LA DULCE NIÑA DE BLANCO
La Mansión se hallaba desocupada casi todo el año; pero, de vez en cuando, algún inquilino nuevo despertaba el transitorio interés de la población en el edificio. Aquel verano lo habían alquilado los señores Bott y su hija. El nombre del señor Bott adornaba la mayoría de las vallas de su patria. En dichas vallas, se instaba a los ciudadanos de Inglaterra a que protegieran sus funciones digestivas tomando la Salsa Bott con la carne. Después de leer los anuncios de Bott, uno adquiría el convencimiento de que una comida sin la Salta Bott resultaba un potente veneno. Hasta se llegaba a creer que resultaría mucho más seguro vivir exclusivamente de la Salsa Bott. Gracias a estos sentimientos, el señor Bott, tan rubicundo y rotundo como una de sus botellas de salsa, amasó una fortuna lo bastante grande para poderse permitir el lujo de alquilar la Mansión para todo el verano sin pestañear siquiera, como quien dice.
Guillermo acertó a encontrarse sentado encima de la valla que lindaba con la carretera cuando pasó el automóvil en que viajaban el señor y la señora Bott, ambos gruesos y vestidos con una elegancia que resultaba excesiva, y la señorita Violeta Isabel Bott y el aya de la señorita Violeta Isabel Bott. A Guillermo le interesaron muy poco. En aquel momento se hallaba ocupado en sacarle punta a un palo y en observar los saltos y gestos de su perro «Jumble», cada vez que este se abalanzaba sobre las virutas que iban cayendo del palo. Pero vio de reojo a una niña pequeña, con la cabeza muy rizada y vestido blanco con muchos volantes, sentada al lado de un aya uniformada. Miró tras el «auto» con el entrecejo fruncido.
—¡Uh! —exclamó. Y resulta imposible expresar en letras de molde todo el desdén del monosílabo tal como lo pronunciaba Guillermo—: ¡una niña!
Y volvió a su tarea de sacar punta al palo.
* * *
La madre de Guillermo conoció a la señora Bott en casa del pastor protestante. La señora Bott, que siempre halló más simpáticas a las desconocidas que a las señoras que la conocían bien, confió sus penas a la señora Brown. Entre aquellas se contaban el reuma que ella padecía, el estado del hígado del señor Bott y los descuidos del aya de Violeta Isabel.
—Siempre está leyendo noveluchas esa muchacha. Espero que vendrá usted a visitarme, querida. Y… ¿no dijo alguien que tenía usted un niño? Tráigale. Quiero que Violeta Isabel conozca a algunos niños agradables.
La señora Brown vaciló. Sabía que ninguna de sus amistades hubiera llamado a Guillermo un niño agradable. La señora Bott interpretó mal su titubeo. Posó una mano gruesa y llena de sortijas sobre la rodilla de la señora Brown.
—Comprendo, querida. Tiene usted cuidado de con quién se junta el niño, como yo. Bueno, pues no tiene por qué preocuparse. He cuidado muy bien a nuestra Violeta Isabel. Es una niña que no le hará ningún mal a su niño…
—¡Oh! —exclamó la señora Brown—. ¡No es eso!
—Así, pues, vendrá usted, querida, ¿verdad?, y se traerá a su niñito, ¿no?
Interpretó el enmudecimiento de la señora Brown como una afirmación.
* * *
—¿Quién? ¿Yo? —exclamó Guillermo con indignación—. ¿Y yo a tomar el té con esa niña? ¿Yo?
—Es una niña muy mona y muy agradable —dijo la señora Brown, débilmente.
—Ya la he visto —contestó el niño con desprecio—; con rizos y todo.
—Bueno, pues tienes que venir. Te espera.
—Dios quiera —respondió Guillermo con severidad—, que no esperará que le hable.
—Esperará que juegues con ella, estoy segura.
—¿Jugar…? ¿¿Jugar? ¿Con una niña? ¿Yo? ¡Huh!
Guillermo, pálido y orgulloso, enfundado en su traje de día de fiesta, endurecido el corazón para hacer frente a su humillante suerte, acompañó a su madre a la Mansión a la semana siguiente. Guardó silencio durante todo el camino. La señora Brown le miró con ansiedad.
Una señora Bott vestida con excesivo lujo se hallaba sentada en una sala excesivamente amueblada. Se levantó inmediatamente con una sonrisa excesivamente efusiva y tendió una mano excesivamente ensortijada.
—¡Conque ha traído a su queridísimo nenín!
La sonrisa excesivamente efusiva desapareció ante la mirada que Guillermo le dirigió.
—¡Ah… no me lo había imaginado yo así exactamente! —dijo con voz algo desfallecida—; pero estoy segura de que será un encanto —se apresuró a agregar.
Guillermo la saludó con frialdad y cortesía; luego tomó asiento y permaneció como una estatua, mirando adelante con gesto ceñudo. Tenía el cabello cepillado hacia atrás con tanta fuerza y tanto líquido, que parecía como si se lo hubieran pintado en la cabeza.
—¿Te gustaría ver un libro con estampas, nenín?
Guillermo no contestó. Se limitó a mirarla, y la señora apartó apresuradamente la mirada para hablar con la señora Brown. Habló de su reuma, del hígado del señor Bott y de la incompetencia del aya de Violeta Isabel.
Luego entró Violeta Isabel. Su cabello rubio no era rizado por naturaleza; pero como resultado del enorme trabajo que la difamada aya se daba todos los días, formaba una especie de nimbo de rizos alrededor de la pequeña cabeza. Los rizos parecían casi, ya que no del todo, naturales. A Violeta Isabel se la cuidaba tanto, y se la guardaba y se la rodeaba de tantos cuidados, que nunca se le había conocido hacer, a su carita sonrosada y blanca, otra cosa que brillar de limpieza. Pero el «plato de resistencia» del aspecto de Violeta Isabel era su falda. La niña llevaba un vestido blanco con encajes y una faja azul. Por debajo de esta, la falda sobresalía como la de una minúscula bailarina, en vaporosa espuma de encaje. De aquella cascada surgían las piernas desnudas de Violeta Isabel, que desaparecían, por último, en unos calcetines blancos de seda y zapatos de ante blanco.
Guillermo contempló tan encantadora visión con horror.
La niña le saludó.
—Buenas tardes —contestó Guillermo con voz hueca.
—Llévate al nenín al jardín, Violeta Isabel —dijo la madre—, y juega con él.
Guillermo y Violeta Isabel se miraron con aprensión.
—Ven, niño —dijo Violeta Isabel por fin, ofreciéndole la mano.
Guillermo hizo como que no veía la mano, y con aire de héroe que se dirige al cadalso, acompañó a la niña al jardín.
La señora Brown les siguió con la mirada, llena de ansiedad.
* * *
—¿Cómo te llamaz? —preguntó Violeta Isabel.
¡Ceceaba! Era de esperar, se dijo Guillermo con amargura, llevando esos rizos y esas faldas. Era de esperar. Sintió alivio, por lo menos, de que ninguno de sus amigos pudieran verle en tan poco varonil situación; hablando con una niña así, que era todo ojos, rizos y faldas.
—Guillermo Brown —contestó, mirando por encima de la cabeza de la niña, como si no la viera.
—¿Cuántoz añoz tienez?
—Once.
—Yo me llamo Violeta Izabel.
Él recibió esta información en silencio.
—Tengo ceiz añoz.
No hizo Guillermo comentario alguno. Examinó el paisaje lejano ceñudo y abstraído.
—Ahora tendráz que jugar conmigo.
Guillermo permitió que su fría mirada descansara sobre ella.
—Yo no juego a juegos de niñas pequeñas —contestó con profundo desdén.
Pero Violeta Isabel no pareció darse cuenta de su tono.
—¿No conozez a ninguna niña? —le preguntó con lástima—. Yo te enceñaré juegoz de niñaz —agregó amablemente.
—No quiero saberlos —dijo Guillermo—. No me gustan. No me gustan los juegos de niñas. No quiero saberlos.
Violeta Isabel le miró boquiabierta.
—¿No te guztan laz niñaz pequeñaz? —preguntó.
—¿A mí? —dijo Guillermo con superioridad—. ¿A mí? No sé una palabra de ellas. Ni quiero saberla.
—¿No… no te guzto yo? —inquirió Violeta con voz trémula, con incredulidad y asombro.
Guillermo la observó. Los ojos azules de la niña se inundaron lentamente de lágrimas; sus labios temblaron.
—Tú me guztaz a mí —dijo—. ¿No te guzto acazo yo a ti?
Guillermo la miró, horrorizado.
Guillermo la miró horrorizado.
—Zí que te guzto, ¿verdad?
Guillermo guardó silencio.
Una lágrima grande se desbordó y resbaló por la sonrosada mejilla.
—Me eztaz haciendo llorar —sollozó Violeta Isabel—. Zí que me hacez llorar. Me hacez llorar porque no quierez decirme que te guzto.
—Sí… sí que me gustas —aseguró Guillermo con desesperación—. De veras que sí. No llores. Sí que me gustas. ¡De veras!
Una sonrisa apareció en el lacrimoso semblante.
—¡Me alegro máz…! Te guztan todaz laz niñaz pequeñaz, ¿verdad? —Le sonrió, esperanzada—. ¿Verdad que zi?
Guillermo, pirata, piel roja y desesperado; Guillermo, odiador de mujeres y despreciador de niñas, miró a su alrededor buscando un sitio por donde escaparse y no lo encontró.
Los ojos de Violeta Isabel volvieron a inundarse de lágrimas.
—Zí que te guztan todaz las niñaz pequeñaz, ¿verdad? —insistió temblándole los labios—. ¿Verdad que zí te guztan?
Fue una pesadilla para Guillermo. Se hallaban bien a la vista de la ventana de la sala. En cualquier momento podría presentarse una persona mayor. Le acusarían de brutalidad, de hacer llorar a Violeta Isabel, y, cosa rara, el ver a Violeta Isabel con los ojos anegados en llanto y con los labios trémulos, le hacía decirse que debía haber sido la mar de bruto con ella, en efecto. En medio de su horror, se sentía aturdido.
—Sí que me gustan —aseguró precipitadamente—. Sí que me gustan.
—Tú quizieraz zer una niña pequeña, ¿verdad?
—Ah… sí. Ya lo creo que sí —respondió el infeliz Guillermo.
—Bueno. Ahora juguemoz a las hadaz. Yo te enceñaré.
* * *
Camino de casa, la señora Brown, que siempre había tenido la esperanza de que las niñas ejercieran sobre Guillermo una influencia civilizadora, le preguntó si se había divertido. Guillermo se había pasado la mayor parte de la tarde desempeñando el papel de gnomo, a las órdenes de Violeta Isabel, que hacía de reina de las hadas. Cada vez que había intentado rebelarse, se había encontrado con unos ojos anegados en lágrimas y unos labios que temblaban. Se sentía amargado.
—Si todas las niñas son así… —dijo—, bueno, cuando uno piensa en la cantidad de niñas que debe haber en el mundo… pues… es como para ponerse enfermo.
Jamás le había parecido la libertad y la camaradería de los de su propio sexo tan dulces como el día siguiente, cuando salió de casa silbando alegremente, con las manos en los bolsillos, «Jumble» detrás de él, para reunirse con Pelirrojo y Douglas.
—No viniste ayer —le dijeron, al encontrarse.
Habían echado de menos a Guillermo, su jefe.
—No —respondió él con brevedad—; fui a tomar el té fuera.
—¿Dónde? —le preguntaron con interés.
—A ningún sitio en particular.
Le horrorizaba el recuerdo. Si supieran… Si supieran o le hubieran visto… Se sonrojó de vergüenza al pensarlo. Para recobrar la dignidad perdida, le dio un puñetazo a Pelirrojo y le dio guerra a Douglas. Después de la lucha que siguió, echaron a andar carretera abajo.
—¿Qué haremos esta mañana? —preguntó Pelirrojo.
Hacía sol. Era tiempo de vacaciones. Se tenían unos a otros y a un perro. Un niño no podía desear más. El mundo entero se abría ante ellos.
—Metámonos por donde esté prohibido el paso —propuso Guillermo, el sin ley.
—¿Por dónde? —inquirió Douglas.
—Por los bosques de la Mansión… y llevemos a «Jumble».
—El guarda dijo que se lo diría a nuestros padres si volvíamos a poner los pies allí —advirtió Pelirrojo.
—¡Que se lo diga!
Guillermo iba recobrando poco a poco la dignidad. Los recuerdos de pesadilla del día anterior se iban disipando. Tiró una piedra para que la fuera a buscar «Jumble» y lanzó su agudo y poco armonioso grito de guerra. Entraron en los bosques, guiados por Guillermo. Este avanzó por el camino, contoneándose. Era ya Guillermo el desesperado, el que despreciaba a las niñas. El día anterior había sido un sueño. Tenía que haberlo sido. Ninguna simple niña se atrevería a hablarle siquiera. Nunca había jugado a las hadas con una niña, él, Guillermo, el rey pirata, el jefe de bandidos.
—¡Guillermo!
Se volvió, helada de horror su sonrisa. Una niña corría por el camino tras ellos. Una niña con la cabeza descubierta, rizadísimo cabello, falda de bailarina y calcetines y zapatos blancos.
—¡Guillermo querido! Te vi dezde la ventana de mi cuarto cuando pazabaz por la carretera y me ezcapé. El aya eztaba leyendo un libro y me ezcapé. ¡Oh, Guillermo, querido, juega conmigo otra vez, anda! ¡Fue tan bonito ayer…!
Guillermo la miró, incapaz de articular palabra. Se alegraba de la presencia de sus amigos, pero estaba horrorizado por las revelaciones de aquella niña, temiendo que explicase a sus compañeros lo de la tarde anterior, deshonrándole para siempre ante sus ojos.
—Vete —dijo con severidad por fin—; no estamos jugando a juegos de niñas.
—No nos gustan las niñas —dijo Pelirrojo con desprecio.
—A Guillermo zí —exclamó ella con indignación—. Dijo que le guztaban. Dijo que le guztaban todaz laz niñaz pequeñaz. Dijo que le hubiera guztado zer niña. Y jugó a laz hadaz conmigo.
A Guillermo se le puso la cara como una amapola.
—¡Oh! —exclamó, como si le dejara mudo de asombro el ver con qué facilidad mentía la niña.
Pero no convencía su acento.
—¡Oh! ¡Zí que ez verdad! —exclamó Violeta Isabel.
Estas palabras sonaron la mar de convincentes. Pelirrojo y Douglas miraron a Guillermo con bastante frialdad. Hasta «Jumble» parecía algo avergonzado de él.
—Bueno, vamos —dijo Pelirrojo—; no podemos estarnos aquí todo el día hablando… con una niña.
—Pero yo quiero ir con vozotroz —dijo Violeta Isabel—. Quiero jugar con vozotroz.
—Vamos a jugar a juegos de niños. A ti no te gustarían —dijo Douglas, que tenía algo de diplomático.
—Me guztan los juegoz de niñoz —suplicó Violeta Isabel, arrasándosele los ojos de lágrimas—; dejadme que oz acompañe.
—Bueno —dijo Guillermo—; no podemos prohibirte que nos acompañes. No le hagáis caso —le dijo a los otros—. Pronto se cansará.
Echaron a andar. Guillermo, apabullado por completo por una vez en su vida, siguió humildemente detrás de los demás.
En una parte de los bosques había un pantano. Este siempre estaba en el mismo sitio; pero, como había llovido durante la noche, aquel día estaba más pantanoso que de costumbre. Era posible dar la vuelta al pantano, caminando por tierra más alta; pero Guillermo y sus amigos nunca hacían eso. Preferían fingir que el pantano les rodeaba por todas partes hasta donde alcanzaba la vista y que, al primer paso en falso, podían hundirse en el barro y desaparecer para siempre.
—Vamos —gritó Guillermo, que había recobrado el buen humor y su sitio como jefe—. Vamos, valerosos muchachos… pisad con cuidado o una muerte instantánea será vuestra suerte… y no os preocupéis de ella, que no tardará mucho en cansarse ya.
Porque Violeta Isabel corría alegremente tras la cuadrilla.
No se volvieron ni la miraron; pero la veían sin querer por el rabillo del ojo. Se metió en el pantano con un grito de gozo y plantó sus pies calzados de blanco en el negro barro.
—¿Verdad que ez preciozo? —exclamó—. ¡Uy! ¡Qué cosquillaz hace al meterce por entre los dedoz de loz piez! Qué bien, ¿verdad? Me guztan loz juegoz de niñoz.
No pudieron remediar el mirarla cuando salieron. Por arriba, seguía teniendo el mismo aspecto de hada de siempre; pero tenía los pies cubiertos de barro negro hasta más arriba de los calcetines.
—¡Ez una zenzación muy buena! —observó, encantada, al llegar al otro lado—. ¡Vamoz a hacerlo otra vez!
Pero Guillermo y sus compañeros recordaron su varonil dignidad y siguieron adelante sin contestar. Ella les siguió con paso corto y bailarín. Cada uno de ellos llevaba un palo con el que azotaba el aire o los matorrales al pasar. Violeta Isabel se buscó un palo y les imitó. Llegaron a un claro del bosque, poblado, principalmente, de zarzas cargadas de moras negras y muy maduras.
—Ahora, mis valientes muchachos —dijo Guillermo—, comed. Menos mal que hemos encontrado este alimento, porque si no nos hubiésemos muerto de hambre, y no la ayudéis a ella ni le cojáis ninguna mora; dejad que se arañe toda y pronto se cansará.
Se abalanzaron sobre las zarzas. Violeta Isabel hizo lo propio. Se metió las moras a puñados en la boca. Poco a poco su cara blanca y sonrosada se oscureció bajo una capa de jugo de mora. Las manos se le quedaron de un color rojizo oscuro. Su vestido blanco había perdido su blancura. Estaba manchado y roto. La faldita perdió todo su aspecto de falda de bailarina. Las zarzas le tiraron del pelo dejándolo tan liso como la Naturaleza lo había hecho. Se arañó los brazos, las manos y las piernas. Y seguía comiendo.
—Eztoy cogiendo máz que ninguno de vozotroz —gritó—. Eztoy cogiendo máz que ninguno de vozotroz. Y me eztoy poniendo hecha un azco. ¿Verdad que ez divertido? Me guztan loz juegoz de niñoz.
La miraron con cierto respetuoso horror y aprensión. ¿Les harían a ellos responsables del extraño cambio en su aspecto?
Dejaron las zarzamoras y echaron a andar otra vez por el bosque. A una seña de Guillermo, se dejaron caer al suelo y avanzaron a gatas, cautelosa y, según ellos se creían, silenciosamente por el camino. Violeta Isabel arrastró también por el suelo sus rodillas arañadas y manchadas de mora.
—¡Miradme a mí! —gritó, orgullosa—. ¡Lo eztoy haciendo tan bien! Igual que loz niñoz.
—¡Chitón! —ordenó Guillermo con ferocidad.
Violeta Isabel se calló, obedientemente y, durante un rato, se arrastró muy contenta.
—¿Eztamos jugando a loz animalez? —preguntó por fin.
—¡Cállate! —le ordenó Guillermo en sibilante susurro.
Violeta Isabel calló, aun cuando le dijo en un susurro a Pelirrojo, que iba delante de ella:
—Yo zoy un caracol… ¿Qué erez tú?
Pelirrojo no se dignó contestar.
A una seña de su jefe, que indicaba que había pasado todo el peligro, los Proscritos se levantaron. Guillermo se había parado.
—Les hemos despistado —dijo frunciendo el entrecejo—; pero el peligro nos rodea por todas partes. Más vale que nos internemos en la selva virgen, y apuesto a que pronto se cansará de andar por la selva.
Abandonaron el camino y se internaron por la espesa maleza, que llegaba hasta los hombros. Violeta Isabel se internó detrás de ellos. Se abrió paso, decidida, por entre los matorrales. Se dejó trozos del vaporoso vestido en casi todos ellos. Las ramas de los arbustos se le enganchaban en el pelo y siguieron deshaciéndole los rizos. Pero a Violeta Isabel le gustaba.
—¡Qué divertido! —iba diciendo por el camino.
Guillermo se detuvo al pie de un árbol grande.
—Ahora seremos pieles rojas —dijo— y nos iremos de caza. Yo seré Corazón Valiente, como siempre, y Pelirrojo Cara de Halcón y Douglas Ojos de Rayo.
—Y… ¿qué ceré yo? —dijo la niña, manchada y desgreñada aparición que había sido Violeta Isabel.
Douglas decidió resolver el asunto.
—¿Qué ceré yo? —se burló con voz atiplada— ¿Qué ceré yo? ¿Qué ceré yo?
Violeta Isabel no se marchó corriendo y llorando a su casa, como él había esperado, sino que se echó a reír, regocijada.
—¡Zí que zuena graciozo cuando lo dicez así! —exclamó, encantada—. ¡Zí que zuena! ¡Dilo otra vez! ¡Haz el favor de decirlo otra vez!
Douglas se quedó desconcertado.
—Sea como fuere —dijo—, tú no vas a jugar, conque anda.
—Por favor, dejadme jugar —dijo Violeta Isabel—; por favor.
—No. ¡Vete!
Guillermo y Pelirrojo estaban admirados, en su fuero interno, de la firmeza con que Douglas estaba manejando a aquel ejemplar del sexo femenino.
—Por favor, Douglaz.
—¡No!
Los ojoz azules de Violeta Isabel, que le contemplaban suplicantes, se llenaron de lágrimas. Le temblaban los labios.
—Me eztaz haciendo llorar —dijo.
Una lágrima resbaló por la mejilla manchada de moras.
—Por favor, Douglaz.
—Oh, bueno… —dijo.
—Oh, graciaz, querido Douglaz. ¿Qué ceré yo?
—Bueno —le dijo Guillermo a Douglaz con severidad—. Ahora que la has dejado tú jugar, supongo que tendrás que decirle que haga de «squaw».
—¡Zquaw! —exclamó Violeta Isabel, llena de júbilo—. ¿Qué clase de ruido hace ezo?
—Es una señora piel roja y no hace ninguna clase de ruido —contestó Pelirrojo con tono aplastante—. Ahora nosotros nos vamos de caza y tú te quedarás a hacernos la comida.
—Bueno —dijo Violeta Isabel—. Ahora dame un bezo de dezpedida.
Pelirrojo la miró con horror.
—Tienez que hacerlo —insistió ella—; si tú te vaz a trabajar y yo me quedo a guizar la comida, tienez que darme un bezo de dezpedida. Ziempre lo hacen.
—Yo no —respondió Pelirrojo.
La niña alzó la cara.
—Por favor, Pelirrojo.
Poniéndose colorado hasta las orejas, Pelirrojo le rozó la mejilla con la suya. Guillermo lanzó un resoplido de desdén. Había recobrado toda su dignidad. La varonil severidad de Douglas había sido vencida. A Pelirrojo le había convencido para que la besase. Bueno, ahora ya no se podían reír de él. ¡Qué habían de poder! Los dos estaban haciendo lo posible para esquivar la mirada de su jefe.
—Bueno, idoz a trabajar, queridoz Guillermo, Douglaz y Pelirrojo —dijo Violeta Isabel con aire de felicidad— y yo cocinaré.
Los cazadores se marcharon satisfechos y de muy buena gana.
* * *
Se habían cansado ya de jugar a pieles rojas. El juego había sido un éxito mientras había durado. Pelirrojo había sacado unas cerillas y la fiel «squaw» llevaba sobre la morada capa de jugo de mora otra capa de humo procedente de la hoguera que habían logrado encender con gran trabajo.
—Vamos —dijo Guillermo—; vamos a salir en busca de aventuras.
Echaron a andar en fila como antes. Violeta Isabel iba la última y «Jumble» no hacía más que correr de un lado a otro en busca de conejos imaginarios. Se vio brillar, en la distancia, otro pantano pequeño. Violeta Isabel, embriagada de su éxito como «squaw», lanzó un grito.
—Otro zitio ezponjozo. Yo quiero ser primera.
Se adelantó a ellos, corrió al pantano, resbaló y cayó en él de bruces.
Se levantó inmediatamente. Estaba cubierta de barro negro de pies a cabeza. Su cara era una máscara de barro. A través de ella brillaron sus ojos en una sonrisa.
—Me ezcurrí —explicó.
De pronto se oyó una voz de hombre en el camino principal, por el bosque, a la derecha.
—¡Míralos…! ¡Los muy bribones! ¡Míralos! ¡Y un perro! ¡Maldita sea su estampa! ¡Grrr!
Esto último fue una especie de gruñido amenazador.
—¡Guardabosques! —dijo Guillermo—. ¡Corred como relámpagos, guerreros míos! ¡Vamos, Jumble!
Huyeron a través de la espesura.
—Por favor —exclamó Violeta Isabel, que iba la última—; yo no puedo correr tan apriza.
Fueron Pelirrojo y Douglas los que retrocedieron para agarrarla de las manos. A pesar de eso, corrían aprisa, metiéndose por la maleza, por donde a los guardabosques les costaba trabajo seguirles, y serpenteando por entre los árboles. Por fin, sin aliento, llegaron a un claro, en el centro del cual encontraron una cabaña tan linda como la de un cuento de hadas. La puerta estaba abierta. Oían a los guardabosques avanzar por entre la maleza dando gritos.
—Entremos aquí —jadeó Guillermo—. Está vacía. Nos esconderemos aquí hasta que se hayan marchado.
Los cuatro entraron en una cocina limpia como los chorros del oro y Pelirrojo cerró la puerta. La cabaña estaba vacía, en efecto. No se oía el menor ruido.
—¿Verdad que ez una cazita precioza? —jadeó Violeta Isabel.
—Vamos arriba —propuso Douglas—. A lo mejor se asoman aquí.
Los cuatro, seguidos de Jumble», subieron la escalera y entraron en una alcobita muy limpia.
—Asómate a la ventana para ver cuándo pasan —ordenó Guillermo—, luego nos iremos nosotros.
Douglas atisbó cautelosamente por la ventana. Soltó una exclamación.
—No… no pasan de largo —dijo—. Están entrando aquí.
Se oían voces de hombre abajo.
—¡Entraron aquí los bribones esos! Mira las manchas que han dejado en el suelo. ¿Qué dirá mi mujer cuando vuelva a casa?
—Han subido la escalera también. Mira las manchas. ¡Maldita sea su estampa!
Guillermo se acercó a la ventana, llevando a «Jumble» debajo del brazo.
—Podemos bajar muy bien por esta tubería —dijo—. Luego podemos echar a correr.
Echó una pierna sobre el marco de la ventana, preparándose para bajar con «Jumble» colgado del cuello, cosa que el perro estaba enseñado ya a hacer. La vida de «Jumble» se componía, principalmente, de una serie de sustos interminables.
Pelirrojo y Douglas se prepararon para seguirle.
Se oían los pasos de los hombres que subían la escalera, cuando una vocecita dijo quejumbrosa:
—Por favor… yo no puedo hacer ezo. No me iréiz a dejar, ¿verdad?
—No… no podemos abandonarla —dijo.
Pelirrojo y Douglas no discutieron la decisión de su jefe. Se colocaron en hilera, de cara a la puerta, mientras se iban acercando los pasos.
Se abrió la puerta de golpe y aparecieron los dos guardabosques.
—¡Ahora, bribones, os hemos cazado!
* * *
Entraron en la biblioteca del señor Bott dos guardabosques, cada uno de los cuales sujetaba a dos niños por el cuello. Uno conducía a dos niños de bastante mal aspecto. El otro sujetaba a un niño y una niña que hacían tan mala cara como sus compañeros. Un perro alicaído cerraba la procesión.
—Andaban metidos por el bosque, señor —dijo el primer guardabosques—. Por el terreno particular y estropeando el bosque. Son perros viejos en eso. Los hemos visto metidos por vedado antes de ahora; pero nunca los había podido coger. Y un perro también. Lo que les hace falta es un escarmiento, señor. Lo que necesitan es que se les denuncie, si usted permite que dé mi opinión. Estropeando los bosques y trayéndose un perro…
El señor Bott, para quien el ser una especie de mayorazgo era cosa nueva, que no tenía la menor idea de lo que se esperaba de él y que por añadidura tenía otras preocupaciones de índole particular en aquellos momentos, echó una mirada a los cuatro niños, sin saber qué hacer. Su mirada se posó en Violeta Isabel, sin dar la menor señal de que la conocía. No la reconoció. Sin embargo conocía bastante bien a Violeta Isabel. La veía por lo menos una vez, o casi una vez al día. La conocía por sus rizos, por su rostro sonrosado y blanco, por su falda de bailarina de inmaculada blancura. Pero no podía conocer a aquella criatura con vestido roto, manchado y mojado (no se parecía al de una bailarina, ni por asomo, en aquellos instantes), cuya cara extremadamente sucia se veía a duras penas bajo la mata de desordenado cabello que le caía sobre los ojos. Ella le miró en silencio y con cautela. En el preciso instante en que iba a hablar, entró el aya de Violeta Isabel. Dice mucho del disfraz de la niña el que su aya no hiciera más que echarle una mirada al pasar. El aya tenía los ojos enrojecidos.
—Perdone, señor; la señora Bott pregunta si hay alguna noticia.
—No —respondió el señor Bott con desesperación—. Dígale que he estado telefoneando a la policía cada minuto desde que mandó a preguntarme eso la última vez. ¿Cómo está?
—Le ha dado otro ataque de histeria, señor.
El señor Bott exhaló un gemido.
Desde que desapareciera Violeta Isabel, la señora Bott había estado sufriendo accesos de histeria en su cuarto, y haciéndole pagar las consecuencias al aya. En compensación, el aya de Violeta Isabel tenía accesos de histeria en la cocina, y le hacía pagar las consecuencias a la doncella. La doncella no tenía tiempo para entregarse a ataques de histeria; pero le hacía pagar las consecuencias al gato.
El señor Bott volvió a exhalar un gemido. De pronto se volvió hacia los guardabosques y los niños.
—Les habrán ustedes tomado el nombre y la dirección, ¿no? Bueno, pues escuchad, niños. Salid a ver si encontráis a mi hijita. Se ha perdido. Buscad por los bosques, por el pueblo, por todas partes. Y, si la encontráis, os perdono. ¿Comprendéis?
Le dieron las gracias y sé retiraron, seguidos de Violeta Isabel, que no había articulado palabra dentro de la casa paternal.
Una vez en los bosques, se volvieron hacia ella con severidad.
—Es a ti a quien busca. Tú eres ella.
—Zí —asintió la niña con dulzura—; zoy yo.
—Bueno, pues vamos a encontrarte y llevarte a tu casa.
—Oh, por favor, yo no quiero que ce me encuentre y ce me lleve a caza. Me guzta eztar con vozotroz.
—Bueno, pero no puedes estar con nosotros todo el día, creo yo —observó Guillermo con severidad—. Tarde o temprano tendrás que volver a casa, igual que tenemos que volver nosotros a la nuestra. Bueno, pues nosotros queremos comer ya y nos vamos a ir a casa y te llevaremos a la tuya. Tal vez nos dé algo y…
—Bueno —asintió Violeta Isabel alzando la cara—; me dejaré encontrar y llevar a caza.
* * *
Los cuatro niños se hallaban de nuevo ante la mesa del señor Bott. Guillermo, Pelirrojo y Douglas dieron un paso atrás y Violeta Isabel dio un paso adelante.
—La hemos encontrado —anunció Guillermo.
—La hemos encontrado —dijo Guillermo.
—¿Dónde? —inquirió el señor Bott, volviéndose.
—Zoy yo —aseguró Violeta Isabel.
El señor Bott se sobresaltó.
—¿Tú? —exclamó con asombro.
—Zi, papá; zoy yo.
—Pero… pero… ¡Santo Dios! —exclamó mirando con fijeza a aquella especie de espantapájaros—. ¡Es imposible!
Luego llamó al aya de Violeta Isabel.
—¿Es esa Violeta Isabel? —preguntó.
—Zi; zoy yo —volvió a decir la muchacha.
El aya apartó la mata de pelo.
—¡Oh, pobre, pobre niña! —exclamó—. ¡Pobrecita niña!
—¡Santo Dios! —volvió a decir el señor Bott—. Llévesela. Yo no sé lo que le hace usted; pero hágaselo y no deje que su madre la vea hasta que esté hecho del todo, y vosotros quedaos aquí, niños.
—¡Ay, mi ovejita! —sollozó el aya de Violeta Isabel, al llevársela—. ¡Mi pobre corderito!
Volvieron al cabo de un intervalo increíblemente corto. El misterioso algo había sido hecho. La cabeza de Violeta Isabel era una masa de rizos. Su rostro brillaba de puro limpio. Una faldita con aplicaciones de encaje sobresalía, como la de una bailarina, por debajo de la faja azul. El señor Bott respiró profundamente.
—Ahora, vaya a buscar a su madre —dijo.
La señora Bott entró como un ciclón. Aún se estremecía de histeria. Estrechó a Violeta Isabel contra su pecho, que palpitaba visiblemente.
—Mi niña —sollozó—. ¡Oh, mi querida niña!
—Yo era una zquaw —dijo Violeta Isabel—. No hace ninguna clace de ruido. Ez una señora.
—¿Cómo lograste…? —empezó a preguntar la señora Bott sin dejar de estrechar a Violeta Isabel entre sus brazos.
—Estos niños la encontraron… —dijo el señor Bott.
—¡Oh, cuán nobles y cuán buenos! —exclamó la señora Bott—. Y uno de ellos es el niño tan simpático que jugó con ella ayer. Dales diez chelines a cada uno, Botty.
—Sí; pero… —vaciló el señor Bott, recordando las circunstancias en que le habían sido traídos los niños.
—¡Botty! —aulló la señora Bott, lacrimosa—. ¿No consideras que la vida de tu querida hijita vale treinta chelines siquiera?
El señor Bott entregó precipitadamente un billete de diez chelines a cada uno de los niños.
* * *
Volvieron a casa por la carretera.
—Bueno; ha salido bien después de todo —dijo Pelirrojo, lúgubremente, pero acariciando el billete de diez chelines que llevaba en el bolsillo—; pero pudiera no haber salido bien. Menos por lo del dinero, nos ha estropeado por completo la mañana.
—Las niñas siempre hacen lo mismo —aseguró Guillermo—. No pienso tener nada que ver con ninguna otra niña en mi vida.
—Está muy bien decir eso —observó Douglas, que había quedado profundamente impresionado aquella mañana por la inevitabilidad y la mortal persistencia del sexo femenino—. Eso se dice muy pronto; pero son ellas las que tienen que ver con uno.
—Y yo no pienso casarme, nunca con ninguna —aseguró Guillermo.
—Eso se dice muy pronto —replicó Douglas, sombrío—; pero alguna se casará contigo con toda seguridad.