GUILLERMO Y TÍO JORGE
Fue Guillermo quien compró las gafas de concha. Se las compró por medio chelín a un niño que se las había comprado por un chelín a otro, al difunto abuelo del primo de cuya tía habían pertenecido.
Guillermo estaba la mar de orgulloso de ellas. Las llevaba puestas en la escuela durante toda la mañana. Con ellas lo veía todo borroso, pero soportaba a gusto esta incomodidad por el prestigio que su empleo le daba.
Pelirrojo se las pidió prestadas por toda la tarde y le salieron mal todas las cuentas porque no podía ver ni las cifras; pero esto era una pequeñez comparada con la alegría de llevar puestas unas gafas de concha. Douglas las pidió para el día siguiente y Enrique para el otro. Guillermo recibió muchas humildes peticiones de otros muchachos, que rechazó con frialdad. Las gafas de concha habían de ser la insignia de superioridad de los Proscritos.
El tercer día, uno de los maestros, que descubrió que las gafas de concha eran propiedad colectiva de Guillermo y de sus amigos y que, ópticamente hablando, resultaban innecesarias, prohibió que volviera a vérselas en el colegio. Entonces los Proscritos las usaron por turnos camino del colegio y entre clase y clase.
—Mi padre —dijo Douglas con orgullo, cuando paseaba por el pueblo con Pelirrojo y Guillermo—, mi padre tiene unas gafas y tiene que llevarlas puestas siempre.
—Pero no como estas —objetó Guillermo, que las llevaba puestas—. No unas gafas tan gruesas como estas.
—Bueno —dijo Pelirrojo—, pues yo tengo una tía que lleva la dentadura postiza.
—Eso no es nada —respondió Guillermo—>… Los dientes postizos no son como las gafas. Parecen dientes corrientes. No se puede ver que son dientes postizos.
—No; pero se les oye —afirmó Pelirrojo—. Dan chasquidos.
—Bueno —dijo Douglas—, pues mi primo conoce a un hombre que tiene un ojo postizo. Se está quieto mientras el otro mira a su alrededor.
—Bueno —dijo Guillermo, decidido a no dejarse ganar—, pues mi padre conoce a un hombre que tiene una pierna postiza.
—Me parece recordar haber oído hablar alguna vez —dijo Pelirrojo—, de un hombre que tenía todos los brazos y las piernas postizas y sólo el cuerpo de verdad.
—Eso no es nada —aseguró Guillermo, dando rienda suelta a su volcánica imaginación—. Yo he oído hablar una vez de un hombre que tenía el cuerpo postizo y nada más que las piernas y los brazos de verdad.
El aullido colectivo de burla emitido por sus compañeros, le advirtió a Guillermo que había rebasado los límites de la credulidad y, ajustándose las gafas con un gesto de despreocupación, continuó sin inmutarse:
—O tal vez lo soñara yo. No me acuerdo bien del todo cuál de las dos cosas es.
—Apuesto a que lo soñaste —dijo Pelirrojo, indignado—. Apuesto a que no es posible. ¿Cómo le funcionaría el estómago si no tenía uno de verdad?
—Y yo apuesto a que es posible —afirmó Guillermo—. Funcionaría con maquinaria y ruedas y resortes y cosas lo mismo que un reloj y tendría que darle cuerda todas las mañanas.
Los demás Proscritos quedaron impresionados por la seguridad con que lo dijo Guillermo.
—Bueno —advirtió Pelirrojo con cautela—; yo no digo que no sea posible. Yo sólo digo que no es probable.
Los profundos conocimientos de los recursos del idioma que presuponía este comentario, deprimieron a los demás y abandonaron apresuradamente el tópico.
—Yo sé andar como un hombre que tiene una pierna postiza —dijo Guillermo.
Y empezó a andar arrastrando una pierna.
—Bueno, pues yo sé hacer chasquidos con los dientes como si fueran postizos —anunció Pelirrojo.
Y se puso a morder al aire.
—Apuesto a que sé hacer como si tuviera un ojo de cristal —dijo Douglas, haciendo varios esfuerzos por mover un ojo y tener el otro quieto.
Siguieron andando en silencio, cada uno de ellos absorto en su tarea: Guillermo cojeando, Pelirrojo haciendo chasquidos y Douglas moviendo los ojos.
Un hombrecillo miope que los vio pasar se paró y se los quedó mirando con asombro.
—¡Caramba, caramba! —exclamó.
—Yo tengo una pierna postiza —condescendió a explicar Guillermo—, y este (señalando a Douglas), tiene un ojo de cristal y ese la dentadura postiza.
—¡Caramba, caramba! —exclamó el hombrecillo—. ¡Cuán extraordinario!
Le dejaron mirándoles boquiabierto.
Douglas, completamente bizco, tiró por el camino que conducía a su casa. Sufría el error de creer que, por fin había descubierto el truco de tener parado un ojo mientras movía el otro, aunque Guillermo y Pelirrojo le aseguraban sin cesar que estaba equivocado.
—Se mueven los dos.
—No es verdad. Uno de ellos se está quieto. Siento cómo se está quieto.
—Pues nosotros podemos verlo, ¿no? Debiéramos saberlo.
—Me tiene sin cuidado lo que podáis ver. Yo sé lo que hago, ¿no? Es mi ojo y lo muevo, y debiera saber yo cuando no lo estoy moviendo… ¡para que os enteréis!
Movió los dos ojos con ferocidad al despedirse.
Guillermo y Pelirrojo siguieron juntos, cojeando y haciendo chasquidos con gran determinación. De pronto se pararon los dos.
En la acera, cerca de una puerta había una silla con ruedas. En ella se veían una manta de viaje y una bufanda.
—Aquí está mi silla —dijo Guillermo—. Cansa mucho andar así con una pierna postiza todo el tiempo.
Se sentó en la silla tan bruscamente, que se le cayeron las gafas. Aun cuando resultaba un alivio ver el mundo con claridad, echaba de menos el aire de distinción que se imaginaba le daban y, cogiéndolas, se las volvió a encasquetar. La sensación de ser el poseedor de unas gafas de concha y de una pierna postiza a la vez, había sido muy agradable. Se envolvió la manta a las rodillas.
—Más vale que me empujes un poco —le dijo a Pelirrojo—. El tener dientes postizos no cansa. Tú eres el que debiera empujar.
Pero Pelirrojo, al revés de Guillermo, no se había cegado por completo representando su papel.
—Esta silla no es nuestra. Saldrá alguien y armará jaleo si nos ponemos a jugar con ella. Además —agregó con cierta indignación—, ¿cómo sabes tú que no cansa el tener dientes postizos? ¿Lo has probado alguna vez? Y permíteme que te diga que el hacer chasquidos con ellos, cansa. Me están doliendo las mandíbulas una barbaridad.
—¡Oh, vamos! —dijo Guillermo con impaciencia—; haz el favor de callarte con tu dentadura postiza. De todas formas yo creo que no se te descansarían las mandíbulas si te sentaras en una silla, ¿verdad? Una silla no puede descansarte la mandíbula ni los dientes, me parece a mí. Pero podría descansarme la pierna postiza y, de todas formas, sólo nos apartaremos un poco y no la echarán de menos antes de que la devolvamos y, además, supongo que no les importará prestarla para ayudar a un pobre viejo que tiene una pierna postiza y a otro que tiene la dentadura postiza.
—No veo yo lo que me ayuda a mí el empujarte a ti —contestó Pelirrojo con amargura.
—La dentadura postiza parece estarte volviendo muy gruñón —dijo Guillermo con severidad—. Oh, vamos… Saldrán dentro de poco.
Pelirrojo empezó a empujar la silla de mala gana primero; pero acabó cogiéndole gusto a la cosa. Corrió a una velocidad vertiginosa. Guillermo tenía el semblante iluminado por una sonrisa. Se sostenía las gafas de concha con una mano y con la otra se agarraba al costado de la silla, que se balanceaba de un modo alarmante al seguir Pelirrojo corriendo como una centella y haciendo eses. Se pararon a respirar al final de la calle.
—¡Eres muy buen empujador! —dijo Guillermo.
Era muy raro que Guillermo alabase a nadie. Pelirrojo, a pesar de estar sin aliento, pareció esponjarse.
—Oh, eso no es nada —contestó con modestia—. Podría ir diez veces más aprisa que eso. Pero estoy algo cansado de la dentadura falsa. Voy a dejar de hacer chasquidos un rato.
Guillermo se envolvió mejor en la manta y volvió a ajustarse las gafas.
—¿Parezco un pobre viejo? —preguntó con orgullo. Pelirrojo soltó una risa desdeñosa.
—No. Tienes cara de niño. No tienes arrugas, ni barbas, ni cara de vinagre como un viejo.
Guillermo dejó caer las comisuras de los labios e hizo una contorsión horrible con los ojos.
—¿Y ahora? —preguntó lo más claramente que pudo a través de su máscara de retorcidos músculos.
Pelirrojo le miró sin pasión.
—Ahora pareces una especie de mico.
Guillermo cogió la larga bufanda de punto que se hallaba en el fondo de la silla y se la envolvió a la cabeza y a la cara, hasta que sólo pudieron vérsele las gafas de concha.
—¿Y ahora qué? —preguntó con voz ahogada.
Pelirrojo le contempló en silencio un minuto. Luego dijo:
—Sí; ahora sí. Por lo menos pareces como si pudieras ser cualquier cosa ahora.
—Bueno —dijo Guillermo con aquella voz ahogada que parecía venir de muy lejos—. Pues hazte cuenta de que soy un viejo. Vuélveme a llevar allá… ¡despacio, que soy un viejo!
Iniciaron el viaje de regreso. Pelirrojo caminó muy despacio, más que nada porque era cuesta arriba y estaba aún sin aliento. Guillermo se hallaba recostado débilmente en la silla, gozando de su papel de inválido, asomando sus gafas de concha, con aire de profunda sabiduría, por entre la bufanda de lana.
De pronto se detuvo una mujer que pasaba.
—¡Tío Jorge! —exclamó en tono de bienvenida y de sorpresa.
Era alta, delgada, de cabello entrecano y aspecto bullanguero. Vestía gayamente.
* * *
—¡Caramba! ¡Esta sí que es una agradable sorpresa! —exclamó—. Cuando no contestaste a nuestra carta, creímos que no ibas a venir a vernos. De veras que sí. Y ahora te encuentro camino de casa. ¡Qué suerte para nosotros! Te hubiera conocido en cualquier parte, tío Jorge, aunque no hubiese reconocido la silla y la bufanda que te hice yo para tu último cumpleaños. ¡Cuánto me alegro que la uses! Y… ¡tienes tan buena cara…!
Soltó un leve beso sobre la bufanda de lana y se volvió a Pelirrojo.
—Este niño puede marcharse. Te puedo llevar yo hasta casa. —Le metió una moneda en la mano a Pelirrojo—. Vete, nene; ya me cuidaré yo de él.
Pelirrojo, después de echarle una mirada de aturdimiento, salió huyendo y la mujer empezó a empujar la silla. Guillermo se había quedado tan lleno de asombro, que, de momento, no se le ocurrió plan de acción alguno y se dejó empujar calle abajo. Con el instintivo deseo de ocultar su identidad, se había subido la manta hasta los codos y arreglado las extremidades de la larga bufanda para que le taparan la chaqueta. Miró con nostalgia a Pelirrojo, que estaba desapareciendo rápidamente en la distancia. De pronto la angulosa señora se inclinó y le gritó al oído:
—Y… ¿cómo estás, querido tío Jorge?
Guillermo miró, desesperado, a su alrededor, en busca de algún escape; pero no encontró ninguno. Comprendiendo que era necesaria alguna contestación y no queriendo correr el riesgo de que le delatara su voz, se limitó a gruñir.
—¡Cuánto me alegro! —aulló la mujer—. ¡Cuánto me alegro! Si tú crees que estás mejor, estarás mejor, como siempre te decía yo.
Con gran horror suyo, Guillermo vio que le empujaban por una verja muy grande y por una avenida arriba. Se sentía como si le hubiera capturado algún enemigo terrible. ¿Se escaparía alguna vez? ¿Qué le haría aquella horrible mujer en cuanto le descubriese? No podía respirar, apenas podía ver y no sabía lo que le iba a ocurrir… Volvió a gruñir con bastante ferocidad y ella se inclinó hacia el punto en que calculaba tendría la oreja y gritó:
—¡Mucho mejor, querido tío Jorge…! ¡Muchísimo mejor…! Todo es cuestión de fuerza de voluntad.
Le dejó en un prado pequeño y pasó por un hueco de un seto recortado artísticamente. Guillermo la oyó hablar con gente al otro lado.
—¡Ha venido! ¡Tío Jorge ha venido! —dijo la mujer en penetrante susurro.
—¡Ay de mí! —dijo otra voz—. ¡Es tan difícil…! ¿Qué haremos?
—Es rico. Sea como fuere, más cuenta nos tiene procurar contentarle un poco.
—¡Calla! ¡Te oirá!
—Quia; hace años que es más sordo que una tapia.
—¿Cómo le encontraste, Federica, querida?
—Por pura casualidad —contestó la interpelada con su voz alegre y chillona—. Le estaba empujando aquí un niño.
—Y, ¿le reconociste? La última vez que le viste fue hace diez años.
—Reconocí la silla de ruedas. Es la que acostumbraba usar la pobre tía Fernanda y llevaba, además, aquella bufanda que yo le hice. De todas formas, yo creo que le hubiera reconocido igualmente. No ha cambiado ni pizca, aun cuando está la mar de tapado. Ya sabéis que siempre le ha tenido miedo al aire… y ha encogido un poco, creo… ya sabéis que siempre le ocurre eso a los viejos… y me temo que sigue teniendo tan mal genio como siempre. Se enfadó bastante por el camino porque le dije que si quería estar bien estaría bien. Eso siempre le ha molestado. Pero yo he de ser fiel a mis principios, ¿no os parece?
—¿No sería mejor que fuera alguien junto a él? ¿No le molestará que le hayan dejado solo?
—Oh, no lo sé. No es muy sociable, ¿sabes…? y como es tan sordo como una tapia…
—Quizá sea mejor que les expliques a los muchachos, Federica…
—Ah, sí. Es vuestro tío abuelo Jorge, ¿sabéis…? es la mar de viejo, y no le hemos visto desde hace diez años. Y acaba de venir con su criado, ¿sabéis…? Ha alquilado una casa amueblada y, aunque le pedimos que viniera a vernos (es la mar de excéntrico, ¿sabéis…? se niega a ver a nadie en su propia casa), ni siquiera nos contestó y creímos que aún estaría enfadado. Le dije la última vez que le vi, hace diez años, que si quisiera hacerse la ilusión de que podía andar, podría andar… y le molestó; pero yo he de ser fiel a mis principios. Sea como fuere, le encontré, con gran sorpresa mía, camino de nuestra casa esta tarde y…
Federica se interrumpió para cobrar el aliento.
—Más vale que vayamos a su lado, querida. Tal vez se sienta solo.
Guillermo andaba muy lejos de sentirse solo. Estaba escuchando, con mezcla de interés y de aprensión, la conversación que se celebraba al otro lado del seto, y preguntándose si le verían si se arrastraba por el prado en dirección a la verja, o tal vez fuera mejor quitarse manta y bufanda y correr como una centella hasta la verja y luego calle abajo.
Casi había decidido hacer esto último, cuando se presentaron, de pronto, todos por el hueco del seto. Guillermo se quedó boquiabierto al verles. Delante iba Federica: la dama alta y ágil que le había capturado. A continuación, una señora de edad, con nariz romana, expresión de tenaz determinación y unos impertinentes. Luego un pastor protestante joven: tras él, un joven de recia musculatura, con chaqueta universitaria y, por último, una niña pequeña.
Guillermo conoció a la niña.
Se llamaba Emalina e iba al mismo colegio que Guillermo, y este la detestaba. Guillermo se permitió el desahogo de sacarle la lengua por debajo de la bufanda.
Pero se le fue el alma a los pies cuando vio que le rodeaban. Todos le contemplaron con el mayor interés. Miró de nuevo a su alrededor desesperadamente, buscando por donde escaparse; pero había pasado ya la ocasión. Como los enemigos del salmista, le encerraron por los cuatro costados. Nervioso, tiró para arriba de la manta, se extendió la bufanda y se encogió aún más en la silla.
—Te acuerdas de mamá, querido tío Jorge, ¿verdad? —aulló Federica, acercando la cara a la bufanda.
«—Te acuerdas de mamá, ¿verdad?»
La majestuosa dama se llevó los impertinentes a los ojos y tendió con dignidad una mano. Guillermo se limitó a gruñir. Empezaba a encontrar que el gruñido era cosa de gran efecto. Todos retrocedieron precipitadamente.
—¡Está con morro! —explicó Federica en su penetrante susurro—. ¡Con morro! Nada más que porque por el camino le dije que si él quería estar bien, estaría bien. Siempre le ha molestado que le diga eso; pero yo he de ser fiel a mis principios, ¿no…? aun cuando le haga ponerse así… Aun cuando me desheredara, no tendría yo más remedio.
—¡Calla, Federica! ¡Te oirá!
—No, querida; está sordo como una tapia.
Se inclinó sobre su oreja.
—¿Estás mejor de la sordera, tío Jorge? —aulló.
Parecía considerar al tío Jorge como algo de su exclusiva propiedad.
Guillermo volvió a soltar un gruñido.
El círculo retrocedió un paso más. La anciana pareció experimentar ansiedad.
—Me temo que está enfermo —dijo—. Espero que no será nada contagioso. Jaime, yo creo que será mejor que lo examines.
Federica tiró hacia delante de uno de los tímidos y reacios jóvenes.
—Este es tu nieto sobrino Jaime —gritó—. Querido tío Jorge: es estudiante de medicina, y le gustaría tanto hablar contigo…
Los demás se retiraron al otro extremo del prado y contemplaron la escena a distancia. Difícil sería saber cuál de los dos, Jaime o Guillermo, se sentía más desesperado.
—Ah…, ¿cómo estás, tío Jorge? —inquirió Jaime cortésmente. Luego, acordándose de la sordera de tío Jorge, cambió su voz, dulce de bajo en voz chillona de tenor—. ¿Cómo estás?
Guillermo no contestó. Se estaba preguntando cuánto tiempo pasaría antes de que uno de ellos le arrancara la manta, la bufanda y los lentes, y se decía que ojalá no fuese ninguno de los dos jóvenes, pues estos podrían administrarle un castigo.
—Ah…, ¿me permites… me permites que… ar… te tome el pulso? —preguntó Jaime. De pronto se acordó y aulló—: ¡Pulso!
Guillermo se sentó encima de las manos y gruñó. Jaime se enjugó la frente.
—Si pudiera verte la lengua… ah… la lengua… pareces estar sufriendo dolor… quizá… lengua… permite…
Echó mano a la bufanda que cubría el rostro de Guillermo. Este dio una brusca sacudida y emitió un gruñido feroz. Jaime dio un salto atrás, como si le hubieran mordido. Guillermo estaba perfeccionando el gruñido, en verdad.
Estaba adquiriendo un dejo de ferocidad salvaje, casi capaz de helar la sangre en las venas. Jaime le miró con aprensión. Luego, al empezar a surgir otro gruñido de la silla, fue a reunirse apresuradamente con los demás.
—Le he… examinado —dijo, haciendo un gesto como para aflojarse el cuello, y mirando aún, aprensivamente, en dirección a tío Jorge—. Le he… ah… examinado. No hay… ah… Fundamentalmente no le ocurre nada. Sólo… ah… sólo tiene un genio vil.
—En tal caso, creo que este es asunto para ti, Jonatán —dijo la anciana, sombría.
Federica arrastró al otro joven reacio hacia la silla.
—Este es tu nieto sobrino Jonatán —aulló—. Pertenece a la Iglesia. ¡Tiene más ganas de hablar contigo, querido tío Jorge…!
Saludando, con alegre movimiento de cabeza a las gafas de concha, se fue. Jonatán sonrió sin ganas. Luego se puso a gritarle a Guillermo, haciendo interpelaciones en voz baja:
—Buenas tardes, tío Jorge… Estamos encantadísimos de verte… Esperamos verte con frecuencia ahora… Queremos ser una familia feliz y unida… Esperamos… ah… esperamos… ah…
No se le ocurría otra cosa que esperar, conque, morado de tanto desgañitarse, se paró a recobrar el aliento. Guillermo, que estaba gozando en su papel, rio. Jonatán se fue con un suspiro de alivio. Se acercó a los otros, que miraban con expectación.
—No hay que preocuparse —dijo dándose aires—. El viejo está de buen humor ya… Las pocas palabras que le dije yo parecen haberle sentado la mar de bien.
Guillermo contempló al grupo, preguntándose qué irían a hacer a continuación y quién lo haría. Apenas se atrevía a moverse, por si se le caía la bufanda, la manta o las gafas y se descubría su verdadera personalidad.
De pronto vio a dos doncellas que salían de la casa y se dirigían al prado. Una de ellas llevaba una mesa y la otra una bandeja sobre la que había unos pasteles; al verlos se le hacía la boca agua a Guillermo. ¿Tendría… ¡oh…!, tendría que permanecer él en ayunas y ver a tan indigna gente comerse tan deliciosos pasteles y… ¡troncho…! ¡Una ensalada de frutas también!?
¡Oh! ¿No merecía él acaso algo de comida después de lo mucho que había tenido que pasar? Sus ojos brillaron hambrientos y anhelantes a través de las gafas de concha… Si se abriera un poco la bufanda… lo bastante para comer un poco de ensalada de frutas… y aquel pastel de chocolate… y el que tenía la capa de azúcar verde… Oh, y aquel de las nueces por encima… No era posible que el comer un poquito así le delatara. No podía pasar hambre eternamente.
Y, de todas formas, ¿qué iba a ser de él? No podía quedarse toda la vida sentado en una silla con ruedas en aquel jardín, pasando hambre y soltándole gruñidos a la gente… Estaba harto ya de ello; pero no sabía qué hacer… Tendrían que enterarse de la verdad tarde o temprano… y no sabía lo que harían cuando le descubrieran… y estaba harto de todo el asunto… y era culpa de Pelirrojo por largarse y dejarle y… Miró hacia el otro extremo del prado.
Con gran horror suyo, vio que Federica estaba lanzando a Emalina en su dirección. Emalina tenía una expresión extraordinariamente dulce y llevaba un puñado de rosas en la mano. Las depositó en la silla con una sonrisa confiada.
—Querido bisabuelo Jorge —dijo con su chirriona vocecita—. Todos estamos tan encantados de verte y te queremos tanto y…
Las personas mayores estaban contemplando el cuadro con sonrisas de orgullo y Guillermo preparaba el aliento para emitir un gruñido verdaderamente feroz, cuando de pronto, todo el mundo se volvió. Un viejo pequeñito, congestionado de ira, había aparecido, corriendo, por la avenida del jardín.
* * *
—¿Dónde está? —aulló el viejecito con rabia—. Me dijeron que había entrado aquí… mi silla…, ¿dónde está?
Guillermo no esperó a que le señalaran. Con admirable presencia de ánimo se arrancó manta y bufanda, tiró las gafas de concha, y corrió con toda su alma por el hueco del seto y a través del prado de atrás. El viejecito cogió una herramienta de arrancar cizaña que el jardinero había dejado abandonada, y se la tiró al niño. Le dio de lleno en el tobillo y le obligó a seguir la huida cojeando.
—Querido tío Jorge —le dijo Federica al viejo con voz arrulladora—. No sé lo que ha ocurrido, pero siempre dije que podrías andar divinamente si quisieras.
Con un bramido de furia, el viejo se volvió contra ella, cogió la ensaladera y se la vació encima.
Entre tanto el estudiante de medicina de recia musculatura había alcanzado a Guillermo en el preciso instante en que llegaba a la verja y, a pesar del pataleo del niño, le estaba administrando un buen correctivo físico… Algunas veces el castigo alcanzaba a Guillermo…
* * *
Al día siguiente, Guillermo se encontró con Pelirrojo camino de la escuela.
—Pues sí que eres tú valiente, ¿verdad? —dijo con sarcasmo—. Mira que marcharte y dejarme y no salvarme ni nada…
—¡Hombre, eso sí que me gusta! —exclamó Pelirrojo, indignado—. Me gustaría saber qué querías tú que hiciera. Te empeñaste en ir montado y que empujara yo. Si no hubieras sido egoísta y hubieses empujado y hubieras dejado que montara yo, te hubieses salvado tú.
El argumento no admitía réplica; pero, mientras Guillermo intentaba encontrar una contestación, Pelirrojo dijo con desdén:
—¿Aún estás ensayando eso de tener una pierna postiza? Yo dejé de hacer chasquidos hace tiempo. Creía que estarías cansado ya de ese juego.
—Pues no lo estoy —contestó Guillermo con sorprendente serenidad—. Voy a seguir una temporada así, nada más que para demostrarte que puedo hacerlo.
En aquel instante apareció Emalina en la carretera, con las gafas de concha puestas sobre sus narices.
—¡Oye! ¡Esas son nuestras! —exclamó Pelirrojo.
—¡Oh, no! —dijo Emalina con una risa aguda, de triunfo—. Las encontré en nuestro jardín. Son mías ahora. Tú pregúntale a Guillermo Brown cómo las encontré en nuestro jardín. Pero son mías ahora… para que te enteres.
Durante un momento Guillermo quedó desconcertado. Luego apareció en su rostro una sonrisa de beatitud.
—¡Querido tío bisabuelo Jorge! —le imitó en voz muy aguda—. Estamos todos tan encantados de verte…, te queremos tanto…
Emalina soltó un aullido de ira y echó a correr por la carretera, sujetándose las gafas con una mano.
—¡Booooo! —sollozó—. ¡Qué Guillermo Brown más malo! ¡Entra en nuestro jardín, y respira nuestro aire y pisotea nuestras flores y enfada a tío Jorge y echa a perder nuestra ensalada de frutas y me insulta a mí…! ¡Guillermo malo…! ¡Son mis gafas, ea…! ¡Bo… booooo!
—Oye, ¿qué pasó ayer? —preguntó Pelirrojo cuando la niña hubo desaparecido.
—¡Ah!, casi me he olvidado ya —contestó evasivamente Guillermo—. Les gruñí y les asusté una barbaridad y me quedé sin té y me tiró algo… Oh, la mar de cosas así… casi me he olvidado ya… Pero ¿cuánto te dio ella?
—Seis peniques —respondió Pelirrojo con orgullo, sacándose la moneda del bolsillo.
—¡Vamos! —exclamó Guillermo alegremente, y echando a caminar cojeando—. Vamos a gastárnoslo.