III
Nancy, Blacksen y Laury en el 1-2-3
No sé si he dicho que el profesor Blacksen solía acudir al bar 1-2-3 (one, two, three), que estaba muy cerca de su casa, y allí encontraba a menudo a sus estudiantes. No solía faltar a la hora en que iba el profesor un tal Laury, que vivía en un apartamento de su misma casa, en la planta baja. Un apartamento con baño y ducha. La casa tenía también calefacción, gas, e incluso música dentro de los muros, que se podía poner en acción o silenciar oprimiendo un botón en la pared. Un detalle feo había en la casa, y es que al lado de la puerta un letrero decía: «Viviendas para la élite».
A Laury, Nancy, que parecía simpatizar con él, lo llamaba Lorenzo, en español. Al chico parecía no disgustarle aquello.
Laury había ido muchas veces a la clase del profesor. Era estudiante de otro departamento —Literatura inglesa— y parece que escribía. Como entre escritores y antropólogos hay una relación natural (por simpatía a la extravagancia, quizá), Laury quería al viejo Blacksen. Y cuando lo veía entrar en el bar 1-2-3 iba despacio a la pianola mecánica y marcaba el B-6, después de poner una monedita en la ranura. Se oía una orquesta tocar «Aniversario», un vals de una película que el profesor había visto y aplaudido, según solía decir, cuando era joven (un film con Marlene Dietrich sobre la aventura de Mata Hari en la primera guerra mundial). Aquel vals le traía recuerdos de su lejana tierra, llena de lagos y bosques. Todo parecía virgen en Finlandia. También la memoria afectiva de Blacksen parecía siempre virgen, a pesar de sus decepciones amorosas.
Había tardes en que la nostalgia era más aguda. Los sueños se disuelven al amanecer, pero las nostalgias no. Y el día que amanecía con ellas era un día perdido. Bueno, perdido para cualquier forma de acción positiva. Sólo se le ocurrían imágenes poéticas de los mares del norte:
El sol inmóvil cerca de la luna desnuda
y entre los dos la mar eternamente muda.
Porque a veces ensayaba versos en español, animado por otro antropólogo de ese origen que iba a sus clases y a quien Nancy por algún tiempo miraba de soslayo con alguna clase de expresión prometedora. En cuanto a los versos anteriores, sabido es que durante el verano el sol del ártico se queda quieto toda la noche sobre el horizonte.
El profesor recordaba algunos versos del antropólogo español que le hacían gracia, porque eran —según decía— muy coloristas:
Dejad las novias sueltas balando por el prado
y encerrad a los archimandritas del pecado.
De Finlandia llegaron en los oscuros tiempos de Alarico cuadrillas de vándalos devastadores a España, que se fueron al Norte de África, donde ahora sus nietos adoran a Alah y bailan al son del pandero elvírico, es decir, beduino. El profesor creía que había una relación antigua entre su romántica y brumosa patria y el glorioso mediterráneo. Y la añoranza a veces le dolía.
Nubes de antaño, no me renovéis el recuerdo
que a fuerza de encontrarme en el ayer, me pierdo.
Eso decía el antropólogo español, y Blacksen se lo atribuía a sí mismo aquellos días en que no tenía más remedio que ir al bar 1-2-3. Como decía antes, Laury lo veía entrar y calladamente iba a poner «Aniversario» en la gramola. Poco después el vals sonaba distante y romántico, y Blacksen se sentaba con aire meditativo. No le gustaba frecuentar aquel bar que tenía una atmósfera un poco sórdida. La barra solía estar enteramente ocupada, y había grupos de chicos y chicas en las mesas alrededor.
Los bartender son la gente más civilizada de los Estados Unidos, después de los jueces federales, y el bartender de aquel lugar no era una excepción. Además, tenía una memoria prodigiosa. Aunque estuviera Blacksen tres meses sin aparecer por allí, cuando llegaba no tenía que pedir su bebida predilecta y el bartender se la servía como siempre.
Había un grupo de hombres viejos, entre ellos el dueño del bar, que se reservaban un rincón, donde jugaban a las cartas o discutían política o deportes. Los días de partidos de fútbol había apuestas y también los de carreras de caballos. Aquellos hombres tenían a veces un aire de viejas comadres hospitalarias, y eran de una suavidad de maneras sospechosa. Algunos decían por eso que el bar era de gente «gay», es decir, feminoide. U homosexual.
El bar era el más próximo a la universidad. La ley establece una distancia mínima entre esos «centros de corrupción» y los campus universitarios. Siendo aquel el más próximo, estaba siempre concurrido, y su aire sórdido era un atractivo para la mayor parte de los estudiantes, gente rica que gustaba de dárselas de bohemia. Ir allí era para algunos una aventura picante.
Cuando no encontraba Blacksen a nadie conocido en el bar, su soledad se hacía más densa y especiosa. Oía el vals de Mata Hari pensando en Helsinki, pero no podía imaginar lo que haría si estuviera en su patria natal, y lo más probable era que sintiera allí nostalgia de los Estados Unidos. Así suelen ser las cosas.
Pero aquel día se presentó Nancy. Fue directamente a la barra, donde estaba Laury con su eterno perfil ausente, y luego al ver los dos al profesor se acercaron a su mesa con el vaso en la mano y se sentaron a su lado.
Nancy estaba con la fiebre académica, porque trabajaba mucho en el manuscrito de su tesis sobre «El gitano como entidad frenética», que había traído de España en borrador. El profesor estaba un poco intrigado por el gitano de media casta que sabía leer bají. No podía imaginar qué era aquello. ¡Bají! Y Nancy, recurriendo a su cuaderno de notas, encontró la explicación:
—El calé tiene una liga con el mundo payo.
—¿Una liga? —preguntó el finlandés.
—Una relación secreta, ¿no? —dijo Laury, queriendo intervenir.
—Sí, sí. Una liga secreta. Es la mirada cerbatana.
Aquello parecía a un tiempo confuso e interesante. El profesor la animó a seguir hablando, y ella recurrió al borrador de su tesis y leyó: «Para nosotros los payos hay sólo un sujeto interior —ella escribía subjeto—, pero para los calés hay dos. Uno en términos animalísticos y otro en términos humanos. El primero puede dar mal de ojo a los animales según la ley cerbatana de los elfs (duendecillos), lo que ellos llaman duende-furco. Como tantas otras supersticiones, esa tiene una base histórica, porque los gitanos no son rompedores de tradición. Esa base está en los hombrecitos pequeños, más pequeños que los enanitos de los circos, que vivían hace miles de años y que los hombres grandes iban empujando a lugares inhóspitos y crueles, donde no había comida ni agua ni trabajo. Esos hombrecitos casi se acabaron. Los que quedan vivos están obligados a residir en los lugares donde no hay nada. En África los pigmeos y en España los de las Hurdes. Y han ido creciendo, así y todo, porque el problema de la realidad está en relación estrecha con el proceso del desarrollo.
»Esos duendes iban por la noche con sus cerbatanas a las cercanías de los campos donde tenían los ganaderos sus vacas y toros, sus ovejas y cabras. Y soplaban en su cerbatana y despedían una punta de cacto envenenada que ponía enfermo al animal.
»Eso era mal de ojo del género animalesco.
»Y los dueños de ganados, para que no lo hicieran, les ponían comida a los duendes en los puntos más acercados a sus propiedades, y entonces los duendecillos iban a cogerla por la noche y no hacían daño. Los gitanos tienen ese sentido de la cerbatana y lo practican soplando con un canuto contra los animales. En cuanto a las personas, lo hacen con el leer bajío, es decir, con una penetración visual lunática que les permite entrar en el mecanismo de su salud».
—¿Pero cómo? —interrumpía el profesor.
—Pues se trata de un problema complicado. Para leer bajío, como hizo el gitano de media casta, capitán de media paga, necesitan un medianero que en ese caso era sin darse cuenta George Borrow. El Chaleco lo sabía. Ese medianero tiene que tener simpatía por los dos: el calé y el payo que va a ser su víctima. En esas condiciones, el Chaleco leyó el bajío del vasco y vio que este quería darle mulé (mula quiere decir muerte en gitano y en sánscrito, y de ahí viene muladar en español, que no es lugar donde se arroja a los mulos muertos, sino donde se aloja la muerte). El Chaleco quería madrugarle y entonces, ayudado por la simpatía del medianero, le disparó el duende-furco y le dio mal de ojo tan penetrante que dos días después el pobre vasco estaba muerto.
—Eso yo no lo puedo aceptar —dijo el profesor—. Había una infección cogida en la cárcel.
Impresionada y afligida, Nancy suspiró:
—Pero el duende furco avivó y estimuló la infección. ¿Dice que no? Entonces, ¿cómo van a aceptar mi tesis?
—Tal vez como un estudio de costumbres. Si está bastante documentada y tiene citas y notas al pie comprobables.
Menos mal, pensó ella. Y recordaba a Curro, pensando si tal vez el duende-furco podía atravesar los océanos e influir en Blacksen.
Creía que no, por una razón bastante autorizada. Un amigo de Curro, gitano puro, le dijo un día que el mal de ojo no tenía eficacia alguna cuando había agua por medio. Por eso los peces estaban libres del mal de ojo.
Aunque no podía menos de recordar Nancy que, a pesar de ser Curro un gitano muy adulterado (un octavo de gitano, por más que el duque andaluz aseguraba que era un gitano ciento por ciento), había demostrado tener poderes mágicos cuando identificó al abejorrito rubio con Quin y le rompió al abejorro un ala de un manotazo, y el mismo día encontró Nancy a Quin con el brazo izquierdo en cabestrillo.
Misterios que el profesor no estaba dispuesto a entender.
Nancy le explicó lo que había sucedido entre Quin y Curro, es decir, la rivalidad amorosa. Un día Curro quiso volver al café a matar a Quin, pero lo impidieron los amigos. Más tarde Quin insultó a Curro en una fiesta (en el patio andaluz de una casa), o al menos Curro creyó que lo había insultado, y al salir de la casa Quin quiso matar al gitano. Los amigos se interpusieron otra vez. Juraba Nancy que ella no era amiga de esas rivalidades y que no las cultivaba deliberadamente. «Hay mujeres —repetía— que gozan viendo cómo los hombres se matan por ellas. Yo soy muy diferente en eso, porque en América, la verdad, los hombres y las mujeres se entienden más fácilmente. A pesar de todo, una noche en un velorio, en casa de un duque grandee, se produjo un malentendido entre Curro y Quin, del que yo era por completo inocente, y pelearon como dos tigres. Yo no sentía satisfacción ni orgullo por una violencia de origen erótico como esa, se lo juro. Aunque algunos piensen lo contrario».
Así hablaba Nancy. Y añadía: «Pero Curro también sabía leer bají. Ahí el mediador…».
—Antes dijo el medianero.
—Es igual, doctor Blacksen. El medianero. También lo llaman —y Nancy consultaba su cuaderno— el busnó injerente. En lo del abejorrito había sido muy distinto.
—¿Fue durante el velorio?
—No. Lo del abejorrito fue mucho antes. El busnó injerente había sido, según me confesó Curro, la señora inglesa que solía acompañarme. La Margaritona. Una malange del país del bacalao. Así decía Curro.
—¿Qué país?
—La Escocia.
Eso era cuando yo le preguntaba cómo había sido aquello de que rompiéndole un ala al abejorrito rubio se le hubiera roto un brazo a Quin. ¡El bacalao de Escocia a través de la personalidad de Mrs. Adams! ¡Qué extraños poderes tiene a veces un animal marino a través de un ser humano! ¿Verdad?
El profesor no la comprendía, y entre tanto Laury la miraba con una distante melancolía, un poco burlona.