XVII
Después del encuentro en la selva sin que pudieran llegar a las armas, los del rey se retiraron a la salida del bosque y allí García de Paredes esperó con sus sesenta hombres a Aguirre en una emboscada, pero el cielo, que había estado nublado, se despejó y salió una luna muy clara.
Sabiendo que era inútil intentar la sorpresa, las pocas tropas de García de Paredes se retiraron sin atacar. Gutiérrez de la Peña estaba en Tocuyo, tratando de reclutar gente, todavía.
Habrían entrado los del rey en Barquisimeto, siguiendo a García de Paredes, que era hombre de gran estatura —como su famoso padre— y astuto en la guerra y en la paz. No teniendo como no tenían sino tres o cuatro arcabuces no podían quedarse en el pueblo a merced de los de Aguirre, y salieron y acamparon una legua más atrás, con vigías y atalayas.
Al salir dejaron en todas las casas de la aldea ofrecimientos de perdón firmados por el presidente de la audiencia de Santo Domingo y por el gobernador Collado, que decían: «Don Felipe II, a vos el licenciado Alonso Bernáldez y a vos el gobernador don Pablo Collado, porque entendemos que muchos de los soldados del tirano Lope de Aguirre andan presos y forzados, por la presente os damos poder e facultad para que en nuestro real nombre podáis perdonar o perdonéis generalmente a toda la gente y soldados que pasaren a nuestro servicio cualesquiera delitos, traiciones, alzamientos, tiranías y muertes y otros insultos hayan cometido en el tiempo que andaban debaxo del dicho Lope de Aguirre. Santo Domingo, 6 de octubre de 1561».
Pocos días después llegó otra vez de Tocuyo el general Gutiérrez de la Peña con veinticinco hombres, dos arcabuces y más cédulas de perdón.
Traía también una carta de Collado para Lope de Aguirre, invitando al caudillo marañón a pasarse al servicio del rey, prometiéndole que por lo sucedido hasta allí no le haría el gobernador ningún daño. Antes lo enviaría a los piadosos pies de su majestad, con quien le recomendaría y sería buen testimonio para que confirmase lo que prometía en su real nombre a él y a sus soldados. Añadía que si, a pesar de todo, prefería seguir en sus malos propósitos, le rogaba, por excusar muertes de tantos como estaban amenazados en encuentros y combates, que accediera a verse con él a solas en batalla personal y con iguales armas, de modo que el campo quedase para el que venciera.
Después de haber escrito aquello, Collado se puso enfermo de aprensión con el temor de que aceptara Aguirre el reto personal.
Respondió Lope, el mismo día que entraron en el pueblo, con la siguiente carta, que, como siempre, escribió Pedrarias:
«Muy magnífico señor: Una carta recibí de vuesa merced y doy las gracias por los ofrecimientos y perdones en ellas contenidos, aunque yo, lo mismo al presente que in articulo mortis y después de muerto y en cualquiera otra ocasión, aborrezco el tal perdón del rey y aun su merced me es odiosa, cuanto más esos perdones de vuesa merced, que no llegarían al primer nublado. Si eso fuera enojo particular entre vuesa merced y yo o de servicio que yo hubiera hecho a vuestra merced paresceme que nos pudiéramos conchabar y volver a acordarnos, pero no hay para qué tratar deso, pues es niñería y yo no soy hombre que he de volverme atrás en lo que con tanta razón comencé, especialmente siendo mortal como soy y sabiendo lo que en ese lado me espera.
»Dice vuesa merced que mil vidas perdería en servicio del rey. Guarde bien vuesa merced la que tiene, porque si la pierde el rey no lo resentirá ni se la devolverá. Bien es que se cumpla con el mundo y también es menester mirar por la salud. Vuesa merced tiene mucha razón en servir al rey, pues a costa de la sangre de tanto hijodalgo y sin ningún trabajo anda comiendo el sudor de los pobres. De eso y de otras cosas parecidas que el rey hace recibe Dios gran deservicio. Que venga vuesa merced con dos nominativos a poner leyes a los hombres de bien es cosa de risa. No me trate de perdones, que mejor que vuesa merced yo sé lo que puede perdonar. Pues el rey, al cabo de nueve años, ahorcó al buen Martín de Robles y al bravoso Tomás Vázquez y a Antonio Díaz, conquistador, y a Piedrahíta, todos con sus perdones y promesas al cuello. Los ahorcó. Malditos sean todos los hombres chicos y grandes, pues consienten entrar a decidir a un bachiller donde ellos trabajaron y habría que matarlos a todos, pues son causa de tantos males. Vuesa merced venga una hora a hablar, con nosotros, que bien seguro puede venir, más que ninguno de nosotros a donde está vuesa merced, y esto sea con brevedad, porque voto a Dios de no dejar en esta tierra cosa que viva sea y no piense vuesa merced espantarme con el servicio que dice que ha de hacer a su rey. El menor de los que vienen aquí, que es de dieciocho años, le ha hecho más servicio que vuesa merced. Cuanto más nosotros, que estamos mancos y cojos por servirlo, y pues vuesa merced ha rompido la guerra, apriete bien los puños, que aquí le daremos harto que hacer, porque somos gente que no deseamos mucho vivir.
»Deste pueblo hoy miércoles, al mediodía, besa las manos de vuesa merced su servidor. —Lope de Aguirre».
Indignó a Lope hallar el pueblo de Barquisimeto desierto y envió con indios varias cartas a los fugitivos suponiendo más o menos dónde podrían ser hallados. En todas aquellas cartas decía lo mismo: que no haría daño a nadie si regresaban al pueblo con comida para la tropa, y que si no volvían incendiaría sus casas y arrasaría la aldea.
Los indios fueron apresados por los exploradores del campo del rey, y las cartas de Lope les confortaron, porque lo veían sin la asistencia que esperaba haber encontrado.
Extrañado Lope de que el enemigo no atacara y, por el contrario, pareciera rehusar el encuentro, salió con sus fuerzas a un llano en orden de combate. Al ver que algunas patrullas montadas de Gutiérrez de la Peña se acercaban dio orden de que los arcabuces cargaran cada uno dos balas enramadas, es decir, ligadas por un alambre, y con las banderas de campo desplegadas y los estandartes en muestra regresaron otra vez al pueblo, haciendo alarde de dominio y de despreocupación.
Aún no habían acabado de entrar los de Lope de Aguirre en Barquisimeto cuando García de Paredes, con una pequeña escuadra de ocho jinetes, cayó sobre su retaguardia y logró tomar de los indios acemileros cuatro bestias cargadas de alguna ropa y pólvora y otras municiones, que fueron una ayuda importante para los soldados del rey.
Se alojó Lope de Aguirre en la casa que tenía los alrededores más desembarazados y en la parte alta del pueblo, que aunque todo era llano había algunos niveles más elevados que otros. La casa estaba rodeada de dobles tapias con almenas y en tiempo de paz vivía habitualmente en ella un viejo capitán llamado Damián del Barrio. Hizo encerrar Lope en aquella pequeña fortaleza a los soldados que no le parecían de confianza y con los más seguros mantuvo los guardias y los centinelas. Pedrarias seguía en libertad, y si los marañones entendían la tolerancia de Aguirre a su manera, los negros miraban asombrados a aquel hombre, que parecía más fuerte que el caudillo.
Reunió Lope a todos los que no prestaban servicio y les dijo:
—He sabido, señores, que habéis hallado cédulas del gobernador prometiéndoos perdón por las maldades que hubierais hecho hasta aquí, y como hombre experimentado en esas cosas y que ha pasado antes por trances parecidos, yo quiero desengañaros deste señuelo que os han puesto y os digo que no os fieis de gobernantes ni de presidentes de audiencias, ni de sus papeles ni firmas, pues acordándoos de las violencias que habéis hecho, muertes, robos, destrucciones de pueblos, podéis tener por cierto haber quedado para ellos con fama tan atroz y criminal, que ni en España, ni en Indias, ni en parte alguna las ha hecho nadie tan grandes y memoria dejarán mientras el sol alumbre, y hombres habrá dentro de tres o cuatro siglos que hablarán y escribirán dellas.
Decía estas palabras Lope con un acento de firmeza y con cierta secreta alegría natural. Y añadía:
—Por todo lo cual os certifico, marañones, que aunque el rey en persona os quisiera perdonar no podría hacerlo, cuanto menos un licenciado tinterillo como Pablo Collado. Aunque ellos quisieran, digo, siempre quedarán los parientes y los amigos de las personas que habéis matado, y ellos os han de perseguir de día y de noche y os han de procurar quitar las vidas, con lo cual viviréis corridos y afrentados y no habrá dueño de estancia, ni pastor, ni hombre civil que no os vitupere y baldone con nombre de traidores y de asesinos y el más mezquino se atreverá a levantaros la mano. De un modo u otro, al cabo habéis de venir a malas muertes. Y si no, ¿de qué les valieron los perdones a Piedrahíta, a Tomás Vázquez ni a otros capitanes que los tenían firmados del rey? Después de haberles servido toda la vida, por dos días de rebelión vino un bachillerejo de no nada y les cortó las cabezas. Si eso ha pasado con ellos, ¿qué no pasará con nosotros, que hemos hecho más muertes y daños en un día que todos cuantos se han alzado en estas Indias contra el rey? Mirad, hermanos, cada cual mire por sí y no se crea de ligero lo primero que le digan, porque presto se arrepentirá y será tarde. Como he dicho otras veces, en ninguna parte podréis estar seguros si no es en mi compañía, en la cual viviréis con honra y más descansadamente que fiando en esos papeles del gobernador, que todos son fruta amarga para nosotros y píldora dorada que debajo deste color quieren que traguemos el veneno y ponzoña que tienen. Consideremos, hermanos míos, que si ahora padecemos hambre y trabajo adelante nos esperan los descansos y la hartura, y con la victoria, abundancia de todas las cosas y sosiego y honra. Procuremos hacer lo que somos obligados y vender caras nuestras vidas, que la historia la escribe el que gana, y pondrá laureles en vuestras frentes, y la moral la hace el señor, y no el vencido, y señores seremos, y no sólo serán olvidados vuestros desmanes, sino que glorificados seréis por ellos, y yo mismo, aquí donde me veis, ensalzado y loado seré por cada uno y por todos mis crímenes.
Dicho esto, y viendo Lope de Aguirre que por un lado las casas próximas podrían molestarles para la vigilancia y queriendo además castigar a los vecinos por haberse huido dejándolas limpias de vituallas, dio orden de quemarlas y les prendieron fuego a todas, incluida la iglesia. Tuvieron la consideración de sacar antes algunas imágenes, entre ellas una de Cristo, para que no se quemaran. El que salvó al Cristo era un marañón que se llamaba Francisco de Guevara, quien salió abrazado a la imagen, que era bastante pesada y socarrándose al mismo tiempo por diferentes lugares, de lo que no poco se rió Lope de Aguirre, diciéndole que se ganaba el cielo con el infierno prendido en el trasero.
Toda la noche estuvo el campo iluminado con los reflejos del incendio. Y la aldea quedó reducida a escombros, con la excepción de la fortaleza de Lope de Aguirre, que quedó bien despejada en todos los frentes.
Nada nuevo sucedió, pero al despuntar el alba, García de Paredes, con algunos amigos suyos de a caballo y cinco arcabuces, que eran todas las armas de fuego que habían conseguido, se acercaron al fuerte de Aguirre y dispararon.
Hizo Lope de Aguirre salir a cuarenta arcabuceros antes de ser del todo de día para que rodearan el campo y fueran a envolver a los merodeadores, pero cuando lo hubieron hecho dispararon de tal forma que las balas pasaron por encima de las cabezas de los jinetes del rey.
Lope de Aguirre daba grandes voces, diciendo:
—¡Marañones!, ¿tiráis a las nubes o adónde tiráis?
Y los arcabuceros volvieron al fuerte indemnes y los del rey se retiraron sin pérdidas.
Entretanto había llegado también al campo del rey el capitán Pedro Bravo con refuerzos importantes. Al principio las gentes de Mérida —de donde venía Bravo—, por pertenecer a otra gobernación, querían que su capitán fuera directamente y con sus banderas propias a Barquisimeto, pero Bravo prefirió acudir al gobernador y ponerse a sus órdenes. Éste lo hizo su teniente general y le prometió favores y mercedes. Le pidieron los soldados de Bravo como merced que les mandara herrar los caballos, y Collado los herró todos por su cuenta. Eran sesenta, y aquellos servicios costaban mucho dinero entonces en Indias.
Hecho eso emprendieron el viaje los sesenta de noche, como suele hacerse en aquella tierra, y el gobernador se atrevió a ir con ellos, cosa que había evitado en las pequeñas expediciones anteriores. No olvidaba, sin embargo, que con los nuevos refuerzos incluidos, las tropas suyas eran inferiores a las de Aguirre.
Parece que a medida que se acercaban a Barquisimeto el gobernador Collado se sentía enfermo y trataba de hallar algún pretexto para dejar la expedición, pero cuando lo insinuó a Bravo éste le dijo que tendría que volver solo a Tocuyo, porque no podría darle soldados de escolta, ya que todos eran necesarios. Collado no dijo nada y siguió con las tropas. Los soldados murmuraban de él.
Al entrar el capitán Bravo en el campamento de Gutiérrez de la Peña hizo grandes extremos de confianza y de seguridad. Dijo que llevaba detrás, a media jornada de distancia, doscientos hombres más y que quedaba en Mérida un oidor de la audiencia de Santa Fe con quinientos hombres a caballo y bien armados, de reserva para el caso de que ellos tuvieran que retirarse. Por todas aquellas razones, la guerra estaba ganada y era cuestión de días.
Aunque todo aquello era mentira, la voz circuló por el campamento, y en la noche, un negro del servicio de García de Paredes, que era amigo y algo pariente de Carolino, pasó al campo de Lope de Aguirre y dijo que había llegado un refuerzo de doscientos hombres, que eran ya trescientos cincuenta los del campo del rey y que quedaban quinientos más, muy bien armados, en retaguardia. Los soldados de Aguirre, que lo oyeron, se consideraban perdidos y se veía a algunos en los rincones leer y volver a leer las cédulas de perdón del rey.
Aquella noche, y a pesar de las precauciones, dos centinelas marañones, llamados Juan Rangel y Francisco Guerrero, se pasaron al enemigo con sus armas. En el campo del rey los recibieron con alegría, y los fugitivos dijeron que había otros muchos esperando la misma oportunidad, especialmente un grupo de diez o doce, con los oficiales Juan Jerónimo Espínola y Hernando Centeno.
Viendo que se cumplían las profecías de Galeas decidieron García de Paredes y los suyos esperar y acercarse sin atacar, manteniendo el contacto lo más estrecho posible.
Con ese fin, aquel mismo día, que era el cuarto de la llegada de Lope de Aguirre a Barquisimeto, se acercaron García de Paredes y el capitán Bravo con cuarenta soldados, entre ellos los marañones que habían desertado, y gritó a los del fuerte:
—Pasaos con nosotros, pues han llegado refuerzos de Tocuyo y si seguías en pie de guerra pereceréis todos. Levantaos y salvad vuestras vidas ahora que todavía es tiempo, porque si rompéis guerra no habrá perdón para nadie.
Los del fuerte lo oían y se miraban entre sí y callaban.
Vieron los del rey que en el arroyo próximo, a una media legua, había mujeres y hombres indios del servicio del fuerte lavando ropa, y fueron y se los llevaron a todos al campamento, a la vista de Lope de Aguirre y sin que las tropas de los marañones hicieran nada por impedirlo.
En la retaguardia del campo del rey la situación era muy diferente de lo que había dicho el capitán Bravo. Por ejemplo, el gobernador de Caracas, don Juan Rodríguez Sucrez, salió con casi toda la gente de guerra de la ciudad, pero en el campo recibió aviso de que se le prohibía desguarnecerla bajo pena de muerte, y queriendo acudir cuanto antes y a pesar de todo al encuentro con Lope de Aguirre decidió devolver la mayor parte de la gente a la ciudad y continuó con cinco jinetes nada más, todos bien armados.
Siguieron camino adelante y perecieron el día siguiente a manos de los indios, de modo que no se volvió a saber de ellos.
Al enterarse Lope de Aguirre de la fuga de los dos centinelas pareció volverse loco y dijo a los demás:
—¡Por vida de tal potestado adorado y glorificado que os he de matar a todos o habéis de cumplir mis órdenes! Mirad que conozco vuestras maldades y que sé que con mi sangre queréis salvar la vuestra, mirad que tenéis las piedras del Perú tintas en sangre de los capitanes que habéis dejado en los cuernos del toro y por vida de Dios que en hallando otra gente no habéis de andar conmigo aunque queráis, porque sois malos, glotones, ambiciosos, amotinadores y perversos. Andaos haciendo motines, que primero os tengo que matar a todos y estoy por irme a los oidores de Santo Domingo a que hagan justicia de mí y de vuesas mercedes. ¿No sabéis que habéis matado justicias, curas, frailes, vecinos y mujeres y saqueado tesoros del rey y que sin mí no tenéis ni veinticuatro horas la cabeza sobre los hombros? Venid al Perú, que será nuestro como España fue de los godos, pues Dios ha hecho la tierra para el que más puede. Aunque en el cielo yo no espero verme nunca ni ganas tengo, porque está lleno de gente tan ruin y más ruin que vuesas mercedes.
Mandaba luego poner espías y centinelas nuevos en diferentes lugares y hacía planes de ataque.
Pero se desorientaba viendo que, a pesar de sus supuestas fuerzas, los soldados del rey nunca atacaban. Se acercaban, osaban hablar a los marañones y éstos parecían cada vez menos preocupados del peligro. Decidió, en fin, que sesenta de sus hombres seguros, mandados por Roberto de Zozaya, salieran por la noche a dar en el real de Gutiérrez de la Peña, prometiéndole Lope ir en su ayuda al amanecer.
Salió Zozaya después de la medianoche sin lograr encontrar al enemigo, pero parece que fueron vistos por una tropilla del capitán Romero de la Villa Rica, que llegaba también en ayuda de los del rey. Otros dicen que no vio el capitán Romero a los de Zozaya, sino que encontró algunas yeguas cimarronas que acudían al olor de los caballos y que el tropel y los nervios de alarma le hicieron pensar lo que no era. Por un motivo u otro, en el campamento del rey se apercibieron a tiempo.
Lo curioso es que Zozaya no halló al enemigo y se retiraba sin haber establecido contacto cuando vio que una importante fuerza de caballería de hasta ciento cincuenta jinetes mandados por García de Paredes iban sobre él. Aunque éstos no tenían sino siete arcabuces —contando los dos de los centinelas— el tropel de aquella caballería era impresionante.
Zozaya se retiró aún y pudo emboscarse detrás de un barranco adonde los caballos enemigos no podían llegar. Como poco después amanecía llegó Lope con el refuerzo prometido, dejando además cincuenta arcabuceros escondidos y a la espera.
Llegaba Lope de Aguirre con banderas desplegadas y gran aparato.
En cuanto llegó hizo que algunas secciones de arcabuces dispararan, pero la mitad de los disparos quedaron cortos y la otra mitad al parecer demasiado altos. Los de García de Paredes hacían de vez en cuando un disparo, pero sin presentar combate. Los pocos disparos fueron eficaces, porque con uno mataron la yegua que montaba Lope y con otros hirieron a dos soldados.
Daban muestras los del rey de retirarse y Lope de Aguirre quiso seguirlos.
Uno de los capitanes marañones, Diego Tirado, se adelantó en su caballo y cuando creyó que podía hacerlo a salvo gritó viva el rey y se unió a las fuerzas de García de Paredes, que lo recibieron con agasajo. Lo primero que dijo fue que se cuidaran de la emboscada de los cincuenta arcabuceros y después que esperaran sin atacar, dando ocasión a nuevas deserciones.
Los marañones no acababan de creer lo que veían, ya que Tirado era uno de los más leales a Lope de Aguirre y éste por disimular decía a sus soldados que lo había enviado con una carta para el gobernador.
Al mismo tiempo quiso fugarse otro oficial llamado Francisco Caballero, pero su bestia se detuvo a mitad de camino y por más que el jinete la espoleaba no quiso dar un paso más. Entonces lo alcanzaron los de la vanguardia marañona y tuvo que disimular y regresar con ellos. Parece que ese intento pasó desapercibido para casi todos, aunque alguno se dio cuenta.
Un soldado de los que habían huido con Munguía, que se llamaba Ledesma y estaba en el campo del rey, se acercó tanto a los marañones que podrían haberlo apresado con las manos. Les aconsejó que se entregaran, que no les pasaría nada, y cuando Lope de Aguirre se dio cuenta y acudió allí con su gente Ledesma, que llevaba un caballo ligero, se alejó al galope. Mandó hacer fuego Lope de Aguirre, pero los tiros de los marañones parecían tan mal dirigidos como siempre.
Entonces Tirado dijo desde lejos:
—Lope de Aguirre, dejaros han solo los marañones, que todos quieren pasarse como yo.
Comenzaba a sentirse Aguirre angustiado y dijo a los que lo rodeaban:
—Váyanse vuesas mercedes si lo prefieren, pero déjenme los caballos y los arcabuces, que con indios y con los negros del servicio he de poder yo más que su majestad, quiera Dios o no quiera. ¿Es posible —añadía embravecido— que unos vaqueros con zamarros de oveja y rodelas de cuero se me han de atrever y que vosotros con los arcabuces no derribéis alguno?
Al ver que se retiraban los del rey se retiró también Lope y estaban cerca de la fortaleza cuando uno de los marañones muy amigo de Lope que se llamaba Gaspar Díaz, habiendo visto antes que Francisco Caballero quiso huir al campo del rey y no pudo, le acometió con la lanza y desviándose Caballero no pudo herirlo. Entonces Díaz se revolvió y le arrojó la daga punzona que llevaba y con ella le cosió contra la montura del caballo las partes genitales. A los gritos de Caballero acudieron dos negros con las intenciones acostumbradas, pero Lope de Aguirre los contuvo y dijo que había que curar al herido. Aquello extrañó a los más próximos a Aguirre y hubo quienes lo entendieron como una mala señal para el caudillo.
Se habían retirado los dos ejércitos, aunque dejando corredores de campo y centinelas.
Dentro de la fortaleza, Lope de Aguirre volvió a sus amenazas. Decidió matar dando garrote a los hombres enfermos e incapaces para el combate, que eran unos cincuenta, pero Zozaya y otros se lo impidieron, haciéndole ver que entre ellos había muchos que lo seguían de corazón y que sería injusto darles aquel fin. «Si Tirado que parecía tan fiel y leal ha traicionado, algunos de los que inspiran recelo a vuesa merced tienen por el contrario un corazón fiel y leal».
Con esas palabras Zozaya contuvo la furia de su jefe. Pero Lope de Aguirre mandó que desarmaran a los que le parecían sospechosos y dio órdenes a la guardia de que al menor intento que hicieran de salir del fuerte o de acercarse al enemigo los mataran.
Después creyó que para ir al Perú lo mejor sería volver a la mar y tomar otro derrotero. Comenzó a hacer diligencias con ese fin.
Imaginaban los del rey las dudas y perplejidades de Lope de Aguirre y las mantenían y aguzaban estando siempre a la vista por un lado u otro, impidiéndole distraer fuerzas para ir a buscar comida y haciéndole en fin la vida imposible.
En el fuerte comenzaron a matar los caballos y a comérselos.
Tuvo noticias Lope de Aguirre de que otros centinelas y un corredor del campo se habían juntado con los del rey, y no volvieron a Barquisimeto. Al saberlo Lope sacó una daga, se la puso en el pecho y dijo a grandes voces:
—¡Con ésta me arranquen el corazón si en toda mi vida saco sangre a soldado y no lo tratare como a mi persona y por vida de Dios que he de cumplirlo y no hacer de aquí en adelante más de lo que cada uno de vuesas mercedes mandare! O ganaremos o nos perderemos con parecer de todos. Si hasta aquí hubo algunas muertes entiendan que las hice por la salud del campo. Les suplico por amor de Dios no permitan que seamos vencidos desta gente de cazabe y arepas (éste es el nombre de un pan miserable que los indios de Venezuela comían y al que se acostumbraron también los españoles cuando no tenían otra cosa) y si piensan pasarse al rey sea en el Perú, que prefiero morir en aquella gloriosa tierra donde gozarán y descansarán mis huesos después de tanta fatiga y trabajo.
Aquella noche encontró Lope de Aguirre a Pedrarias disponiéndose a huir acompañado además de tres negros.
—¿Adonde van vuesas mercedes? —les preguntó.
Los otros no respondían y Pedrarias dijo por fin muy pálido, con un acento de tranquila desesperación:
—¿No lo estáis viendo, Aguirre? ¿No está claro que nos vamos al campo enemigo?
—Demasiado claro. ¡Tan claro que aunque quisiera yo disimular no podría!
Bemba confesó ingenuamente que yendo con Pedrarias creía ir seguro, porque el caudillo tenía con él tolerancias y amistades que no tuvo nunca con los otros. Lope de Aguirre afirmó:
—¡Verdad decís, moreno, hideputa, sayón!
Y añadió dirigiéndose a Pedrarias:
—¿Cuál es vuestra opinión? ¿Pensáis que debía mataros?
Vigilaba Pedrarias las manos del caudillo y callaba. Alzando Lope más su voz repitió la pregunta y Pedrarias dijo:
—Sería razonable que me matárais, pero hacedme una merced.
—¿Cuál?
—Matadme con arcabuz como un caballero.
—¿Entonces os consideráis acabado y perdido?
—Todavía me queda alguna esperanza.
—¿Dónde ponéis esa esperanza?
—En vuestra sinrazón. En lo que la gente llama vuestra locura.
—Ya veo. ¿Creéis que es locura perdonaros y que el loco Aguirre podría caer en esa locura otra vez? Es posible, pero os importa la vida tan poco que menos aún haría yo quitándoosla.
—Yo —balbuceaba el negro Bemba, tembloroso— es que tengo parientes en el campo del rey.
Siguió Lope dirigiéndose a Pedrarias e ignorando al negro:
—No necesitáis huir, Pedrarias, para salvar la vida, que yo antes que muera pienso decir cuáles hombres y cuándo y por qué han sido leales al rey de Castilla y cuáles no, y no piensen los demás que hartos de matar gobernadores y frailes y mujeres agora han de salvar la piel con sólo cambiarse de bandos como los niños que juegan al sol y a la sombra.
Aunque Lope había bajado la voz cuando dijo antes que muera, los pocos que lo oyeron se vieron perdidos.
—Lope, amigo —dijo Pedrarias sinceramente—, aunque me matéis yo pensaré y pienso que sois uno de los pocos hombres cabales que he conocido en la vida.
—Lo era, Pedrarias. Lo era, que en este campo ya no hay hombres y sólo quedan sombras de muerte. ¿No hay nadie que anuncie la mía como fue anunciada la de Ursúa? ¿No hay un cabrón fantasma que diga que Dios haya piedad de mí? Más vale que no, porque yo no la necesito ni la quiero esa piedad. Por lo demás —repitió después de una pausa— no necesitáis pasaros, que yo diré quién ha sido y quién es cada cual.
Y soltó a reír. Luego dijo: «No me río de vos. Me río de mí mismo, acordándome de doña Aldonza la gobernadora de la Margarita. Fue hablando con ella como comencé a comprender lo que nos aguardaba a todos, y no digo a mí porque mi destino sólo tiene importancia para una persona que está ahí dentro». Pedrarias pensó que se refería a Elvirica.
Pedrarias dudaba aún, pero vio de pronto en el gesto de Lope que lo había perdonado. Pedrarias quiso dar las gracias al caudillo y no lo hizo porque aquella clase de generosidad no se podía agradecer con palabras y éstas parecerían siempre fuera de lugar.
Se dio cuenta Lope y dijo:
—Está bien, retiraos y haced lo que queráis.
Era como decirle: podéis ir al campo del rey si lo consideráis mejor que seguir aquí. Pedrarias se fue en busca de Elvira y estuvo charlando con ella como si nada sucediera en el campo, como si él no hubiera querido desertar y no hubiera amenazas en el mundo y Lope y Elvira y todos estuvieran tan seguros como habían estado en el fuerte de la Margarita.
Lope iba y venía y dos o tres veces al pasar cerca contuvo el aliento para escuchar. Decía Elvira:
—¿Qué hacemos deteniéndonos tanto tiempo aquí? ¿Es verdad que van a romper guerra? Hay mucha gente en el real que anda como desesperada.
—Todos están desesperados. Pero hay la nobleza de la desesperación. Sólo tu padre la tiene. Nadie la tiene más que tu padre. Yo tampoco la tengo, niña mía.
Esa expresión —niña mía—, que dijo con una sinceridad conmovida, le habría gustado a Aguirre si la hubiera oído.
No estaba Elvira desesperada nunca —eso dijo—, pero se impacientaba por llegar cuanto antes a Trujillo, donde tenía primos y primas de su edad con los que siempre se había llevado muy bien.
Aquella noche, a pesar de todo, Pedrarias se pasó al enemigo con la impresión de que hacía una gran villanía.
Cuando lo supo, Lope anduvo como una sombra hablando entre dientes consigo mismo y luego acudió al lado de su hija y le dijo con un acento helado:
—A todos nos ha traicionado Pedrarias por segunda vez y esta vez para siempre.
Zozaya se asomaba a la puerta y se estaba allí mirando, con las dos manos apoyadas arriba en el dintel:
—Vuesa merced tiene la culpa.
—Es posible, Zozaya.
—Tiempo tuvo vuesa merced de matarlo hace días, cuando se lo trajeron en collera con Diego de Alarcón.
—No, en eso te equivocas. No entiendes de eso, Zozaya.
—No hace falta mucho seso para entenderlo. Y bastante dio que hablar que no lo hicierais, porque tanta culpa tenía el uno como el otro.
—Lo sé muy bien, Zozaya, pero hice aquello para repetir el caso que pasó una vez en Roma en tiempos gloriosos, que tú no entiendes de eso. Algo va de hombre a hombre y Diego de Alarcón había matado a puñaladas a doña Inés, mientras que Pedrarias no se había manchado las manos de sangre y ni siquiera había firmado el papel declarándose traidor. Lo que en un hombre es criminal y merece castigo en otro puede ser honrado. Pedrarias nunca engañó a nadie, nunca dio señales de estar con nosotros por su gusto, ni usó servilismo ni falsa obediencia. Alarcón se quiso huir y su deseo era bajo y miserable y por ese motivo dije aquel día y bien me acuerdo de mis propias palabras: «A Pedrarias quiero vivo y a Alarcón hacédmelo luego pedazos y ponedlos en los caminos». Que si tenéis memoria, Zozaya, memoria tengo yo.
Había aquel día soldados que decían que iban a dar agua al caballo y desertaban. Lope llegó a amenazar con pena de muerte al que conservara consigo una sola cédula de perdón.
—Por Dios —decía— que no quiero creer ni esperar en nadie ni en la ley judaica ni mosaica ni romana ni en la lealtad de los hombres sino vida y muerte y sangre y fuego.
De vez en cuando ordenaba que saliera una tropa de incondicionales bien armada a afrontar a los escuadrones de Bravo de Molina, que era el que más provocaba, pero llegó un momento en que no sabía Lope de Aguirre con quiénes podía contar y con quiénes no. Desde la defección de Tirado veía traidores a su alrededor y a todas horas.
La última fuerza armada que envió Lope de Aguirre en orden de combate contra Bravo de Molino hizo algunos disparos y mató al caballo del capitán realista. Los suyos acudieron a levantar al jinete, le dieron otra montura y se retiraron sin mayor daño.
Pudieron los marañones acercarse después, descuartizar el animal y llevarlo al fuerte para comérselo. Ofrecieron a Lope de Aguirre un plato de carne asada y él dijo que no quería comer y que llevaran aquellos alimentos a su hija y a la Torralba.
El lunes 27 de octubre Lope de Aguirre decidió retirarse con los soldados que quisieran acompañarlo y con la mayor cantidad posible de armas y tratar de llegar a Burburata, con cuyo fin fueron desarmados los soldados inhábiles para el combate y cargaron las armas en los caballos y mulos.
Estaba todo dispuesto para la partida cuando los que se quedaban en Barquisimeto sin armas le echaron en cara a Lope el que se fuera y abandonara el campo como un cobarde. Lope decidió cambiar de opinión y les devolvió las armas, disculpándose y diciendo:
—Marañones, vuesas mercedes saben que en toda la jornada desde que me hice cargo del mando ésta es la única vez que he errado en cosa importante y lo reconozco y espero que comprendan que mis intenciones eran buenas al menos para el conjunto de nuestra empresa.
Tan ofendidos estaban algunos marañones que se negaban a recibir las armas y Lope tenía que porfiarles.
En estas dudas estaban sobre la retirada al mar —que no faltaban algunos que insistían en aconsejarla— cuando Lope de Aguirre dijo que habría que esperar que fuera de noche para decidir y no por la vigilancia del enemigo, sino por los grandes calores del día, y uno de los marañones le respondió:
—De día o de noche estamos rodeados y si habla el miedo o la prudencia sería difícil de averiguar.
Se revolvió Lope contra él, lo insultó y buscaba con la mirada quienes lo desarmaran y aun llamó a los negros, pero nadie se movía y nadie parecía obedecerle. En aquel momento se acercaron de nuevo con gran copia de soldados los capitanes Bravo y García de Paredes, sabiendo que estaban planeando la retirada, y volvieron a dar voces diciendo que Aguirre los llevaba engañados y que pasaran al bando del rey, que estarían seguros y salvos. «Guerra podemos haceros —decían— y destruiros en poco tiempo, pero somos hermanos y no hay que derramar sangre».
Vieron otra vez hasta treinta o cuarenta indios del servicio del fuerte que estaban como otros días en el río y Bravo se fue hacia ellos para tomarlos consigo y llevarlos al campo del rey, quedando de acuerdo con García de Paredes en que éste vigilaría y si salían tropas marañonas le haría señal con la espada desnuda.
A todo esto Espínola estaba echándole en cara a Lope de Aguirre su falta de confianza en él y casi toda la noche la pasaron discutiendo. Cerca ya del amanecer, Espínola le desafió diciendo:
—Enviadme contra esos vaqueros cobardes con quince hombres y veréis lo que Espínola hace o deja de hacer.
Estuvo considerándolo Lope un momento y dijo por fin:
—Sea así y marchad y veremos lo que hacéis, que de eso dependerá todo.
Salió Espínola con quince hombres y al verlo García de Paredes hizo la señal con la espada a Bravo, pero éste se entretuvo hasta recoger a todos los indios y entonces García de Paredes sin presentar batalla fue retrayéndose hacia el campo del rey y Espínola siguiéndole hasta que puestos todos al galope se oyó a Espínola gritar viva el rey y formando un solo cuerpo esperaron a Bravo mientras algunas voleadas de balas de arcabuz pasaban por encima de sus cabezas, demasiado altas como siempre.
Comenzaba el cielo a clarear. Al ver lo que pasó con Espínola salieron del fuerte en formación de combate más de sesenta marañones y Lope de Aguirre creyó por fin que se iba a trabar combate, pero pronto vio que hicieron lo mismo que Espínola. Al llegar al campo del rey dijeron los marañones que el fuerte quedaba sin defensa. Los pocos marañones que estaban allí se entregarían contentos de poder acabar de una vez con sus miserias.
Entretanto, por la parte trasera del fuerte, que tenía un boquete en las bardas, salieron otros marañones sin ser advertidos de Aguirre y con ellos todos los negros, incluidos Carolino y Juan Primero.
Al volver a entrar Lope de Aguirre vio que sólo quedaba Llamoso —el que quiso sacar a Martín Pérez el corazón del pecho— y le dijo:
—¿Vuesa merced no se va también con los del rey?
—He sido en vida vuestro amigo y lo seré en la muerte.
—Mal compañero sois en la una y en la otra.
Viendo García de Paredes que todo estaba ganado envió aviso urgente al gobernador, que cuatro o cinco leguas más atrás esperaba en una hacienda con una pequeña escolta.
Lope dijo otra vez a Llamoso:
—¿Por qué no vais y os acogéis a los perdones?
—Ya he dicho que os acompañaré en la muerte.
Aguirre se encogió de hombros como si no estimara en nada la fidelidad de aquel individuo y entró en la sala donde solían dormir la Torralba y doña Elvira. En la puerta sacó la daga y dijo:
—Hija mía, pudisteis salvaros, pero Dios no lo ha querido así.
Ella lo miraba asustada:
—¿Qué queréis decir, padre?
En aquel momento se oyó la voz de Custodio Hernández, que corría alrededor del fuerte llamando por sus nombres a algunos marañones, porque ignoraba que habían salido ya por otro lado. Dijo también el nombre de Llamoso varias veces, pero él no lo oyó o no quiso responder.
En el cuarto de doña Elvira estaban la Torralba con ojos visionarios recogida en un rincón y la niña en el centro de la sala temblando como un pajarillo. Lope de Aguirre seguía con la daga en la mano atento a los rumores del exterior.
—Encomiéndate a Dios, hija, que vengo a matarte.
—Padre mío, ¿habéis perdido la razón?
—Cata ahí ese crucifijo y encomiéndate a Dios, porque es necesario que mueras, hija mía.
Llevaba un arcabuz en la izquierda y la daga en la derecha. La Torralba con grandes voces se lanzó sobre él y consiguió arrancarle el arcabuz, pero no la daga. Lope fue sobre su hija, la tomó por los cabellos y comenzó a darle de puñaladas mientras la niña decía entre frases entrecortadas y rezos:
—Basta ya, padre mío, que el diablo os engañó.
Y así murió Elvira antes de cumplir los quince años.
Oyendo gente en el patio salió Aguirre y encontró a Custodio Hernández, quien dijo apuntándole con el arcabuz:
—Sed preso por su majestad y dejad las armas.
—Preso soy.
Fue otro soldado llamado Guerrero a quitarle la espada y Lope de Aguirre lo rechazó diciendo: «Yo no me rindo a tan gran bellaco como vos». La desenvainó él mismo y tomándola por la hoja esperó a que llegara García de Paredes. Al verlo le entregó la espada y la daga y dijo:
—Señor maese de campo, suplico a vuesa merced que pues es caballero me guarde mis términos y me oiga, pues tengo negocios que tratar de gran importancia para el servicio del rey.
García de Paredes respondió que haría lo que era obligado y parece que esta promesa asustó a algunos marañones, porque temían que Lope los acusara de los excesos que habían cometido.
—Yo lo prendí —dijo a todo esto Custodio Hernández, con énfasis.
—Verdad es —confirmó Lope de Aguirre con calma y con la expresión del hombre maduro que accede al capricho de un niño—. Verdad es que Custodio Hernández me prendió.
García de Paredes y otros entraron en las habitaciones interiores y hallaron el cadáver de Elvira.
Llegó un espadero de Tocuyo que se llamaba Ledesma a donde estaba Lope y viéndolo sin armas, con una capa pardilla que le habían puesto por los hombros y tan pequeño y lastimoso, dijo:
—¿Éste es Lope de Aguirre? Juro a Dios que si me hubiera visto con éste yo hiciera que me soñara.
Lope de Aguirre contestó riéndose:
—A diez soldados y a veinte como vos diera yo de zapatazos. Andad de ahí, hombrecillo.
Pero García de Paredes volvía:
—No me espanto, señor Lope de Aguirre —le dijo, muy impresionado—, de que os hayáis alzado contra el rey, porque no sois el primero ni seréis el último, ni tampoco me extrañan las crueldades que habéis hecho. Sólo me espanto de que hayáis muerto a vuestra hija.
—No quería que la conocieran por la hija del traidor ni que quedara por colchón de rufianes.
—Pero al fin, señor Lope de Aguirre, vuestra hija era y de vuestra sangre.
—Hecho está —dijo él sombríamente— y no tiene remedio.
En aquel momento entró Pedrarias y al verlo le dijo Lope de Aguirre con un acento de angustia que a todos impresionó:
—Ah, señor Pedrarias. ¿Qué malas obras os he hecho yo en este mundo?
Nadie respondía y Lope dio un suspiro y añadió:
—Entrad ahí también y veréis las vuestras, digo, vuestras obras.
Cuando Pedrarias vio a la niña muerta estuvo un largo espacio inmóvil, luego comenzó a sollozar y para que no lo vieran salió por la puerta trasera. Detrás de él iba la Torralba llorando también y diciendo: «Bien sabéis que si le hubierais dicho a la niña la palabra que yo me sé su padre la habría dejado vivir. En esa esperanza estuvo su padre y estuve yo».
Lope salió y en la plazuela rodeada de cenizas y escombros vio a los oficiales del rey. «¿Dónde está Pedrarias?», preguntó, y no le contestó nadie.
Todos tenían con él esa actitud inhibida y distante que se tiene con los reos de muerte. Algunos marañones estaban temerosos de que Aguirre hablara y pidieron a gritos a García de Paredes que lo matara. El maese de campo miró alrededor como si buscara a alguien y Carolino y Juan Primero se acercaron sonriendo.
Al verlos soltó Lope a reír a carcajadas y comentó entre dientes: «¡Oh, los hideputas bailarines! ¡Y cómo merecen ellos mil veces el garrote!». Luego dijo a García de Paredes:
—Señor maese de campo, me habéis prometido los tres días de plazo que manda la ley y tengo cosas importantes que deciros.
En aquel momento, habiéndose apartado García de Paredes para recibir al capitán Bravo, que llegaba, quedó Lope aislado y un marañón le disparó un tiro. Lope, viéndose herido levantó la cabeza y dijo:
—Mal arcabuzazo ése, soldado, que no me acabará.
García de Paredes se volvió contrariado:
—¡No tiren!
Pero se oyó un segundo arcabuzazo y volviéndose García de Paredes otra vez vio a Lope que iba tambaleándose y que decía todavía con entereza:
—Ése es un buen tiro, soldado. Con él hay bastante y no hace falta más.
No había caído aún en tierra y andaba flojo y agónico, aunque muy erguido, cuando Custodio Hernández lo tomó por las barbas, le alzó la cabeza y se la cortó de un tajo.
Quedó el cuerpo de Aguirre en el suelo mientras el marañón iba con la cabeza de su antiguo caudillo colgando, detrás de García de Paredes. Horas más tarde llegó el gobernador con su comitiva. Salieron a recibirlo con las banderas de Aguirre arrastrando en señal de victoria y más tarde hicieron cuartos el cuerpo de Aguirre y lo pusieron en los caminos.
La cabeza la llevaron a Tocuyo y fue expuesta dentro de una jaula hasta que se convirtió en cecina y luego en calavera seca. Aún se conserva en aquella ciudad y también los pendones de Aguirre y su coselete y el corpiño y la saya de raso que llevaba su hija cuando la mató, con las señales de la daga.
Ahora, cuatro siglos después, cuando en las noches oscuras se levantan de las llanuras y pantanos de Barquisimeto, Valencia y lugares de la costa de Burburata, fuegos de luz fosfórica que vagan y se agitan a los caprichos del viento, los campesinos cuentan a sus hijos que allí está el alma errante de Lope de Aguirre el Peregrino, que no encuentra dicha ni reposo en el mundo.
Montevideo (Uruguay), 1964