VIII

Andaba Zalduendo muy fino con doña Inés, a la que cortejaba a espaldas de La Bandera, pero olvidaba todas sus finezas cuando alguien fuera del bohío de la viudita le preguntaba.

—El metisaca gobierna el mundo —dijo contestando a una pregunta de Lope.

Las extremas humildades de Lope de Aguirre, en las que creía La Bandera, porque los hombres fuertes suelen ser confiados, eran sospechosas para don Hernando, quien, viendo un día trabajar a Lope de Aguirre con un mandil de cuero, ayudando al herrero de la fragua, que fabricaba arandelas y clavos, no pudo menos de acordarse del herrero de la Mauritania que por la noche se volvía hiena, según los cuentos oídos en su infancia, y también de los hombres-leones (éstos no eran cuentos infantiles, sino hechos adultos y ciertos), que caían sobre las aldeas con un cuchillo en cada mano.

Se conformaba Lope de Aguirre con el puesto de capitán de la caballería (sin caballos) que le habían dado, y al verlo apartado de la dirección de los negocios, los partidarios de don Hernando se sintieron más fuertes y comenzaron a decirle al gobernador que desconfiara de Lope y que no siguiera sus consejos. Viendo Lope que sus enemigos rodeaban siempre a don Hernando, se le acercó una noche de improviso con las armas puestas, a pesar de los grandes calores. Don Hernando se asustó tanto, que con voz insegura se adelantó a hablarle:

—Me alegro mucho de que hayáis venido, porque tengo que deciros algo importante. Cada día comprendo mejor que me huelgo con vuestra amistad y quiero asegurar para el futuro mis alianzas de familia con vuesa merced. Por eso desde ahora os pido, lo más grave y formalmente que puedo, que caséis vuestra hija con un hermano mío que está en Lima y es el mayorazgo, y así, con la voluntad de Dios, nuestras sangres quedarán reunidas.

Mientras hablaba se acordaba del herrero de Mauritania y de las hienas y los hombres-leones. Aquello de las mezclas de sangre le parecía una expresión inexacta y un poco siniestra, pero ya no había remedio.

Y allí estaba Lope de Aguirre, el hombre pequeño, cenceño, pero de secreta y poderosa voluntad, que por pequeño que sea un león siempre señorea a los demás, aunque sean jirafas o elefantes. Cuando Lope de Aguirre le vio tan nerviosamente afable y aun rendido, le dijo, con aquella sangre fría que a veces era lo más notable de su carácter:

—Señor, todas esas atenciones y mercedes mucho las estimo, pero me hacen pensar que la conciencia anda escrupulosa y que desean mis enemigos, a través de las palabras de vuesa merced, cerrarme los ojos para lo que ellos planean contra vos o sólo contra mí o tal vez contra los dos juntos, que nada me extrañaría, según lo que he averiguado en los días últimos.

Era verdad que los enemigos de Lope habían aconsejado a Hernando de Guzmán que les diera autoridad para matarlo.

—Os hablo con mi conciencia abierta de par en par —dijo el gobernador.

—Eso podría no ser verdad, y bueno será que me lo diga todo, ya que yo he averiguado parte. Y no olvide vuesa merced que leo a través de las frentes y de los escrúpulos de las personas.

Don Hernando vacilaba, y de pronto le dijo:

—Todo viene de una cosa y la misma. De que habéis renunciado vuestro cargo de maestre de campo y la gente quiere hacer leña del árbol caído. Prometedme aceptarlo de nuevo y entonces os diré toda la verdad, con la cual seguramente no os diré nada nuevo, porque yo también creo que podéis adivinar las cosas que os conciernen.

—Está bien, don Hernando. Acepto el puesto otra vez y os escucho.

—Quiero mandar pregonar la aceptación vuestra.

—No, eso no, todavía. Yo os diré cuándo.

—Así haré. Sabed, pues, señor maese de campo, que es verdad y que algunos han venido a pedirme que les permita emplearse contra vuesa merced. Yo les he dicho que si alguno se atreve a hablar de esa manera otra vez lo pondré en hierros.

Lo escuchaba Lope y se decía: «No lo creo. Este gobernador no es capaz de hablar con tanta firmeza. Tal vez quiso hablar así y no habló, que es muy diferente».

Pero Lope se mostró agradecido por la confianza. Suponiendo don Hernando que aquello no bastaba para tranquilizar a Lope, le insistió en la boda de su hermano con su hija Elvira y le dijo que desde aquel momento, y gracias a aquellas palabras, que tenían valor legal de compromiso de esponsales, habría de llamar a su hija doña Elvira, y no Elvira a secas, y que se ofrecía a ser el padrino y a dotarla altamente.

Le daba las gracias Lope, y lo único cierto que sacaba de todas aquellas palabras era una conclusión, siempre la misma: «Don Hernando de Guzmán se siente culpable y tiene miedo. ¿A qué tiene miedo? A mí, a Lope de Aguirre».

El miedo de los otros actuaba sobre Aguirre como suele actuar sobre algunas fieras, es decir, estimulando la agresión. Pero Lope de Aguirre estaba lejos de pensar en agredir, por lo menos a don Hernando. Pensaba en La Bandera y sólo en él. Sabía que era el mayor obstáculo que se oponía a sus designios. La entrevista acabó después de haber logrado el gobernador desvirtuar los recelos más graves de Lope.

Todavía no creía que Lope de Aguirre estuviera satisfecho, y fue al día siguiente a su casa llevando un regalo para doña Elvira, a quien llamó así y le comunicó el acuerdo de la boda futura. Elvira no sabía nada, y el hecho de que su padre no se lo hubiera dicho intrigó a don Hernando más que todas las palabras de Lope.

A todo esto, Lope le daba las gracias, pensando en otra cosa. Tantas dobleces veía don Hernando en Lope, que un día le dijo: «A fe señor Lope de Aguirre que a veces se diría que venís de linaje de indios por la distancia que hay entre vuestras palabras y vuestros pensamientos». Vio un poco extrañado a Lope y añadió: «Ya veis que os trato como a pariente próximo, con confianzas de hermano».

—Gracias, don Hernando.

—Lo hago poniendo el corazón en mis palabras.

—Y yo no soy hombre para desestimar las confianzas de vueseñoría.

La Bandera quería entretanto mandarlo todo, disponerlo todo. Su estatura y su arrogancia natural daban a su tendencia autoritaria un acento provocativo. Los amigos que perdía La Bandera no iban, sin embargo, con Lope, sino que quedaban al margen, neutrales, y Lope no hacía nada por atraérselos. Pero iba siempre armado y acompañado de dos o tres marañones que velaban por él. También La Bandera recelaba y tomaba precauciones.

Una noche, sin haber hecho pública Lope la aceptación del puesto de maestre de campo, fue en busca de Zalduendo, que estaba junto al río. Llegó por detrás Lope sin hacer ruido en la arena o haciendo tan poco, que era cubierto por el rumor de las aguas.

Cuando estuvo al lado le dijo:

—Zalduendo, distraído andáis. Si yo hubiera sido un caimán ya estaríais en mis tripas.

—No es tan fácil, que rastreo a los lagartos y a otras cosas con mis buenas narices.

Se preciaba de aquellas narices Zalduendo. Y por eso añadió:

—¿Sabéis lo que hacía aquí? Pues olfatear el aire, que a veces siento como el olor de la mar, y es que debemos estar más cerca.

—Donosas narices. Bien seguro que cada día nos vamos acercando a la mar.

—Yo lo que digo es que la siento desde aquí.

—¿Y a qué huele?

—A cabello de hembra huele la mar, y lo digo en serio.

—Una hembra huele de un modo y otra de otro, supongo.

Explicó Zalduendo la diferencia entre el olor del río y el del mar y así estuvieron un rato, sin que Lope le escuchara, porque pensaba en otras cosas. Entretanto vieron que un enorme caimán hembra se acomodaba para desovar a la distancia de unas ciento cincuenta varas, donde la arena acababa y comenzaba la hierba y la maleza.

Las hembras de los cocodrilos ponían sus huevos no en la playa, sino en lugares donde las hojas y las ramas caídas de los árboles comenzaban a pudrirse con el sol y la humedad del légamo y de la lluvia.

Cada hembra ponía de cincuenta a sesenta huevos grandes como los de cisne, es decir, algo mayores que los de la oca, pero mucho más fuertes de envoltura.

Los ponían todos juntos y luego cubrían el lugar con hojarasca y cieno para ocultarlos. Sabía cada hembra dónde estaba su nido, y a veces, cuando el sol no caía sobre él, se ponían encima para ayudar a la incubación.

Un soldado apuntó con el arcabuz a aquella hembra que estaba quieta y disparó. No dio señales el animal de haberse apercibido. Disparó otra vez el soldado y ella se estremeció, cambió de postura y, dando la espalda al río, siguió sobre los huevos como si nada sucediera.

—Hay que acertarles en un ojo o debajo del brazuelo cuando se bandean, que allí se acaba la coraza y comienza la ternilla.

Siguieron hablando y, llevando Lope el tema a lo que le convenía, le dijo que estaba en un problema grande, porque había descubierto que La Bandera y Cristóbal Hernández querían matar a Guzmán y alzarse con el real para ir con la cabeza de Guzmán a pedir perdón a Lima y que lo tenían combinado para un día próximo. Zalduendo se quedó muy sorprendido y dijo:

—¿Por qué no vais a avisar al gobernador?

—Ése es el caso. A mí no me creerá, porque sabe que somos La Bandera y yo contrarios y que andamos rencorosos. A vuesa merced le creería mejor que a mí y, además, como capitán de la guardia os corresponde esa diligencia tan delicada y tan grave.

Estuvo Zalduendo haciendo más preguntas, con el deseo que tenía de que la acusación fuera verdad, porque odiaba a La Bandera y estaba perdidamente enamorado de doña Inés. Al final se dejó convencer.

Fue a ver a don Hernando y se lo dijo, sin explicar cómo se había enterado —Lope se lo prohibió—, pero dándole a entender que era cosa sabida en el campamento. Don Hernando llamó a Lope y éste se lo confirmó, excusándose de no habérselo dicho antes porque quería cerciorarse, dada la gravedad del asunto.

Entonces se pusieron de acuerdo Zalduendo y Lope de Aguirre y seis marañones, con la autorización de don Hernando, para matar a La Bandera y a Cristóbal Hernández, que era su guardia de corps. Podían llegar y sorprenderlos y matarlos en casa del gobernador, donde estarían descuidados y sin armas el día siguiente.

Y aquellas ejecuciones se hicieron sin que intervinieran Carolino ni Juan Primero. Lope, acompañado de Zalduendo, que andaba muy codicioso viendo la proximidad del momento de tener a doña Inés en sus brazos, llegaron a la hora indicada y a estocadas y de dos arcabuzazos mataron al amante de doña Inés y al caballero Cristóbal Hernández, que antes habían pasado por ser los más adictos y más leales que tenía el nuevo gobernador.

Lope creía haber logrado una victoria importante.

Pasó el cargo de capitán de infantería que tenía Hernández a Gonzalo Guiral de Fuentes, y el de teniente general quedó por el momento sin proveer. Lope de Aguirre dijo entonces al gobernador:

—Ahora es el momento de que mande vueseñoría pregonar mi segundo nombramiento de maestre de campo.

Y así se hizo.

Los indios, que veían lo que sucedía en el campo, comenzaban a cambiar de actitud con los españoles y se alejaban otra vez, cesando en la ayuda a los expedicionarios. No porque tuvieran sentido moral ni respetos por la vida humana, sino por miedo. Si eso hacen entre sí, ¿qué no harán con nosotros?, pensaban.

Volvieron los días de hambre.

Las cosas llegaron a agravarse de tal forma, que saliendo un día a buscar yuca para molerla y hacer con ella pan cazabe, una tropa de españoles mal armados fue atacada por los indios, quienes con flechas y cerbatanas mataron a Sebastián Gómez, capitán de la mar, a un tal Molina, a Villarreal, a Pedro Díaz, a Mendoza y a Antón Rodríguez.

Seis muertos en una escaramuza eran muchos muertos, y Antoñico, que había ido también, se salvó con otros por pies y llegó pidiendo a Lope de Aguirre, desde entonces, peto, rodela, celada y loriga, como los demás. Lope le decía en broma:

—Y un caballo acorazado y una lanza de doce libras.

Desde entonces, los víveres escasearon más, y los indios, alentados por el éxito de su emboscada, llegaban por la noche a robar canoas. Eso decía Lope, y por ser el único que lo decía hubo quien sospechó que desataba de noche aquellas canoas y las dejaba salir río abajo para que nadie osara escaparse, ya que después de la muerte de La Bandera algunos habían comenzado a hablar de volver río arriba a los Motilones o, por lo menos, a la tierra de los Caperuzos, donde estaba el capitán Salinas, a cuyo nombre se acogían buscando apoyo moral.

El caso es que de ciento treinta canoas que tenían no les quedaron en pocos días sino veinte escasas, y que eran además las más pequeñas y ruines, que no bastaban siquiera para salir a pescar.

Como los bergantines que se construían tenían bastante espacio para alojar a toda la tropa, no cuidaban mucho de aquella pérdida.

Andaba ya Lope de Aguirre sin la sombra funesta de La Bandera y con la adhesión entusiasta de Zalduendo y de algunos otros más poderosos que nunca. Y decía donde quiera que le escuchaban cómo su hija estaba prometida al mayorazgo de la casa de don Hernando y nadie osaba hablar de ella sino como de doña Elvira. A todo esto, Lope de Aguirre había conocido las debilidades del carácter de don Hernando, que es una de las peores cosas que le pueden suceder al que manda. Y entró un día en casa del gobernador y le dijo que había llegado el momento de reformar el campo y de hacer refrendar los cargos que tenían por la comunidad entera.

Al gobernador le pareció bien, porque la confusión que se iba creando no permitía ver claro en las voluntades, y menos en las conciencias de los soldados, y así los hizo convocar a golpe de tambor en la plaza, que era muy grande y estaba frente a la casa de don Hernando, y cuando estuvieron todos reunidos salió con una partesana en la mano, acompañado de Lope de Aguirre y de algunos marañones.

Había una mesa en la cabecera del campo, y junto a ella se puso don Hernando y estuvo esperando que los tambores cesaran de redoblar. Entonces, con tranquilo continente y voz sonora, comenzó:

—Caballeros, soldados, hombres de bien. Hasta aquí he sido general de vuesas mercedes sin otro título que la voluntad de los capitanes y de algunos soldados, y pensando que este puesto requiere la confianza de todos, no quisiera que nadie se quejase diciendo que no le dieron ocasión para opinar, y por eso, para satisfacción del campo entero, les he convocado aquí de modo que reciban mi dimisión y después elijan el general que mejor les pareciere, porque yo me holgaré mucho de que la nueva designación sea a gusto de todos. Y ahora, y por las razones que acabo de decir, me desisto del cargo de general voluntariamente y sin fuerza.

Al acabar de hablar clavó la partesana en su suelo, dejó la vara de justicia en la mesa y se apartó hacia atrás con ademán de renuncia al poder, aunque la verdad es que así y todo quedaba bien armado. Los demás fueron dimitiendo de sus cargos también y abandonando sus armas igualmente hasta formar con ellas un regular montón junto a la mesa.

Los soldados del campo, que asistían en silencio a aquel extraño y solemne acto, sospechando que, aunque dijeran otra cosa no les sería aceptado, siguieron callados, esperando a conocer la voluntad de los más fuertes para seguirla, y después de un largo silencio, Lope de Aguirre habló para decir que estaba seguro de poder expresar la voluntad de todos reiterando la elección de general en la persona de don Hernando de Guzmán. Esa segunda elección era hecha con la conformidad del campo entero, porque cada cual consideraba bien empleado en su noble persona no sólo el cargo de general, sino otros de mayor suposición y estima. Y lo mismo se podía decir de los oficios que tenían las demás personas. Añadió que todos los capitanes y los soldados pensaban que nadie podría tener el cargo de gobernador con más merecimientos y que esperaba que si alguno se oponía expusiera los motivos, porque serían muy tenidos en cuenta.

Esperaron a ver si alguien hablaba, y al ver que no y que, por el contrario, se levantaba un murmullo de aprobación, don Hernando fue al lugar donde había dejado plantada la partesana, la arrancó y habló así: «Doy gracias a vuesas mercedes y les quedo obligado por este nombramiento que, sin violencias y por sus propias voluntades han hecho otra vez en mi persona y que desempeñaré con la ayuda de Dios, manteniendo a todos en justicia y disponiendo las cosas de suerte que vayan vuesas mercedes acrecentándose en honras y provechos, pues para todos los habrá en el Perú, adonde iremos y donde, de un modo u otro, acabaremos por enseñorearnos. Pero como en las guerras que se hacen contra el rey en Castilla unos son forzados y otros voluntarios, y yo no quiero que en esta empresa vaya nadie contra su voluntad, cada uno puede declarar su intención en favor o en contra. Si hay alguien que entienda que la jornada no es lícita o no quiere o puede seguirla, y los que se oponen son bastantes para poder sostenerse en una población de indios y quieren hacerlo así, yo les daré todas las facilidades, partiendo con vuesas mercedes lo que haya de armas y municiones, y si son tan pocos que no bastaran para defenderse solos, los llevaré conmigo sin obligación ninguna como hermanos y les dejaré en el primer pueblo de paz donde ellos quieran quedarse. Por ninguna clase de temor deben dejar de decir lo que piensan, ya que no corren ningún riesgo sus personas, y yo juro hacer con vuesas mercedes lo que prometo».

Después de una pausa para añadir con el silencio gravedad a lo que iba a decir, siguió hablando:

—Por el contrario, los que tengan voluntad de seguirme deben firmar con sus nombres en estos papeles ya sellados —y mostró unos pliegos en blanco que había en la mesa.

Volvió a callar. En aquel silencio, que era completo y profundo, se oyó hacia el interior de la selva un alboroto de papagayos y hacia el río el gruñido sordo de un caimán. Por fin, algunos soldados hablaron disculpándose de no firmar. Eran sólo tres: Francisco Vázquez, Juan de Cabañas y el falso Juan de Vargas, el canario, que solía hacerse conocer por el segundo apellido: Zapata. Desde que fue herido por error en la contienda que costó la vida a su homónimo entendió que aquello había sido un aviso del cielo y se sintió del todo desanimado. Cada día lamentaba más haberse alistado en la expedición.

Pedrarias sonreía y miraba sin perder detalle. Parecía estar siempre por encima de lo que hacían los demás, aunque de tal forma que su aparente superioridad no molestaba. La verdad era que en su familia había casos de locura —su padre y su abuelo al llegar a los sesenta murieron locos— y él ponía desde joven toda su atención en no apasionarse ni exaltarse por nada. Lo que era, pues, precaución parecía naturaleza. Viendo la manera de firmar Pedrarias, se le acercó Lope de Aguirre y le dijo:

—Yo creía que vuesa merced era Pedrarias de Armesto.

—Sí, pero es un cargo de conciencia firmar un papel en blanco. Y si el papel está en blanco mi firma no es firma y las dos cosas son igualmente legítimas o igualmente falsas.

Entonces Lope de Aguirre contuvo al que iba a firmar detrás de Pedrarias y dijo en alta voz: «Juro a Dios que ese escrúpulo viene derecho y que el señor de Pedrarias tiene razón y le sobra. El escribano pondrá ahora en ese papel la voluntad clara de todos nosotros mientras el padre Henao dice la misa y después juraremos y los que han firmado a ciegas firmarán con sus buenas luces y los que no quieran firmar no les será tenido en cuenta».

El mismo Lope de Aguirre ayudó a poner en la mesa los candelabros y otros objetos rituales y acabada la tarea con ayuda de Antoñico, Lorca y Pascual, el cura ya revestido avanzó y dijo:

—Cumplamos nuestro deber de buenos hermanos en Cristo. In nomine pater et filii et spiritu santi

Se dijo la misa, que fue servida por el padre Portillo y Pascual como acólitos, y al final el padre Henao consagró la custodia y bendijo con ella a los concurrentes. En su solemne lentitud se veía algo de las maneras del obispo, es decir, de lo que podríamos llamar un obispo frustrado.

Luego don Hernando de Guzmán, sin consentir que el clérigo se desvistiera, dijo que sería bueno que todos jurasen lealtad los unos a los otros y si lo querían se la juraran a él y mandó al sacerdote que fuera recibiendo con la mano en el misal juramento de uno en uno. Primero juró el mismo don Hernando, quien dijo: «Juro a Dios y a Santa María y a los Evangelios y al ara consagrada, donde pongo la mano de mi libre voluntad, que unos y otros nos ayudaremos y favoreceremos y seremos conformes en la guerra que vamos a hacer y que antes moriremos en la demanda que abandonar las banderas sin que la menor cosa, parentesco o amistad o necesidad puedan retardar o impedir el hacerlo».

Después, el cura repitió en alta voz y para que todos lo oyeran la fórmula de juramento de don Hernando y añadió las siguientes palabras: «… y en todo el discurso de la guerra tendremos por nuestro general a don Hernando de Guzmán, sola cabeza nuestra, obedeciéndole y haciendo por él lo que manden sus ministros so pena de perjuros y de caer en caso de menos valer». Fue llamando por la lista militar a todos los oficiales y soldados, quienes, tocando de uno en uno con la mano el ara, decían:

—Sí, juro.

Y luego firmaban los que no lo habían hecho todavía y muchos de los que habían firmado antes.

Cuando terminó el último, Lope de Aguirre pidió silencio y habló en voz alta y grave:

—Cosa sabida es —comenzó diciendo— que los rebeldes que se han alzado en los reinos del Perú se han perdido por no quererse llamar reyes, y así nosotros, por no caer donde ellos tropezaron y para que esta guerra lleve mejor efecto, conviene que alcemos por príncipe nuestro al señor don Hernando de Guzmán que está presente y después de llegados al Perú le coronemos por rey, diciendo primeramente y en este día y lugar que renunciamos tierras y reinos y al rey don Felipe, puesto que es sabido que no se puede servir a dos príncipes. Y yo voy a renunciar formalmente por el campo entero.

A continuación Lope de Aguirre lanzó maldiciones contra el rey de Castilla en la siguiente forma:

«Reniego de los servicios hechos al rey de Castilla por mis padres y mis abuelos.

»Reniego de los servicios que hice antes de salir de España al infame rey de Castilla.

»Reniego tercera vez contra los servicios que de obra hice en el camino de Indias y en Indias mismas al rey follón de Castilla don Felipe II.

»Reniego con mi fe y mi honra y mi vida y a costa de lo que sea de la servidumbre que a mí y a otros ha impuesto el rey don Felipe II, que no lo es ya mío ni lo será de vuesas mercedes si siguen mi buen consejo.

»Reniego del príncipe de Asturias y de su padre Felipe II, de su esposa la reina y de todos sus hijos e hijas que pudieran haber y llegaran un día a llevar en la cabeza la corona de Castilla.

»Reniego de mi naturaleza de súbdito del imperio de Felipe II.

»Reniego de mi nombre de español y me halago con llamarme marañón y peruano y todo para mejor descartarme de la servidumbre al rey malsín Felipe II.

»Reniego de un rey y de unos ministros que en el nombre de Dios hacen el servicio de Satanás en España y en las Indias.

»Reniego de Felipe II por injusto, mal aconsejado, criminal y ladrón.

»Reniego de Felipe II por todas las cosas antedichas y otras muchas que cada uno de vuesas mercedes piensa y con las cuales convengo, ya que a todos nos hizo ofensa e injusticia en hacienda y en consideración y en retribuirnos mal por bien.

»Reniego de la monarquía castellana para hoy y mañana y para siempre y conmigo reniegan los hijos que pueda haber y los que he habido.

»Reniego del rey incapaz y cobarde que vive entre engaños mientras nosotros perdemos la vida y el decoro en estas tierras ignoradas por él.

»Y así pues digo y os pido a vuestras mercedes que digan conmigo: ¡Muera el rey felón!

Contestaron muchos, aunque no tantos como esperaba Lope. Serían más o menos la mitad quienes gritaron: «¡Muera!». Alzando Lope más la voz y de un modo sañudo y encarnizado añadió:

«Mueran la reina, los padres del rey y de la reina, los que se tocan con corona en el alcázar de Castilla».

Contestaron ahora muchos más, arrastrados por la violencia de la dicción.

«¡Muera el llamado príncipe de Asturias!

»Mueran todos sus descendientes, de los cuales nos descastamos para siempre y sin remedio ni esperanza de perdón».

Y añadió aún cuatro reniegos más, que fueron respondidos mejor, aunque una tercera parte de los soldados parecía abstenerse.

Lope no había terminado. Después de sus veinte reniegos y alzando la voz con toda su fuerza, que no era poca, y con su acento bronco que infundía respeto, añadió: «Para que este negocio lleve más autoridad y en el Perú podamos coronar como es debido a nuestro rey don Hernando de Guzmán, es menester que ahora sea proclamado príncipe, y yo digo desde aquí que no conozco otro rey ni príncipe sino don Hernando y por tal le voy a besar la mano y el que quiera que me siga».

Hincó la rodilla y dijo: «Deme vuestra alteza la mano, que mi príncipe es desde ahora». Don Hernando alzó por un brazo a Lope, extrañado, porque no esperaba tanto rendimiento, pero en aquel momento un capitán con la espada desnuda gritó:

—Yo prometo a vuestra excelencia como hidalgo de servirle con esta espada en la mano mientras la vida me dure.

Entonces el escribano, que había acabado el acta, se levantó, la leyó y al final fue citando los nombres de todos los que habían jurado. Como a aquellos territorios se les llamaba también Machifaro, el documento del escribano estaba fechado allí y decía exactamente:

«En la provincia de Machifaro, que será a unas setecientas leguas de los reinos del Perú río abajo, según se viene de los Motilones, en 23 días del mes de marzo de 1561, estando juntos en una plaza el muy magnífico señor don Hernando de Guzmán y toda la gente que vino al descubrimiento de Omagua con Pedro de Ursúa y siendo el dicho señor Guzmán su capitán general y Lope de Aguirre su maestre de campo y los demás capitanes y oficiales que tenía nombrados, el dicho señor don Hernando de Guzmán les dijo que su merced les había llamado y juntado para que entendiesen que desde que murió el gobernador Pedro de Ursúa hasta el día de hoy había sido su capitán general y habían estado debajo de su gobernación y mando y que ahora era su voluntad dejarlos a todos en libertad para que como personas libres y según su deseo hiciesen aquello que más quisiesen y se quedaran a poblar la tierra o fuesen a descubrir y poblar a donde quisieran todos y cada uno de ellos y se separaran y dividieran unos para ir a un lugar y otros a otro y que con ese fin y para decidir lo que a cada cual más le conviniere nombrasen todos juntos o divididos, como mejor les pareciese, gobernador o gobernadores, capitán o capitanes y otros oficiales para que los gobernasen y acaudillasen e ir a aquel territorio o a aquellos territorios donde más a su voluntad lo hicieran. Y para dejarles en completa libertad desde ahora dejaba y dejó y se eximía y se eximió del cargo que tenía de capitán general y quedaba como uno de los demás soldados particulares: A ese efecto destituyó también a todos los demás oficiales que había nombrado antes, como maestre de campo y capitanes y otros empleos y dijo que todos eran iguales y nadie más que otro y habiendo acabado de decir lo susodicho, calló.

»Luego todos a una dijeron que para hacer los nuevos nombramientos y dejarlo constado en acta nombraban por escribano a Melchor de Villegas, quien pondría también por escrito las decisiones y acuerdos del campo y quien daría testimonio fiel de ello a todas las personas que lo necesitaran y demandasen y para tomarle juramento nombraban a Lope de Aguirre, antiguo maese de campo, quien sin más debía tomarlo al dicho Melchor de Villegas de que cumpliría su misión con lealtad y fidelidad; y luego el dicho Lope de Aguirre hizo la cruz con la mano derecha en el altar y yo el dicho Melchor de Villegas puse mi mano derecha sobre ella y presté juramento en forma debida por Dios y por Santa María y por las palabras de los santos evangelios, que bien y fielmente había de usar de dicho cargo y oficio de escribano y daría fe y testimonio de lo que hoy pasase doquiera que me fuese pedido y demandado. Igual daría los autos y registros de lo que hoy pasase para que siempre quedara de ellos memoria. Y juré y prometí de hacerlo así y de guardarlo y firmarlo con mi nombre.

»Sin más pausa habiendo pasado lo susodicho según y como escrito queda toda la gente que estaba presente declararon a una que nombraban y elegían por príncipe y señor al dicho don Hernando de Guzmán para que vaya a los reinos del Perú y los conquiste y así quite y desposea a los que ahora los tienen y poseen y los ponga debajo de su ingenio y autoridad y entonces nos gratifique y remunere en ellos por el trabajo que hemos puesto en conquistarlo y en pacificar a los indios naturales de los dichos reinos que así lo hicimos todos los aquí presentes con nuestras personas y nuestro esfuerzo y derramando nuestra sangre, todo a nuestra costa. Que no fuimos gratificados en ellos ni remunerados, ni se nos dio premio alguno, antes bien el virrey don Hurtado de Mendoza nos desterró de los dichos reinos con engaños y falsedades diciéndonos que veníamos a la tierra mejor y más poblada del mundo, siendo como es según la experiencia por todos conocida y sufrida la tierra más mala e inhabitable y de menos gente que hay en él, sabiendo y constándole que antes de venir nosotros se han perdido veinticinco o treinta armadas; y que por razón de todo lo antedicho nombraban y nombraron como dicho tienen al citado don Hernando de Guzmán su príncipe y señor para que los tenga debajo de su yugo y autoridad y los ampare y les haga la justicia de ponerlos en posesión de dichos reinos y los remunere y gratifique en ellos por la sangre que en ganarlos derramaron y los trabajos que han pasado, ya que de los que al presente gobiernan dichos reinos no podrán alcanzar justicia alguna sino con las armas en la mano; y que para ir desde este lugar donde se encuentran al presente a los dichos reinos del Perú es el mejor camino y más derecho el que pasa por el Nombre de Dios y por Panamá y no se puede ir por otra parte y como sabido es que por allí y por las buenas no les darían pasaje le piden y suplican a su nuevo señor don Hernando que con mano armada vaya a los dichos lugares y pase por fuerza y por las armas, para lo cual tome las cosas necesarias y también en esos pueblos tomará las que sean menester para el pasaje y así al mismo tiempo volvían a prometerle y le prometieron tenerle siempre por su príncipe y servirlo y hacer todo aquello que les mandara y serle siempre leales vasallos; y para cumplir mejor lo susodicho juraron a Dios y a Santa María y a las palabras de los santos cuatro evangelios y por la señal de la cruz sobre la cual pusieron sus manos derechas uno a uno de cumplir y guardar y tener por siempre y legal todo lo susodicho y así fueron pasando y besándole la mano a su nuevo señor y príncipe y para mejor constancia firmáronlo de su propia mano. Y los nombres de la dicha conjuración y proclamación son los siguientes: Sebastián de Santa Cruz, Melchor de Pina, Fernán Gómez, Juan de Rosales, Nicolás de Madrigal.

Seguían las firmas hasta ciento noventa y dos, todas de veteranos conquistadores.

Acabada la ceremonia se disolvió la asamblea y Lope de Aguirre y Zalduendo se pusieron a nombrar cargos palatinos para los servicios de la casa del príncipe.

En la plaza quedaron algunos grupos de soldados, todavía sorprendidos y sin saber qué pensar. Un negro, el famoso Bemba, solo y al sol, bailaba con su propia sombra mirando al suelo:

… yo yamo a papá Legbá.

Como nadie se le unía en el baile ni en la canción, desistió decepcionado y se dirigió a los bergantines. Se tambaleaba un poco. Debía haber bebido y otros tres negros lo miraban con una expresión de simpatía y de envidia al mismo tiempo por la embriaguez y tratando de imaginar dónde había conseguido la bebida.

Nadie sino los negros estaban tranquilos aquel día. Pero la tranquilidad de los negros tenía sin cuidado a todo el mundo.

El que más y el que menos de los españoles estaba seguro de haber hecho algo irrevocable. Fue Pedrarias a ver a Lope a su casa y le dijo: «No soy yo el único que ha firmado mal. Yo he visto que Juan Aceituno de Estrada firmó Juan Juárez Ace, y que Juan Jerónimo Spinola se puso Juan G. de Valdespina, y también Custodio Hernández puso Francisco Hz».

—Firma por firma —respondió Lope—, yo sabré esclarecerlas cuando llegue el caso.

—¿Qué caso?

—El que yo me sé. Que los vascos siempre se paran y detienen en el penúltimo escalón de la fama porque tienen miedo, pero yo subiré, y estoy subiendo ya para bien o para mal ese último escalón, y venga el diablo si quiere y haga su agosto, que yo haré el mío. En cuanto a vos, no os preocupéis, que de hombre a hombre va algo y yo sé distinguir.

Estaba en la lista también el clérigo Portillo, pero no el padre Henao, que con las solemnidades de la misa y los juramentos se olvidó de firmar.

Era Pedrarias uno de los pocos que tenían sobre Lope algún ascendiente. Él lo sabía bien y no abusaba, pero tampoco dejaba de usar aquella influencia. Una vez le dijo Lope:

—Hombre sois de saber, Pedrarias, voto a Dios.

—Algo sé —confesó Pedrarias—, pero no hagáis caso de mi ciencia, sino de mi conciencia.

—Habré de creerlo porque nunca habéis aceptado el cargo de escribano a pesar de vuestras letras y vuestra buena péndola. Y si lo hubierais aceptado, dudosa sería vuestra conciencia, al menos para mí, que no hay un solo escribano en Indias que la tenga buena.

Le preguntó qué cargo quería porque se lo daría por importante que fuera, ya que el príncipe estaba también muy dispuesto en su favor. Dijo Pedrarias que no quería cargo alguno, sino seguir siendo un soldado, y si sus servicios de guerra lo merecían, ser nombrado capitán cuando el tiempo llegara.

—A fe —dijo Lope con cierto reprimido entusiasmo— que todos los marañones podrían serlo con más motivo que los que nombran en la cancillería del virrey en Lima.

Admiraba Lope de Aguirre a Pedrarias por la finura de su mente y también por la prestancia y distinción de su figura, y por esos motivos no le había hablado a Elvira del mayorazgo de la casa de los Guzmán.

Tampoco doña Elvira miraba con malos ojos a Pedrarias, que la niña comenzaba a tener conciencia de su juventud y de sus inclinaciones.

Hizo Lope nombramientos teóricos de magnates con altos salarios a cargo de las futuras arcas del rey y pensaba confirmar aquellos nombramientos en Lima cuando el día llegara.

Desde entonces, la vivienda de don Hernando I por la gracia de Dios fue custodiada por la guardia que mandaba Alonso de Zalduendo. Pero el comandante no estaba casi nunca, porque se pasaba el día y la noche con doña Inés, a la que amaba tan tiernamente como Ursúa y La Bandera, cuyos restos descansaban, bien saciados de amor, bajo la tierra a orillas del Amazonas.

Por fin se acabaron de construir los bergantines, que fueron bautizados con los nombres de Santiago y Victoria y eran de cabida de trescientas sesenta toneladas cada uno, sin más cala que unos siete palmos y todavía sin cubiertas. La falta de cala era especialmente práctica en los lugares donde el río se presentaba con poco fondo.

También acondicionaron con reparaciones los restos del otro bergantín y algunas chatas.

Pero no salían aún. Hubo a última hora contraorden. Había murmuraciones y corros nocturnos. Uno de los que más se distinguían en aquellas trasnochadas era un tal Pedro Alonso Caxo, de Extremadura, gran amigo de los Pizarros, que entendía de navegar.

Era hombre de poca fortuna en la guerra y en la paz y se lo tenía en no muy grande estimación. Este Caxo fue a Lope a preguntarle por qué no habían salido antes los bergantines, estando, como estaban, acabados.

—Acabado os vea yo a malas puñaladas —le respondió Lope de Aguirre.

Caxo se apartó, fue a sentarse en un poyo cerca del agua y allí se estuvo viéndola pasar, ensimismado. Cuando oyó el anuncio de un pregón se levantó y acudió despacio a escuchar.

Desde que había sido proclamado don Hernando de Guzmán príncipe de Tierra Firme y gobernador de Chile, sus bandos comenzaban con trompetas y atabales y los que los oían se quitaban las gorras. Pero Caxo olvidó hacer esto último no por el deseo de discrepar, sino, sencillamente, porque a veces se quedaba inactivo a mitad de un movimiento, y en aquella inacción pasaba un largo e inocente minuto.

El pregón convocaba la gente a otra asamblea. Los soldados se acercaban, muchos de ellos macilentos y extenuados por el calor y el hambre. Sin embargo, el problema de la comida se presentaba mejor en los días últimos.

Zalduendo robaba comida para doña Inés y le decía:

—Animaos, señora, que yo he de alzaros otra vez hasta la luna si es preciso.

—En el lugar donde estoy, bajar o subir es ya igual —decía Inés—. Comer mejor o peor y ser viva o muerta no hace mucha diferencia para mí tampoco.

Habían pescado algunos pirarucús, que son peces muy sabrosos parecidos al salmón, pero más grandes. Podían comer con uno de ellos de regular tamaño quince hombres muy a su sabor.

Veía el negro Bemba las maniobras de la pesca, del descabezamiento y destripamiento del pez y de su preparación para el fuego —envuelto en hojas verdes de un árbol cuyo nombre ignoraba—, sabiendo que no iba a probarlo, a no ser que pescaran muchos más y sobrara, y recordando que no se conservaría más de tres o cuatro horas con aquel calor.

Había calculado el negro que hacía falta para que todo aquello sucediera que pescaran más de diez pirarucús. Y estaba atento a la pesca y contando los ejemplares de aquel hermoso animal a medida que los sacaban. Cuando vio que había seis y que no sacaban ninguno más se marchó despacio, mirando sus propios pies.

Los que limpiaban aquellos peces arrojaban las cabezas y las tripas al agua, y el negro, que, aunque no lo pareciera, era hombre reflexivo, pensaba: «Esos pescados del río se comen las entrañas de sus semejantes». Pero aquello no lo hacían todos y la ballena, por ejemplo, no comía peces. Había sido antes persona la ballena y vivido en tierra. Eso le había oído decir por lo menos a Pedrarias.

Acabado el espectáculo de los pescadores, mientras los soldados acudían a la asamblea, el negro se puso a mirar un hecho insólito: una cucaracha que al pie del banco de remeros del bergantín viejo se afanaba por librarse de su vieja caparazón. Era una cucaracha más grande que las de Europa y salía de su vieja vestidura flamante y blanca. Lo que más le llamaba la atención al negro era aquella blancura en un bicho tan negro.

Tanto le extrañaba que tuvo que hablarle a un indio que andaba recogiendo los trebejos de pesca: «Las culebras, los pájaros y los animales de la selva como la ardilla y el tejón, y hasta los gatos, cambian de pelaje. Incluso la cucaracha, aquí presente. ¿Por qué no cambio yo de piel?». Y se miraba las manos huesudas, negras por el dorso y rosáceas por dentro, grandes y esclavas.

Luego se volvió a mirar a los soldados que por llegar tarde acudían a grandes zancadas. Pero había un grupo de tres que se acercaba despacio, hablando. Se lamentaban de la conducta de Lope con los pocos soldados y capitanes que no habían firmado el acta de rebeldía contra Felipe II. Lope los trataba mejor que a los otros, tal vez por el respeto que se tiene a la integridad y a la hombría o porque aguardaba la ocasión para tomarse la venganza. En todo caso, la diferencia que hacía entre unos y otros les parecía mal.

Lope de Aguirre lo hacía porque siendo, como iban a ser más tarde, si el caso llegaba, testigos de cargo, demostraran a las autoridades que no se había hecho fuerza a nadie para firmar y que el que había firmado lo había hecho por voluntad propia, ya que los que se negaron habían sido respetados. El que firmó debía aguantar su responsabilidad y, si era preciso, poner el cuello en el tajo.

En definitiva, pues, Lope los estimaba y conservaba en libertad para tener más dominados y esclavizados en sus conciencias a los otros. Al bachiller Francisco Vázquez, que era uno de los que no firmaron, lo trataba afablemente y a Pedrarias, que firmó con reservas y con un nombre falso, lo llevaba a comer a su casa, con la Torralba y con su hija, que lo trataban como a su mejor amigo.

En la reunión del campo tomó la palabra Lope, dirigiéndose a las tropas y llamándolas mis marañones. «Hemos tardado tres meses en hacer los bergantines —dijo—, y ahora todos podremos caber en ellos, y los indios en dos chatas, que, como vuesas mercedes han visto, están ya listas para navegar. Mal será andar por el río en bergantines sin cubiertas por el mucho sol, pero iremos por la orilla, donde la sombra llega antes, y nos detendremos en el primer lugar donde encontremos aparejos para hacer lo que falta y acabarlo todo antes de salir a la mar. Aquí hemos consumido toda la madera y clavazón y brea que teníamos y las naves son mucho más fuertes que las anteriores porque el fuste central es de cedro, tan duro como la piedra. No nos faltan azuelas y sierras y otras herramientas, pero algunas nos han sido robadas, pensamos que por los indios. Si alguno tiene noticias de cómo y cuándo las han robado, que lo diga, y será no flaco servicio para el campo.

»Grandes trabajos hemos pasado, marañones. Nos hemos comido, como bien saben vuesas mercedes, los caballos y los perros que traíamos, con lo cual la empresa de conquistar y poblar en tierra nueva es imposible. Antes de que Dios nos enviara esos pescados grandes y sabrosos ha habido marañones que han comido gallinazos, digo, esos buitres negros que se alimentan de carne muerta y descompuesta y otras aves y animales de tierra de muy mal sabor. Ni tan siquiera hemos tenido el consuelo de la yuca porque, habiendo muerto de hambre los mejores indios que llevábamos y no sabiendo nosotros hacer pan cazabe, había que pasarse sin él. Yo sé que los días que no se han cogido pescados algunos lo consideran maldición y se han atrevido a decirlo.

»¿Maldición de qué? ¿Qué tiene que mezclarse Dios en estas cosas de los marañones de guerra? El cielo es para quien lo merece, según dice el padre Henao; pero, según digo yo, la tierra es para quien la conquista a punta de lanza y filo de sable».

Había un silencio que a veces parecía temeroso y Lope seguía: «No hay otra maldición que la flojedad del ánimo del que la tiene, que bastante castigado va con ella, y yo os digo, marañones, que un tiempo nuevo ha llegado y que no permitiré el desmayo ni la flojedad de ninguna manera. Porque otros tiempos son, como digo. Los tiempos de hacerse cada cual hombre de pro, que juro a Dios que, aunque sea a costa mía y de mi propia salud y vida, cada uno de mis marañones se ha de ver en grandeza y señorío.

»Jefe soy del campo bajo la autoridad del príncipe don Hernando, que Dios guarde, y como consecuencia de todos los desafueros que me han hecho a mí y de todas las humillaciones que han hecho a vuesas mercedes, pronto veremos coronado rey del Perú a nuestro señor don Hernando y a vuesas mercedes, mejorando en otro tanto y más de lo que cada cual merece. Pero una cosa os digo: no murmuréis por los rincones ni forméis corros ni arméis motines en el camino del río ni del mar ni tampoco en tierra, porque mi corazón me dice quién es el disconforme cobarde que no se atreve a aparecer en público, y diciéndolo mi corazón, cierto es, y juro a Dios que no le valdrá disimular, y yo le arrancaré el alma del cuerpo por el bien de los demás, que será cosa que a todos convendrá para la unidad del campo y poder mejor llegar a donde todos nos proponemos.

»Así pues, marañones míos, nadie haga malas ausencias a nadie, que a buen puerto llegaremos todos y días vendrán en que se alegrarán vuesas mercedes de haber nacido y de haber venido a esta empresa. De las hazañas de otros capitanes se ha hablado con alabanza, de Cortés con entusiasmo, de Pizarro con asombro, y de otros con piedad y compasión. Yo os digo, marañones —y aquí levantaba la voz hueca y profunda—, que de mí se hablará con estupor, y de vuesas mercedes, lo mismo. ¿Piensan que somos gente maleante, degenerada y comunera, que salió del Perú a robar y a holgar? Pues pensaban poco para lo que van a ver, que habrá quien cuando oiga la palabra marañones se le volverá el pelo blanco. Fuera de la Ley estamos, pero somos ambiciosos con motivo, inventores en nuestras buenas cabezas e ingeniosos, y si no que se vean las buenas trazas de nuestros bergantines y la manera que hemos tenido de cambiar el orden de nuestro campo, y somos además buenos trazadores en la manera de desarrollar nuestra voluntad y amorosos de nuestra aventura y celosos de nuestra idea y del plan de la república que llevamos en las mentes.

»Lo primero y principal de esa idea maestra es la venganza. Os juro, marañones, que en todo el reino del Perú los que pensaban que éramos para poco nos van a ver de cuerpo entero. Nuestra intención primera es el castigo de los soberbios que lograron levantarse en nombre de su linaje o de sus pesos de oro y serán los primeros que pagarán en oro y también en sangre viva, que vale más. Pero por ahora no viene al caso entretener más a vuesas mercedes y viniendo a dar en las cosas prácticas y de menor consideración, pero muy importantes también para la buena marcha de la armada, les digo que vayan llevando a los bergantines sus haciendas y entreguen las armas todas al capitán Zalduendo y le pregunten a él cuál es la manera de acomodo que les corresponde. Nadie piense en llevar más cosas que las indispensables y ninguna ociosa ni de lujo. Nadie sea osado de llevar colchones ni cajas grandes, que el espacio anda escaso y hace falta para las armas y los implementos de guerra. Y con esto sólo me queda decirles que todos, sin falta, estén listos al punto del día de mañana, porque saldremos río abajo con la fresca».

Así acabó la reunión. La gente, más que a las palabras, atendía a la figura, al gesto del que hablaba y al tono de su voz, y lo primero que notaron fue que Lope era el único que estaba armado y cubierto de defensas. En aquellos lugares donde hasta los que estaban desnudos y a la sombra alentaban con dificultad, Lope iba con coselete y loriga. Y su voz salía tonante y vibradora de un pecho enteco y feble. De su cinturón y su pesado tahalí colgaba por un lado una espada maestra que llegaba al suelo y que habría arrastrado si no estuviera recogido el tahalí de manera que en lugar de vertical su posición era oblicua. Y del otro lado del cinto colgaba una daga de grandes gavilanes.

Con todo aquello, Lope se movía y andaba tan ligero como un colibrí en el aire.

Pero cuando la asamblea se disolvía, aquella voz tonante de Lope volvió a oírse, comenzando con un ¡Marañones…! que hizo temblar las hojas de las palmeras más próximas.

—Puesto que nos acercamos a la mar y ésta se siente ya en el aire y en la fuerza de las mareas que hacen subir el agua, bueno será que sepan vuesas mercedes el plan a seguir una vez salidos por la boca desde el río de los marañones. Y ese plan, según ha sido acordado por los mandos del campo, es el siguiente: Salidos que seamos a la mar navegaremos la derrota del Norte hasta la isla de la Margarita, donde estaremos no más de cuatro días para hacer agua y matalotaje y recibir las personas de guerra, si hay alguna que quiera venirse con nosotros. Después saldremos en los bergantines que tenemos si no hallamos allí otros mejores para Nombre de Dios, y de allí cruzaremos la sierra de Capri, que es el paso para Panamá, donde se hará lo que convenga. Tomaremos la arcabucería y artillería desos lugares, y cuando más tarde lleguemos al Perú la sola palabra de marañones hará envejecer cincuenta años a la gente que la oiga. Ea, marañones, eso es todo ahora, que, como ven vuesas mercedes, no quiero guardar secreto aquello que pueda interesar a vuesas mercedes y cada uno esté listo para salir mañana río abajo y tenga presentes las instrucciones que he dado antes sobre llevar o no llevar impedimenta.

Fue después Lope de Aguirre a casa de don Hernando, quien tenía ya maestresala, y pajes adultos, y mayordomo mayor, y guardia propia de un rey. Allí solía hablar Lope una vez más de la ventura y la desgracia de los capitanes conquistadores del Perú. «Si don Gonzalo Pizarro tuvo tan mal fin —decía— fue porque se avino a bajar las banderas, que mientras anduvo en facción iba con gran pujanza de gente y muy aventajado en armas y pertrechos de guerra y salió victorioso de muchos encuentros contra el emperador, como fue en aquella entrada donde venció y mató al visorrey Blasco Núñez con la mayor parte de su gente. Cuando más gallardo andaba con aquel viento de fortuna que pudo ponerle en las nubes fue preso y desbaratado en Jaquijaguana por el presidente Pedro de la Gasca y luego muerto miserablemente. Lo mismo le pasó a Hernández Girón, que anduvo también levantado contra el rey con buen golpe de armada y habiendo tenido otras victorias y mucho aparejo y disposición, pero pocos hombres, con sólo trescientos de ellos venció a mil y doscientos del rey, y llevando ya muy adelantada la victoria para alzarse con el Perú fue desbaratado y muerto por Gómez de Solís. Y podría poner otros ejemplos de rebeldías famosas que han acabado mal por la misma razón, porque la alegría de la libertad en que andaban y de la codicia satisfecha con los provechos legítimos de las victorias no les dejó ver claramente el camino que tenían que seguir, y el primero era tener un señor coronado y ley y banderas a quienes obedecer y en cuyo nombre desventurarse de España, que sin eso todo lo demás andaba errado. Nosotros hemos comenzado como es preciso, y en cuanto a leyes, la primera debe ser que todo el que ha tenido autoridad en el Perú y hecho fortuna tendrá que someterse a residencia y, antes que nada, dimitirse de sus cargos y entregarlos a los capitanes vencedores, que ellos sabrán muy bien distribuirlos y restablecer la justicia y el honor a cada cual».

Todas las declaraciones de Lope acababan en lo mismo: «En mi defensa estoy, y por esa razón de perseguido tengo que convertirme en perseguidor justiciero y en brazo implacable y vuecelencia lo verá antes de mucho». Después salía Lope cojeando un poco más por el lado de la espada que por el de la daga, y don Hernando, que estaba casi desnudo en su bohío, se hacía la misma pregunta de todos: «¿Cómo puede andar vestido y armado si yo desnudo apenas puedo aguantar?». Y oía en el aire de la habitación durante largo rato las vibraciones secas de la voz de Aguirre.

Al día siguiente salieron de aquel pueblo que quedó bautizado con el nombre de Los Bergantines, y navegando todo el día fueron a dar al anochecido en otro que pertenecía aún a la misma región de Machifaro y estaba en el mismo lado del río, y Lope se apartó por un ramal así como una legua para no dar lugar a los bergantines a que fueran al lado contrario, donde, según los indios brasiles, estaba la tierra de Omagua y del Dorado. Temeroso estaba Lope de que la facción de los partidarios de descubrir y poblar volviera a levantarse con su idea, y cuando parecía que iban a atracar y tomar tierra, Lope dio orden de seguir río adelante y el viaje continuó tres días y una noche más, sólo por alejarse de aquellos lugares, lo que sin cubiertas ni obra muerta era más que angustioso para todo el mundo, incluido Lope, que, sin embargo, no se cuidaba de buscar la sombra.

El martes de Semana Santa llegaron a otro pueblo recién abandonado y sin víveres, pero Lope envió a Montoya con una patrulla a un poblado alejado no más de tres leguas por un río afluente, cortando la retirada a los indios fugitivos, y los sorprendieron y les quitaron los víveres que tenían y grandes cantidades de maíz, y cazabe, y manteca de tortuga, y carne de caimán joven y de pavos silvestres. Al volver Montoya tomó Lope el acuerdo de que todos se quedaran allí a pasar la Semana Santa. En la confluencia del río secundario por donde subió Montoya la diferencia de temperatura de las aguas con las del Amazonas era mucha y pasmaba otra vez a los peces, que se quedaban flotando como adormecidos en la superficie, lo que facilitaba su pesca en grandes cantidades. Decía el padre Portillo que era prodigio y que, por ser la Semana Santa, nadie debía comer sino peces, ya que la providencia se les daba para el caso tan generosamente.

Nadie oía aquellas advertencias y Lope rió cuando vio al padre Henao comerse una pechuga de pavo al pie de una palmera y le preguntó, y el cura dijo entre suspiros que se estaba ganando el infierno.

Acertaron allí a tratar con más amistad a los indios, quienes, a pesar de la hazaña de Montoya y consolados porque éste les dio collares de vidrio y otras niñerías, desde el día siguiente volvieron al pueblo, se acomodaron cerca de los españoles y les traían víveres, pidiéndoles a cambio las sartas de cuentas, espejitos pequeños y navajitas. El metal y el vidrio eran estimados más que nada en el mundo como cosas que nunca habían visto.

Aquellos indios eran más feos todavía que los hallados antes; llevaban sus cabezas deformadas desde la niñez y, desnudos, mostraban sus sexos, envueltos en largas cintas vegetales que cambiaban cada dos días, y esas cintas eran pintadas de colores con tinturas que sacaban de la selva. Su idioma era el mismo que el de los anteriores indios de la región de Machifaro.

En aquel lugar el soldado Pedro Alonso Caxo, que estaba un poco entontecido por el resol y la calor, quejándose de la mala distribución de las comidas y viendo que Zalduendo era el que hacía las partes y se quedaba con lo mejor para doña Inés, se tiró de las barbas y dijo a otro soldado: «¡Vive Dios que es verdad el dicho latino de audaces fortuna jubat, timidos que repellit! Y si no, andad a ver a Lope de Aguirre, cuerdo o loco, en lo más alto de los mandos del campo». Todo esto lo había dicho Caxo a un tal Villatoro.

Otro soldado que oyó aquellas palabras y vio la expresión de venenoso gozo con que escuchaba Villatoro fue a decírselo a Lope, quien llamó a los dos. Hacía tiempo que sospechaba de la secreta traición de Caxo, porque a la hora de bautizar los bergantines había propuesto que a uno lo llamaran Lope, y al otro, Aguirre. Cuanto tuvo delante a los dos soldados dijo a Caxo:

—Hola, mi señor Caxo, el del ingenio socarrón. ¿No sabe vuesa merced que en un campo como éste, con autoridades nuevas, hace falta de vez en cuando un ejemplo para asegurar la gente?

Los soldados callaban. Lope se decía a sí mismo que necesitaba aquel ejemplo por un lado para tantear la paciencia de Guzmán, y por otro, para comprobar si podía hacer uso absoluto de la autoridad que estaba adquiriendo. Necesitaba el ejemplo por los dos lados, por el de su jefe y sus subordinados.

—¿No responden vuesas mercedes?

—¿Qué vamos a responder? —dijo Villatoro.

—Bien. Vuesas mercedes van a ser el ejemplo, que yo sé que Caxo anda a la luz de la luna hablando solo, y no sería ésa cosa grave, sino que a veces, hablando solo, dice mi nombre, y eso ya es menos delicado.

—Yo tengo familia —dijo Caxo.

—Yo también —replicó Aguirre—, y si no hago el ejemplo con vuesas mercedes podría ser que mi familia se quedara pronto sin mí. Y eso a mí tampoco me conviene.

Quedaron los tres callados. Villatoro parecía despreocupado:

—Vuesa merced manda y puede dar órdenes —dijo—, pero conmigo no dará ejemplo ninguno, porque tengo que salir con vida del río y subir y llegar a la isla Margarita.

—¿Cómo lo sabéis?

—Un barrunto que me da por veces.

No miraba Lope a Caxo porque era difícil cruzar los ojos con una persona a quien había anunciado la muerte inmediata. Pero viendo la seguridad que tenía Villatoro en su barrunto saltó a reír con todas sus fuerzas.

Pidió una escolta a la guardia, y con ella envió los dos hombres al bohío de Carolino. Llevaba Caxo mismo el papel escrito (la vitela sudada, donde no se podía leer ya una sola letra). Pero a través de los cambios de régimen y de lugar los negros no estaban seguros de lo que tenían que hacer y Carolino fue a ver a Lope, quien al saber que los soldados murmuradores estaban aún con vida se disgustó y les dijo:

—¿No tenéis cordeles o estáis esperando que los ahorque yo con vuestras tripas?

Volvió atrás Carolino, repitiendo confuso: «No señol, sí señol».

En el bohío estranguló a Caxo, quien pedía en vano tiempo para escribir una carta. «¿Y quién la va a lleval, su mercé?», preguntaba Carolino ajustándole la cuerda. «No hay nadie pa lleval la calta».

Acababa de matarlo e iba a hacer lo mismo con el otro cuando llegó el mayordomo del príncipe acompañado de Zalduendo, que había ido a avisar a don Hernando. Daban los dos grandes voces para que Carolino se detuviera, pero Caxo estaba ya muerto. Así pues, enterraron a Caxo y liberaron a Villatoro, quien andaba desde entonces mohíno y sin placer ni gusto para nada, evitando, por un lado, encontrarse con los negros y, por otro, con Lope de Aguirre, quien lo miraba, sin embargo, admirado y repitiendo:

—¡Oh, el gran bellaco, y qué razón tenía con su barrunto!

En aquellos días de Semana Santa hicieron los curas que todos los que llevaban alguna imagen la cubrieran con tela y, mejor o peor, improvisaron un monumento y pusieron el crucifijo mayor acostado en el centro. Después predicaron sermones, según el ritual de Semana Santa, y lo más chocante fue cuando cantaron los himnos. Los dos curas tenían mala voz, y con los calores y sudores y los hábitos puestos cantaban peor que nunca. Era muy gustoso para Lope de Aguirre oírles cantar Super flumina Babilonis a dos voces sin acompañamiento de música y con un fondo de papagayos y de monos de la selva. Lope creía en Dios, pero no respetaba mucho el ritual.

Hicieron el viernes el rito de las tinieblas con la ayuda de los pajes Antoñico y Pascual, que sabían ayudar a misa.

Los indios se acercaban y algunos querían intervenir, pero Antoñico, que nunca había sentido gran simpatía por ellos, los apartaba con maneras despóticas.

Al final, en la tarde del sábado, algunos soldados confesaron, pero nadie comulgó porque las hostias se habían tomado de moho con la humedad y no podían hacer otras. El padre Portillo se alegraba porque, como él decía, «cuantas menos comuniones, menos sacrilegios». Pero todavía le quedaba algún resquicio de esperanza del obispado ahora que había perdido el suyo el padre Henao.

El martes, después del domingo de gloria, salieron de nuevo todos en los bergantines y fueron a dar río abajo dos días después en una isla muy larga en la que había una población de indios bastante próspera en apariencia y tan numerosa que las casas grandes y alineadas cerca del agua se alargaban en una extensión de más de dos leguas. La población de indios huyó sin tiempo para llevarse los víveres, y allí encontraron los expedicionarios gran abundancia de todo, incluido un vino tan fuerte que tenían que aguarlo, porque de otra forma se embriagaban con pocos sorbos.

Allí fue destituido de su puesto de alférez general Alonso de Villena, que fue uno de los más comprometidos en la muerte de Ursúa y de Vargas por considerarlo Lope de Aguirre hombre bajo y de poco mérito, y le dieron el mismo puesto al aragonés Juan de Corella, de familia conocida, hombre callado y seguro de carácter y sobrino del obispo de Honduras. No había intervenido en la muerte de nadie ni vitoreado a unos ni ofendido a otros y se le respetaba por su prudencia.

No pareció Corella alegrarse especialmente, y mientras le daban la noticia estaba contemplando a un indio viejo y muy negro que no huyó y que laboriosamente grababa en una peña las formas de los dos bergantines con rara habilidad.

Acabado el dibujo, aquel indio fue a llamar a los vecinos del pueblo y les mostró el collar de vidrio que le habían dado los españoles. Otros indios acudieron codiciosos, y más tarde, los demás. Se mostraban tan felices con los regalos de los marañones y tan obsequiosos que en dos días habían ofrecido a los soldados y cambiado con ellos todo lo que tenían y en el campamento no se carecía de nada. Los indios se ofrecían incluso para hacer cazabe, para remar en las canoas o para entrar en la selva e ir de caza. Aunque algunos soldados los maltrataban de vez en cuando, no dejaban por eso de aprovechar todas las ocasiones para seguir haciendo sus cambalaches.

Pero aquello no les bastaba. Por la noche, los indios, que eran sutiles ladrones, entraban en los bohíos y sacaban de debajo de las almohadas y del cuerpo mismo de los durmientes prendas de vestir y otros objetos sin que los españoles lo percibieran. Algunos eran descubiertos y castigados con azotes o prisión, pero enseguida llegaban sus amigos o parientes con ofrecimientos de comida y de otras cosas para rescatarlos, y así se hacía. Algunos traían perlas, y con eso andaban los marañones febriles y avizores.

Acordaron quedarse allí hasta poner cubierta a los bergantines, necesidad muy apremiante por las grandes calores de aquellos lugares.

Y pocos días después, hartos y felices, trabajaban los españoles todos durante la noche en las orillas del río. Habían descubierto maderas especiales, con las que hicieron las piezas que faltaban de los bergantines. Los indios ayudaban en todo, pero los españoles descubrieron que comían carne humana sin necesidad y por placer, ya que en aquellos parajes abundaban los mantenimientos de fruta y de carne de caza.

Lope vio a un indio con las orejas alargadas por abajo hasta llegarle a los pechos. Como las casas de aquel pueblo eran todas iguales y estaban alineadas simétricamente al lado del río, dedujo Lope por un cálculo infantil que todos los indios debían ser como aquél, es decir, orejudos y caníbales.

Las noches eran allí mucho más negras aún que antes y las sombras eran lechosas, es decir, húmedas y blanqueadas por la luna.

Lope se sentía inquieto, y a veces, desesperado. Encontró calaveras humanas en muchas partes y en los lugares donde menos lo esperaba. No era susceptible de espantos ni de otras debilidades, pero aquel testimonio tan repetido llegaba a ser incómodo.

No tardaron en averiguar que algunos de aquellos indios eran omaguas echados de su tierra y reducidos a vivir en las orillas del río. Cada uno refería historias diferentes y debían ser grandes embusteros.

Apareció una india bastante fea y muy grande de estatura. Tenía en el rostro las manchas de la preñez y un soldado se burló de ella después de recibir tres perlas y dos ananás. Lope le dijo a grandes voces:

—India o cristiana, no quiero ver que nadie se burle de las señales de preñez de ninguna hembra, que la maternidad es lo único sagrado en cualquier tierra y tiempo y lugar.

Necesitaban que alguien lo dijera, como Lope, para ver de pronto que era un sentimiento obvio y justo. La india lo entendió mal, creyó que Lope se había enfadado con ella y salió trotando con la mirada baja.

Lope no quería que los de la guardia se quitaran las armas y repetía una sentencia de Pedrarias:

—No olviden mis hijos que la conciencia del peligro es ya la mitad de la seguridad y la salvación.

Aquellos indios, a quienes llamaban iquitos o cosa parecida, vivían antes en el interior del país, en unas tierras quebradas, pero tiempos atrás un terremoto cegó los manantiales y, castigados por su Dios —eso creían—, tuvieron que bajar a orillas del Amazonas buscando agua. Allí se mezclaron con los de la ribera, quienes los despreciaban por creerlos malditos, ya que el volcán del que venía el terremoto los había echado de su tierra.

Los llamaban caribes, que en su lengua quiere decir extranjeros. Sintiéndose inferiores, para diferenciarse y producir alguna clase de singularidad que les diera prestigio, comenzaron a dar en la costumbre de apretarse la cabeza desde niños y alargarla hacia arriba. Se veían muchas mujeres con la cabeza rematada en lo alto en forma de pirámide. En general, y por naturaleza, tenían la cabeza redonda. Eran braquicéfalos y se podía decir que lo eran todos los pueblos del Amazonas, llegando en algunos esta circunstancia a los más raros extremos, es decir, a producir tipos con la cabeza más ancha que larga, como los gatos.

Al vino que almacenaban en grandes tinajas lo llamaban carbé, y no lo bebían sino por razones religiosas, porque les permitía comunicarse —en la embriaguez— con la divinidad, según creían. Lo bebían en esos casos sin mezclar con agua y se embriagaban hasta extremos indescriptibles.

Algunos enemigos de los iquitos, que eran feroces guerreros, llegaron una noche a atacarles con ánimo de comérselos después, pero los españoles los hicieron huir fácilmente, obligándolos a dejar algunas docenas de muertos en el campo.

Tenían aquellos indios bastante orden en sus cosas. El brujo y el médico era llamado allí el payé y tenía medicinas raras, entre las cuales usaban mucho el humo del tabaco, que, según ellos, hacía acudir a los demonios propicios. Pero el que fumaba era el payé y echaba el humo sobre las partes doloridas del enfermo mientras le frotaba las piernas o daba voces ordenándole al mal que se fuera.

En aquellos días hubo un incidente bastante agrio entre Zalduendo y Lope de Aguirre. Al salir del pueblo anterior donde pasaron la pascua había dado orden el maestre de campo de que nadie pusiera caja grande ni colchón en los bergantines para ir más holgados.

Doña María, que había sido amante de Zalduendo antes de que éste se enamorara de doña Inés, andaba muy resentida y fue a denunciar a Lope que el capitán de la guardia había llevado a bordo el colchón de la viudita. Llamó Aguirre a Zalduendo y tuvieron una discusión agria que fue envenenándose con memorias de otras anteriores. Como estaban en tierra, el colchón de doña Inés había sido instalado en el bohío donde ella y su amante vivían y el cuerpo del delito no fue sorprendido a bordo, pero el colchón no podía haber llegado a aquel pueblo sino en uno de los barcos.

—Basta ya de insensateces —dijo Lope— y de embustes. Yo sé lo que sé, y mal año para vuesa merced si piensa que mis órdenes se pueden ignorar.

Zalduendo sospechaba que doña Inés oía las voces más o menos ofensivas y humillantes de Lope de Aguirre, y contestó:

—El año, si es bueno o malo para mí, depende de lo que yo haga y no de lo que digan los otros.

—No me repliquéis, Zalduendo —le dijo Lope amenazador—, que voto a Dios que no soy hombre para permitir que me falten al respeto.

—Ni yo para dejar que me llamen embustero.

—Callaos y obedeced, que la disciplina no es virtud, sino obligación, y en pie de guerra estamos.

Aunque en apariencia el incidente no era grave, quedaron los ánimos muy irritados, y desde aquel momento Zalduendo y Lope no sólo iban armados —lo que no era raro en los cargos que desempeñaban—, sino que llevaban alguna clase de escolta. El libertino Zalduendo y el ascético Lope se vigilaban con encono.