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Reinaba el silencio en el campo de batalla y los charcos carmesí que se veían entre los cuerpos tendidos parecían reflejar el vivido cielo del ocaso, veteado de rojo. Entre las hierbas se movían sigilosamente formas furtivas; las aves de presa se dejaban caer sobre los cuerpos amontonados con una sacudida de las negruzcas alas. Como precursores del Sino, una fila fluctuante de garzas se alejó alteando lentamente hacia las orillas erizadas de juncos del río. Ni el tronar de las ruedas de los carros ni el tañido de las trompetas perturbaban la ciega quietud. El silencio de la muerte seguía al tumulto de la batalla.

Y, sin embargo, una figura se movía por aquel inmenso campo de destrucción, como un pigmeo contra el vasto y apagado firmamento carmesí. Era un cimmerio, un gigante de negra melena y ardientes ojos azules. Su taparrabos y sus sandalias altas estaban empapados de sangre. La gran espada que empuñaba su mano derecha estaba manchada hasta la empuñadura. Tenía una terrible herida en el muslo que le hacía cojear al andar. Cuidadosamente pero con impaciencia se movía entre los cadáveres profiriendo iracundas imprecaciones. Otros habían pasado por allí antes que él: ni un solo brazalete, daga enjoyada o coraza de plata recompensó su búsqueda. Era un lobo que se había demorado demasiado tiempo en la carnicería mientras los chacales despojaban los cadáveres.

Se detuvo para recorrer con mirada furiosa la abarrotada llanura y no encontró cuerpo alguno sin saquear o capaz de moverse. Los cuchillos de los mercenarios y saqueadores que seguían al ejército no habían estado ociosos. Abandonando su infructuosa búsqueda, escrutó con mirada incierta el otro lado de la llanura, donde las torres de la ciudad despedían tenues destellos bajo la luz del crepúsculo. Entonces se volvió al instante, pues un grito sordo y torturado acababa de alcanzar sus oídos. Eso significaba que había un hombre herido, todavía vivo y, por tanto, presumiblemente sin saquear. A pesar de su cojera, se dirigió con rapidez hacia el sonido y, al llegar al extremo de la llanura, apartó los primeros juncos y lanzó una mirada furiosa a la figura que se estremecía débilmente a sus pies.

Era una chica la que estaba allí. Completamente desnuda, con varios cortes y magulladuras en sus blancos miembros. La sangre coagulada le había enredado el largo y negro cabello. Había una agonía invisible en sus ojos oscuros y deliraba entre gemidos.

El cimmerio se quedó allí mirándola, con los ojos momentáneamente nublados por lo que en cualquier otro hombre hubiera sido una expresión de misericordia. Levantó la espada para acabar con la miseria de la chica, pero cuando el arma se encontraba encima de ella volvió a sollozar como una niña dolorida. La gran espada se detuvo a mitad de la estocada y el cimmerio quedó un instante tan inmóvil como una estatua de bronce. Entonces, con brusca decisión, envainó la espada, se inclinó y la cogió en sus poderosos brazos. Ella se resistió débilmente. Llevándola con cuidado, se encaminó cojeando hacia la orilla del río cubierta de juncos, que se encontraba a corta distancia de ellos.