GUILLERMO CAMBIA DE VIDA
A Guillermo le habían dicho muchas veces cuanto más feliz sería siguiendo la estrecha y recta senda de la virtud; pero, hasta entonces, el pensamiento de semejante felicidad le había dejado completamente frío. Prefería la felicidad que sabía por experiencia era resultado de su malvada vida normal, a la felicidad hipotética preconizada como resultado de una existencia, nada atractiva, de bondad. Pero, sin embargo, se sintió conmovido. Un antiguo alumno había ido de visita a la escuela y había dirigido la palabra a los niños, hablándoles de la belleza y de la utilidad de una vida de abnegación y de servicio. Guillermo, por primera vez, empezó a pensar seriamente en el asunto. Se daba cuenta de que, hasta entonces, su vida no había sido, en rigor, una vida de abnegación y de servicio. El antiguo alumno dijo muchas cosas que impresionaron a Guillermo. Describió al vividor de una existencia de abnegación y servicio como rodeado de una familia feliz, agradecida y admirada. Dijo que todo el mundo amaba a una persona así. Guillermo intentó imaginarse a su familia feliz, agradecida y admirada. No era cosa fácil ni aún para una imaginación tan vivida como la de Guillermo; pero no era del todo imposible. Después de todo, nada era completamente imposible…
Mientras el director de la escuela proponía un voto de gracias para el elocuente y sudado antiguo alumno, Guillermo estaba diciéndose que tal vez no fuera tan descabellada la cosa, después de todo. Cuando sonó la campana que anunciaba el fin de las lecciones, Guillermo había decidido ya que valía la pena probarlo por lo menos. Decidió empezar a primera hora de la mañana siguiente, no antes. Guillermo era un buen organizador. Le gustaban las cosas bien preparadas. Día nuevo, vida nueva. Era inútil empezar a ser abnegado y a sacrificarse en medio de un día que había empezado dé muy distinta manera. Si uno iba a conseguirse un carácter hermoso y una familia agradecida, más valía empezar la cosa desde primera hora de la mañana y no arrastrar la del día anterior. Resultaría muy bonito tener una familia feliz, agradecida y admirada y Guillermo esperaba que, ya que él se iba a tomar el trabajo de ser abnegado y servicial, su familia se tomaría el trabajo de ser feliz, agradecida y admirada. Guillermo tenía sus dudas acerca de esta parte del programa. Su familia rara vez hacía una cosa que se esperara de ella. No obstante, Guillermo era un optimista y… podía ocurrir lo que menos se esperaba. Y el día siguiente era fiesta. Podría dedicarle toda su atención al asunto durante el día…
Aguardó el momento de poner en práctica la idea con verdadera expectación. Resultaría interesante y agradable. Entretanto, le quedaba medio día y era inútil empezar la vida de abnegación y de servicio antes del momento decidido.
Se reunió con sus amigos Pelirrojo, Enrique y Douglas después de salir del colegio, y juntos, se metieron por las tierras del labrador más inaccesible que conocían, en la esperanza de divertirse siendo perseguidos. Dio la casualidad que el labrador en cuestión se había marchado al mercado de una población cercana, de forma que se llevaron chasco en cuanto a lo de ser perseguidos se refiere. Anduvieron por la laguna con los pies descalzos, se subieron a sus árboles, le dirigieron gritos de salvaje desafío a su enfurecido perro y, por fin, la esposa del labrador les echó, disparando contra ellos una lluvia de patatas muy duras. Una de ellas le dio de lleno a Guillermo en la cabeza; pero como esta era tan dura como la patata, no hubo desgracias que lamentar. A continuación, entraron en el pueblo con toda clase de precauciones, como si exploraran terreno enemigo y, por último, se metieron en casa de Pelirrojo e hicieron maniobras militares en su alcoba, hasta que su madre les echó, porque el cuarto de debajo era la sala y la fuerza de las maniobras militares estaba desintegrando el techo y haciéndolo caer, en pintorescos copos blancos, sobre el cabello de la madre de Pelirrojo.
Marcharon luego al jardín de Enrique y allí, con muchas fatigas, encendieron una hoguera. Pelirrojo y Douglas se encargaban de echar combustible al fuego y Guillermo y Enrique, con una carretilla, una manguera y unas latas viejas sobre la cabeza, hacían de bomberos. Durante los leves forcejeos que siguieron, la manguera se enredó un poco y los cuatro niños, calados hasta los huesos, huyeron por fin para no ser descubiertos, dejando tan solo la ya inundada hoguera, la carretilla y la manguera que señalaban el lugar de la acción. Un largo descanso en un prado cercano, bajo el sol, no tardó en secarles en parte. Mientras descansaban, discutieron las últimas novelas de pieles rojas que habían leído, y la posibilidad de que aún quedaran animales salvajes en Inglaterra.
—Apuesto a que sí que los hay —dijo Pelirrojo, con énfasis—; se esconderán durante el día para que nadie les vea, y saldrán por la noche. Nadie entra en los bosques por la noche, conque nadie sabe si los hay o si los deja de haber. Y apuesto a que sí los hay. Sea como fuere, podíamos levantarnos una noche, coger nuestros arcos y flechas y buscarlos. Estoy seguro de que encontraríamos alguno.
—Vayamos esta noche —propuso Douglas, con avidez.
Guillermo se acordó de pronto, de la existencia virtuosa a que se había comprometido mentalmente. Le pareció que la caza nocturna de animales salvajes no era compatible con ella.
—Yo no puedo esta noche —dijo con aire de virtud.
—¡Bah…! ¡Tienes miedo! —exclamó Enrique.
Y no era porque dudase en absoluto del valor de Guillermo, sino por introducir algo más de emoción en la conversación.
Lo logró.
Cuando Enrique y Guillermo se levantaron por fin, sin aliento y magullados de la cuneta en que habían acabado la pelea, Douglas y Pelirrojo los miraron con desapasionado interés.
—Guillermo ganó y estáis los dos hechos una porquería.
Enrique se quitó unas hojas y unas cuantas briznas de hierba de la boca.
—Bueno, no tienes miedo —le dijo, pacíficamente, a Guillermo—. ¿Cuándo vendrás a cazar fieras?
Guillermo reflexionó. Pensaba probar la vida virtuosa, abnegada y servicial un día entero; pero existía la posibilidad de que, desde su punto de vista, el ensayo no fuera un éxito. Más valdría dejar abierta la puerta de la vida antigua.
—Os lo diré mañana —repuso, sin comprometerse.
—Bueno. Escuchad; vamos a echar una carrera hasta el otro lado del prado a la pata coja… ¡Vamos! ¿Estáis preparados…? A la una, a las dos y… ¡a las tres…! ¡VA!
Guillermo se despertó. Era de día. Era la mañana en que había de dar principio a su vida de abnegación y servicio. Alzó la voz, entonando una de sus penetrantes y poco armoniosas canciones matutinas; luego calló bruscamente «por si molesto a alguien», como se dijo, virtuosamente… Su padre decía con frecuencia que las canciones matutinas de Guillermo eran lo bastante para hacer que un hombre se diera a la bebida… Se cepilló el pelo con un vigor muy poco acostumbrado y bajó a desayunar con lo que, en él, resultaba un aspecto anormal de virtuosidad y de elegancia. Su padre leía el periódico junto a la chimenea.
—Buenos días, papá —dijo Guillermo, con extrema cortesía.
El padre gruñó.
—¿Oíste como no cantaba esta mañana, padre? —observó el niño, agradablemente.
Era conveniente que su familia se diera cuenta de todos sus actos de abnegación.
El padre no contestó. Guillermo exhaló un suspiro. Algunas familias eran distintas a las demás. Resultaba difícil imaginársele a su padre feliz, agradecido y admirado. No obstante, tenía la intención de probar de verdad…
Bajaron la madre, la hermana y el hermano.
Guillermo les dijo: «¡Buenos días!», a todos con exagerada amabilidad. El hermano le miró con desconfianza.
—¿Qué picardía andarás tú fraguando? —dijo.
Guillermo se limitó a dirigirle una mirada sostenida y llena de reproche.
—¿Qué vas a hacer esta mañana, Guillermo, querido? —inquirió su madre.
—Lo mismo me da una cosa que otra. Sólo quiero ayudarte. Haré lo que tú quieras, mamá.
Ella le miró.
—¿Te encuentras bien, querido?
—Si quieres ayudar —dijo su hermana con severidad—, podrías cavar el trozo de mi jardín que tú y esos muchachos pisoteasteis ayer.
Guillermo decidió que en una vida de abnegación y de servicio no había por qué trabajar para una hermana que le hablaba en aquel tono. Hizo como si no la hubiese oído.
—¿Puedo hacer algo para ti esta mañana, mamá? —preguntó con sinceridad.
La madre pareció demasiado asombrada para contestar. El padre se puso en pie y escamado dobló el periódico.
—Sigue mi consejo —dijo—, y ten mucho cuidado con el niño esta mañana. ¡Prepara algo!
Guillermo volvió a suspirar. Algunas familias parecían incapaces de reconocer una vida de abnegación y servicio cuando se les presentaba.
Después de desayunarse salió al jardín. No tardaron en bajar por la carretera Pelirrojo, Douglas y Enrique.
—¡Vamos, Guillermo! —le gritaron.
Durante un instante el niño sintió la tentación de salir. Le parecía perder lastimosamente una fiesta el dedicarla a la abnegación y al servicio en lugar de salir en busca de aventuras con Pelirrojo, Douglas y Enrique. Pero desterró la tentación. Cuando él decidía hacer una cosa, la hacía.
—No puedo acompañaros hoy —dijo, con severidad—. Estoy muy ocupado.
—Vamos, no seas así.
—Os digo que estoy muy ocupado y no iré con vosotros, y os agradeceré que dejéis de tirarle piedras a nuestro gato.
—¡A eso llamas tú un gato! Yo creí que era un guante viejo de piel que alguien había tirado.
En defensa del gato de su casa (cuya vida se encargaba Guillermo de hacer un calvario), corrió hacia la puerta. El trío echó a correr carretera abajo. Guillermo volvió a sus meditaciones. Su padre se había ido a la oficina y Roberto y Ethel a jugar al golf. Su madre abrió la ventana de la sala.
—Guillermo, querido, ¿no vas a jugar con tus amigos esta mañana?
Guillermo la miró con expresión solemne y sincera.
—Quiero ayudar, mamá. No quiero jugar con mis amigos.
Estas palabras le llenaban de satisfacción. Respiraban el alma misma de la abnegación y del servicio.
—Procuraré encontrar ese frasco de medicina que no acabaste después de tener la tos ferina —dijo su madre, con impotencia, volviendo a cerrar la ventana.
Guillermo miró a su alrededor, desconsolado. Era muy duro hallarse lleno de abnegación y de servicio y no hallar medio de desahogarse. Nadie parecía querer su ayuda. De pronto se le ocurrió una brillante idea. Haría algo por cada uno de los de su familia, algo que resultara una agradable sorpresa cuando lo averiguaran…
Subió a su cuarto. Allí, en un cajón, tenía un poema que había encontrado debajo del secante de Roberto la semana anterior. Empezaba:
¡Oh, Marión!
Oh, Marión,
tan rubia y joven
con tu cabello de seda…
Debía tratarse de Marión Dexter. Era rubia y más o menos joven. Guillermo no estaba muy seguro de que su cabello fuese sedoso. A él le parecía un pelo corriente. Pero cualquiera sabía tratándose de muchachas. Se había quedado con aquel poema para usarlo como arma ofensiva contra Roberto cuando lo exigieran las circunstancias. Pero aquel episodio pertenecía a su pasado de maldad. En su nueva vida de abnegación y de servicio quería ayudar a Roberto. El poema acababa con las siguientes palabras:
Feliz sería, a no dudar si me quisieras escuchar.
Eso significaba que Roberto quería pedirle relaciones. ¡Pobre Roberto! Tal vez sería demasiado tímido para pedírselas o quizá se las habría pedido ya y ella le habría dado calabazas… Bueno, pues aquello era algo en que Roberto necesitaba ayuda. Guillermo echó a andar carretera abajo, muy decidido.
* * *
Llamó violentamente. Quiso la suerte que fuera la propia Marión Dexter quien saliera a abrirle.
—Buenas tardes —dijo.
—Buenas tardes —respondió Guillermo—. ¿Le ha pedido Roberto alguna vez que se case con él?
—No. ¡Qué pregunta más singular que haces en la puerta de la calle! Entra.
Guillermo la siguió a la sala. Ella cerró la puerta. Ambos se sentaron. Guillermo tenía fruncido el entrecejo.
—Está profundamente enamorado de usted —aseguró, en susurro de conspirador.
Bailó la risa en los ojos de Marión.
—¿Te mandó él para que me lo dijeras?
Guillermo hizo caso omiso de la pregunta.
—Está profundamente enamorado de usted y quiere que se case con él.
—¿Por qué no me lo dice, pues?
—Es tímido —aseguró Guillermo—; siempre se siente tímido cuando está enamorado. Siempre es tímido con la que se enamora. Pero tiene muchas ganas de casarse con usted. Cásese con él, haga el favor. Aunque no sea más que por bondad. Yo estoy intentando ser bondadoso. Por eso estoy aquí.
—Ya. ¿Estás seguro de que está enamorado de mí?
—Mucho. Escribe versos, no duerme, no come y murmura su nombre y se pone la mano en el corazón y marca sus iniciales por toda la casa y le manda flores y cosas —aseguró Guillermo, recurriendo a su fantasía.
—Nunca he recibido flores de él.
—No. Se pierden todas en el correo —asintió Guillermo, sin pestañear—. Pero se está muriendo poco a poco de amor por usted. Está adelgazando. Si no se casa usted pronto con él, se morirá del todo. Se morirá de amor como en los cuentos y luego, con toda seguridad, la ahorcarán a usted por asesina.
—¡Cielos! —exclamó la señorita Dexter.
—Bueno, espero que no la ahorquen —dijo Guillermo, bondadosamente—, y yo haré todo lo posible por salvarla; pero si mata usted a Roberto por no querer casarse con él, es muy probable que la ahorquen.
—¿Sabe él que has venido tú aquí a pedírmelo? —inquirió la señorita Dexter.
—No. Quiero darle una sorpresa.
—Sí que la darás —murmuró ella.
—Entonces… ¿Se casará usted con él? —inquirió Guillermo, esperanzado.
—Ya lo creo… si quiere él que lo haga.
—Tal vez —dijo Guillermo, tras una breve pausa—; tal vez será mejor que lo escriba en una carta porque a lo mejor no querrá creerme a mí.
Conteniendo a duras penas la risa, la señorita Dexter se sentó a la mesa de escritorio. Escribió:
«Querido Roberto:
»A petición de Guillermo, prometo ser su prometida y casarme con usted cuando usted quiera.
«Afectuosamente suya,
MARION DEXTER».
Se la entregó a Guillermo. Este la leyó muy serio y se la metió en el bolsillo.
—Muchísimas gracias —dijo, con fervor.
—No hay que darlas —aseguró la señorita Dexter—. Es un verdadero placer para mí.
Guillermo bajó a la carretera sintiéndose la mar de virtuoso. Bueno, había hecho algo por Roberto que debiera hacer que su hermano le estuviera agradecido mientras viviese. Había ayudado a Roberto. Le gustaría a él saber que era servicial si no era eso… conseguir que la gente entrara en relaciones con quien quería tenerlas. Y costaba la mar de trabajo. Ahora no le quedaba más que hacer algo por su madre y por Ethel. Iría a casa y procuraría encontrar manera de ayudarlas…
* * *
Cuando llegó a casa, Ethel estaba acompañando hasta la puerta a la señora Helm, una mujer alta, de aspecto severo, a la que Guillermo conocía de vista.
—Me sabe más mal no poder ir… —estaba diciendo Ethel con pesar—; pero no tengo más remedio que ir a casa de los Morrison. Se lo prometí hace más de una semana. Le estoy muy agradecida por invitarme. Buenos días.
Guillermo la siguió hasta el comedor, donde se encontraba su madre.
—¿Qué deseaba, querida? —preguntó la señora Brown—. Ve a lavarte las manos, Guillermo.
—Quería que fuera a su casa esta noche; pero le dije que no podía, porque estoy comprometida con los Morrison. ¡Gracias a Dios que he tenido esa excusa!
Por desgracia, Guillermo no oyó esta última frase, ya que, inspirado aún por los más altos ideales, había ido inmediatamente al lavabo, dispuesto a lavarse las manos.
Mientras salpicaba con el agua, se le ocurrió de pronto una idea. Así ayudaría a Ethel. Le proporcionaría una agradable sorpresa. Pasaría la velada con los Helm en lugar de con los Morrison. Parecía tan triste por tener que ir a casa de los Morrison y no poder ir a la de los Helm… Él se lo arreglaría todo aquella tarde. La ayudaría como había ayudado a Roberto.
Había tenido la esperanza de poderle dar a Roberto la carta de la señorita Dexter a la hora de comer; pero resultó que su hermano se había quedado a comer con un amigo en el club de golf.
Inmediatamente después de comer, Guillermo se dirigió a casa de los Morrison. Le hicieron pasar a la sala. La señora Morrison, corpulenta y gruesa, entró. Parecía aturdirse al encontrarse con la mirada fija y el fruncido entrecejo de Guillermo.
—Vengo de parte de Ethel —anunció el niño agresivamente—. No puede venir esta noche.
El alegre semblante de la señora Morrison expresó desilusión.
—Las muchachas se llevarán un disgusto —dijo—. La vieron esta mañana y ella les dijo que estaba deseando que llegara la noche para pasarla aquí agradablemente.
Parecía necesaria una explicación. Guillermo no era de los que hacía las cosas a medias.
«¡Cielo santo! ¡Que cosa más terrible! —dijo la señorita
Dexter.»
—Se ha puesto enferma desde entonces —dijo.
—¡Oh! —exclamó la señora Morrison—. Espero que no será nada serio.
Guillermo reflexionó. Si no era cosa seria tal vez esperaba que Ethel se pusiese bien antes de la noche.
—Me parece que sí lo es —contestó sombrío.
—¡Caramba, caramba! ¿Qué es?
Guillermo pasó mentalmente revista a todas las enfermedades que conocía. Ninguna de ellas parecía lo bastante seria. Sería mejor que le dijese algo serio de verdad, ya que se había metido a ello. De pronto se acordó de una conversación que había sorprendido el día anterior entre el jardinero y la doncella. Había estado este hablando de que su hermano tenía e… ¿qué era? Epi… epi…
—¡Epilepsia! —dijo Guillermo de pronto.
—¿Cómo? —aulló la señora Morrison.
Guillermo, habiendo dicho ya epilepsia, no pensaba volverse atrás.
—Epilepsia ha dicho el médico —aseguró con firmeza.
—¡Cielo santo! ¿Cuándo lo averiguasteis? ¿Podrá curarse? ¿Está la pobre muchacha en cama? ¿Cómo le afecta? ¡Qué cosa más terrible!
Guillermo se sintió halagado por la impresión que habían creado sus palabras. Se preguntó si sería posible aumentarla.
—El médico cree que tiene un poco de tuberculosis también —dijo—; pero no está seguro del todo.
La señora Morrison volvió a soltar un grito.
—¡Cielos! Y ella que siempre ha parecido tan sana. Las muchachas se llevarán un disgusto enorme. Guillermo, dime: ¿cuándo se dio cuenta tu madre de que le pasaba algo a Ethel?
Guillermo comprendió que la conversación se iba haciendo demasiado complicada. No quería exhibir su ignorancia de los síntomas de epilepsia y de la tuberculosis.
—Poco después de comer —contestó alegremente—. Ahora creo que será mejor que me vaya. Buenas tardes.
Dejó a la señora Morrison boquiabierta, a punto de llamar a la doncella para que trajese algo con qué quitarse el desmayo.
Bajó la carretera, contoneándose. Lo estaba haciendo bastante bien. La visita siguiente fue más fácil. Se limitó a decirle a la doncella que le abrió la puerta que le dijese a la señora Helm que Ethel podría ir aquella noche después de todo.
Luego se dirigió al bosque seguido de su fiel perro «Jumble». De acuerdo con su nueva vida de virtud, siguió camino adelante sin meterse por las cunetas, ni tirar piedras contra los postes del telégrafo. Su sensación de bienestar fue disipándose poco a poco. Se preguntó dónde estarían Pelirrojo, Douglas y Enrique y qué estarían haciendo. Era muy aburrido estar solo… pero la felicidad, el agradecimiento y la admiración de su familia cuando averiguara todo lo que había hecho, le recompensaría con creces. Por lo menos, así lo esperaba. Su madre… aún no había hecho nada por su madre. Tendría que intentar hacer algo por ella…
Cuando llegó a casa, casi era hora de cenar. Su madre Ethel y Roberto no habían vuelto aún. La cocinera le salió al encuentro con cara lúgubre.
—¿Puedo confiar en que usted, señorito Guillermo, sabrá darle un mensaje a su mamá? —preguntó.
—Sí —contestó el niño, virtuosamente.
—Se me ha agravado tanto el resfriado, que no puedo seguir de pie un momento más. Esa bribona de Elena no ha querido renunciar a su día de fiesta para aguardarme y la mamá de usted me dijo que si dejaba todas las cosas preparadas, podría retirarme a descansar antes de la cena, si no me sentía bien. Bueno, pues llegará de un momento a otro. Dígale usted que todo está preparado para servir. Dígale que no he hecho dulce para postre, pero que he abierto un tarro de peras en dulce.
—Se lo diré.
La cocinera cogió un ejemplar de «La novela de la hija de la molinera» de encima del aparador y subió, estornudando, por la escalera de servicio.
Guillermo quedaba solo, como quien dice, en la casa. Entró en la cocina. Había un olor agradable a comida. Varias cacerolas hervían lentamente sobre la cocina de gas. Sobre la mesa había una fuente de cristal que contenía las peras en dulce. Su padre odiaba, cordialmente, aquel postre. Lo había dicho con frecuencia. De pronto, Guillermo tuvo otra idea luminosa. Haría un dulce como era debido para su padre. No necesitaría mucho tiempo. El libro de recetas culinarias estaba sobre el aparador. No había más que hacer lo que dijera el libro. Era facilísimo.
Se acercó a la cocina de gas; estaban ocupados todos los fuegos. Tendría que quitar algo para que hubiera sitio para su dulce. Suponía que haría falta fuego para el dulce, lo mismo que para las demás cosas. Había dos cacerolas pequeñas que contenían un líquido oscuro. Mejor sería meterlo todo junto, pensó Guillermo. Echó el contenido de una de las cacerolas en la otra. Tuvo un momento de duda al salir de la mezcla un olor a sopa y a café. Luego se dedicó a su dulce. Abrió el libro al azar por el capítulo dedicado a postres. Cualquiera serviría. «Bátanse tres huevos». Sacó de la despensa una cesta de huevos y cogió una cuchara y un cacharro de porcelana, grande del estante. Se lo había visto hacer a la cocinera. No hacía más que romper los huevos y lo de dentro caía en un cacharro. Las cáscaras las tiraba. Parecía la mar de fácil. Rompió un huevo. La cáscara cayó en la mesa y el huevo resbaló por la ropa de Guillermo hasta el suelo. Probó otro y le ocurrió exactamente lo mismo. Guillermo no se desanimaba fácilmente. Era perseverante. Siguió cascando huevos hasta que no dejó ninguno y entonces, y sólo entonces, abandonó toda idea de hacer un dulce. Entonces, y sólo entonces, se quitó del charco, compuesto de una docena de huevos, en que estaba metido y, empapado de huevo de la cintura para abajo, fue a poner el cacharro en la estantería.
«No hacía mas que romper los huevos.»
Aún no se le había apagado la sed de virtud práctica. Tenía que haber algo que pudiese él hacer, aunque no fuese capaz de preparar un dulce. Sí; podría llevar las cosas al comedor para que pudiesen comer todos en cuanto llegaran los demás. Abrió el horno. Había dentro un pollo sobre una fuente grande.
¡Magnífico! Quemándose severamente los dedos, logró sacarlo. Lo pondría sobre la mesa del comedor, preparado para cuando llegaran. Cuando se hallaba ya con la fuente en la mano, oyó entrar a su madre y a Roberto. Iría a darle a Roberto la carta de la señorita Dexter primero. Miró a su alrededor en busca de un sitio en que dejar el pollo. La mesa parecía llena. Dejó la fuente con el pollo en el suelo y salió al pasillo, cerrando la puerta tras sí. Roberto y su madre habían entrado en la sala. Guillermo los siguió.
—¿Qué, Guillermo —inquirió agradablemente la señora Brown—, lo has pasado bien hoy?
Sin contestar una palabra, Guillermo le entregó la carta a Roberto.
Este leyó.
Se puso primero colorado, luego pálido. A continuación apareció en su rostro una expresión salvaje.
—¡Marión Dexter! —exclamó.
—Estás enamorado de ella, ¿no? —dijo Guillermo—. Le has estado escribiendo versos.
—No a Marión Dexter —aulló Roberto—. Esa es una vieja. Tiene cerca de veinticinco años… Es a Marión Hatherly a la que…
—Bueno, y, ¿cómo quieres que lo supiera yo? —contestó Guillermo, irritado—. Debieras de poner su apellido en los versos. Yo creí que querías tener relaciones con ella. Me ha costado la mar de trabajo conseguir que escribiera eso.
Roberto estaba leyendo y releyendo la carta.
—¡Santo Dios! —exclamó, horrorizado—. ¡Estoy prometido a Marión Dexter!
—Roberto —dijo la señora Brown—, no debieras hablar de esta manera delante de tu hermano pequeño, seas el prometido de quien seas.
—¡Soy el prometido de Marión Dexter! —repitió Roberto, frenético—. ¡Yo…! encadenado a ella para toda la vida, cuando estoy enamorado de otra…
—Roberto, hijo mío —dijo la señora Brown—; si ha habido algún error, estoy segura que no habrá necesidad más de que vayas a ver a la señorita Dexter y se lo expliques.
—¡Explicar! —exclamó Roberto, como un loco—. ¿Cómo puedo yo explicar? Me ha aceptado… ¿Cómo puede negarse un caballero a casarse con una mujer que…? ¡Oh! ¡Es demasiado!
Se sentó en el sofá y se cogió la cabeza con las dos manos.
—Es la ruina de todas mis esperanzas… Me ha estropeado la vida… siempre me está estropeando la vida… Tendré que casarme con ella ahora… y es una vieja… me consta que ha cumplido los veinticuatro años.
—Bueno, yo lo que intentaba era ayudar —dijo Guillermo.
—¡Ya te enseñaré yo a ayudar! —amenazó Roberto.
Guillermo le esquivó y echó a correr hacia el pasillo. Allí chocó con Ethel, Ethel, pálida y angustiada visiblemente.
—Lo sabe todo el pueblo ya, mamá —dijo furiosa, al entrar—. Guillermo le ha dicho a todo el mundo que tengo epilepsia y tuberculosis.
—No es verdad —protestó Guillermo, indignado—. Sólo se lo dije a la señora Morrison.
—Pero, Guillermo —dijo la madre, dejándose caer, desfallecida, en la silla más cercana—. ¿Por qué cielos dices…?
—Es que ella no quería ir a casa de los Morrison esta noche. Quería ir a la de los Helm…
—No es cierto —respondió Ethel—. Me alegré de tener una excusa para no tener que aceptar la invitación de la señora Helm.
—Bueno y, ¿cómo quieres que lo supiera yo? —exclamó Guillermo, desesperado—. Tenía que guiarme, por lo que dijiste y tenía que guiarme por lo que Roberto escribió. Yo quería ayudar. Me he molestado una barbaridad… viviendo una vida de abnegación y de servicio todo el día sin parar ni un minuto y, en lugar de ser felices y agradecidos y admirarme…
—Pero, Guillermo —dijo la señora Brown— ¿cómo creías que ibas a ayudarle a nadie al decir que Ethel era epiléptica y tuberculosa?
—Yo preferiría ser epiléptico y tuberculoso —dijo Roberto que había vuelto al sofá y que estaba sentado con la cabeza hundida entre las manos— a ser el prometido de Marión Dexter.
—Confieso que no comprendo por qué has estado haciendo todo eso, Guillermo —dijo la señora Brown—. Tendremos que esperar a que llegue tu padre a ver qué saca él en limpio de todo esto. Y no comprendo por qué tarda tanto la cena.
—Se ha ido a la cama —dijo Guillermo con la cara compungida.
—Más vale que me encargue yo de las cosas, pues —dijo la señora Brown, saliendo al pasillo.
—¡Epilepsia! —gimió Ethel.
—¡Veinticuatro años…! ¡Veinticuatro años cumplidos y un pelo de ese que siempre me ha disgustado! —gimió Roberto.
Guillermo siguió a su madre a la cocina, prefiriendo eso a quedarse a merced de Ethel y de Roberto. Empezó a sentir cierta aprensión pensando en la cocina… Aquel charco de huevos… aquellos líquidos oscuros que había mezclado…
La señora Brown abrió la puerta de la cocina. «Jumble» estaba sentado encima de la fuente vacía, rodeado de huesos de pollo y con uno de ellos en la boca y una expresión de radiante felicidad en la cara…
* * *
Una vez en su cuarto, al que había tenido que retirarse sin cenar, Guillermo colgó de la ventana la señal que los Proscritos usaban para pedirse auxilio (una calavera y unas tibias negras, y la palabra «Socorro» en encarnado), por si Pelirrojo, Douglas o Enrique bajaban por la carretera. Luego pasó revista a los acontecimientos del día. Bueno, él había hecho todo lo que había podido. Había llevado una vida de abnegación y de servicio. Era su familia la equivocada. No había sido feliz, ni agradecida, ni admiradora. No era digna de una vida de abnegación y de servicio. Y, además, ¿cómo iba a haber sabido él que se trataba de otra Marión y que Ethel no sabía expresar lo que quería decir y que «Jumble» se iba a meter por la ventana de la cocina?
Un guijarro pequeño rebotó en su ventana. La abrió. Douglas, Enrique y Pelirrojo se hallaban en el camino del jardín.
—¡Ah! ¡Mis fieles camaradas! —exclamó Guillermo en penetrante susurro—. Estoy condenado a la más dura esclavitud… quiero decir que me han mandado a la cama sin cenar, ¿sabéis…?, y tengo la mar de hambre. ¿Mataréis un gamo, un venado o algo para mí?
—De acuerdo —dijo Pelirrojo.
—Sí, bizarro capitán —contestaron Douglas y Enrique.
Y se marcharon arrastrándose por entre los arbustos del jardín.
Guillermo volvió a reflexionar acerca de su situación. Aquel antiguo alumno no debía saber lo que se decía. No podía haber probado él aquella clase de vida. Fuera como fuese, él (Guillermo), la había probado y sabía todo lo que había de saber acerca de la vida de abnegación y servicio y ya estaba harto de esa vida. ¡Vaya si lo estaba! Volvería a su vida normal a primera hora de la mañana siguiente.'.. No reincidiría.
Un guijarro dio en su ventana. Guillermo se inclinó hacia fuera. Pelirrojo, Enrique y Douglas estaban abajo con una cesta pequeña.
—¡Troncho! —exclamó con alegría Guillermo.
Echó un cordel y le ataron la cesta a él. La subió. Contenía una manzana a la que faltaban dos o tres bocados, una barrita de caramelo, que había permanecido varios días sin envolver en el bolsillo de Enrique y que, como consecuencia, estaba llena de pelusa, un bollo muy duro, sacado de la despensa de la madre de Pelirrojo y un cucurucho de cacahuetes comprado con los dos últimos peniques de Pelirrojo.
Los ojos de Guillermo brillaron.
—Chicos —exclamó agradecido—, muchas gracias. Y, oíd, más vale que os vayáis por si os ven. Y oíd, iré a cazar fieras con vosotros mañana por la noche.
—Bueno —contestaron los Proscritos, alejándose a rastras, por entre los arbustos.
* * *
Abajo, la familia de Guillermo consumía una cena compuesta de sardinas y peras en dulce. Comían en melancólico silencio, interrumpido tan sólo por el comentario del señor Brown.
—Supongo que debe existir una vena bastante fuerte de locura en la familia para que haya salido con tanta fuerza en Guillermo.
Y la indignada exclamación de Ethel:
—Y… ¡epilepsia! ¿Cómo cielos se le ha ocurrido escoger epilepsia?
Y por la sombría exclamación de Roberto:
—Soy su prometido… Tiene veinticuatro años… Estoy encadenado a ella para toda la vida.
Arriba, el causante de todos sus sinsabores estaba sentado en el suelo en medio de su alcoba, con su montoncito de comestibles delante.
—Venid, mis valientes guerreros —decía, dirigiéndose a una cuadrilla imaginaria de compañeros de cautiverio—. Comamos bien y luego ideemos un medio de huida, porque de lo contrario, nuestros pelados huesos colgarán de ese cadalso antes de que raye la aurora.
Luego, feliz y satisfecho, se puso a mascar la barra de caramelo cubierta de pelusa…