el viaje por Nueva York y ver allí a mis abuelos paternos.
»Llegamos a París no sé a qué hora de qué día, porque resulta que volábamos al revés, es decir contra el sol. En cuanto al Ártico, ni siquiera vimos nieve alguna, porque pasamos sobre Groenlandia nada más, lo que resultó decepcionante.
»Lo que interesa en todo caso es que soy la esposa de Laury y en nuestro viaje de novios voy a mostrarle muchas cosas que él no sospecha porque es la primera vez que va a Europa.
»Ha estado en otras partes, el Japón y África del Sur, pero no en Europa. Yo debo advertir, refiriéndome a mi vida sentimental, que con el trabajo de la tesis y el año transcurrido en mi patria americana, había olvidado del todo mi affaire con Curro.
»Sin embargo, se lo conté a Laury como es natural antes de casarnos. Laury se rió conmigo y luego me dijo: “Así se comprende que aprendieras tanto sobre la naturaleza de los gitanos y sobre los duendes”.
»Laury habla francés y español. En el francés me lleva ventaja, lo habla mejor que yo. Pero en el español le gano, de modo que todo queda compensado.
»Escribiré más largamente dentro de unos días, cuando haya dormido bastante y me haya adaptado al nuevo meridiano, como dice Laury.
»Love. Nancy».
Firmaba también Laury diciendo que había visto en París el monumento a Servetus y que no pudo menos de reír porque tenía un gesto y un perfil parecidos al de don Juan en la ópera de Mozart.
Ese Laury siempre el mismo.
En su segunda carta —ya larga— comenzaba Nancy contándome el viaje en avión. Según mi costumbre publico las cartas tal como llegan, es decir retocando un poco el estilo para que sus ideas resulten más directas y claras. Como se verá, sigo sin corregir los errores y quidproquos, que creo que tienen alguna gracia.
Dice Nancy:
Una vez casados según el ceremonial de la iglesia unitaria, que es como el de las otras iglesias protestantes, seguido por una pequeña fiesta, quedamos ligados por vida. Es verdad que Laury no tomó nada de aquello muy en serio, a pesar de sus respetos por la memoria de Miguel Servet y de la coincidencia, en general, de sus ideas con las del mártir de Ginebra. Los padres de Laury no pudieron asistir por hallarse en Inglaterra y mi madre tampoco porque estaba en Hawaii. Una vez en el avión me dijo Laury:
—Ligados por vida según dijo el ministro unitario, Nancy, ¿qué te parece?
—¿Te aprietan mucho las ligaduras?
—No. Los lazos son tan ligeros como… como…
No encontraba la palabra. Por la ventanilla que estaba a mi lado se veía una gran luna azul y se me ocurrió una idea poética:
—Como rayos de luna.
—¡Ahá! Lazos y ligaduras de rayos de luna.
—No son muy apretados, la verdad.
—¿Qué quieres que te diga? Tampoco son fáciles de romper. ¿Cómo romper un lazo de luna? ¿Cerrando la ventana? Quizá, pero yo duermo con la ventana abierta.
—Yo también.
Una vez más Laury soltó a reír. A mí me gusta su risa porque se le ve muy feliz y yo lo atribuyo a su boda conmigo. Aunque antes de casarnos se reía lo mismo. Pero entonces era sólo por llevarle la contraria a su padre. Además, yo creo que trata de reírse de la realidad ajena mientras construye la suya. En todo caso yo también formo mi realidad a mi manera y esta vez es la misma de Laury. Por si acaso la boda fue a bordo de un yate que tenemos en la bahía de Laguna Beach para evitar el mal de ojo, ya que estábamos rodeados de agua. Lo único triste que hubo en la boda fue un testigo de Laury, que es hippy, pero es calvo y se le adivinaba terriblemente frustrado.
Como yo sé que es usted un poco escéptico en cuanto a los duendes gitanos y no cree mucho en ellos, yo me permito preguntarle: ¿No es extraño que Laury y yo nos hayamos casado así, de pronto, sabiendo él que yo tuve un affaire dramático con un gitano andaluz y sabiendo yo que él no cree en las bodas ni en los matrimonios y ni siquiera en el amor? Y sin embargo, aquí estamos, marido y mujer. De sopetón. Digo, como cuando apareció la laguna que lleva ese nombre cerca de las puertas del infierno homérico, en Huelva.
Unidos por rayos de luna en una ceremonia unitaria, sobre la hoguera de Miguel Servet y con mucho humo debajo. En Sevilla me decía Soleá que para casarse había que hacerle tilín antes al novio. Yo no sé en qué consiste, pero cuando la vea se lo preguntaré. Tal vez después de casada también se le puede hacer tilín.
Aparte otras consideraciones que nos llevarían demasiado lejos, yo puedo decirle que intervinieron en el milagro (prodigioso es echarle el lazo a un Bato Loco) un agente solícito (usted) y un entablador, el Dr. Blacksen con sus melancolías de hombre viejo, y pesimista más por nostalgias de emigrado que por otras razones. El solícito es alegre y feliz y se conduce como tal. Usted me prestigiaba a mí como hace el duende que produce la soleá, con sus amables consideraciones en las que Laury ponía especial atención porque le estima a usted, y por otra parte el duende entablador que entró en las tinieblas de la nostalgia de Blacksen me dio las diez de últimas dejando como víctima al propio profesor. Allí quedó, el pobre. La razón por la cual el profesor es una víctima yo no se la voy a decir ahora. Tampoco Laury la sabe. Pero siempre el entablador (cuando se materializa en un ser humano) acaba siendo su propia víctima. Ese suele tener una cabeza que se parece a la cabeza del turco, supongo que por alguna razón o algún detalle muy concreto que ignoro. Pero aquí se dice que a veces hace falta una cabeza de turco para recibir los golpes del destino.
En Sevilla me decían mis amigas que no se casaban hasta que encontraban la horma de su zapato. Yo he buscado en el diccionario y dice: «Horma. Molde o cosa en la que se fabrica un objeto. Por ejemplo, horma del zapato». Es verdad que yo tengo varias para guardar mis zapatos y que no se me ha perdido nunca ninguna.
Eso, no lo entiendo. Si tiene importancia para la vida de una mujer casada le ruego que me lo explique. El idioma español sigue teniendo todavía algún coloquial misterio para mí y se presentan a veces pequeños malentendidos esporádicamente, aquí y allá.
Yo sé que Blacksen habló con Laury y le contó lo de mi salto del avión desde seis mil pies de altura. También se lo contó a usted. Para Laury, una mujer que cree en los duendes gitanos y que salta de un avión desde esa altura, tiene algo inexplicable. La falta de lógica en una mujer que tiene algún atractivo físico la hace más deseable —eso yo lo sé bien— y movilizó algunos duendes alrededor mío. Los más eficaces fueron, como le digo, un solícito —usted— y un entablador. Ahí han quedado ustedes un poco sorprendidos por el curso súbito de los eventos. Le suplico por el Mengue Baro que atienda usted al profesor Blacksen y no lo deje demasiado solo, porque está lleno de ideas sombrías. Y yo lo quiero. Ponga usted en la gramola del 1-2-3 el vals «Aniversario», por favor.
En España las novias se ponen veinticinco alfileres en el vestido de fiesta. También yo, para imitarlas, pero luego al abrazarme Laury se pinchaba por todas partes. Yo le expliqué esa costumbre y él reía chupándose una gota de sangre en un dedo.
Durante el viaje en el avión lo pasamos muy bien. Cuando voy en aviones de viajeros no suelo moverme del asiento. Tanta gente alrededor y a alturas tan considerables me da mal vagío. Otra cosa es subir en un avión de turismo con dos pilotos y lanzarse al aire con dos paracaídas. Pero un viaje a través de Groenlandia y del Atlántico con ciento cincuenta pasajeros me da ideas diferentes. ¡Un tren, un tren de muchos vagones viajando sobre las nubes! ¡Y luego hablan de la magia de los calés! Cada vez que el avión encontraba un bache yo decía para mí: Lagarto, lagarto. Era para conjurar al Furco. Al mismo tiempo me acordaba de Lagartijo III.
En cambio Laury iba y venía por el avión, iba al bar, se sentaba en el órgano (sabe un poco de música) y tocaba «Aniversario» en honor de Blacksen. Luego iba al rest room, como si estuviera en su casa. Yo lo veía ir y venir y lamentaba que no fuera español porque a los maridos españoles les gusta tener la sartén por el mango y eso quiere decir que pueden hacer el desayuno (preparar los huevos, etc.), cosa importante porque la verdad a mí no me gusta la cocina. Claro es que tendremos sirvientes, pero así y todo.
Ya digo que Laury iba al rest room como si tal cosa. Yo me abstenía en lo posible de beber ningún líquido —ni siquiera té— para evitar ir a aquella parte del avión, tan trasera y tan estrecha. No es que tenga miedo de que el avión se desnivele. Al fin yo no peso más de ciento treinta libras. Pero con la velocidad que llevan estos 747 estoy segura de que los malos mengues que suelen acompañar a la gente que se mete en aventuras arriesgadas estaban todos en la parte de atrás empujados por una serie de circunstancias magnéticas, especialmente por la velocidad relativa (Einstein) del desplazamiento en relación con el planeta giratorio.
Y perdone la pedantería. En cuanto al riesgo de un duende adverso, cuando se intenta una aventura, recuerdo lo que me sucedió en la avioneta, cuando me lancé con dos paracaídas y sólo se abrió uno. La verdad es que en el 747, al arreglarme el pelo con un peinecillo de bolsillo, me habría gustado ir a la parte trasera a arrojar por el toilet algunos pelos al mar, ya que eso de pelillos a la mar es un buen conjuro contra duendes menores. Pero no me atreví.
En fin, y usted perdone mi realismo español, yo no iba al toilet ni en broma.
—¿No vas al rest room? —preguntaba Laury.
—Darling —le respondía yo, un poco nerviosa—. I am not tired.
Y luego dejó de preguntármelo comprendiendo que su insistencia era de mal gusto.
Usted dirá qué tienen que ver los duendes con la velocidad relativa de Einstein. Bien, hay muchas cosas que tienen que ver entre sí aunque no lo parezca. Todo está relacionado, en el universo. Y Einstein descubrió que la electricidad, el magnetismo y la gravedad son una misma fuerza. Ya ve usted. Y las tres actuaban en el avión al mismo tiempo y, aunque contrarias, se compensaban entre sí para una sola tarea: avanzar hacia Europa con Laury y conmigo. Es decir, con nuestro amor.
Los duendes viven en el mundo magnético, y si este y la gravedad son la misma cosa, actúan en todos los momentos del día y de la noche y en todas partes y direcciones. Esto espero que lo aceptará usted. Y a la altura que volábamos el agua no debía hacerles impresión. Además, la mitad del viaje se hizo sobre tierra: Groenlandia y Canadá.
Los duendes que yo citaba en mi tesis son sólo una parte de la multitud de los que actúan constantemente a nuestro alrededor. Y a veces producen un olor que se llama «a cuerno quemado» y que nos previene contra algo que va a suceder en el nivel de las cosas no demasiado propicias. En el avión no percibí nunca ese olor.
Para fortalecer a Laury contra todos los duendes, yo lo he puesto en el bolsillo del pecho de cada una de sus chaquetas un diente del Gila monster de Arizona, (el lagarto más venenoso del mundo). No estoy segura de que mi esposo crea en esas cosas, pero le divierten. Ha pasado también hace dos años una temporada en San Francisco y le gusta aquella comunidad (tan parecida a la de los gitanos), pero dice que es contradictoria porque todos los hippies cantan al primitivismo y viajan en automóviles, ensalzan el amor y viven en promiscuidad y quieren ser absolutamente buenos y no es posible tal cosa en el mundo. En esto, Laury es bastante gitano porque, según él, la bondad no ha regido nunca el mundo y no ha existido en la historia sino como una forma de debilidad, ya que los que no hacen daño es porque no pueden y el mayor de los placeres y el más general es fastidiar al prójimo. Los que no lo confiesan es porque, según la teoría sevillana, tienen pelos en la lengua (eso debe ser horrible), que les impiden decir la verdad desnuda. Yo acepto eso incluso en el amor. Las mujeres de las subculturas primitivas lo saben bien. Las indias de Bolivia, por ejemplo, si el marido les pega y alguien se entromete para defenderlas, protestan diciendo: «Déjenlo, que mi marido es y puede pegarme y cuanto más me pega más buena se le pone la cosita del amor».
Usted comprende lo que las pícaras inditas quieren decir y los siquiatras aceptan un cierto sadismo moral como recurso terapéutico.
En Andalucía, a los amantes o maridos demasiado bondadosos les dicen que están hechos de pasta floral (no sé qué flor) y les dan por trabajo ir a la huerta a escardar cebollinos.
Otras mujeres, en las ciudades que reúnen condiciones sanitarias, los mandan sólo al cuarto de baño a hacer gárgaras.
En las culturas desarrolladas, como la nuestra, resulta impúdico el sadismo corporal, pero como decía antes, un poco de sadismo moral «ayuda» al amante. Laury lo cultiva a veces, supongo, aunque es un hombre fundamentalmente sano y natural y no necesita esos recursos atávicos.
Aunque él no cree en el amor, yo creo con toda mi alma y mi fe se le contagia cuando movilizo mis duendes. Laury me da la impresión de un coloso por encima de la pobreza y la riqueza, de la belleza y la fealdad, de la vida y de la muerte. Un supermarido asistido por una legión de superduendes.
Y, sin embargo, no tiene deseos de hacer daño a nadie. Además es muy sexy. En el avión, las camareras iban y venían y lo miraban gesticulando, sonrientes. Eso de gesticular es una palabra que siempre me ha intrigado y al descomponerla y analizarla veo que gesti viene de gesto (naturalmente) y lo demás… bueno, tal vez me equivoco. Pero una de las camareras coqueteaba. Laury me dijo que era un coqueteo profesional. Pero a mí se me ponía una mosca en el oído.
Verdaderamente Laury es como un dios antiguo. Pensará usted que estoy yo loca, también, por hablar así; pero para una mujer enamorada su hombre tiene algo divino. Y, en definitiva, todos los hombres inteligentes son parte de la inteligencia suprema que lo rige todo según el glorioso antepasado de usted, Dominus Michaelis Servetus.
Como decía Levi Strauss según usted me dijo… pero perdone, no quiero volver a la tesis que tantos quebraderos de cabeza nos dio. Ya pasó todo y trataré de olvidarlo, por lo menos durante mi luna de miel. Después el rey de las moscas dirá si algún día llegan las del Beri. El Beri es lo contrario del Baro.
En el avión americano en el que fuimos a París, las stewardess sonreían como hermanas —así decía Laury—. Como esas buenas hermanas que son amadas por todos en el interior de la familia. Yo creía más bien que le sonreían como hermanas incestuosas. Él reía tan fuerte que todos se volvían a mirar.
Más tarde, al tomar en París el avión de Iberia, las azafatas sonreían, pero vi que gesticulaban menos. Había una pequeña diferencia a considerar y si yo fuera celosa me habría inquietado un poco. Quiero decir que siempre estaban atándole y desatándole el cinturón (a él y no a mí). Es verdad que yo estaba al lado de la ventanilla y no alcanzaban sus manos.
Pero había algo que no entendía. Me habían dicho que en un dos por tres iríamos a Mallorca. Yo creía que el avión no era dos por tres sino siete cuatro siete. Y que íbamos a Barcelona. Esa equivocación alteró el orden de nuestro viaje.
Bato Loco encontraba gracioso el error. Como somos recién casados todo le parece bien. Usted dirá, profesor que es muy rico y que eso influye en su carácter. Es posible, pero creo que más bien le perjudica un poco. En todo caso, si no fuera tan obscenamente rico tendría el mismo poder magnético, es decir irradiador, porque su personalidad tiene fuerza hipnótica y su aproximación a la realidad —a la suya— es siempre deliberadamente alucinatoria.
No sé si me explico. No querría parecer —repito— pedante, pero a veces me expreso como una alumna con el profesor que dirige su tesis. Y usted sabe que he seguido siempre su consejo de no meterme en camisa de once varas porque eso debe darle a una la apariencia solemne y bíblica de Salomón en su toga o clámide presidiendo la corte de justicia. No, eso nunca. Soy vulnerable en mis opiniones y lo confieso sin embarazo.
Además, yo no uso camisa. Ahora no la usamos las mujeres sino para dormir y a mí más bien me gusta dormir desnuda del todo (y perdone usted la inmodestia que pueda haber en esta declaración, un poco inverecunda).
Me sucede algo parecido a lo que le pasó a Soleá cuando se casó. Que el corazón no le cabía en el pecho y tuvieron que hacerle una cardiografía (creo que se llama un electrocardiovasculardiograma). Aunque esa palabra me da miedo y cuando la pronuncio se me hace un nudo en la garganta, lo que me hace pensar que podría ser malange. Como ve, no me fío y ando alerta, recordando los secretos que me confió el Cantueso. Alta sabiduría que nunca le agradeceré bastante y que tanto me ayuda en la vida.
No habíamos hecho reservations por telégrafo en ninguna parte y eso nos parecía divertido. Todavía lo era más que nos equivocamos de avión y en lugar de ir a Barcelona fuimos a Palma de Mallorca. Eso a causa del 2 × 3 en lugar del 747.
Y aquí estamos. Es la más grande de las islas Baleares cuyo nombre viene de «reinas» (del persa Baal, que quiere decir rey). Con mis curiosidades de Antropología, en seguida que estoy en un sitio desconocido trato de informarme de las condiciones sociales y no por libros ni estadísticas (estoy en un período de mi vida en que pasarme el día en las bibliotecas sería del todo ridículo), sino de primera mano y por el contacto con la gente. De lo social deduzco lo histórico. Por ejemplo, de la abundancia de los camperols barretinos (con gorros de Frigia) deduzco el origen helénico. Eso dicen que también sucede en Cataluña.
Por el momento mis fuentes de información son los bell boys del hotel. Los niños son las personas más accesibles en cada lugar, como es lógico. No vamos a salir al paso de las personas graves y maduras en la calle para preguntarles si la gente come más carne o pescado. O viste de lino o de algodón. Aunque a veces los nombres geográficos bastan para hacernos revelaciones interesantes. Por ejemplo, Linares es una ciudad donde abunda el lino. Ferrol donde abunda el hierro. En Córdoba, el cordobán. Figueras, donde abundan los higos; en Montilla, el amontillado, Vasconia donde abundan los vascones, Cabra donde… bueno, esto último es dudoso.
Yo me familiaricé en seguida con el bell boy —botones, los llaman aquí— de nuestro piso, quien en pocas palabras me puso al corriente de lo más esencial. La población indígena de las Baleares se divide en dos grandes sectores: chuetas y butifarras. Son judíos antiquísimos, anteriores a nuestra era. Antes de Salomón ya estaban allí. ¿No es fabuloso? Lo malo es que, lo mismo que en otras partes del Mediterráneo donde hay colonias, los discriminan y les dan nombres vejatorios. Así chueta quiere decir cerdo. Yo pregunté al bell boy en qué proporción están, más o menos, y él me dijo:
—La mitad son chuetas y la otra mitad butifarras. Yo voy para butifarra.
Los ricos y educados y a veces poseedores de títulos del reino son llamados butifarras, es decir, un producto de carne de cerdo picada y embutida (de ahí el prefijo buti) en el intestino grueso del animal porcino. Con eso quieren decir —y lo dicen los mismos chuetas— que todos son judíos más o menos decorativos o modernizados por el poder económico o social. Entre los butifarras hay notables escritores, políticos y banqueros. Eso me dicen.
Porque lo mismo que en otras latitudes, en las Baleares los judíos no son tontos. Por cierto, que hay una legumbre que se llama en la península habichuelas, pero aquí las llaman judías porque son las que conservan el calor más tiempo y así las cuecen el viernes y pueden comerlas calientes el sábado (día sagrado) sin encender el fuego, que está prohibido por La Biblia.
Se lo dije a Laury y él se puso serio —cosa rara—. Tal vez entre sus antepasados hay semitas. Aunque Laury no tiene ningún rasgo nacional judío. Las orejas no están separadas del cráneo (digo, demasiado separadas), la nariz no es excesivamente aguileña ni larga, los labios no son gruesos. Además se ha declarado en materia religiosa francamente partidario de Miguel Servet.
Como yo. (Incidentalmente Mallorca, es también palabra semítica, de mallor, o malhor, lo mismo que palma). Es bueno, ahora, tener religión, aunque sea una religión como la nuestra, que no le obliga a una creer sino que el mundo es hermoso y que la vida es un continuo y perpetuo milagro. Eso sí que lo creo y cada día más. Por los dos lados: el calé y el payo. Al menos en mi situación presente.
Hasta los católicos me caen bien. Lo que no me gusta es que todo lo arreglan con misas. Así cuando discuten y no logran ponerse de acuerdo aplazan la cuestión y uno le dice al otro: «Ya te lo dirán de misas». Se supone que los curas pueden arreglarlo todo con el ritual, aunque yo, la verdad, lo dudo.
Soy feliz, querido profesor, por vez primera en mi vida creo yo, aunque también lo creía el día de los caracolitos blancos saliendo de las varitas de nardo y trepando por los cristales de las ventanas en Alcalá de Guadaira. La vida, al menos para mí y hasta ahora, ha sido un regalo de Dios que no merezco, en el sentido en que nos hablaba usted, profesor, al referirse a las doctrinas de Miguel Servet.
Imitando a Clamores yo podía cantar jaleándome con palmitas secas:
Lo quiero por seguiriyas
y porque sabe reírse
de la mar y sus orillas
Me gustaría verla, a Clamores, y encargarle una juerga de tronío —así dice ella— sin pensar en los gastos. Al estilo de Nabucodonosor rey de Babilonia. Aunque si continúa con Quin, habrá que invocar a algún que otro duende para que no haya esaborisión si se presenta Curro. De eso se encargaría quizá Soleá, que, como me dijo, sabe dar esquinazo a los hombres cuando se ponen pelmas. Esquinazo quiere decir golpe contra una esquina. La verdad, eso me parece demasiado, aunque aquí es frecuente. Y especialmente cuando recuerdo lo que al abejorrito le pasó con Curro. En ese caso la esquina era metafórica.
Como se puede suponer, en Mallorca fuimos al mejor hotel. Parece que es un hotel famoso y que viene mucha gente. El botones que tomó nuestras maletas dijo que en cada avión llegaban ciento y la madre. No sé la madre de quien.
Parece que las agencias los distribuyen así: ciento y la madre de alguien para cada hotel de primera clase. Laury le dio un billete de cinco dólares al bell boy de propina y el chico miró el billete y le dijo: «El señor se equivoca, me da un billete de cinco, en lugar de un billete de uno». ¡Qué honradez! Entonces Laury lo tomó y le dijo: «Es verdad, me he equivocado», y le dio otro de diez. El botones irradiaba luz y, como se puede suponer, está día y noche pendiente de nuestros deseos.
Cuando yo le dije al jefe de servicio de nuestro piso que el muchacho era muy inteligente, él nos dijo:
—Ese las caza en el aire.
¿Qué será lo que caza en el aire? ¿Las moscas? Eso no me gusta. ¿O las propinas? Esto último parece más higiénico.
Vamos a la playa como todo el mundo. Es curioso como la ley de los calés en cuanto a identidad de contrarios se cumple en todas partes. Por ejemplo, el mundo de Occidente considera inferior a la gente de piel oscura. Por eso los orientales han sido a lo largo de la historia medio esclavos. Pero aquí hay algunos millares de Fritzes y de Ottos y de Smithes y de Sullivans y de Duponts y de Beauvoirs todos tendidos como lagartos (entre ellos Laury y yo) para tostarnos bien y tomar el color de los hindúes ictéricos. Cuando se lo digo a Laury, él me explica con su voz ensoñecida de recién casado:
—Es que la voluntad es superior a la fatalidad. Los orientales lo son por nacimiento fatal y eso carece de mérito y de atractivo. Nosotros lo somos ahora por voluntad o lo que llamaban antiguamente volición por complacencia. Y esto es lo que vale en la vida.
A veces Laury me deslumbra sin darse cuenta, con su sabiduría intuitiva. Es decir, que para nosotros es un lujo ponernos oscuros, y para ellos, una incomodidad haber nacido así.
Eso, lo comprendo. Aunque jamás he considerado que sea una prueba de superioridad el color de la piel. Conozco negros geniales y rubios estúpidos y no es necesario explicarlo.
Después de tanto baño de sol resultamos negros con ojos azules. Que es raro. Y cuando nos desnudamos del todo parecemos llevar traje de baño blanco, porque los lugares donde no ha dado el sol resultan marmóreos.
Sobre todo en mí. Y no lo digo por narcisismo, profesor, que usted me conoce, y no me gusta hablar ni conducirme con manerismos sugestivos.
Laury no es tan blanco, y eso me gusta porque algunos hombres parecen de mantequilla. Obviamente, los dos asimilamos muy bien el sol, y como es cuestión de pigmentos, Laury dice que tenemos probablemente remotos antepasados negros o al menos descendientes de Sem. Genes tropicales. No nos ponemos rojos como algunas damitas acangrejadas de la alta Silesia.
Esas muchachas debían quedarse en el hotel envueltas en algodones o encerradas en una urna de cristal.
No puedo con ellas y son la mayoría en Mallorca. Todas van a visitar el monasterio donde vivió Chopin con George Sand, que parece que eran una pareja al revés. George Sand, la novelista, vestía pantalón y chaqueta, bebía, fumaba en pipa y juraba como un carretero. Y Chopin no bebía ni fumaba y cuando se enfadaba porque ella le había traicionado, le golpeaba la cara con el sobre de una carta que le había llegado de su editor parisién y le decía:
—¡Oh, pérfida!
Hemos conocido algunos butifarras importantes. Bueno, todos ellos lo son y la verdad es que resulta gente refinada y simpática. Como Mallorca es tan internacional, tienen rasgos de carácter de todos los países sin darse cuenta. Y no se asustan de nada, ni del ménage à trois de los franceses, ni de la altivez británica que se manifiesta por largos silencios atávicos (fuera de Inglaterra el inglés es un señor que espera una gran oportunidad para demostrar su completa indiferencia), ni de las especulaciones de los alemanes con sus teorías góticas, ni de la picardía graciosa de los italianos (buscando corazones femeninos solitarios y un poco caducos), ni de la inocencia de los rusos (haciendo siempre con grandes pasiones secretas un teatro en el que ni ellos mismos creen), ni de la violencia de los irlandeses dispuestos cada día a dar la vida por sus convicciones (aunque no saben todavía en qué consisten esas convicciones), ni mucho menos del narcisismo gracioso de los andaluces, que se miran de perfil al pasar delante de las lunas de los comercios, a ver si lo tienen —el perfil— de veras torero. Nada les sorprende a los simpáticos chuetas, y de todo tratan de sacar algún provecho. Aunque cerca de nosotros había una pareja y él debía ser estudiante de cura sin graduarse todavía porque ella le dijo ásperamente:
—¡Tú no sabes de la misa la media!
Parece que todavía no había aprendido el muchacho a recitar la misa entera. Pero es una señal progresiva de estos tiempos, que un chueta se haga cura y que, siendo más o menos sacerdote, tenga novia y vaya con ella a la playa.
En los pocos días que llevamos aquí hemos recorrido toda la isla en coche. Hemos alquilado un Packard antiguo, pero brillante y pulido que nos hace sentirnos algo así como los barones de Rotschild, y pensamos alquilar un yate con tripulación de tres marineros para hacer el recorrido del archipiélago, como Onasis con su linda esposa.
Pero me he enterado de que en uno de los hoteles de lujo hay show nocturno y un cuadro flamenco de los mejores de Sevilla. Como se puede suponer, hemos ido corriendo y hemos pasado una noche encantadora. Allí estaba Clamores meneando las tabas —así me dijo—. Es un estilo de baile que no conocía.
Me dio muchas noticias. Le ha dado esquinazo a Quin —pobrecito— y se ha casado con Lagartijo III, pero este parece que tiene conchas de galápago (al parecer colecciona tortugas) y como a ella no le gustan, están separados.
—Quiere hacer de mí, ese malange torero de invierno —dice ella—, el palillo de la gaita.
Esto sí que comprendo que le moleste a Clamores, porque la gaita no se usa en Andalucía sino en Galicia y los gallegos son la gente más contraria en sus costumbres a los gitanos.
Dice Clamores que va a sentarle las costuras al camándula. Esto debe tener relación con algunas costumbres antiguas según las cuales el marido va cosido a las faldas de la mujer, lo que la verdad me parece excesivo.
En el fondo es cuestión de celos.
Lagartijo III es el que le pisaba las corridas a Pérez el Místico, pero debe ser buena persona porque envió a un amigo a la estación de Sevilla para que le diera una hostia al arrancar el tren estando Pérez asomado a la ventanilla. (Recuerdo haber hablado de esto en una carta a Betsy).
Lo pasamos muy bien esa noche, con los artistas. Los demás del cuadro flamenco me eran desconocidos, pero los guitarristas, cuando supieron que yo era amiga del Tripa, me miraban como a un ser superior. Supongo que al Tripa lo consideran el Baro o Furco o cosa parecida y sería para creerlo, si no supiera que había estado en la cárcel. Porque el Baro no cae en esas miserias. Creo haber dicho que en el caso del Tripa se trataba de un crimen por celos. Los celos son tremendos aquí.
Clamores dice que siempre que piensa en Lagartijo lo ve reflejado en un espejo roto. Eso es maleficio, aunque no sé de qué clase. Lo que sé es que Clamores baila ahora mejor que nunca. Claro, ha pasado un año y siempre una artista mejora con el tiempo, aunque a mí me dijo en confianza:
—Si me vieran bailar así en Sevilla me iban a dar de patás.
Porque ella es muy gráfica y un poco exagerada en su manera de hablar. Yo le explicaba a mi marido que patás quiere decir Kicks.
Estaba Laury interesado en todo aquello. No se burlaba de ellos. Eran locos no sólo razonables, sino poéticos. Porque estas gentes se pueden volver locas sin perder la razón, que es una de las bases de la poesía, pero con la condición de hacer perder el seso a los demás, eso es.
—No creas —dijo Clamores—. Aquí todos son tiquis miquis y por un quítame allá esas pajas se arma la de Dios es Cristo.
Esto yo no se lo pude traducir a Laury porque no sé cuáles son los tiquis y cuáles los miquis en el cuadro flamenco y porque tampoco sé qué pajas son las que se quieren quitar. De lo que entendía yo más era de lo que Clamores me decía sobre su reciente marido. Según ella las mujeres lo buscaban por el relumbre del traje de luces, pero él no se daba cuenta porque no ve más allá de sus narices. Esto debe ser un terrible handicap para un torero, porque en el ruedo (así se llama el hull ring) no se pueden usar gafas cuyo masculino (gafes) da muy mala suerte.
¡No ver más allá de sus narices! ¡Pobre Lagartijo! Me dice Clamores que vive sola y que en lugar de marido tiene un tío en Alcalá.
¿Qué relación puede haber entre lo uno y lo otro? Dice también que en la boda le vendieron un gato por una liebre. Eso me dijo y yo se lo traduje a Laury, quien soltó a reír y Clamores lo miró de reojo como a su peor enemigo.
Ha sido una revelación para Laury ese cuadro flamenco en el cual todos o casi todos eran gitanos.
—No hay duda —decía Laury—, esta gente sabe hacerse su realidad propia a fuerza de guitarras y castañuelas con abstracción de todas las influencias de la civilización.
Como sabe usted, la Antropología es la ciencia de moda. Bueno, pongamos la profesión. Porque como dice Laury, la ciencia es sólo la matemática pura. Fuera de ella no hay sino tecnología o «ciencia aplicada». Y la Antropología le interesa más bien como sociología inspirada. También se apasiona Laury por la prehistoria más remota.
Pero no hay que ponerse demasiado serios cuando se trata de gitanería. Laury me hacía preguntas que yo le contestaba, satisfecha y orgullosa de poder informarle. Pronto vi que lo que más le llamaba la atención era encontrar hechas realidad las cosas de mi tesis. Porque él no tenía la menor idea.
La manera que tienen los calés de entender las enfermedades, por ejemplo, le asombra. Tener mala una pata es cosa bastante común aunque apenas se ven cojos. Y hay un síntoma (o síndrome, más bien) que hace que el enfermo sea desahuciado y que consiste en que ese enfermo estire la pata. No sé si la derecha o la izquierda.
A los que están un poco neuróticos les ponen una olla de grillos en la cabeza con no sé qué fin. Otros se lían una manta a la cabeza y salen a la calle, pero los policías los arrestan porque suelen perturbar el orden. Otras cosas hay entre ellos y en relación con las enfermedades o la salud, pero no se las cuento a usted, profesor, porque probablemente no las ignora. Al que le hacen impresión es a Laury.
Yo le pregunté a Clamores si su novio Lagartijo III iba a visitarla y ella se puso lívida:
—Es para no creerlo. Nos casamos hace tres meses y vivimos juntos cinco semanas. Pasaron cosas y luego yo me vine aquí y él se quedó en Trebujena. Ahora creo que vive en Sevilla, pero no en nuestra casa.
Diciéndolo se ponía pálida, supongo que por algún motivo secreto del que no quería hablar delante de Laury. Luego me dijo a solas que su marido le daba achares con algunas mocitas de trapío, sobre todo con una que llaman la Zegrí.
Yo entonces recordé que Clamores tiene entre sus amigos fama de ser celosa y que el año pasado traía a Quin mareado con sus sospechas y sus exigencias. Lo curioso es que con los sentimientos de Quin para conmigo no se sentía ofendida. Era porque soy americana, que equivale en su caso a decir que pertenecía a otro planeta y porque anclaba con Currito y no temía nada por ese lado porque al parecer los de la tribu de los Verracos son tremendos en eso de los martelos. Ya dije que Curro se daba de bofetadas con su sombra, aunque nunca delante de mí.
Confieso que cuando vi a Laury tan intrigado por aquella gente y sobre todo cuando comenzó a entrever que podía haber algo cierto en los misterios de los que hablaba yo en mi tesis, exageré un poco las cosas. Le dije, por ejemplo, que hay entre las gitanas unas que llaman las remilgadas y que andan siempre diciendo: mírame y no me toques. Pero en cada barrio suele haber una casa que llaman la casa de tócame Roque y allí van las que quieren ser tocadas en secreto, aunque sean remilgadas.
Esto a Laury le interesaba profundamente. Decía que el mundo de los calés era de veras diferente y a veces su aproximación alucinógena a la realidad era contagiosa. Añadía que los hippies americanos, aunque los imitan en algunas cosas, no son tan peculiares. Viéndolo tan curioso, yo le contaba todas las cosas que creía que podían interesarle.
También le dije que en las chozas gitanas suele haber un parral, es decir un wine tree, y que cuando la esposa se enfada de veras se sube a la parra y desde allí canta una canción satírica muy antigua que se llama la palinodia contra el marido o el amante.
Pero no eran sólo los gitanos.
Recordando mis tiempos en Sevilla le dije que conocí a una rubia sueca muy rara. No podía salir al campo ni ir a la feria de la primavera porque los caballos se enamoraban de ella.
—¿Cómo te enteraste? —me preguntó.
—Porque cuando la invitamos a ir a Tánger, dijo que no podía porque se enamoraban también de ella los camellos. No podía pasar el estrecho de Gibraltar ni ir al norte de África por esa razón. Y entonces mis amigas me dijeron que debía ser verdad, porque un caballo stalion la persiguió en plena calle el verano pasado.
Laury me miraba de reojo, incrédulo:
—¡En plena calle! A propósito, no me habías dicho nada de tu excursión a Tánger.
—No. Fue sólo por unos días, desde Tarifa, a donde fui para informarme sobre el caso de la posada de los gitanos de la que habla George Borrow. En Tánger conocí a un joven vestido de moro que hablaba inglés con acento de California. Las turistas le hacíamos fotos. Resultó que era un pansy de Los Ángeles que enseñaba español en una escuela y que los veranos iba a divertirse a Tánger. Pertenecía a una secta así como los Panolis o los Daosportal, no recuerdo el nombre.
Conté a Laury otras cosas del Zoco Chino y él, a su vez, me hizo confidencias sensacionales. Después de la fiesta con el cuadro flamenco y de regreso al hotel me estuvo contando Laury algunas aventuras suyas. También él había viajado por África, pero por el Sur. Los países en los que había estado fuera de USA eran (cosa rara) México, Sudáfrica y el Japón. ¡Quién iba a pensar que no tuviera curiosidad por Europa! Pero él decía: «Bah, Europa imita a los americanos, está llena de cafeterías y de campos de fútbol. Y todo el mundo habla inglés». En cierto modo tenía razón. Añadió que en Europa no había más que catedrales y que, por muy hermosas que estas sean, en su educación y en su vida, habían tenido más importancia y más influencia los rest rooms. Yo no pude menos de sentirme chocada por tanta vulgaridad, pero Laury sabe hacer muy bien las cosas y me preguntó: «¿No te ha sucedido lo mismo a ti, pensándolo bien?». Yo después de vacilar un poco le dije que sí.
Confieso que tenía razón. Y no quiero añadir todo lo que dijo sobre las duchas —en sentido francés y el inglés— porque sería francamente indecente. Creo que había bebido Laury un poco demasiado, lo que no se puede evitar cuando va uno con los gitanos. Y cuando bebe se pone un poco demasiado vulgar.
Lo que me contó después en el plano de las confidencias y como consecuencia de los celos de Clamores, fue una cosa de veras extraña, que no sé si sería invención suya, pero no lo creo, porque no suele mentir y porque está dentro del género de las cosas que le suelen suceder. Además, para inventado, es de veras absurdo y no se le puede ocurrir a nadie por muy extravagante que tenga la imaginación. Le sucedió mucho antes de conocerme a mí.
Me dijo que en Nayarit (México) tenía un amigo indio taraumara, de esos que van sin calzones, con una especie de sábana arrollada, pero con las zancas desnudas, a quien le había hecho un pequeño favor en cosas de dinero y que, teniendo Laury una amante mejicana casada con un charro de esos de pistola («empistolado», dicen allí), iba a verla de vez en cuando, naturalmente estando el marido ausente. El indio taraumara le acompañaba y se quedaba fuera guardando la espalda.
Como se podía temer, una noche el marido se presentó y el taraumara se lanzó sobre él cuando iba a entrar en su casa y le dio dos puñaladas que lo tuvieron a la muerte. Nunca pudo averiguar la policía por qué, aunque arrestó al indio y lo tuvo algunos meses en la cárcel. Jamás pudieron hacerle hablar. Por fin el taraumara escapó.
El único comentario que hacía Laury era:
—Esos indios son muy fieles a la amistad y no entienden de matrimonios. Aquella mujer era mía y nos queríamos. Entonces el marido no tenía razón de existir. Por eso lo quiso matar.
Y Laury reía una vez más. No sé si se reía del indio taraumara, del marido engañado, del matrimonio o de sí mismo. Pero solía reír con tantas ganas que yo me contagiaba, a veces sin saber porqué, aunque fueran cosas tan terribles y contra mis costumbres y sentimientos.
Esa noche me contó otras cosas de su vida pasada. Aventuras, aunque no eróticas. No era Laury hombre libertino. Después de algunos vasos de whisky, me dijo que había estado en Argelia también, y en el Sahara occidental buscando a los tuaregs. No solía hablar de aquello porque preparaba un trabajo histórico que iba a ser la justificación de su entera existencia y que se basaba precisamente en aquellas tribus y en sus relaciones con la desaparecida Atlántida nada menos.
Pero lo que me dijo no tenía nada que ver con la Atlántida. Según él, lo que se dice de la hospitalidad de los árabes es verdad, pero en el fondo hay misterios que no acaba Laury de entender. Como en todo, diría yo. Porque todas las cosas tienen su dimensión secreta, hasta las más pequeñas y nimias. Todas. Y esa dimensión no la entenderemos nunca. A no ser que tratemos de acercarnos a la manera gitana.
Pero volviendo a lo que me contó Laury, él estuvo en Túnez y en Argelia y le ofrecieron ir a Egipto en una caravana, pero antes de decidir Laury, que es hombre prudente (aunque siempre encarga de ejercer su propia prudencia a alguna clase de agentes comerciales, y en este caso fue a una agencia semisecreta en la que trabajaban franceses y árabes rebeldes), supo que dos meses antes había ido a una de aquellas caravanas un yanqui con un camello de alquiler. Al parecer quería aprovechar sus vacaciones haciendo algo inusual y aventurero. En todo caso se presentó en la caravana una noche de luna acercándose cautelosamente al oasis donde descansaban los árabes. Estos que tienen siempre puesto un vigía, lo vieron llegar y le ofrecieron toda clase de facilidades en una acogida cordial y solemne. Le dieron el mejor lugar para que descansara y al día siguiente continuaron la marcha. Al caer el sol los árabes hicieron sus oraciones y después un poco de fiesta para el recién llegado. Hubo comida especial, leche de camellas con dátiles, música y bailes de muchachos vestidos de mujer con sus velos flotantes. Los árabes son ambivalentes, y lo digo como un eufemismo.
Por tres días lo trataron a cuerpo de rey sin pedirle nada, sin preguntarle nada.
El tercer día, cumplidos al parecer sus deberes de hospitalidad, fueron sobre él mientras dormía y le rebanaron el pescuezo según la expresión consagrada por la costumbre entre los gitanos. Le rebanaron el pescuezo después de ponerlo en la dirección de la Meca, es decir, hacia Oriente, para cumplir con el profeta. Parece que llevaba dinero en lugar de traveler checks.
Contando esto Laury reía, aunque sólo con media boca, como algunos hemipléjicos. En esa media sonrisa revela Laury una especie de herencia ancestral de los boyardos del Cáucaso. Reía «hacia dentro», diría yo, porque se daba cuenta de que en las acciones de los nómadas árabes hay motivaciones raras a veces parecidas a las de los indios taraumaras y a las de los gitanos encelados bajo la influencia del Baro Furco. O del Bato Loco. Como se ve, Laury es maduro en experiencias y rico no sólo en dinero, sino en cultura.
Yo comprendo que Laury, que viene a ser mi Bato Loquito, respeta esos misterios aun sin darse cuenta, como yo, del motivo de su importancia. Los respeta sin tratar de penetrar en ellos y por eso y porque en nuestras conversaciones empleamos a veces el lenguaje de los hippies, a él no le importa que le llame Bato Loco y eso no le da olor a chamusquina ni le pone mosca alguna en la oreja. Eso le parece que da color local a nuestra relación y también él me llama a mí la Notaria, a veces. A mí me gusta.
Pensamos, como dije, hacer un viaje por el archipiélago balear, pero antes preguntaré a Clamores si hacen falta alforjas, porque hay viajes en España para los que no hacen falta y otros sí. Las alforjas son unos bolsillos árabes donde se ponen especias orientales así como mirra y cinamono. Allí donde fueres haz como vieres, dice el proverbio.
Clamores cuando me habla de su boda con Lagartijo III me dice que aquel día echaron la casa por la ventana. Esto no lo he comprendido aún, y debe tener un sentido metafórico, no es como lo de las alforjas, que es cosa real y verdadera.
Al Bato Loco lo incorporo al mundo calé-hippie-chicano-budista-hare chrisna, etc., etc., y a él le gusta porque dice que esa es una de las vías por las cuales va preparándose la unidad del planeta. La confusión mental, la mezcla y promiscuidad, la aproximación de las religiones, el sentido del amor y de la propiedad, los secuestros en avión, y un poco del misterio de los negros del centro del África o de Haití con el woo-do. Y ya está sucediendo. En la tierra, en el mar y en el aire, en las cartas explosivas, en las revolucioncitas aquí y allá. Y en viajes de novios, así como el nuestro, con implicaciones gitanas.
Aunque esto del woo-do es menos probable, carece de sentido positivo y la llamada magia negra por sí sola va a ser cancelada. La de los gitanos tiene de todo, pero domina en ella la magia blanca de Salomón. Por eso sus brujas son hermosas y de ahí viene la palabra hechicera para una mujer que hace enloquecer de amor a los hombres. Las brujas de los tiempos de Salomón —magia blanca— eran hermosísimas doncellas y el catolicismo, para desacreditarlas, las hizo feas, viejas, y las montó en escobas voladoras. Bien sabían lo que hacían contra nosotras los frailes en la Edad Media.
El woo-do yo creo que va a desaparecer. Cuando se lo digo a Laury se ríe como siempre y me dice que tengo prejuicios de raza y que los negros no me gustan. Es posible que eso suceda en mi inconsciente, donde una tradición de milenios palpita y vive todavía, pero mi razón trata de corregirlo comprendiendo que no tiene lógica alguna y que el negro merece el mismo respeto que el blanco o el amarillo o el hindú o el indio taraumara o comanche o tupí. O zuñí, que son los que me atraen a mí. Y el planeta no es tuyo ni mío, sino mostrenco, es decir, de nadie y de todos. Y pronto será una sola nación como ahora va siendo ya una sola combinación de costumbres y de maneras. Y de rarezas y de tolerancias, o como decía Clamores, de gilipoyeces.
Aquí llamar a alguno mostrenco es un insulto, pero no sé por qué, ya que mostrenco quiere decir de nadie. Que no es esclavo de nadie. Eso es una cualidad muy estimable. Yo no soy mostrenca porque pertenezco a Laury. A mí me gusta pertenecer al hombre amado. Yo no soy de esas que quieren seguir siendo mostrencas para convertir su capa en un sayo. Y yo diría más bien para ajustarse los calzones, como si fueran machos. A mí no me gustan los Nancy-boys, ni las Nancy-boyas. Cada cosa de la naturaleza debe estar bien diferenciada.