I
El año 1559, cuando en tierras del Perú se pregonaba la expedición de Ursúa al Dorado, algunos se preguntaban quién era Ursúa para haber logrado del rey que le concediera aquella empresa.
Era Ursúa un capitán nacido en 1525 en Arizcun (Navarra), en el llamado valle del Baztán y no lejos de Pamplona. Tenía una alta idea de sí mismo que trataba de hacer compartir a los otros. Algunos lo odiaban por la persistencia que ponía en aquella tarea. De talla algo más que mediana, bien portado, un poco adusto y altivo, tuvo dificultades en aquellos territorios de Indias. Cerca de Quito, en la provincia de los indios llamados chitareros, descubrió una mina de oro. Más tarde, en tierras de la actual Colombia, fundó Pamplona y Tudela, redujo a los indios musos y despertó tales envidias en otros capitanes que una noche, por instigación de su enemigo Montalvo de Lugo, le quemaron la casa y tuvo que saltar desnudo por una ventana.
Era pues uno de esos hombres de presencia provocadora que suscitan antagonismos. Siendo justicia mayor de Santa Marta ofendió a algunos patricios de la colonia que le quitaron aquel cargo y llegó a verse comprometido porque dos enemigos suyos, entre ellos el capitán Luis Lancheros, consiguieron órdenes de prisión contra él, aunque no llegaron a hacer uso de ellas.
Afrontaba Ursúa las dificultades con valentía y arrogancia, pero no siempre sabía salir de ellas. Viéndose un día en un mal trance que podía determinar su ruina, acudió al virrey marqués de Cañete, quien, para probarlo, le encargó la reducción de los negros sublevados en Panamá. Éstos eran muchos y fuertes y habían llegado a constituir una amenaza grave. Con fuerzas inferiores los venció y apresó al rey negro Bayamo, a quien llevó a Lima en collera. Entonces fue cuando el virrey comprendió que Ursúa era alguien y le dio la empresa del Dorado. Sus enemigos callaron por el momento.
En plena juventud —no tendría más de treinta y cinco años— había Ursúa fundado ciudades, conquistado naciones indias y últimamente sometido a los negros cimarrones. Era un buen capitán con un futuro delante y su estrella relucía.
Los que lo trataban de cerca lo acusaban sólo de tener una idea excesiva de sí mismo. «Se cree de origen divino», decía algún oficial envidioso. Y el padre Henao, su amigo, respondía: «¿Por qué no? Todos los hombres lo somos».
Comenzó Ursúa a concentrar a su gente en la provincia de los Motilones, en Santa Cruz, al norte del Perú, tierra áspera y montañosa. La llamaban de los Motilones porque estaba habitada por una casta de indios que llevaban afeitada la cabeza. Al principio acudieron a su llamada gentes de todas clases, entre ellos sujetos malfamados, perseguidos y verdaderos delincuentes, porque el virrey marqués de Cañete había ofrecido amnistía a los que se alistaran. Para compensar aquello Ursúa quiso atraer a algunos capitanes hidalgos y escribió a don Martín de Guzmán, ofreciéndole el puesto de jefe de operaciones militares, es decir, de maese de campo. Le decía entre otras cosas: «Le ruego que de su parte y la mía suplique a todos los caballeros que conozca y estén sin empleo o con empleo inferior a sus merecimientos que vengan a esta jornada, que en buena camaradería iremos todos y sea nuestra fortuna próspera o adversa trataré de servirlos aquí y de informar de sus méritos en Castilla delante del rey».
Don Martín aceptó y entregó tres mil pesos a Ursúa para gastos de la expedición, que buena falta le hacían. Cuando fue Guzmán a Santa Cruz pareció decepcionarse un poco viendo la clase de gente que se había alistado. Había entregado los tres mil pesos en espera de beneficios, ya que aquellas expediciones, además de ser aventuras bélicas, eran empresas comerciales. Que lo cortés y lo valiente no quitaban a lo práctico.
Uno de los principales caballeros de Lima, llamado Pedro de Añasco, escribió a Ursúa diciéndole que había sabido que quería llevar en la expedición a su amante doña Inés de Atienza, viuda de un vecino del Perú, y le aconsejaba que no lo hiciera. Para eso le recordaba los versos del romance del conde Irlos:
Caballero que va en armas de hembras no debe curar… |
La presencia de doña Inés —decía— sería causa de contrariedades. Le rogaba que le diera consentimiento para hacer una discreta gestión de manera que doña Inés accediera a quedarse en Trujillo sin que supiera que era deseo de su amado el separarse. Ursúa contestó a todos los puntos de la carta, pero no dijo nada de doña Inés y por el contrario se quedó pensando: ¿quién autoriza a Añasco a intervenir en mi vida privada?
En otra carta Añasco le decía también que cuidara mucho de algunos individuos que llevaba en su armada y que prescindiera de ellos, «ya que por diez hombres más o menos no dejará de salir adelante en su jornada». Le daba los nombres de los soldados que consideraba peligrosos, entre ellos Lope de Aguirre, Zalduendo y La Bandera. Pero Ursúa no echó de su campamento sino a un soldado que no era ninguno de aquellos tres y sólo por un delito ligero de indisciplina.
Pensaba Ursúa que no se hace la guerra con santos y a veces el peor a la hora de la verdad es el mejor.
El virrey mismo escribió a Ursúa recomendándole también que echara por lo menos a La Bandera, Zalduendo, Lope de Aguirre, al mulato Miranda y a dos o tres más. No salió ninguno de ellos del campamento porque Ursúa confiaba en su propia astucia y vigilancia. Don Martín Guzmán, nombrado general de campo, le aconsejó también que hiciera una limpia, y habiéndose negado Ursúa, don Martín meditó las cosas despacio y por fin decidió retirarse. Sin embargo, no reclamó el dinero a Ursúa, sabiendo que su amigo estaba en grandes necesidades, y se quedó algunas semanas más para ayudar a Ursúa a organizar la intendencia.
Uno de los soldados sospechosos era, como hemos visto, Lope de Aguirre, que solía rodearse de aventureros con historias de sangre, entre ellos un tal Llamoso y otro Bovedo y Figueroa y el mulato Miranda también citado y otras malas piezas, negros o blancos. Pero Aguirre era algo más —mucho más— que un pícaro. Los pícaros eran los primeros que lo sabían.
Eran ya trescientos entre los que se habían concentrado en Santa Cruz, de los cuales algunos partieron para las orillas del río, que estaban veinte leguas más abajo, con objeto de fabricar los bergantines de la expedición. Entre ellos había serradores, carpinteros y calafates, ebanistas de ribera, tallistas de arboladura y peones para la corta de árboles, estos últimos casi todos negros. Llevaban, como se puede suponer, herramientas al caso y hierro para fabricar clavos y grapas. También materiales para hacer brea. Para esta última contaban además con las resinas naturales del bosque. El maestro de oficiales que dirigía la construcción de bergantines se llamaba Juan Corzo. Mientras unos trabajaban otros les abanicaban y oxeaban para impedir que el calor y los mosquitos acabaran con ellos.
El pueblo de Santa Cruz, cuyo nombre completo era Santa Cruz de Capocoba, lo gobernaba su fundador y alcalde Pedro Ramiro por delegación del virrey. Era Ramiro noble y valeroso, con experiencia en aquellas tierras y tan serio que a veces su seriedad era cosa de broma. El gobernador lo nombró teniente general, que era el cargo más respetable después del suyo, y el nombramiento causó alguna extrañeza entre los aventureros más ambiciosos.
El clima no era muy saludable en aquellas latitudes. No llovía —era la época seca del año—, pero había humedad siempre en los lugares donde los árboles producían sombra. Había demasiada humedad. Se sentía siempre el aire mojado.
El capitán Ursúa a veces pensaba que su empresa iba a fracasar antes de comenzar realmente. Había tomado dinero de todo el mundo y como pasaban los meses sin que la expedición saliera, llegaron a amenazarle en Lima con nombrar un contador que fuera al campamento y revisara las cuentas. Eso le asustó y le hizo acelerar los trámites.
Al caer la tarde, Ursúa gozaba del fresco en un solanar descubierto acompañado de sus galantes memorias de Trujillo y veía a veces que en el fondo del paisaje ya oscuro quedaba la cresta de una serranía y en ella un alto pico bañado todavía de sol, dorado y luminoso. Aquel pico, encendido sobre la prematura noche del valle, le hacía pensar en Inés de Atienza, que estaba aún en Trujillo, pero que pronto acudiría a Santa Cruz también. El color del último sol en las altas rocas era el mismo de la piel de doña Inés.
A veces pasaba por debajo del solanar el soldado Pedrarias, hombre de buena presencia y mejor parola. Ursúa se acordaba de que aquel hombre era de los pocos que en Lima se habían atrevido a decir, en una reunión de hidalgos en la que había dos curas, que no creía en Dios.
Ursúa creía algunos días. Otros, no.
Había días en los que el aire centelleaba como las aristas del diamante y eran días secos. La temporada de lluvias no había comenzado.
Ursúa encontró aquel día a Pedrarias y al verlo en mangas de camisa y despechugado, le dijo:
—¿Qué, no aguanta bien vuesa merced el calor?
—Oh —dijo Pedrarias—, vuesa señoría sabe que el calor es una tortura antigua en estas tierras.
Quiso Ursúa tantear la opinión de Pedrarias, a quien consideraba hombre de cabeza clara:
—Sois —le dijo— uno de los pocos hombres de historia limpia que no me han aconsejado todavía que eche gente del campamento.
—¿Qué gente?
—Gente de mal vivir, dicen.
Ursúa no quería decir nombres. La mejor virtud de un jefe es la impersonalidad. Y Pedrarias se daba cuenta y respondía:
—Me figuro quiénes son, pero ésos pueden ser los mejores soldados, porque son los que más necesidad tienen de hacer olvidar su bellaquería.
En aquel momento pasó don Martín de Guzmán, quien intervino:
—Son casos desesperados esos soldados. Quiera Dios que no sean un mal contagioso en la armada.
Cambiando de tema, Ursúa echó a andar con Guzmán y le dijo:
—Tengo que salir pronto, porque este campamento es una alcancía sin fondo.
Guzmán volvió a aconsejarle que hiciera una purga en el campo. Le respondió Ursúa:
—Si fuéramos a hacer una investigación a fondo en las vidas de toda la gente, desde lo más alto a lo más bajo, no resistiría nadie la prueba. Y por eso creo como Pedrarias que hay que darles a los peores una ocasión para emparejarse con los buenos. Vuesa merced verá cómo da resultado.
—No, yo no lo veré, Ursúa. Tengo que volver a Lima.
Confiaba demasiado Ursúa y no era la suya una confianza en la rehabilitación de los otros, sino en su propia insensibilidad para los lados incómodos de las cosas. Él sabía hacerse un mundo aparte en medio de los demás y encerrarse consigo mismo y cuando llegara doña Inés aquel aislamiento sería de verdad gustoso.
Durante los últimos meses, Ursúa, enamorado de Inés, había puesto en ella el interés que era capaz de sentir por la humanidad entera. Por esa razón, fuera de Inés, todo lo demás le parecía indiferente y lejano.
Este sentimiento, en un jefe, podía ser peligroso.
Aquel mismo día se marchó Martín de Guzmán, acabada ya la organización de la intendencia, con depósitos en Santa Cruz y en la ribera del río Huallaga.
Los preparativos de la empresa eran tan complicados que habían pasado ya ocho meses desde los primeros pregones y todavía no sabía cuándo saldrían. La demora no se debía a los bergantines, porque esta faena iba muy adelantada y podría ser apresurada y acabada en pocos días si era preciso, pero Ursúa andaba muy sin dineros. Se sabía que había tenido que acudir a las arcas del Tesoro, parsimoniosas con los que emprendían conquistas, y al bolsillo mismo del virrey, quien le prestó algunas cantidades. Pero faltaban aún vituallas, herramientas y armas.
Por otra parte, Ursúa necesitaba informes más concretos sobre el Dorado. Los indios motilones trajeron a otros indios llamados brasiles, quienes hablaban a Ursúa de pueblos construidos con losas de plata y del gran lago donde se bañaba cada día el rey de aquel país para ser después ungido y su piel cubierta de láminas o de polvo de oro. Era servido aquel rey por esclavos vestidos de igual manera. Pero de lo que nadie hablaba era del lugar exacto donde el Dorado —así llamaban a aquel príncipe— reinaba. Unos decían una provincia y otros otra. Al parecer caía cerca de las orillas del río Amazonas, a seis o siete grados de latitud sur, casi en la línea equinoccial.
Ursúa estaba decidido a emprender la aventura, aunque la inseguridad de los informes, la falta de dinero y la calidad de la gente que llevaba lo tenían inquieto y disimuladamente escéptico. La falta de dinero de Ursúa era tal que no vacilaba ante ningún medio para conseguirlo. Pocos días antes, camino de Santa Cruz, pasaban algunos capitanes por una población llamada Moyobamba, cuyo cura párroco era un tal Pedro del Portillo. Este buen hombre, a costa de su estómago, según las malas lenguas, había juntado hasta seis mil pesos, que conservaba en oro en casa de un comerciante acaudalado. Al ver el cura la lúcida gente que llevaba Ursúa y saber que eran los del Dorado, se le despertó la codicia, pidió a Ursúa que lo hiciera capellán de aquella expedición y le ofreció hasta dos mil pesos de los seis mil que tenía. Al gobernador no le dolían prendas y prometió hacerlo obispo de los territorios descubiertos; pero más tarde en Santa Cruz, viendo el cura que escaseaban los víveres, que no pocos de los soldados que encontraba eran echacuervos y pícaros —algunos con la cabeza pregonada— y sobre todo que nadie estaba seguro del emplazamiento del Dorado ni de lo que iban a hacer —si rescatar o poblar o ambas cosas o ninguna de ellas—, se le apagaron las esperanzas y una noche acudió a Ursúa a decirle que se volvía a Moyobamba con sus feligreses y que no creía en las novelas de caballerías.
Ursúa, que no había recibido aún el dinero, pero lo había gastado, según decía, comprando lingotes de plomo para balas, le hizo ver el daño que aquella determinación les causaba a todos y ofreció más réditos y garantías. Pero el cura, que parecía hombre temeroso y débil, se envolvía en su recelo y decía a todo que no.
—Está bien, puede retirarse cuando quiera —dijo Ursúa severo y glacial—, pero tendrá que ser a pie, porque el caballo suyo fue a la ribera con materiales para los bergantines y nos hace falta. Todo anda escaso aquí, sobre todo los víveres, y a lo peor se lo han comido ya los carpinteros. Espero —añadió con humor— que habrán guardado las herraduras, porque ellas y los clavos nos hacen tanta falta como los alimentos. Sin embargo, no se aflija vuesa reverencia, que yo le daré una cédula por el valor del animal, vivo o muerto, y la podrá cobrar con intereses en Omagua después de la conquista.
Respondió el cura que se iría a pie por Cristo, de cuya crucifixión se sentía culpable, y que no quería tener más tratos con tipos de aquella ruin calaña, que tal vez conquistarían Omagua, pero nunca conquistarían la confianza de los hombres honrados como él.
Ursúa, disimulando la ira, le autorizó a irse cuando quisiera y le volvió la espalda. Algunos soldados habían oído la conversación y Zalduendo acudió y dijo, rascándose la barba desde el cuello hacia arriba: «¿Por qué le deja marchar vuesa señoría? ¿Por clérigo? Las necesidades de guerra de trescientos hombres y el servicio del rey valen más que eso, y si por miramientos lo dejáis, yo digo que con vuesa licencia traeremos al campamento hasta el último maravedí de ese hombre antes del mediodía de mañana». Vacilaba Ursúa y, por fin, dijo:
—Si lo hicieran sin daño y además ofreciendo al sacerdote el pago con réditos, yo no diría nada.
—¿El pago en qué tiempo, señor?
—Cuando Dios provea —dijo Ursúa con un gesto vago.
Salieron los soldados y alcanzaron al cura en el camino. Poniéndole las espadas al pecho le exigieron el dinero y el padre Portillo, creyendo llegada su última hora, sacó un libramiento de los dos mil pesos que llevaba ya hecho —el que pensaba darle a Ursúa— con cargo al mercader. Le exigieron el resto de su fortuna y el cura hizo otro papel y firmó. Fueron los soldados con aquellos documentos al mercader, cobraron cerca de seis mil pesos, que era todo el capital del sacerdote, y volvieron a Santa Cruz.
Como se puede suponer, aquel oro desapareció enseguida para cubrir lo más apremiante y Ursúa dijo que estaba seguro de que el cura volvería al real para correr el mismo azar bueno o malo de su fortuna. Y su profecía se cumplió dos semanas más tarde.
Algunos soldados se enmohecían en la espera, formaban rivalidades y despertaban discusiones y querellas. Entre los soldados de peor fama estaba, como dije, Lope de Aguirre, hombre de corta estatura, cojo de heridas recibidas en acción, cenceño y de aire atravesado. En los lugares donde había vivido, especialmente en las regiones del norte del Perú, se le conocía como Aguirre el loco. Pero lo decían con simpatía y amistad y sin dejar de respetarlo.
La fama de loco que tenía Aguirre influía en sus actos, es decir, que a medida que envejecía —tenía ya cuarenta y cinco años, que no eran pocos para un soldado— se creía en el caso de justificar su reputación. Para responder al deseo de influencia que la mayor parte de las personas tienen, se adaptaba a la reputación que le habían hecho, y aquella fama de loco le vino de algunas ocurrencias causadas por su falta de memoria, como la siguiente: cuando trece años antes nació su hija Elvira, salió de casa para avisar al cura y bautizarla y, habiéndose olvidado por el camino, se fue a beber con el primer conocido que topó. A veces perdía la memoria de lo más inmediato, aunque se acordaba muy bien de hechos ocurridos en su infancia y en su juventud. Por otra parte, solía decir que leía las intenciones más secretas de los otros y lo explicaba con ejemplos a veces inquietantes.
Aquella su fama de loco era una manera de gloria, aunque fuera en el fondo bastante mezquina y vil, y se veía que el no haber conseguido otra lo traía inquieto. En Santa Cruz pensaba Lope de Aguirre demasiado en sí mismo. Un día de aburrimiento afiló la pluma, buscó papel y comenzó a escribir: «Yo, el mentado Lope de Aguirre, cristiano viejo, hijo de medianos padres, hidalgo natural vascongado de la villa de Oñate, en los reinos de España, digo que nací el cuatro de febrero del año 1513 en la dicha villa donde me bautizaron.
»En la edad menor fui como tantos otros y aún peor, porque mis padres me consideraban la vergüenza de la familia y querían meterme en algún barco y echarme a la mar. Esto lo digo más por mi padre, que los otros andaban siempre tratando de salvarme si podían, especialmente mi madre, pero como estaba tan arrinconada y acoquinada, poco caso hacía nadie de ella si no era en la iglesia, adonde llevaba aceite y cera y vestidos para los santos en las grandes fiestas.
»No pienso que haya cosas muy nombradas, digo entre las que me acaecieron, sino que todas las horas del día oía hablar de las Indias y de las tierras descubiertas en el nuevo mundo. Se hablaba de eso en Oñate por los muchos navegantes que iban y venían diciendo historias más o menos puestas en razón, que recordaban a veces las de los libros de Amadís.
»Yo y otros muchachos andábamos con todo eso muy levantados de mollera y el que más y el que menos pensaba aventurar su vida por la mar descubriendo tierras o por la tierra descubriendo naciones. Y atendíamos más a eso que a las declinaciones latinas, aunque también andaba yo algo ocupado con Valerio Máximo y sus historias de la Roma antigua que nos hacía leer el maestro.
»Luego mi padre me mandó a Altuna a una escuela de caballeros, digo de destreza y caballería. Si hubiera de decir y traer a la memoria parte por parte todas las cosas de aquel tiempo en la villa vascongada habría menester otro cronista que tuviera más clara elocuencia y mejor retórica, y con todo y eso serían de poca monta, porque todos los chicos son iguales en todas partes, bellaquería más o menos.
»Trato de escribir mis recuerdos, pero algo va de la espada a la pluma y ésta es más pesada tal vez que el arcabuz y la partesana, digo, para el que no tiene costumbre como yo».
Pero de pronto le pareció desairado escribir sobre sí mismo y tiró el papel a la chimenea apagada. Más tarde fue a buscarlo, lo alisó otra vez con las palmas de las manos —la izquierda estaba contraída por una herida mal curada— y se dijo: «En Oñate mi vida no tuvo importancia, pero aquí en Indias me he portado como otros». Y con esa idea siguió escribiendo.
«Me embarqué en Sevilla para venir acá en el año 1537 con una cédula que tenía ya del año anterior para ser regidor en el pueblo donde viviera el gobernador del Perú, y digo que esos cargos sólo se dan a personas hidalgas de solar conocido. Después de aquella cédula me dieron otra firmada el 1 de diciembre de 1536, diciendo que aquel regimiento que me otorgaban debía yo tenerlo y ejercerlo allí donde quedara establecido el gobierno de Nueva Toledo, cuya entrada y conquista se había capitulado ya con Almagro. Yo estaba contento con aquello, porque me parecía digno de mí.
»Cuando llegué a esta tierra del Perú vi que la tropa andaba separada en bandos, unos por Pizarro y otros por Almagro, de lo que vino la contienda de 1538, en donde si me hallé o no me hallé a nadie le importa y no voy a decirlo aquí, que demasiado hablan los que no hacen nada y no voy yo a echarme tierra a los ojos. Pero la verdad es que estuve en las entradas de los Chunchos con Pedro de Candía y en los Andes, que son montes fríos y ásperos como ninguna otra montaña en el mundo, y allí muchos cayeron y volvíamos maltrechos cuando nos salió al encuentro el mismo don Hernando Pizarro en persona con Peransúrez, Diego de Rojas, el famoso también Gonzalo Pizarro y otros capitanes y allí mismo don Hernando le quitó el mando a Candía y se lo dio a Peransúrez, con quien yo marché a Carabaya y a Ayavire, montes adentro otra vez y en el peor tiempo, que yo pensé que era mi fin como los otros el suyo y más de uno acertó, aunque yo, por fortuna, me equivocara. Que dentro de lo malo siempre he tenido alguna suerte.
»Llegamos algunos dolientes al pueblo de Sietelinga, donde descansamos cinco o seis semanas, que falta nos hacía. Y después, en lugar de seguir, nos volvimos por el mismo camino, pero no todos, sino menos de la mitad, que los otros se quedaron por las barrancas helados o muertos de hambre. Algo se ha hablado de eso, pero unos lo cuentan y otros lo viven. Y todavía otros que no han andado en el trance lo cobran en mercedes. Con Peransúrez iba yo todavía cuando sucedió la mala muerte de Pizarro el viejo, y al saberlo nos volvimos todos desde Chuquisaca hasta el Cuzco, y allí nos reunimos hasta trescientos, todos hombres de armas, y fuimos por Guamanga y la provincia de Jauja a Guaylas, donde estuvimos más de tres meses esperando a Vaca de Castro, y yo, con otros, volví a Guamanga, que también lo llaman Ayacucho, y allí estuve hasta cuando llegaron a Guaylas las tropas de Vaca de Castro, y tuvieron un recio encuentro con Almagro el mestizo en septiembre de 1542.
»Después se levantaron motines contra el virrey Núñez Vela por las regulaciones que vinieron de España en favor de los indios, y yo era sargento, y estaba en Lima, y de los pocos leales que estuvieron en el campo del virrey, con grande peligro de sus vidas, fuimos dos sargentos, el llamado Gabriel de Pernia y yo, pero no se pudo salvar el virrey, que lo encarcelaron y después murió en Añaquito. Las regulaciones sobre los indios eran bien pensadas, pero imposibles de practicar, como se vio después.
»De lo que pasó luego en Trujillo, donde yo estaba, no diré palabra, que otros hablarán por mí si quieren, y podría hacerlo el padre Henao, que por sus hábitos es hombre de verdad, y otro Aguirre llamado Juan, que estaba también allí, y es tan bueno como el que esto escribe, aunque todavía no le han puesto, como a mí, fama de loco.
»En las entradas y encuentros de bandos me encontré y también en el mal fin del justicia mayor de Charcas llamado Hinojosa tuve parte, aunque no la que se ha dicho, que no me mojé de sangre, pero así va la verdad como el diablo lo dispone y lo mismo pasó en la mala muerte de don Sebastián Castilla, a consecuencia de todo lo cual a mí me pregonaron la pena de muerte y harto tuve que andar caminos de noche y trepar montañas para salvar la piel.
»Dejando esto, que no es necesario entrar en prolijidades, cuando dieron el perdón a los que se alistaran en las banderas del virrey, para combatir contra Hernández de Girón, yo bajé al llano y fui uno de los que se ofrecieron y al campo salimos, y en la batalla de Chuquinga, cerca de Challuanca, me dieron dos arcabuzazos en la pierna, de los que me quedó la renquera que se sabe, y un tercer tiro en la mano izquierda, que si fuera la derecha habría acabado con mi oficio de hombre de guerra y también de jinete desbravador de caballos. Pero no fue así, por fortuna.
»Viendo yo que todos sacaban algo de sus hechos y hazañas, y aun de lo que no hacían, y que yo no sacaba más que el tiempo y la sangre perdidos y que me hacía viejo y sólo me daban potros que desbravar, comencé a sentirme estrecho dentro de mi conciencia, y con otros como Zalduendo anduvimos en revueltas y aun tuve la soga al cuello después de un motín en el Cuzco. Como hombre veraz lo confieso, que aquí no me falla la memoria.
»La mayor parte del tiempo fui leal, pero ¿de qué me valía? Hasta cuando defendía al virrey estaba en falta y querían hacérmelo pagar. Reconozco que alguna vez he hablado más de la cuenta y la muerte de alguno es testimonio, pero los que se pierden en estas tierras se pierden porque quieren, que lejos están de Castilla, y si Pizarro, y Girón, y Almagro acabaron mal fue porque ninguno de ellos tenía bastantes arrestos para alzarse con la corona del Perú y hacerse rey contra el de Castilla, que allí no saben nada de lo que pasa aquí por la distancia, y aunque quisieran remediarlo ya sería tarde. Eso es lo que he dicho siempre».
Escritas estas páginas, Lope de Aguirre se levantó, las leyó, se quedó dudando y luego arrojó los papeles al fuego. Viéndolos arder se decía: «No sé qué me pasa que en poniéndome a escribir siempre digo cosas por las que pagaría con la cabeza si se divulgaran». Veía arder los papeles y se agradecía a sí mismo aquella precaución. Cuando los papeles se consumieron, Lope de Aguirre decidió que era pronto para escribir sus propias hazañas.
En estas reflexiones se estuvo Lope de Aguirre aquel día mientras fuera llovía caudalosamente —cosa rara, porque era fuera de estación—, y algunos soldados pasaban por la plaza corriendo con un saco puesto en la cabeza como capillo y cogulla de fraile.
Había soldados que tenían consigo sus mujeres o sus mancebas en el real, aunque la mayor parte pensaban quedarse en tierra cuando embarcaran. Algunos llevaban consigo también la hacienda. Una hacienda miserable, como se puede imaginar. Lope llevaba a su hija Elvira, de trece años, y a una sirvienta llamada la Torralba, criolla de vida dudosa, a quien Lope había redimido más o menos y obligado con las promesas del Dorado. Era un poco rara aquella mujer. Lo primero que hizo al llegar a Santa Cruz fue subirse al solamar de la casa y cantar una jota soriana. Luego se disculpó con Lope de Aguirre:
—Subí para tender ropa, y una vez allí tuve que cantar.
La verdad era que tenía buena voz y que la gente acudió a oírla.
En la casa había una habitación decorosa y cómoda que ocupaban la niña Elvira y la Torralba. Las dos eran muy religiosas y la Torralba trataba de hacerse perdonar su pasado a fuerza de rezos. Aquello de la jota era una vena de extravagancia que había en la familia —decía ella— por el lado materno. En cuanto se sentía en un lugar elevado, una escalera, la rama de un árbol, lo alto de una colina, rompía a cantar.
Lope la llamó, y al tenerla delante le dijo:
—Mañana sale una tropilla de motilones de carga para el valle. Mire si Elvirica necesita alguna cosa.
Necesitaban tantas y habían renunciado tantas veces a tenerlas que la Torralba dijo que no. Nada necesitaban sino la ayuda de Dios cuando llegara el momento de partir, que parecía atrasarse demasiado, y aquello le daba mala espina. Pero acababa de decirlo cuando Elvira acudió pidiendo que le compraran un espejo.
—Teneos derecha, voto a Cristo.
Iba la niña un poco echada hacia delante, porque de otro modo se le marcaban demasiado los pechos y, siendo una novedad en su cuerpo, no estaba acostumbrada.
—Teneos derecha —repetía el padre.
Un día la Torralba le explicó la causa de aquella tendencia de la niña a encorvarse y Lope alzó las cejas, extrañado:
—Parte es del atractivo de la mujer, ¿no es eso?
—Sí —respondió la Torralba—, pero lleva tiempo acostumbrarse.
Era Elvira joven y linda, con la piel dorada de las mestizas, y en sus ojos, ahora, que iba siendo mujer, descubría a veces Lope luces familiares.
No disimulaba la Torralba su miedo a la expedición y a veces la niña se contagiaba del miedo de la dueña. Las dos estaban contentas, sin embargo, de que fuera río y no mar donde iban a navegar.
Les decía Lope aquella tarde lluviosa mientras paseaba por el cuarto acomodando los pasos a la cojera:
—No tengáis miedo, que vamos al Dorado, donde siempre es la primavera y hay mucha población y buen orden en las costumbres, de modo que tendréis allí una vida mejor.
—¿Es seguro que podrán conquistarlo tan pocos hombres? —decía la Torralba.
—No eran más los de Cortés en México. Dentro de algunas semanas estaremos en el río y por él iremos a donde podamos mejorar en honra y provecho.
Diciendo esto Lope creía ver a la Torralba cantando su jota soriana en el solanar de un palacio del Dorado con maineles de plata maciza.
—¿Es verdad —preguntaba Elvira— que el Dorado es un hombre que reina al lado de una laguna?
—El rey de esa tierra —contestaba Lope— adonde vamos tiene la costumbre de cubrirse todas las mañanas el cuerpo con un licor untuoso y sobre él espolvorean oro en el pecho y la espalda y en todos los miembros, de modo que parece estar hecho de ese metal y así resplandece a la luz del sol.
La Torralba recelaba:
—He oído decir que los indios brasiles suelen ir a la guerra para hartarse de carne humana.
—Cuentos de viejas.
Parecía oírle la Torralba con escepticismo. Y añadió:
—Lo que dudo es que tan pocos hombres puedan sujetar a tanta gente de guerra como debe haber en el Dorado.
—Con menos gente entró Belalcázar en Quito.
Iba Lope irritándose porque sabía que la Torralba no le creía.
—En el Dorado —gritaba como si ella fuera sorda— hay minas de plata, las más ricas del mundo, y tribus de indios que se llaman los bochicas, que cada mañana echan pedruscos de oro a un lago como tributo porque su Dios está adentro y es fama que ese lago ha subido más de tres estados con los tesoros acumulados abajo, y eso debe ser cierto, porque los chibchas yo los he visto cuando echan también al agua de un lago sus ofrendas. Ordás fue el primero que tuvo noticias y supo que ese señor del Dorado era tuerto para más detalles y que llevaba tantos canutillos de oro como victorias había tenido y ofrendaba cada año al lago un bulto del tamaño del hombre, todo de oro macizo, con otras figuras alrededor de reyes muertos o sojuzgados, y éstas no son fantasías, sino noticias de hombres como yo.
Seguía escéptica la Torralba, como suelen serlo las mujeres viejas ante cualquier novedad. Lope insistía:
—Y sabemos muy bien dónde está el imperio omagua y también la casa del sol de la Nueva Granada y otras cosas de más suponer, y las veréis antes de mucho, y aún os daréis de narices con ellas.
—¿Eso lo dice don Pedro? —preguntaba la Torralba.
—Don Pedro de Ursúa puede decirlo si quiere, pero antes lo digo yo. ¿Oyes? Hace no más de diez años, Quesada, hermano del adelantado, fue a esas tierras o, por mejor decir, a la ciudad de Macatoa, próxima a los omaguas, caminando desde la orilla del mar en la dirección que le marcó un guía indio. Para más señales de orientación, llevaba el pecho cara al sol en la mañana y en la tarde el sol no le daba sobre la espalda, sino sobre el hombro derecho, y así llegó con los suyos al Guaviare, que es un río, y luego a Macatoa, y andando ocho jornadas más con el sol en el hombro derecho llegó a la gran población de Omagua. Le habían dicho que no se acercaran a la ciudad porque eran muchos y muy guerreros los habitantes, y lo mismo le pasó a Cortés en México, pero si hicieran caso nunca habrían entrado. Y en la ciudad de Omagua la vieron con calles derechas y largas y casas muy juntas, sobresaliendo una que estaba en medio y pertenecía al cacique Guarica. Allí tenía su morada y templo con muchos ídolos de oro grandes como una niña de cincuenta lunas, que así cuentan la edad los omaguas. El jefe Huten, que se llamaba así porque era de origen tudesco, mandó entrar y dio batalla contra más de quince mil indios, a los que venció y desbarató. Pero, no pudiendo sostenerse en la tierra, acordaron salir de ella. Al pasar por Tocuyo fue Huten muerto por Carvajal. Todo eso pasó y anda escrito y todo el mundo lo sabe. Pero nosotros vamos a hacer cosas mejores con la ayuda de Dios, y aun sin ella, y en los omaguas, y más adentro de ellos, en el Dorado. ¡Y todo esto es verdad porque lo digo yo!
Aunque incidentes como aquél eran frecuentes con la Torralba, nunca podía acostumbrarse Lope a ver que había gente inocente y de buena fe dispuesta a dudar de lo que él decía. Simplemente, porque lo decía él, y tal vez porque era cojo.
La idea de que comenzaba a ser viejo y no podía confiar mucho en el futuro para labrarse aquella autoridad que no tenía aún lo trastornaba a veces. No tenía autoridad siquiera con la Torralba.
Se reunía Lope a menudo con Zalduendo, García de Arce y Pedro Castillo a murmurar de Ursúa, no como capitán, sino como hombre joven siempre dispuesto a darse importancia.
—No es que se la da —advertía Arce—, sino que la tiene.
Pero no todos estaban de acuerdo con esto.
Luego hablaban de mujeres. Zalduendo era el más enamorado del grupo. El metisaca —como llamaba al amor— lo traía loco la mayor parte del año y andaba con una doña María, mulata, casada, que le hacía malas ausencias a su marido en el real. La llamaban doña por broma, pero todos le daban aquel tratamiento, lo que no le molestaba ni mucho menos a la mulata. Así como Elvira, la niña de Lope, quería un espejo, la mulata quería una polvera. Tenía fama doña María de gustarle el vino, además. Su debilidad era el trago y el albayalde.
Prefería García de Arce a las mujeres «de la vida» y odiaba a las que, dándoselas de honestas, andaban con melindres y presunciones. Y contaba que en su viaje de Quito a Lima —que lo hizo casi todo por mar— encontró una dama quimerista y él la requebró, y ella le dijo que era la esposa de un capitán que iba a Lima a reunirse con su marido, y que por eso le estaban mal los martelos. Aquello de ser la esposa de una persona de cierta suposición encalabrinó a Arce y llegaron a tener relación íntima de lo que sucedió una enfermedad de morbo gálico que lo tuvo a la muerte.
—¿Quién era el capitán? —preguntó Aguirre.
—Ni ella estaba casada ni Dios que lo fundó, y se daba aires y humos para salir mejor con la suya, maldita sea.
Reía Zalduendo y miraba a Lope, quien, taciturno e inquieto como siempre, antes de que Arce acabara con su historia ya estaba pensando en otra cosa. Pensaba que Ursúa podría aprovechar, si quisiera, la fuerza de todos los que estaban allí en armas para lanzarse sobre Lima y darle un sobresalto al marqués de Cañete. De eso no habló, como es natural. Sabía que aquellas bromas se pagaban caras. Pero el pensamiento no delinque y en él se entretenía.
Había salido de España con su nombramiento de regidor, pero cada día le había traído alguna contrariedad, y ahora, con su cojera y su mano izquierda engarabitada, no podía pretender muchas grandezas. «Seis palmos de tierra en algún lugar y una losa encima, una losa sin nombre, porque mi nombre no le dice nada halagüeño a nadie». La fama de loco le venía de aquella impaciencia que con el menor pretexto estallaba sin ton ni son. Recordaba un pequeño incidente con cinco soldados en la plaza de Santa Cruz, todos grandes, huesudos y musculosos, y con ellos Lope, enclenque y corto de talla. Uno de los gigantes mostraba los brazos y decía a lo jaque: «Si una flecha diera aquí saldría rebotada». Otro creía que eran los músculos de las piernas los más importantes para el combate porque con ellos se aguantaba el envite y desde ellos se respondía. Cada uno presumía de algo, y al final dijo Lope con su voz bronca:
—¿Y de lo que no se nombra cómo andamos, caballeros?
Tenía fama de bravo Lope, y nadie dudaba de su arrojo porque aquella reputación en un ser tan desmedrado era rara y sin proporción y la gente gusta de los contrastes.
Anduvo Lope aquel día indagando con sus amigos sobre el estado de los bergantines en construcción, y al anochecer volvió a su casa. Tuvo la tentación de ponerse otra vez a escribir, pero no estaba seguro de ser más discreto ahora que antes y se estuvo un largo espacio tumbado en el suelo junto a la chimenea, en una manta. Las dos camas que había las usaban las mujeres.
«Va siendo tarde —se decía— para mí y dentro de tres o cuatro años ya no habrá que pensar en nada que valga la pena». Se le iban los años sin haber hecho lo que pretendía en su juventud. Entretanto iba y venía zapateando —así decía por cojeando— sin rumbo.
La fama de valiente que le ponían era una fama mixta de bufonería. Una vez dijo Zalduendo:
—Es mezquino de cuerpo Aguirre, pero tiene el ánimo de un león.
En todo caso, el hidalgüelo de Oñate no iba a tener ya una oportunidad para recibir en las contiendas la parte del león. En tiempos de guerras y conquistas había dos clases de hombres: los que hacían algo y salían adelante con títulos de nobleza, fortuna y grandeza, o morían de un modo glorioso, y los otros, los que morían de la fiebre en los intervalos de los combates o picados por un alacrán o comidos por una culebra, como le había sucedido al tío de uno de los soldados que iban en la expedición. Así decía el soldado: «A mi tío se lo comió una culebra», como la cosa más natural del mundo.
Tal vez era Lope uno de esos héroes de la antiepopeya y moriría también tragado por una alimaña. No era broma. Las serpientes abundaban y eran bastante grandes para comerse a un cristiano. Él había visto una en Venezuela que se había tragado un buey después de quebrantarle los huesos. Lo había engullido ya todo, pero quedaban fuera los cuernos, y algunos soldados decían que era una culebra cornuda y otros que no, y Lope fue a verlo. Pudo acercarse porque estaba la serpiente demasiado embarazada para escapar o agredir a nadie, y fue él quien decidió que no tenía la serpiente —una de las llamadas boa constríctor— cuernos, pero que los tenía el buey.
Tardó tres días la serpiente en romperlos y echarlos fuera.
Estas reflexiones impacientaban a Lope no contra los otros, sino contra sí mismo. Alguna vez había pensado en matarse, y si no lo hizo fue porque tenía una hija por quien velar y también —todo hay que decirlo— porque un hombre que se mataba estando en un lugar como aquél, donde se podía dar la vida tan fácilmente en acción guerrera, era un hombre muy para poco.
Algunos días se despreciaba a sí mismo, y entonces tenía que insultar a cualquiera de los negros que iban en la expedición. Aquellos insultos acababan en bromas, risas y amistades. Los negros eran esclavos y reían en cuanto se les daba la menor oportunidad.
Los que había en Santa Cruz no eran más que seis, porque los otros estaban trabajando en la corta de madera para los bergantines. Cuando Lope bebía un poco más de la cuenta, aunque no solía emborracharse, decía a alguno de aquellos negros que a veces actuaban de verdugos:
—Yo sé cuál es el trabajo que más le gustaría a su mercé. ¿Con el hacha o con la cuerda?
—Mejol la cuelda, señol —decía el negro mostrando dos sartas de dientes parejos y brillantes.
Lope añadía:
—Me alegro de saberlo, morenos. Siempre se halla empleo para una buena habilidad.
Ellos decían a todo que sí por seguirle el humor. Lope sabía que aquellos negros eran gente infantil, aunque a veces parecían viejos demonios.
Aquella tarde los negros se cobijaban bajo el porche de la plaza porque estaba lloviendo y uno de ellos, a quien llamaban Alonso, llevaba la voz tónica de la jácara:
—¿Qué cosá?
—El zapatico de seda.
—¿Qué cosá?
—La rueda de la canela.
—¿Qué cosá?
—El corsé de la donsella.
—¿Qué cosá?
—El pavo de Navidá, que así le hasía la rueda.
—¿Qué cosá?
—Lo que sabía mi abuela la noche de carnavá.
—¿Qué cosá?
—El diablo de la cansela lo sabe y no lo dirá.
—¿Qué cosá?
A veces salía uno a bailar y a veces otro. Bailaban como si estuvieran solos. Es verdad que nadie se detenía a mirarlos si no era Pedrarias, un soldado con manías de humanista, que quería enterarse de todo. Los negros seguían:
—La limeña yendo a misa y el cortejo de mamá.
—¿Qué cosá?
—La aguja de marear.
Seguían así a veces por horas enteras diciendo «cosas». Lope los miraba y les decía a veces que Ursúa había cogido a Bayamo, el rey de los negros de Panamá, y lo había puesto en collera y llevado a los pies del virrey.
—¿Qué le pasará? —preguntaba el negro Alonso, asustado.
Decía Lope bajando la voz:
—Nada, hermano. Ya le pasó. Lo alcorzaron.
Querían los negros a Lope de Aguirre porque los convidaba a beber y porque hablaba bien de Bayamo, rey de los negros, alcorzado por la cabeza.
Había una persona en el real que, siendo de la verdadera nobleza andaluza, trataba a Lope con más consideración que la gente ordinaria. Ése era don Hernando de Guzmán, pariente de reyes y de la sangre de los Medinasidonias. Lope se dio cuenta de que aquel hombre principal, que era sólo un muchacho, todavía lo respetaba más que los otros. Tal vez aquel respeto era solamente el que un joven adolescente suele tener por un hombre casi cincuentón, pero, fuera lo que fuera, respeto era, y Lope se encontraba más a gusto con don Hernando de Guzmán que con otros soldados de la expedición.
Nunca decía Guzmán chocarrerías ni hacía el menor comentario cuando oía opiniones sobre Ursúa en favor o en contra. En realidad, nunca emitía una opinión, a no ser que se la pidieran expresamente, y aun entonces respondía cosas que trataban de ser conciliatorias para los dos bandos si había discrepancia y discusión. Lope se decía: «Ése es el estilo de los poderosos, de los que tienen algo que perder. Todos los que en la vida tienen algo que perder son discretos y prudentes, tienen frases de amistad y no discrepan a nadie, aunque con nadie están profundamente —y menos apasionadamente— de acuerdo». Así era don Hernando. No estaba en el caso de conquistar nada como Lope, sino de defender sólo lo que tenía.
Y resignado a medias con su suerte, Lope se decía: «En cambio, yo soy imprudente y hablo más de la cuenta y a veces soy chocarrero y mordaz, porque siendo pequeño y sin presencia tengo que hacerme notar de alguna manera». Aquello lo dejaba disgustado de sí mismo, pero el disgusto le duraba poco.
Sucedió en aquellos días que una niña de nueve años llegó llorando al real, se acogió al amparo de Ursúa y éste le preguntó qué le pasaba. Con intérprete pudieron averiguar que el marido de aquella niña era un viejo cacique y acababa de morir. Las cinco esposas que tenía debían morir también, según la costumbre, para que sus almas acompañaran a la del marido en el viaje post mortem hasta que encarnaran en alguno de los animales salvajes de la montaña, especialmente venados y papagayos. A la niña no le asustaba la muerte, pero sí la selva, adonde tendría que ir cuando fuera cierva o lorita.
Ursúa la retuvo consigo, días después la bautizaron y la pusieron al servicio de una dama hermosa y misteriosa que acababa de llegar a Santa Cruz y que era la amante de Ursúa. Se llamaba Inés —según dije antes—, Inés de Atienza, y miraba a la niña y repetía:
—Es para no creerlo, una viuda de nueve años.
Parecía la niña feliz allí. Le enseñaban español lo más rápidamente posible para poder usarla como lengua —así decían— con algunas tribus del interior, si era preciso.
A todo esto, la tropa de Santa Cruz estaba ya completa y bien armada. Envió Ursúa veinte arcabuceros más a los astilleros de Topesana, para custodia de los que trabajaban en los bergantines, y cincuenta indios para relevar a los que abanicaban a los trabajadores. Había allí equipos dedicados a eso, sin los cuales habría sido imposible hacer nada, no sólo por el calor y los mosquitos, sino también por los tábanos, las avispas y hasta por una especie de cucarachas volantes.
Era aquella tierra muy caliente, por estar en la línea ecuatorial, y todas las alimañas grandes o chicas vivían allí y se reproducían muy a su sabor. Había quienes tenían más miedo a un ciempiés o a una de aquellas cucarachas volantes que a las flechas envenenadas.