III

III

El sol estaba ya en el ocaso cuando Olivia recobró el sentido. Una suave brisa llevaba hasta sus oídos gritos lejanos y el sonido de canciones obscenas. La muchacha levantó la cabeza cautelosamente y miró a través de la meseta. Vio a los piratas reunidos en torno a la hoguera, en el exterior de las ruinas, y su corazón latió aceleradamente cuando advirtió que un grupo de corsarios salía del interior del edificio en ruinas arrastrando a alguien que resultó ser Conan. Lo colocaron contra una pared, aún firmemente atado, y luego tuvo lugar una larga discusión, durante la cual blandieron armas. Después lo volvieron a llevar al interior del templo y continuaron bebiendo copiosamente. Olivia suspiró; al menos, Conan seguía vivo. Entonces tomó una determinación. Al caer la tarde se arrastraría hasta aquellas lúgubres ruinas e intentaría liberar al cimmerio. Si fracasaba, caería en manos de aquella turba de desalmados. La muchacha era consciente de que al liberar a Conan no lo hacía solo por motivos egoístas.

Tranquilizada por esta idea, se arrastró por las cercanías del lugar en el que se encontraba, en busca de algunos frutos que crecían en los alrededores. No había comido nada desde el día anterior. Mientras estaba ocupada en aquella tarea, tuvo la extraña sensación de que alguien la observaba. Llena de temor, ascendió por la parte norte del acantilado y miró nerviosamente hacia abajo, en dirección a los cimbreantes matorrales, que se llenaron de sombras después de la puesta del sol. Olivia no vio nada sospechoso. Desde el lugar en el que se encontraba era imposible que alguien la pudiera ver. Sin embargo, sintió la mirada de unos ojos ocultos y tuvo la certeza de que un ser animado y sensible era consciente de su presencia.

La muchacha regresó a su escondite y se echó de bruces entre las rocas, observando las ruinas distantes hasta que cayó la noche. Luego, la luz de las llamas vacilantes le indicó el lugar en el que se encontraban las negras figuras de los piratas que correteaban tambaleándose a causa del vino.

Entonces, Olivia se puso en pie. Era hora de llevar a cabo un plan. Primero volvió al extremo norte de los riscos y miró hacia abajo, en dirección a los bosques que bordeaban la playa. Aguzó la vista todo lo que pudo y a la tenue luz de las estrellas vio algo que la dejó paralizada; sintió como si una mano helada le tocara el corazón.

Allí abajo algo se movía. Se trataba de una sombra negra que destacaba de las demás y se desplazaba lentamente ascendiendo por la abrupta ladera del acantilado. Era una vaga masa informe que se movía en la penumbra. El pánico le atenazaba la garganta; Olivia dominó un grito instintivo llevándose una mano a la boca. Luego se dio la vuelta y descendió rápidamente por la ladera sur.

Aquella huida por la sombría pendiente fue como una pesadilla. Tropezaba y resbalaba en su intento de aferrarse a las melladas rocas con sus heladas manos. Las piedras desgarraron la fina piel de sus brazos y piernas. Olivia echó de menos al bárbaro de músculos de acero que el día anterior la había llevado en brazos. Pero este era solo uno de tantos pensamientos que asaltaron como un torbellino la mente de la desvalida joven.

Olivia tuvo la sensación de que el descenso era interminable, pero finalmente sus pies pisaron la hierba de la colina. Entonces echó a correr con loco frenesí hacia las hogueras que ardían como el rojo corazón de la noche. Tras de sí oyó el ruido de una cascada de piedras que caían por la ladera de la colina, y ese sonido prestó alas a sus pies. Procuró no pensar en quién podía haber provocado la caída de esas piedras.

El esfuerzo físico que tuvo que realizar disipó en parte el ciego terror que la dominaba y, antes de llegar a las ruinas, su mente estaba clara y sus facultades alerta, a pesar de que le temblaban las piernas a causa de la carrera.

Después se echó de bruces y reptó sobre la hierba, hasta que pudo observar a sus enemigos escondida tras unos árboles que se habían salvado del hacha de los piratas. Estos ya habían cenado, pero seguían llenando sus jarras y copas doradas en los barriles de vino. Algunos roncaban ya sonoramente sobre la hierba, en tanto que otros se dirigían tambaleándose hacia las ruinas. La joven no vio señal alguna del cimmerio. Permaneció allí acostada, mientras el rocío comenzaba a impregnar las hojas que había a su alrededor. Los pocos hombres que había junto a la hoguera jugaban, maldecían y discutían. Los demás estaban durmiendo en el interior de las ruinas.

Sin saber qué hacer, Olivia siguió donde estaba, mientras aumentaba su angustia por la incertidumbre de la espera. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al pensar en lo que había visto al subir por la ladera norte y en quién podía estar observándola y acercándose a ella por detrás. El tiempo pasó con una extraordinaria lentitud. Uno a uno, los piratas que aún estaban despiertos fueron cayendo en el sopor de la ebriedad, hasta quedar todos dormidos junto al fuego moribundo.

Olivia vaciló. Luego se decidió a actuar al ver un tenue resplandor que se alzaba entre los árboles. ¡La luna estaba saliendo!

Se puso en pie de un salto y corrió hacia las ruinas. Con el corazón encogido, avanzó de puntillas entre los piratas borrachos que dormían ante el portal del edificio semiderruido. Dentro había muchos más piratas que se movían y hablaban en medio de sus agitados sueños de alcohol, pero ninguno se despertó cuando la muchacha se deslizó entre ellos. Un mudo sollozo de alegría surgió de sus labios cuando vio a Conan. El cimmerio estaba despierto, atado a una columna; sus ojos azules brillaron, reflejando el tenue resplandor de la hoguera que había en el exterior.

Avanzó entre los durmientes y se acercó a Conan, que la había visto en cuanto apareció en el portal. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios.

Olivia se acercó y se abrazó a él. El cimmerio notó el acelerado latir del corazón de la joven contra su pecho. A través de una enorme grieta que había en la pared entró un rayó de luz lunar; el aire estaba cargado de una tensión sutil. El cimmerio lo advirtió y su cuerpo se puso rígido. Lo mismo le ocurrió a la joven, que lanzó un suspiro. Los piratas seguían roncando sonoramente. Olivia se inclinó y extrajo una daga del cinto de uno de ellos, y procedió a cortar las fuertes ligaduras que retenían al cimmerio. Eran cabos de aparejos, gruesos y resistentes, y estaban atados con la destreza de los marineros. La muchacha trabajó con desesperación, mientras la luz de la luna se acercaba lentamente por el suelo de la sala en dirección a las negras figuras que había entre las columnas.

Olivia jadeaba. Las muñecas de Conan habían quedado libres, pero sus codos y piernas seguían firmemente atados. La joven echó una mirada fugaz a las estatuas, que parecían esperar y esperar. Tuvo la impresión de que la estaban mirando con la impaciencia atroz de un ser vivo. Los borrachos que yacían a sus pies comenzaron a moverse y a refunfuñar en sueños. La luz de la luna se acercaba a los negros pies de las estatuas. En ese momento se rompieron las cuerdas que retenían los brazos de Conan, que cogió la daga de las manos de Olivia y de un solo tajo cortó la cuerda que le inmovilizaba las piernas. Se apartó de la columna flexionando los brazos, entumecidos después de tantas horas de estar atado. La joven se acurrucó contra él, temblando como una hoja. ¿Sería una ilusión creada por la luz de la luna la que llenaba de fuego los ojos de las negras estatuas y los hacía brillar con un resplandor rojizo en la penumbra?

Conan se movió con la rapidez de un felino. Levantó su espada del suelo y, cogiendo a Olivia en brazos, se deslizó a través de una abertura del muro cubierto de hiedra.

No dijeron una sola palabra. Con la joven en brazos, Conan avanzó rápidamente sobre la hierba bañada por la luz de la luna. Olivia rodeó con sus brazos el enorme cuello del cimmerio, cerró los ojos y apoyó su cabeza en el hombro de su acompañante. La invadía una deliciosa sensación de seguridad.

A pesar de la carga que llevaba, el cimmerio cruzó la meseta en pocos segundos y, al abrir los ojos, Olivia pudo comprobar que estaban pasando bajo la sombra del acantilado.

—Había alguien subiendo por los riscos —susurró ella—. Lo oí detrás cuando yo estaba bajando.

—Tendremos que arriesgarnos —dijo él.

—No tengo miedo… ahora —repuso Olivia suspirando.

—Tampoco tuviste miedo cuando fuiste a liberarme. ¡Por Crom, qué día! No sé cómo he salvado el pellejo. Aratus quería matarme, e Ivanos se negó, tal vez para contrariar a Aratus, al que odia. Estuvieron discutiendo, peleando y escupiéndose el uno al otro, pero sus compinches estaban demasiado borrachos para tomar partido.

Conan se detuvo súbitamente, como una estatua de bronce bajo la luz de la luna. Con rápido ademán, echó a un lado a la muchacha, que se puso detrás de él. Olivia no pudo evitar un grito de espanto ante lo que vio.

De las sombras de los riscos surgió una masa monstruosa, un horror con forma vagamente humana, una grotesca parodia de hombre.

Su aspecto recordaba a un ser humano, pero su rostro era bestial, con orejas pegadas, nariz ancha y brillante y unos enormes labios fláccidos que dejaban ver unos afilados colmillos. Estaba cubierto de un enmarañado cabello plateado que brillaba a la luz de la luna. Sus grandes manos, como garras deformes, casi tocaban el suelo. El volumen de su cuerpo era enorme; aun cuando estaba encorvado y sus cortas piernas se arqueaban, su cabeza cónica se alzaba muy por encima de la del cimmerio. La amplitud de su peludo torso y de sus enormes espaldas quitaba el aliento. Los brazos eran como grandes árboles nudosos.

La escena iluminada por la luna daba vueltas ante los ojos de Olivia. Así pues, allí terminaba su viaje. ¿Qué ser humano sería capaz de resistir el ataque de aquella peluda montaña de músculos y de violencia? Sin embargo, mientras observaba con ojos desorbitados por el horror el cuerpo de bronce que se enfrentaba al monstruo, advirtió una pavorosa similitud entre ambos antagonistas. Tuvo la sensación de que aquel enfrentamiento no era tanto la lucha entre un hombre y una bestia como el conflicto entre dos seres salvajes, igualmente implacables y feroces.

El monstruo atacó, enseñando sus blancos colmillos. Sus poderosos brazos se abrieron en el momento en que embestía con una pasmosa rapidez, a pesar de su tamaño y de sus piernas torcidas.

La respuesta de Conan fue un destello de velocidad que Olivia apenas pudo seguir con la mirada. La joven solo vio que el cimmerio eludía aquel abrazo mortal y que su espada, fulgurando como un relámpago, caía sobre uno de los enormes brazos del ser antropomórfico y lo seccionaba limpiamente algo más arriba del codo. Una cascada de sangre mojó la hierba al caer el miembro cercenado, que aún se retorció horriblemente unos instantes en el suelo. Pero en ese mismo momento la otra mano deforme del monstruo asió a Conan por su oscura melena.

Los férreos músculos del cuello del cimmerio lo salvaron de morir desnucado al instante. Extendió su mano izquierda hacia la garganta de la fiera, en tanto que su rodilla se apoyaba firmemente en el peludo vientre del monstruo. Entonces comenzó un terrible forcejeo que duró solo unos segundos, pero que a la paralizada joven le parecieron eternos.

El monstruoso simio seguía aferrando a Conan por la cabellera y poco a poco lo atraía hacia sus colmillos, que brillaban a la luz de la luna. El cimmerio resistió el ataque manteniendo rígido el brazo izquierdo, mientras que con el derecho hundía su espada una y otra vez en las ingles, en el pecho y en el vientre de su enemigo. La bestia recibió el castigo con un silencio aterrador. La pérdida de sangre, que fluía a borbotones de sus tremendas heridas, no parecía debilitarla. La terrible fuerza del antropoide no tardó en superar la oposición que ejercían el brazo izquierdo y la rodilla de Conan. Inexorablemente, el brazo del cimmerio se iba flexionando y Conan quedaba cada vez más cerca de las horrendas fauces del monstruo, que se abrían desmesuradamente para cobrarse la vida del enemigo. Ahora, los ojos centelleantes del bárbaro miraban fijamente los ojos inyectados en sangre del enorme simio, y Conan seguía hundiendo su espada en el cuerpo peludo. De repente las mandíbulas llenas de espuma del monstruo chasquearon espasmódicamente y se cerraron a muy poca distancia del rostro del cimmerio. Este se vio arrojado con fuerza sobre la hierba, impulsado por las convulsiones del monstruo agonizante.

Olivia, medio desmayada, vio que el mono se retorcía en el suelo, en medio de estertores, mientras apretaba con gesto humano la empuñadura de la espada que sobresalía de su cuerpo. Al cabo de un rato, la gran mole se estremeció y quedó inmóvil.

Conan se puso en pie tambaleándose. El cimmerio respiraba entrecortadamente y avanzó con dificultad, como un hombre cuyas articulaciones y músculos han sido sometidos a un esfuerzo que está casi en el límite de la resistencia humana. Se tocó el sangrante cuero cabelludo y profirió un juramento al ver en la peluda mano del monstruo grandes mechones de su negra cabellera.

—¡Por Crom! —dijo jadeando—. ¡Me siento como si me hubiesen molido a palos! Hubiera preferido luchar contra una docena de hombres. Un segundo más, y mi cabeza se habría quedado entre sus dientes. ¡Maldito sea, me ha arrancado de raíz un puñado de cabello!

Empuñando la espada con ambas manos, Conan le fue cortando los dedos al monstruo hasta conseguir liberar aquellos mechones de su cabello. Olivia, a su lado, contemplaba con ojos desorbitados el cuerpo de la bestia.

—¿Qué…, qué es…? —preguntó la muchacha con un susurro.

—Es un hombre-mono gris —repuso el cimmerio—. Un animal que come seres humanos y habita en las costas orientales de este mar. Tal vez llegó hasta aquí cogido a algún tronco arrastrado por la corriente.

—¿Habrá sido él quien tiró la piedra? —inquirió Olivia.

—Sí. Ya lo había sospechado cuando nos encontrábamos en el bosque y vi que las ramas se movían sobre nuestras cabezas. Estos seres siempre se ocultan en los bosques más impenetrables y rara vez salen de ellos. No comprendo qué pudo hacerlo salir de su refugio, pero en todo caso para nosotros ha sido una suerte, pues entre los árboles yo no hubiera tenido la menor posibilidad de vencerlo.

—Me siguió hasta aquí —dijo la muchacha temblando—. Lo vi trepar por los riscos.

—Y siguiendo sus instintos, se ocultó en las sombras, en lugar de seguirte a través de la meseta. Estas criaturas de las tinieblas viven en lugares silenciosos y odian la luz del sol y de la luna.

—¿Crees que habrá otros por aquí?

—No creo. De lo contrario, los piratas hubieran sido atacados cuando atravesaron el bosque. El mono gris es muy cauteloso, a pesar de su fuerza colosal, como lo demuestra el hecho de que no se haya decidido a atacarnos en el bosque. Debe de haberse sentido terriblemente atraído por ti, para seguirte hasta un lugar abierto. Pero…

Conan sintió un sobresalto y giró en redondo para mirar hacia el lugar por el que habían venido. Un grito espantoso cortó el aire de la noche. Provenía de las ruinas.

Luego siguieron una serie de chillidos, gritos y lamentos de agonía. Aunque se oía el choque del acero, los sonidos parecían provenir de una masacre, más que de una batalla.

Conan se quedó helado, con la muchacha abrazada a él, presa del pánico. El clamor ascendió en un crescendo de locura y entonces el cimmerio se dio media vuelta y se acercó rápidamente al borde de la meseta, dibujado por los árboles iluminados por la luna. A Olivia le temblaban tanto las piernas que era incapaz de caminar, por lo que Conan tuvo que llevarla en brazos. El frenético latido de su corazón se calmó cuando se acurrucó en sus brazos acogedores.

Luego cruzaron el tenebroso bosque, pero las sombras oscuras parecían ahora menos temibles. Los rayos plateados de la luna que se filtraban entre las ramas no ocultaban ninguna amenaza. Las aves nocturnas murmuraban somnolientas. Los gritos de la matanza se atenuaron, hasta convertirse en una confusa mezcla de sonidos. En algún lugar un papagayo gritó, como un eco misterioso:

¡Tagkoolanyok tha, xuthalla!

Poco después llegaron a la playa y vieron la galera anclada y con la vela desplegada. Las estrellas comenzaban a palidecer ante la llegada del día.