I

Prefacio para orientarse

Blacksen era de origen europeo (finlandés) y buscaba compensaciones para su soledad de emigrado. Las hallaba leyendo y enseñando filosofía, pero de un modo lo menos académico posible. Como profesor se limitaba a explicar la historia de los sistemas más importantes, deteniéndose un poco en los que más le gustaban, pero sin aportar nada realmente personal. Esos profesores eran los que las universidades solían preferir. Pero a él lo que más le interesaba era la antropología.

Aparte y en su casa organizaba reuniones, a las que acudían los estudiantes peor vestidos y más descuidados —a veces de veras mugrientos—, y a ellos les daba su noción íntima de la realidad. Es decir, de su realidad, porque era de los que creían que la realidad (lo que se dice una realidad objetiva) no existía ni había existido nunca. Ese era el más frecuente error de los hombres a lo largo de la historia: esclavizarse a una cosa que no tenía razón de ser.

Sus conferencias —decía, con humor y vanidad— creaban adiction, como algunas drogas, y lo advertía como los farmacéuticos en las etiquetas de las medicinas. ¡Ojo, que producen hábito! Los estudiantes adictos lo eran cada vez más, ciertamente. Los había muy apasionados, pero no faltaban, como suele suceder, algunos escépticos y un cínico que se llamaba Laury. Solían reunirse en un bar que llamaban por el número de la casa en donde estaba: el 1-2-3. Un bar descuidado de apariencias, no muy limpio y nada lujoso. Allí iban muchos estudiantes, la mayor parte gente rica, porque la universidad a la que acudían era privada y cara. Una universidad de veras liberal, donde profesores y alumnos se mezclaban y discutían de igual a igual. Tenía fama aquella universidad por su escuela de medicina —una de las mejores de Estados Unidos— y por sus departamentos de arte y letras.

En fin, la atmósfera del barrio era cómoda, aunque no faltaban en la noche accidentes e incidentes de todas clases, incluso a veces sangrientos. Era un barrio de negros. Pero al profesor Blacksen no le importaba. Estaba hacía tiempo curado de espantos y no creía en el dolor y no tenía miedo de la muerte. Esta era una parte de la vida, con la que había que contar. La antítesis. Y esperaba una síntesis, no sabía dónde ni por qué.

Sus estudiantes particulares (los del «hábito»), en cuanto asimilaban las primeras nociones de Blacksen, tampoco tenían miedo. Sólo tenían una especie de curiosidad creciente en la que entraban incluso las motivaciones secretas de lo excepcional.

Lo que hacía el profesor era lo que nadie había hecho antes. Se dedicaba a poner luces en la oscuridad del mundo del inconsciente individual, fuente de misterios y milagros. Si la vida misma es un misterio y un milagro y no hay en ella realmente nada racional, ¿por qué tratar de explicarla racionalmente? Por eso los gitanos le interesaban.

Él no trataba de explicar la realidad, sino solamente de poner luz en aquellos misterios. Luces congruentes, a veces, cuyos resultados se veían en una realidad que cada uno se formaba con ayuda del maestro. Y la realidad de cada alumno nada tenía que ver con la del otro. Eso era lo que más les apasionaba a todos. Lo malo era que entre ellos había algún que otro neurótico.

Una noche estaba el profesor solo en su confortable apartamento (cerca del campus) entregado a la solución de un enigma cuando apareció en la puerta, sin llamar, el conserje de la casa. Tenía, como tienen todos, una llave extra. Y al ver al profesor se sintió culpable por no haber llamado a la puerta.

—Perdone, profesor.

Blacksen sonrió, afablemente:

—¿Por qué? Pase usted.

—Venía a vigilar el gas. A veces deja usted por distracción encendido el horno de la cocina, y luego la cuenta del gas sube demasiado. Los dueños me piden que vigile un poco. Creen que los profesores son distraídos.

Aquel manager —o conserje— era físicamente un tipo repugnante de veras. Tenía la piel amarillenta y fláccida, llena de pequeños puntos purulentos (en cada poro parecía tener un foco de infección). Hablaba inglés con un acento extraño, que no era alemán ni francés ni español ni italiano. ¡Quién sabe de dónde vendría! Aquellos puestos de conserje se los daban a cualquiera, y generalmente a alguien que, ya maduro y casi viejo, estaba próximo a retirarse y a vivir de la beneficencia pública. También los daban por excepción a estudiantes pobres e industriosos (preferentemente casados), que llevaban su tarea muy bien, sin abandonar sus estudios.

El conserje se llamaba, o lo llamaban, Rey. Debía de ser Raymond, y por abreviatura decían sólo la primera palabra, que en inglés sonaba así: Rey. Al profesor Blacksen siempre le chocaba un poco. Había tratado de darle un lugar en su mundo propio, ya que lo veía cada día, y quiso ligarlo de alguna manera a los substratos de su inconsciente, pero no lo conseguía. Sólo podía ser lo que él llamaba un «tentativo», es decir, uno que va tanteando por un lado u otro hasta ver por dónde puede incrustarse en la vida de otro y hacerse su parásito moral.

No lo había logrado con el profesor después de varios años de intentarlo. Y decidió borrarlo del repertorio de sus relaciones: olvidarlo.

El profesor se había casado dos veces en los Estados Unidos y las dos mujeres le salieron con ínfulas masculinas y querían tratar de obtener alguna clase de prestigio social de grandes hombres testiculares y ejecutivos. Como les faltaban las glándulas adecuadas, las dos habían fallado y con ambas se había hecho la relación incómoda, acabando por divorciarse. Afortunadamente, no habían tenido hijos.

Después del segundo divorcio se sintió más a gusto, pero había días de otoño o primavera, con escarcha en los cristales y luces eléctricas en la calle, en que no sabía qué hacer. «Si fuera una mujer —pensaba— lloraría y me sentiría mejor, porque hay una voluptuosidad en el llanto, pero soy hombre y no lloro».

Fue entonces cuando se dedicó ahincadamente a tratar de desarrollar una filosofía propia, que no lo era realmente, sino una especie de metapsíquica del mundo subyacente que la gente culta considera inerte, pero que de veras es el que determina la mayor parte de nuestras decisiones. Aquello enlazaba un poco con la antropología.

Lo cultivaba secretamente, porque muchas de aquellas verdades no eran fáciles de aceptar, y si alguno las rechazaba se convertía en lo que él llamaba un «injerente nefasto». Así, pues, elegía con cuidado a sus estudiantes. Había tres de ellos muy identificados con él, que hacían la mayor parte de aquella tarea.

Uno de los tres era un chico nacido en Inglaterra, pero criado en los Estados Unidos. Vivía de una pensión que su padre, ya viejo, le había puesto en un banco y le daba cada mes lo suficiente para vivir sin problemas, aunque sin lujos. Ese joven se llamaba Félix Turmer. El nombre tenía en alemán una diéresis, Türmer, pero al ser anglificado la perdió. Y quería decir algo así como torrero o farero feliz. Cosas que pasan con los nombres. De él había hecho el filósofo finlandés, sin darse cuenta, lo que él llamaba su «gestur ubicuo». Pero hay que explicar algo más para que nos entendamos con el pequeño pero profundo universo del profesor Blacksen, a quien acabaremos de conocer con una simple noticia que nada tiene de filosófica: era el presidente del comité que iba a conducir y a aceptar o rechazar la tesis de Nancy. Tal vez por el lado de la antropología. O la lingüística.

Con eso está dicho cuanto puede decirse en favor del espíritu liberal del doctor Blacksen. No era que los gitanos le interesaran especialmente, pero sí la aureola de misterio y de brujerío que los rodeaba. Blacksen, que sabía portugués y español —aunque un poco rudimentarios por haberlos aprendido entre los indios dakotas del Brasil y los navahós del sur de los Estados Unidos—, decidió conducir la tesis de Nancy. Aunque parezca una excentricidad. El doctor era considerado en el campus un «carácter».

Había que tener también en cuenta la agradable apariencia física de la muchacha y su natural inteligencia. Nancy no tenía nada de tonta, como hemos visto en la primera parte, aunque a veces las anfibologías de las palabras españolas que no conocía bien —su español era antes de ir a España más gramatical que coloquial— nos la presentan como una chica de una torpeza graciosa. La verdad es que al final de su tesis, y cualquiera que fuera el estilo que había usado en español, se veía que había adelantado muchísimo en sus conocimientos del idioma y que tenía a veces páginas enteras sin un error de sintaxis ni de sentido.

Un saborcillo anglosajón las hacía tal vez peculiares, pero incorrectas necesariamente. Se puede observar en el título mismo de la tesis: «El gitano como entidad frenética».

El profesor Blacksen era un hombre ya muy entrado en años y con curiosidades raras. Por ejemplo, un día estuvo hablando todo el tiempo que duró el seminario de una biografía novelada que se acababa de publicar sobre Gilles de Rays, el aristócrata francés que sacrificó en su tiempo hace ya cuatro siglos no menos de ochocientos niños a sus curiosidades de brujo. Yo era amigo de Blacksen, a quien encontraba a veces en el bar 1-2-3. Solíamos hablar de Lévi-Strauss, que estaba poniéndose entonces de moda. Blacksen lo había conocido en el Brasil.

Como suele suceder en estos casos, mucho de lo que dice Lévi-Strauss lo habíamos pensado casi todos antes en silencio. Por ejemplo, yo había creído siempre que tres o cuatro mil años son muy pocos para condicionar el cerebro de un hombre y cambiar su sensibilidad, por lo cual suponía que el hombre del alto neolítico y nosotros éramos más o menos iguales. Lévi-Strauss nos demuestra que hace quinientos mil años el hombre era lo que es ahora en lo que se refiere a la imaginación y a sus reacciones en soledad o en comunidad. Es decir, que tenía ya su «angustia existencial» y que los mitos que creaba tendían a compensarla y superarla de un modo más o menos heroico y más o menos sombrío.

Para que se interesara por los gitanos españoles, Blacksen tenía que tener una mente abierta a todos los horizontes. Por otra parte, había leído algunas cartas que yo le había mostrado de Nancy y declaró con cierta alegría bondadosa que aquella muchacha tenía talento literario.

En fin, que trabajaba el profesor a gusto con ella.

Sin embargo, las doscientas páginas que llevó consigo Nancy a su país después de su pintoresca y complicada aventura española eran (a pesar de lo que ella creía) sólo un borrador. Creo que es mejor ofrecerlo tal como lo trajo, porque lo esencial se entiende muy bien y lo que no es esencial tiene gracia.

El profesor Blacksen tenía, como dije, la manía de hablar de Lévi-Strauss. Se sentía feliz con el éxito del etnólogo en Francia (otra prueba de generosidad no demasiado frecuente entre profesores) y me decía: «El caso que nos ofrece Lévi-Strauss es fundamentalmente el de un hombre que, desviándose de los mitos tal como nos llegan hoy —ya hechos y rehechos y contrahechos—, ha tenido la oportunidad de estudiarlos en algunas sociedades primitivas, no lejos de las orillas del Amazonas, para llegar a conclusiones sorprendentes».

Y seguía, entre dos vasos de whisky: «A los mitos de hoy corresponden otros equivalentes en los tiempos que consideramos como la cuna de nuestras culturas. El hombre era entonces, con poca diferencia, lo que es hoy y, por ejemplo, la filosofía de Bergson y la de Freud y la de Jung tienen sus equivalentes —a veces con una terminología gemela— en el pasado más remoto.

»Es decir, el hombre más primitivo que nos es imaginable (tal vez el sinántropo) reaccionaba ante los misterios de la naturaleza y los peligros de la sociabilidad o de la soledad de la misma manera que nosotros.

»Ciertamente, ha habido terrores en el pasado más justificados que los de la bomba atómica, y esos terrores fueron superados. Los medios de superación no eran diferentes de los que tenemos ahora, y solían basarse en alguna fórmula. Las fórmulas de ahora son geométricas y algebraicas, y las de entonces eran mágicas. Pero a veces la eficacia era la misma y su sentido secreto —y hasta la terminología que usaban en el pasado— muy parecido.

»Dice Lévi-Strauss: Un viejo indio dakota me decía en el Brasil: “Todo lo que se mueve se detiene de vez en cuando. Así, Dios. Dios se detiene. El sol, la luna, las estrellas, los aires, los árboles, están fijos allí donde Dios se ha detenido”. Y el autor, Lévi-Strauss, cita luego a Bergson, quien dice: ”Una gran corriente de energía creadora pasa a través de la materia y trata de obtener de ella lo que puede. En muchos lugares esa corriente se detiene. Y esas paradas y detenciones se convierten a nuestros ojos en la aparición de muchas especies vivas vegetales o animales”. La cosa es más compleja, según parece, sobre todo en lo que se refiere a los mitos y a su interdependencia o su relación con la creación humana».

Como se ve, las preocupaciones de Blacksen eran nobles y no dejaban de tener su justificación en el mundo académico, aunque se limitaba a tratar de ellas en sus seminarios domésticos y, por decirlo así, fuera de programa. Allí acudía a veces, como digo, Nancy. No sacaba gran cosa en limpio, porque carecía de base cultural en aquellas materias, pero algo aprendía.

El título de su tesis era —ya lo he dicho— «El gitano como entidad frenética» y llevaba un subtítulo que intrigaba al profesor: «Percepciones internas». Él le aconsejó que lo suprimiera.

En fin, pasó el primer semestre sin pena ni gloria, revisando Nancy su mamotreto bajo la mirada tolerante y benévola del profesor. Y la mía, curiosa y divertida.

Incidentalmente, Nancy había reñido con su novio, Richard, primero porque este no había aprendido bastante español para hacerle las copias a máquina, y después porque no había sido seleccionado para el equipo de fútbol de la universidad, lo que decepcionó bastante a la muchacha.

A Richard las calabazas de Nancy no le hicieron gran impresión, porque, como solía decirle: «Tú estarás siempre enamorada del grandee de España». En esto no era Richard muy sagaz.