EL GATO Y EL RATÓN

El ruidoso fracaso de Guillermo como estudiante de ciencias no fue debido a falta de interés. Fue más bien consecuencia de su exceso y de celo. A Guillermo le gustaba hacer experimentos. Le gustaba poner dos o tres ingredientes más para ver lo que pasaba. Le gustaba calentar las cosas precisamente cuando le decían que no las calentara, nada más que por ver qué ocurría. Y ocurrían cosas raras. En más de una ocasión Guillermo se quedó sin cejas y sin pelo de delante. Cuando se encontraba en tales condiciones, se sentía orgulloso de sí mismo. Creía que todo el que le miraba debía de imaginarle protagonista de alguna aventura desesperada. Cultivaba un ceño severo con sus cejas peladas. Al profesor de ciencias le era bastante simpático Guillermo. Le obligaba a quedarse muchas horas en el laboratorio, después de las horas de colegio, lavando innumerables probetas y limpiando las mesas como castigo a sus experimentos no autorizados; pero, por regla general, se quedaba él también, fumando junto a la chimenea, y haciéndole expresar a Guillermo sus ideas sobre la vida en general. En más de una ocasión aceptó de manos de Guillermo la ofrenda de una barrita de regaliz. A pesar de lo bien intencionados que eran los esfuerzos del niño, el profesor tenía que volver a lavar, generalmente, todas las probetas y demás complementos después de marcharse Guillermo. De vez en cuando le invitaba a tomar el té y se quedaba fascinado viendo la enorme cantidad de alimentos que el cuerpo de Guillermo parecía capaz de asimilar. Por su parte, Guillermo le dejaba leer sus novelas y sus obras de teatro originales. (Porque Guillermo se las daba de autor y había perdido muchas horas escribiendo «La mano de la muerte» y «La Berdadera Istoria de un Guerrero Hindio»). No es demasiado decir que al profesor le divertían mucho más las obras de Guillermo que muchas de las escritas por autores conocidos.

Pero aquel curso, habiendo cometido el profesor la estupidez de contraer escarlatina en los últimos días de las vacaciones, tuvo que permanecer ausente y ocupó su sitio el señor Evelyn Courtnay, elegante joven, que llevaba botines, cabello muy alisado y bigote microscópico. En cuanto le echó la vista encima, Guillermo se dijo que el señor Evelyn Courtnay era la clase de hombre que le cobraría una intensa antipatía.

Sus temores no carecían de fundamento. Al señor Courtnay le disgustaba la voz de Guillermo, la ropa de Guillermo y el aspecto de Guillermo. Le disgustaba todo lo que tuviera que ver con Guillermo. Justo es decir que este, recíprocamente, sentía lo mismo hacia él; sin embargo, estaba dispuesto a no moverse. Le metió un castigo de cien líneas por caerse de su taburete al intentar recobrar un trozo de papel suyo que le había cogido, con muy malas intenciones, el muchacho que estaba sentado frente a él. Cuando Guillermo protestó, aumentó el castigo a trescientas líneas. Cuando Guillermo, al volver la cabeza hacia su mesa, tragó un poco de gas clorhídrico, que había fabricado su compañero y estornudó, le aumentó el castigo a cuatrocientas. Entonces empezó para Guillermo una época extraña. Anteriormente, había logrado salvarse de todo castigo por las faltas que cometía. Ahora, con asombro e indignación, se vio convertido, cosa increíble en él, en cabeza de turco. En cuanto había un disturbio en el lado de la clase de Guillermo, Guillermo pagaba las consecuencias; cuando, alguna que otra vez, no era el responsable él. Habiéndole cobrado antipatía a Guillermo, el señor Evelyn Courtnay se cebaba en él con el menor pretexto. La mayoría de la gente consideraba que esto era bueno para Guillermo; pero el niño no compartía este punto de vista. Escribía líneas durante la mayor parte de sus ratos de ocio para satisfacer las exigencias de su profesor y, al mismo tiempo, se dedicó a hacer un estudio sistemático del señor Courtnay. Sin decir una palabra, estudió sus costumbres, su modo de vida y su carácter. Lo hacía porque tenía una vaga idea de que, algún día, la suerte le entregaría a su enemigo para que pudiera vengarse.

Guillermo rara vez confiaba en la suerte en vano… Adquirió gran parte de su conocimiento acerca de las costumbres del señor Courtnay, por medio de Isabel, su doncella, que de vez en cuando pasaba la tarde con Elena, la doncella de los Brown.

—Su tía vendrá a comer con él mañana por la noche —dijo Isabel un día.

Guillermo, que estaba afilando un palo en la parte de atrás del jardín, cerca de la puerta de la cocina, que estaba abierta, se guardó la navaja, frunció el entrecejo y se puso a escuchar.

—Sí; va a ser un banquete de verdad —prosiguió Isabel—. Por lo que veo, creo que espera heredar a su tía y… ¡oh, el jaleo que está armando…! ¡Qué trajín, Dios mío! ¡Qué comida le va a dar! No puedo yo con los hombres que dan tanto quehacer como ese. Y dice que la última vez que su tía comió con él, vio un ratón y se puso a gritar como una loca y se marchó enfadada. Conque tendrá que haber ratoneras en el comedor durante toda la noche, aparte de todo el otro jaleo.

—¡Hay que ver! —exclamó Elena.

Guillermo sacó la navaja y fue en busca de otro palo que cortar.

Pero se alejó pensativo.

* * *

A la mañana siguiente Guillermo tenía clase de química. Aún estaba pensativo. El señor Evelyn parecía encontrarse de muy buen humor. En el curso de unos comentarios humorísticos, observó:

—La especie felina me es tan repugnante a mí como lo fue para el gran «Napoleón». El contacto con ella me enerva por completo.

—¿Qué quiere decir eso? —le susurró Guillermo a su vecino.

—Quiere decir que no le gustan los gatos.

—Bueno y ¿por qué no lo dice claro entonces? —murmuró Guillermo con desprecio.

Alguien que estaba cerca de Guillermo dejó caer una probeta. El señor Courtnay volvió su lánguida mirada hacia Guillermo.

—Cien líneas, Brown —dijo el señor Courtnay, amablemente.

—No fui yo quien la dejó caer —protestó Guillermo con indignación.

—Doscientas —dijo el señor Courtnay.

—¡Hombre! —exclamó el niño, sintiéndose ultrajado.

—Cuatrocientas.

Guillermo estaba demasiado furioso para contestar. Mezcló con ira dos líquidos que sacó de los frascos más cercanos y los calentó sobre el soplete, para desahogarse. Se oyó una fuerte explosión. Guillermo parpadeó y se limpió algo caliente de la cara. Estaba sangrando por los cortes que le había hecho el cristal roto.

El señor Courtnay le contempló.

—Seiscientas —dijo al quitarse Guillermo un trozo de cristal del pelo—, y has de tenerlas hechas antes del sábado.

—No las hagas —le aconsejó Pelirrojo cuando salieron juntos de la escuela.

—Sí —contestó el niño con amargura—; y entonces tendré que ir al rector, y ya sabes lo que eso significa.

—Bueno, Douglas, Enrique y yo te ayudaremos —dijo Pelirrojo.

El rostro de Guillermo se ablandó, luego se tornó como el de una esfinge.

—Gracias —dijo—; se me ha ocurrido un plan mejor que ese; pero gracias de todas formas.

* * *

Guillermo bajó lentamente por la carretera. Llevaba una mano metida en el bolsillo. Con la otra sujetaba una cesta tapada. Se aproximó a la casa del señor Courtnay con fruncido entrecejo y muchas miradas cautelosas a su alrededor. Entró por la puerta de atrás del jardín con mucha cautela. Su forma de entrar no era la de un invitado a quien fuere a recibírsele con los brazos abiertos, ni la de una persona que tuviera derecho de entrada siquiera. Era furtiva a más no poder. Se acercó a la casa a lo largo de la pared, por detrás de los matorrales. Atisbó por la ventana del comedor. Isabel, sudorosa, estaba dando los últimos toques a la mesa. Se asomó a la ventana de la sala. Allí estaba sentado el señor Evelyn Courtnay, con el más elegante de sus trajes, ocupado en encantar cuanto le fuera posible a su tía, la señorita Felicia Courtnay. La señorita Courtnay tenía sus años y era de aspecto avinagrado, no muy susceptible a los encantos; pero su sobrino estaba haciendo todo lo posible. Por la abierta ventana Guillermo podía oír claramente la conversación.

—Oh, sí; me llevo divinamente, tía. ¡Me gustan tanto los niños…! ¡Me son tan simpáticos…! Hasta cierto punto, claro está, el enseñar es desperdiciar mi talento; pero en conjunto…

Fue entonces cuando sacó Guillermo la mano del bolsillo y depositó silenciosamente algo en el suelo por la ventana abierta. Aquel algo echó a correr por el suelo, pegado a la pared. Guillermo se escondió en las sombras. De pronto se oyó un penetrante grito en el interior.

—¡Es un ratón, Evelyn! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡SOCORRO!

Siguieron nuevos gritos.

Guillermo se asomó a la ventana y gozó del divertido espectáculo que presentaba la señorita Felicia Courtnay subida a una silla, con las faldas alzadas, dando chillidos, y el señor Evelyn Courtnay, de rodillas en el suelo, con un atizador en la mano, intentando alcanzar al ratón que se había refugiado debajo de un sofá. En aquel momento, Guillermo sacó a «Terencio» de la cesta y lo depositó en el suelo. «Terencio», el gato de Guillermo, aunque le tenía una viva antipatía a su amo, era de carácter muy sociable. Se encontró en un cuarto extraño, en cuya chimenea estaba encendido el fuego. Le gustaba el fuego. No le agradaba la cesta en que acababa de hacer el viaje hasta allí y no quería volver a ella. Quería quedarse en aquella habitación. Decidió que su mejor plan sería hacerse amigo de los ocupantes del cuarto para que le permitieran sentarse al amor del fuego. Se acercó al único ocupante que vio. «Terencio» tal vez supiera que había un ratón en el cuarto o tal vez no lo supiera. Era cosa que no le interesaba. A él, lo único que le interesaba era la comodidad. No era gato ratonero.

El señor Evelyn Courtnay, que se hallaba ya tendido cuan largo era en el suelo, intentando ver debajo del sofá, sintió, de pronto, que algo blando, caliente, peludo y ronroneante se frotaba contra su cara. Se levantó dando un alarido y se montó de un salto sobre el piano de cola.

—¡Ese bicho! —aulló—. ¡Ese bicho! ¡Me ha tocado!


«—Ese bicho! ¡Me ha tocado!»

El episodio casi parecía haberle vuelto loco.

El gato de Guillermo ronroneó, conciliador, al pie del piano.

—¡Coge el ratón! —chilló la señorita Felicia Courtnay—. ¡Baja al suelo y coge ese ratón!

—No puedo hacerlo mientras esté ese bicho en el cuarto —aulló el señor Evelyn Courtnay desde el piano—. ¡Te digo que no puedo! ¡No puedo soportar a esos bichos! ¡Me tocó!

—¡Cobarde! ¡Voy a desmayarme de un momento a otro!

—Y yo también, te digo. No puedo bajar. Me está mirando.

—Jamás te perdonaré esto…, ¡jamás! So bruto… so… so… tirano.

—No bajaré. Vete de aquí, bicho malo… ¡Vete!

En aquel instante ocurrieron dos cosas. El ratón asomó el bigotudo hocico por debajo del sofá para explorar el terreno y «Terencio», decidido a hacerse amigo de aquel hombre extraño, saltó al piano, aterrizando encima del mismísimo señor Courtnay. Dos chillidos rasgaron el aire: el uno, un hermoso soprano; el otro, un hermoso tenor.

—¡Lo veo! ¡Oh! ¡Esto me matará!

—¡Baja de aquí, mal bicho! ¡Baja!

En tan crítico momento, Guillermo hizo su aparición. Cayó sobre el ratón antes de que este pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, lo cogió por el rabo y lo tiró por la ventana. Luego cogió a «Terencio» e hizo lo propio con él. La señorita Felicia Courtnay, lacrimosa y temblando, bajó de la silla y le echó los brazos al cuello a Guillermo.

—¡Oh, qué niño más valiente! —sollozó—. ¡Qué niño más valiente! ¿Qué hubiera hecho sin ti?

—Les vi a ustedes por la ventana intentando coger al ratón —le dijo Guillermo, mirándole con inescrutable expresión y ojos de inocente—. No quería molestarles entrando yo, conque metí al gato y cuando vi que eso no servía de nada, entré yo.

El señor Evelyn Courtnay había saltado apresuradamente del piano y se estaba alisando el cabello con las dos manos y mirando a Guillermo con ferocidad.

—Dale las gracias a este querido niñito, Evelyn —dijo la señorita Felicia, dirigiéndole a su sobrino una mirada muy fría—. No sé lo que hubiera hecho sin su protección. Puede decirse casi que me ha salvado la vida.

El señor Evelyn miró con más ferocidad aún a Guillermo y emitió sonidos amenazadores.

—Un niño pequeño que se ha metido donde los hombres de pelo en pecho no se atreven a meter —murmuró la señorita Felicia, sentenciosamente, sin dejar de mirar cariñosamente a Guillermo—. Después de esto, no tendrá más remedio que quedarse a comer con nosotros.

El señor Evelyn Courtnay, con gran rabia suya, se vio obligado a proporcionarle una enorme comida a Guillermo, que le hizo justicia, comiendo en silencio, salvo cuando los comentarios de la señorita Felicia exigían una respuesta. La señorita Felicia hizo como si no existiera su sobrino, y habló sólo con Guillermo, con afecto. Fue Guillermo quien dijo, sin que se lo preguntaran, que su sobrino le enseñaba química.

—Espero que será bondadoso contigo —dijo la señorita Felicia.

Guillermo le dirigió una mirada patética, como quien desea esquivar un tópico oscuro y doloroso.

—Su… supongo que su intención es serlo —observó con tristeza.

Guillermo se marchó inmediatamente después de comer. No era partidario de extremar mucho las cosas y correr el riesgo de echarlas a perder. Poseía el instinto artístico. El señor Evelyn Courtnay le acompañó hasta la puerta.

—No hay necesidad de que se hable de esto, muchacho —dijo con fingida despreocupación.

Guillermo no respondió.

—Y no hay necesidad de que hagas esas líneas que te eché.

—Gracias —dijo Guillermo—; buenas noches.

Bajó aprisa la carretera. Había pasado una noche muy agradable. El único inconveniente era que no podía contárselo a nadie nunca. Porque Guillermo, a pesar de todos sus defectos, era un caballero.

Pero… ¡se había vengado! ¡Se había vengado! ¡Se había vengado!

Y el antiguo profesor de química iba a volver a la semana siguiente.

Sin poder contener su alegría, Guillermo dio una voltereta en mitad de la carretera.