XV
Había observado Pedrarias que cuando sentía Lope sus propensiones sangrientas solía haber luna creciente. Y sucedía también que las ejecuciones más crueles eran las últimas de cada uno de aquellos periodos destructivos, de acuerdo con la filosofía clásica que dice que el movimiento natural es más violento al final que al principio.
Iba Lope de Aguirre preguntando si había sido hallado el perro Solimán, y unos le decían una cosa y otros otra. Parece que el recuerdo de la roja víscera de Martín asomando en la herida, la persecución de Llamoso y el ir de la gente detrás del sello del rey ponían a Lope, por vez primera desde que salieron de los Motilones, «una grande grima en el corazón».
Al principio, Loaísa y su amigo Domínguez, para salvar a Villena, dijeron también que había salido en persecución del perro. Los que seguían al animal aprovechaban el pretexto para alejarse de la plaza aquel día que parecía especialmente funesto. Lope de Aguirre, exasperado y deseando salir cuanto antes de la isla, miraba las banderas negras que ondeaban y enviaba a decir a los que trabajaban en el nuevo navío que se dieran prisa porque el tiempo apremiaba.
El cuerpo de Ana de Rojas seguía caído en la plaza debajo del rollo. Preguntó Lope a un isleño dónde estaba el marido de aquella mujer y le dijeron que al enterarse de la muerte de doña Ana hacía extremos de dolor y se había puesto enfermo. Lope de Aguirre dijo:
—Así debe ser en buena ley natural. ¿No se acuerdan vuesas mercedes del pájaro del Amazonas, el del grande pico que se deja morir cuando muere su hembra?
—Ése es el tucán —dijo alguien sombríamente.
—Vaya vuesa merced, Carolino, y ocúpese de ese tucán, para que se cumpla la ley.
Salió Carolino a paso vivo —con una prisa un poco cómica— en busca de Juan Primero o de Bemba, para no ir solo. Encontró a los dos juntos y fueron los tres. Al llegar a la casa encendieron uno de sus cigarros rituales. Había allí un fraile de la orden de Santo Domingo asistiendo al marido.
Dieron los negros garrote al anciano, que se llamaba Diego Gómez, y el fraile, escandalizado, comenzó a clamar justicia y a reprocharles lo que habían hecho. Entonces Carolino dijo a su compadre Juan:
—Su mercé el fraile tiene rasón.
—Demasiada razón que tiene su reverencia con la sotana blanca.
—Yo fui el primero que trabajó en este oficio en el río de las Amazonas —dijo Carolino— y se me acuelda que el jefe desía: «Cuando alguno tiene demasiada rasón ya no es de este mundo». Y lo despachaba para el otro. Anda tú coliendo a preguntar al general si la vitela vale para un hombre civil de la isla y también para un fraile.
Entretanto, el religioso seguía diciendo a los negros que habían cometido un asesinato y que tendrían que dar cuenta de él a la justicia de este mundo y a la del otro.
—Demasiada rasón que tienes, fraile —decía Carolino—, pero negro hase lo que manda su eselensia y ha ido Juan Plimelo a pleguntad no más a su eselensia.
El religioso rezaba y daba la unción in extremis al muerto. Poco después se oyeron gritos fuera. Era el negro, que volvía muy excitado y decía a grandes voces:
—Vale para un fraile también. ¿Oye vuesa mersé, Carolino? Eso ha dicho su eselensia.
Lo mataron en pocos minutos y lo dejaron en la cama al lado del viudo, que ya no lo era. Carolino decía arrollándose los cordeles al cinto:
—Hay más trabajo en esta isla que en el río, Vos.
Entretanto, Lope de Aguirre había llamado a otro sacerdote, dominico también, que había en la isla para que lo confesara —según dijo— y lo absolviera de sus crímenes, pero en realidad porque siendo de la misma religión que el provincial navegante los consideraba sus agentes. Y suponía que había en ellos alguna clase de riesgo.
Acudió el fraile a confesar a Lope sin saber lo que acababa de sucederle a su colega.
Lope de Aguirre le contó sus crímenes. El cura le dijo al final:
—Vivís en pecado mortal. Vuestra obligación es arrepentiros de todo y acudir un día buscando el perdón a los pies de su majestad y, mejor aún, ir a Roma en peregrinaje con toda humildad y no volver nunca a cargar vuestra ánima con las vidas de otros seres humanos. Puesto que decís que desde vuestra juventud os habéis llamado el Peregrino porque nunca estabais más de una semana en el mismo lugar, justificad esa santa palabra y acudid después de largos meses de penitencia a buscar el perdón en Roma o en Santiago y vestid sayal y poned ceniza en vuestra frente. Tal vez el Señor os perdonará, que su misericordia es infinita.
—¿Ha perdonado el Señor al rey Felipe por los muchos crímenes que ha cometido?
—Nosotros no somos quiénes para hablar así de su majestad.
—Lo digo porque ha dado garrote a clérigos y a civiles en más número que yo. Una idea se me ocurre, padre.
—¿Cuál?
—Si yo lo mato a vuesa reverencia y después me arrepiento, ¿me perdonará Dios?
Durante algunos minutos el fraile no supo qué responder. Lope se levantó y se sentó a su lado.
—¿Qué decís? —preguntaba—. ¿No me perdonará Dios si os mato y me arrepiento?
Seguía el cura sin responder. Tal vez rezaba. Lope insistía:
—Me he confesado. ¿Ahora vais a darme la absolución como se la dan los curas al rey don Felipe? ¿Sí o no?
El fraile seguía en silencio. Entonces llegaron los negros que habían matado al fraile primero y al enfermo Gómez y dijo Lope a Carolino:
—Parece que tenéis hecha la mano a matar frailes.
Carolino se acercaba al religioso, pero Lope quiso honrar al que acababa de confesarle y dijo a los negros:
—Vayan vuesas mercedes y tráiganme al barrachel.
El alguacil mayor era entonces un tal Paniagua. Pronto acudió y Lope le dijo:
—Vea vuesa merced, que hay que sacar de en medio a este cura porque defiende los crímenes del rey y condena los míos. ¿Cuándo se ha visto un desafuero como ése en buena religión?
Pidió el cura, muy pálido, que le dieran unos minutos para rezar. Lope se los dio y salió ordenando a los negros que se quedaran a ayudar al barrachel si acaso los necesitaba. Al salir advirtió a Paniagua que fuera complaciente con el cura en todo lo que pidiera si no era la vida.
No comprendía Paniagua que se pudiera matar amablemente a nadie, pero en aquel momento el cura (que se había extendido en el suelo boca abajo, con la cara en la tierra y en aquella posición rezaba los salmos del miserere) alzó la cabeza para pedir a Paniagua que le diera la peor muerte y la más cruel que pudiera imaginar y que él la ofrecía a Dios por la salvación de su alma.
Paniagua le dijo que tenía órdenes de complacerle y que le daría garrote por la boca, que era más cruel que por la garganta.
—No podrá vuesa merced, que yo lo sé bien —advertía Bemba, experto.
El cura seguía rezando y cuando terminó le puso Paniagua los cordeles en la boca por debajo de la lengua y apretó hasta romperle las mandíbulas y cortarle las mejillas, pero como transcurrió un largo espacio sin que llegara la muerte llamó en su ayuda a Bemba, quien le puso al reo otro cordel en la garganta.
Poco después el sacerdote había muerto con un crucifijo en las manos, que no lo soltó a lo largo del suplicio.
Cuando Lope lo supo se alzó de hombros y dijo que todo aquel heroísmo carecía de méritos, porque cuando se tiene la fe de aquellos curas se trata sólo de un buen negocio: un momento de dolor a cambio de la felicidad eterna. No tenía mérito.
La mala racha equinoccial estaba acabando y según la ley de Aristóteles era más fuerte en sus fines que en sus principios. Lope de Aguirre bajó al pequeño arsenal, vio que los trabajos iban adelantados y dio prisas a todos para que acabaran cuanto antes, no fuera que los avisos del provincial de Santo Domingo permitieran a sus enemigos prepararse en todas partes contra él.
Se había incorporado a los marañones el primer día que llegaron a la isla un soldado ya más que maduro de la Margarita que se llamaba Simón de Somorrostro y éste al ver las crueldades y violencias de Lope cambió de parecer y le pidió permiso para quedarse en tierra, porque no se sentía con fuerzas para salir al mar ni para afrontar los inconvenientes ni asperezas de la vida militar. Lope de Aguirre dijo:
—Este soldado viejo tiene razón y le sobra. Vean vuesas mercedes que nadie en la isla le haga daño, que es hombre bien criado y nunca ha molestado a nadie.
Los negros, entendiendo lo que quería decir, tomaron al veterano por los brazos, lo llevaron al rollo y lo suspendieron en él por la garganta.
Hizo aquello Lope porque vio que algunos otros soldados de la Margarita que se habían incorporado a los marañones se le acercaban con la misma intención de excusarse. Al ver lo que le sucedía a su compañero desistieron y Lope de Aguirre los miraba a distancia y sonreía bajo sus barbas ralas:
—Vuestro ánimo es mucho mejor que el de Somorrostro —les decía, irónico.
Al lado de Somorrostro hizo colgar también a una mujer llamada Isabel de Chávez porque el alojado en su casa se había escapado al campo y ella no había ido a denunciarlo y, según decía Lope, no podía menos de saberlo.
Un mancebo de pocos años de los de la isla quiso salir en defensa de la mujer diciendo que nunca hablaba con el soldado fugitivo y Lope de Aguirre dispuso que le raparan la poca barba que tenía mojándola con orines, y como un soldado ya maduro dijera que aquella mujer era de Ciudad Real, lo mismo que él, y que estaba enferma de la mente, porque tenía miedo de dormir pensando que mientras dormía irían las otras mujeres a cortarle el cabello, Lope de Aguirre dijo:
—Y bien podría ser que se lo cortaran, pero además si es vuesa merced de Ciudad Real como ella bueno será que le rapen las barbas igual que al mancebo y que ella lo vea antes de ser colgada, que ahora me acuerdo que vuesa merced llegó un día tarde al escuadrón.
Raparon la barba al viejo igual que al joven mientras Isabel de Chávez, con el lazo en el cuello y los dos pies en tierra, miraba impasible. En aquel momento llegaba doña Aldonza con su bastón y sus sedas amarillas pidiendo que no mataran a aquella mujer, porque tenía virtud para presentir los terremotos y era por eso muy estimada y muy útil a la comunidad de la isla, ya que con sus premoniciones salvaba muchas vidas.
Lope respondió:
—¿Tanto amáis a la comunidad, señora Aldonza? Entonces, ¿queréis poneros vos en el lugar de ella? Os quitaremos la vida y la dejaremos a ella libre para que siga ayudando a la comunidad. ¿Os parece bien?
La gobernadora respondió entre dientes: «¡Un cuerno!», y se fue con grandes aires.
Aquella burla dio más que hablar que las ejecuciones. La gente reía con cualquier motivo. Había observado Pedrarias que en la línea equinoccial las tragedias pasaban fácilmente desapercibidas, pero todo el mundo aprovechaba cualquier pretexto para reír.
¡Y había que ver cómo reían cuando se presentaba la ocasión!
Dos días después la gobernadora envió una invitación escrita a Lope de Aguirre llamándole vueseñoría. Lo invitaba a verse con ella en la sala de gobierno de la fortaleza a las seis de la tarde. Había sucedido un hecho lamentable. En la playa y desnudo del todo apareció el cadáver del muchacho rapado el día anterior con orines. Había querido huir a tierra firme nadando y se ahogó y las aguas devolvieron el cuerpo a la playa. Algunos decían que se había suicidado.
Sabía Lope que la cita de la gobernadora tenía relación con aquel hecho, porque el muchacho muerto era su sobrino.
Estaba la gobernadora sentada en un sofá y se veía que tenía el hábito natural de la preeminencia. Llevaba un sombrero debajo del cual se veían sus cabellos recogidos en grandes crenchas. Lope se fue a sentar frente a ella, a alguna distancia. Se miraban en silencio y ella, que tenía una pierna tendida sobre el terciopelo del diván, movía el pie en el aire, en todas direcciones.
Miraba Lope aquel pie sin saber qué pensar y decidió una vez más que la mujer padecía alguna clase de flojera mental y que por eso le habían quitado el ejercicio del gobierno, aunque le dejaran el honor. Pero la verdad era que nadie la consideraba loca en la isla y que la respetaban con su loro y todo.
Seguía moviendo el pie en el aire. Todo en aquella dama gorda y rubiácea estaba en reposo menos el pie.
—¿Qué hace vuesa merced? —preguntó Lope.
—Estoy haciendo bailar mi pie para evitar el calambre.
—Ah, al parecer tiene calambres en el pie vuesa merced.
—No, en la pierna. Pero la pierna se rige por los tendones del pie y por eso lo hago bailar. ¿No lo está viendo?
El movimiento del pie era más vivo. Lope seguía mirándolo, intrigado. Calzaba la vieja chapines de raso verdes, con lazo rojo. La luz hacía reflejos extraños en las combas de la seda.
Dijo Lope que no podía esperar allí viendo cómo ella hacía bailar su pie. Se levantó y se iba a marchar cuando doña Aldonza le suplicó:
—Siéntese otra vez y espere, que tengo cosas importantes que decirle para el buen orden de su ejército mientras esté en la isla. En primer lugar está haciendo verdaderas atrocidades y vuesa merced tendrá que afrontar las consecuencias y esperar las sanciones.
—Claro —dijo él—, con mi cabeza pago. Con mi buena cabeza.
—¿Sólo con ella?
—Si es eso lo que tiene que decirme vuesa merced hace tiempo que lo sé —y se dispuso otra vez a salir escéptico y aburrido—. ¿No le gusta lo que hemos hecho con su yerno? Cualquier otra suegra se sentiría feliz con esto.
—Yo no soy una suegra cualquiera.
—A una suegra excepcional le sucedería lo mismo, señora mía.
—Me tenía sin cuidado mi yerno lo mismo para bien que para mal. Él era gobernador para eso: para que lo ahorcaran. Pero no para presidir. Él ha cumplido su deber y yo cumplo el mío.
—Pero Villaldrando era el marido de su hija.
—De eso yo no digo nada, digo de su muerte, porque morir todos tenemos que morir y más tarde o más pronto poco importa. Mi yerno puede esperarme muchos años en el infierno. Estoy aquí y os he rogado que vinierais para hablaros de algo mucho más importante. Para hablaros del doncel rapado con orines. Eso no estuvo bien. En la isla tenemos cierto sentido del honor.
—Tampoco falta en mi tierra.
—Vuesa merced rapó las barbas con orines a un soldado de los suyos y al niño de la isla y el niño se mató y el soldado grande vive y medra, que por ahí lo he visto con la cara de granujilla que le ha salido debajo de la barba rapada. Eso quiere decir que los dengues y perendengues que vienen con vuesa merced bellacos son y que por el contrario en esta isla los hombres se crían caballeros desde chicos.
—No comprende vuesa merced la causa de la diferencia. Lo que pasa es que al niño lo raparon con orines ajenos, lo que era ofensa, y al soldado con los propios. Raparse uno con sus propios orines no tiene nada de particular, porque en las provincias vascongadas lo hacían nuestros abuelos y hay ahora todavía quien se lava los dientes con ellos y lo consideran cosa sana.
Se quedaba ella mirando a Lope sin hablar, con grandes ojos redondos, y por fin decía:
—¡Qué te parece! En mi tierra sólo se considera eso bueno para curar los sabañones.
—El chico —dijo Lope— tampoco es seguro que se quiso matar. Yo creo que no y pondría la mano en el fuego. Quiso huirse de la isla y como no había canoas se echó a nado pensando que tarde o temprano llegaría a la tierra firme. No quería matarse, sino escapar del lugar de la vergüenza para no ver más la cara de los que la presenciaron.
—¡Bah, bah, bah! Muchos presenciaron la afrenta, pero sólo una persona le importaba a mi sobrino: una muchacha de su edad que lo vio y de la cual andaba encelado. Eso es.
—Valiente simpleza andar encelado a su edad.
—¿Qué sabéis de eso, mastuerzo? Si vuesas mercedes creen que la dignidad es simpleza poco saben de hidalguía.
—Señora, a mí no me da lecciones de eso vuesa merced, que nací libre de pechos, y si sigue por ese camino voy a acordarme de quién soy y a hacer que os corten las faldas por lugar vergonzoso, como hay Dios.
Y reía, pero era una risa hueca y falsa.
—El muchacho rapado —replicó ella con una gran seguridad en sí misma y como si no se dignara tomar en cuenta la amenaza— murió queriendo escapar de la vergüenza de los ojos de su amada.
—Todo lo que pueda decir ahora vuesa merced lo he visto o pensado yo anoche, porque este asunto me ha impresionado más que ningún otro en nuestra jornada desde que salimos de los Motilones del Perú y muchas ocurrencias buenas o malas o sin calificar ha habido desde entonces. Ya lo sé. Y sé también que el muchacho había mirado a su amada, que estaba en un corro de mujeres, y que ella viéndolo de aquella guisa se rió. Eso es: se burló. Si ella no se hubiera burlado el mozo no se habría corrido ni habría afrontado después el riesgo de morir nadando hasta la tierra firme. Culpa fue de ella. Y si el niño iba para muy caballero y habría llegado a serlo ella iba para lo que yo me sé.
—Dígalo vuesa merced si se atreve.
—¿Por qué no he de atreverme?
—Porque es mi ahijada, que yo la saqué de pila.
—¿Qué me importa a mí eso y qué puede importarle a nadie? La ahijada de vueseñoría camina para puta.
—¡Grosero, bellaco! —gritó ella, pero le retozaba la risa en la garganta—. ¡Se ve que sois villano como lo son vuestros soldados! Pero con vuestra villanía yo podría entenderme si a mano viene. A pesar de todo debéis daros cuenta de que estáis hablando con doña Aldonza Henríquez, alcaldesa perpetua de Ciudad Rodrigo en la raya de Portugal y gobernadora honoraria y vitalicia de la isla de la Margarita en el mar de las Indias occidentales. Sí, os lo digo a vos, granuja, harto de nabos.
—Señora —dijo él, tanteando la daga otra vez como si fuera un talismán—, teneos, porque me dan ganas de haceros rapar también.
—Yo no tengo barbas.
—De haceros rapar la cabeza, que no sería la primera vez que lo hago. Ya una vez lo hice con mi hija y podría hacerlo igual con mi abuela.
—¿Rapar a vuestra hija? ¿Qué clase de monstruo sois?
—No tanto como raparla a navaja, pero sí cortarle el pelo por castigo, bien cerca del cuero.
—A mí no hay nadie en el mundo que me haga tal cosa.
—¡Voto a Dios que me dan ganas de demostraros lo contrario!
—¡Nadie puede cortarme el pelo a navaja ni a tijera!
—¿No os acordáis de lo que he hecho con otros hombres y mujeres de la isla? Algo más les he dado que sentir y aún mucho más. ¿Y no voy a poder cortaros el pelo si se me antoja?
—No, en los días de vuestra vida.
Como supremo argumento ella se quitó el sombrero y con el sombrero la cabellera, que era postiza. Dejó los dos en su falda amarilla. Su cabeza estaba lisa y blanca, monda y lironda como una enorme cebolla. Y muy seria preguntó:
—¿Eh, qué tal?
La miraba Lope, alucinado:
—Señora —dijo—, ahora comprendo que hay que vivir mucho para llegar a creer lo que se ve.
—Se me cayó el pelo de unas fiebres y no ha vuelto a salirme. ¿Tenía o no razón?
—Parecéis un chino de esos que pintan en los reposteros de Oriente. Poneos la peluca, señora, por favor.
La fealdad de aquella mujer era de una complejidad que daba miedo.
—Poneos el bonete, por favor —repetía Lope.
—No sin que antes me oigáis. Hay que hacerle al niño un entierro con gaita y bombo y con los tambores de la armada. El caballerito escapaba a la tierra firme para no ser visto nunca más de su amada, de la amada que se burló viéndolo hacer el paso en medio de la gente de la isla. Y escapando del deshonor murió, que yo misma lo vi en la playa desnudo como lo parió su madre. Yo lo vi, con estos ojos. Y ahora habrá que hacerle un entierro. Para eso quería hablar con vuesa merced, para que el entierro sea tan gallardo y vistoso como el que hicieron el otro día a ese mastuerzo marañón a quien hizo matar vuesa merced.
La risa de aquella mujer era como la del loro. O era el loro quien la imitaba a ella. Uno de ellos había influido en el otro.
—El entierro —dijo Lope gravemente— se lo harán vuesas mercedes, porque nosotros vamos a salir muy pronto para la tierra firme.
—Ya veo. No os impresiona el rasgo de dignidad del niño. A mí me hace saltar las lágrimas cada vez que pienso en él.
Se puso otra vez a reír, es decir, parecía risa, pero era llanto. Bastante histérico el llanto, sin embargo; cada cual llora como puede. Lope recalcó:
—No era hombre de honor el muchacho, porque escapaba. Escapaba del que lo ofendió y en eso vuesa merced se equivoca. Y repito que no fue suicidio, sino accidente. Murió ahogado cuando huía a la costa de Venezuela. Si hubiera sido hombre de honor como dice vuesa merced se habría quedado aquí.
—¿Para qué iba a quedarse?
—Para matarme a mí.
—Se dice pronto eso.
—Me habría matado a mí si hubiera sido un mancebo de honor.
La gobernadora lo miraba con los ojos redondos.
—Opinión meritoria sería ésa en otros labios, pero al fin palabras de barbero.
—O de hidalgo.
Se oían crujir fuera los peldaños de las escaleras y la gobernadora, que escuchaba atentamente, dijo:
—Ahí está. Ésa que viene es. Digo, la madre.
Seguía insultando a Lope de Aguirre no por sus crímenes —eso no le impresionaba, porque eran cosas de hombres y de guerras—, sino por la rapadura con orines, y Lope, viendo otra vez a la gobernadora mover el pie en el aire, dijo:
—Vuesa merced no se toma en serio.
—¿Yo? Dios me libre. De eso vienen todos los males que hacen las personas a los otros. Se toma uno en serio y comienza a matar gente.
A todo esto la madre del muchacho muerto estaba en la puerta y era una mujer magra, de facciones apretadas y cálidas, con el labio superior sudoroso.
—¡Mi hijo! ¡Tenía que matar vuesa merced a mi hijo, señor capitán! ¿No sabíais que era hijo único? Siquiera si se hubiera llevado vuesa merced cualquiera de las tres meonas que tengo en casa yo diría vaya con Dios, que hembras son. Pero tenía que ser el varón, el hombre de mañana y el báculo de mi vejez.
—Señora… —decía Lope, de veras compungido.
—¡El decoro de mi casa!
—Señora… —balbuceaba Lope—. Yo no fui quien lo mató, que fue la mar a la que se arrojó por la ceguera del deshonor delante de su amada.
Llegó en aquel momento un soldado de la guardia y dijo desde la puerta:
—Esa mujer entró sin licencia, escapándose de los guardianes.
Lope recuperó delante del soldado su sangre fría —que había perdido un momento— y dijo gravemente:
—Sáquenla de aquí, pero no le hagan daño. Si alguno la maltrata tendrá que pagarlo con arresto mayor, y ya sabéis lo que eso quiere decir en nuestras guardias.
—Entró en la fortaleza insultándoos, señor De Aguirre.
—Nadie la ofenda, que es madre y ha sido ya agraviada. No hay que ofender a la maternidad. Y ahora le digo a vuesa merced, soldado marañón, que la vida tiene sus fundamentos y que nunca hay que socavarlos ni envilecerlos y el mayor de ellos es ser madre. Esta señora es sagrada para mí y lo será para todos, y vive Dios que si alguno se atreve a zaherirla con una mirada o una palabra le saque los ojos a punta de puñal.
Había otra vez un gran silencio, pero de pronto se oyó la risa —es decir, el llanto— de la gobernadora. El soldado no entendía aquella reacción de doña Aldonza y al principio creyó que era el loro y miró alrededor buscándolo.
—¿Qué reís ahí o lloráis? —dijo Lope—. ¿No sabéis lo que le pasó a doña Ana de Rojas? ¿Sí? Vive Dios que no sé por qué no hago lo mismo con vuesa merced.
—No lo hacéis sencillamente porque no podéis. Eso es.
Vaciló un momento Lope de Aguirre y por fin se dirigió al soldado:
—Salga vuestra merced y llévese a estas dos señoras. A la señora doña Aldonza la podrían vuesas mercedes rapar a navaja si tuviera pelo, pero a esta madre del muchacho que se ahogó nadando camino de la costa de Venezuela respétenla como a su propia madre o de otro modo se las verá vuesa merced conmigo y no digo más.
La gobernadora caminaba empujada suavemente por el soldado y volvía la cabeza para insultar a Lope, llamándole otra vez barbero y mengue y lengue y perendengue.
Al mismo tiempo en otra sala del piso más alto estaban Elvira y la Torralba hablando y la niña decía:
—¿No os acordáis que en el Amazonas a pesar de ser tan niña me llamaban doña?
—Pero aquello de don Hernando no podía acabar bien. Si os casarais con un marañón tendría que ser con Pedrarias.
Parecía la niña contenta con la hipótesis, pero de un modo infantil:
—¡Qué bien! ¡Cuántas cosas tendríamos en la vida que hablar cuando nos acordáramos del Amazonas!
—La gente no se casa para hablar.
—¿Pues para qué?
—Los mejores momentos del matrimonio son momentos de silencio, donde sólo se suspira.
—¡Pero cuántas memorias tendríamos!
—Yo no quiero acordarme nunca del Amazonas. Lo que querría sería quedarme aquí en esta tierra que es la primera tierra cristiana que hemos topado. Pero iré con vuesa merced a donde sea preciso, que Dios ha querido que nuestras vidas vayan unidas.
La niña se sentía curiosa y parlera:
—Vuesa merced no viene por mí, señora Torralba.
—¿Qué decís?
—La verdad, digo. Vuesa merced está enamorada y yo lo sé, que los años de vuesa merced son todavía para enamorarse y no tiene más de tres canas en su cabello.
—¿Yo, desgraciada de mí?
Y la niña Elvira añadió bajando la voz:
—Estáis enamorada de mi padre, que yo lo he adivinado.
Comenzó la Torralba a toser —una tos seca y nerviosa— y antes de dominar aquella crisis súbita sacó el rosario de cuentas de ámbar:
—Angelus Dei nunciavit Maria.
Y la niña, aguantando la risa y mirándola de reojo, respondió también en latín.
Seguían los rezos, pero Elvira miraba a la Torraiba de reojo y repetía en su mente: «El general Lope de Aguirre es jefe de todos esos hombrazos tremendos, pero no es mi jefe, sino mi padre».
Seguía rezando mecánicamente con la imaginación puesta en su gentil destino de doncellica expedicionaria. Era verdad que había habido otras mujeres en expediciones de guerra, como la esposa de Orellana o la pobre doña Inés o la mulata doña María o la llamada «monja alférez», pero siempre eran esposas o mancebas. Ella era la primera doncella de la que había memoria en la historia de Indias, según había dicho Pedrarias. Y a ella por no ser esposa ni manceba —precisamente por eso— no le sucedía nada. No podía quejarse de su suerte Elvirica. Eso creía.
Días después estaba ya Lope de Aguirre dispuesto a embarcar con su armada cuando llegaron noticias de que un español vecino de Caracas que se llamaba Francisco Fajardo había llegado a la isla con una tropilla de indios flecheros y dos o tres españoles más con arcabuces decididos a hacerle el mal que pudieran. Fajardo envió una carta a Lope diciéndole que si era hombre acudiera a vérselas con él.
No podía comprender Lope que con tan poca tropa se atreviera aquel caraqueño a tanto —porque se había acercado a tiro de arcabuz de la ciudad— y sospechó que llevaba más fuerzas en retaguardia. Tampoco quiso dar oportunidad a que algunos de sus soldados inseguros desertaran. Como una victoria contra Fajardo no iba a mejorar en todo caso su situación, no hizo caso del desafío, cosa que extrañó bastante a los marañones.
Así y todo no estaba muy seguro Aguirre de lo que podía suceder hasta que hubieran embarcado y obligó a la guardia a tener vigilancia constante con el pretexto de las amenazas de Fajardo y a hacer fuego contra el que tratara de escapar.
A última hora apareció Llamoso y viendo que Lope lo miraba con expresión airada dijo:
—No me preguntéis nada, porque no podría responderos ni la verdad ni la mentira. ¡Yo no se lo di! Yo arrojé el sello nada más. Solimán lo cogió, pero yo no soy hombre tan bajo para ignorar lo que eso nos importa a todos.
Se refería al sello del rey Felipe.
—Entrad en el navío —dijo Lope con expresión sombría— y no volváis a hablarme de ese negocio si estimáis vuestra cabeza.
El otro obedeció en silencio.
Embarcó Lope tres caballos muy buenos y un mulo y como no había acomodo en el navío nuevo ni en los bergantines el comandante de navegación Alonso Rodríguez, que era de costumbres curiosas, al parecer poco dado a las mujeres y que parecía tenerlas miedo y huir de ellas —por lo cual era a veces objeto de burlas—, advirtió a Lope de Aguirre:
—Vea vuesa merced que no hay bastante sitio para los caballos y el mulo y si la mar está movida los animales causarán algún estorbo a los hombres.
Vio Aguirre entonces sobre la comba de una colina próxima a doña Aldonza, esplendente en sus sedas con el loro blanco en el puño, a dos mujeres más y al perro Solimán. Bajo la impresión de las miradas de doña Aldonza mascaba Lope la vergüenza y refrenaba la ira.
Debía ser Aguirre el penúltimo en embarcar y el último Rodríguez, quien viendo que el general tenía el agua a la rodilla soltó a reír:
—¿No ve vuesa merced que se está mojando en balde? Vaya por allá, que hay vado.
En la comba de la colina reía el loro de doña Aldonza. Irritado por el consejo de Rodríguez sacó Lope la espada y le dio un tajo en el hombro que le quebró la clavícula.
—¿Dónde está el cirujano? —preguntó, fuera de sí—. Venga acá su merced, Carolino, y cure al cabrón almirante.
Allí mismo Rodríguez fue estrangulado según el sistema en el que Carolino era ya maestro. Azotaba Rodríguez el agua con los pies que era piedad verlo. El loro seguía riendo en la colina y Lope sentía aquella risa en sus nervios. Antes de embarcar envió Aguirre a buscar a un cura de la isla llamado Contreras no para matarlo —dijo—, sino para llevarlo consigo.
Declaró el cura al entrar en el barco:
—Vuesas mercedes son testigos de que vengo a la fuerza y contra mi voluntad.
Respondía Lope de Aguirre:
—No se asuste vuesa paternidad, que lo traigo para fines muy nobles y santos.
En la comba de la colina decía doña Aldonza a grandes voces:
—Váyanse vuesas mercedes al cuerno, hatajo de viles, mandiles y zascandiles.
Como se puede suponer… las fuerzas que llevaba Lope eran menos de las que tenía cuando llegó a la isla y los españoles que embarcaron sumaban unos ciento sesenta. Habían llegado a la isla muchos más, pero entre los que desertaron y se fueron con el provincial, los que mató y los que huyeron al interior de las montañas habían quedado reducidos a muchos menos. Iban, pues, ciento sesenta hombres de guerra, unos cien indios del servicio de la Margarita que Lope se llevó consigo, diez o doce voluntarios nuevos que habrían querido desertar y no podían y los consabidos negros, que eran los mismos que embarcaron en los Motilones.
—A veces eso de ser esclavo —decía el negro Vos— no es tan malo, según como se mire.
Llevaba en cambio Lope de Aguirre más armas con las cuales pensaba proveer a los voluntarios que se acercaran en tierra firme. Había sacado de la isla cincuenta arcabuces más, unas cien partesanas, lanzas y espadas, seis tiros que llamaban de fruslera, que estaban en la fortaleza y que eran trabucos que se cargaban con virutas de cobre y lingotes y desperdicios de metal. Llevaba también todos los arneses y riendas y cinchas y arreos que había en la isla, con la idea de reconstruir su caballería en la primera ocasión.
Era domingo y día último de agosto de 1561.
En lugar de ir a Nombre de Dios y a Panamá, donde estaba seguro de que le esperaban con todas las fuerzas disponibles, decidió Lope ir a desembarcar al puerto de Burburata y desde allí marchar por tierra al Perú, atravesando Venezuela, Nueva Granada y cruzando selvas y montañas sin cuidado de las dificultades naturales. Por el camino pensaba hacer más gente y aquellos lugares tenían para él, como digo, la ventaja de ser los menos sospechados por el enemigo.
Ordinariamente se hacía la travesía desde la Margarita a Burburata en cuarenta y ocho horas. Pero tuvieron vientos contrarios y estuvieron en el mar ocho días largos. Lope de Aguirre acusaba a los pilotos de estar tomando otro rumbo y no el de Burburata. Blasfemaba y en las tormentas de la hora de la siesta decía después de oír el estruendo de un rayo:
—Yo no soy de los vuestros, Señor, sino vuestro enemigo. Si no he de tener fortuna en mis planes y designios matadme ahora, pero si no me matáis dadme vientos propicios y guardad la gloria eterna para vuestros santos, que los más eran gente ruin y yo soy de otra casta.
El cura se hacía cruces y rezaba día y noche.
Por fin llegaron a Burburata el día 7 de septiembre.
Desembarcaron al caer la tarde. Encontraron allí un barco de mercaderes, quienes viendo llegar a los de Aguirre y sabiendo quiénes eran sacaron a tierra sus mercaderías y huyeron con ellas al interior sin esperarlos.
Al bajar a la playa lo primero que hizo Lope fue prender fuego a aquella embarcación. Acamparon en la arena, poniendo Lope de Aguirre vigías y centinelas con la intención de evitar que algún soldado se apartara del real.
Allí se quedaron toda la noche y el fuego del navío de los mercaderes, que estuvo ardiendo hasta el alba, les alumbraba.
No había en Burburata una sola persona, porque los vecinos abandonaron también sus casas llevándose todo lo que tenían de valor.
El gobernador de aquellos territorios se llamaba Pablo Collado, residía en Tocuyo, a algunos días de distancia por malos caminos, y era hombre civil y de poco nervio. Tuvo enseguida conocimiento de la llegada de Aguirre porque los de Burburata enviaron avisos con caballos ligeros. Se encontró el gobernador con que Lope había ido a desembarcar en donde nadie lo esperaba.
Convencido de que no tendría más remedio que vérselas con Aguirre y de que contaba con poca gente y floja, trató de concentrar a todo el mundo hábil para las armas. Acudieron algunos vecinos de Tocuyo y el gobernador nombró provisionalmente comandante general a Gutiérrez de la Peña, que había sido su antecesor en el gobierno y además de haber adquirido cierta experiencia de combate con indios, era vecino viejo de la misma ciudad, donde tenía bienes de importancia.
Envió el gobernador a llamar a Bravo de Molina y a García de Paredes (los dos capitanes conocidos), que vivían en Mérida, y les pidió que acudieran con las fuerzas que pudieran juntar, ya que tenían el enemigo en los umbrales y carecían de defensas adecuadas.
Pertenecía Mérida a la gobernación de Venezuela —no a la jurisdicción de Collado— y además había tenido aquel gobernador diferencias personales con los capitanes Bravo y García de Paredes, pero en aquella ocasión les rogaba humildemente que olvidando el pasado acudieran al servicio de su majestad. El capitán García de Paredes acudió a Tocuyo con buen ánimo. Estaba la ciudad a unas doscientas millas de la costa y sin caminos las distancias eran mayores, en realidad.
Había que considerar la inseguridad del territorio, recientemente poblado, con indios de guerra en todas partes y animales salvajes en las selvas. Sin contar las enfermedades «equinocciales», los mosquitos, los escorpiones, las culebras venenosas y otras mil molestias ya conocidas en el Amazonas y en la isla Margarita.
Tener sin embargo el enemigo a doscientas millas era entonces «tenerlo en el umbral», como decía Collado a los capitanes Gutiérrez de la Peña y García de Paredes, este último hijo del famoso héroe de las guerras de Italia.
Como el más joven era Gutiérrez de la Peña, el gobernador había pensado hacerlo maestre de campo —contra su primera determinación—. Lo peor por el momento era la falta de tropas y de armas y también la repercusión de la fama de Aguirre en los territorios próximos a la costa donde habían desembarcado. El terror lo primero que causa es el vacío. Después desarrolla una cierta virtud de atracción y seducción. Había que contrarrestarla cuanto antes y la única manera era dar a entender que había un ejército capaz de afrontar y destruir a Lope de Aguirre.
Gutiérrez de la Peña y García de Paredes veían en el gobernador un hombre inteligente, pero impresionado e inquieto. Justificaba su propia inquietud hablando de las responsabilidades que contraía con el virrey y con el rey mismo, pero en el fondo lo que pasaba era que el gobernador tenía miedo.
Los capitanes tenían una pequeña escolta de seis soldados para las emergencias del camino y no estaban seguros de poder conseguir muchos más. En cuanto a las armas sólo había dos arcabuces y algunas lanzas. El gobernador confirmó a Gutiérrez de la Peña en su cargo de general e hizo maese de campo a García de Paredes.
Envió por delante a García de la Peña, quien se fue a Barquisimeto, que estaba a mitad de distancia de la costa, con sólo seis hombres, esperando levantar más gente por el camino con cédulas del gobernador llenas de promesas. En cuanto a García de Paredes se quedó unos días más con el gobernador en Tocuyo. Había aceptado el puesto diciendo:
—Plegue a Dios darnos ayuda de gente y arcabuces, porque si no estamos perdidos, que Lope de Aguirre tiene más de doscientos.
Había enviado el gobernador nuevas cartas a Mérida para el capitán Bravo y a Santa Fe para avisar a la real audiencia. Contestó Bravo que las fuerzas que tenía no eran bastante para cruzar aquellos territorios de indios rebeldes y que sería mejor reservarlas para combatir a Aguirre cuando llegara más adentro. A pesar de todo era necesario salir cuanto antes al paso de Lope, porque había muchas naciones indias de guerra que estaban flojamente sometidas y que podrían ser atraídas por la fama del caudillo. Asimismo, los españoles descontentos del Perú, que no eran pocos, acudirían a Lope en cuanto éste tuviera el menor éxito. El gobernador se veía envuelto por los problemas y con dos capitanes expertos, pero sin gente. Pidió a Bravo que acudiera a Tocuyo lo antes posible.
Había que impedir a toda costa que Lope de Aguirre entrara tierra adentro, y si esto no podían evitarlo era indispensable organizar la resistencia en Barquisimeto y no dejarle pasar de allí.
Los soldados que pudo levantar Pedro Bravo en Mérida no fueron sino veinticinco y los mismos voluntarios al ver la pequeña tropa que formaban y que no había más se desanimaron, pero Bravo les dijo que esperaba hallar más gente en Tocuyo y en Barquisimeto.
—Se ha avisado a la real audiencia de Santa Fe —añadió— y allí dispondrán dineros y harán una leva general.
Los veinticinco caballeros siguieron a Pedro Bravo camino de Tocuyo, donde los esperaba el gobernador. Llevaban banderas, pero estaban mal armados y algunos que esperaban hallar una celada y algún sable en Tocuyo iban a sufrir una decepción. El gobernador no tenía celadas ni sables y mucho menos arcabuces.
Entretanto, al amanecer, en la playa de Burburata, Lope de Aguirre envió una avanzadilla de reconocimiento al pueblo, a ver qué sucedía. Había esperado Lope de Aguirre que aquella misma noche llegaran del pueblo a ofrecerle vasallaje y a rogarle que no causara daños en las vidas ni en las haciendas, pero la patrulla de marañones encontró el pueblo desamparado y vacío. Al acercarse a una casa vieron que salía de ella uno de los que habían sido pilotos de Aguirre en el Amazonas, que se llamaba Francisco Martín y lo llamaban Paco el Piloto. Iba comiendo y al ver a los soldados dijo sin sorpresa alguna:
—Hora es de que lleguen vuesas mercedes, que los espero desde el día en que desembarcamos aquí con Munguía.
Era de los que se habían pasado al barco del provincial, pero muy contra su voluntad, según dijo, y esperaba una oportunidad para unirse otra vez a las tropas de Aguirre.
—He aquí —dijo un soldado de la patrulla— algo que va a gustarle mucho a Lope de Aguirre. Si no le da por cortaros la cabeza, que todo podría ser.
—No hará tal —dijo el soldado chupándose los dedos—, que yo lo conozco y él me conoce y lo de Munguía fue contra mi voluntad.
Extrañaba a los soldados aquella confianza de Paco el Piloto, quien ignoraba los últimos sucesos de la Margarita. Explicó que estando en Burburata con otros soldados y con todos los vecinos se había dedicado a hablar de las violencias y atrocidades y matanzas de Lope y nadie se extrañaba, porque habían oído antes al provincial. Entonces Paco exageraba más las violencias del caudillo para asustarlos. ¡Y vaya si los asustó!
Al ver aproximarse las naves de Lope sucedió lo que el marañón suponía. Todos huyeron con los bienes que pudieron llevar consigo y él se quedó sosegado y escondido y allí estaba. Añadió muy seguro de sí:
—Otros marañones de Munguía hay que no pudieron quedarse y se marcharon con la gente civil, pero volverán aquí en cuanto tengan vagar, porque son leales a Aguirre lo mismo que yo.
Fue investigando con la patrulla y encontraron algunos víveres y sobre todo buena bebida que llevaron a la playa. Presentose Paco el Piloto al general, quien después de vacilar un momento —tan de improviso le tomó— le dio la mano, luego lo abrazó y le dijo que le agradecía su perseverancia y su lealtad.
—Muchas ocasiones ha tenido vuesa merced —añadió— para volvernos las espaldas y quedarse con las banderas del rey. Pero no lo ha hecho y al regresar a mi lado demuestra su lealtad, que yo no olvidaré cuando llegue la hora de repartir honras y provechos.
Preguntó qué se decía en el campo enemigo. Paco el Piloto dijo que la gente estaba en una situación de pánico extremo y que el nombre de Lope de Aguirre por sí solo les demudaba la expresión y no creían que fuera hombre, sino fuerza sobrenatural y encarnación del mal mismo.
—El diablo, ¿eh? —decía Lope de Aguirre muy serio.
—No he oído decir esa palabra a nadie, pero seguro que es lo que piensan.
—Quizá tienen razón. ¿Y qué pensáis de esa fama? ¿Nos ayuda o nos perjudica?
—Os está ayudando y muy bien. Porque delante de vuestros caballos se hace el vacío y aún de vuestro nombre. Y viendo el miedo de todo el mundo otros soldados de Munguía dan por segura vuestra victoria y quieren volverse aquí y lo harán en la primera ocasión, digo aquellos marañones que fueron sacados de vuestras filas a la fuerza. Lo mismo se puede decir de millares de indios de guerra que odian al gobernador y a la real audiencia y de negros cimarrones que andan por esas montañas de San Cristóbal. Lo que es gente os juro por Dios que no ha de faltaros.
Oyéndolo se sentía Lope a gusto en su loriga y miró alrededor buscando a Pedrarias. Vio de pronto que estaba detrás de él:
—¿Estáis oyendo? —le dijo.
Pedrarias se puso a hacer preguntas a Paco el Piloto, porque tenía sospechas. Tal vez se trataba de un espía del campo del rey que escaparía para darles informes por la noche. Paco el Piloto explicaba cómo sucedió la traición de Munguía:
—Ni yo ni los otros esperábamos una cosa como aquélla. Pero Pedro de Munguía, Arteaga y Rodrigo Gutiérrez se lo tenían conspirado y preparado y nos engañaron a todos. Cuando llegamos cerca del navío del provincial los tres vinieron y me dijeron: dejen vuesas mercedes los arcabuces, que nos vea el fraile sin ellos y así se confiará más. Hecho esto entramos en el navío y en cuanto tuvimos los pies dentro comenzaron Munguía y sus amigos a gritar viva el rey y los pocos soldados que llevaba el provincial nos rodearon, íbamos casi sin armas y nada podíamos hacer. Luego algunos que pensaban lo mismo que yo contra Munguía al llegar a Burburata quisimos escapar y regresar a la Margarita, pero no teníamos embarcación y quedamos en tierra como estoy yo ahora. Hay varios soldados en el campo con los vecinos de Burburata que querrían volver aquí, porque están mal vistos de todo el mundo y los maltratan y no les dan de comer por recelo y venganza y andan más miserables que nunca.
Oyendo aquellas buenas noticias Lope de Aguirre le mandó que volviera al lado de los fugitivos con una carta que iba a escribir y que los rescatara y trajera a su lado, procurando de paso averiguar lo que pudiera sobre los movimientos del campo del rey.
Escribió la carta, que decía:
«Marañones, hermanos míos y vecinos civiles de Burburata.
Dios sea con vuestras mercedes, que yo he venido aquí a traerles libertad y ventura. He oído cómo algunos de vuesas mercedes querrían venir a nuestro campo, donde además de tener fuerzas poderosas para conquistar el Perú —que sólo en arcabuces tenemos más de trescientos cincuenta y munición para estar gastándola en salvas tres años y no acabarla— tenemos también corazones justicieros y la voluntad de liberar a todos los españoles y pobladores indígenas destas tierras de la tiranía de Felipe II».
Luego añadía que al que llegara a su lado le daría la opción de elegir en el Perú la hacienda de cualquiera de los servidores actuales del virrey y otras mercedes que citaba por lo menudo para despertarles la codicia.
—Esto es —dijo Paco el Piloto, recibiendo la carta y guardándosela en el seno— cartel de levas y ese resultado dará.
Lope murmuró entre dientes:
—Mis banderas os aguardan.
Allí estaban las banderas de seda negra forrada de tafetán, con las espadas rojas cruzadas no en cruz romana, sino en aspa, como la señal de Indra implacable —el rayo fulminador—. Antes que se marchara Paco el Piloto un portugués de los que se habían incorporado a Lope en la isla Margarita llamado Antonio Farias preguntó si aquel lugar donde estaban era isla o tierra firme, y lo decía porque veía los bergantines con algunas velas izadas y el estandarte real.
¿Estandarte real? El portugués estaba loco o era un bellaco bufón y en los dos casos estorbaba. Lope de Aguirre, quizá para impresionar a Paco, hizo dar garrote al portugués allí mismo. Carolino cumplió su deber una vez más con los cordeles. Después Lope de Aguirre dijo:
—Tengan todos fe en mí y no olviden que soy el que dice la última palabra en el destino de vuesas mercedes.
Salió Paco en el momento en que Lope de Aguirre daba las primeras órdenes para marchar a Burburata. Pedrarias, que seguía detrás del caudillo, le dijo en voz baja:
—Vive Dios que ésta es una ejecución cuyo sentido y razón no entiendo.
Lope, sin alzar tampoco la voz, dijo:
—Lo comprenderéis cuando os diga que lo he hecho para probar a Paco el Piloto. Después de lo que ha visto si vuelve al real con nosotros es porque no fue ayer traidor ni es ahora espía. ¿Comprendéis?
—Creo que sí —dijo Pedrarias.
Una de las tareas que más ocupado traían a Pedrarias era la de explicarse las cosas que veía a su alrededor. La vida no había comenzado a ser verosímil todavía para él y en eso le sucedía lo mismo que a los indios del Amazonas rodeados por el prodigio de una naturaleza que los excedía por todas partes.
—Nada de lo que veo me espanta —añadió Pedrarias—, que como decís más muertes y crueldades hace en una semana Felipe II, y la violencia es necesaria para la conquista y el gobierno, pero quisiera comprender lo que pasa en vuestra alma, si pasa algo cada vez que suprimís una vida humana.
Eso de si pasa algo hizo reír a Lope de Aguirre como nunca le había visto reír Pedrarias. Aquel día en la playa de Burburata le dijo todavía Lope, refiriéndose a Farias el portugués, que era hombre reblandecido por la molicie de la vida en la Margarita y además un «cosechador», es decir, un soldado que se unía a los triunfadores a la hora del botín.
—A ésos —decía Lope— yo los conozco a distancia por el olfato.
Creía Pedrarias que una vez más Lope tenía razón y éste al darse cuenta añadía:
—Vuestra merced da demasiada importancia a la apariencia exterior de las cosas. Lo mismo que los árboles en la selva, la prosperidad de uno es la muerte de otro. Mata la Iglesia, mata el rey y mata el encomendero. Y a menudo con menos motivos que yo.
Comprendía Pedrarias e incluso disculpaba a su jefe. En aquel momento acababan de sacar de los barcos la impedimenta y Lope dio orden de que la llevaran a Burburata sin esperar más. Pedrarias le preguntó todavía:
—¿Cree vuesa merced que Paco volverá?
—Eso nunca se sabe hasta que sucede. Ya veremos.
Viendo descargar el último atalaje, Lope bromeó con Pedrarias:
—Vuesa merced firmó con un nombre falso la proclamación donde nos desnaturalizábamos de Castilla. ¿No os acordáis? Y ahora andáis muy escrupuloso.
Vaciló un momento Pedrarias y luego dijo:
—Ya sabéis Lope de Aguirre que nunca he ocultado yo mi descontento con aquella declaración, pero marañón soy y marañón moriré si es preciso al lado de los camaradas. Creo en la amistad y morir por ella es tan bueno como morir por el rey y aún mejor.
Disimulaba Lope su admiración con Pedrarias, a quien consideraba hombre de paz y letrado y le permitía tácitamente algunos privilegios, entre ellos el de mantenerse con las manos limpias de sangre. Por eso respondió todavía en voz baja y confidencial:
—Nos conocemos, señor Pedrarias, y sin palabras nos entendemos las más veces. Aguirre el loco me llaman y no es verdad. Debían llamarme Aguirre el Peregrino. Unos buscan al Papa y otros a Santiago, andando por las sendas del mundo. Yo busco también a alguien. ¿Sabe vuesa merced a quién busco?
Un soldado dejó caer tres rodelas y dos lanzas con un gran ruido y Lope se volvió nervioso. Luego repitió la pregunta y Pedrarias dijo que sí que lo sabía.
—¿A quién?
Pedrarias, con una rara placidez de expresión, se inclinó sobre el hombro del caudillo y le dijo:
—Soy bastante viejo para haber aprendido que no se puede decir la verdad en público y a veces tampoco en privado.
—Ese a quien busco —dijo Lope exaltado, de pronto— es un hombre cabal y a ése lo voy a sentar en el trono de Lima antes de mucho. Las Navidades las pasará ese que no habéis dicho, pero que pensáis, calentándose los pies en la chimenea de los Pizarros contra la plancha del fuego marcada aún con las armas de Felipe II. Ese a quien busco lo encontraré allí y le daré las dignidades que le han robado. En esta época de convulsiones y revueltas todos han subido menos él, todos han hallado su rampa hacia arriba menos él. A fe que él la ha de hallar también con su cojera y todo y ha de subir con pie firme. Nada importa en la vida, ni el pan ni el vino, ni la hembra, ni la amistad, ni los honores del rey. Sólo importa poner la bota donde yo sé que hay que ponerla. Nadie más que yo sabe cuál es ese lugar y dónde está.
Se volvió hacia Pedrarias:
—¿Lo cree vuesa merced?
—Aunque no lo creyera —dijo Pedrarias gravemente— iría con vuesa merced lo mismo.
—¿Por qué?
—Ya os dije que creo en la amistad.
Al llegar aquí se levantó Lope para llamar la atención de los soldados y con objeto de que su voz fuera más sonora se dobló un poco sobre la cintura cargada de tahalíes y aceros.
—¡Marañoooones! Nuestros enemigos ni tienen soldados ni tienen armas. Algunos me preguntaban por qué venía yo a Burburata y no iba a Nombre de Dios. Bien, marañones, todas las tropas que podían habernos recibido a arcabuzazos están en Nombre de Dios y os digo que sin disparar un tiro llegaremos a Nueva Granada y disparando muy pocos, pero certeros, llegaremos a tierras del Perú, en donde tendremos que emplearnos como hombres de guerra que somos. Pero no olvidéis nunca lo que os digo ahora: que vosotros, marañones, que venís conmigo podéis perder la vida, pero no la esperanza. Hasta los que huyeron con Munguía están con ella, digo, con su esperanza entera y van a volver.
Se interrumpió un momento para decir a Pedrarias que fuera a Burburata y eligiera allí los aposentos para su hija y la Torralba y luego continuó a grandes voces:
—Van a volver aquí los de Munguía y los recibiremos con los brazos abiertos, porque vienen acogiéndose al sagrado de la amistad…, que siempre la he respetado por encima de todo, y ellos saben dónde está y dónde van a encontrarla. Todos la hallarán aquí, entre nosotros, y no sólo en mí, sino también en vuesas mercedes…
Seguía hablando con un ímpetu en la voz y en el tono que habría parecido imposible en un cuerpo tan enteco y ruin.