V

El ojo mohíno

El viaje a Sevilla fue muy corto. Duró menos de una hora. Yo creo que no podría ya viajar en tren a no ser como una extravagancia pintoresca.

Pero iba acercándome a Sevilla pensando demasiado en Curro y debía darse cuenta Laury, porque dos o tres veces me sacó de mis sombrías meditaciones diciendo:

—Deja en paz al pobre gitano. Lo iremos a ver al hospital y verás como no es nada. Todavía le queda el otro ojo y para las cosas que hay que ver en este mundo probablemente le basta.

—Tú ignoras que con un solo ojo un gitano está desarmado. ¿Es que no has leído mi tesis?

Mi dulce esposo disimulaba la risa. Es que no acababa de creer en la magia calé.

A todo esto yo no sabía el hospital donde estaba mi antiguo novio, ni las horas de visita, ni si Curro estaba aún allí o dado de alta, es decir, curado ya. O si estaba fuera de sus cabales, porque el cerebro había sido afectado con la hincadura del pico. Y tal vez en ese caso se había hundido de veras el firmamento, pero solamente para él. Y cuando menos lo buscaba. Así suceden las cosas. Ya no podría hacer la vista gorda como suelen los calés cuando ven algo de veras apasionante, porque sólo tenía un ojo.

Lo mejor que podía hacer si veía otra paloma llegar sobre él, era desaparecer. Hay una manera especial de desaparecer súbitamente y creo —no estoy segura—, que para eso hay que poner los pies en una materia mágica que llaman polvorosa. Entonces salen de estampido a la vista de todos y también pueden salir de naja cautelosamente y a escondidas. ¿Tal vez convertidos en naja —culebra— provisionalmente? Sobre eso no me atreví a escribir en mi tesis porque me parece difícil de comprobar. Y ya es sabido que yo sólo escribo sobre seguro.

Podría ser también que Curro estuviera en un manicomio o todavía —última posibilidad siniestra— en el cementerio. Dios no quiera.

Preferí tratar de olvidarlo con las novedades del paisaje, porque el avión volaba ya sobre la ciudad. Para llegar al aeropuerto, el avión tiene que cruzarla entera. Allí estaba, debajo de nosotros, la famosa Giralda y la no menos famosa plaza de toros.

Pero no podía olvidar a Curro. Descubrí también el parque de María Luisa y como si todos los mengues estuvieran trabajando en contra mía, se presentó otra vez en mi mente la escena de la paloma equivocada y Curro en el hospital. Entretanto, yo volaba con Laury sobre el parque de María Luisa.

Trataba de adivinar desde el avión cuál de aquellos edificios sería el hospital. Sólo pude identificar el Archivo de Indias y la Fábrica de Tabacos.

A su vez Clamores miraba y suspiraba. Decía que había pasado por encima de su nidito de mujer casada. Y se ponía ligeramente pálida —o verdosa— pensando quizá que iba a descubrir algún nuevo lío de Lagartijo. Tal vez a sorprenderlo en su propia y honesta cama nupcial con alguna furcia. Así decía ella: Furcia. Debe tener relación con el furco, la furcia. Entrábamos otra vez en el mundo mágico.

Yo le decía:

—¿Por qué no le avisaste con un telegrama?

—No, no. Quiero atraparlo con las manos en la masa. Porque anda siempre metido en trapacerías.

No comprendía lo que quería decir y se lo pregunté.

In fragante —me dijo—. Quiero atraparlo in fragante.

Le corregí sin ánimo de dármelas de sabia:

In fraganti. En latín quiere decir con las manos en el fuego o cosa parecida. Lo que tú dices es «en fragancia», es decir, con aroma.

—Es que las picardías de Lagartijo son criminales, pero huelen a clavelito reventón.

No se puede con estas andaluzas. Mira, qué salida de mujer enamorada por encima de traiciones y miserias.

Resulta ahora que las traiciones de Lagartijo olían a flores de primavera.

—¿Pero no me decías ayer que serías capaz de asesinarlo?

—Eso es otra cosa. Claveles pisoteamos también, y por eso no huelen mal.

Sigo sin entender. Laury intervino:

—Lo que tiene usted que hacer es tener un hijo. Como decía Franklin, la mano de la madre gobierna el mundo.

Clamores lo miró con una guasa de malange, que yo voy entendiendo las intenciones que hay en sus miradas.

El amor a la manera andaluza es un laberinto de contradicciones. Yo creo que cuando Soleá se arrojó al pozo en casa de la coronela, vio abajo todas esas contradicciones y muchas más que ella conoce, pero se las guarda para sí y no quiere nunca hablar de ellas. Lo que el Cantueso sabe y lo dice (al menos a mí), ella lo tiene ya olvidado hace tiempo. Ella sabe más, creo yo, porque en estas cosas la mujer ha sido siempre la sacerdotisa vestal desde los tiempos de Salomón. Digo la sacerdotisa del Baro Mengue. Me gustaría entrar más a fondo en ese mundo, pero confieso que a veces me da miedo. Demasiados gatos encerrados. Soleá no deja a Juanito a sol ni a sombra, según dice, y yo me veo a mi misma metida en ese mundo y haciendo lo mismo con Laury. ¡Pobre Laury! ¡Qué monótona e insípida le haría la existencia! ¡No dejarlo a sol ni a sombra, es decir, en ningún momento del día ni de la noche! Y siempre escoltado por una caterva de mengues.

Y sin embargo aquí es cosa corriente.

Cuando se hacen viajes largos regresando a lugares donde se ha estado antes, hay que aceptar novedades infaustas. Era mi caso, con Curro. Y lo peor es que al mismo tiempo que me herían me acariciaban. Gran misterio aceptado por la sicología moderna. Por eso, llegando a Sevilla, yo me sentía ligeramente culpable. Y gozosa. ¡Pobre de mí!

Laury se adormecía en su asiento después de apagar el cigarrillo y apretarse el cinto. No podía comprender yo que se adormeciera estando bajando sobre el aeropuerto. Luego resultó que no dormía, sino que cerraba los ojos, según me dijo, porque el piloto estaba bajando de una gran altura en cortos círculos, ladeándose por la derecha y luego haciendo lo mismo por el lado contrario. Los horizontes subían y bajaban en las ventanillas.

Cerraba Laury los ojos porque sentía una insinuación de mareo. Es verdad que nunca he bajado en avión con tantas y tan atrevidas espirales. Un vecino, viéndome un poco asustada, me dijo, sonriendo:

—A esta bajadita de Sevilla la llamamos el tobogán.

Vaya con el tobogán.

Al llegar abajo, Clamores se fue corriendo a su casa en un taxi y nosotros buscamos el coche que habíamos alquilado por teléfono y que debía estar esperándonos en alguna parte. Era ese coche Pegaso, equivalente del Rolls inglés, pero un poco más aparatoso, diría yo. Porque aquí el lujo es con frecuencia llamativo y gritador y al que lo mira se le cae la baba. (Sucia paranomasia para expresar la admiración).

Como yo conozco muy bien la ciudad y tengo carnet internacional (también lo tiene Laury), tomé el volante y en pocos minutos estábamos en el hotel Alfonso, que es un hotel al viejo estilo a donde solían ir antiguamente los árabes notables, así como califas y sheicks y también diplomáticos orientales. El hotel tiene alfombras rojas muy gruesas y patios interiores que recuerdan los de las alcazabas moriscas. El chófer que nos trajo el coche, iba detrás porque teníamos que darle un papel firmado al llegar al hotel. Nos dijo que el gerente del hotel Alfonso miraba contra el gobierno (yo pensé que había en eso un peligro, aunque luego vi que quería decir que era bizco) y que además se había tragado un asador. ¡Tragarse un asador! Y que le hablaba a Dios de tú. Bueno, eso también lo hacemos los demás. Creo que lo hace todo el mundo.

Nos instalamos, pues, en el Alfonso. El bell boy que nos correspondió era un hombre ya maduro, que fue fraile y ahorcó los hábitos. Porque esta es una ceremonia simbólica que hacen todos los religiosos cuando deciden cambiar de profesión.

Ese mismo bell boy nos dijo que conocía al duque de los Gazules y que era bueno en la vida tener aldabas a donde llamar. El duque además era una buena persona y muy llano por aquello de las barbas del vecino (ignoro a qué vecino se refiere, aunque sospecho que en eso hay implicación política). También dijo que todos los grandees eran muy campechanos por si las moscas.

Ahora no me fío mucho del lenguaje críptico de los sevillanos porque me ha producido algunas decepciones. Tener buenas aldabas debe ser cosa de comer, porque hay unos individuos a quienes llaman tragaldabas. En cuanto a las moscas y a las barbas del vecino no sé qué decir. Como usted ve, cuando no sé algo lo confieso, sencillamente.

A Laury le parecía el hotel encantador. El rumor de las fuentes de agua de los patios interiores le ayudaría a dormir. Decía que esperaba encontrar al sultán de Marruecos a la vuelta de cada esquina. Y es que Laury se adapta en seguida a los nuevos países y comenzaba a exagerar, como los sevillanos.

Llamé yo al hospital de Sevilla, pero resulta que allí sólo van los pobres (no es como en América), y que Curro debía estar en otra parte. Entonces quise llamar a Quin, pero Laury, un poco aburrido con mis impaciencias, me dijo:

—Mañana podrás hacer todo eso. Por ahora lo que yo quiero es un snort en el bar y encargar la comida para que nos la traigan a la suite.

Porque, según costumbre, tenemos una suite con living room, gran dormitorio, dos baños, etc.

—También pueden traerte el snort, —le dije.

Eso le hizo gracia, no sé por qué. Tal vez por mi gesto o mi acento. Nunca sabemos las mujeres qué es lo que ven en nosotras los hombres. Él explicó:

—Me gusta ver el estilo de los bares y de los bartenders en los hoteles a donde voy. Por ellos me hago una idea muy justa de la nueva atmósfera social.

Además quería dejarme sola un rato. Cuestión de delicadeza, porque Laury sabe que las mujeres tenemos deberes de coquetería (más que los hombres, al menos), y hay que respetarlos.

Mientras tomaba una ducha tibia y me componía un poco estuve pensando en que Laury tiene un humor endemoniado, pero de veras ingenioso, a veces.

Como se puede suponer, lo que yo hice fue llamar a Quin para preguntarle dónde estaba Curro. Quería Quin venir inmediatamente al hotel y yo lo habría recibido con gusto, pero habría sido indelicado invitarlo a venir sin saberlo Laury. Antes quería decírselo a él, aunque estaba segura de que le parecería bien.

Por el momento me enteré de que Curro estaba mejor, aunque el ojo derecho lo perdería. Es decir, lo había perdido ya. Yo era —solía decir Curro— su ojito derecho y pregunté a Quin qué día había sucedido el accidente de la paloma. (Tal vez el día de mi boda).

—¡Yo qué sé! —dijo él, un poco incómodo.

Añadió que no acostumbraba apuntar los sucesos de la gente en un calendario.

Ah, aquel era el acento de Quin. Seguía pensando con cierta inquina en Curro. Yo volvía a sentirme bajo el influjo de los mengues buenos o malos, más bien neutrales conmigo, tal vez por venir del otro lado del Atlántico.

La que se entregó de lleno a sus tareas fue Clamores. Había encontrado su nidito vacío y sin huellas pecadoras. Ni pájaro ni pájara. ¿Dónde estaría Lagartijo III? Sin duda estaba en Sevilla, porque alguna de las vecinas lo había visto varias veces en los días últimos. Ella me había dicho a mí que en cuestión de combinaciones y enredos le daba quince y vuelta a su marido. Quince desazones, quería decir, pero la vuelta la ignoro. Generalmente es el dinero cuando se compra algo. Quince y vuelta.

Lo esperó Clamores en su casa toda la noche dormitando y despertando al menor ruido, pero no llegó.

La segunda noche tampoco se presentó Lagartijo y ella comenzó a movilizar sus agentes. Para hacerlos trabajar adecuadamente hay que darles facilidades. Así ella desplegaba antes de acostarse un mapa enorme en el suelo (más de dos metros en cuadro) y ponía en el borde un ovillito de lana que no pesaba casi nada, con la punta del hilo atada a su dedo corazón. Llaman así al dedo central de la mano.

Antes de acostarse, Clamores hacía tres cruces y decía:

Ovillito, ovillito,

por San Antonio bendito,

rueda por el papelito.

San Antonio es el abogado de los martelos. Luego se dormía y al despertar miraba a ver dónde se había situado el ovillito de lana que podía moverse con el menor soplo de brisa de la ventana entreabierta o por el impulso misterioso de San Antonio ya invocado. O por algún movimiento involuntario de su mano mientras dormía. Y —todavía— por la intervención de un duende. Esperaba ella que el ovillito se detuviera en el lugar del mapa donde estaba su esposo. Ella conocía muy bien la ciudad y las costumbres de Lagartijo y por ese indicio podía deducir el lugar y la persona.

Toda Sevilla era para ella una casa con corredores, pasillos, ventanas y rincones que le eran familiares y cada uno de los cuales quería decir una cosa, en su vida.

Entretanto yo averigüé dónde estaba Curro y fuimos Laury y yo a verlo. Era una clínica privada.

Lo hallamos levantado, vestido con una especie de bata de boxeador y con la cabeza vendada.

Después de presentarle a mi esposo, le dije:

—¡Pero Curro! ¿Qué es esto?

—Ya lo ves, mi niña. Todas me vienen juntas. Quiero decir que cuando viene la negra, llega con recargo.

—¿Pero cómo es posible?

—La desgrasia viene volando, según parece. Cuestión de modas.

—Yo he venido volando a Sevilla y no soy la desgracia, según parece.

—Pues quién sabe —comentó él suspirando y tocando hierro.

Le digo a usted, profesor, que sentí de pronto una verdadera y gran compasión. Mi esposo preguntaba incrédulo:

—¿Fue de veras una paloma?

—Yo no estoy seguro. A lo mejor era un palomo. No se ve eso fácilmente con los pájaros.

Todavía quería hacerse el gracioso, Curro. Laury no comprendió:

—Quiero decir si…

—¡A ver! Una paloma negra con pintas amarillas. Las puras colores del funerá —y esta vez tocó madera.

Luego hubo un silencio lleno de nervios y Curro, para romperlo, porque se hacía demasiado dramático, añadió:

—En mi caso fue una paloma. Tengo un primo en Antequera al que un mosquito le ha dado tercianas malignas, según el médico. Por eso decía que la mala sombra viene volando y que debe ser la moda.

Y me miraba a mí.

—¿Está muy enfermo tu primo? —dije por decir.

—Tan enfermo que lo tienen desahuciado como los inquilinos que no pagan la renta. Parece que él no pagaba la renta del vivir. Yo todavía veo a mis antiguos amigos —lo decía por mí—, aunque sea con un solo ojo.

—¿Perderás el otro?

—El doctor dice que no lo perderé. ¿Pero para qué lo quiero? Además me quedará mohíno.

Él decía mojino y yo entendí mojado de lágrimas, lo que sería triste y desagradable de ver. Tal vez podría comprarse uno de cristal, pero no me atrevía a sugerir nada.

—¿Cómo dices que te quedará?

—Uno sano y el otro mohíno.

—¿Mojino?

—Eso es, venadita.

Se dio cuenta de que estando yo casada no debía llamarme así, pero confiaba en que Laury no lo entendía como realmente fue.

—¿Y su estado general de salud? —preguntó mi marido.

—Eso… parece que tengo cuerda para rato.

Yo recordé que el compañero de baile de Clamores en Palma era el Mosquito. Y con él le daba sin querer celos al amado, según parece. Un mosquito volador como el de las tercianas malignas. Y yo había llegado volando a España y a Sevilla.

Hice una imprudencia, lo confieso. Le pregunté si había ido a verle al hospital el duque, digo, el de los Gazules. Ya se sabe que yo tenía la sospecha del mal bají y de los gitanos que lo rodeaban. No debía haberlo mencionado porque Curro se calló, se puso un poco más verde (es su manera de palidecer) y cambiando de tema se dirigió a Laury:

—¿El señor es también de la California?

Mi marido afirmó con la cabeza. Yo vi que Laury miraba a Curro con una especie de desagrado disimulado. Mal disimulado, porque la única deficiencia en el carácter de mi esposo es que no sabe disimular la incomodidad y eso debe ser cosa de ricos que han tenido siempre todo lo que querían. El desagrado de Laury era solamente —supongo— porque el gitano le parecía poco educado. Creo que yo también tenía en aquel momento una impresión parecida sobre Curro. Según suele suceder, cuando pasamos por una crisis grave se manifiesta más clara nuestra naturaleza. Es decir que Curro, que antes era un príncipe oriental, ahora parecía un esclavo mal pagado, e incluso yo diría un esclavo golpeado por sus amos con el ojo izquierdo mojino y el turbante de los hindúes parias intocables.

Lo raro es que yo no sentía compasión, la verdad. Escribiéndolo me avergüenzo de mí misma.

¡Y pensar que a aquel hombre lo había amado yo! Bueno, por una tesis lingüístico-antropológico-histórica se pueden hacer muchas cosas. Sabios hay que han muerto por llevar a cabo una experiencia de resultados inseguros. Mártires de la ciencia, les llaman. En mi caso no se trata de ciencia ni de martirio, sino de los riesgos implícitos en el amor de las humanidades. Eso sí que podría decirlo, profesor.

Y Laury lo comprendía muy bien.

Cuando salimos de ver a Curro, yo tenía la impresión de que lo dejaba enterrado en su sepultura y él me perdone… Quiero decir que para mí no existía. Algún agente transmisor estaba trabajando para Laury, porque el recelo que cualquier marido habría tenido en su caso, quedaba cancelado para siempre. Me miraba Laury con una cierta admiración como si pensara: «Nunca descendería yo a soportar los amores de una gitana por amor a una subcultura ni por curiosidad histórica». Aunque la única que había conocido era Clamores, que no tiene nada de fea.

Pero él no se refería al aspecto físico, sino a la clase, es decir, a la categoría intelectual y moral.

Laury es aquí, en Sevilla, como en todas partes, un hombre admirable y sólo así yo podría vivir con él y compartir su existencia a todas las horas del día y de la noche, sin deterioro de la personalidad.

En cuanto a Clamores, vino a vernos algunos días después. Todavía no había parecido Lagartijo, aunque ella fue a algunos lugares indicados por el ovillito de lana y en uno de ellos dio un escándalo de no te menees (así dice ella), ya que suponía que estaba con una de sus antiguas amantes. Lo peor fue que había otra amiga de Lagartijo que llaman la Mari Morena y que produjo una gran confusión. Yo me alegro de no haber estado presente.

Pero no se ha corregido. En lugar de quedarse en casa, va a los lugares que le indica el ovillito de lana y sigue armando escándalos.

Y Lagartijo sin aparecer.

Yo le he sugerido que lo diga a la policía para que lo busque (lo que en los Estados sería natural), pero ella dice que eso sería hacer el paripé. (No estoy segura del todo a pesar del tiempo transcurrido y de mis investigaciones del sentido exacto de la expresión, en este caso).

Me dijo que había llamado a Quin y le había pedido que la llevara a cenar a los lugares a donde suele ir la gente amiga de toreros, pero Quin le dijo que Lagartijo era hombre de pelo en pecho y de muy malas pulgas. No se atrevía.

Al parecer hay pulgas malas y buenas. Las malas deben ser las de las ratas que transmiten la peste bubónica como leí en «La Peste» de Camus. No comprendo como una mujer tan delicada como Clamores puede dormir con un hombre que lleva pulgas infectas en el pelo del pecho. Pero así son las cosas en Andalucía. El otro día encontré a don Oselito, el cura de los amores platónicos a quien conocí en el patio de la coronela. Lo invitamos a tomar un vaso en nuestro hotel y estuvimos hablando. Dijo que a su obispo no le gusta que los curas vayan a los bares o tabernas, aunque por razones de vida social podían ir a alguno de mucha categoría.

Lo invitamos también a comer porque a Laury le cayó en gracia y él, después de dudar un poco, dijo que no, que por la noche no comía apenas: tomaba sólo una pequeña tortilla y le daba un bocado a la sirvienta, es decir, al ama de llaves. Un bocado es un mordisco. Laury reía (ya sabemos cómo es su risa) y el cura, un poco extrañado, saludó, nos dio las gracias y se fue:

—¡Un mordisco al ama de llaves!

Tal vez se refería a la tortilla, porque el doble sentido de las frases a veces me confunde un poco y me crea problemas. En mis primeras cartas a Betsy debí escribir algunos errores de esa clase, aunque en la tesis creo haberlos corregido todos.

Las malas pulgas es uno de los malentendidos que no acierto a resolver como el del gachó del harpa y el paripé. En París en las salas de los cines también hay pulgas y bien voraces. Se encarnizan con los tobillos de los turistas.

De vez en cuando pensaba en Curro a pesar de todo. La muerte llega volandito, según dijo: con mosquitos o palomas o aviones. Esto de los aviones lo supongo yo.

No puedo sacarme de la imaginación a la paloma y si continúo así tendré que ir a un siquiatra, aunque probablemente, cuando Laury y yo veamos al duque de los Gazules y a su madre la bailadora de minuetos y pueda entender el misterio que hay detrás de todo eso, tal vez entonces la obsesión desaparezca. Porque lo malo en esto, como en todo, es el no comprender. Si llego a averiguar que la paloma la envió el duque, entonces todo tendrá sentido.

Esperaba que el duque nos invitara a visitarlo, pero ¿cómo iba a invitarnos si no sabía que estábamos en Sevilla? Quin lo arregló telefoneando a un amigo que es reporter en un periódico y le dijo que mi marido era el rey de algo (pasta de papel o motores Diesel), y acudieron a hacernos una interviú con fotos. De paso hablaron de mi tesis sobre los gitanos, que iba a constituir —decían ellos—, cuando se publicara, una contribución mayor al estudio de una cultura tan arraigada en Andalucía, y tan importante para el fomento del turismo.

Como esperábamos, el duque nos invitó. En estos casos conviene hacerse rogar un poco. No hay que darlo a entender, claro, sino poner pequeños obstáculos que no hieran la propia estimación del duque. Así, pues, yo le dije que los dos estábamos deseando verlo y que, especialmente, mi esposo tenía ganas de hablar inglés con alguien, ya que su español era un poco perruno —esto hizo reír al grandee—, pero que de momento teníamos algunas invitaciones ya aceptadas, entre ellas una comida con el cónsul americano (que por cierto sabe mucho de folklore andaluz), y que tardaríamos unos días en poder fijar la fecha de nuestra visita. Todo lo que dije sobre invitaciones era mentira, con excepción de la comida con el cónsul.

El duque dijo que lo dejaba a nuestra discreción y que desde luego le haríamos un honor si aceptábamos su hospitalidad por algunos días, es decir, por el tiempo que quisiéramos.

La cosa, pues, estaba en marcha.

Yo repito que esperaba verle al duque y hablar con él para saber a qué atenerme en relación con Curro y con tantas otras cosas que probablemente le interesa conocer a usted, querido profesor, después de haber tenido parte tan activa en la publicación de mis cartas a Betsy.

Al leer la noticia en el periódico nos invitó también la coronela (la del patio en cuyo pozo casi se ahogó la pobre Soleá). Cuando fui, supe que las dos hijas mayores se habían casado. Sólo quedaban cuatro, que no son pocas hijas a casar en un país donde hay siete mujeres por cada hombre.

La más pequeña estuvo insoportable tratando de hacer alusiones a mi romance con Curro para malquistarme con Laury. Ignoraba la pícara que entre nosotros los americanos no hay tanto primitivismo y allí las mujeres no vivimos en serrallos con eunucos en la puerta.

Por fortuna, una vez más, Laury no comprende los giros andaluces ni esas medias palabras (porque aquí se comen las sílabas finales) completadas con gestos, guiños, miradas, alzamiento de hombros o retorcimiento del labio inferior. Así es que Laury se quedaba en ayunas. Pero aunque hubiera comprendido, no se habría enterado de nada nuevo.

Lo que le llamó la atención fue la disposición de la casa. Era la primera vez que veía el estilo californiano en sus genuinos orígenes andaluces: la casa-oasis de los beduinos del desierto.

Cuando vio la estampa de la Virgen de los Dolores con los siete puñales clavados en el corazón, dijo lo mismo que yo: ¡Qué barbaridad, hasta donde puede llegar el sadismo de los andaluces! Eso dijo Laury, pero luego se fijó más y como ha leído mucho de historia de los símbolos, recordó un libro del católico A. Gaidoz donde se habla del origen de la adoración de las imágenes de la Virgen de los Dolores. Descubrió, al parecer, el prototipo en ciertos cilindros caldeos (así los llamamos), de unos setecientos años antes de Cristo en los cuales aparece una diosa rodeada de siete flechas o espadas que irradian, sin duda, de una especie de escudete, o tal vez de aljaba que hay a su espalda. El parecido entre las dos imágenes es notable —dice Laury—. He aquí como el autor explica el origen del culto según me dice Laury: «Un cilindro asirio, o alguna otra reproducción de las muchas que se hacían en la piedra grabada, llegó a Italia en algún barquichuelo en la baja Edad Media. En aquel tiempo, la imagen de una mujer llegada de Mesopotamia no podía ser tomada por otra cosa que por la reproducción de la imagen de la Virgen María. ¿Pero cuál sería la razón de aquellas espadas o dardos que parecían perforarle el pecho? Algún ingenioso fraile no tardó en asumir que cada una de las espadas era el símbolo de una tristeza o dolor. El número era siete (número mágico). Y no era difícil hallar siete razones diferentes para los siete dolores de la Virgen María».

Se lo dijimos a la coronela, quien parecía recelosa de nuestras explicaciones. ¡Qué le parece! No podía comprender que el catolicismo se había ido estructurando como un resumen de todos los cultos orientales anteriores. Por si acaso, yo recomendé a Laury que no le hablara de aquello a la duquesa de los Gazules cuando fuéramos allí.

Hay que descontar eso del sadismo, puesto que son las mujeres quienes cultivan esa devoción. Entretanto yo, por vengarme de las bromas malintencionadas de la niña, conté a Laury la heroica muerte del coronel (el padre) según me la dijo a mi Soleá (cuando ella era una niña y el coronel la buscaba). Laury reía, aunque sin afán alguno de molestar a nadie. Pero lo hizo tan bien, que la niña de la linda mandíbula colgante se puso furiosa y desapareció.

Así, pues, salimos airosamente. Yo contenta, Laury divertido, la niña rabiosa y el loro gritando: «¡Viva Cristo Rey!». Parece que eso se lo había enseñado el cura don Oselito para contrarrestar algunas expresiones procaces que la cocinera le había enseñado. A mí no me parecía mal que Cristo reinara, pero dudo que Él aceptara otra corona que la de espinas, porque muchas veces lo dijo claramente. Es decir, repitió siempre que tuvo ocasión que «su reino no era de este mundo».

Eso creo yo también. Me considero cristiana, pero creo que no podría seguir siéndolo si hicieran del cristianismo algo tan vulgar como un partido político ávido de escalar el poder.

¿El poder? ¿Para qué? El poder de Cristo se ejerce dentro de nuestro espíritu y desde él domina el mar y la tierra, el tiempo y el espacio, la vida y la muerte.

Yo se lo decía a Laury y él no me escuchaba —las religiones dice que son ilógicas, pero las respeta porque la vida es ilógica también—. Además estaba atento al incidente del coronel que le divertía a pesar del fúnebre final. Claro es que no creía que el coronel hubiera muerto de una fiebre cerebral a causa de la relación de su esposa con el capitán, ya que Laury no cree que los celos tengan relación con el metabolismo de la salud, y se burla de mí cuando hablo de esas cosas. Cree que son bromas sólo aceptables en el limbo antropológico-lingüístico de los campos universitarios entre profesores caducos, decanos complacientes y tangerinos homosexuales.

Pero más tarde le esperaba a Laury una buena sorpresa.

Una sorpresa inolvidable que le hizo cambiar de ideas sobre el particular.

El amor es el misterio más hondo del universo y, por tanto, sus circunstancias y accidentes influyen en todo.

Especialmente en la creación de algunos problemas relacionados con la raíz de la vida y la muerte. Si el amor crea la vida (vidas nuevas en la matriz de la hembra), el amor o cualquiera de sus circunstancias puede crear la muerte.

Rodeadas esas circunstancias de misterios solamente transmisibles en condiciones especialísimas, en secreto, y a determinadas personas que necesitan saberlo para librarse de una muerte vil.

En fin, fuimos a ver al duque.