GUILLERMO AGRÍA LA FIESTA
Los Bott iban a dar un baile de carnaval en la Mansión la víspera de Año Nuevo y Guillermo y toda su familia habían sido invitados. El invitar a Guillermo, naturalmente, fue la equivocación inicial. Si los Bott hubiesen tenido sentido común suficiente (estas son las palabras de Roberto), para no invitar a Guillermo, tal vez hubiera sido un éxito la fiesta. Era como si no hubiesen conocido a Guillermo. Si no lo hubieran conocido (decía Roberto), hubiera podido compadecérseles; pero invitarle deliberadamente a un baile de máscaras sabiendo cómo era Guillermo… bueno, pues merecían que les ocurriera todo lo que había de ocurrirles y más.
Sin embargo, la familia de Guillermo no se lo merecía… y no había derecho a que tuvieran que pasar por aquello (también estas son palabras de Roberto). Sabiendo que tenían a Guillermo todo el día y todos los días en casa, bien hubieran podido tener la decencia de invitarles a ellos y no a él… Porque dijera uno lo que dijese o hiciera lo que hiciese, no había de impedirlo: le estropeaba a uno la existencia dondequiera que fuera.
Pero los Bott (propietarios de la Famosa Salsa Digestiva Bott), tenían un salón de baile en el que cabían doscientas personas y querían llenarlo. Además, los Bott tenían a una hija querida, de tierna edad, llamada Violeta Isabel. Y Violeta Isabel, con su más atractivo ceceo y aquel llanto incipiente que era su más poderosa arma, había dicho que quería que fueran «invitadoz zuz amigoz también y que gritaría, gritaría y gritaría, hazta ponerze mala zi no invitaban a zuz amigoz a la fiezta…».
—Bueno, preciosidad —asintió el señor Bott por fin—. Después de todo, mejor será que demos una fiesta por todo lo alto, ya que nos hemos metido a ello, y que llenemos la casa, con chavales y todo.
El señor Bott se había «hecho a sí mismo» y, teniéndolo todo en cuenta, había hecho una obra bastante aceptable; pero sus modales carecían del «equilibrio y la buena dicción que caracteriza al prócer nato». Violeta Isabel, por su parte, se había criado entre el lujo y los refinamientos suministrados por las acertadas campañas de publicidad de la Famosa Salsa Digestiva Bott.
* * *
La alegría con que Roberto y Ethel recibieron la invitación al baile de máscaras, fue templada considerablemente, como ya se ha dicho, por el hecho de que Guillermo fuera incluido en la invitación. Y Guillermo, con su perversidad de costumbre, estaba ardiendo en deseos de ir.
—Cuando nosotros queremos que vaya a alguna parte —comentó Roberto, con amargura— arma la de San Quintín; pero cuando se presenta una cosa como esta, cosa que nos estropeará por completo si va, como hace siempre…
Extendió el brazo en gesto de quien ve sometida a insoportable prueba su paciencia y dejó la frase sin terminar.
—Bueno, pues aceptemos nosotros y digamos que Guillermo no puede ir porque está comprometido —propuso Ethel.
—Pero… ¡si no lo estoy! —protestó Guillermo, indignado—. No me pasa nada. Estoy completamente bien. Y quiero ir. No veo yo por qué han de ir todos los demás y yo no. Además (usó un argumento que sabía que sería más convincente para ellos), estaréis todos allí y podréis ver que no hago nada mal; pero si estuviera yo solo en casa no sabríais lo que estaba haciendo. Y no es que quiera hacer algo malo —se apresuró a agregar—. Lo único que quiero es hacer felices a los demás. Y tendré mejor ocasión de hacer eso en una fiesta que si estuviera solo en casa.
Tan virtuosos sentimientos no hicieron más que aumentar la desconfianza de la familia. Sabían por experiencia que ocurrían cosas mucho peores cuando Guillermo se proponía ser bueno que cuando salía con la decidida intención de ser malo.
—Oh, creo que Guillermo tendrá que ir —dijo la señora Brown con su plácida voz—. ¡Será tan interesante para él…! Y estoy segura de que será bueno.
La patética fe que tenía la señora Brown en el latente poder de Guillermo para ser bueno, no era compartida por ninguna otra persona de la familia.
—Sea como fuere —prosiguió apresuradamente al ver tan sólo la incredulidad reflejada en los semblantes que la rodeaban—, lo que hay que decidir ahora es de qué vamos a ir disfrazados.
—Me parece que yo iré de león —dijo Guillermo—. Yo creo que podría comprar una piel de león por muy poco dinero.
—¡Oh, claro! —exclamó Roberto con sarcasmo—. Y, ya metidos en eso, ¿no te parece que sería mejor salir a cazar uno?
—Sí que lo haré —respondió Guillermo—, si me enseñas dónde hay uno. Apuesto a que con mi arco y mis flechas podría matar unos cuantos leones.
—No, Guillermo, querido —interpuso la señora Brown—. Me parece que te daría demasiado calor una piel de león en un cuarto tan lleno de gente.
—Pero… ¡si yo no entraría en el cuarto! Quiero arrastrarme con ella por el jardín rugiendo y saltando encima de la gente para asustarla.
—Y acabas de decir que querías hacer feliz a la gente —observó Roberto con severidad.
—Pues eso les haría felices —contestó Guillermo sin inmutarse—; les divertiría.
—Un león no, querido —dijo su madre con firmeza.
—Bueno, pues un bandido entonces —propuso Guillermo—; un bandido lleno de cuchillos.
La señora Brown se estremeció.
—No, Guillermo… Creo que tía Emilia tiene un disfraz de Pequeño Lord Fauntleroy que tu primo Jaimito usó una vez. Supongo que nos lo dejará; pero no estoy segura de que no te sea algo pequeño.
Estas palabras fueron saludadas con sendas carcajadas.
—Bueno —dijo Guillermo, ofendido—; yo no sé quién era ese; pero no comprendo por qué os parece tan cómico que vaya yo disfrazado de él.
El disfraz en cuestión resultó demasiado pequeño, con gran alivio de la familia de Guillermo; pero se descubrió que otro primo tenía un traje de paje que era, justamente, del tamaño de Guillermo. Pero, desde luego, no le iba bien. Como decía la señora Brown: «No sé exactamente qué tiene el traje, pero parece mucho más bonito quitado que puesto».
Roberto iba a ir disfrazado de Enrique V y Ethel de Noche.
Guillermo descubrió, con gran alegría suya, que todos sus amigos habían sido invitados al baile de máscaras. Todos habían querido ir disfrazados de animales, de bandidos o de piratas; pero la oposición de la familia y el ofrecimiento de disfraces de otras ramas de la familia habían podido más en todos los casos. Pelirrojo había de ir de as de bastos; Enrique de Gondolero. («No sé lo qué será», observó Enrique alicaído, «pero podéis apostar a que no es nada emocionante, si no no me hubieran dejado ir de eso»). Douglas había de ir de pastor de cabras. («Es un traje de niño azul», explicó melancólico, «pero les dije que no iría si no le daban otro nombre. Aunque todo el mundo lo reconocerá»).
—Y hubiéramos podido ir de bandidos divinamente —dijo Pelirrojo con indignación—. Si no hace falta más que una camisa, un pantalón y un pañuelo de color a la cabeza y una faja en la cintura con unos cuantos cuchillos y hachas y cosas así… No les cuesta ningún trabajo a ellos… y no nos quieren dejar… nada más que porque queremos ir así.
Hubo un breve silencio. Luego habló Guillermo.
—Bueno, pues hagámoslo —dijo—; nos podemos llevar cosas de bandidos y ponérnoslas cuando lleguemos allí. No se enterarán de nada. No se darán cuenta. Las esconderemos en el invernadero viejo que hay al lado del lago y luego iremos a mudarnos allí y… y no usaremos sus niños azules ni gondo… lo que sea. Seremos bandidos.
—Seremos bandidos —asintieron los Proscritos, regocijados.
Los Bott iban a dar una recepción en toda regla con motivo del baile.
—Va a asistir Lord Merton —dijo la señora Brown a su esposo, al entrar este en el cuarto—. ¡Imagínate! ¡Es un miembro del Consejo de Ministros! El señor Bott ha conocido a su hijo en el negocio y va a venir al baile y quedarse a pasar la noche en la Mansión.
—¡Ese hombre! —exclamó el señor Brown con un resoplido—; debieran pegarle un tiro. (Las opiniones políticas del señor Brown eran siempre muy definidas y muy violentas). ¡Está arruinando al país!
—¿Sí, querido? —inquirió la señora Brown con su placidez de costumbre—. Pero estoy segura de que estará la mar de bien de torero. Me ha dicho que irá disfrazado de torero.
—¡Torero! —exclamó el señor Brown—. Por cierto que es muy apropiado. Porque es un torero en realidad, y nosotros somos el toro. Te digo que la política de ese hombre está arruinando a la nación. Cuando te estés muriendo de hambre, puedes pensar en ese hombre toreando. ¡Torero! No comprendo cómo le permite entrar en su casa la gente decente. Torero de verdad. Te digo que está sangrando al país. Le debieran ahorcar por asesino. La política de ese hombre es malvada… criminal. Déjale solo y en diez años habrá matado de hambre a la mitad de los habitantes de Inglaterra. Está matando el comercio y la industria. Está arruinando al país.
—Sí, querido —murmuró la señora Brown—; estoy segura de que tienes razón… Yo creo que estos calcetines azules tuyos ya no tienen arreglo, ¿no te parece?
—¡Arruinándolo! —exclamó el señor Brown, saliendo del cuarto y dando un portazo.
Guillermo alzó la mirada de la mesa a la que, teóricamente, estaba sentado haciendo sus deberes para la escuela. En realidad, se estaba distrayendo clavando alfileres en la tapa de su plumero.
—¿Por qué no está en la cárcel si es así? —preguntó.
—¿Quién, querido? —preguntó la señora Brown—. ¿Tu padre?
—No; el hombre de quien hablaba. Y… ¿qué es un torero?
—¡Oh…!, un hombre que lucha con los toros.
A Guillermo se le alegró el corazón.
—¿Habrá toros allí?
—Espero que no, querido.
—¿Quieres que vaya yo disfrazado de toro? Parece tonto tener un torero sin toro. No me costaría trabajo conseguir una piel de toro. Supongo que el carnicero me daría una.
La señora Brown se estremeció.
—No, querido; pues no faltaba más. Haz el favor de seguir haciendo tus deberes.
Guillermo, habiendo clavado todos los alfileres menos uno en la tapa del plumero, cogió el que le quedaba y lo usó para hacer vibrar los otros. Hacían un ruido distinto según se les rascara cerca de la cabeza o más abajo. La señora Brown alzó la cabeza y volvió a inclinarla sobre lo que estaba zurciendo… ¡Qué cosas más raras enseñaban hoy en día a los niños!, pensó.
* * *
El día del baile se fue acercando. Roberto aún se sentía resentido ante la perspectiva de que asistiera Guillermo. Se desahogó burlándose del disfraz de su hermanito. Daba la casualidad que el propio Guillermo no estaba muy satisfecho de su disfraz tampoco. Había mucha distancia entre la piel de fiera y el traje de bandido de su fantasía y el satén azul pálido de la realidad. Cuando oyó a una visita, a la que la buena señora Brown se lo enseñó, decir que era «pintoresco», su desconfianza subió de punto.
Roberto nunca se cansaba de hacer alusiones. «¿No es verdad que Guillermo estará encantador con ese disfraz?», decía. «No frunzas así el entrecejo, Guillermo. Eso no irá bien, ni mucho menos, con el disfraz de Príncipe Encantador».
Guillermo aceptaba aquellas burlas con aparente indiferencia; pero nadie podía insultar a Guillermo con impunidad. Roberto debiera haber estado escarmentado ya por amarga experiencia.
Cuando no estaba ocupado en burlarse de Guillermo, empleaba su tiempo en intentar conquistar el cariño de un dechado femenino de todas las virtudes y gracias que había llegado a casa de los Crewe a pasar los días hasta el del baile. Tan celestial criatura se llamaba Gloria Tompkins. Roberto la llamaba Glorie, porque le parecía más romántico. Mejor dicho, lo escribía él Glorie, pero lo pronunciaba Glor. A través de la existencia de Roberto desfilaba una procesión inacabable de jóvenes dotadas de todas las bellezas del cuerpo y del alma. A cada una de ellas le juraba fidelidad eterna por turnos. A cada una de ellas le decía en ronca voz que, desde aquel momento en adelante, dedicaría toda su vida a hacerse más digno de ella. Luego, después de una semana o dos, su sorprendente perfección le parecía menos sorprendente y aparecía en el horizonte otro más perfecta, desquiciando de nuevo el alma tan sensible de Roberto. Afortunadamente, la fidelidad de aquellos seres jóvenes y radiantes estaba a la misma altura que la de Roberto… Fuera como fuese, el caso es que Gloria era la última y Roberto visitaba a los Crewe todas las noches para decirle a Gloria con la vista (en realidad, la expresión que él creía expresaba pasión eterna, hacía creer más bien, que sufría el muchacho un ataque agudo de indigestión), o con los labios, cuán vacío y sin valor había sido la vida para él antes de conocerla.
Guillermo tenía la vista echada al asunto. Por regla general seguía los asuntos amorosos de Roberto con interés, aun cuando resultaba difícil por la rapidez con que cambiaba de amor. Resultaba útil tener algo contra Roberto y más de una vez sus asuntos amorosos le habían proporcionado armas contra él. El tamaño y la fuerza de Roberto hacían que Guillermo fuera con mucho cuidado al escoger sus armas; pero generalmente, Guillermo era quien acababa saliendo vencedor…
* * *
El día antes del baile, Roberto le había escrito una carta a la señorita Tompkins.
BIEN AMADA GLORIE. (Roberto prefería escribir Glorie a decirlo, porque tenía la vaga sospecha de que no lo pronunciaba bien):
«Comprenderá con cuán profunda emoción espero el día de mañana. ¿Querrá usted bailar conmigo el primero, el tercero, el cuarto, el séptimo y el octavo baile? El cuarto es ese Blues que hemos estado ensayando. Si hace buen tiempo y sale la luna, ¿quiere que nos pasemos el primer baile sentados en la rosaleda, en el asiento que hay junto al reloj de sol? Será la primera vez que la vea en dos días y no quiero que el momento sea profanado por la presencia de otra gente que nada saben, ni nada les interesa el profundo afecto que nos inspiramos mutuamente. Cuando empiece la música, ¿querrá estar usted allí? Y, durante unos cuantos momentos sagrados, nos diremos el uno al otro todo lo que llevamos en el alma. Luego nos divertiremos el resto de la noche; pero el recuerdo de aquellos minutos sagrados del primer baile, pasados en la rosaleda, usted y yo y la luna y las rosas estará con nosotros, en nuestra alma, durante toda la noche.
»Su caballero andante.
«ROBERTO».
La iba a llevar personalmente, aun cuando sabía que su ídolo se hallaba ausente. Sin embargo, le llamó un amigo en el preciso instante en que iba a salir, conque dejó la carta sobre el perchero y salió a reunirse con su amigo, con la intención de ir a entregar la carta más tarde.
Se encontró con Guillermo que entraba.
—Hola, pajecito —dijo con fingida ternura. Guillermo le miró, frunció el entrecejo y siguió con su expresión de esfinge. Como de costumbre, llevaba los pelos de punta y en forma de halo… Guillermo no era hermoso.
Roberto, silbando alegremente, bajó los escalones y fue a reunirse con su amigo.
Guillermo cogió la carta, leyó la dirección y entró en la sala donde se hallaba la señora Brown, zurciendo calcetines, como de costumbre.
—¿Voy a entregar esta carta de Roberto? —preguntó, adoptando su expresión de virtud sincera.
La señora Brown se emocionó.
—Sí, querido —contestó—; eso es ser amable y servicial.
Una hora más tarde regresó Roberto.
—Oye, mamá —dijo—. ¿Dónde está esa carta? Dejé una carta aquí. ¿La han entregado?
—Sí, querido —contestó la señora Brown, distraída.
En aquel instante Guillermo estaba sentado en la puerta de un prado, lejos de la carretera, leyendo la carta. En su rostro se veía una sonrisa de goce angelical. Y, en sus ojos, se leía la determinación.
* * *
Llegó la noche. Guillermo de paje, Pelirrojo de as de bastos, Douglas de pastor de cabras y Enrique de gondolero, se hallaban formando un avergonzado grupo, contemplado, orgullosamente, por sus respectivas mamás. Parecían todo, menos felices; pero se consolaban pensando en los disfraces de bandido que tenían escondidos en el invernadero. Roberto, en su papel de Enrique V, estaba pasando apuros con su disfraz. Había cerrado la visera del casco de su armadura, y esta se negaba a abrirse. Varios de sus amigos intentaban abrirla a viva fuerza. Del interior salían gemidos ahogados.
Violeta Isabel estaba disfrazada de estrella. Saltaba y chirriaba:
—¡Miradme! ¡Zoy una eztrella!
Derramaba estrellas a cada salto y una aya, armada de aguja e hilo, volvía a coserlas.
Pierrots, campesinos, arlequines, reyes, reinas, gitanos, y representantes de todas las naciones, llenaban el salón. Fue observado, sin que nadie sintiera el menor interés en ello, que el paje Guillermo había dejado de ser el centro de los Proscritos disfrazados. El paje Guillermo se había deslizado dentro del guardarropa de señoras y durante la ausencia temporal de la encargada (que estaba ocupada en flirtear con un chófer bien parecido fuera de la casa), se apropió una capa de señora, de terciopelo negro, y una pañoleta de seda. Afortunadamente, la capa tenía capucha…
* * *
Roberto, sin casco y bastante congestionado, como resultado de su prolongado encierro bajo la visera (del que le habían salvado finalmente con ayuda de un abrelatas obtenido en la cocina), llegó a la rosaleda. En el asiento fijado como lugar de cita, le aguardaba una figurita enfundada en negro.
—¡Glor! —susurró, dulcemente.
La figura pareció oscilar hacia él, aun cuando tenía el rostro completamente tapado por la pañoleta y la capucha.
Roberto la rodeó con el brazo y ella se apoyó en su hombro.
«Roberto la rodeó con el brazo.»
—Y pensar —murmuró Roberto—, que la semana pasada no te conocía. Le has dado un nuevo significado a mi vida… Siento en mi fuero interno que todo será distinto ahora. Dedicaré mi vida entera a probar hacerme más digno de ti…
La figura soltó, bruscamente, un resoplido, y Roberto se sobresaltó.
—¡Glor! ¿Estás enferma?
La figura emitió, apresuradamente, un gemido.
Roberto se puso en pie de un salto.
—¡Glor! —exclamó angustiado—. Iré a buscarte un poco de agua. Llamaré al médico.
Corrió a la casa, donde consiguió un vaso de agua e incluso encontró un médico la mar de molesto, porque el traje típico italiano que había alquilado para la ocasión le estaba demasiado pequeño. Cuando halló vacío el asiento, se volvió hacia Roberto indignado.
—Pero… ¡si estaba aquí! —exclamó Roberto, aturdido—. La dejé aquí angustiada. ¡Santo Dios! ¡Si se habrá muerto!
—Si se ha muerto —dijo el médico con frialdad—, nada puedo hacer. Lamento mucho no poder expresar gran sentimiento; pero si supiera usted el dolor que me cuesta andar con esta ropa, comprendería por qué digo ahora que estoy dispuesto a dejar que el mundo entero se muera retorciéndose de dolor antes de volver a salir aquí a buscar a supuestas agonizantes.
Roberto estaba buscando, enloquecido, por los alrededores del asiento y debajo de todos los matorrales…
* * *
Los Proscritos se habían cambiado de ropa. Se hallaban vestidos de bandidos, con pañuelos y bufandas de gayo colorido y armas de aspecto asesino. En el suelo yacían la ropa del paje, del as de bastos, del gondolero y del pastor. Saltaron los niños de alegría, esgrimiendo hachas, cuchillos y cuanto habían podido llevarse de la cocina que pinchara y cortara.
—Ahora… ¿qué vamos a hacer? —preguntó Pelirrojo.
—Todos los demás están bailando —dijo Douglas.
—¡Bailando! —repitió Guillermo, con desprecio—. ¿Crees tú que nos hemos vestido así para bailar?
—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —repitió Pelirrojo.
—Una cosa tenemos que hacer antes de nada —dijo Guillermo. Habló con su aire de jefe, y su rostro tenía una expresión severa—. Hay un hombre aquí vestido de tor… de tor… de hombre que mata toros.
—De torero —dijo Douglas, con aire de superioridad.
Guillermo le dirigió una mirada aplastante.
—Bueno, y… ¿no he dicho yo eso? Bueno, pues ese hombre, ese torero, ha estado matando de hambre a la gente. Se lo oí decir a mi padre. Bueno, pues tenemos que hacer algo… tal vez no se nos vuelva a presentar ocasión de cogerle. Es un asesino, se lo oí decir a mi padre, y tenemos que hacerle algo.
—¿Cómo? —preguntaron los bandidos.
—Escuchadme.
Los bandidos se acercaron más a Guillermo.
* * *
Guillermo se arrastró por fuera del salón de baile. Por la abierta ventana se oía la orquesta y, asomándose, pudo ver a las parejas de jóvenes fantásticamente disfrazados, que bailaban. Cerca de la ventana se hallaba Enrique V con una lindísima colombina.
—Pero si este baile me pertenece, Glor —estaba diciendo Enrique V roncamente—. Te escribí y te lo pedí y ¡oh!, ¡cuánto me alegro de que estés mejor! He estado pasando una angustia terrible, creyéndote muerta.
—Está usted completamente loco —replicó Gloria, con impaciencia—. No tengo la menor idea de lo que me está hablando. Usted no me ha escrito y no me ha pedido ningún baile. No le he visto en toda la noche hasta este instante, salvo a lo lejos, cuando todo el mundo intentaba arrancarle la cabeza. No debiera venir con un disfraz así si no sabe abrir y cerrar el casco. Y ahora se presenta aquí, de pronto, y empieza a decir una serie de tonterías acerca de mi supuesta muerte.
—Glor…
—Le agradecería que no me llamase por ese nombre tan estúpido.
—Pero… Glor… Gloria… tiene que haber recibido mi carta. Estaba usted en la rosaleda. Me dejó que la rodease con el brazo. He estado atesorando ese recuerdo toda la noche, cuando no me angustiaba pensando que pudiera estar usted enferma… o muerta.
—Yo no le he visto a usted en la rosaleda. ¡Está usted loco!
—No lo estoy. Sí que me vio allí. Oh, Glor…
—¿Querrá hacer el favor de no llamarme eso más? Suena como el nombre de un específico o una marca nueva de líquido para limpiar metales… y puesto que no le intereso lo suficiente para que me pida usted un baile con la anticipación necesaria, y puesto que anda usted flirteando por el jardín con otras muchachas… muchachas que se mueren por todos los rincones según usted… y finge usted creer que soy yo una de esas muchachas…
—No lo finjo. Creí que lo era. Tiene que haberlo sido. ¡Oh, Glor…!
—¡No me llame eso! He terminado con usted. Si tan poco le intereso que no sabe cuándo soy yo y… gracias, cuando quiera morirme lo haré en casa y no en una miserable rosaleda… para que lo sepa… y he acabado con usted, Roberto Brown, para que se entere.
Colombina se fue y Enrique V, pálido y angustiado, la persiguió exclamando sin cesar, totalmente desfallecido:
—¡Oh, Glor…!
El bandido siguió adelante, con una leve sonrisa en los labios.
El torero había encontrado un rincón tranquilo en el desierto fumador y estaba descansando en una butaca. Había fumado un cigarrillo tranquilamente también… No le gustaba el baile. No le gustaba llevar disfraz. No le gustaban los Bott. No le gustaba el ruido que hacía la orquesta. No le gustaba nada…
Abrió los ojos con sobresalto, presintiendo la presencia de alguien. A su lado vio a un bandido pequeño, de patibulario aspecto, con rostro severo cubierto de pecas, una hilera de instrumentos de jardinería y un cuchillo de trinchar en la cintura y pañuelo rojo atado a la cabeza.
—Hay un ruso que quiere verle —dijo el bandido, con dramático susurro—; le está esperando en la cochera. Tiene un mensaje para usted… de los rusos…
Es confidencial.
El torero se incorporó y se frotó los ojos. El bandido seguía allí.
—Ten la bondad de repetirme todo eso —dijo el torero.
—Hay un ruso que quiere verle. Le está esperando en la cochera. Tiene un mensaje para usted de los rusos.
—¿Dónde dices que está?
—En la cochera.
—Y… ¿qué dices que tiene?
—Un mensaje de los rusos.
—¿De qué rusos?
—De todos los rusos.
—¡Cielos! Dame un pellizco, ¿quieres?
Guillermo obedeció sin pestañear siquiera.
—Sigue aquí —murmuró el torero, con resignación—. Creí que podría ser una pesadilla. Bueno, pues nada se pierde con ir a ver. ¿Qué aspecto tiene?
—¡Oh…! igual que un ruso —respondió Guillermo—. Ropa rusa, cara rusa y… y… botas rusas.
—¿Cómo llegó aquí?
—Andando —dijo Guillermo, tranquilamente—. Ha venido andando desde Rusia.
—¿Habla inglés?
—No. Ruso.
—¿Cómo sabes lo que dice, entonces?
—Estoy estudiando el ruso en el colegio —contestó Guillermo, con admirable serenidad.
—Eres un lingüista —comentó el torero.
—No, señor —le corrigió Guillermo—; soy inglés lo mismo que usted.
Iban ya camino de la cochera.
—Mejor será que vea en que termina todo esto —dijo el torero—. Me intriga. Es como Alicia en el País de las Maravillas. Un ruso trajo un mensaje de todos los rusos y vino andando todo el camino desde Rusia. Debe haber empezado a andar cuando aún era un niño de pecho. Es mucho mejor que aburrirse mortalmente viendo cómo unos idiotas hacen aún más el idiota.
—Esta es la cochera —dijo el bandido.
—Está bastante oscura.
—Sí. Está en ese rincón de allá. Está echando un sueño.
El torero entró en la cochera. Inmediatamente cerraron la puerta desde fuera y echaron el cerrojo. El torero sacó una lámpara de bolsillo y miró a su alrededor. La habitación estaba vacía. No había ningún ruso con botas rusas, etc., que trajera un mensaje de todos los rusos y que dormitara en un rincón. Las únicas salidas de allí eran la puerta y una ventana enrejada. Se acercó a la ventana. Había cuatro bandidos pequeños fuera.
—Oíd —dijo el torero—; escuchad…
El bandido de la cara cubierta de pecas que le había conducido hasta allí, habló.
—No vamos a dejarle salir —dijo—, hasta que nos haya prometido marcharse de Inglaterra y no volver más.
—Pero…, ¿por qué? —preguntó el torero—. ¿Por qué había de hacer yo eso? Ya sé que estoy soñando. Pero decidme el porqué de todas formas.
—Porque está matando a la gente de hambre —contestó el bandido—. Está arruinando el país.
—Dios quiera que me acuerde de todo esto cuando me despierte —dijo el torero—. Es fantástico. Pero, escuchad: si no me abrís la puerta, la echaré abajo. En mi vida he matado a nadie de hambre ni de ninguna otra manera y…
«Si no me abrís la puerta… la echaré abajo…»
—No queremos discutir —dijo Guillermo, recordando una frase que decía su padre con frecuencia, e intentando imitar su tono de voz—; pero no pensamos abrirle la puerta hasta que haya prometido marcharse de Inglaterra y no volver más.
Dicho esto, los bandidos dieron media vuelta y regresaron lentamente a la casa. Les siguió el ruido de un fuerte puntapié descargado contra la puerta cochera.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Pelirrojo.
—Oh, echar una mirada por ahí —contestó Guillermo.
De nuevo dieron la vuelta a la casa, deteniéndose ante todas las ventanas abiertas. Junto a una de ellas estaba sentado Enrique V, junto a una Primavera.
—No puedo expresarle la diferencia que el conocerla a usted ha hecho en mi vida… —estaba diciendo Enrique V.
Cerca de otra ventana, había un grupo de gente alrededor de… Sí; los bandidos se frotaron los ojos pero siguieron viéndolo: un torero.
Una Elena de Troya alta, angulosa, entrada en años ya y que, evidentemente, jamás había tenido una cara capaz de botar mil naves, estaba sentada junto a la ventana al lado de un Enrique VIII la mar de demacrado.
—Mire —decía—; ese torero es lord Merton… el Ministro, ¿sabe? Un hombre de mucha importancia.
Los bandidos se miraron boquiabiertos.
Unos momentos después, al bajar Elena de Troya la vista, se encontró con un niño muy humilde, con una especie de disfraz de pirata, sentado a su lado.
—Perdone —dijo, con mucha cortesía el niño.
¿Tendría usted la amabilidad de decirme quién es ese hombre vestido de torero?
—Ese es lord Merton, querido —repuso Elena de Troya, bondadosamente—. Pertenece al Consejo de Ministros. ¿Tú sabes lo que significa?
—Entonces… ¿Hay… hay… dos toreros?
—Sí; el otro es el señor Jocelyn. Creo que escritor. No es nadie de importancia.
—Nos hemos equivocado de torero —dijo Guillermo en ronco susurro cuando se reunió con los bandidos—. Había dos.
—¡Troncho! —exclamaron los bandidos, boquiabiertos.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Pelirrojo.
Guillermo no era de los que dejan una cosa a medio hacer.
—Tendremos que encerrar a este y soltar al otro —dijo.
Unos minutos más tarde, el torero salió al jardín fumando un cigarro puro.
—Perdone —dijo un bandido en miniatura, que pareció surgir del suelo a sus pies—; hay alguien que tiene mucho interés en hablar con usted. Dice que es un alemán y que trae un mensaje confidencial. No quiere que lo sepa nadie más.
—¡Ah! —exclamó el torero, tirando el puro—. Enséñame dónde está, muchacho.
Siguió a Guillermo hasta la cochera. Los demás bandidos iban detrás, emocionados, en espera de lo que pudiera ocurrir. Guillermo abrió la puerta de la cochera. El segundo torero entró. El primer torero que, por entonces, había perdido de vista todo aspecto humorístico que pudiera haber tenido el asunto anteriormente para él y que estaba ciego de rabia, se abalanzó sobre el segundo torero en cuanto entró, y le tiró al suelo. El segundo torero arrastró al primero en su caída y lucharon ferozmente, en la oscuridad, en el suelo de la cochera, lanzando bramidos de ira, rasgándose la ropa y mascullando maldiciones.
* * *
Temiendo las posibles consecuencias, los bandidos dieron media vuelta y se dirigieron rápidamente a la casa, para hallarse, lo más aprisa posible, lejos del lugar del crimen.
Pero todo había cambiado en la casa. Había cesado el baile. La orquesta estaba muda. En el centro del salón de baile se veía un montoncito de ropa —un traje de paje, otro de as de bastos, el tercero de gondolero y el último de pastor—. Y junto a él se hallaban cuatro madres angustiadas. La señora Brown casi estaba histérica ya. Los invitados se hallaban reunidos en pequeños grupos, intrigados.
—Han encontrado la ropa cerca del lago —sollozó la señora Brown.
—No se encuentra ni rastro de ellos por parte alguna —sollozó la madre de Pelirrojo.
—Se ha registrado el jardín y el bosque.
—No se encuentran en ninguna parte de la casa.
—Se deben haber quitado la ropa para nadar.
—Y se han ahogado.
—Ahogado.
—No se pongan ustedes así —dijo la señora Bott—; no se pongan ustedes así, queridas. Botty hará dragar el lago inmediatamente. No hay que apurarse.
Las madres se dirigieron al lago seguidas de todos los invitados. Los bandidos, presintiendo que ya les sería completamente imposible dominar la situación, siguieron a la procesión, procurando mantenerse en la sombra proyectada por los matorrales.
Había una luna espléndida. Todos los invitados se acercaron a la orilla del lago, mirando con melancólica expectación las plácidas aguas. Las madres se abrazaban mutuamente, sollozando.
—Era siempre un niño tan bueno —sollozó la señora Brown—. Y estaba tan mono con su trajecito azul.
Enrique V, rodeando con un brazo a Primavera, se hallaba inclinado sobre el lago, rebuscando en el agua con un rastrillo que había encontrado por allí cerca.
—Usted no le conocía, naturalmente —le dijo a Primavera—; pero era un niño tan bueno y me quería tanto…
Entonces llegaron los toreros, con la ropa deshecha, magullados, sucios, completamente cubiertos de telarañas.
—¿Dónde están? —jadeaban al correr—. Se nos ha insultado. Se nos ha ultrajado. Se nos ha tratado vergonzosamente. Exigimos que nos sean entregados esos muchachos. Nosotros… ¡ah!
Vieron a cuatro bandidos agazapados detrás de los matorrales y saltaron hacia ellos.
Los bandidos huyeron de los toreros en dirección al lago. Enrique V y Primavera le cerraban el paso a Guillermo. Los echó a un lado y los dos cayeron de cabeza al agua.
Luego los invitados y el destino acorralaron a los bandidos.
En la escena que se desarrolló a continuación, Roberto se mostró despiadado, llegando incluso a gozar con la aflicción de Guillermo… Durante toda una semana después del baile de máscaras, Roberto proclamó, repetidas veces, que Guillermo había vuelto a estropearle la vida.
—Ahora ya no me volverá a mirar a la cara, naturalmente —le dijo, con amargura a su madre—. ¿Cómo iba a poder mirar bien al hermano del niño que por poco le ahoga? Y era la única muchacha de mis conocidos, que me comprendía de verdad. Y su madre dice que tiene un fuerte catarro a la cabeza desde entonces.
—¿Cómo se llamaba? Gloria no sé cuántos, ¿verdad, querido?
—No, mamá —contestó Roberto, con impaciencia—; esta es una muchacha a la que conocía la mar de tiempo y que nunca me comprendió de verdad. Esta…
En aquel momento entró Guillermo, y Roberto se interrumpió bruscamente.
—¿Qué tal, te gustan esos calcetines que yo te he hecho, querido? —le preguntó su madre a Guillermo—. ¿Te están bien?
Guillermo creyó llegada su hora. Lo había pasado bastante mal, pero ahora iba a desquitarse un poco de ello.
—Sí —dijo, lentamente—; y pensar que la semana pasada no los conocía… Han dado un significado completamente nuevo a mi vida. Dedicaré mi vida entera a hacerme más digno de ellos. No los llevo puestos, ahora, porque no quiero que los profane gente que no sabe y a la que no les interesa…
Luego, Guillermo, soltó un gemido y se dejó caer en una silla, como si se hubiera desmayado.
—¡Guillermo! —exclamó la señora Brown—. Pero… ¿qué te ocurre?
Pero Roberto se había puesto morado y se dirigía ya, rápidamente, hacia la puerta.
Guillermo le miró, alisándose el alborotado cabello.
—¡Oh, Glor! —exclamó dulcemente.