IV

IV

Luchando en vano por librarse de sus ligaduras de seda, Natala trató de taladrar la oscuridad con sus ojos, mucho más allá del círculo de luz que la rodeaba. Su lengua parecía estar pegada al paladar. Había visto que Conan desaparecía en las sombras, en un combate mortal con el demonio desconocido, y los únicos sonidos que llegaron a sus oídos habían sido los terribles jadeos del bárbaro, el impacto de los cuerpos que luchaban y los salvajes golpes que se daban en la oscuridad. De repente todo cesó; Natala se balanceaba en sus ligaduras casi sin conocimiento.

El ruido de unos pasos la sustrajo de su apatía y vio a Conan, que surgía de las penumbras. La joven reconoció su propia voz en un grito que se repitió en cien ecos a lo largo del túnel. Resultaba penoso contemplar el castigo físico que había recibido el cimmerio. La sangre manaba de su cuerpo a cada paso que daba. Tenía la cara magullada como si le hubieran apaleado; los labios estaban hinchados y la sangre le chorreaba por el rostro de una herida en la cabeza. Tenía profundas heridas en los muslos, las pantorrillas y los antebrazos. Los golpes contra el suelo de piedra le habían provocado hematomas en todo el cuerpo. Pero la parte más dañada eran los hombros, la espalda y el pecho. Estaban en carne viva, hinchados y lacerados. La piel le colgaba a tiras como si se la hubiesen arrancado a latigazos.

—¡Oh, Conan! —sollozó la joven—. ¿Qué ha sucedido?

El cimmerio no tenía fuerzas ni para hablar, pero sus labios lacerados esbozaron una leve sonrisa al acercarse a la muchacha. Su pecho peludo, brillante por el sudor y la sangre, jadeaba intensamente. Levantó los brazos con gran esfuerzo y cortó las ligaduras que mantenían atada a la joven en la pared. Luego cayó de espaldas contra esta, con las temblorosas piernas separadas, que ya no lo sostenían por más tiempo. La joven se incorporó de donde había caído y lo abrazó sollozando histéricamente.

—¡Oh, Conan, estás gravemente herido! ¡Oh! ¿Qué haremos?

—No se puede luchar contra un demonio de los infiernos y salir bien librado de la lucha —dijo el cimmerio, jadeando.

—¿Dónde está? —musitó Natala—. ¿Lo mataste?

—No lo sé. Cayó en un pozo. Estaba hecho pedazos sanguinolentos, pero no puedo asegurar que el acero lo haya matado.

—¡Oh, tu pobre espalda!

—Me dio una infinidad de latigazos con uno de sus tentáculos —dijo Conan, maldiciendo entre dientes al moverse—. Cortaba como si fuera un alambre y quemaba como el veneno. Pero lo que más daño me hizo fue la fuerza con la que me aplastó. Era peor que una serpiente pitón. Me parece que tengo la mitad de las tripas fuera de su sitio.

—¿Qué haremos?

Conan la miró. La trampilla del techo estaba cerrada. Hasta ellos no llegaba ningún ruido.

—No podemos retroceder por la puerta secreta —murmuró el cimmerio—. Esa habitación está llena de hombres muertos y seguramente habrá guerreros vigilando allí. Deben de haber creído que mi destino estaba sellado cuando caí por esa trampilla, porque de lo contrario me hubieran seguido hasta aquí. Ahora coge esa gema con radio de la pared… Cuando venía hacia aquí, vi algunas arcadas que daban paso a otros túneles. Entraremos por el primero que veamos. Quizá conduzca a alguna fosa exterior o al aire libre. Tenemos que guiarnos por el azar. No podemos pudrirnos aquí dentro.

Natala obedeció y Conan, sosteniendo el pequeño punto de luz en la mano izquierda y el sable ensangrentado en la derecha, comenzó a caminar por el pasillo. Lo hizo lenta y rígidamente, puesto que lo único que lo sostenía en pie era su vitalidad animal. En sus ojos inyectados en sangre había una expresión vacía. Natala vio que el cimmerio se pasaba la lengua de vez en cuando por los labios heridos. Sabía que sus sufrimientos eran terribles. Pero Conan, con el estoicismo propio de los bárbaros, no profirió ni una sola queja.

Al cabo de un rato la tenue luz iluminó una negra arcada, y Conan penetró en un nuevo túnel. Natala se estremeció ante la idea de lo que podría esperarles allí, pero la luz puso de relieve la presencia de un túnel casi igual al que habían dejado.

La joven no tenía la menor idea del camino que había recorrido hasta llegar a una puerta de piedra con un cerrojo dorado.

Miró a Conan dubitativa. El bárbaro se tambaleaba y la luz, inestable en sus manos, producía sombras fantásticas en las paredes y en el suelo.

—Abre esa puerta, muchacha —murmuró con voz cansada—. Nos estarán esperando los hombres de Xuthal y no los decepcionaré. ¡Por Crom, que esta ciudad jamás ha visto un sacrificio como el que verá ahora!

Natala se dio cuenta de que el cimmerio empezaba a delirar. Del otro lado de la puerta no se oía ningún ruido. La joven tomó la gema de radio de manos de Conan, corrió el cerrojo y abrió la puerta. Vio la parte posterior de un tapiz y lo apartó para mirar hacia el interior de la habitación, conteniendo la respiración. La estancia estaba desierta y en el centro se veía una fuente.

La mano de Conan cayó pesadamente sobre uno de sus hombros.

—Apártate, muchacha —musitó—. Ahora viene la fiesta de las espadas.

—No hay nadie en la habitación. Pero hay agua…

—Sí, oigo el ruido —repuso el cimmerio humedeciendo sus labios resecos con la lengua—. Beberemos antes de morir.

Parecía estar ciego. Natala lo tomó por una mano y lo condujo con cuidado, caminando de puntillas y esperando ver surgir de un momento a otro, bajo las arcadas, a muchos hombres de piel amarillenta.

—Bebe tú mientras yo vigilo —dijo Conan en voz baja.

—No, yo no tengo sed. Tiéndete junto a la fuente para lavarte las heridas.

—¿Dónde están las espadas de Xuthal?

Conan se pasaba constantemente el antebrazo por los ojos, como tratando de aclarar su visión.

—No oigo nada. Todo está en silencio.

Conan se puso de rodillas junto a la fuente, hundió el rostro en el amplio cuenco de cristal y bebió como jamás lo había hecho en toda su vida. Cuando levantó la cabeza, sus ojos tenían una expresión más normal. El cimmerio se tendió en el suelo tal como le había sugerido la joven, aunque sin soltar el sable que sostenía en la mano ni apartar sus ojos de las arcadas. Natala lavó la piel lacerada de Conan y luego vendó sus heridas más profundas empleando para ello una cortina de seda.

La muchacha se estremeció al ver el aspecto que ofrecía la espalda de Conan. En los lugares que no estaba en carne viva, la piel tenía un color amarillento moteada de negro y azul. Mientras lo vendaba, buscaba desesperadamente una solución a su problema. Si se hubieran quedado donde estaban, finalmente les hubieran descubierto. Natala no sabía si los hombres de Xuthal les buscaban por los palacios o habían vuelto a sus sueños.

Al terminar su tarea, Natala se quedó helada por la sorpresa. Debajo de unos tapices que cubrían parcialmente la entrada de una alcoba, acababa de ver una mano de piel amarillenta.

Sin decirle nada a Conan, la joven se incorporó y cruzó la habitación con calma, aferrando la empuñadura de la daga del cimmerio. El corazón le latía aceleradamente cuando apartó la cortina con sumo cuidado. Sobre la tarima dormía una joven desnuda de piel amarilla, aparentemente muerta. Junto a su mano había una jarra de jade casi llena de un extraño líquido del elixir descrito por Thalis, que proporcionaba vigor y vitalidad a la degenerada Xuthal. Se inclinó sobre el cuerpo de la joven y se apoderó de la jarra, al tiempo que apoyaba la punta de su daga sobre el pecho de la muchacha. Pero esta no se despertó.

Con la jarra en su poder, Natala dudó. Pensó que sería mucho mejor matar a aquella joven y eliminar así el peligro de que despertara y gritara. Pero no se decidía a hundir el puñal del cimmerio en aquel pecho inmóvil. Por último, corrió la cortina y regresó junto a Conan.

Se inclinó sobre él y apoyó el borde de la jarra en sus labios. El cimmerio bebió, al principio mecánicamente, y luego con avidez. Ante el asombro de Natala, Conan se sentó y tomó la jarra de sus manos. Cuando levantó el rostro, el cimmerio tenía los ojos claros y una expresión normal. Gran parte del enorme cansancio tísico había desaparecido de su cara, su voz era firme y ya no deliraba.

—¡Por Crom! ¿Dónde conseguiste esto?

La muchacha señaló con una mano y respondió:

—En esa alcoba en la que hay una joven amarilla durmiendo.

Una vez más, Conan bebió el dorado líquido.

—¡Por Crom! —exclamó exhalando un profundo suspiro—. Siento que por mis venas corre nueva vida y una fuerza semejante al fuego. ¡Debe ser el elixir de la vida!

Se puso en pie y recogió su sable del suelo.

—Será mejor que volvamos al corredor —sugirió Natala nerviosamente—. Si nos quedamos aquí mucho tiempo, nos descubrirán. Podemos escondernos allí hasta que curen tus heridas…

—¡Yo no! —gritó el cimmerio—. No somos ratas que se escondan en la oscuridad. Ahora mismo abandonaremos esta endiablada ciudad y no permitiremos que nadie nos detenga.

—¡Pero tus heridas…! —se quejó la joven.

—No las siento. Puede ser que este elixir me haya proporcionado una fuerza falsa, pero te juro que no siento dolor ni debilidad.

Con súbita decisión, Conan cruzó la habitación y se dirigió a una ventana que la joven no había visto. Natala miró hacia el exterior por encima del hombro del cimmerio. Una fresca brisa agitó unos rizos que le caían sobre la frente. Más arriba se veía el firmamento, que parecía de terciopelo negro sembrado de estrellas. Debajo de ellos se extendía lo que parecía ser el desierto.

—Thalis dijo que la ciudad era un enorme palacio —musitó Conan—. Evidentemente, algunas de las habitaciones están construidas como torres en las murallas. Esta es una de ellas. La casualidad nos ha guiado bien.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Natala mirando con aprensión por encima de su hombro.

—Hay una jarra de cristal sobre esa mesa de marfil. Llénala de agua y ata a su cuello una tira de seda para hacer un asa mientras yo rasgo este otro tapiz.

La joven obedeció sin hacer ningún comentario, y cuando terminó su tarea vio que Conan unía con rapidez largas tiras de seda para hacer una soga, uno de cuyos extremos sujetó a una pata de la enorme mesa de marfil.

—Probaremos de nuevo en el desierto —dijo Conan—. Thalis habló de un oasis que había a un día de marcha hacia el sur, y de verdes praderas. Si llegamos a ese oasis, podremos descansar hasta que se curen mis heridas. Este vino es magia pura. Hace poco estaba casi muerto, y ahora estoy preparado para cualquier cosa. Aquí queda suficiente seda como para que te hagas un vestido.

Natala había olvidado su desnudez. El hecho en sí no la preocupaba en absoluto, pero su delicada piel necesitaba protección contra el sol del desierto. Mientras la joven sujetaba una pieza de seda a su cuerpo, Conan se dio media vuelta y con un gesto desdeñoso separó los frágiles barrotes de oro de la ventana. Luego rodeó la cintura de Natala con el extremo suelto de la soga y le dijo que se sujetara a ella con ambas manos. Entonces la subió hasta la ventana y le hizo descender los diez metros que los separaban del suelo. Una vez en tierra, Natala se liberó de la soga, que Conan recogió. Después tomó las jarras de agua y vino para enviárselos a la joven y descendió rápidamente.

Cuando el cimmerio llegó a su lado, Natala exhaló un suspiro de alivio. Permanecieron inmóviles al pie de la gran muralla durante unos instantes, con las pálidas estrellas sobre su cabeza y el desnudo desierto delante de ellos. Natala ignoraba los peligros que aún les esperaban, pero estaba contenta de hallarse fuera de aquella ciudad irreal y fantasmagórica.

—Puede que encuentren la soga —gruñó Conan cargándose las jarras sobre los hombros, que encogió ligeramente cuando estas tocaron sus heridas—. Incluso pueden perseguirnos, pero a juzgar por lo que dijo Thalis, lo dudo. Por aquí se va hacia el sur. Por lo tanto, en algún lugar en esa dirección está el oasis. ¡Vamos!

Tomando a la joven de la mano con una cortesía poco habitual en él, Conan comenzó a caminar sobre la arena, ajustando su ritmo al paso corto y breve de la muchacha. No se volvió a mirar la silenciosa ciudad que quedaba a sus espaldas sumida en el sueño.

—Conan —murmuró Natala finalmente—, cuando regresaste por el pasillo después de luchar con el monstruo… ¿viste a Thalis?

Conan negó con la cabeza y dijo:

—El pasillo estaba muy oscuro, pero también vacío.

Natala se estremeció.

—Me torturó…, pero la compadezco.

—Fue una calurosa bienvenida la que nos dieron en esa maldita ciudad —gruñó Conan, recuperando su buen humor natural—. Bueno, recordarán nuestra visita durante mucho tiempo. Hay sangre para limpiar durante días, y si su dios no ha muerto, seguramente tendrá más heridas que yo. Después de todo, hemos salido bien librados. Tenemos vino y agua, y también buenas posibilidades de llegar a un país habitable, aunque yo parezca haber pasado por la piedra de un molino y tú también…

—Todo fue culpa tuya —interrumpió Natala—. Si no hubieras mirado tanto y con tanta admiración a esa gata estigia…

—¡Por Crom y todos sus diablos! —exclamó Conan—. Aun cuando los océanos inunden la tierra, las mujeres encontrarán tiempo para ponerse celosas. ¿Acaso yo le pedí a esa estigia que se enamorara de mí? ¡Después de todo, era humana!