LA CASA ENCANTADA
—Bueno, tú dímelo —exigió Guillermo—; tú dime una razón para que no cavemos buscando oro.
—Pues porque no encontraremos ninguno —respondió sencillamente Douglas.
—¿Cómo lo sabes tú? ¿Quién te dice a ti que no? ¿Lo has probado alguna vez? ¿Has cavado para ver si encontrabas oro? Pues, entonces, ¿cómo sabes tú que no vamos a encontrarlo?
—Pues por eso; porque nadie ha encontrado, nunca… porque lo hubieran hecho si hubiese sido posible.
—No se les ocurrió hacerlo —dijo Guillermo con impaciencia—. Es que no se les ocurrió siquiera. En los prados y en los bosques por ejemplo… nadie ha cavado allí nunca y, a lo mejor, está todo lleno de oro y de joyas y de cosas. ¿Cómo puede saberlo nadie hasta que lo haya probado? A la gente de Inglaterra no se le ha ocurrido pensar en eso… No es nada más que eso.
—Bueno —dijo Douglas, cansándose de la discusión—; no tengo inconveniente en cavar un poco y probar.
—No se conoce en seguida el oro —afirmó Guillermo dándose importancia—. Hay que lavarlo en agua y entonces aparece de pronto. Conque será mejor empezar a cavar cerca de donde haya agua.
Iniciaron sus operaciones a la mañana siguiente junto a la laguna y llevaban dos horas cavando con toda la paciencia del mundo, cuando les echó de allí el labrador Jenks, con la ayuda de una lluvia de piedras y palos, y de un perro. El lavado de la tierra había sido la única parte que les había divertido de verdad y gran parte del barro resultante lo llevaban pegado aún a la ropa. Echaron a andar por la carretera.
—Bueno, pues no hemos encontrado mucho oro aún, ¿verdad? —dijo Douglas con sarcasmo.
—¿Crees tú que los buscadores de oro de… de…? —Guillermo andaba bastante flojo de geografía, con que decidió saltarse el nombre del lugar exacto—. Bueno, ¿crees tú que los buscadores de oro lo encontraban en una mañana? Apuesto a que se tarda semanas y semanas.
—Pues si tú crees que yo voy a cavar semanas y semanas, estás equivocado —aseguró Douglas con firmeza.
—Bueno, ¿dónde podemos encontrar más agua para cavar al lado de ella? —preguntó Pelirrojo, que era más práctico.
—Es una tontería cavar al lado del agua. Apuesto a que yo vería el oro en la tierra si lo había sin necesidad de lavarla —dijo Enrique.
—Y yo apuesto a que no —contestó Guillermo, indignado—. He leído novelas de eso, y eso es lo que dicen. ¿Crees que eres tú más listo que todos los buscadores de oro de… de… de esos sitios?
—Sí que lo creo si ellos no pueden ver el oro sin lavar la tierra —afirmó Enrique.
—De todas formas, ¿dónde hay más agua? —preguntó Pelirrojo, quejumbroso.
Pasaban por delante de una casa vieja que se alzaba en un jardín muy grande. La casa llevaba vacía más de un año porque el último propietario había muerto en circunstancias misteriosas; pero ese detalle no afectaba en absoluto a los Proscritos. Un arroyo cruzaba el abandonado jardín. Guillermo atisbo por el seto.
—¡Agua! —exclamó, excitado—. Vamos a buscar oro aquí.
Dirigidos por Guillermo, se metieron por el seto y caminaban, gozosos, por la hierba que casi les llegaba a la cintura.
—¡Es exactamente igual que una selva virgen! —gritó Guillermo—. ¡Ahora sí que podemos imaginarnos que estamos en… en… en sitios en que se busca oro de verdad!
Cavaron laboriosamente durante media hora. Guillermo tenía una pala que se había llevado de su casa en un momento de descuido del jardinero. (Por cierto que en aquel instante este andaba buscándola como un loco por el jardín, el cobertizo y el invernadero. Empezaba ya a pensar enfurecido en la posibilidad de que la hubiera hecho desaparecer Guillermo). Pelirrojo tenía un cogedor de carbón, agujereado, que había sacado de la basura. Enrique llevaba una palita de madera que le había quitado a su hermana cuando estaba distraída; y Douglas empleaba una tabla. Echaban la tierra que iban sacando al arroyo, revolviéndola con las palas.
—¡A mí me parece una idea tonta! —objetó Enrique de nuevo—. ¡Sólo es hacer barro! Me parece a mí que es más fácil que se pierda el oro tirando la tierra al agua. No me hubiese extrañado que estuviéramos perdiendo una barbaridad, ya que se habrá ido al fondo entre los guijarros. No hemos encontrado nada, de todas formas.
—Bueno, pues yo te digo que se hace así —insistió Guillermo con impaciencia—. Es como lo hacen. Lo he leído. Si no fuese así, no lo harían, ¿no os parece? ¿Crees tú que los buscadores de oro de… de esos sitios lo harían si no fuese así?
—Sea como fuere, yo empiezo a cansarme ya —aseguró Enrique.
Expresó la opinión de todos. Hasta el entusiasmo de Guillermo se estaba desvaneciendo. Parecía un procedimiento muy caluroso y cenagoso de conseguir oro… y, además, no parecía conseguirse nada.
Douglas había soltado ya su pala y echado a andar hacia la casa. Tenía pegado la nariz al cristal sucio y resquebrajado de una ventana. De pronto gritó, excitado:
—¡Escuchad…! ¡una rata…! ¡hay una rata en este cuarto!
Los Proscritos soltaron las palas de buena gana y corrieron hacia la ventana. Había una rata, en efecto. Estaba sentada sobre los cuartos traseros, atusándose los bigotes y mirándoles con impertinencia. Los buscadores de oro se olvidaron por completo del precioso metal.
—¡Abre la ventanal.
—¡Vamos a cogerla!
—¡Cojámosla! ¡Troncho! ¡Hay que cogerla!
La ventana se abrió en seguida. Dando un grito de alegría, Guillermo saltó dentro del cuarto seguido de los demás Proscritos, que expresaban su satisfacción dando alaridos. Después de dirigirles una mirada de pánico, la rata desapareció por un agujero.
Pero la casa les resultaba emocionante a los Proscritos. Saltaron sobre los suelos de madera, despertando los ecos de las habitaciones vacías; resbalaron por la balaustrada, que estaba cubierta de polvo; encontraron un agujero en el suelo y arrancaron todas las tablas podridas de su alrededor; exploraron las alcobas, el desván, los sucios sótanos que carecían de ventilación. Encontraron cuatro ratas y las persiguieron dando ensordecedores gritos.
Estaban borrachos de alegría. Tenían las manos y la cara cubiertas de polvo, y el cabello lleno de telarañas. Luego Guillermo y Pelirrojo se instalaron en el piso y dijeron que era su castillo y Enrique y Douglas cargaron desde la planta baja intentando tomarlo por asalto, y todos rodaron escaleras abajo, hechos una masa de piernas, brazos y telarañas. Por último, formaron una procesión y recorrieron todos los cuartos pisando con todas sus fuerzas los suelos de madera y cantando a voz en grito. Se habían olvidado por completo de sus ganas de encontrar oro.
—Escuchad —dijo Guillermo por último, sudoroso, sucio, jadeante y feliz—; este resultaría un sitio estupendo para reunirse, ¿verdad? Mejor que el cobertizo.
—Sí; pero tendríamos que meter menos ruido —dijo Pelirrojo—, si no nos oirá la gente y armará jaleo como hace siempre.
—Bueno dijo Guillermo con severidad; —tú has estado haciendo más ruido que nadie.
—Y usemos sólo la parte de atrás —dijo Enrique—, si no la señorita Hatherley nos verá desde su ventana y vendrá a meterse con nosotros.
Guillermo conocía a la señorita Hatherley, desde cuya casa se veía la fachada del edificio abandonado. Tenía motivos sobrados para conocerla. Roberto estaba locamente enamorado de Marión, sobrina de la señorita Hatherley, y esta no veía con buenos ojos a Roberto, porque no tenía dinero, porque aún estaba estudiando en la Universidad, porque montaba una motocicleta que metía mucho ruido, porque dejaba caer ceniza del cigarrillo en las alfombras de su casa, porque nunca se limpiaba los zapatos en la estera antes de entrar y porque asustaba a su canario. A Guillermo le miraba con peores ojos aún y por razones demasiado numerosas para citar.
* * *
La casa vacía se convirtió en punto de reunión de los Proscritos y el cobertizo fue abandonado. Siempre entraban cautelosamente por un agujero del seto, mirando primero, de un lado a otro de la carretera para asegurarse de que nadie les veía. La casa servía para muchas cosas además de ser punto de reunión. Era una guarida de contrabandistas, un castillo, una isla desierta, un campo de batalla y un campamento de pieles rojas.
Fue Guillermo, naturalmente, quien propuso una fiesta a medianoche, idea que fue recibida con alborozo por sus compañeros. A la noche siguiente se levantaron todos y se vistieron cuando el resto de sus familiares se hallaba en la cama.
Guillermo se deslizó por el peral que crecía hasta la ventana de su alcoba. Pelirrojo salió por la ventana del cuarto de baño y se arrastró por encima de la pared del jardín hasta llegar a la puerta. Douglas y Enrique se escaparon por las ventanas de la planta baja. Todos estaban emocionados por la aventura. Nada les hubiera sorprendido encontrarse con un piel roja en pie de guerra, o con un contrabandista tuerto armado de pistolas y puñales, o con una manada de leones y tigres, o incluso, a pesar del desprecio con que trataban los cuentos de hadas, con una bruja y su gato y su escoba. Guillermo se había llevado su pistola de juguete y un buen puñado de pistones por si se encontraban con algún ladrón.
—Ya sé que no los mataría —reconoció—; pero el ruido les haría creer que era una pistola de verdad y les asustaría. Da un estampido muy grande. Aunque yo no les tengo ni pizca de miedo —se apresuró a decir.
Pelirrojo llevaba un palo que le había parecido sería útil para matar culebras. Tenía la idea de que todas las carreteras estaban infestadas de culebras venenosas por la noche. Entraron en la casa, turbando a varias ratas que huyeron al aproximarse ellos.
Se sentaron alrededor de un cabo de vela que a Enrique se le había ocurrido llevar. Comieron sardinas, bollos, queso, mermelada, y pasteles, y coco disecado, sentados en el polvoriento suelo del cuarto vacío, cuyo papel colgaba en tiras de la pared, mientras las ratas chirriaban, indignadas, detrás del zócalo, y la Luna, pálida de sorpresa, atisbaba por los sucios cristales de la ventana. Comieron en feliz silencio y bebieron limonada y agua de regaliz que había traído Guillermo.
—Hagámoslo otra vez mañana también —dijo Enrique cuando se levantaban para marcharse.
Y todos expresaron con avidez su conformidad.
* * *
La señorita Hatherley era miembro de la Sociedad para el Fomento del Pensamiento Elevado. La Sociedad para el Fomento del Pensamiento Elevado había agotado casi todas las ramas del pensamiento elevado y casi se había visto obligada a volver a empezar por la Sublimidad o la Relatividad. (No tenían muchos deseos de hacerlo porque, a pesar de que habían celebrado un debate para cada una de estas cosas, aún no estaban muy seguros de lo que querían decir).
Pero la semana anterior, alguien había propuesto como tópico la Revelación Psíquica, y tuvieron una reunión bastante animada. La señorita Sluker tenía un primo cuya esposa creía haber oído un fantasma. La señorita Sluker, que era muy concienzuda, agregó que la esposa de su prima nunca había tenido la seguridad completa y había admitido la posibilidad de que, en lugar de fantasmas, se tratase de un ratón. La señora Moote tenía una tía que había soñado en su hermana y, al día siguiente, su hermana había encontrado unas gafas que había perdido varias semanas antes. Pero nadie más había experimentado fenómeno psíquico alguno que relatar.
—Es preciso que celebremos otra reunión y que reunamos datos todos —dijo la presidenta.
—¿Qué quiere decir con «datos»? —le preguntó la señorita Simky a su vecina en un susurro.
—Es una palabra francesa que significa «relatos de fantasmas o aparecidos» —aseguró la interrogada.
—¡Oh! —exclamó la señorita Simky, dándose por satisfecha.
La reunión siguiente se celebró en casa de la señorita Hatherley.
Los datos no fueron muy extensos. La señorita Eufemia Barney había descubierto que su tío había muerto en el mismo día y en el mismo mes en que naciera; pero, después de mucho discutir, se decidió que aquello, aunque interesante no constituía una experiencia psíquica. La señorita Whate habló a continuación. Dijo que la fotografía de su tío se había caído del clavo en que estaba colgada cinco semanas justas después de su muerte. Estaban moviendo los muebles, agregó, y alguien había dejado caer el piano, pero en fin… era un dato a no dudar.
—Yo no puedo contar nada por experiencia propia —dijo la señorita Simky—; pero he leído datos muy emocionantes en revistas y publicaciones así. Supongo que eso no valdrá, sin embargo.
Luego habló la señorita Hatherley, temblando de emoción.
—Tengo una revelación muy importante que hacer —dijo—. He descubierto que en el antiguo domicilio del coronel Henks hay fantasmas.
Hubo un momento de silencio. Los ojos de los miembros de la Sociedad para el Fomento del Pensamiento Elevado casi saltaron a través de los cristales de sus respectivas gafas y cayeron al suelo.
—¡Fantasmas! —aullaron a coro.
Y la señorita Simky se colgó de su vecina, aterrada.
—¡Escuchen! —dijo la señorita Hatherley—. La casa está vacía y, sin embargo, yo he oído voces y pasos… pasos que parecían los del coronel Henks. Anoche (el círculo de ojos como platos y bocas abiertas de par en par se estrechó), anoche los oí claramente a medianoche y estoy convencida de que el espíritu del coronel Henks está intentando llamar mi atención. Creo que tiene un mensaje para mí.
La señorita Simky emitió un agudo grito y fue conducida al comedor para que pudiera tener un ataque de histeria cómodamente entre felpudas alfombras y cojines.
—Esta noche iré allí —anunció la señorita Hatherley.
Todas las fomentadoras del Pensamiento Elevado gritaron aquella vez.
—No lo haga, querida —dijo la señorita Eufemia Barney—. Oh, suena tan… tan poco seguro y… ¿cree usted que es… decoroso?
—¿Decoroso? —exclamó la señorita Hatherley, indignada—. ¿Acaso puede haber indecoro en un espíritu?
—Oh…, no, querida… claro… tiene usted razón —murmuró la señorita Eufemia Barney temblando ante la mirada de la señorita Hatherley.
—Iré esta noche —repitió la señorita Hatherley, dirigiendo otra mirada de indignación a la señorita Eufemia—, y recibiré el mensaje. Quiero que se reúnan ustedes todas conmigo, aquí, a esta misma hora, mañana, y les contaré lo que me haya sucedido.
La Sociedad para el Fomento del Pensamiento Elevado discutió la decisión, pero acabó cediendo.
—¡Qué heroína! ¡Cuán valerosa! ¡Cuán psíquica! —murmuraban las socias al dirigirse a sus casas.
—Qué relato más emocionante resultará —observó la señorita Simky, que se había restablecido ya de su ataque y se sentía muy alegre.
* * *
Guillermo estaba deslizándose escalera abajo. Hacía demasiado viento para que pudiera usar el peral e iba a salir por la ventana del comedor. Llevaba el abrigo puesto por encima del pijama y, en los brazos, diez manzanas pequeñas que eran la parte con que él contribuía al banquete y que había sacado en secreto del desván durante el día. ¡Zas…!, ¡pum…, pum…, pum…! Tres de las manzanas se le escaparon y rodaron ruidosamente por la escalera.
—¡Atiza! —exclamó, aterrado.
Nadie parecía haberle oído, sin embargo. La casa estaba sumida en el más profundo silencio. Todos dormían. Guillermo recogió las tres manzanas y dejó caer otras dos al hacerlo, por fortuna sobre la alfombra. Miró a su alrededor con ansiedad. Sus brazos parecían inadecuados para sujetar diez manzanas; pero había prometido llevar diez y estaba decidido a cumplir su promesa. Tenía los bolsillos llenos de galletas.
Miró en torno suyo en el vestíbulo, que la Luna iluminaba. ¡Ah, el maletín de Roberto! Estaba encima de una de las sillas. Roberto había estado pasando unos días en casa de un amigo y había regresado tarde aquella noche. Se había llevado la maleta grande a su cuarto, dejando el maletín encima de una silla. Seguía en el mismo sitio.
¡Magnífico! Le serviría a Guillermo para llevar las manzanas. Lo abrió. Había unas cuantas cosas dentro; pero Guillermo no podía detenerse a sacarlas. De todas formas, sobraba sitio para las manzanas. Las metió dentro, cogió el maletín y se dirigió a la ventana del comedor.
* * *
El banquete de medianoche estaba en todo su apogeo. Enrique se había olvidado de las velas; Douglas estaba medio dormido; Pelirrojo tenía unos dolores muy fuertes en la barriga, como consecuencia del banquete de la noche anterior, y Guillermo estaba distraído. Por lo demás, todo iba bien…
Alguien había tenido la ocurrencia de darle a Guillermo una máquina fotográfica el día anterior, y estaba pensando en ella. Había sacado tres instantáneas y las iba a revelar al día siguiente. Le había vendido su arco y sus flechas a un compañero de escuela para poder comprar las sustancias químicas necesarias. Mientras mascaba las manzanas, los pasteles, los bombones, las cebollas en vinagre y las pasas de que se componía el banquete, estaba revelando y fijando, mentalmente, las instantáneas. Nunca lo había hecho antes. Esperaba divertirse mucho haciéndolo, jugando y removiendo líquidos en unas fuentecitas pequeñas y todo eso.
De pronto, cuando mascaban y discutían perezosamente las respectivas ventajas de los tiradores y de los arcos y flechas (Pelirrojo acababa de cambiar su arco y sus flechas por un tirador), se oyó en la casa silenciosa y vacía el ruido de la puerta de la calle que se abría. Los Proscritos se miraron unos a otros boquiabiertos. Unos pasos empezaban a subir la escalera.
—¡Habla! —gritó de pronto una voz sonora y vibrante en la escalera, dando un susto de órdago a los Proscritos—. ¡Habla! ¡Dame tu consejo!
A los Proscritos se les puso el pelo de punta.
—¡Un fantasma! —susurró Enrique, castañeteándoles los dientes.
«A los Proscritos se les puso el pelo de punta.»
—¡Troncho! —exclamó Guillermo—. Vamos a largarnos.
Salieron silenciosamente por la otra puerta, bajaron la escalera de servicio, saltaron por la ventana y echaron a correr carretera abajo como si les persiguiera el mismísimo diablo.
Entre tanto, arriba, la señorita Hatherley empezó pegándose, majestuosamente, de narices contra la puerta cerrada, y luego tropezó con el maletín de Roberto, que los Proscritos habían olvidado en su huida, y dio de narices en el suelo.
* * *
Roberto fue a ver a su adorada al día siguiente para volverle a jurar que su amor era eterno. Ella bostezó repetidas veces. Empezaba a encontrar el amor de Roberto algo monótono. La joven no se distinguía por su constancia. Ni Roberto tampoco.
—Oye —dijo ella, interrumpiéndole cuando empezaba a decirle por décima vez que había pensado en ella durante todo el día y soñado con ella toda la noche y que había escrito muchas poesías de ella, pero que se las había dejado olvidadas—; oye, ven adentro. Están haciendo algo en la sala… mi tía y las fomentadoras del Pensamiento Elevado, ¿sabes? No sé exactamente de qué se trata… algo psíquico, según mi tía; pero debiera de resultar sumamente distraído.
De bastante mala gana, Roberto la siguió a la sala, donde estaba reunida la Sociedad. Las «pensadoras elevadas» miraron con frialdad a Roberto. No se tenía una opinión muy buena de él en los círculos de Pensamiento Elevado.
Se notaba cierto aire de emoción en el cuarto al levantarse la señorita Hatherley y hablar.
—Entré en la casa encantada —empezó a decir con voz baja y trémula—, e inmediatamente oí… ¡VOCES! (La señorita Simky se asió, llena de pánico, a la señorita Sluker). Subí la escalera y oí… ¡PASOS! (La señorita Eufemia Barney exhaló un gritito). Yo seguí adelante, impertérrita. (Las «pensadoras elevadas» emitieron un murmullo de admiración). Y, de pronto, reinó un silencio profundo; pero yo sentí una… ¡PRESENCIA! Me guió… me guió a lo largo de un pasillo… la ¡SENTÍ! Me guió hasta un cuarto… (La señorita Simky volvió a gritar). Y en el cuarto encontré… ¡ESTO!
Con un gesto dramático, presentó el maletín de Roberto.
—Aún no lo he investigado. Quería hacerlo, primero, en presencia de ustedes. («¡Cuán noble!», murmuró la señorita Moote). Estoy segura de que esto es lo que el coronel Henks ha estado intentando enseñarme. Estoy convencida de que esto derramará luz sobre el misterio de su muerte… Voy a abrirlo.
—Si contiene restos humanos —exclamó la señorita Simky, temblorosa—, yo me desmayaré.
Con gesto de determinación, la señorita Hatherley abrió el maletín. De él sacó, primero, un par de calcetines azules descoloridos y muy zurcidos; luego una camisa que tenía un agujero; a continuación, un traje de baño y, por último, un pantalón blanco muy sucio.
Las «pensadoras elevadas» parecieron aturdidas. Pero la señorita Hatherley no se inmutó siquiera.
—¡Son indicios, pistas! —aseguró—. Son pistas si sabemos ordenarlas debidamente. Algo deben significar. ¡Ah, aquí hay un cuaderno de notas! ¡Esto lo explicará todo!
Abrió el libro de notas y empezó a leer:
«Oh, Marión, de rostro hermoso, de cabello tan sedoso, de corazón tan leal: como tú no ha habido igual.
Mas un dragón te tiene encadenada y horrible te vigila noche y día:
la bruja horrible, cruel y desdentada: la señorita Hatherley a quien llamas tía».
—Estos calcetines están marcados con el nombre de Roberto Brown —exclamó de pronto la señorita Sluker, que había estado examinando los «indicios».
La señorita Hatherley lanzó un aullido de rabia y se volvió hacia el rincón en que se había hallado Roberto.
Pero Roberto había desaparecido.
Al ver su maletín, se había puesto encarnado.
Al ver sus calcetines, se había puesto morado.
Al ver su camisa, se había puesto verde.
Al ver su pantalón, se había puesto blanco.
Al ver su cuaderno de notas se había puesto amarillo.
Al empezar la señorita Hatherley a leer, dijo algo de sentirse mareado y salió, sin llamar la atención, por la ventana. Marión le siguió.
—Vaya —dijo la muchacha con severidad—, valiente lío has armado. Pero…, ¿qué has estado haciendo?
—No sé lo que pensarás de esos calcetines —dijo Roberto roncamente—, zurcidos con lana de distintos colores… No me los pongo nunca. No sé por qué estaban en el maletín.
—No se me había ocurrido pensar en ellos siquiera —contestó ella con brusquedad.
Iban andando por la carretera en dirección a la casa de Roberto.
—Y la camisa —prosiguió él con voz hueca—, con el agujero tan grande. No sé qué pensarás de mis cosas. Da la casualidad que acababa de rompérmela. En realidad, nunca llevo cosas así.
—Oh, ¿querrás callarte ya? Me tiene sin cuidado lo que lleves o lo que dejes de llevar. Pero me asqueas por escribir versos estúpidos de mí para que los lean esas cuadrúpedas —contestó ella con ferocidad—. Y ¿por qué le diste tu maletín, so memo?
—Yo no se lo di, Marión —contestó Roberto, alicaído—. De veras que no. Es un misterio para mí cómo puede haber llegado a sus manos. He estado buscando ese maletín todo el día por todas partes. ¡Es un misterio!
—¡Oh, no repitas tanto eso! ¿Qué piensas hacer? Eso es lo interesante.
—Voy a suicidarme —contestó Roberto, sombrío—. Ahora que tú te vuelves contra mí, no tengo nada por qué vivir.
—No te creo capaz de suicidarte —dijo Marión, agresiva—. ¿Cómo piensas hacerlo?
—Tomaré veneno.
—¿Qué veneno? No creo que sepas tú lo que son venenos. ¿Qué veneno?
—Ah…, ácido prúsico.
—No podrías conseguirlo. No te lo venderían.
—Pues la gente consigue venenos —dijo Roberto, indignado—. Siempre ando leyendo de gente que tomó veneno.
—Pues tendrá que tener esa gente más sentido común que tú —le dijo Marión con crueldad—. No será gente que se deje el maletín y versos estúpidos por todas partes para que los encuentren los demás.
Habían llegado a casa de Roberto, y estaban parados debajo de la ventana de Guillermo.
—Conozco una infinidad de venenos —aseguró Roberto con dignidad—. No te diré lo que pienso tomar. Voy a…
En aquel momento, Guillermo, que había estado fijando (no con mucho éxito), sus instantáneas y que empezaba a recoger las cosas, tiró el contenido de la fuente de revelador por la ventana. Cayó sobre Roberto y Marión. Durante un instante, ambos quedaron mudos de sorpresa y de solución de hiposulfato de sodio. Luego Marión, dijo furiosa:
—¡Bestia! ¡Te odio!
—¡Oh! —exclamó Roberto—. Yo no tengo la culpa, Marión. No sé lo que será. De veras, no fui yo…
Parte del fijador le había entrado a Roberto en la boca y estaba intentando escupirlo de la forma más cortés posible.
—De tu casa salió —contestó Marión con ira—. Y me ha echado a perder el sombrero y te odio y no te volveré a dirigir la palabra en mi vida.
Dio media vuelta y se fue, secándose el cuello con un pañuelo.
Roberto la miró hasta que hubo desaparecido de su vista. Luego se metió en casa. Conque le habían echado a perder el sombrero, ¿eh?, y ¿qué era un sombrero después de todo? A él le habían echado a perder el traje, echado a perder por completo. Y le gustaría saber cómo había llegado su maletín a manos de aquella fiera. Apostaría una libra esterlina a que el granuja de Guillermo tendría algo que ver con el asunto. Siempre andaba metido en aquella clase de cosas.
Decidió no suicidarse después de todo. Decidió vivir años y años y años para hacerle imposible la vida al sinvergüenza de su hermano… ¡si podía!