EL DRAGÓN
Los Proscritos tenían bajo constante observación a la Mansión y explotaban sus frecuentes períodos de vacuidad. Habiendo efectuado un profundo estudio de las costumbres de sus guardianes, conocían al dedillo sus (muchas) horas de descanso y jugaban sin tropiezos en el jardín e incluso en el interior del edificio.
La llegada de nuevos habitantes aumentaba su interés, porque los inquilinos, aunque fuesen notables en sí, podían proporcionar más estímulo a la vida, lo que los Proscritos preferían sobre todas las cosas. Así, pues, al enterarse de que la Mansión se había alquilado una vez más, su desilusión de verse privados de un campo de juegos vedado se equilibró con la emoción de conocer a sus más recientes habitantes.
Se informaron de la hora de su llegada para ser los primeros en verlos, como era su costumbre. Una simple mirada bastaba a los Proscritos para saber si los recién llegados proporcionarían más estímulo a su existencia.
En aquella ocasión el tren se retrasó. Los Proscritos, apostados en la carretera, que llevaba de la estación a la Mansión, empezaron a impacientarse. No les gustaba perder el tiempo.
—Voto que nos vayamos —dijo Pelirrojo—. No vamos a estar aquí todo el día, y hace diez minutos que el tren debió llegar. No nos divertiremos si estamos aquí todo el día.
—Diez minutos no son todo el día —replicó Guillermo en tono belicoso.
—Lo son —contestó Pelirrojo, aceptando la discusión con entusiasmo, porque la inactividad le atacaba los nervios—. Claro que lo son. Diez minutos y diez minutos y diez minutos y se pasa todo el día. Hemos estado aquí diez minutos y dentro de poco habremos estado diez minutos más, y estaremos aquí todo el día si no vienen, ¿verdad?
—Pero diez minutos solos no son todo el día —dijo Guillermo, tan contento de discutir como Pelirrojo—. Es una mentira llamar a diez minutos solos todo el día. Cualquiera te lo dirá. Apuesto a que cualquiera te dirá que es una mentira llamar a diez minutos todo el día.
Douglas cortó la respuesta de Pelirrojo, que se presagiaba fogosa.
—Ahí los tenemos.
Apareció el coche de punto de la estación.
Estiraron el cuello en silencio. El cochero, que tenía cuentas pendientes con Guillermo, consiguió, como quien no hace nada, darle con la tralla. Guillermo quiso agarrarla, perdió el equilibrio y se desplomó desde la cerca al campo que tenía detrás. Volvió a sentarse como antes, frotándose el carrillo azotado. El incidente le había animado, orientando sus pensamientos hacia agradables planes de venganza. Había algunas enemistades perpetuas, sin las que la vida de Guillermo hubiera sido insoportable, y una de ellas era la que le separaba (y unía) del cochero del pueblo. Resultaba casi tan emocionante e indispensable como su magnífica y antigua enemistad con el granjero Jenks.
El caballo era un penco achacoso, al que nada inducía a moverse más que al paso, y Guillermo, tras el incidente, tuvo tiempo de sobra para inspeccionar a los ocupantes del coche. Eran dos, hombre y mujer, altísimos, palidísimos y delgadísimos, que usaban anteojos y trajes de tela gruesa.
Los Proscritos los contemplaron en silencio hasta que desaparecieron. Entonces Pelirrojo dijo resignado:
—No parecen muy interesantes.
Guillermo, en cambio, no pensaba lo mismo.
—Ya veremos, ya veremos —repuso con aire de enorme sabiduría—. Tal vez lo sean. De todos modos, apuesto a que vale la pena visitarlos esta noche.
Los Proscritos completaban, por lo general, un primer contacto como aquel con una disimulada visita a la casa de los recién llegados, al anochecer, para estudiarlos de cerca a través de las ventanas.
—Los visitaremos —repitió Guillermo—. No estaremos mucho rato si son aburridos. Pero ya veremos. La gente que parece aburrida a menudo es divertida. Y lo contrario.
Estuvieron escondidos en la cuneta, según acostumbraban, hasta que pasó el coche de punto. Después se subieron a la trasera y se mantuvieron en ella. Por fin el cochero los expulsó a latigazos.
Estimulados por aquel pasatiempo, reanudaron la partida de pieles rojas que habían abandonado para recibir oficiosamente a los recién llegados.
* * *
El crepúsculo los sorprendió deslizándose en fila india por el jardín de la Mansión.
Una luz fuerte se escapaba por la ventana de la sala, y hacia allá fueron cautelosamente. Junto a ella había un matorral idóneo para ocultarse, aunque fuese de día. Se colocaron detrás de él y miraron a la habitación.
El espectáculo era maravilloso. La señora, alta y delgada, y el caballero, alto y delgado, se habían puesto túnicas griegas y redes en la cabeza. Ella tejía, junto al fuego, en un telar, y él, al otro lado de la chimenea, soplaba desafinadamente, pero con total y evidente satisfacción, en una flauta. Los Proscritos contemplaron la escena como si los hubieran encantado. Rompió su fascinación una doncella, cuyas palabras pudieron oír por la ventana abierta.
—Señora, el carnicero pregunta si puede servirles.
El efecto que causó fue instantáneo y terrible. La mujer perdió el color y el hombre dejó caer la flauta. Ambos hicieron un visaje de sufrimiento insoportable. Hubo un par de minutos de silencio que ocasionaba, sin duda, su intensa angustia mental. Por último, la mujer consiguió decir, aunque con voz débil:
—Despídale inmediatamente y ordénele que no vuelva jamás. Y, Maria, ¡jamás, jamás!, pronuncie esa palabra ante nosotros.
—¿Qué palabra, señora? —preguntó María inocentemente.
—La… la que ha dicho.
La doncella se engalló.
—Perdone la señora, pero nunca pronunciaron mis labios una palabra que los demás no puedan inocentemente oír.
—Su señora se refiere a la palabra —dijo el hombre, en voz baja y apenada— que sirve para llamar al hombre que vierte la sangre de nuestros hermanos y hermanas.
—¡Dios mío! —dijo la doncella, abriendo la boca y los ojos desmesuradamente—. ¡Dios mío! Que vierte… La señora habrá tenido una pesadilla, porque la policía metería en la cárcel a los que hicieran eso.
—No, no. Nuestros hermanos y hermanas son los de cuatro patas.
—¡Ah, esos! Los cerdos y otros animales, ¿verdad? Están hablando del carnicero, ¿eh?
El matrimonio tornó a palidecer y a exhibir síntomas de agudo sufrimiento.
—¡No! ¡Por favor! No pronuncie esa palabra. Dígale que no se acerque jamás a nosotros.
—Pero ¿no quiere carne, señora?
La palabra «carne» surtió un efecto tan devastador como la de «carnicero».
—¡Nunca! —dijo la dama, con acento desgarrador—. Sólo comemos las verduras que nosotros cultivamos. Se lo iba advertir, pero se me fue de la cabeza con tanta ocupación. Vivimos como quiere la naturaleza, y de macarrones que nosotros fabricamos.
La doncella salió. La señora siguió tejiendo y el caballero tocó la flauta. De pronto este dijo:
—Querida, debemos empezar a educar sin más dilación a esos pobres ignorantes.
—Sí, es nuestro deber. Devolvámoslos a la vida sencilla. Tenemos esa misión, esa obligación con la humanidad… Somos portadores de la antorcha.
El hombre convino que lo eran y, recogiendo la flauta, sopló tan desapaciblemente que los propios Proscritos no lo soportaron y se retiraron a la carretera. En ella discutieron el resultado de su expedición.
—Están lelos —dijo Pelirrojo, con desdén—. Se habrán escapado de un manicomio.
—Pero entretiene mirarlos —apuntó Guillermo—. Vendremos a espiarlos cuando no tengamos nada que hacer.
Animados por el pensamiento del inesperado enriquecimiento de sus recursos, se fueron a la cama.
* * *
A la mañana siguiente se presentaron en la Mansión. Pero había muy poco que ver. Los recién llegados no llevaban las túnicas, sino los trajes de tela gruesa que ya conocían. Desayunaron (bajo los ojos de invisibles espectadores) agua de cebada y macarrones.
El hombre salió a continuación de la casa. Los Proscritos concertaron reunirse allí después del colegio. Pero, durante la mañana, alguien regaló a Pelirrojo una escopeta de aire comprimido, estropeada, y el propósito de recomponerla absorbió por completo los pensamientos de los Proscritos. El arma estaba definitivamente inutilizada (Pelirrojo observó con amargura: «No me la hubiera dado si no lo estuviera»), pero el encanto de desmontarla para ver cómo estaba hecha les compensó de aquel disgusto. Guillermo, después de examinarla con detención, aseguró que era tan fácil hacer una que lo efectuaría. La labor absorbió todas sus energías en los días siguientes. El resultado no fue precisamente una escopeta de aire comprimido, sino, debidamente alterada y con un pañuelo rasgado en dos, como velamen, se transformó en un buen barco con cierta debilidad por irse a pique.
Los inquilinos de la Mansión volvieron a entrar en su vida, cuando, al regresar de botar el barco en el estanque, halló a la mujer del telar devolviendo la visita a su madre. Renovóse su interés. Tras de efectuar una larga y laboriosa tarea higiénica (que incluyó su cara, manos, rodillas y uñas, pero olvidándose, por desdicha de peinarse), entró en la sala con la expresión de intensa ferocidad que asumía cuando deseaba ser especialmente cortés. Sentóse en un rincón. Su madre le miró asustada. Sus apariciones en la sala eran raras y despertaban en la señora Brown la vehemente sospecha de que enmascaraban un siniestro fin. Tenía el pelo de punta, enmarcando los bordes de su cara donde el lavado los había pegado. La visitante le sonrió de un modo vago, al serle presentado, y prosiguió el fogoso discurso que había interrumpido la aparición del niño.
—La fealdad de la vida moderna nos aterra a Adolfo y a mí —dijo—. Los vestidos que hemos de llevar, por ejemplo, son repulsivos en extremo. Por las noches, a solas, Adolfo y yo, volvemos al alba del mundo y empleamos los vestidos que la Naturaleza considera más adecuados. —Al ver la expresión de la señora Brown, la señora Pennyman añadió apresuradamente—: Túnicas sueltas que cubren por completo el cuerpo humano, llenas de gracia y de armonía. Sabemos que el mundo no está preparado para ellas, y nos disponemos a educarlo paulatinamente. Ya lo hemos intentado, con frutos muy tristes. Acogieron nuestras teorías de un modo hostil, a decir verdad. Por ello, llegamos a una especie de compromiso. De día usamos los antipáticos y torpes vestidos que las convenciones nos imponen, pero de noche, en lo íntimo de nuestro hogar, nos servimos de la indumentaria que, como he dicho, aconseja el alba del mundo.
—¡Ejem!… Ya, naturalmente… —murmuró la señora Brown, muy perpleja.
—Y tejemos con nuestras manos todo lo que nos ponemos —continuó muy seria la señora Pennyman—. Así activamos el retorno a la vida sencilla.
—Pero ¿no le parece que la vida moderna es más sencilla todavía, puesto que no hay que hacer nada por uno mismo? —se atrevió a opinar la señora Brown.
Aquello sobresaltó a la visitante.
—¡Oh, no, no! La sencillez consiste… precisamente, en hacer las cosas por uno mismo. Adolfo y yo tenemos una misión. La iniciaremos en este lindo pueblecito y el fuego aquí encendido se esparcirá como… como una red por toda Inglaterra. Le rogamos, querida señora Brown, que nos ayude a encenderlo.
La señora Brown movió los ojos como si buscara un sitio por donde huir, pero no encontró más que la cara de Guillermo, que bebía todas las palabras que oía. El rígido círculo de su pelo le proporcionaba una expresión atónita y levemente siniestra. Aquello no contribuyó a tranquilizarla. Deseó que su hijo hubiera dedicado a su visitante la nula atención y el trato esquivo que reservaba a las otras visitas. Pretendió orientar la conversación hacia el tiempo. Sin embargo, la señora Pennyman insistió:
—¿Contamos con su apoyo, querida señora Brown?
La madre de Guillermo emitió un murmullo que a nada comprometía; pero satisfizo a su visitante.
—Muchísimas gracias. Todos y cada uno de nuestros discípulos significarán una gran ayuda…
Entonces advirtió que había sonado la hora de ponerse la túnica suelta para recibir a Adolfo.
—Me gusta que me encuentre pergeñada con ella cuando regresa de su trabajo. Borra las nubes de su espíritu y le devuelve inmediatamente al alba del mundo.
En cuanto se fue, la señora Brown buscó a Guillermo. Había desaparecido.
El episodio había encendido de nuevo el interés de Guillermo por los Pennyman. Y así, al amparo de un laurel, contempló a la visitante de su madre envuelta en una túnica clásica. Sostenía una tenaz lucha con cordones de masa que se empeñaban en no transformarse en macarrones.
* * *
La campaña de reforma se desencadenó la semana siguiente. Los Pennyman dieron clases de tejido manual y lograron que un conferenciante hablara acerca de «La Reforma de la Indumentaria»; pero en uno y otro caso la concurrencia fue reducida. En el último auditorio se compuso de un oriundo de Escocia, viejo y sordo como una tapia, que acudió a ella porque solía asistir a todos los actos públicos gratuitos. Más tarde, la señora Pennyman explicó una lección sobre la elaboración de los macarrones. Como el secado mediante el sol era parte esencial del procedimiento, y el sol brilló por su ausencia, cosechó otro fracaso. La masa acabó siendo un pan, que resultó demasiado duro para la dentadura humana.
Sin amilanarse, los Pennyman reclutaron a un orador para que disertase sobre el régimen vegetariano. El carnicero de la localidad fue, en aquella ocasión, el único representante del sexo fuerte, y únicamente porque deseaba ver a los Pennyman de los que tanto oía comentar. Hasta entonces no los había visto, porque, cuando iban al pueblo, describían un círculo de un cuarto de legua a fin de no pasar por delante de su tienda.
Guillermo, cuya vida social estaba muy ocupada, evitó aquellas demostraciones públicas, aunque siguió informándose de sus frutos y visitando la Mansión, donde estudiaba a lo vivo los nuevos métodos de vida sencilla. A decir verdad, asistió a una conferencia, pronunciada por Adolfo, sobre «Los Males de la Vida Moderna». Entre otras cosas peroró sobre la tendencia moderna de que los demás hagan por nosotros lo que nosotros pudiéramos hacer personalmente, y los inexpresables goces de satisfacer las necesidades individuales sin la ayuda ajena. A modo de ejemplo, el señor Pennyman tocó la flauta, confesando, muy innecesariamente, que jamás había tomado lecciones y que su habilidad no la debía más que a sí mismo. Todo el auditorio, salvo Guillermo, se fue poco a poco durante el recital.
* * *
Guillermo ocupaba su oficioso lugar de observación, cuando los Pennyman se confesaron que la tarea que se habían impuesto de propagar el fuego de la antorcha sagrada no progresaba como habían esperado, y decidieron que deberían, de nuevo, recurrir a un compromiso.
—Nos hemos precipitado, como todos los reformadores —suspiró la señora Pennyman, tejiendo una tela de un rojo tan chillón que clamaba al cielo—. Tendremos que ceder y salirles al paso. Es imposible devolverlos de golpe al alba del mundo. Fijémonos una etapa intermedia y arrastrémosles hasta ella.
—Ya lo tengo —anunció el señor Pennyman, soltando el martillo (aquella noche forjaba cobre en frío y los martillazos resultaban más armoniosos que los sones de la flauta)—. Arrastrémosles a la Inglaterra medieval.
Así se desencadenó la campaña de la Inglaterra medieval.
Se desencadenó con algunas reservas, desde luego. No hubo cerveza (porque el alcohol hacía estragos en el hígado) y no hubo carne. Pero se paladeó leche y nueces. Y se celebraron bailes campestres al compás de la flauta de Adolfo. Su mujer donó túnicas a todos los labradores del distrito. El señor Pennyman regaló un cayado de cobre, obra de sus manos, al pastor del granjero Jenks. Los primeros bailes campestres estuvieron abarrotados, pero, después, una delegación propuso a los organizadores que contrataran una orquesta de jazz para que tocase «algo más movido». Ni que decir tiene que la proposición hizo que la señora Pennyman se desmayara sobre su telar y que el señor Pennyman corriera el riesgo de tragarse la flauta.
—¡Jamás! —gritó él, dramáticamente.
—¡JAMAS! —chilló ella, más dramáticamente todavía.
La delegación se retiró y contrató a la orquesta para que diese clase de baile semanales. Las danzas campestres gozaron, sin embargo, de una asistencia bastante nutrida, porque se rumoreó que todos los miembros pertenecían al noble y tenaz género de personas que, en su infancia, van a la escuela dominical por amor a la «merienda» anual.
Incluso los Pennyman advirtieron que su campaña carecía de empuje. Guillermo, que no se había repuesto de la fascinación de la sala de la Mansión, fue una vez más el ignorado auditorio de todos sus coloquios.
—Querida, no progresamos como fuera de desear —dijo el señor Pennyman, apartando la flauta de sus labios.
La señora Pennyman se inclinó para desenredar de la hebilla de su sandalia una masa adherente de futura tela. A veces se hallaba en situación muy comprometida por culpa de la lana.
—Tienes razón, Adolfo. Hay que estimularles.
—¿Usan los labradores las túnicas que les enviaste?
—No, Adolfo. Y Juan no emplea el cayado que hiciste para él.
—Y las danzas campestres empiezan a declinar. No lo entiendo. Deberían estar abarrotadas.
—¿Se lo has dicho?
—Sí.
—Repíteselo.
—Ya se lo he repetido.
—Volvemos al principio. Hay que estimularles.
—¿Cómo, Eufemia?
La señora Pennyman se paseó reflexionando. Su marido, ansioso de colaborar en sus meditaciones, se puso la flauta en la boca e interpretó un arpegio estridente Su mujer le contuvo con un ademán.
—Pienso mejor en silencio, Adolfo. La música me conturba.
Dio varias vueltas a la sala acompañada por los ojos anhelantes del señor Pennyman. Súbitamente se detuvo.
—¡Naturalmente! ¡Ya está, ya está! ¡Una fiesta de mayo! El primero de mayo es inminente… ¡el mes que viene! Bailes campestres, un árbol de mayo, una mascarada… El movimiento recibirá estímulo, recorrerá como un incendio la nación… ¡Una fiesta de mayo! ¡El corazón y el alma de la Inglaterra medieval!
El señor Pennyman se levantó y le cogió la mano con reverencia.
—Amada mía, tienes un cerebro maravilloso.
Así se desencadenó la campaña de la fiesta de mayo.
Se publicó el programa de los festejos y se anunció que habría refrescos gratis. Todo el pueblo, al enterarse de lo último, ofreció sus servicios como un solo hombre. El movimiento cobró nueva vida y nuevo espíritu. Se segó el prado comunal y se limpió para el gran día.
Guillermo concedió a aquella una importancia general. Le había impresionado lo de la mascarada Al oírlo, por su mente pasó una agradable sucesión de personas provistas de antifaz. Después supo que se trataba de una representación muda y su interés se desvaneció, convirtiéndose en fiebre al informarse de que sería un cuadro de la lucha de Sigfrido con el dragón.
Llegó a su conocimiento la verdad, cuando sorprendió al señor Pennyman y al pastor protestante en la calle. El primero había acorralado al segundo, en el instante en que pretendía refugiarse en su casa. Los reformadores miraban con resquemor al pastor por su negativa a intervenir en los preparativos de la Inglaterra medieval y la fiesta de mayo. La verdad es que le espantaban.
—Alimentamos la esperanza de verle en nuestras próximas fiestas —comenzó el señor Pennyman, con mucha firmeza.
El pastor protestante miró en torno suyo como un animal acosado. Pero su interlocutor le cerraba el única camino de huida posible.
—Mu… muchas gracias, caballero. Supongo que serán deliciosas. Pero… temo que no pueda asistir porque en… en esa fecha un asunto urgente me… me reclama en Londres. Lo siento muy de veras, se lo aseguro. ¡Qué se le va a hacer! Al mal tiempo buena cara. Bueno, excúseme usted, es que…
—Le esperaremos —casi amenazó el señor Pennyman—. Tendríamos un gran disgusto si no viniera. Será el principio de una nueva era para este pueblo.
—Nadie lo duda —dijo el pastor protestante, intentando deslizarse al otro lado del señor Pennyman—. Habrá un árbol y una reina de mayo, ¿eh?
—Sí. Mi mujer, desde luego, será la reina.
—Muy original, sumamente delicioso… Pero, lo siento, no podré asistir.
El reformador se movió hacia la izquierda, por cuyo lugar intentaba escapar su presa.
—Tiene que hacer un esfuerzo. Además, habrá una mascarada.
—¿Una mascarada?
El pastor nunca había oído la palabra y se sintió interesado a despecho de sus esfuerzos en contra.
—Una mascarada, consistente en una representación del combate entre Sigfrido y el dragón. Yo seré Sigfrido, naturalmente. Poseo una armadura, recuerdo de un baile de disfraces. Y convendrá que la gente me vea en tal papel. Quizá reconozca que consagro mi vida a combatir contra las tenebrosas fuerzas de la vida moderna y a favor del alba clara del mundo.
El pastor procuró deslizarse por la derecha sin más éxito que por la izquierda, y se rindió de nuevo a su sino.
—¿Y el dragón? —preguntó.
—Puedo conseguir un dragón estupendo. Me refiero, desde luego, a un caparazón de esos que se usan en las pantomimas. Unos amigos míos lo utilizaron en una fiesta infantil. Resultará algo pequeño, comparado con mi armadura. Sin embargo, causará un gran efecto.
—¿Y quién será el dragón?
—Todavía no he pensado en ello, pero lo representarán dos niños, porque el disfraz no puede dar cabida a una persona mayor. Mi sobrino será uno. Le hemos invitado a los festejos. El otro tendrá que ser un chico del pueblo.
Entonces el pastor descubrió a Guillermo. Absorto en la conversación, había avanzado tanto que estaba casi entre los dos hombres.
—¿Haría el favor de decirme qué hora es?
—¿Qué deseas, muchacho? —preguntó, irritado.
—¿Me haría el favor de decirme la hora que es? —contestó Guillermo con admirable presencia de ánimo.
—No, no llevo reloj.
El incidente distrajo al señor Pennyman. El pastor masculló una frase de despedida y corrió a su casa con tal aire de fugitivo, que casi se hubiera esperado que atrancase la puerta de la parroquia.
El señor Pennyman se encaminó a la Mansión. Guillermo le siguió en las tinieblas del crepúsculo. El reformador se decía que le importaba un bledo o un pepino (ambos productos de la tierra) que el pastor protestante no asistiera a los festejos, porque, carente de aspecto medieval o romántico, no sería posible embutirle en una túnica o entregarle un cayado. Que se fuese a Londres… Seguramente lo pasarían mejor sin él. Sumido en sus pensamientos, llegó a la Mansión, entró y cerró la puerta, sin advertir la constante presencia de Guillermo.
Su esposa estaba en la sala. Un gesto de dolor contrajo su rostro al verle.
—Adolfo, querido, por favor, ve a mudarte. Ese horrible traje te desfigura y no pareces mi amado Adolfo ni…
—Perdóname, amor mío. Quería contarte mi entrevista con el pastor protestante…
La doncella compareció, anunciando:
—Un muchacho desea hablar con usted, señor.
—¿Qué clase de muchacho? —exclamó el señor Pennyman—. ¿Y qué quiere?
—Viene por lo del dragón, señor.
—¿Cuál?
—No dijo más que eso.
—¡Me intriga tanto misterio! —exclamó la señora Pennyman—. Que pase.
Guillermo entró casi inmediatamente. Su ceño se contraía de modo feroz.
—Vengo por lo del dragón —dijo sin más preliminares.
—¿Cuál? —indagó el señor Pennyman.
—Pues el suyo. Quiero ocupar las patas delanteras.
—¡Ah! ¡Oh!… Pero ¿quién te habló de él?
El señor Pennyman, muy corto de vista, no reconoció en Guillermo al chico que había preguntado la hora al pastor protestante.
—Pues… nadie. Lo… lo he oído.
Los reformadores se aproximaron al niño y lo consideraron críticamente. A uno y otro lado de él, sus comentarios volaban por encima de su cabeza. Guillermo miraba al frente, con el rostro inescrutable.
—No… no es del tipo que necesitamos, querida.
—No se le verá la cara.
—Tienes razón.
—Lo que importa son sus móviles —dijo la señora Pennyman—. Si lo hace por los motivos que nos interesan y… No se le verá la cara. ¿Por qué quieres ayudarnos, niño? ¿Porque ansías colaborar en la obra de transportar este pueblo a la Inglaterra medieval y desde ella al alba del mundo?
—Sí —repuso Guillermo, con voz tan firme como inexpresiva.
—La razón es digna de encomio. Me apenaría no tomarla en cuenta —dijo el señor Pennyman—. Sin embargo, mi sobrinito Peleas tiene opción a elegir cualquier parte del animal y quizá prefiera las patas delanteras. ¿Te quedarías con las traseras?
—Me gustan más las de delante —contestó Guillermo sin vacilar, y con un aire tan impenetrable que lindaba en la imbecilidad—, por lo que usted acaba de decir… el alba del mundo y lo otro.
La señora Pennyman se emocionó.
—¡Bendito sea! —exclamó—. ¡Es maravilloso! Su cara oculta (cómo engañan las apariencias) un alma hermosa. Peleas también entiende y aprecia nuestra misión. Llegará mañana, querido niño. Ven a las cuatro y os pondréis de acuerdo.
* * *
Guillermo llegó puntualmente a la Mansión. Le hicieron pasar a la sala. La señora Pennyman estaba en ella con un muchacho… Peleas tendría la edad y el tamaño de Guillermo. Hasta allí todo marchaba bien. Pero llevaba cuello de encajes, pantalones ceñidos y escotados zapatos de charol.
—Este niño compartirá contigo el dragón, Peleas —dijo la dueña de la casa.
Peleas sometió a Guillermo a un detallado escrutinio.
—No me gusta —declaró—. Es muy feo.
—Querido, no se le verá la cara.
—Yo se la veré dentro del dragón.
—No, cariño, porque estaréis a oscuras.
—Bueno, pues no me gusta y no quiero ser dragón con él —dijo Peleas, firmemente.
—Esperemos a que decida tu tío.
Peleas sometió a Guillermo a un detallado escrutinio. —No me gusta.
Es muy feo.
Precisamente entonces apareció el señor Pennyman y anunció que los probaría para saber cuál de los dos «hacía» mejor las patas delanteras.
—No quiero ser dragón con él —repitió Peleas—. No me gusta. Es un chico desagradable y feo. Me han educado en el amor de las cosas bellas.
—El no tiene la culpa de su apariencia —dijo el señor Pennyman—. Y es un muchacho serio y bueno, que se muere por colaborar en la recuperación del alba del mundo.
—Me importa un comino —afirmó Peleas.
Guillermo, deseando conquistar las patas delanteras del dragón, mantenía su rostro inexpresivo como el de una esfinge. No obstante, sus ojos centelleaban de una manera especial cada vez que los fijaba en Peleas.
El señor Pennyman condujo a los niños a la buhardilla, donde estaba la piel del dragón. Era una verdadera obra de arte, larga y verde, lustrosa e impresionante, con ojos que despedían llamas y la feroz boca abierta, enseñando una lengua retorcida y agudos dientes blancos. Guillermo exhaló una exclamación de placer. Si no conquistaba las patas delanteras, la vida tendría sabor de hiel y de ceniza.
El reformador empuñó una espada, la de la armadura, y ensayaron el combate. Ante todo, Peleas ocupó la parte anterior y Guillermo la posterior. Sin embargo, Peleas chilló aterrorizado al ver el acero de su tío.
—Vete, apártate. Se lo diré a mamá. ¡No me toques! —repitió siempre que Sigfrido le acometía.
La contienda fue risible. Por tanto, Guillermo recibió las patas delanteras. Su actuación fue soberbia. Incluso el señor Pennyman lo reconoció. Rugió, silbó y bramó. Atacó y retrocedió como si la espada le hubiese herido. Se agazapó, saltó y reculó, y al fin, recibiendo un tajo mortal, se retorció y sacudió de modo tan real que el señor Pennyman, que no pensaba otorgarle las patas en litigio, bajó la espada, gritando:
—¡Bravo! ¡Muy bien!
No es de extrañar que Guillermo recibiera las patas de delante.
—Igual me da —gritó Peleas, al oír la decisión—. Mi tío se pondrá nervioso y te ensartará de una estocada. Te morirás desangrado y… ¡y no me importará!
* * *
En la fiesta de mayo, el prado comunal ofrecía una visión alegre y pintoresca. Todo el pueblo estaba presente. Abundaban las túnicas y el cartero se había dejado persuadir y empuñaba el cayado pastoril. Grandes mesas, en un rincón del césped, gemían bajo el peso de frascos de leche y fuentes abarrotadas de nueces y bocadillos de proteínas. El pastor protestante había remitido una nota en la que se excusaba de no asistir, porque negocios urgentes le obligaban a trasladarse a Londres.
El festejo se inauguró con la coronación de la señora Pennyman como reina de mayo, a los acordes de la flauta de su marido. Después se danzó en torno al árbol, asidos de las cintas, al compás de la música del mismo flautista. El baile tuvo un éxito inesperado. Las cintas no se enrollaron disciplinadamente, sino que unas estaban enroscadas por completo, cuando las restantes disfrutaban aún de su extensión original. Asimismo, la reina, entronizada dentro del círculo del árbol, quedó enredada en las cintas y estuvo a punto de morir ahorcada. La rescataron viva. Como era una indomable optimista, invirtió su primer aliento en decir que la danza había sido un «triunfo sin igual».
Hubo a continuación un descanso. Un grupo de personas mohínas rodearon las mesas, y cataron la leche y los bocadillos vigorizantes. Casi inmediatamente se apartaron de ellas más mohínas aún.
Después se representó la mascarada de Sigfrido y el dragón. Una pequeña tienda verde servía de armería al paladín. El señor Pennyman, escoltado por el monstruo, salió de ella armado de punta en blanco. Los espectadores formaron anillo. Sigfrido y el dragón dieron un par de vueltas por él. El dragón se encabritó y caracoleó de forma impropia en un dragón que se respetase y Sigfrido hubo de amonestarle.
Se enfrentaron, por último, prestos a la contienda. Guillermo se preparó a rugir del modo que le había hecho famoso, tanto dentro como fuera del dragón. Entonces Peleas, que rabiaba en silencio desde que le asignaran los cuartos traseros, dijo:
—Debes alegrarte de estar metido en la piel. Así la gente no se asusta al verte.
—¡Ah! ¿Lo dices en serio? —exclamó Guillermo, sin acometer al caballero.
—Sí.
—De lo que me alegro es de no ser una «preciosidad» como tú.
—¿Conque esas tenemos, «gorila»?
—¿Conque esas tenemos, «ricura de mamita»?
Se ignora quién descargó el primer golpe. La cuestión fue que los espectadores contemplaron atónitos al dragón, presa de una especie de espasmo orgánico. Pareció retorcerse víctima de mortal agonía. Sigfrido esperaba el ataque convenido y se desconcertó… momentáneamente. Pero comprendió que debía atacar si no le atacaban y se abalanzó con mayor ímpetu del que él mismo esperaba, patinó y se agarró al dragón para conservar el equilibrio.
Guillermo luchaba desesperadamente con Peleas en el interior, De pronto notó un porrazo, que le advirtió de que un inesperado y diferente enemigo le embestía por la retaguardia. Se olvidó de todo, menos de su furia. Y el caballero salió despedido contra el suelo. La armadura había sido construida para levantarse con ayuda ajena. Y el señor Pennyman no la obtuvo y no pudo incorporarse. La rabiosa parte delantera del dragón pareció proyectarse contra él con propósitos hostiles, y comenzó a arrastrarse por el césped en busca de la salvación.
Los espectadores asistieron al glorioso espectáculo de un esplendente caballero recorriendo el anillo a gatas, perseguido por un salvaje dragón, hasta que se refugió en la tienda verde.
Su expresión mohína desapareció como por encanto. Sonó un aplauso ensordecedor.
La alegre Inglaterra medieval parecía haber resucitado por fin.
* * *
Los Pennyman se fueron del pueblo aquella misma noche. Afirmaron que no merecía intervenir en el alba del mundo.
Muchos vecinos tuvieron el resto de sus vidas un concepto equivocado de cómo acabó la verdadera lucha entre Sigfrido y el dragón. Pero todos recordaron complacidos el día de la mascarada.
Guillermo opinó únicamente que había sido una lástima que no le permitieran terminar su contienda con Peleas.
* * *
F I N