UNA TARDE CON GUILLERMO
La familia de Guillermo estaba pasando el veraneo en la playa. Guillermo odiaba cordialmente aquella época del año. No le gustaba que le arrancasen de los lugares que acostumbraba a frecuentar: de sus bosques y prados y amigos y perro (porque «Jumble» no era la clase de perro que se lleva uno de veraneo). Detestaba el ambiente de los hoteles y de las fondas. Detestaba los aburridos paseos y los jardines donde no se permitía pisar la hierba ni jugar a pieles rojas. No lograba comprender el atractivo que semejantes lugares parecían tener para su familia. La expresión de tristeza y de aburrimiento que, por regla general, lograba mantener durante todo el veraneo le producía orgullo y placer. Pero aquella vez era distinto. Pelirrojo estaba alojado, con su familia, en el mismo hotel que Guillermo.
El padre de Pelirrojo y el de Guillermo jugaban juntos al golf. La madre de Guillermo y la madre de Pelirrojo iban a ver juntas el mar y los establecimientos. Guillermo y Pelirrojo salían juntos a hacer expediciones secretas. Aun cuando no había manera de hacerle confesar a Guillermo que estaba pasando agradablemente el veraneo, la presencia de Pelirrojo le hacía difícil mantener su acostumbrada expresión de tristeza y de desprecio. Buscaron contrabandistas por las cuevas; resbalaron por rocas cubiertas de algas y cayeron en los charcos que quedaban al bajar la marea. Hicieron la guerra desde trincheras practicadas en la arena; hicieron minas y contraminas y, en general, se incrustaban tanta arena húmeda en la ropa y en el pelo que, como decía la señora Brown casi con lágrimas en los ojos, desafiaban a todos sus esfuerzos por desalojarla con ayuda del cepillo.
Aquel día se hallaban ocupados en la inocente diversión de pasear por la alameda de la playa probando todas las atracciones que esta tenía que ofrecerles. Aguantaron tres funciones de polichinelas, riendo a carcajada limpia durante las tres. Como quiera que habían tomado posesión del lugar desde donde mejor se veía y como nunca parecía ocurrírseles contribuir en los gastos, el hombre de los polichinelas acabó echándoles. Se fueron sin protestar y compraron dos barritas de regaliz en el pueblo de al lado. Luego compraron dos vasos gigantescos de una limonada de un verde bilioso y se los bebieron con intensa satisfacción. A continuación se alejaron de la parte más concurrida de la playa y fueron a parar a un sitio desierto entre las rocas. Pelirrojo encontró un cangrejo muerto y Guillermo encendió una hoguera e intentó asarlo; pero el resultado no fue muy animador. Comieron lo que les quedaba de las barras de regaliz para quitarse el mal gusto de la boca, y luego fueron a las cuevas. Volvieron a pasar revista a las posibilidades de buscar contrabandistas, sin entusiasmo. Guillermo empezaba a sentirse desilusionado. Parecía haberse pasado la mayor parte de su vida buscando contrabandistas. Debían ser gente desagradablemente reservada. Ya podía haberse dejado coger uno de ellos siquiera…
Tiraron piedras al agua que empezaba a bajar, y saltaron dentro de los charcos a ver quién lograba salpicar más alto.
Luego vieron una embarcación.
Estaba solo, sobre la arena. Era un bote muy bonito con dos remos dentro.
—¿Cuánto se tardaría en llegar a Francia con eso? —murmuró Guillermo.
—Muy poco, seguramente —dijo Pelirrojo—. ¡Si se ve Francia desde la ventana de mi cuarto! No debe estar ni pizca de lejos.
Contemplaron el bote en silencio durante unos minutos.
—Parece como si pudiera andar muy bien —observó Guillermo.
—Podríamos traerlo otra vez antes de que quienquiera que sea lo necesitase —murmuró Pelirrojo.
—No le haríamos ningún daño.
—No hay ni pizca de distancia hasta Francia desde la ventana de mi cuarto.
El anhelo que se leía en su semblante se trocó en determinación.
—Vamos —dijo Guillermo.
Fue fácil empujar y tirar del bote hasta llevarlo al agua. Pronto estuvieron sentados, triunfante el corazón y empapada la ropa de agua, en el pequeño bote, viéndose arrastrados hacia alta mar. Al principio, Guillermo intentó usar los remos; pero una ola se los arrancó de la mano y se los llevó.
—En realidad, no importa —dijo Guillermo alegremente—; la marea nos está llevando a Francia sin que nos preocupemos de los remos.
Durante un rato, se recostaron en los asientos, gozando del balanceo y arrastrando los dedos por el agua.
—Es casi tan bueno como ser piratas, ¿verdad? —dijo Guillermo.
Al cabo de media hora, dijo Pelirrojo, frunciendo el entrecejo:
—Me parece a mí que no vamos bien para Francia. Me parece a mí, capitán, que nos hemos desviado de la ruta. No veo, por más que miro, tierra por ninguna parte.
—Pues a algún sitio estaremos yendo —dijo Guillermo, el optimista—, y donde sea, será interesante.
—Tai vez no lo sea —observó Pelirrojo, al que empezaba a no serle agradable el balanceo y comenzaba a ver más negras las cosas.
—Bueno, pues a mí se me está abriendo un apetito enorme —aseguró Guillermo.
—Pues a mí no —contestó Pelirrojo.
Guillermo le miró con interés.
—Te has puesto bastante pálido —observó alegremente—; tal vez fuera el cangrejo.
Pelirrojo no contestó.
—O tal vez fuera el regaliz, o la limonada —dijo Guillermo, con creciente interés.
—Te agradecería que no hablases más de esas cosas —contestó Pelirrojo, con brusquedad.
—Bueno, es que yo me estoy muriendo de hambre —dijo Guillermo—. En los libros, se echa a suertes y luego uno mata al otro y se lo come.
—No me importaría nada que me matasen y me comieran a mí —dijo Pelirrojo.
—No tengo nada con que matarte de todas formas, conque es inútil hablar de eso —dijo Guillermo.
—Me parece a mí —dijo Pelirrojo, alzando la mirada de las olas—, que no hacemos más que cambiar de dirección. Por menos de nada iremos a parar a América o la China, o algún sitio así.
—Y nuestra familia creerá que nos hemos ahogado.
—Probablemente encontraremos minas de oro en China o en alguna parte y nos haremos ricos.
—Y volveremos a casa muy cambiados y muy viejos y no nos conocerán.
Se animaron un poco.
De pronto Guillermo gritó, excitado:
—¡Veo tierra! ¡Mira!
En efecto, se estaban acercando rápidamente a tierra.
—Gracias a Dios —murmuró Pelirrojo.
—Será una isla desierta, seguramente —dijo Guillermo.
—O una isla llena de salvajes —sugirió Pelirrojo.
La misma marea empujó el bote sobre la playa.
Pelirrojo y Guillermo saltaron a tierra.
—Me tiene sin cuidado dónde estemos —dijo Pelirrojo, con determinación—. Yo voy a quedarme aquí toda la vida. No pienso meterme en ese barco otra vez.
Había vuelto a salirle algo de color.
—No puedes quedarte en una isla desierta toda la vida —dijo Guillermo, agresivamente—. Tendrás que marcharte. No tienes que comer cangrejos muertos antes de empezar; pero no puedes vivir en una isla desierta toda la vida.
—Oh, haz el favor de no hablar más de cangrejos muertos.
—Aquí hay un agujero en un seto. Vamos a meternos por él y ver lo que hay al otro lado. Métete a rastras y no respires. Probablemente encontraremos salvajes, o caníbales, o algo.
Se metieron a rastras por el agujero.
Al otro lado, en una ancha pradera, unos seres muy ligeritos de ropa danzaban de un lado para otro. El que estaba delante de todos, gritaba órdenes en voz aguda.
Guillermo y Pelirrojo se deslizaron detrás de un árbol.
—¡Salvajes! —dijo Guillermo, en ronco susurro—. ¡Caníbales!
—¡Troncho! —exclamó Pelirrojo—. ¿Qué hacemos?
Las figuras vestidas de blanco empezaron a dar brincos.
—¡Cargar contra ellos! —dijo Guillermo, con gesto de determinación—. ¡Cargar contra ellos y hacerlos huir dando alaridos para asustarlos… antes de que tengan tiempo de saber que estamos aquí!
—Bueno —dijo Pelirrojo—, vamos.
—¿Estás preparado? —inquirió Guillermo, entre dientes—. A la una… a las dos… ¡va!
«—A la una… a las dos… ¡Va!»
* * *
La nueva Escuela de Danzas Griegas se hallaba a pocas millas, costa abajo, del lugar donde salieron Pelirrojo y Guillermo en el bote. Se estaba dando la segunda clase al aire libre. Hombres anémicos y mujeres asténicas vestidos con breves túnicas, calzados con sandalias, con una cinta alrededor del pelo, llevando la mayoría gafas, corrían, saltaban, jugueteaban y adoptaban posturas angulosas a una orden chillona de la instructora y al compás de los esfuerzos poco musicales de un aficionado a la flauta.
—Ahora corran… así… las manos extendidas… así… la pierna izquierda alzada… así… mirando por encima del hombro… así… no; procuren no perder el equilibrio… repitan eso… no se preocupen de la música… hagan lo que yo les digo… así… oh… ¡oh!
—¡Va!
Dos torbellinos salieron disparados de detrás de un árbol y cargaron con furia contra el grupo huesudo y asténico. Con cabezas, brazos y piernas lucharon, cargaron, dieron puntapiés, empujaron, mordieron… Parecían una docena en lugar de dos. Un grupo de mujeres delgadas, medio desnudas, buscó refugio, dando alaridos, entre paredes. Un muchacho joven gateó ágilmente un árbol. Otro yacía tendido sobre un rosal.
—Los hemos hecho correr —dijo Guillermo, sin aliento, parándose a descansar un instante.
—Sí —admitió Pelirrojo, desanimado—; pero ¿qué hacemos ahora?
—Oh, mantenerlos a raya y vivir de sus provisiones —contestó Guillermo vagamente—, y quizá empiecen a adorarnos como dioses.
Pero Guillermo era indebidamente optimista. El tocador de flauta había conseguido una cuerda y acompañado de otros jóvenes, se estaban arrastrando ya por detrás de Guillermo. A los pocos instantes, los dos niños se encontraron atados a árboles vecinos. Forcejearon como locos. Tenían un aspecto singular. En la lucha se habían quedado sin cuello y sin corbata y con los pelos de punta. Las caras estaban manchadas de regaliz.
—Nos comerán para cenar —le dijo Guillermo a Pelirrojo—. Seguro que nos comerán para cenar. Probablemente estarán hirviendo ahora el agua, para guisarnos. Anda, prueba romper la cuerda con los dientes.
—Ya lo he probado, y por poco se me caen los dientes.
—Ojalá les hubiese dicho que le regalaran «Jumble» a Enrique —dijo Guillermo, con tristeza—. Probablemente se lo guardarán para ellos o lo venderán.
—Se arrepentirán de haberme quitado la cometa, cuando sepan que me han comido unos caníbales —dijo Pelirrojo, con cierta satisfacción.
Los danzarines griegos se iban acercando poco a poco, saliendo de sus escondites.
—¡Locos! —estaban diciendo—. Uno de ellos me mordió y probablemente tendrá hidrofobia. Voy a visitar a mi médico.
—Cargó de lleno contra mi estómago. Creo que me ha dado apendicitis.
—Me dio un puntapié en la pierna. Veo el cardenal divinamente.
—Han estropeado por completo el ambiente.
—Guillermo —dijo Pelirrojo, con voz desfallecida—, ¿no te parece raro que hablen inglés? ¿No hubieras creído que hablarían un idioma salvaje?
—Supongo que lo habrán aprendido oyéndolo hablar a la gente que se habrán comido.
Por la abierta ventana de la casa que había detrás de los árboles, se oyó la voz chillona de una señora que, evidentemente, estaba hablando por teléfono.
—Sí… salvajes… completamente locos… Deben haberse escapado del manicomio… ¿Que nadie se ha escapado de allí?
»Entonces debían de estarles llevando al manicomio y se habían escapado por el camino… bueno, pues si no son locos, son criminales… Hagan el favor de mandar un fuerte contingente.
* * *
Cuando dos policías fornidos y evidentemente ingleses aparecieron, el aturdimiento de Guillermo le dejó, por completo, incapaz de expresar sus pensamientos.
—¡Troncho! —fue lo único que dijo.
Guardó silencio todo el camino de casa. Rechazó, fríamente, toda intentona amistosa por parte de los policías.
La señora Brown lanzó un grito cuando, desde la ventana de la sala, vio a su hijo y a su amigo acercarse con su escolta. Fue el señor Brown quien salió a su encuentro, dio una propina muy grande a los policías y metió a su hijo en casa arrastrándole por el cuello.
«Metió a su hijo en casa, arrastrándole por el cuello.»
—Bueno —dijo Guillermo casi lacrimoso, después de una larga y dolorosa serie de verdades y reproches—; si hubiesen sido caníbales de verdad y me hubiesen comido, tal vez lo hubieses sentido.
El señor Brown, cuya tranquilidad había sido turbada y su buen nombre rebajado por la escolta y el aspecto de Guillermo, le miró.
—Te haces muchas ilusiones, hijo mío —contestó con amargura.
—¿Qué hacemos hoy? —preguntó Pelirrojo a la mañana siguiente.
—Empecemos por ver los polichinelas —propuso Guillermo.
—No pienso meterme en ningún barco —anunció Pelirrojo, con firmeza.
—Bueno —contestó Guillermo, alegremente—; pero si nos encontramos otro cangrejo muerto, he pensado en una manera mucho mejor de guisarlo.