II

Una carta de Nancy desde Nueva York y el gitano de Valdepeñas

He aquí lo que me escribía Nancy al llegar a la ciudad del Hudson:

«Confieso, profesor, que la llegada a mi patria me sume en un estado peculiar. Ahora me doy cuenta de lo que he perdido en Andalucía, donde no existe una realidad inmanente, sino que cada cual se fabrica la suya, especialmente en el contexto gitanil (¿nesco?).

»Aquí estoy con mi tesis medio acabada y espero llegar pronto a California y someterla a su consideración. Una duda me saltea: ¿debo hacer el doctorado o casarme? Muchas estudiantes hacen del trabajo de alumnas graduadas sólo un pretexto para encontrar el hombre adecuado. Yo creo, por el contrario, que es compatible el estudio de las lenguas romances y de la antropología histórica con el “romance” amoroso.

»Aunque al llegar a esta ciudad de los rascacielos, donde un ser humano se considera una rata entre cubos de cemento y seres deshumanizados, hablé por teléfono con Richard, y este se me antojó frío y cambiado (no sé por qué, la verdad), creo que el amor y el doctorado son perfectamente compatibles. El amor es un sentimiento universal y por él los planetas giran en sus órbitas. La lengua es necesaria para el amor, ya que sin ella no habría comunicación de ideas ni de sentimientos. Máxime con el mundo gitano, tan expresivo y tan peculiar.

»Pronto tendré el placer de saludarlo personalmente. Entre tanto le ruego que salude en mi nombre a los demás miembros del comité, muy especialmente al doctor Blacksen, por el que siempre he sentido una simpatía que podríamos llamar extraacadémica, si eso no diera lugar a malentendidos».

Y Nancy llegó y me dio sus papeles. Confieso que su preferencia extraacadémica por Blacksen me decepcionó un poco.

Los españoles, aunque no seamos gitanos, somos así.

Pero hablemos de la tesis.

Después de una vaga introducción en la que Nancy declaraba enfáticamente haber estado en Sevilla, Carmona y Alcalá del Río estudiando de primera mano a los gitanos y aprendiendo no poco de su chipén (lengua), comenzaba diciendo que había varias castas de gitano: el hijo de gitana y payo (o al revés), correspondiente al mulato entre los negros, es decir, el de media casta, y también el cuarterón —un cuarto de sangre gitana— y el octavón (un octavo).

Este último era el caso —según creía— de su amigo Currito, aunque el duque tenía otras ideas sobre el particular.

En todo caso y para que comprendiera el lector de la tesis, es decir, el español o hispanoamericano, a quien iba destinada, la diferencia de castas, comenzó por traducir un breve capítulo de George Borrow titulado «El soldado gitano de Valdepeñas». Eran unas páginas del libro «The Zingali», del famoso autor inglés.

Como digo, Nancy presentaba así al gitano de media casta para prepararnos a entrar en conocimiento con el gitano de casta entera, cúmulo de particularidades.

Cuando el profesor Blacksen leyó aquellas primeras páginas se interesó de veras en la tesis. Ya digo que el profesor, que en su clase era amigo de la claridad y de la responsabilidad científica, en su casa prefería algunas formas de vaguedad poética.

—Es que yo —solía decir, como si se tratara de una desgracia— aprendí a leer con las fantasías del Kalevala.

He aquí la traducción de Nancy:

«Estaba yo en Madrid —dice Borrow— una tarde templadita al principio de marzo del año 1838, sentado detrás de mi mesa en un gabinete, según dicen aquí, en el piso tercero del número 16 de la calle de Santiago, y acababa de almorzar cuando mi patrona entró y me dijo que un militar quería hablarme, añadiendo en voz baja que parecía un poco extraño. Yo no tenía relaciones entre los oficiales del ejército español, pero como por entonces esperaba diariamente ser arrestado por andar distribuyendo la biblia, pensé que probablemente aquel oficial había sido enviado para cumplir esa misión. Al instante hice que entrara, y apareció en la puerta una pequeña y movediza figura de mediana estatura, vestida con uniforme azul, llevando un largo sable colgado al costado. Dejó su sombrero militar en el suelo, arrimó una silla y, sentándose, puso los codos en la mesa, y, apoyando la cabeza en sus manos, me estuvo mirando un rato sin decir palabra. Yo le devolvía la mirada con la misma atención y compartía la opinión de mi patrona sobre la extrañeza de aquel sujeto. Debía tener cincuenta años, con pequeñas greñas en los aladares y calvo por encima. Sus ojos eran pequeños, como los de los hurones, tenían brillos rojizos e inquietantes. Su color era de ladrillo bien cocido, con manchas rojas más profundas aquí y allá. “¿Puedo preguntarle su nombre y su profesión, señor?”. Le dije después de un largo rato.

»Visitante.—A mí me llaman El Chaleco y soy de Valdepeñas. En la guerra contra los franceses serví como guerrillero o bandolero, peleando por Fernando VII. Ahora soy capitán a media paga en servicio de doña Isabel. Y la razón de haber venido no es otra que hablar con su mercé. ¿Conoce usted este libro?

»Yo.—Este libro es el evangelio de San Lucas en lengua gitana: ¿le interesa a usted este libro? ¿Por qué razón?

»Visitante.—Me cae bien este libro, porque está en el lenguaje de mi gente.

»Yo.—No va usted a decirme que es usted gitano.

»Visitante.—¡Lo soy! Soy calé por parte de madre. Mi padre era un busnó. Pero yo me precio de ser calé hasta las cachas y no acepto otra sangre que la de mi madre.

»Yo.—¿Cómo consiguió usted ese libro?

»Visitante.—Estaba esta mañana en el Prado, donde me topé con dos gachíes de las nuestras y, entre otras cosas, me dijeron que tenían un gabigote (libro) escrito en nuestra lengua. Yo no lo creía al principio, pero una lo sacó del corpiño y me lo enseñó. Entonces me hablaron de usted, me dijeron dónde vivía, y así agarré el libro y me vine a verle a su mercé.

»Yo.—¿Puede usted entender el libro?

»Visitante.—Perfectamente, aunque está escrito en lengua muy cerrada. Pero yo aprendí a leer caló siendo muy chico. Mi madre era una buena calí y muy pronto me enseñó a hablar y a escribir en nuestro idioma. Ella tenía también un gabigote, pero no impreso como este y trataba de cosas gitanas, pero muy diferentes.

»Yo.—¿Cómo es que su madre siendo calí se casó con un hombre de diferente sangre?

»Visitante.—No fue culpa suya y la cosa estuvo fea, pero sin remedio. En su infancia perdió a sus padres. Se los apiolaron en el garrote. Y quedó abandonada en medio de la calle, hasta que mi padre tuvo compasión de ella, la crió y la educó. Al final se casó con ella, aunque tenía tres veces más años que ella. Pero ella se acordaba de su sangre y renegaba de su marido. Lo odiaba hasta la muerte y me enseñó a odiarlo a mí y a separarme de él. Siendo chico yo me pasaba el día corriendo por el campo para no verlo. Mi padre me buscaba y me preguntaba por qué le huía y me prometía darme lo que quisiera. Yo le respondía: padre, lo único que quiero es verle muerto cuanto antes.

»Yo.—Rara manera de conducirse un hijo con su padre.

»Visitante.—Verdad es, pero también lo es el refrán: “Yo no camelo ser payo, con ser calé me contento”. No quiero ser un caballero, sino un gitano de buena casta.

»Yo.—Me interesa oír su historia. Siga, por favor.

»Visitante.—Cuando cumplí doce años mi padre comenzó a desguitarriarse y se murió.

»Yo.—¿Cómo es eso de desguitarriarse?

»Visitante.—Se le descomponía la chola y se olvidaba de todo. Y entonces invocamos al duende furco y se murió. Yo seguí con mi madre algunos años. Ella me quería mucho y me enseñaba todo lo que sabía en calé y también en payo. Al fin la diñó la pobrecita, y entonces hubo un pleito y algún parné de mi padre. Cuando se acabó me fui a la sierra para ser un salteador de caminos, pero por entonces vino la guerra. Mi primo Jara, de Valdepeñas, levantó una banda de caballistas, con la que nos distinguimos bastante mi primo y yo. Especialmente yo. Éramos guerrillas montadas. Dábamos mulé a los franceses que atrapábamos y de paso desplumábamos a los aldeanos payos. Buen tiempo aquel. Raro es el español que no ha oído hablar de Jara y del Chaleco. Ahora soy, como ya le dije a su mercé, capitán al servicio de doña Isabel y estoy a media paga. Y me deben dos años. Estoy lleno de… ugh, ough, cough…»

Comenzó a toser de una manera que de veras me espantó. Yo he oído toser a los tísicos, a los resfriados, a los que se atragantan bebiendo y a los que sufren otros accidentes, pero una tos tan horrible y tan fuera de lo natural como la del capitán gitano no la había oído en mi vida, a pesar de haber visitado tantos pueblos y naciones. Se doblaba por la cintura, su esqueleto retorcido, las venas de sus sienes y de su frente hinchadas y su cara se volvía negra como la sangre que se percibía debajo de la piel. Gritaba, roncaba, ladraba y parecía a punto de morir ahogado, y sin embargo todavía se hacía la tos más terrible y todas las apariencias peores y más críticas. La gente de la casa acudió corriendo a la sala. Yo grité: «este hombre está muriéndose, corran a buscar un médico». Él levantó la cara y con un movimiento rápido de la mano izquierda me decía que no era necesario. Seguía la lucha por un poco de aire que respirar, luego se oyó un rugido que parecía llegar de lo hondo de sus intestinos, se quedó inmóvil con la cabeza caída en las rodillas. La tos se acabó, y un minuto después alzó la cabeza y me miró de frente.

Yo.—Esa tos es de veras tremenda —le dije cuando lo vi recuperado—. ¿De dónde le viene a usted?

Visitante.—Me dieron dos balazos en los pulmones, hermano. Deje que tome el resuello y le enseñaré los «bujeros».

Siguió conmigo un largo espacio y no parecía dispuesto a marcharse. La tos le volvió dos veces más, pero no tan fuerte. Por fin, como yo tenía una cita y alguna diligencia que hacer, me levanté y, disculpándome, le dije que tenía que salir. El próximo día volvió a presentarse a la misma hora, pero no me encontró porque estaba yo en otra parte comiendo con un amigo. El tercer día, sin embargo, cuando yo me sentaba para tomar la comida en casa, se presentó sin avisar. Yo creo que soy bastante hospitalario, así es que lo recibí amistosamente y le invité a compartir mi comida. «Con mucho gusto», respondió, y se sentó a la mesa. Yo lo miraba asombrado, porque si su tos era espantosa, su apetito lo era más. Comía como un lobo de las estepas: sopa, puchero, pollo y jamón, y todo desaparecía de su plato en un instante. Yo pedí, pensando que no tenía bastante, un poco de carne fiambre, que despachó en un minuto. Como postre trajeron medio queso de bola. A todo esto, habíamos estado bebiendo agua.

Visitante.—¿Dónde está el vino?

Yo.—No lo bebo, yo.

Él miró alrededor, desconcertado y furioso. La patrona, que estaba presente, dijo: «Si el caballero quiere vino, yo tengo una bota casi llena y puedo traerla».

Era más bien un odre —así se llaman las que contienen entre cuatro o cinco litros—. Ella llenó un gran vaso, y cuando se iba del comedor le dijo el gitano: «Déjela aquí, buena mujer, que mi amigo y yo tomaremos un poco más». Encendió un cigarro puro y pareció muy a sus anchas.

En la primera visita lo había encontrado un poco raro, pero ahora me parecía del todo increíble. Cada cuatro o cinco minutos vaciaba su vaso y volvía a llenarlo. Cabía en él casi medio litro. Su conversación fue haciéndose horrenda. Me contaba las atrocidades que había cometido cuando era un salteador en los caminos de la Mancha. «Solíamos atar a los prisioneros al tronco de un olivo —decía— y poniendo el caballo al galope les arrancábamos un brazo o los clavábamos contra el árbol con lanzas alcorzadas». A medida que seguía bebiendo se ponía un poco agresivo y pendenciero. Declaró que se negaba a seguir hablando payo y que hablaría solamente caló. Me dijo que había matado a seis hombres en duelo, y blandiendo su sable iba y venía por la habitación, alardeando de destreza. Me figuro que era un verdadero maestro en el oficio. Por fortuna, su tos no se volvió a producir, y me dijo que raramente le afligían aquellos ataques cuando comía bien. Volvió a decirme que el gobierno le debía las pagas de dos años. Yo pensaba: «Por eso viene a verme, supongo».

Al cabo de tres horas y viendo que no daba señales de dejar la casa, yo me levanté y dije otra vez que tenía que salir. «Como usted quiera, hermano». Añadió que no tenía que ser ceremonioso con él y que, hallándose fatigado, se quedaría un poco más para descansar.

Yo no volví hasta las once de la noche, y la patraña me dijo que el gitano acababa de marcharse con la promesa de volver al día siguiente. Había bebido la bota de vino hasta la última gota, y considerando insuficiente el medio queso de bola que se había comido, envió a comprar otro, holandés, por mi cuenta. Parte de aquel nuevo queso se la comió allí y el resto se lo llevó consigo. Yo me di cuenta de que había hecho una relación poco recomendable y que me convenía bajo todos conceptos liberarme de ella cuanto antes. Decidí comer fuera de casa los próximos nueve días.

Durante una semana vino a mi casa a la hora regular y al cabo de siete días desistió. La patrona tenía miedo de él, porque decía que era un brujo y que los últimos días sólo hablaba con él por la rejilla de la puerta, sin abrirla.

Diez días después me encarcelaron y seguí en prisión algunas semanas. Un día, durante mi encarcelamiento, estuvo a verme en mi casa, y al conocer mi desdicha, según la patrona, sacó la espada y con horribles juramentos dijo que mataría al primer ministro por haber permitido mi encarcelamiento. Al salir de la prisión no volví a mis cuarteles regulares por algún tiempo, sino que viví en un hotel. Volví un día a la pensión con mi sirviente Francisco, un vasco de Hernani, que me había atendido durante mi estancia en la cárcel, a la que fue voluntariamente sólo con ese fin. Era un hombre leal, admirable. La primera persona que vi al volver a la pensión fue el famoso gitano del uniforme azul y el sable, sentado a la mesa frente a algunas botellas de vino que había enviado a buscar a la taberna, naturalmente, por cuenta mía. Estaba fumando un cigarro puro y tenía aire adusto y salvaje. Tal vez no se sentía muy feliz con la recepción que estaba teniendo. Parece que había obligado a la patrona a abrir la puerta con ardides y que se había instalado en el comedor mientras ella, en un rincón, lo miraba asustada.

Yo hablé al gitano, pero él apenas se dignó volver la cabeza y responder. Al fin se puso a hablar locuazmente en caló, pero de tal forma y tan atropelladamente que no entendí todo lo que dijo. Sus palabras eran exabruptos e incoherencias, con los que al parecer amenazaba a alguien. Había acabado con la última botella y pedía otra. Yo le dije de un modo afable que creía que había bebido bastante. Él miró al suelo por unos momentos y después, como si vacilara, y haciéndolo lentamente, desnudó el sable y lo puso atravesado en la mesa. Era tarde y comenzaba a oscurecer. Yo no tenía miedo de aquel tipo, pero quería evitar cualquier incidente desagradable. Llamé a Francisco para que trajera luz, y obedeciendo a una señal sobreentendida, se sentó a la mesa. El gitano lo miraba fijamente, y Francisco, riendo, comenzó con gran alboroto a hablar vasco, idioma del cual el gitano no entendía una palabra. Los vascos, como todos los tártaros[1], y ese es su origen, suelen ser fieles y bienintencionados y sólo son peligrosos cuando se sienten insultados. En ese caso pueden ser terribles. Con la fuerza de un gigante, Francisco tenía la mansedumbre de un cordero. Lo querían incluso en el patio de la prisión, donde solía pelear en broma con los más fuertes, y siempre salía victorioso. Seguía hablando vasco. El gitano se sentía ofendido y olvidando que él mismo hablaba en caló, echó en cara a mi sirviente que hablara una lengua incomprensible, siendo allí todos capaces de entender el castellano. El vasco respondió con una enorme carcajada, y dio con la mano en la rodilla del gitano sin intención agresiva. Este estalló como una bomba, cogió la espada y, retrocediendo algunos pasos, arremetió ferozmente contra Francisco.

Los vascos y los pasiegos son hijos de pequeñas naciones de remoto origen, y los segundos más bien una secta de contrabandistas que viven en el valle del Pas, entre las montañas de Santander. Tanto los unos como los otros suelen llevar largos palos, en el manejo de los cuales son inigualables. He oído decir que uno de esos pasiegos armado con un palo desmontó y mató a dos dragones del ejército de Napoleón. Los vascos son iguales. Francisco cogió una escoba, con ella horizontal resistió el sablazo del gitano, y luego ladeándola con un movimiento oblicuo arrancó la espada de manos del agresor y la lanzó contra la pared.

El gitano no se alteró. Volvió a su silla y a su cigarro. De vez en cuando miraba al vasco. Al principio sus miradas eran atroces, es decir, llenas de un odio asesino, pero fueron cambiando de expresión, y llegó un momento en que a mí me parecieron casi amistosas. Nada más curioso. Al fin se levantó pacíficamente, cogió su espada, la envainó y se dirigió despacio hacia la puerta. Al llegar a ella se detuvo, dio la vuelta, se acercó a Francisco y, mirándolo fijamente a los ojos, le dijo: «Amigo, yo soy gitano y puedo leer bají. ¿Tú sabes dónde estarás a estas horas mañana?». (La patrona María Díaz y su hijo Juan José López estaban presentes). Entonces, riendo como una hiena, el gitano se fue y no he vuelto a verlo más.

El día siguiente a aquella hora mi buen sirviente Francisco estaba en su lecho de muerte. Había atrapado una infección rara que había en la cárcel. Pocos días después era enterrado en el camposanto de Madrid.

Ahí terminaba la traducción de Nancy. Naturalmente, había impresionado al profesor, quien, sin embargo, dijo:

—Una casualidad. ¿No le parece?

—¡Qué casualidad ni qué niño fallecido! —respondió Nancy—. Es que el calé tenía un intercesor puñetero.

Luego explicó que puñetero venía del latín pugnaz.

El profesor tomó nota en un cuaderno que tenía siempre a su alcance. Al darse cuenta, Nancy añadió, sintiéndose responsable de la exactitud de sus datos:

—Esto de la pugnacidad no es seguro. También puede venir de los que fabrican puños para las camisas o las chaquetas, y hay una tercera posibilidad, que es la versión mexicana. Según los mejicanos, puñeteros son los que cultivan el vicio sexual solitario. Así a veces un hombre indignado dice a otro: «¡Puñetero! ¡Vaya usted a hacer puñetas!», con manifiesto desdén. La segunda parte de la frase, que Dámaso Alonso consideraría un sintagma reiterativo, parece explicar la versión mexicana y hacerla más aproximada a la verdad.

El profesor anotaba cuidadosamente: «¡Puñetero! ¡Vaya usted a hacer puñetas! Sintagma reiterativo».