IV

IV

Cuando las primeras luces del amanecer arrojaron sus destellos rojizos sobre el mar, una pequeña embarcación con un solitario ocupante se acercó a los acantilados. El hombre del bote era un tipo pintoresco. Llevaba un pañuelo de color carmesí alrededor de la cabeza. Sus anchos pantalones de seda estaban sujetos a la cintura por una ancha faja, que a la vez sostenía una enorme cimitarra con una vaina de piel de zapa. Las botas de cuero trabajado indicaban que se trataba de un jinete y no de un marinero, pero, aun así, manejaba la embarcación con destreza. A través de la entreabierta camisa de seda blanca se veía su ancho y musculoso pecho, bronceado por el sol.

Los músculos de sus enormes brazos de bronce se marcaban como cuerdas cuando movía los remos con una agilidad casi felina. En cada uno de sus rasgos y movimientos se reflejaba una extraordinaria vitalidad que lo diferenciaba del común de los mortales. Sin embargo, su expresión no era salvaje ni sombría, aunque sus fogosos ojos azules revelaban una ferocidad a flor de piel. Se trataba de Conan, que había pasado por los campamentos de los kozakos sin más posesiones personales que su ingenio y su espada, y que con el tiempo llegó a ser su jefe.

Remó hasta el primer escalón tallado en la roca, como si estuviera familiarizado con el entorno, y atracó la embarcación a un saliente. Luego subió por los desgastados peldaños con paso seguro. Conan estaba en estado de alerta, no porque presintiera algún peligro, sino más bien porque eso formaba parte de su ser, sin duda a causa de la existencia salvaje y peligrosa que llevaba.

Lo que Ghaznavi había considerado intuición animal o un sexto sentido, eran simplemente unas facultades fantásticas y el salvaje ingenio de los bárbaros. Pero Conan no tenía ningún instinto que le advirtiera de que había unos hombres vigilándolo desde un lugar oculto entre los juncos.

Cuando llegó a la cima del acantilado, uno de esos hombres respiró hondo y tensó sigilosamente el arco. Jehungir lo cogió por la muñeca y murmuró en su oído:

—¡Estúpido! ¿Quieres delatarnos? ¿No te das cuenta de que está fuera de nuestro alcance? Deja que penetre en la isla. Irá en busca de Octavia. Nosotros nos quedaremos aquí mientras tanto. Es probable que haya presentido nuestra presencia o sospechado una intriga. También es posible que tenga guerreros ocultos en algún lugar. Esperaremos. Si en una hora no ha sucedido nada sospechoso, iremos hasta el pie de las escaleras y lo esperaremos allí. Si no regresa en un tiempo razonable, algunos de nosotros iremos a la isla para darle caza allí mismo. Pero no quisiera hacer eso a menos que sea inevitable. Algunos de nosotros hemos de morir si penetramos en la isla tras él. Prefiero cogerlo y acribillarlo a flechazos a una distancia segura.

Entre tanto, Conan, sin sospechar lo que se tramaba contra él, penetró en el bosque. Avanzó en silencio con sus botas de cuero, y sus ojos escudriñaron las sombras tratando de encontrar aquella espléndida belleza de cabellos rubios con la que había soñado desde que la vio en el pabellón de Jehungir Agha, en Fort Ghori. La hubiera deseado igual, aunque ella hubiese mostrado repugnancia hacia él. Pero sus sonrisas enigmáticas y sus miradas prometedoras le habían encendido la sangre y deseaba a aquella mujer rubia, producto de la civilización, con toda la violencia indómita de su raza.

Conan ya había estado anteriormente en Xapur. Hacía menos de un mes había celebrado allí un cónclave secreto con un grupo de piratas. Sabía que se estaba acercando a un punto desde el cual podría contemplar las misteriosas ruinas que le daban el nombre a la isla, y entonces se preguntó si allí encontraría a la muchacha. Mientras pensaba en ello, Conan se detuvo, helado por la sorpresa.

Delante de él, entre los árboles, se alzaba algo que su razón le decía que era absolutamente imposible. Era un enorme muro de color verde oscuro, con torres que asomaban por detrás de unas formidables fortificaciones.

Conan se quedó inmóvil, como paralizado, durante un largo rato, porque tenía ante sí algo que le hizo pensar que se había vuelto loco. No dudaba de su vista ni de su razón, pero allí estaba ocurriendo algo monstruoso. Hacía menos de un mes, entre aquellos mismos árboles, solo había ruinas. ¿Qué manos humanas habían sido capaces de construir aquella enorme estructura de piedra, que ahora contemplaban sus ojos, en las pocas semanas que habían transcurrido? Por otra parte, los bucaneros que navegaban constantemente por el mar de Vilayet tenían que haberse enterado de que se estaba llevando a cabo un trabajo a gran escala, y en ese caso sin duda habrían informado a los kozakos.

No había explicación para aquel fenómeno, y, sin embargo, era así. Él se hallaba en Xapur y aquel fantástico amontonamiento de edificios también estaba en Xapur. Parecía una loca pesadilla, un sueño extraño y paradójico. Y sin embargo aquello era real.

Se dio media vuelta y regresó corriendo a la selva, llegó hasta los escalones tallados en la roca y atravesó las aguas azules hasta que alcanzó el campamento, situado en la boca del río Zaporoska. En ese momento de pánico irracional, hasta la idea de detenerse tan cerca del mar interior le resultaba insoportable. Lo dejaría atrás, abandonaría los campamentos y las estepas y pondría mil millas de distancia entre él y el misterioso Oriente, donde se podían trastocar las leyes básicas de la naturaleza por medios mágicos o diabólicos que él ignoraba.

Por un instante, el destino de los reinos, que dependía de aquel bárbaro vestido de manera tan pintoresca, estuvo en un equilibrio precario. La balanza podía inclinarse fatalmente, pero no ocurrió así a causa de algo muy simple… Había un trozo de seda colgando de un arbusto, que de inmediato captaron sus ojos. Se inclinó hacia la rama, distendió las aletas de la nariz y sus nervios en tensión temblaron ante ese sutil estimulante.

En aquel trozo de seda rasgada, Conan acababa de percibir, más que con sus fantásticas facultades físicas, con un oscuro instinto, el perfume embriagador que él asociaba con la carne dulce y firme de la mujer que había visto en el pabellón de Jehungir. ¡Entonces, el pescador no le había mentido! ¡Ella estaba allí! En ese momento distinguió en el suelo, sobre el musgo, las huellas de unos pies desnudos, largos y delgados, pero no eran los de una mujer, sino de un hombre, porque eran mucho más profundas de lo normal. La conclusión era evidente: el hombre que había dejado esas huellas cargaba un peso. ¿Y qué otra cosa podría llevar sino a la muchacha que él estaba buscando?

Conan permaneció inmóvil y en silencio frente a las oscuras torres que se alzaban por encima de los árboles. Sus ojos eran como rendijas de fuego azul. El deseo que sentía por aquella mujer rubia se mezclaba con la cólera primitiva del bárbaro contra el que se la había llevado. Sus pasiones humanas estaban en lucha con sus temores sobrehumanos. Conan se deslizó con paso de pantera a lo largo de los muros, aprovechando el denso follaje de los árboles para evitar que lo vieran desde las fortificaciones.

Al acercarse, vio que los muros estaban construidos con la misma piedra verdosa de las ruinas antiguas. El cimmerio se sintió embargado por una vaga sensación de familiaridad. Era como si estuviese contemplando algo que jamás había visto, pero que había soñado o imaginado. Finalmente reconoció esa sensación. Los muros y las torres estaban construidos siguiendo el mismo plano de las antiguas ruinas. Era como si toda la estructura hubiera vuelto a ser lo que había sido en otros tiempos.

Ningún ruido perturbaba el silencio de la tranquila mañana.

Conan se detuvo al pie del muro que se alzaba verticalmente desde la selva lujuriante. En la parte sur del mar interior, la vegetación era casi tropical. No vio a nadie en las fortificaciones ni oyó ningún ruido que revelase la presencia de seres humanos. A poca distancia a su izquierda, vio una enorme puerta. No había razón alguna que indicara que estuviese abierta o vigilada. Pero Conan pensaba que la mujer que buscaba se hallaba del otro lado de aquel muro y acto seguido tomó una decisión temeraria, típica de él.

Por encima de su cabeza, las ramas de los árboles se extendían hasta las fortificaciones. Se subió a un árbol con la agilidad de un felino y al alcanzar un punto situado sobre el parapeto asió una gruesa rama con ambas manos y, colgado de ella, comenzó a balancearse con fuerza. Al cabo de unos segundos soltó la rama y se lanzó por los aires, para ir a caer en las fortificaciones. Una vez allí, se asomó y contempló las calles de la ciudad.

La circunferencia de la muralla no era grande, pero resultaba sorprendente el número de edificios de piedra verde que contenía. Las casas eran de tres o cuatro pisos de altura, en su mayor parte tenían techos planos y un estilo arquitectónico refinado. Las calles convergían como los radios de una rueda en una especie de plaza octogonal que había en el centro de la ciudad, donde se alzaba un enorme edificio que dominaba la ciudad con sus cúpulas y sus torres. No vio a nadie en las calles ni asomado a las ventanas, a pesar de que estaba amaneciendo. El silencio reinante parecía el de una ciudad muerta o desierta. Muy cerca de donde se encontraba había una estrecha escalera de piedra y el cimmerio bajó por ella.

Las casas estaban tan cerca de la muralla que cuando Conan llegó a mitad de camino por las escaleras vio que si extendía un brazo podía tocar la ventana de una de ellas. Se detuvo para atisbar en el interior. No tenía rejas, y las cortinas de seda estaban recogidas a ambos lados con cordones de satén. Luego vio una habitación con las paredes cubiertas de oscuros tapices de terciopelo. El suelo estaba lleno de alfombras. Había bancos de pulido ébano y una tarima de marfil llena de pieles.

Estaba a punto de continuar el descenso cuando oyó que alguien se acercaba por la calle que había debajo. Antes de que el desconocido doblara la esquina y lo viera en la escalera, Conan entró por la ventana de la casa dando un ligero salto y cayó suavemente en la habitación, al tiempo que desenvainaba la cimitarra. Permaneció por un instante inmóvil como una estatua. Luego, como no ocurría nada, avanzó sobre las alfombras en dirección a una puerta en forma de arco. En ese momento, una de las cortinas se abrió, dejando al descubierto una alcoba llena de cojines, desde la cual una muchacha esbelta y de negros cabellos lo contemplaba con ojos lánguidos.

Conan la miró fijamente, esperando que la joven gritara. Pero tan solo bostezó, llevándose a la boca una mano delicada, luego se puso en pie y se apoyó, con ademán negligente, contra la cortina que sostenía con una mano.

La mujer pertenecía sin duda a la raza blanca, aunque su piel era oscura. Su melena cuadrada era negra como la noche y su única vestimenta era una diáfana túnica de seda que le marcaba las caderas.

La mujer dijo algo en una lengua que Conan no conocía, lo que el cimmerio le hizo saber con un gesto de la cabeza. La joven bostezó otra vez, se estiró como un gato perezoso y, acto seguido, sin dar muestras de temor ni sorpresa, comenzó a hablar en una lengua que él entendía; se trataba de un dialecto yuetshi que sonaba extrañamente arcaico.

—¿Buscas a alguien? —preguntó con indiferencia, como si el hecho de que un desconocido armado invadiera su alcoba fuera la cosa más natural del mundo.

—¿Quién eres? —preguntó a su vez Conan.

—Soy Yateli —respondió la mujer, lánguidamente—. Debí de estar de fiesta hasta muy tarde anoche, porque tengo mucho sueño. ¿Quién eres tú?

—Yo soy Conan, atamán de los kozakos —respondió el cimmerio observando detenidamente a la muchacha.

Conan creía que la actitud de la joven era una pose y que de un momento a otro intentaría huir o alarmar con sus gritos a toda la casa. Pero aunque a su lado colgaba un grueso cordón de terciopelo, que seguramente pertenecía a una campanilla de llamada, la joven no hizo el menor movimiento.

—Conan —repitió somnolienta—. No eres dagonio. Supongo que eres un mercenario. ¿Has cortado la cabeza de muchos yuetshi?

—¡Yo no combato contra ratas de agua! —gruñó Conan.

—Pues son terribles —murmuró la muchacha—. Recuerdo cuando eran nuestros esclavos. Pero se rebelaron, incendiaron las casas y asesinaron a nuestras gentes. Solamente la magia de Khosatral Khel los mantuvo alejados de las murallas…

La joven hizo una pausa. En sus ojos había sueño y confusión. Luego agregó en un susurro:

—Lo olvidaba… Treparon por las murallas ayer por la noche. Hubo gritos y fuego, y la gente llamaba en vano a Khosatral.

Se detuvo, sacudió la cabeza como para despejarse y luego agregó:

—Pero eso no puede ser, porque estoy viva y creí que estaba muerta. ¡Oh, al diablo con todo esto!

Cruzó la habitación y, tomando a Conan de la mano, lo condujo hacia la tarima. El cimmerio la siguió asombrado e indeciso. La muchacha le sonreía como una niña somnolienta. Sus largas pestañas sedosas se cerraron sobre sus oscuros ojos empañados. Luego pasó sus dedos por los abundantes cabellos negros de Conan, como si quisiera asegurarse de que era real.

—Fue un sueño —dijo bostezando—. Tal vez todo haya sido una pesadilla. Ahora mismo me siento como en un sueño, pero no me importa. Hay algo que no puedo recordar…, lo he olvidado…, es algo que tampoco puedo entender, pero cuando trato de pensar, comienzo a tener sueño. De todos modos, no importa.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Conan desasosegado—. ¿Dices que anoche treparon por las murallas? ¿Quiénes?

—Los yuetshi. Eso creo. Una nube de humo lo ocultaba todo, pero un diablo desnudo y manchado de sangre me cogió por la garganta y me clavó un cuchillo en el pecho. ¡Oh, me duele mucho! Pero seguramente fue un sueño porque, mira… no hay ninguna cicatriz.

La joven se miró el pecho y luego se sentó sobre las rodillas de Conan y rodeó su grueso cuello con sus suaves brazos.

—No puedo recordar —murmuró, apoyando su cabeza en el ancho pecho de Conan—. Veo todo rodeado de bruma. No importa. Tú no eres un sueño. Eres fuerte. Vivamos mientras podamos. ¡Ámame!

Conan apoyó la cabeza de la joven sobre uno de sus brazos y la besó con pasión en la boca.

—Eres fuerte —repitió ella en voz baja—. Ámame…, ámame…

Las últimas palabras de la joven no fueron más que un murmullo casi ininteligible. Sus ojos oscuros se cerraron y sus enormes pestañas cayeron sobre sus sensuales mejillas. El ligero cuerpo de la muchacha se relajó entre los brazos de Conan.

El gigantesco cimmerio la miró con curiosidad. Parecía formar parte de la ilusión que embrujaba a toda la ciudad, pero la carne firme que tenía entre sus manos acariciadoras lo convenció de que en sus brazos había un ser humano y no la sombra de un sueño. Un tanto preocupado, dejó a la joven sobre las pieles de la tarima. Su sueño era demasiado profundo como para ser natural. Conan pensó que quizá fuera adicta a alguna droga, posiblemente al loto negro de Xuthal.

Entonces descubrió algo que lo dejó atónito. Entre las pieles de la tarima había una que era maravillosa, moteada y de un tono predominantemente dorado. No se trataba de una falsificación bien hecha, sino de una auténtica piel. Y Conan estaba seguro de que el animal al que había pertenecido esa piel estaba extinguido hacía por lo menos mil años. Se trataba del enorme leopardo dorado que aparecía tanto en las leyendas hiborias y que los antiguos artistas pintaban y tallaban en sus obras de arte.

Conan sacudió la cabeza desconcertado, atravesó la arcada y penetró en un sinuoso pasillo. El silencio reinaba en toda la casa, pero oyó un ruido en el exterior que en seguida reconoció como el de algo que ascendía por la escalera de la pared por la que él había entrado en el edificio. Un momento después oyó que algo caía pesadamente al suelo de la habitación. Conan se dio media vuelta y avanzó rápidamente por el corredor hasta que algo que vio en el suelo lo obligó a detenerse.

Era un cuerpo humano que yacía tendido entre el vestíbulo y una abertura que, al parecer, estaba habitualmente oculta por una puerta, que era un duplicado de los paneles que había en la pared. Se trataba de un hombre delgado y de piel oscura, que llevaba tan solo un taparrabos; tenía la cabeza rapada y una expresión cruel en el rostro. Yacía tendido como si la muerte lo hubiera sorprendido al salir del panel. Conan se inclinó sobre él para buscar la causa de su muerte y descubrió que estaba simplemente sumido en el mismo sueño profundo que la muchacha de la otra habitación.

¿Por qué habría elegido ese lugar para dormir? Mientras meditaba acerca de ello, Conan se sobresaltó por un ruido. Algo avanzaba por el corredor en dirección a él. Una rápida mirada fue suficiente para comprobar que el corredor terminaba en una enorme puerta, que posiblemente estuviera cerrada. El cimmerio apartó el cuerpo del hombre y avanzó, cerrando el panel a sus espaldas. Un sonido metálico le indicó que había cerrado bien el panel. Estaba de pie en plena oscuridad cuando oyó un ruido de pasos que se detuvieron al lado de la puerta. Sintió un escalofrío. Aquellos no eran pasos humanos ni pertenecían a ningún animal conocido por él.

Hubo un momento de silencio, y después se oyó el débil sonido de la madera y el metal. Extendió una mano y sintió que la puerta cedía hacia el interior, como si un formidable peso la empujara desde fuera. Mientras desenvainaba la espada, la presión cesó y oyó unos espantosos murmullos que le pusieron los pelos de punta. Comenzó a retroceder, espada en mano, hasta que sus talones tocaron unos escalones, por los cuales casi se cayó. Se hallaba en una estrecha escalera que descendía hacia un lugar desconocido.

Anduvo a ciegas tratando de orientarse en la oscuridad, pero no encontró otras aberturas en la pared. Cuando llegó a la conclusión de que ya no estaba en la casa, sino más bien debajo de ella, vio que la escalera iba a dar a un túnel.