IV
IV
Bajo la pálida luz del alba, un puñado de figuras harapientas y ensangrentadas avanzaron tambaleándose entre los árboles hasta llegar a la estrecha playa. Eran tan solo cuarenta y cuatro hombres, que formaban un grupo medroso y desmoralizado. Se arrojaron jadeando al agua y comenzaron a nadar hasta alcanzar la galera. Entonces, los desalentados piratas se vieron enfrentados con un nuevo contratiempo. Recortándose contra el cielo luminoso vieron a Conan el cimmerio, de pie en la proa, espada en mano, y la negra melena agitándose al viento.
—¡Alto! —ordenó Conan—. ¡No os acerquéis más, perros!
—¡Déjanos subir a bordo! —suplicó un pirata velludo apretándose el muñón sangriento de una oreja cercenada—. ¡Queremos marcharnos de esta isla endemoniada!
—Al primer hombre que intente subir por la borda le parto la cabeza —advirtió el cimmerio.
Eran cuarenta y cuatro hombres contra uno, pero Conan lo tenía todo a su favor. La terrible experiencia pasada les había quitado todo impulso combativo.
—Déjanos subir al barco, amigo —rogó gimoteando un pelirrojo zamorio, al tiempo que lanzaba una mirada temerosa por encima de su hombro en dirección a los silenciosos bosques—. Estamos tan destrozados, heridos y cansados de luchar que no estamos en condiciones de levantar una espada.
—¿Dónde está el perro de Aratus? —preguntó Conan.
—¡Muerto, como tantos otros! ¡Cayeron sobre nosotros como demonios! Nos habrían hecho pedazos a todos si no hubiéramos despertado. Una docena de nuestros hombres murieron mientras dormían. Las ruinas estaban llenas de sombras con ojos ardientes, afiladas garras y colmillos.
—¡Sí! —intervino otro corsario—. Eran los demonios de la isla, que adoptaron forma de estatuas para engañarnos. ¡Por Ishtar que fuimos incautos al echarnos a dormir entre ellos! Pero no somos cobardes y les presentamos batalla, con las desventajas de un mortal que lucha contra los poderes de las tinieblas. Luego huimos y ahí quedaron destrozando cadáveres, como si fueran chacales. Pero estamos seguros de que nos perseguirán.
—¡Sí, déjanos subir a bordo! —suplicó un enjuto shemita—. Déjanos subir por las buenas, o empuñaremos las espadas a pesar de nuestro cansancio, y, aunque mates a muchos de nosotros, no podrás con todos.
—Entonces, haré un agujero en el casco y hundiré el barco —repuso Conan, con tono lúgubre y amenazador.
Un frenético coro de protestas acogió estas palabras, pero él las silenció con un rugido semejante al del león.
—¡Perros! ¿Creéis que voy a ayudar a mis enemigos? ¿Debo permitiros que subáis a bordo para que me cortéis el corazón en pedazos?