XIV

Intermedio de risas y escalofríos

Estoy dando los textos de la tesis de Nancy tal como ella los iba ofreciendo a los miembros del comité, porque supongo que siempre es interesante ver cómo se produce una tesis académica, sobre todo cuando a través de ella se observa el carácter de una persona como Nancy, y no sólo por sus actividades externas, como se vio cuando estaba en España, sino por su mundo interior tal como responde al contacto intersticial con una subcultura extraña y también tal como es en sus profundidades naturales y más o menos secretas e incluso yo me atrevería a decir más o menos conscientes. Por eso este segundo libro es tan diferente del primero.

Cuando leí los capítulos anteriores, me reuní una tarde con el profesor Blacksen en el bar 1-2-3 y pudimos charlar a gusto sobre esas y otras materias. Naturalmente, el tema central era Nancy y sus reacciones ante los gitanos. El gachó del harpa nos intrigaba a los dos, especialmente a él.

El contacto intersticial es especialmente importante cuando se trata de dos personas de culturas tan diferentes y aun tan contrarias, ya que entre un gitano de Sanlúcar y una estudiante de Pensilvania hay distancias casi astronómicas, no sólo en el sentir y pensar, sino en la manera de actuar socialmente.

A aquellas entrevistas en el 1-2-3 solía acudir, como dije, Laury, el estudiante de literatura inglesa.

Cuando veía entrar al profesor Blacksen se acercaba a la gramola y ponía aquel vals romántico de los años veinte: «Aniversario». Nunca pude saber de qué aniversario se trataba.

El Dr. Blacksen, al oírlo, sonreía y miraba alrededor seguro de encontrar a Laury. Y entonces Laury se acercaba.

Aquel chico era amigo de Nancy (supongo que le hacía la corte) y conocía también a Richard, el atleta que fue novio primero de Nancy y más tarde se distanció de ella (más bien ella le rechazó) por varias razones, entre otras porque Richard se negaba a copiar su tesis. «Tú comprenderás —le decía— que un hombre como yo, que aspira a ir a la Olimpíada próxima como discóbolo, no puede perder el tiempo de su entrenamiento escribiendo sobre los gitanos».

Aquella resistencia de Richard le parecía a Nancy del todo incomprensible. Bárbara y rústica. ¿Cómo se atrevía a comparar el atletismo con la cultura gitana?

Yo llegaba al bar y al encontrar al profesor finlandés nos poníamos a hablar de la tesis de Nancy, pero cuando llegaba Laury, como es natural, hacíamos conversación general. Aquel día estábamos el Dr. Blacksen y yo hablando de lo que habíamos leído del manuscrito de Nancy y deducíamos que el misterio por el misterio (el de los gitanos) podía ser sugestivo, pero no conducía a ninguna parte. Nuestra universidad era una institución de importancia con un sentido justo de la cultura pura (la ciencia) y la cultura aplicada (la tecnología) y un sentido aproximado (como todas las universidades americanas) de lo que deben ser las humanidades.

—Hay un proverbio chino —advertí yo— que dice: «Cuando uno no va a ninguna parte cualquier camino le lleva».

Sobre todo eso divagábamos alegremente, o por lo menos amenamente, fatigados de la gravedad del trabajo académico. Eso del misterio por el misterio era un tema que nos apasionaba. Habíamos leído libros recientes. Huxley estaba de moda y además había ido a refugiarse a California también. A mí me gustaba más Huxley como novelista que como teósofo, pero ese «cualquier camino» es en Huxley, por ejemplo, siempre encantador, ya nos hable de los estados de semiconsciencia o de superconsciencia artificial creada por ciertas drogas o de los milagros en las iglesias libanesas. En última instancia, Huxley era un poeta que trataba de ver más profundo y más lejos a medida que sus ojos —su vista— se ensombrecían. El gran novelista inglés parece que estaba casi ciego.

Aunque no tiene una relación directa el mundo de Huxley con el de los ectoplasmas y menos con el de los aquelarres, recuerdo ahora el libro de Montague Summers, «Historia de la nigromancia y del satanismo». Un libro de interés histórico que despierta curiosidad.

Como digo antes, la relación de esos dos autores no está del todo justificada. Huxley es un espiritualista, y Summers, fallecido en l949, era un espiritista. A pesar de su carácter de sacerdote de la Iglesia católico-romana, tenía aficiones espiritistas. Hablábamos de todo aquello ligeramente.

Laury escuchaba sonriente y un poco irónico. Parecía que gozaba viendo las libertades que dos profesores se tomaban con las cosas más serias, y creía que le hacíamos un gran honor a Nancy ocupándonos de sus gitanos. Los duendes y sus variedades le parecían pura tontería.

Yo le preguntaba a Laury qué opinaba de todo aquello y él respondía, sin ánimo alguno de molestarnos:

—A mí todo eso me hace reír. —Y reía, realmente.

—Pero, hombre…

—La vida entera es cosa de risa. Nada tiene sentido. Ni el amor, ni el odio, ni la cultura, ni la ignorancia. Ni la vida, ni la muerte. Nada tiene sentido. Y menos que nada los duendes de los gitanos.

Reía, y como el vals se había acabado, iba otra vez a la gramola a ponerlo.

Sin embargo, escuchaba con interés las cosas que decíamos sobre la tesis de Nancy y hasta nos pidió un día que le dejáramos volver a leer algunos capítulos. Eso me intrigaba a mí.

Al devolverme aquellos capítulos, Laury me hacía preguntas que yo le contestaba, y volvía a reír.

—La vida —repetía— es una gran broma de un dios que goza viéndonos hacer tonterías y barbaridades. Parece como si estuviera pensando: Vamos a ver a dónde van a parar todos estos idiotas como Nancy, como Huxley, como Summers. Con sus libros y con sus gitanos cantadores.

La Iglesia católica, aunque no acepta las prácticas espiritistas y mira con recelo al espiritualismo «científico», cree en los fantasmas, en el poder nefasto del brujerío, en las apariciones del diablo y en la posesión de los cuerpos humanos por los espíritus satánicos. Lo que escribe el P. Summers es precisamente la historia de todo eso. Desde los más remotos orígenes, es decir, desde mil años antes de la era cristiana, al menos.

También recuerdo un nuevo libro de Pierre MacOrland bajo el título «Malice», donde hallamos toda clase de misterios a través de breves narraciones de todos los tiempos y latitudes. Entre ellas no pocas referentes a materializaciones del diablo, «sabbats», aquelarres, etc. Y algunas conmovedoras por su verismo y por la habilidad de la composición.

¿Es posible que leamos con seriedad un libro sobre satanismo en nuestros días? ¿Por qué no? Precisamente, ahora podemos hacerlo mejor, con la mente libre de supersticiones. Sobre este libro dice Elmer Davis: «Creyendo firmemente en toda la parafernalia del satanismo, Montague Summers goza y se divierte describiendo esas lamentables orgías con una fruición que hasta el lector más escéptico podrá percibir».

En aquel caso el lector más escéptico era Laury, aquel chico hijo de un padre enormemente rico, que iba y venía por el campus con media sonrisa en los dientes, fuerte como un tipo del friso del Partenón y burlándose de la fuerza y de la flaqueza, de la vida y de la muerte.

Al menos eso decía él.

Un día yo le pregunté a Nancy y ella me dijo: «Laury es nada más un chico mimado». Es posible que tuviera razón.

Todo había sido demasiado fácil para él en la vida.

Por cierto, que Nancy le había prestado algunos discos de gramófono que había traído de España, con ejemplos de cada género flamenco o hondo. Le explicaba además que flamenco venía de fellah-mengo (campesino pobre, en árabe) y que hondo era pronunciado como jondo y quería decir profundo. A no ser que fuera una síncopa de la expresión metafórica jodido. Porque el jondo es triste.

El cante jondo era demasiado exótico para Laury, que prefería el flamenco. Y sobre todo algunas formas de flamenco un poco desnaturalizadas por las tendencias musicales modernas. Así, un disco que le gustaba especialmente era el llamado Madrigal Chorus of Barcelona, donde una mujer cantaba una nanita al estilo de la malagueña que había afectado los niveles donde se propicia el encanto amoroso.

Laury disimulaba con Nancy, pero estaba enamorado de la soprano Montserrat Pueyo. Enamorado de ella por la voz, sin haberla visto nunca. Aunque, cuando pensaba despacio en aquello (la atracción por el oído), el posible conocimiento personal con Montserrat y el matrimonio consiguiente volvía a reír a carcajadas y a decir, moviendo la cabeza a un lado y otro:

—¡Qué ridícula y risible la vida amorosa!

También había tocado dos o tres veces aquel disco para oír la Canço de Bressols (melodía catalana) que le daba una tristeza gustosa. Oyendo aquello Nancy pensaba:

—Te ríes de todo, de la vida, de la cultura, del amor, hasta de la muerte, pero resulta que gozas también de su secreta desesperación, y eso quiere decir que la tienes como cada cual.

Nancy era muy inteligente cuando se trataba de «calar», es decir, «to hig» en la naturaleza del homo eroticus, y no decía vulgaris porque Laury era todo menos vulgar. Su risa escalofriaba, a veces, al bartender.

Hablábamos de Huxley, del P. Summers, de Pierre MacOrland (un humorista trascendente y lírico) y volvíamos siempre a Summers y a los gitanos de Nancy. El libro de Summers sobre satanismo parecía tener algún contacto con las supersticiones gitanas, tal vez partiendo de remotísimos orígenes orientales, que sería punto menos que imposible identificar. Es un libro escrito, no con un punto de vista moderno, sino más bien medieval, lo que le presta un encanto grave-humorístico nada desestimable.

Naturalmente, en nuestros tiempos no se habla de las brujas sino como personajes del folklore aldeano y como personificación del riesgo de lo desconocido para los niños. ¿Se podría decir que existen las brujas? Sí, claro. Como se puede decir que existen los gnomos, las hadas bienhechoras y los duendes. Dentro de la lógica irracional de la poesía. Todavía en favor de la existencia de las brujas hay un dato histórico. Las han quemado en todas partes, incluso en los Estados Unidos. Si han podido quemarlas era porque existían. ¿De dónde venían, cómo actuaban, quiénes eran y qué se proponían? Todo eso nos lo dice Summers en su libro, que es de veras curioso.

A veces se quedaba Blacksen con la mirada perdida en el espacio y decía muy serio: «La verdad es que no sabemos nada de estas cosas y que entre el no ser absoluto y este “ser relativo” nuestro hay infinitos misterios».

—Parece —decía yo para hacerle hablar— que los gitanos, aunque confusamente, saben algo.

Oyéndonos, Laury volvía a reír.

—Las sectas me dan risa, lo mismo las cristianas que las judías y las árabes, las hindúes, las gitanas, y las ortodoxas griegas o rusas. Me hacen reír y no lo puedo evitar. La tesis de Nancy es pura tontería.

—Pero ¿por qué? Hay cientos de millones de personas inteligentes que toman en serio esas cosas. Vale la pena detenerse a pensar.

—Pues eso es lo más cómico. La única secta que me gusta, porque parece tener un fondo humorístico-poético-histórico-racional es el budismo. Eso que dice Nancy de lo primero que dicen los niños en español (cuando tienen siete u ocho meses de edad), la palabra puta, y en los países orientales, especialmente en China, la palabra buda, y hacer de eso la base de una religión, me parece cosa digna de respeto. O al menos de atención.

Luego discutíamos un poco sobre la formación del cráneo dolicocéfalo español y braquicéfalo de los chinos y de cómo se formaban las consonantes fricativas o interdentales. Y aquello parecía justificado (lo de Buda y puta). Y Laury volvía a reír.

Pero la risa de Laury, un gitano la habría entendido a su manera. Habría visto en ella alguna clase de duende. Yo comenzaba a darme cuenta de esto, aunque no sabía cómo explicármelo. Un día, por ver lo que decía, le recordé que el hombre es el único ser del mundo a quien le ha sido dada la risa a cambio tal vez de su conciencia mortal. El hombre es el único animal que sabe que va a morir, lo que no es ninguna broma, y por eso también le ha sido dada la risa como compensación.

—¿Y cómo sabe usted que los animales no saben que van a morir? La verdad es que huyen del dolor y cuando ven un animal o un hombre muerto saben que están muertos, de eso no hay duda. En cuanto a la risa, las hienas y algunos perros parece que ríen a veces.

La risa de Laury no era de hiena, sin embargo, sino más bien de fraile trapense que va a poner una bomba debajo del sillón del abad.

A propósito de los gitanos y las brujas, Blacksen y yo volvíamos al P. Summers, quien difiere bastante de lo que sobre la materia dicen las enciclopedias católicas y los apologistas. Además, el autor no se siente avergonzado como otros sacerdotes con los excesos cometidos en los siglos XVII y XVIII por el Santo Oficio contra las llamadas brujas, sino, por el contrario, defiende todo lo que la Iglesia ha hecho para extirpar la nigromancia. Y, sin embargo, ¿se diría que el autor es un hombre anacrónico partidario de la Inquisición? No. Es un espíritu moderno que se sitúa en los períodos históricos, de los que trata y quiere hacernos comprender las razones de la persecución llevada por la Iglesia a sangre y fuego contra la gente que trataba de ponerse en contacto con los misterios del más allá y de movilizar «fuerzas ocultas». La verdad es que a través del ocultismo, el brujerío y el satanismo se cometían crímenes. A veces crímenes de la más exaltada y refinada locura. Con frecuencia crímenes cuyo recuerdo despierta terror y repugnancia física.

La represión de todo eso era también satánica, claro. Quemar viva en la hoguera a una mujer que había asistido a un aquelarre era una manera satánica de responder a la superstición y a la ignorancia. Aunque parezca extraño todavía, hoy se celebran «sabbats», aquelarres (esta última designación es vasca) en Francia, en Alemania, en otros lugares, incluidos los Estados Unidos, según dice el autor. Los ritos no son criminales ni tan repugnantes como en el pasado, pero mantienen la tradición. España tiene un lugar brillante en esa tradición. Algunas fórmulas rituales se dicen en español, otras en griego o en latín. Algunos han dicho que el origen del nombre España es Spanna, tierra de Pan. Y no hay duda de que Pan es el padre mitológico del diablo. Así, pues, España (de tener razón esos historiadores) sería la tierra ideal del diablo, la patria satánica. Yo no lo creo.

Como el diablo tiene a veces sus atractivos —puede disfrazarse, según Summers, bajo mil apariencias, a cuál más seductora—, esa definición arbitraria no contradice los encantos de nuestra España. Sólo que los hace más intrigantes e inquietantes. Por eso los duendes de los gitanos parecen más verosímiles.

Ahora que nadie cree ya en estas cosas es cuando la nigromancia comienza a ser tomada en serio. No como práctica, no como derivación religiosa, mucho menos como sistema, sino como contribución a los poéticos desvaríos de la pobre humanidad a través de los siglos. Hoy los «endemoniados» son tratados por los psiquiatras, y cuando no hay más remedio, separados de la sociedad y encerrados en unos edificios donde los especialistas los tratan con una larga paciencia observadora y vigilante.

—Sin embargo —dijo Laury—, yo tengo una tía bruja en New England.

Lo dijo con la mayor seriedad, y el profesor Blacksen, que sabía que aquel chico reía mucho, pero no solía mentir, se quedó un momento mirándolo con la boca abierta.

—Si eso es verdad —dijo en serio— habrá que tomar en cuenta lo de los gitanos sobre los agentes y los duendes, sobre el medio transmisor, el gordo cerbatano, el batidor, el entrometido, y tantos otros. Lo que no entiendo es lo del gachó del harpa.

Yo había sospechado también que todo aquello podía ser importante en la manera que los gitanos tenían de organizar «su realidad».

—Ahí, ahí está el secreto —decía Laury—. Eso sí que lo creo.

—¿Qué es lo que cree?

—Que el gitano se fabrica su realidad y de ella no hay quien lo separe. A nosotros nos la dan hecha y nos la quieren imponer. ¿Para qué? La realidad de los llamados ciudadanos civilizados es absurda, y como les digo, me ha dado siempre risa. Todo es ridículo y la realidad nuestra lo es también. La vida entera y la muerte me hacen reír.

Por cambiar de tema, es decir, por darle una dimensión estrictamente satánica y poética, yo hablé de MacOrland.

El cuento que recuerdo entre los de MacOrland en «Malice» es el titulado «La hermosa mujer de Siboro», una breve estampa del siglo XVI. Una muchacha de nueve años sale un día de casa y se acerca con curiosidad a un bosque, donde —según ha oído decir— suele aparecer en persona el «señor diablo», tal como está representado en la iglesia. Una hermosa señora ve a la niña, la acaricia, la toma de la mano, le da dulces y la lleva consigo. La lleva al bosque, donde hay otras muchas personas reunidas.

Interviene la policía, que arresta a más de la mitad de los reunidos. Un grave inquisidor dice a la niña: «Tú has ido al “Sabbat”, y te mando que me digas francamente el nombre de la persona que te llevó a esa asamblea maldita. Si no me lo dices serás quemada como bruja delante de esta iglesia. Si me lo dices será quemada la persona que te llevó». Entonces la niña mira alrededor y ve a la hermosa dama de Siboro. Cerca de ella está su propia madre. Y señalando a su madre, dice: «Esa me llevó».

No hay duda de que había en la niña una naturaleza de brujita precoz. Como decía la cocinera de Valle-Inclán sobre las brujas gallegas: «Haberlas, haylas». Y luego añadía, recordando las amonestaciones de don Ramón: «Pero no hay que creer en ellas». Y miraba a los hijos del poeta, todavía muy pequeños.

Claro es que existen las brujas. Todos hemos conocido alguna, y lo curioso es que no son verdaderas brujas si no las hemos idealizado antes hasta el extremo de sacarlas de la realidad convencional y meterlas en la nuestra privada. Al tener que volver a la realidad convencional, actúan como verdaderas brujas. Eso, al parecer, no sucede con los gitanos, porque saben usar de sus duendes, sus moros conciliantes y sus judíos tentativos.

Oyendo estas cosas, Laury se ponía a veces muy serio y nos miraba de un modo que a mí me recordaba la mirada del Chaleco de Valdepeñas, según cuenta George Borrow y recuerda Nancy en su tesis. Aquella seriedad de Laury me intrigaba, lo mismo que su risa.

En definitiva, creo que la tesis estará bien, aunque Blacksen es un poco escéptico, y lo es más cuando ve a Laury reír.

—A veces a mí la risa de ese chico me da miedo —suele decir.

—¿Por qué?

—Me da la impresión de alguien que podría suicidarse.

Decíamos todo esto mientras Laury iba a la gramola a poner «Aniversario» otra vez. La tercera.

Laury no era un hippy. Iba vestido como nosotros, se cortaba el pelo y se bañaba. Creía que tratar de hacerse conspicuo (así decía él) por señales exteriores era ridículo, y sólo podía aceptarse en los perros cuando los esquilan de maneras raras para ganar premios en las exposiciones y concursos.

Es decir, que Laury era hippy sólo en la mente y en la conciencia. Y quiso meter su cuarto a espadas y nos habló también de sus preocupaciones ante ciertos aspectos del misterio vital, precisamente en relación con esa realidad que no existe y que cada uno tiene que fabricarse a su manera. A veces —decía— yo creo que el hombre puede crear una realidad con su mente, igual que los dioses. En eso aceptaba que era la mente un don divino. Con sus creaciones, incluido el gachó del harpa.

Pero de las iglesias —de todas sin excepción— seguía riéndose.

Aquella tarde nos habló de Janet Lewis, que es una escritora yanqui que ha demostrado habilidad en la manera de tratar las zonas oscuras de la psicología humana en relación con el sentido moral del mundo. Ese universo moral, ¿tiene sentido? ¿Existe alguna clase de universo moral con base lógica?

Tremendas preguntas que Janet Lewis no se atreve a responder, pero cuyos términos hace más dramáticos a través de sus novelas. Incidentalmente, no son novelas, sino casos históricos. El caso del ministro protestante Soren Qvist es el siguiente. En l646 ese sacerdote danés, que había sido ajusticiado veintiún años antes (condenado por asesinato), seguía siendo considerado en Jutlandia, a pesar de todo, como un ejemplo de virtudes. La gente juraba por él. Era proverbial eso de «tan bueno como Soren Qvist», que se decía aquí y allá cuando alguien quería exaltar la perfección humana. Su condena como asesino y su ejecución en público no querían decir nada en la memoria de la gente.

Eso nos decía Laury, añadiendo: «¿No es tremendo eso?». Yo no entendía exactamente lo que quería decir al hablar de «eso», pero sin duda la cosa era apasionante. Seguía hablando Laury: «Es decir, que Soren Qvist, convicto del asesinato de un criado suyo llamado Niels Bruus, era a pesar de todo en la opinión popular un santo. Extraña contradicción».

Pero en l646 llegó a Jutlandia un mendigo cojo —licenciado de la guerra—, quien se presentó al mismo magistrado que había condenado a Soren Qvist y demostró documentalmente que era Niels Bruus. Es decir, que nadie lo había matado.

Investigaron detenidamente, y con la ayuda de Niels se supo que un enemigo del pastor protestante lo había acusado del asesinato utilizando como prueba el cadáver de un suicida desfigurado y difícil de identificar. Quedaba un turbador misterio. Si el pastor protestante Soren Qvist era inocente, ¿por qué confesó un crimen que no había cometido? En el curso del proceso no se emplearon medios violentos. Confesó voluntariamente y sin tormento. El pobre pastor protestante aceptó la sentencia sin protesta, fue al patíbulo, puso la cabeza en el tajo y dio la vida sin la menor lamentación.

Ya hemos dicho antes que la gente siguió hablando de él como de un hombre de conducta inmaculada: «El buen pastor Qvist», decían todos. ¿Será posible que en el inconsciente colectivo haya un sentido inmanente de la verdad, al menos en materia moral? No se sabe. En aquel caso lo parecía.

A mí me gustaba oír hablar a Laury en serio. Yo lo llamaba a veces Lorenzo, en español, lo que parecía gustarle. Todo le gustaba, menos lo americano, aunque, naturalmente, aprovechaba las comodidades y las ventajas prácticas que consigo lleva la vida americana. Pero de todo se burlaba, y ahí terminaba su sentido de nacionalidad.

Seguía hablando de Soren Qvist: «Era un hombre de criterio razonable, nada extravagante ni excéntrico, es decir, un hombre normal en todos los sentidos. Mintió en público, ante los magistrados, sabiendo que la mentira le costaba la vida. Y perdió la vida».

Solamente la vida, es decir, que no perdió la buena reputación. Eso a Laury le daba risa también.

Entre los protestantes, la necesidad de hallar respuestas a los misterios del «por qué» y del «para qué» de nuestra presencia en la tierra (es decir, respuestas lógicas al margen de la fe), es cosa bastante frecuente. La preocupación del bien y de la responsabilidad ante el dolor humano van unidas a esos problemas. El pastor danés es posible que creyera también que el cuerpo desfigurado del suicida era el de su antiguo criado. Y que se sintiera culpable en su conciencia, como muchos nos sentimos cuando muere una persona a quien hemos querido.

Ante el cadáver de nuestra madre, de nuestra esposa o de nuestro hijo, todos lloramos, y no sólo por haberlos perdido, sino por alguna clase de oscuro arrepentimiento. Todos creemos que no hemos sido bastante generosos ni bondadosos con ellos. Todavía los discípulos de Freud nos hablan de esa ambivalencia según la cual los hombres se alegran (al mismo tiempo que sufren) con la muerte de un ser querido. Se alegran más cuanto más los han querido. Y la conciencia de esa alegría les hace sentirse culpables.

Por todas estas razones, ante un muerto que ha vivido en nuestra casa y ha sido amado o estimado por nosotros nos sentimos de un modo u otro responsables.

Probablemente, el pastor se sintió también culpable de haber maltratado a su criado alguna vez, de haber deseado en algún momento de ira mal reprimida su muerte (lo que equivalía en su conciencia a asesinarlo). Esas cosas son posibles y en la conciencia sensitiva del pastor eran de una inmensa gravedad. O tal vez se sentía culpable de no haber sabido desterrar el crimen del radio de su influencia religiosa.

Por otra parte, no es imposible que el pastor estuviera cansado y asqueado de oír en Jutlandia sus propias alabanzas. La gente de su parroquia lo veneraba. La vida del pastor era muy diferente de la vida de Jesús o de sus apóstoles que fueron perseguidos, envilecidos por la calumnia y el vejamen público y, finalmente, martirizados y muertos.

No es difícil aceptar que el pastor buscara alguna forma de voluntaria expiación.

Si esta expiación hubiera sido promovida desde su origen y buscada por Soren Qvist (sin la existencia de un cadáver y de una acusación formal de la justicia), el caso habría tenido un carácter muy diferente. Habría sido sólo una extravagancia y una locura. Pero una vez acusado por alguien, el pobre pastor debió pensar: «Dios quiere que purgue y expíe mi falta de generosidad con el pobre Niels, a quien alguien ha matado. O mi torpeza e inhabilidad para educar a mis feligreses y alejar el crimen de mi parroquia».

Debió también pensar: «Dios quiere que yo pierda una reputación de santidad que no he merecido nunca».

Es lo más probable. Pero Laury seguía riendo. Yo estoy seguro de que el Cantueso de quien habla Nancy comprendería aquello a su manera mejor que nosotros. En todo caso, estamos esperando un capítulo de Nancy donde va a tratar de explicar las maneras lógicas de actuar de los duendes en casos de extrema importancia lo mismo que en casos de menor cuantía.

Yo lo dije y Laury me escuchó con una atención especial y dijo de pronto:

—Eso es lo que yo no creo, aunque Nancy es capaz de entender algunas de esas cosas y nosotros podemos imaginar el resto. Eso sí.

Lo curioso era que Laury seguía pensando que nada de lo que le rodeaba tenía sino un sentido humorístico y cómico y, más frecuentemente aún, grotesco, pero no reía tanto cuando se hablaba de Nancy, y eso me pareció un buen síntoma en relación con la tesis. O con otras cosas.

Volviendo al caso del pastor protestante (que era como una réplica a lo que había dicho Blacksen sobre el cura católico Summers), añadió Laury: «Buscaba ese pastor protestante lo mismo que busca en la novela de Barrios “El hermano asno” el fraile franciscano. Alguna manera de desautorizar la fama de santidad que la gente adscribía a su nombre. El frailecito de Barrios se conduce de un modo pública y deliberadamente indecoroso con una muchacha, el escándalo trasciende, y el fraile consigue lo que buscaba. Pero el caso del pastor protestante es muy distinto. Pierde la vida, pero no la reputación».

Decapitado y expuesto su cuerpo en la plaza pública, la gente sigue poniéndolo por ejemplo a sus hijos. «Tuvo una desgracia —dicen—, pero era el hombre mejor del mundo». Una desgracia, es verdad. Y la fama de Soren Qvist se mantiene inmaculada. Aquí Laury no reía, pero se le veía contener la risa con dificultad.

El pastor sacrificado llevaba el mismo primer nombre que había de llevar dos siglos más tarde Soren Kierkegaard. Para cualquier existencialista moderno que haya leído al autor danés, la conducta de Qvist es perfectamente comprensible. Con su voluntario sacrificio creía tender un puente desde el patíbulo hacia la gran paradoja de lo divino. Paradoja difícil de explicar y más aún de comprender, pero que en el alma de un místico del siglo XVII o del XIX era tremenda y podía llevar a no importa dónde. Kierkegaard habría comprendido, quizá. Yo también. Blacksen se inquietaba y Laury reía una vez más.

¿Fue el de Qvist un caso de misticismo? Así y todo, la última palabra de la providencia negando al pastor el envilecimiento que buscaba plantea —todavía— una duda. ¿Triunfó el pastor Qvist? ¿O fracasó al serle negado el vejamen público incluso en el patíbulo? Preguntas nada frívolas y cuya respuesta, como digo antes, se atreverían a dar los existencialistas.

Que nosotros las aceptáramos o no, sería una cuestión a dilucidar.

Que los gitanos puedan ayudarnos a comprender y a dar una respuesta sería también una cuestión a resolver. Pero yo no niego que sea posible. En eso Nancy, a pesar de todo, me está convenciendo. Se lo dije a Laury, y él se quedó un momento dudando y sacudiendo la pipa contra la pata de la silla. Mientras decidía o no lo que iba a decir, yo aventuré una opinión:

—Lo que pasa es que está usted enamorado de Nancy.

Él alzó la cabeza como un escorpión dispuesto a herir:

—¿De dónde saca usted eso?

—De su constante oposición a lo que ella dice y piensa y escribe.

Se quedó otra vez callado y luego dijo, por fin:

—¡Qué raro, esto del amor! Nos acostamos con una mujer y la queremos ya menos que antes. Es como los automóviles. Lo compras, sales a la calle con él, y antes de llegar a la esquina ya ha perdido mil dólares de valor. La mujer pierde algo cada vez que le hacemos el amor, y a la cuarta o quinta vez vale menos de la mitad. Después de hacerle el amor cien veces, ya no la queremos. Si ella insiste en querernos, comenzamos a odiarla. Y cuanto más la odiamos, más nos quiere ella. Pero ¡ah del desgraciado que se deja convencer y da vuelta atrás! Ahí es donde la mujer comienza a actuar como bruja. Es la victoria la que las hace brujas.

—¿Y la victoria qué nos hace a nosotros? No en los casos de amor, sino en general, en la vida. Porque en el amor el sexo nos hace ya victoriosos al nacer. Es injusto, pero es así.

—La conciencia de la victoria en la vida —dijo Laury— hace al hombre absolutamente imbécil. Por eso hay tanto imbécil en América. Todos triunfan.

Se quedó meditando, se puso a cargar la pipa otra vez y añadió:

—Tampoco faltan brujas, la verdad.

La tesis de Nancy intrigaba a Laury, aunque no lo habría confesado por nada del mundo.