IV
Se equivocó la paloma
Querido profesor, estamos aún en Mallorca y no sabemos si volver a París o ir a Sevilla. Mi buen Laury prefiere Sevilla porque no es uno de esos turistas convencionales que se deslumbran con el Moulin Rouge. Yo creo que por el momento estamos bien aquí, pero Clamores, la bailarina, no puede aguantar más la ausencia de su marido y quiere dejar el cuadro flamenco y volver a Sevilla porque dice que la Zegrí le está buscando las cosquillas a Lagartijo. Lo curioso es que tiene miedo a volar y dice que sólo irá si vamos con ella nosotros. Lagartijo parece que tiene el alma de un cántaro y cuando le busca las cosquillas la Zegrí podría suceder que el torero le fuera infiel.
¡Una vez más los misterios de Andalucía!
A Clamores tampoco le gusta viajar por mar (es, como Curro, octavona de calé) y aquí estamos. Laury urgiéndome para que decida, Clamores viniendo cada día a hacerme confidencias raras sobre Lagartijo III y yo comienzo a sentirme en una situación parecida a la que tenía el año pasado cuando me fui de Sevilla, sólo que al revés. Entonces no quería marcharme, pero no podía aguantar más. Ahora no quiero ir, pero no tengo más remedio por varias razones: la primera porque Laury no ha estado nunca y yo que soy experta en gitanismo quiero guiarlo y después ir a Granada al Sacro Monte y a otros lugares para acabar de desollar el rabo de mi tesis. Este es un modismo calé que quiere decir para acabar de cumplir un programa preestablecido.
En cuanto a Laury, él tiene alguna vaga sugestión más o menos secreta en relación con la historia antediluviana de Andalucía. En serio. Ya lo explicaré cuando sepa algo más concreto.
Pero una duda me inquieta antes de ir a Sevilla, como puede usted suponer: Curro. No es que tenga nada que ocultarle a Laury porque la especie humana evoluciona incluso fisiológicamente, y según dicen aquí, el hombre nace ya con el esófago más ancho y traga mejor todas las cosas. O, como suele decir la gente del pueblo: tiene mejores tragaderas. Nuestros antepasados eran realmente demasiado utópicos en esto del amor, aunque sus mujeres fueran iguales que nosotras ahora. La diferencia está en que nosotras somos más sinceras. La vida de los instintos es más fuerte que todas las leyes morales y las estructuras religiosas. Hoy somos las mujeres más libres antes de casarnos y por esa misma razón si nos casamos es por amor y no por necesidad. Y somos más fieles. No es como Clamores y Lagartijo que ella le escribe y él no le contesta porque se llama Andana y parece que los que tienen ese apellido no contestan las cartas ni siquiera las de sus esposas. No existe aquí el divorcio, pero la ley le concede a la persona traicionada un derecho forense medioeval que llaman si no me equivoco, derecho al pataleo. Me pregunto si eso tendrá que ver con la danza.
Como digo, lo de Curro no me inquieta, pero me hace pensar, a veces. Clamores me dijo una frase cabalística, dijo que no me preocupara porque entre Laury y Curro hay abismos inmensos y no hay que equiparar a un Don con un Turuleque.
Pero eso me hace pensar más, porque ella añadió:
—No se atrapa un marido como el tuyo por arte de birlibirloque y eres mucha mujer.
Eso de birlibirloque me crea otro problema y le ruego, profesor, que me ayude a resolverlo. Sospecho que tiene algo que ver con el paripé. Lo del Turuleque no está en el diccionario, pero creo comprenderlo.
La verdad es que yo conozco a Curro y es terriblemente celoso. No sé si el año de ausencia habrá arreglado las cosas, pero cuando me fui dejé detrás de mí una intriga bastante complicada entre Curro, Quin y el duque. Ninguno de estos dos me preocupa, pero de Curro no sé qué pensar. Yo le di un esquinazo —así dicen aquí— cuando me fui. Otras suelen regalar al amante abandonado un mico.
Cuando yo me marché, estaba pasando Curro por una de esas crisis de celos (usted recordará) en las que un hombre es capaz de todo, al menos en Andalucía. Cuando digo todo, sé muy bien lo que digo, aunque no podría explicarlo exactamente. Usted que es español me comprende. Dicen aquí que cuando un amante abandonado se cae del burro (o se apea, no sé), se resigna y no pasa nada, pero Curro no tiene burro ninguno y no suele montar sino una jaca prestada en el mes de abril.
Ha estado Curro, según me dijo Quin en una carta que me escribió a Los Ángeles, quemándose las cejas con mi telegrama de despedida. Me pregunto con qué fin prendería fuego al telegrama. Tal vez es una forma de brujerío que yo ignoro. ¿Y por qué quemarse las cejas? A nosotras nos queman a veces el extremo de los cabellos porque eso los mantiene en mejor estado.
¿Pero las cejas? Confieso que esa reflexión me confunde un poco.
A pesar de dudas y recelos supongo que saldremos cualquier día para Sevilla. Todo depende de Clamores.
Ella viene a verme al hotel y se queda conmigo toda la tarde y, casi siempre, come con nosotros, de manera que tienen que venir a buscarla en un taxi para que vaya a bailar, porque deja el cuadro flamenco desamparado y sin su estrellita. Ayer dijo que no quería ir, pero Laury la convenció.
Dice cosas raras Clamores, y a veces me pregunto si no está un poco embrujada. Porque sus celos de Lagartijo sólo se pueden comparar, aunque al revés, con los que Curro sentía por mí el día del hundimiento de la creación. O del firmamento, no recuerdo. (Cuando lo del abejorrito).
Laury se queda largos ratos con nosotras, aunque se aburre porque no entiende el hablar anda luz cerrado de Clamores y al saber anoche que todos aquellos gestos, suspiros, miradas a lo alto y cambios de color de su piel se debían a los celos que le da Lagartijo, mi marido, como siempre, soltó la risa. Clamores se lo quedó mirando y dijo con la voz vacilante:
—No se ría usted, por favor, que las cosas del amor son cosas de Dios o de Satanás.
Yo le dije que no se reía de ella ni de Lagartijo, aunque también a mí me parece gracioso que una mujer tan joven y tan linda y con tanto talento artístico como ella pasara por estas miserias de los celos.
—No son miserias —respondió ella como poseída del demonio—. No son cosas para hablar de ellas así, porque no es igual vivir con el alma en un hilo que morirse de risa, que es lo que les pasa a algunos gringos esaboríos.
Era una ofensa, pero Laury no entendió y yo disimulé:
—¿Morirse de risa? —decía, fingiéndome escandalizada.
—Es que Lagartijo es mi vida y mi muerte.
—Será tu muerte si sigues así —le dije yo, muy en serio—. Defiéndete dándole a él la misma medicina.
—¿Qué medicina?
—Los celos.
—Eso no es medicina sino veneno.
—Hay venenos que lo curan todo.
Ella parecía alarmada y miró alrededor:
—¡Ojú! —exclamó—. No lo digas así.
Quería decir ¡Jesús!, pero como es de Málaga tiene modismos malagueños (por cierto que las malagueñas no las baila tan bien como las bulerías para mi gusto). Y añadió:
—Claro que un veneno lo cura todo. En el sementerio. ¿Que le dé yo celos a mi hombre?
—¡A ver!
Le traduje esas palabras a Laury y él dijo despreocupado:
—¡Ojo por ojo y diente por diente!
Ella no quería dar su brazo para que se lo torcieran —eso decía—, pero tampoco que nadie hincara el pico para arreglar su martelo. Eso de hincar el pico no lo entendí sino más tarde.
Clamores tampoco es tonta y se da cuenta de que mis vacilaciones sobre ir o no ir a Sevilla obedecen en parte al recelo de lo que pueda suceder con Curro. Sin decírmelo francamente, porque esas cosas son muy delicadas en este país, me ha dado a entender que va a escribir a Sevilla indagando lo que sucede con Curro, y de paso preguntará una vez más por la conducta de su marido Lagartijo. La que le informa de todas estas cosas es Soleá, como se puede suponer.
Yo le pedí que no escribiera, porque el correo es lento en estas latitudes y no porque los servicios públicos sean deficientes (que no lo son), sino porque Soleá es perezosa para contestar y hallará siempre algún pretexto para no escribir cartas. Así le dije que lo mejor que podía hacer era llamarla por teléfono.
—Pero ella no tiene teléfono, arma mía.
—No importa. Yo le enviaré un telegrama, la Compañía de Teléfonos le mandará aviso y ella acudirá a la central y hablará desde una cabina. Y tú puedes hablar desde aquí, desde nuestro teléfono y así nos pasarán la cuenta a nosotros y te saldrá gratis.
Esto último le parecía muy bien, pero era como si Clamores tuviera miedo de todas aquellas diligencias, tan sencillas. «Está la mar por medio», decía recelosa.
Entonces pensándolo mejor le propuse:
—Yo voy a llamar esta noche a Quin que tiene teléfono y él me informará de todo.
—¿Ha tenido usted relación con el abejorrito desde las Californias?
—Nos cambiamos dos o tres cartas y sabe que me he casado.
—Entonces también lo sabe Curro.
—Pero quiero saber cuál ha sido su reacción si ha tenido alguna.
—Curro —comentó Clamores muy seria— se crece al castigo y hay que andarse con ojo.
Eso me alarmó, la verdad. No era la primera vez que lo oía. Por fortuna, mi querido Laury no nos entendía. Aunque en el caso de entendernos estoy segura de que no lo habría tomado por el lado dramático, ni mucho menos.
Entonces yo decidí llamar a Quin aquella misma noche y le pregunté a Clamores qué quería saber de Lagartijo para hacerle a ella el mismo favor que yo le había pedido. Quin estaría enterado, como es natural. Sabía siempre todo lo que pasaba en Sevilla.
Y aquí viene lo bueno. Cuando le dije eso a Clamores, ella comenzó a hablarme atropelladamente. Yo le pedí que se callara y busqué un pequeño magnetófono que tengo, porque estaba segura de que no podría acordarme de sus palabras, y no era cuestión de ir apuntándolas. Miraba ella aquel aparatito un poco recelosa, pero no dejaba de hablar:
—Dígale usted a Quin que haga el favorsito de decirle en qué pasos anda mi amor. Digo, Lagartijo. Desde hace tres semanas no he sabido nada, y es bueno que sea usted quien pregunte, porque a usted le dirá Quin todo lo que me ocultaría a mí, que yo lo conozco y entre los hombres se defienden unos a otros cuando se trata de las hembras. Por favor, no le diga que es de mi parte ni mucho menos que me va a ver o a hablar. Haga como si no nos hubiéramos encontrado aquí, lo que no le extrañará a él, porque usted tiene una posición más alta, es decir que tiene señorío y nosotras la gente de tablao, pues ya se sabe.
—¿Qué le sucede a usted realmente con su marido?
—¡Ay, el ladrón mala sangre! Me tiene entre un sí y un no y un quizá con el alma en vilo desde hace seis meses, que tiene más mujeres que un sultán y como tiene esa figura y con el traje de luces se retrata en colores para los carteles, las hembras acuden como moscas a la miel. Si lo vamos a ver, tal como es, vale menos que el papamoscas de Burgos, porque, cuando sale a la plaza, el canguelo le puede, pero le cae una corrida de Pascuas a Ramos y venga tronío y que si la montera y que si la faja colorá y que si el capote de paseo bordao en oro y que si las medias color rosa y que si la madre que lo parió, se ha mandao hacer unas postales que las turistas se lo rifan y no lo digo por ti que eres una mujer como Dios manda y sé que no te gustan los toreros, pero viene cada pendón que Dios me valga. ¡Mardita sea la hora en que el Lagarto y yo nos encontramos, Nancy! Dicho sea sin maldá, que no quiero nada contra él, pero sufro más que todas las ánimas del purgatorio juntas. Dígale (estoy copiando del dictáfono sus propias palabras) a Quin que le cuente todo lo que sepa de los malos pasos en que anda, de las citas que tiene y de las tabernas a donde va, que de eso sacaré yo mis calendarios y sabré cómo pensar. Toros y trajes de luces aparte, mi marido es muy hombre y yo soy poca mujer para él, lo reconozco. Pero el querer todo lo iguala. ¿No lo cree?
—Castíguelo usted con los celos —volví a decirle—. ¿No se los da él?
—Él es el mejor hombre del mundo, pero el diablo se le ha metido en el cuerpo y lo hace sin querer. La culpa la tienen las malas hembras. Una que si los pinreles de bailaora, otra que si los ojos de gacela, otra que rubia, otra que camina con música, otra que la voz es de las que le repercuten no sé dónde, otra que sonríe como el primer rayo de la aurora, otra que se ruboriza cuando lo ve, otra que se moja los labios con la puntita de la lengua, bajando los ojos, otra que se cimbrea al subir la escalera, otra que tiene en la nuca ricitos de cabello de ángel, la vecina de al lado que lo llama por teléfono de noche y la otra en la madrugada y yo me tengo que aguantar las ganas de ir de una en una y ponerles veneno en el café.
—Pero mujer…
—Él es bueno y cabal, y como torero lo es hasta el otro lado de la mar y lo que dije antes es porque respiro por la herida. Es el hombre que Dios hizo para mí y no hay otro en el mundo, pero cada minuto que pasa sin tenerlo delante se me ocurren mil disparates y lo veo abrazando a unas y besando a otras y la camisa no me llega al cuerpo.
—¿Qué camisa?
—Es un decir. Ahora ninguna lleva camisa, pero yo veo por sus ojos, yo sueño las mismas cosas que sueña él y eso es lo malo, porque él sueña con otras, eso es. Ya sabes tú la copla:
No te pido más castigo
que estés durmiendo con otra
y estés soñando conmigo.
Pero a él le pasa lo contrario: duerme conmigo y sueña con otras, porque tengo dentro del corazón una pantalla como las del cine donde se retratan todos sus sentires. Y lo oigo y lo veo y lo siento.
—Eso es magia.
—Y bien criminal, que mejor sería que no me enterara, pero así es la vida. Hable usted con Quin y dígale que necesita saber dónde está Lagartijo —ahora me hablaba de usted Clamores, porque estaba muy nerviosa y no sabía cómo tratarme— y le pregunta con quién anda, si se ve con la niña de los Palillos, si va a Chiclana los jueves, porque allí tiene otro lío y si los sábados vuelve a nuestra casa a Sevilla y va a la taberna del Cuadriles a donde suele ir Lucía la Canastera, que es la peor de todas y guapa, aunque no tanto como la Zegrí. Esta es la que me trae a mí el cenizo. Me han dicho que entra en mi casa, en nuestra casa honrada que es como un nidito pequeño, toda macetas y claveles, y esa Zegrí se acuesta con él, ojalá se le coman la lengua los escorpiones a esa hija de la gran perra. Dígale a Quin si lo ve en Sevilla a menudo y si va solo o acompañado. Pregúntele si va con hombres y quiénes son, porque de eso saco yo, también, los grupos con los que se junta y las hembras que encuentra. Todo eso necesito yo saberlo y de lo que Quin diga dependerá que vaya yo con ustedes a Sevilla o que me quede aquí, o que me vaya a París y me tire al Sena de cabeza. Saque usted toda la información que pueda y además de lo que yo le digo pregúntele lo que a usted se le ocurra, que eres mujer también y tienes tu corazoncito de oro lleno de sentires escondidos por muy yanqui que seas, porque el querer es el mismo en todos los países alrededor del mapamundi y esa es la madre del cordero y Dios me entiende. Y tú también.
Lo de la madre del cordero no lo entiendo, la verdad.
Se marchó y aquella noche me apresuré a llamar a Quin. No puede usted imaginar lo que Quin me dijo. Al principio no creía que fuera yo, porque mi voz le sonaba a falsa (eso dijo) y yo lo atribuyo al cambio de soltera a casada, aunque tal vez no hay tanta diferencia. Luego le hablé de Lagartijo, pero él me respondió diciéndome cosas sobre Curro, de veras extrañas. No acabo de comprender y, sin embargo, no pueden ser más ciertas. Y luego dicen. Son cosas que sólo pueden suceder en Sevilla y en el mundo gitano o calé. No lo creerá usted, profesor. Yo misma no puedo creerlo, pero no tengo más remedio, porque es la pura verdad y lo he comprobado haciendo que Clamores (favor por favor) llame al hospital y pregunte por Curro. Porque Curro está en el hospital, gravemente herido en la cabeza, en la sien derecha. ¿Por quién dirá usted? Por una paloma. Iba Curro por el alcázar de Sevilla entre dos luces y una paloma bajó por el aire a toda velocidad y al cruzar el caminito de arena con la fuerza de una saeta, tropezó con la sien de Curro y clavó en ella su pico de tal manera que le perforó el cráneo y entró en el cerebro y le rompió parte del nervio visual de manera que si sobrevive quedará tuerto del ojo derecho. Ese es el típico mal de ojo y causado, además, por una paloma. Era al parecer una paloma negra con pintas amarillas, porque Curro la vio muy bien. Cayó Curro al suelo desmayado, junto a un banco de esos de hierro colado que hay alrededor de un estanque morisco con azulejos, que yo he estado allí, también. Y algunos médicos que se niegan a aceptar que sea una paloma la de la herida en la sien, dicen que Curro andaba a medios pelos (es decir mareado por el vino) y que tropezó y cayó de costado sobre una de las puntas que tiene el respaldo del banco. Otro médico dice que si hubiera caído allí con su peso natural, se habría matado porque se habría fracturado el cráneo. Pero hay quienes creen en lo de la paloma. La lesión, según Quin, tiene todos los caracteres de una herida de punta de flecha (como el pico de una paloma) y en el suelo al lado del banco había plumas negras con pintas amarillas, porque al parecer, en el choque, el ave se sobresaltó y tuvo que sufrir también y Curro quiso defenderse a manotazos hasta que cayó al suelo. Vea usted lo que son las cosas. Yo le pregunté a Quin: ¿No habrá ahí algo más que una paloma casual, en un vuelo casual, sobre un caminito casual y a una hora casual? Porque son muchas coincidencias. Clamores había hablado, antes, de hincar el pico. El caso de Clamores era muy diferente, pero eso de hincar el pico es una paráfrasis de morir y yo creía ver cosas siniestras y tremendas. Una paloma. Al cruzar el senderito de arena entre luz y sombra. ¡Dios mío, qué cosas pasan en Sevilla! Asesinado (casi) por una paloma. ¡Y qué paloma sería! Con todo esto yo me olvidé de Clamores, como es natural. ¿No estará ahí la mano resentida de algún rival? Sobre eso Quin no quiso decir nada, pero después de insistir yo varias veces, aseguró que aunque habían tenido rivalidades, él no le guardaba rencor a Curro y era un caballero incapaz de venganzas de esa clase. Por otra parte creía en brujeríos, pero no conocía ninguno capaz de movilizar la voluntad de una paloma. Entonces yo le hablé del duque y de los hechizos gitanescos y Quin me juró por su madre que, aunque quisiera el duque hacer una bellaquería como esa —que lo dudaba—, no podría porque no conoce la ciencia bají. Él no la conoce, pero a su servicio hay algunos gitanos finos de Sevilla o del Sacromonte vestidos de guayabera o de frac y los tiene por algo. ¿Qué quiere usted decir? —me preguntó Quin—. Usted me entiende, le dije yo con un acento lleno de sobreentendidos. Los mengues trabajan y al fin si Curro se salva, quedará tuerto del derecho, y eso se llama mal de ojo y se produce por el duende furco cuando es convocado de una manera experta. Alzó Quin la voz para protestar: «Ni el duque ni yo, ni ninguna persona de las que yo trato —me dijo enfadado— sería capaz de hacer nunca una cosa así y mejor es que no piense usted más en eso y si piensa, que no lo diga a nadie, porque las palabras traen cola y nunca se sabe a dónde van a parar. La paloma es un animal inocente y el pasar por donde pasó y el tropezar con quien tropezó, fue una casualidad y lo mismo que a Curro le pudo haber sucedido al sursum corda». Entonces yo le hablé de las hechicerías de las que habla George Borrow y Quin dijo que dudaba de que hoy existieran y como yo no daba mi brazo a torcer, tuve que recurrir al testimonio más directamente doloroso, al del brazo en cabestrillo de Quin un día después de haber roto Currito el ala derecha al abejorro rubio, de un manotazo. Los mengues más eficaces son los de los celos y por ellos y con la ayuda de tres agentes se moviliza al Baro Furco, que es como si dijéramos el mismo Rey de las Moscas. Y ese es capaz de todo. Quin quedó congelado con estas palabras mías y, por fin, después de un largo silencio, me dijo: «Chavó, usted tiene una imaginación que ya la quisiera yo para mis poesías». Yo le dije: «Lo de la paloma no es imaginación, según parece». Y él respondió cantando en el teléfono, con guasa:
Se equivocó la paloma,
se equivocaba…
Parece que es una canción de un poeta rubio también (como Quin) de Sanlúcar, que se casó con una mujer hermosísima que había sido antes abadesa o cosa así en un convento de aristócratas rusos emigrados en Checoslovaquia y se fue a Roma a pedir la dispensa del papa, digo, por lo de la abadesa y la boda. Yo le pedí a Quin que siguiera cantando la canción a ver si había en ella bases para el hechizo y claro que las había. Él me dijo que era obra de un magnífico poeta y que no decía cosas de brujerío aunque lo tenía —el brujerío— «por las buenas». En fin, la cantó entera y decía:
Se equivocó la paloma
se equivocaba,
por ir al norte fue al sur,
creyó que el trigo era el agua,
se equivocaba.
Creyó que el mar era el cielo,
que la noche, la mañana,
se equivocaba, se equivocaba,
que las estrellas, rocío,
que la calor, la nevada,
se equivocaba, se equivocaba.
Que tu falda era tu blusa,
que tu corazón, su casa,
se equivocaba, se equivocaba.
Ella se durmió en la orilla,
tú en la cumbre de una rama…
Y Quin seguía por su cuenta:
… se equivocaba, se equivocaba.
A mí ese poema me pareció de una belleza sin posible definición y sentía ganas de llorar no por sentimentalismo (que no padezco esa dolencia), sino sencillamente por el choque con lo inefable. Y Quin me dijo: «Como usted ve, la paloma se equivocaba, pero no dice que la cabeza de Curro fuera su casa. No dice:
… que tu falda era tu blusa
y tu cabeza, su casa,
»no dice sino tu corazón. Hay una diferencia importante, creo yo. Y era el corazón de una hembra».
Poemas aparte, a mí me parecía evidente que alguien había hecho equivocarse a la paloma y dirigirse contra la sien derecha de Curro hasta penetrar con su pico puntiagudo como una flecha en el hueso y romperle el nervio óptico y tal vez dañarle el cerebro de manera irreparable. Curro quedará tuerto (que es peor que la muerte, entre los gitanos) o tal vez loco. Quin estaba de acuerdo, porque esos nervios van ligados a los de la chalaúra.
Pero no había terminado de hablar, Quin. También me dijo no sé por qué: «Parece que usted se alegra de la posibilidad de alguna de esas desgracias». Yo le colgué el teléfono, porque era una sospecha ofensiva. Cuando la ofensa es de veras grave, se dice un agravio y la explicación viene sola por el lado fonético y por el semántico. Después me di cuenta de que no le había preguntado por Lagartijo y volví a llamarlo. Quin estaba ofendido —más por mi matrimonio que por haberle colgado el teléfono, supongo— y yo lo desagravié con buenas razones y disculpas. Luego le prometí presentarle a mi esposo y reunimos cuando fuéramos a Sevilla. Esto pareció satisfacerle y se puso más razonable; pero sin darme cuenta, en lugar de hablar de Lagartijo volví a las mismas, con el accidente de Curro.
Había sido aquella desventura la sorpresa más grande de mi vida.
¡Curro atacado por el duende furco y por el Rey de las Moscas! El triángulo bají. A veces, las brujerías son tremendamente alegóricas y crípticas y excesivamente crueles.
Quin aceptaba que era posible, aunque no seguro, que el duque se hubiera valido alguna vez de recursos mágicos aprovechando la sabiduría de sus criados gitanos, pero no creía que considerara a Curro bastante importante para ocuparse de él ni siquiera a distancia.
Luego repitió que la nobleza del duque le impedía descender a ciertas bajezas y miserias.
Eso yo no lo creo. ¿Por qué un título del reino va a ser más virtuoso que un sencillo hombre del pueblo? Al fin, los duques son seres humanos. Nada de idealismos bobos, la verdad. Lo único sublime era allí la paloma.
El pueblo suele tener siempre razón en sus amores y en sus rencores y, sobre todo, en sus juicios. Por eso, lo mejor que podemos hacer en los Estados, es tratar de ser populares. Así decimos. Y mi Laury lo es allí con toda clase de personas y a mí los duques me importan menos que los palillos de las gaitas. (Ya me he enterado de la significación simbólica de esos palillos). Para acabar de conquistar a Quin le presenté a Laury por teléfono. Quin trató de hablar inglés y Laury español, con lo cual ninguno entendió al otro, pero la risa es una forma universal de expresión saludable y sin malicia. Así es que quedaron amigos, el uno riendo en gringo y el otro en calé.
Insistía Quin en negar el deseo del duque de hacer sortilegios con la paloma y yo decidí que hablaría de todo eso con el mismo duque —pensaba presentarlo a Laury, también— y sobre todo con el Cantueso, que era un pozo de ciencia. Alguna parte de su ciencia la he aprendido yo y sabría usarla si llegara el caso (en conflictos menores), aunque recién llegada del otro lado del Atlántico tendría alguna dificultad. Por el agua, supongo.
En todo caso pregunté a Quin por las andanzas de Lagartijo. Él me dijo que Lagartijo tenía sólo cuatro o cinco corridas en la temporada y todas en plazas menores. Añadió que era un torero un poco disminuido por su donjuanismo: «Las mujeres hacen de él lo que quieren, es un hombre sin resistencias». Yo recogía sus palabras en el dictáfono porque en España no hay leyes contra eso de registrar las conversaciones.
Viendo luego en la cinta grabadora las palabras de Quin, me doy cuenta de que Lagartijo es «un hombre à femmes» que goza tal vez dando celos a Clamores. Eso no está bien. Y yo aconsejé otra vez a la muchacha la venganza y ella lo aceptó, pero con la condición de que fuera «pura comedia», es decir, que le diera celos sin motivo verdadero y sólo con las apariencias. No podía engañar a su marido. Eso, la verdad, es admirable.
Además, ella tenía miedo de hacer esas cosas sin consultar antes con alguna autoridad en la materia. Por ejemplo, con el Cantueso. Yo también quería ver al viejo sabio en relación con Curro y la paloma. Como se puede suponer, yo seguía con la obsesión de esa ave «que se había equivocado» y me preguntaba qué clase de paloma sería, porque las hay de diversas especies. En la biblioteca del hotel hay una enciclopedia y anduve buscando. Las hay de colores, clases, formas y costumbres diferentes. Yo elegía a mi gusto la que me parecía más adecuada a la situación. Hay palomitas con nombres españoles, y una silvestre como las flores a los lados de los caminos, con aromas raros y colores nunca vistos; hay la palomita brava que pelea con las alas bajas y la cola abierta en abanico, pero su zureo es más bien un arrullo que una provocación; la paloma titibú, que parece hecha para jugar con los bebés cuando caminan a cuatro pata; la torcaz, que es una variedad de la silvestre, a veces con colores azulinos verdosos; la sisella, tirando a negra con el pechito azul; la zorita de anchas alas por las que pasa el sol haciendo arcos iris; la tripolina, que parece que nació en Trípoli, pero viaja por el mundo entero (no hay que olvidar que Trípoli es ciudad de hechizos gitanos y de noches de grande luna oriental); la palomariega, de nombre redundante y volador, que va y viene las vísperas de las grandes fiestas; la paloma real de los parques y alcázares antiguos; la palomita rizada con el plumón levantadito por el pecho; la de moño, que parece estar siempre preguntando como las alondras; la monjil, bendecida por San Saturio o San Saturnino que es lo mismo; la buchona, de especial atractivo para los machos andaluces y pariente de la duenda; la mensajera, la de toca (parecida a la monjil), la zarandí, la ladrona, la zumbona, la encamada, la tojosita, la collareja, la cuculí, la colipava, la pichona, la zura, la colombina, y otras muchas que no vale la pena recordar. Yo había elegido (la imaginación es libre) la paloma duenda. Después de herir a Curro y quitarle por lo menos (si no llega a enloquecerlo, que sería posible) un ojo, el pobre Curro quedará solo con el izquierdo, con el cual, según me dice Quin por teléfono, solo podrá ver las musarañas. ¡Qué raro, las musarañas! Por el sistema semántico y teniendo en cuenta que Quin es poeta, yo creo que las musarañas son una clase de musas con patas de araña que deben ser terriblemente contrarias a los gozos del amor. ¡Pobre Curro, Dios sea alabado, y adonde conducen a veces los mengues teledirigidos desde los Gazules!
En fin, que decidimos ir a Sevilla, y que Clamores nos pidió que esperásemos unos días para rescindir su contrato, porque entonces pondrían otra bailarina en su lugar y ella vendría con nosotros.
Pasamos todavía algunas semanas en Mallorca. Yo, como se puede suponer, estaba sobre ascuas sin noticias de Curro. Habría querido tener dos boletines, uno por la mañana y otro por la noche, como hacen con los príncipes de sangre.
En cuanto al viaje en un yate alquilado por las islas Baleares tuvimos que aplazarlo, ya que la visita a Sevilla se hacía cada día más urgente. A Clamores le insistieron para que se quedara en Mallorca, pero ella dijo que cuando una cosa no le salía de las narices, no la hacía por todos los chulíes del mundo.
No puedo imaginar qué cosa sería esa de las narices.
Yo hablaba de Curro, pero Clamores no hablaba sino de su Lagartijo versátil. Laury no veía en lo de Curro sino una casualidad pintoresca. Un hombre herido por una paloma le parecía cosa de Freud, una alegoría freudiana. Pero no la comprendía porque las aves suelen atacar a las mujeres en los sueños o en la realidad. Y a veces se quedaba mirando Laury con expresión recelosa y preguntaba:
—¿No tendrá algo de homosexual ese gitano?
Al verme reír a mí, alzó los hombros y dijo: «Juraría que tiene algún rasgo feminoide». Volvió a preguntarlo estando Clamores delante y al verla a ella divertida y escandalizada por la sospecha, dijo Laury irritado:
—Poco a poco, que el traje torero con bordaditos de plata y oro es un traje de bailarina. Y todos esos gitanos son medio toreros.
Clamores explicó que ese traje es especialmente práctico para proteger al lidiador. La chaquetilla no tiene vuelos que puedan engancharse en los cuernos, los pantalones son muy ceñidos con el mismo fin, y los bordados y sedas hacen resbalar fácilmente la punta del cuerno sin hacer presa en la carne. Clamores de paso se puso a hablar de Lagartijo III:
—No hay torero como él con la muleta en la izquierda ligando el natural con el de pecho. Pero falla con el estoque. Sólo me mata bien a mí, que llevo media en las agujas.
Laury se aburre cuando hablamos de toros.
En fin, un día tomamos el avión los tres y salimos para Sevilla. Laury le dijo a Clamores dos o tres piropos. Por ejemplo, desde Carmen Amaya no había vuelto a ver bailar bulerías a una mujer como las baila Clamores. Eso compensó la salida malange de la homosexualidad y los toreros. Clamores sonreía feliz.
Hay que estar en todo.
Yo pensaba en el ojo derecho de Curro cegado por la paloma duenda, negra con pintas amarillas. El amarillo y el negro son en España los colores fúnebres. Mientras Laury y Clamores hablaban, yo pensaba si la fecha del accidente de Curro sería o no la misma de mi boda (yo quería averiguarlo), porque solía decir Curro y repetir a sus amigos que yo era su ojito derecho. Y he aquí que ese ojo precisamente le había sido destruido por una paloma. Si fue el mismo día de la boda, no había más que hablar. La chachipé, como diría George Borrow. Mi curiosidad era tremenda.
Y a todo esto, el duque tan tranquilo, en Los Gazules.
La chachipé, chavó. Con tres sonidos en ch, como los hay siempre que se habla de amor. Pero en aquel momento Clamores decía a Laury a media voz:
—Sin cachondeo, guapo.
Eso me puso alerta. ¿Qué le habría dicho Laury? ¿Es que va a resultarme Laury donjuanesco? La cosa me habría hecho reír, porque es más bien un antidonjuán, pero escuché con atención y vi que mi marido estaba diciéndole más piropos de carácter estético en relación con el baile. Le decía que en los desplantes, Clamores parecía la reina de Saba.
Yo le toqué el codo diciéndole —sin hablar— que ya bastaba y que no insistiera, porque estas andaluzas son muy finas y se dan cuenta, si el elogio es un poco persistente, de que puede haber choteo, es decir acumulación reiterativa, con efectos contraproducentes.
Con Laury yo sé muy bien a qué atenerme. Sus ideas sobre el amor son muy firmes en todos los sentidos, sobre todo en el filosófico. Como decía en mi tesis, lo mismo por el lado inmanente que por el trascendente. «Una corriente vital y activa circula por el universo y es el universo mismo en potencia (invisible para nosotros). Allí donde esa corriente se detiene, se crea algo cuya durabilidad depende de circunstancias adjetivas». Eso dice Bergson y en eso estamos de acuerdo Laury y yo.
Sabemos que esa corriente es el amor. Otros dicen que es Dios. Cuestión de nombre. El hecho es que nosotros somos o debemos ser —todos nosotros— amor. Y el que no lo es, está perdido. Y nuestro amor se une al amor secreto e invisible que recorre el universo. Como nosotros en el avión. Era lo que estábamos pensando en aquel momento Laury y yo. Porque yo sé lo que él piensa y muchas veces le he contestado a una pregunta que él no ha hecho sino en su mente.
Supongo que lo mismo les pasa a otros enamorados, aunque no a todos. Mi amor recorre el mundo día y noche dentro y fuera de mí, a pesar de todo (sana o enferma, joven o vieja) y allí donde mi amor se detiene —por ejemplo, en Laury— va a nacer o debe nacer algo. No los celos (eso es destructor y negativo), sino una posibilidad y después tal vez un ser nuevo, un hijo. La propensión, el deleite, el abandono supremo, un goce sin igual y el bebé que entra en la vida llorando y riendo. Y aunque llore, la vida es alegre, y aunque ría, la vida es triste. Nunca me parece más triste que cuando ríe Laury, mi amor.
Eso pensamos Laury y yo. Por eso jugar con el amor y sobre todo con los celos, no es bueno y yo no aconsejo a Clamores que vaya a la cama con alguno de los amigos de Lagartijo, eso no. Lo que yo aconsejo a Clamores es que ponga en la mente de su marido una semilla de duda, para que comprenda el daño que le hace a su esposa con esa misma semilla.
Cuando se lo digo a Laury, él me mira de reojo, de veras divertido, riendo «por dentro» y repite que la pasión amorosa capaz de celos es una locura que deforma todas las cosas y hace ver lo que no existe, pero, además, por oponerse al gran misterio de la corriente creadora universal, es un peligro grave del cual pueden venir sólo desatinos. Los celos son el «contra algo» y de ellos sólo puede venir desolación y locura. Por desgracia cada día se advierte. Basta con abrir un periódico y leer la sección de sucesos. Cada día, cada hora. Un aficionado a las estadísticas ha dicho que cada diecisiete segundos se comete en el mundo un asesinato pasional. Parece que Clamores estaba pensando en lo mismo, porque me dijo cogiéndome el brazo:
—Por favor, hábleme, diga algo —ahora me trata de usted— porque no tengo más que ideas negras a medida que nos acercamos a Sevilla.
Pero por mi parte yo sólo quería hablar de la paloma duenda. Cada loco con su tema.
A ella en cambio, la paloma le tenía sin cuidado. ¡Qué gracioso —decía— herido por una paloma! Y hablaba otra vez de sus amores. A la insistencia obstinada se le da un nombre en la sicopatología española que es pejiguera. Era un gran torero, Lagartijo, según ella, porque en los mano a mano, cuando alguien le mojaba la oreja, se armaba la de Dios es Cristo.
En la plaza de toros, se entiende. Ese hablar críptico a mí me pone nerviosa y no saco nada en limpio.