GUILLERMO Y SAN VALENTÍN

Guillermo había caído en desgracia, cosa que le ocurría con harta frecuencia. Su madre había ido a guardar unos calcetines en el cajón de la cómoda del cuarto del niño y había descubierto que la mayor parte del mismo estaba ocupado por insectos de varias clases, un escarabajo grande inclusive, y que por el lado del cajón estaba su despensa, que componía de migas de pan y un charquito de mermelada.

—Pero… si es que come mermelada —dijo Guillermo suplicante—. El escarabajo la come… yo sé que la come. Hay menos mermelada cada día.

—Porque se va empapando la madera —dijo la señora Brown con severidad—. Por eso. ¡No sé por qué haces estas cosas, Guillermo!

—Pero, si no hacen daño a nadie —aseguró el niño—. Son amigos míos. Me conocen. El escarabajo me conoce, por lo menos, y los demás me conocerán dentro de poco. Estoy amaestrando al escarabajo y enseñándole a hacer cosas… De veras, me conoce y conoce su nombre. Llámale «Alberto» y verás cómo se mueve.

—No haré tal cosa… Guillermo. Saca a esos bichos de aquí inmediatamente. Tendré que fregar los cajones y hacer que lo laven todo. Tienes migas y mermelada en todos los calcetines y pañuelos.

—Pues los retiré cuando metí esos bichos. Se conoce que han vuelto a extenderse.

—¿Por qué no guardas esos bichos fuera de casa?

—Quería tenerlos para jugar con ellos por la noche y por la mañana.

—¡Y aquí hay uno de ellos muerto!

—Ojalá no se hayo muerto de nada contagioso —dijo Guillermo con ansiedad—. No me gustaría que «Alberto» pillase nada. No hay razón para que se mueran. Tienen comida de sobra y sitio de sobra para jugar y entra aire por el ojo de la cerradura.

—¡Llévatelos de aquí!

Guillermo recogió amorosamente su escarabajo, sus piojos de bosque, sus ciempiés y demás insectos, y bajó con ellos la escalera, dejando a su madre gimiendo ante el cajón lleno de migas y manchado de mermelada.

Los metió en cajas de cartón e hizo unos agujeros en la tapadera. A «Alberto», joya de su colección, le metió en una caja pequeña y se la guardó en el bolsillo.

Luego empezó a llover y volvió a casa.

—No había nada que hacer…

Vagó de habitación en habitación. No había nadie. Los únicos sonidos que se oían eran el de la lluvia y el ruido que hacía su madre fregando los cajones arriba. Se metió en la cocina. Estaba desierta. En la mesa, junto a la ventana, había una hilera de tarros de mermelada recién hecha. Su madre la había hecho aquella mañana. Guillermo se quedó junto a la mesa, medio echado encima de ella, con la cabeza apoyada en las manos, y vio caer la lluvia, desconsoladamente. Había un cuchillo pequeño sobre la mesa. Guillermo lo cogió y, sin dejar de contemplar la lluvia, fue haciendo cortes en todas las cubiertas de pergamino tirante con que estaban tapados los tarros. Estaba pensando en «Alberto». Al reventar las cubiertas, se daba vagamente cuenta de que experimentaba una sensación deliciosa parecida a la que producía andar por entre hojas amontonadas o hacer estallar hojas de rosa o romper hielo o pisar bellotas gordas… Se quedó un poco desconsolado cuando quedó reventada la última cubierta de los numerosos tarros de mermelada.

Entonces entró su madre.

—¡Guillermo! —gritó, al ver los tarros de mermelada.

—¿Qué he hecho mal ahora? —preguntó el niño con ingenuidad—. ¡Ah…!, ¡eso…! No me daba cuenta de lo que hacía… ¡Perdona!

La señora Brown se dejó caer, desfallecida, en una de las sillas de la cocina.

—Yo no creo que nadie haya tenido jamás un niño como tú, Guillermo —dijo con profunda emoción—. El trabajo de horas… Y ya es más que hora de que te prepares para ir a la clase de la señorita Lomas; haz el favor de irte y… ¡así tal vez tenga yo un poco de tranquilidad!

La señorita Lomas vivía al otro extremo del pueblo. Daba una clase de enseñanza bíblica para hijos e hijas de gente distinguida, todos los sábados por la tarde. Lo hacía completamente por amor al arte y se había arrepentido más de una vez de su desinterés desde que el hijo de gente distinguida, conocido por el nombre de Guillermo Brown había empezado a asistir a las clases. Había trabajado mucho para convencer a la señora Brown de que debía mandarle. Creía poder influenciar a Guillermo para bien. Sin embargo, cuando Guillermo se convirtió en alumno suyo, comprendió que se había equivocado enormemente en cuanto al alcance de su poder. A Guillermo sólo le había podido persuadir a que fuera a clase, porque la mayoría de sus amigos, no sin gran ejercicio de la autoridad maternal, asistían a ella todos los sábados. Pero parecía haberle sucedido algo a la clase desde que Guillermo entrara a formar parte de ella. El hermoso ambiente quedó destruido. No había ambiente hermoso que pudiera resistir a Guillermo. Todos los sábados la señorita Lomas abrigaba la esperanza de que le hubiese ocurrido a Guillermo algo que le impidiese asistir, y todos los sábados Guillermo esperaba, con igual fervor, que le hubiese ocurrido a la señorita Lomas algo que le impidiese dar la clase. La forma en que se saludaban mutuamente expresaba desaliento y esperanza perdida…

Guillermo tomó asiento en el comedor donde la señorita Lomas daba la clase. Miró a sus compañeros de estudio, saludando a sus amigos Pelirrojo, Enrique y Douglas con una horrible mueca…

Luego sacó una avellana y la partió con los dientes.

—Aquí no, Guillermo —dijo la señorita Lomas con desmayo.

—Me iba a meter los trozos de cáscara en el bolsillo —anunció Guillermo—. No iba a tirarlas a la alfombra ni nada de eso; pero si no quiere que lo haga…, bueno.

Y se metió la avellana y los trozos de cáscaras en el bolsillo.

—Ahora recitaremos los versos —dijo la señorita Lomas más animada, pero sin dejar de mirar con cierta aprensión a Guillermo—. Empieza tú, Guillermo.

—No me los he aprendido —contestó el niño con mucha finura—. Lo iba a hacer anoche y saqué la Biblia y me puse a leer lo de Jonás en el vientre de la ballena y pensé que tal vez me hiciera más bien que el discurso de San Esteban y resultó muchísimo más interesante.

—Basta, Guillermo. Da… daremos por sentado que todos nos sabemos los versos esta tarde. Ahora quiero hablaros un poco sobre el amor fraternal.

—¿Quién es San Valentín? —preguntó Guillermo, que estaba pasando las hojas de su libro.

—¿Por qué, Guillermo?

—Pues porque parece ser que se celebra su día este mes.

La señorita Lomas, algo confusa, se puso a explicar con bastante poca claridad la institución del día de San Valentín[1].

—¿Y escribía cartas de amor a las muchachas?

La señorita Lomas se llevó la mano a la cabeza.

—No me has entendido bien, Guillermo —dijo—. Lo que quería decir era… bueno, ¿y si dejamos a San Valentín para más tarde y hablamos primero del amor fraternal…? ¡Oooooh!

La cajita de cartón se había abierto en el bolsillo de Guillermo y «Alberto» fue sorprendido haciendo un viaje de exploración por el «jersey» de la señorita Lomas. A la señorita se le cayeron los lentes. Se arrancó a «Alberto» de encima y salió corriendo del cuarto.

Guillermo recogió el escarabajo y lo examinó con cuidado.

—Podía haberle hecho daño tirándolo de esa manera —dijo con severidad—. Debiera andar con más cuidado.

Luego volvió a meter a «Alberto» en la caja.

—Dame una avellana —dijo Pelirrojo.

No tardaron en estar partiendo avellanas todos los hijos e hijas de gente distinguida y Guillermo se puso a contar con adornos, la aventura de Jonás en la panza de la ballena y azuzar a «Alberto» para que luciera sus habilidades…

—Me parece a mí —dijo Guillermo por fin, pensativo, mirando a su alrededor—, que podríamos empezar un juego bueno en este cuarto… algo callado, quiero decir, hasta que vuelva ella.

Afortunadamente el cuarto se libró de ser teatro de unos de los juegos «callados» de Guillermo por la oportuna entrada de la señorita Lomas y otra que estaba parando en su casa. La señorita Dobson era muy joven y muy bonita. Tenía el cabello dorado y rizado, ojos azules, dientes menudos y blancos y sonrisa muy simpática.

—Mi prima no se encuentra lo bastante bien para acabar la clase —dijo—. Conque os leeré yo hasta que sea hora de que os marchéis a casa. Ahora, sentémonos cómodamente. Sentaos en la alfombra, al lado de la chimenea. Así. Voy a leeros «En manos de los pieles rojas».

Guillermo aspiró con delicia.

Al final del primer capítulo había decidido ya que no le importaría nada asistir a una clase bíblica como aquella todos los días.

Al final del segundo, había decidido casarse con la señorita Dobson en cuanto fuese mayor…

* * *

Cuando se despertó Guillermo a la mañana siguiente, seguía decidido a casarse con la señorita Dobson. Previamente había prometido, sin carácter oficial, casarse con Juanita Crewe, su amiga, compañera de juegos y adoradora; pero Juanita era pequeña, morena y bastante callada. No era persona mayor, ni alta, ni rubia, ni llena de vivacidad. Guillermo sabía que antes del matrimonio hay que cortejar y que el cortejar es una cosa bastante penosa. No en balde tenía Guillermo una hermana, a quien se consideraba la belleza del contorno, y un hermano que siempre andaba metido en noviazgos apasionados, aunque de corta duración. Guillermo tenía ocasiones de sobra para aprender cómo se hacían esas cosas. Hasta entonces, había desperdiciado tales ocasiones o las había empleado tan sólo para burlarse y ridiculizar a sus mayores; pero ahora estaba decidido a aprovecharlas de lleno y en serio.

Se dirigió al cobertizo del jardín después de desayunar y descubrió que había hecho los agujeros, en las cajas de cartón, demasiado grandes y que todos los insectos se habían escapado durante la noche. Era un rudo golpe, pero Guillermo tenía algo más serio en qué pensar que el coleccionar insectos. Y aún le quedaba «Alberto». Acercó la boca a donde se imaginaba que estaba el oído del bicho y gritó: ¡«Alberto»! con toda la fuerza ele sus pulmones. «Alberto» se movió, mejor dicho, se subió como un loco a los lados de la caja.

—Bueno, pues no cabe la menor duda de que conoce su nombre ahora —dijo Guillermo, con un suspiro de satisfacción—. Trabajo ha costado enseñárselo. Ahora podré enseñarle a hacer otras cosas.

Se fue a la escuela. «Alberto» le acompañó, pero lo confiscó el profesor de francés en el preciso instante en que Guillermo y Pelirrojo le estaban enseñando una habilidad. Esta consistía en pasar por encima de un lápiz y «Alberto», que se hacía la ilusión de que le aguardaba la libertad al otro lado, estaba aprendiendo el truco sorprendentemente bien. Guillermo se lo entregó al profesor encerrado en su caja y se consoló un poco de su pérdida al ver que, al abrir la caja, el profesor se llenaba los dedos de la ración de mermelada de «Alberto», que iba dentro de la caja con él. El maestro tiró el escarabajo por la ventana y Guillermo perdió la hora de recreo buscándole en vano y gritando ¡«Alberto»! con su voz más persuasiva… Con toda seguridad el escarabajo habría vuelto al lado de su familia, que le lloraría como muerto, a pasar una temporada de bien merecido descanso.

—Bueno, pues yo le llamo robar a eso —dijo Guillermo, con severidad—, llevarse los escarabajos que pertenecen a otra gente… Les estaría bien empleado si me hiciera bolchevique.

—Supongo que les tendría sin cuidado lo que te hicieras —dijo Pelirrojo, bastante acertadamente.

Era fiesta aquella tarde y, con gran consternación de su familia, Guillermo anunció su intención de quedarse en casa en lugar de reunirse como de costumbre con sus amigos los Proscritos…

—Pero, Guillermo… ¡Si hay invitados a tomar el té! —exclamó la señora Brown alarmada.

—Ya lo sé —contestó Guillermo—, y pensé que a lo mejor te gustaría que me quedara para ayudarte con ellos.

El que Guillermo pudiera creer que ella deseaba su ayuda para atender a sus deberes sociales, dejó a la señora Brown sin poder articular ni una sola palabra.

Pero no le ocurrió otro tanto a Ethel.

—Claro está —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—, eso significa que toda la tarde está echada a perder.

A Guillermo no se le ocurrió mejor contestación que decir:

—Conque sí, ¿eh? ¡Hay que ver!

Aun cuando pronunció estas palabras con tono de agudo sarcasmo y con lo que él creía una sonrisa sarcástica, hasta al propio Guillermo le parecieron algo insuficientes y agregó apresuradamente en su voz natural:

—Tienes miedo de que me coma todos los pasteles, ¿no? Pues sí que lo haré si tengo ocasión.

—Guillermo, querido —dijo la señora Brown, azuzada por el horror que la visión de semejante contingencia evocaba—, ¿crees tú que es justo que abandones a tus amigos de esa manera? Es la única tarde de fiesta que tenéis esta semana.

—Oh, no te preocupes. Ya les he dicho que no iré con ellos. Se arreglarán divinamente sin mí.

—Oh, ellos sí —aseguró Ethel expresivamente.

Y a Guillermo no se le ocurrió ninguna contestación adecuada.

Pero estaba decidido a pasar la tarde en casa. Sabía que se esperaba a Lorenzo Hinlock, último admirador de Ethel, y Guillermo quería estudiar de cerca el delicado arte de cortejar. Se daba cuenta de que no podía casarse con la señorita Dobson hasta que transcurrieran muchos años, pero no veía motivo para no empezar a cortejarla inmediatamente… Iba a aprender cómo se hacía observando a Lorenzo Hinlock y a Ethel…

Se pasó la primera parte de la tarde recogiendo unos cuantos insectos más para llenar sus cajas vacías. Aún lamentaba amargamente la pérdida de «Alberto». Se abstuvo, deliberadamente, de coger un escarabajo que se cruzó por su camino, porque estaba seguro de que no era «Alberto». Encontró un ciempiés que daba claras muestras de inteligencia y lo metió en una caja grande con una araña por compañera y unas hojas, migas de pan, y mermelada de frambuesa como alimento. No puso mermelada de naranja, porque esta le recordaba dolorosamente a «Alberto»…

Luego entró en casa. Había varias personas en la sala. Las saludó con bastante frialdad, errando su mirada por la habitación en busca de lo que le interesaba. Lo encontró por fin: Ethel y un joven alto y delgado, sentados junto a la ventana en dos cómodos butacones, hablando confidencialmente y con vivacidad. Guillermo cogió una silla de al lado de la pared y se acercó a ellos. La colocó junto a la butaca del joven y se sentó.

Hubo un corto silencio.

—Buenas tardes —dijo Guillermo en voz baja, por fin.

—Ah…, buenas tardes —contestó el joven.

Otro silencio.

—¿No será mejor que vayas a saludar a los demás? —inquirió Ethel.

—Ya los he saludado.

Otro silencio.


—¿No te vas a jugar con tus amigos? —le preguntó el joven.
—No, gracias —contestó Guillermo.

—¿No quieres ir a jugar con tus amigos? —preguntó el joven.

—No, gracias —contestó Guillermo.

—Yo creo que a la señora Franks le gustaría que fueses a hablar con ella —dijo Ethel.

—No; me parece a mí que no —contestó Guillermo, diciendo una verdad como un templo.

El joven sacó un chelín y se lo entregó a Guillermo.

—Ve a comprarte unos caramelos —dijo.

Guillermo se metió el chelín en el bolsillo.

—Gracias —dijo—. Iré a comprarlos esta noche, cuando se hayan marchado todos ustedes.

Hubo otro silencio más profundo aún que los anteriores. Luego Ethel y el joven se pusieron a hablar juntos otra vez. Evidentemente, habían decidido hacer caso omiso de la presencia de Guillermo. Este escuchó con atención. Quería saber lo que se decía y el tono de voz que se empleaba para decirlo.

—Es el día de San Valentín la semana que viene —dijo Lorenzo muy sentimental.

—Oh, nadie se preocupa de eso hoy en día —repuso Ethel.

—Pues yo sí me voy a preocupar. Me parece una idea muy hermosa. Su significado, ¿comprendes…? Amor verdadero… Si yo te mando una «valentina», ¿la aceptarás?

—Eso depende de la «valentina» —respondió Ethel, sonriendo.

—Es el pensamiento que la inspira lo esencial —afirmó Lorenzo, más sentimental aún—. Es eso lo que importa. Ethel…, figuras en todos mis sueños…

—Estoy segura de que no.

—Sí que estás… ¿Te ha dicho alguien antes que eres un Murillo perfecto?

—La mar de gente —contestó Ethel tranquilamente.

—Estaba pensando en el amor a primera vista. El amor a primera vista, esa es la única clase de amor… Cuando te vi por primera vez, me dio un vuelco el corazón. (Lorenzo era lector de novelas por entregas). Creo que estamos predestinados el uno para el otro. Seguramente nos hemos conocido en existencias anteriores. Nosotros…

—¡Ya podía usted hablar más alto! —dijo Guillermo, irritado—. Habla tan bajo que apenas oigo lo que dice.

—¡«Cómo»!

El joven le dirigió una mirada de imponente rabia. Guillermo le devolvió la mirada sin inmutarse.

—No quiero decir que quiero que «grite» —dijo—, sino que hable lo bastante alto para que pueda oírle.

El joven se volvió a Ethel.

—¿Puedes echarte algo sobre los hombros y venir al jardín? —preguntó.

—Sí… Tengo una pañoleta en el vestíbulo —contestó Ethel poniéndose en pie.

Guillermo fue en busca de su gabán y les acompañó pacientemente por el jardín.

* * *

—¿Qué quiere decir la gente cuando dice que va a mandar una «valentina», mamá? —preguntó Guillermo aquella noche—. Yo creí que era un santo. No veo yo cómo puede mandársele un santo a nadie.

—¡Oh!, eso no es más que una forma de hablar, Guillermo —explicó vagamente la señora Brown.

—¿Una forma de qué?

—Quiero decir que es una especie de tarjeta de Navidad, sólo que es una «valentina». Quiero decir… Bueno, en mis días había caído en desuso ya; pero recuerdo que tu abuela me enseñó algunas que le habían mandado a ella… helechos secos y flores pegadas a un cartón… muy bonitas.

—A mí me parece la mar de tonto eso —dijo Guillermo después de pensarlo unos momentos en silencio.

—La gente era más romántica en aquellos tiempos —dijo la señora Brown con un suspiro.

—Oh, yo soy romántico —dijo Guillermo—, si eso significa estar enamorado. Yo estoy enamorado. Pero no veo el sentido común de mandar helechos pegados y cosas así… Sin embargo, voy a hacer todas las cosas que hagan.

—¿De qué estás hablando, Guillermo? —preguntó la señora Brown.

Entonces entró Ethel en la habitación. Miró con ira al niño.

—Mamá; Guillermo se ha portado abominablemente esta tarde.

—A mí me pareció que se portaba bastante bien, querida.

—¿Qué es lo que hice mal? —preguntó Guillermo con interés.

—Seguirnos a todas partes y escuchar todo lo que decíamos.

—Bueno, pero no hice más que escuchar creo yo —dijo Guillermo bastante indignado—. No os interrumpí más que cuando no os oía bien o no entendía. No hay nada malo en «escuchar».

—Pero… ¡es que no te «queríamos» nosotros allí! —exclamó Ethel, furiosa.

—¡Ah… eso! Bueno, pues, ¿qué culpa tengo yo de que no me «quiera» la gente?

Toda la casa parecía haberse contagiado del interés por el día de San Valentín. El trece de febrero, Guillermo se encontró con su hermano Roberto, que estaba envolviendo una caja de bombones.

—¿Qué es eso? —preguntó el niño.

—Una «valentina» —contestó Roberto con su sequedad característica.

—Bueno, la señorita Lomas dijo que era un santo y mamá que era un helecho pegado y ahora empiezas tú a decir que es una caja de bombones. Nadie parece saber qué es. ¿Para quién es?

—Para Doreen Dobson —contestó Roberto sin pararse a pensar y poniéndose muy colorado.

—¡Oye, tú! —exclamó Guillermo, indignado—. ¡A esa no! Es mía. Voy a hacer un helecho para ella. Es mía desde la clase bíblica.

—Cállate y lárgate —dijo Roberto.

Roberto era dos veces más alto que Guillermo.

Guillermo se calló y se largó.

* * *

La familia Lomas iba a dar una fiesta de Día de San Valentín y Guillermo había sido invitado, junto con Roberto y Ethel. Guillermo se pasó dos horas preparando su «valentina». No pudo encontrar un helecho, conque cogió una ramita de tejo en su lugar. No había tiempo para secarla, conque intentó pegarla a un papel tal como estaba. Al principio probó una hoja de papel de escribir y harina con agua, pero no consiguió más resultado que cubrirse él de engrudo. El tejo se negó a someterse a tratamiento. Era demasiado fuerte y demasiado grande para el papel. Afortunadamente, sin embargo, halló un trozo grande de cartón grueso, del tamaño de un tablero de dibujo aproximadamente, y un frasco de goma en la mesa de despacho de su padre. Fue preciso todo el contenido del frasco para pegar el tejo al cartón y la goma se mezcló en grandes cantidades con la harina y el agua que llevaba Guillermo ya en el traje y en su persona. Por fin examinó su obra.

—Bueno, no le veo yo la punta ahora que está hecho —dijo—; pero pienso hacer todas las cosas que hagan ellos.

Fue a ponerse el abrigo para ocultar el estado de su traje y se encontró con la señora Brown en el vestíbulo.

—¿Por qué llevas el abrigo, querido? —preguntó, solícita—. ¿Tienes frío?

—No. Sólo me estoy preparando para salir al té —contestó Guillermo.

—Pero no vas a ir a tomar el té hasta dentro de media hora o así.

—No; pero tú siempre dices que debo empezar a prepararme con tiempo.

—Sí, claro, querido. Me alegro que pienses tanto en los demás —dijo la señora Brown, emocionándose.

Guillermo pasó el tiempo que le quedaba antes de ir a la fiesta, inspeccionando su colección de insectos. Descubrió que se había escapado la araña y que el ciempiés estaba pegado a la mermelada de frambuesa y que no se podía mover. Lo despegó, lo lavó, y lo bautizó con el nombre de «Federico». Empezaba a ocupar ya el puesto de «Alberto» en su corazón.

Luego echó a andar en dirección a casa de la señorita Lomas, con su «valentina» debajo del brazo. Salió antes que Roberto y Ethel porque quería empezar a cortejar a la señorita Dobson antes de que llegara ningún rival.

La señorita Lomas abrió la puerta. Palideció levemente al ver a Guillermo…

—¡Ah…! Guillermo —dijo sin entusiasmo.

—He venido a tomar el té —dijo Guillermo. Luego se apresuró a agregar—: He sido invitado.

Has venido bastante temprano.

—Sí; pensé venir temprano para estar seguro de llegar a tiempo —dijo Guillermo, entrando y limpiándose los pies—. ¿En qué cuarto vamos a tomar el té?

Con un gesto de impotencia, la señorita Lomas le enseñó la sala desierta.

—A quien he venido a ver en realidad es a la señorita Dobson —explicó Guillermo, sentándose.

La señorita Lomas huyó de allí; pero la señorita Dobson no se presentó.

Guillermo se pasó el rato de espera forcejeando con su «valentina». La había llevado con el lado pegajoso contra el gabán y se le había pegado. Logró por fin arrancarla, dejando gran cantidad de goma y trozos de tejo pegados al gabán… Nadie acudió… Resistió la tentación de probar los pasteles que había en una mesita y se distrajo arrancándose trozos pegajosos de tejo del bolsillo y tirándolos al fuego desde donde estaba sentado. Muchos de ellos aterrizaron en la alfombra que había delante de la chimenea. Uno de ellos se adhirió a un jarrón chino de gran valor que había sobre la repisa. Guillermo contempló lo que quedaba de su «valentina» con cierta desilusión. La verdad… no le parecía nada bonita; pero si aquello era lo que hacían, lo haría él también… Nada más… Entonces empezaron a llegar los invitados. Roberto y Ethel se hallaban entre los primeros. La señorita Dobson entró con Roberto. El le entregó una hermosa caja de bombones.

—Una «valentina» —dijo.

—¡Oh, gracias! —dijo la señorita Dobson, ruborizándose.

Guillermo cogió su enorme hoja de pegajoso cartón con trozos de tejo adheridos a intervalos.

—Una «valentina» —dijo.

La señorita Dobson la contempló en silencio. Luego:


«La señorita Dobson la contempló en silencio.»

—¿Qué es, Guillermo? —preguntó con voz débil.

—Una «valentina» —contestó Guillermo con brevedad, molesto por la forma en que era recibida.

Roberto la condujo al hueco de la ventana, donde había dos butacas. Guillermo les siguió, llevándose una silla. Se sentó a su lado. Ambos hicieron como si no existiese.

—Es un día bastante hermoso, ¿verdad? —dijo Roberto.

—¿Verdad que sí? —respondió la señorita Dobson.

—Señorita Dobson —dijo Guillermo—; siempre estoy soñando en usted cuando estoy despierto.

—Qué idea más hermosa ha tenido con dar una fiesta el día de San Valentín —dijo Roberto.

—¿Lo cree usted así? —dijo, ruborosa, la señorita Dobson.

—¿Le ha dicho a usted alguien alguna vez que es usted un muro pequeño? —prosiguió Guillermo con tenacidad.

—¿Sabe? —murmuró Roberto—. Esta es la primera «valentina» que he dado en mi vida.

La señorita Dobson bajó la mirada.

—¡Oh…! ¿De veras?

—He estado pensando en el amor a primera vista —dijo Guillermo con voz monótona—. ¡Me llevé un susto cuando la vi la primera vez…! Yo creo que estamos «pre-existidos» el uno para el otro. Y…

—¿Me permitirá que la lleve a dar una vuelta en mi motocicleta mañana? —preguntó Roberto.

—¡Oh! ¡Con mucho gusto! —dijo la señorita Dobson.

—No… predestinados… eso es —dijo Guillermo.

Ninguno de los dos le hizo el menor caso. Se sintió deprimido y desilusionado. Después de todo, la muchacha aquella no era gran partido. No sabía por qué se había preocupado de ella en ningún momento.

—Está hecho un castigador, Guillermo —dijo el general Moult, que estaba junto a la chimenea.

—Usted perdone —dijo Guillermo.

—Digo que estás hecho un castigador con las señoritas.

—No es verdad —dijo Guillermo, indignado—. Yo no he castigado nunca a una mujer.

—Quiero decir que te gustan las muchachas.

—Yo creo que los insectos son mucho más agradables —dijo Guillermo, alicaído.

Guardó silencio unos instantes. Nadie le estaba haciendo el menor caso. Cogió su «valentina», que yacía en el suelo, y se marchó.

* * *

Los Proscritos estaban en el cobertizo viejo. Recibieron con alegría a Guillermo. Juanita estaba allí, con ellos. Guillermo le entregó el cartón.

—Una «valentina» —dijo.

—¿Qué es una «valentina»? —preguntó Juanita, que no asistía a la clase de la señorita Lomas.

—Algunos dicen que era un santo y otros dicen que es una caja de bombones y otros dicen que es un poco de helecho como este.

—¡Hay que ver! —exclamó Juanita, sorprendida—; pero no sabes cuánto te lo agradezco que me la hayas dado, Guillermo.

—Es una hoja de cartón estupenda —dijo Pelirrojo—, si raspamos esas hojas pegajosas y todo eso.

Guillermo ayudó a raspar el cartón, con el mismo celo que los demás.

—¿Cómo está «Alberto»? —preguntó Juanita.

Después de todo, no había ninguna como Juanita. Jamás volvería a ocurrírsele querer casarse con ninguna otra.

—Me lo quitaron —contestó.

—¡Oh! ¡No hay derecho, Guillermo!

—Pero tengo otro… un ciempiés… que se llama «Federico».

—¡Cuánto me alegro!

—Pero tú me gustas más que «ningún» insecto, Juanita —dijo con generosidad.

—¡Oh, Guillermo! ¿De «veras»? —exclamó Juanita profundamente conmovida.

—Sí… y voy a casarme contigo cuando sea mayor si me lo pides, pero sin que te diga estupideces románticas que nadie entiende…

—¡Oh, gracias, Guillermo…! No; no te pediré eso.

—Bueno… Ahora vamos a jugar a pieles rojas…

* * *

F I N