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En la ciudad de Yaralet, al caer la noche, la gente cerraba las ventanas, atrancaba las puertas y se sentaba tras ellas, temblando, con velas encendidas a sus dioses domésticos hasta que el alba empezaba a dibujar los minaretes. No había centinelas en las calles, ni meretrices pintadas llamando desde las sombras, ni ladrones de mano rápida y diestra en los sinuosos callejones. Los criminales, al igual que la gente honesta, rehuían los lugares oscuros y se reunían en antros de mala muerte o bajo la luz de las velas de las tabernas. Desde el ocaso al alba, Yaralet era una ciudad de silencio, de calles vacías y desoladas.
La gente no sabía qué era exactamente lo que temían, pero tenían pruebas más que de sobra de que no era un sueño vacío la razón de que atrancaran sus puertas. Los hombres murmuraban sobre sombras furtivas que habían entrevisto desde las ventanas, de formas apresuradas y ajenas a toda humanidad y toda cordura. Hablaban de puertas que reventaban en la oscuridad, y de gritos y alaridos humanos seguidos por significativos silencios. Y del sol que, al salir, dibujaba el contorno de puertas derribadas y casas vacías a cuyos habitantes no se volvía a ver.
Y lo que es todavía más extraño, se hablaba del veloz fragor de las ruedas de unos carros fantasmales que recorrían las calles vacías en la oscuridad precedente al alba, cuando nadie se atrevía a mirar. Una vez, un niño se atrevió a hacerlo, pero enloqueció instantáneamente y murió chillando y echando espumarajos por la boca, sin decir que era lo que había visto al asomarse por la oscura ventana.
Cierta noche, mientras el pueblo de Yaralet temblaba encerrado en sus casas, tenía lugar un extraño cónclave en el pequeño aposento forrado de terciopelo e iluminado con cirios en el que moraba Atalis, a quien algunos llamaban filósofo y otros bribón. Atalis era un hombre esbelto, de mediana estatura, con una cabeza espléndida y los rasgos de un mercader lascivo. Vestía una túnica sencilla de rico brocado y llevaba la cabeza afeitada en señal de devoción al estudio y a las artes. Al hablar hacía gestos inconscientes con la mano izquierda. El brazo derecho descansaba sobre su regazo en un ángulo antinatural. De vez en cuando, un espasmo de dolor arrugaba sus facciones y entonces su pie derecho, oculto debajo de la larga túnica, se retorcía agónicamente por el tobillo.
Estaba hablando con una persona a la que la ciudad de Yaralet conocía y alababa como Príncipe Than. El príncipe era un hombre alto y delgado, joven y de innegable belleza. El firme contorno de sus miembros y la acerada luz de sus ojos grises contradecían el aire levemente afeminado de sus rizos negros y el gorro emplumado de terciopelo que llevaba en la cabeza.