LOS PROSCRITOS Y EL PEPINO
La señora Roundway fue siempre amiga de los Proscritos. Era una mujercita rechoncha, perpetuamente sonriente, de buen corazón, que habitaba en una villa de las afueras del pueblo. Hacía muñequitos de pastel que ningún ser menor de doce años esperaba ver en este pecador mundo, porque eran más propios del paraíso celestial. Trabó primero amistad con Guillermo, y después la extendió a los otros niños. Los trataba de una manera que emocionaba a los Proscritos por su novedad. Hablaba con ellos, escuchaba sus opiniones y les hacía figuritas de dulce, unos lindos monigotes, con ojos, nariz, boca y botones de pasas.
Los Proscritos sentían, en sus tratos con ella, un vago agradecimiento, no tanto por las golosinas como porque hallaban en ella un oasis de comprensión y de amabilidad en un Sahara universal. Casi todos los mayores que conocían los trataban como si fueran una penitencia que les imponía la Providencia inescrutable. En cambio, la señora Roundway los quería hasta el punto de que no parecía una persona mayor.
Dicha dama era viuda, tenía una renta considerable, una casa cómoda y un corazón tierno. Cualquiera hubiese supuesto que no podía desear nada más. Sin embargo, codiciaba en vano que sus pepinos obtuvieran el primer premio en la exposición de horticultura y jardinería local. Y no conseguía más que el segundo. Todos los años los criaba, vigilaba, alimentaba y mimaba como una madre amantísima a sus hijos, hasta que adquirían proporciones dignas de aerostatos. Pasaba las noches en blanco pensando en ellos y, cuando lograba conciliar el sueño, en ellos soñaba. Anualmente tenía la convicción de que triunfaría y anualmente concedían el galardón a la señora Bretherton, la cual, en el instante supremo, exhibía un pepino (para vergüenza de la señora Roundway) tan grueso y tan largo como si hubiese intentado convertirse en una calabaza, pero, que con gran sentido de la conveniencia, hubiera desistido de aquel acto de soberbia.
Al día siguiente de la exposición, la señora Roundway, alicaída y con una melancólica sonrisa en los labios, no olvidó de hacer los muñequitos de dulce para los Proscritos. Los recibió en la puerta, con su sonrisa tan cambiada, y les dijo:
—Tomad, amiguitos. Son de jengibre. Y aquí tenéis las pasas que han sobrado.
Guillermo cogió las golosinas y Pelirrojo las pasas. La miraron condolidos y con los corazones rebosantes de simpatía.
—Sentimos lo del pepino —dijo Guillermo.
—Muchas gracias, querido. Sinceramente, lo siento, aunque sea una tontería. No puedo evitarlo. ¡Estaba tan segura esta vez!… Ella no les dedica tanto tiempo como yo. No concibo cómo lo logra.
—Yo creo que le timaron el premio —declaró Guillermo, con noble lealtad.
—No, hijito. El suyo era más grande que el mío, no cabe duda.
—Apuesto o que usted gana el año que viene —dijo Guillermo.
—Porque eres muy bueno —suspiró la señora Roundway, y un destello de esperanza se filtró a través de la tenebrosa melancolía de su rostro—. Pero, claro, no hay que desesperar ni que declararse vencido.
Los Proscritos, muy pensativos, anduvieron por la carretera comiendo las figuritas. Compadecían tanto a su amiga que no fingieron ser una tribu de caníbales o una manada de lobos. Los consumieron, en suma, como si fueran pasteles corrientes.
—Apuesto a que gana el año que viene —dijo Pelirrojo, distribuyendo las pasas equitativamente—. Apuesto cualquier cosa.
—Y yo también —añadió Guillermo—. Hubiera ganado el primer premio si llego a ser del jurado. Propongo que vigilemos este año a la señora Bretherton. Así sabremos qué gordo es el suyo, y avisaremos a la señora Roundway para que procure engordar un poquito más sus ejemplares. ¿Lo votáis?
Los otros Proscritos, mascando pasas a dos carrillos, afirmaron.
* * *
La vida de los Proscritos, con sus altibajos, aventurera y variada, hizo que los meses pasaran rápidamente. Pero no olvidaron su plan. Llegada la estación de los pepinos, se congregaron en el cobertizo con el fin de discutir su programa.
Guillermo ocupó la presidencia, que simbolizaba el cajón más alto de los que amueblaban parcamente el recinto.
—Propongo que vayamos todas las semanas a medir el pepino de la señora Bretherton y que avisemos a la señora Roundway para que engorde el suyo un poco más cada día.
La moción fue aprobada unánimemente. Los Proscritos, con un hormigueo emocionante en el cuerpo, se dirigieron a espiar el pepino de la competencia. La misión prometía ser bastante difícil. La señora Bretherton, a diferencia de la Roundway, tenía un genio pésimo y odiaba a los chicos hasta la obsesión. Incluso en sus mejores momentos era una mujer formidable. Parecía una bruja de cuento, encorvada, flaca, de aspecto malévolo y con una nariz ganchuda que rozaba su barbilla saliente.
Los Proscritos se apiñaron en la entrada de su jardín, indecisos sobre cómo iniciar las operaciones. Se abrió de pronto la puerta de la casa y la propietaria avanzó a saltitos por la vereda, murmurando y enarbolando el bastón.
Los Proscritos huyeron precipitadamente.
—Corrí para que creyera que nos había asustado —explicó Guillermo cuando se detuvieron.
Pelirrojo, Enrique y Douglas afirmaron que ellos habían escapado por el mismo motivo.
—Así se descuidará y… y dormiremos sus sospechas —dijo Guillermo, que era un voraz lector de libros de aventuras—. Volvamos a ver si ha salido a su plantación.
La señora Bretherton seguía en la entrada. Al descubrirlos, lanzó un terrón de tierra, que acertó a Guillermo en plena espalda cuando se volvía para huir.
Los Proscritos se pararon en la esquina a tomar aliento.
—Somos muy astutos y la estamos «descuidando» —aseguró Guillermo.
Todos estuvieron de acuerdo. Pero, habiendo logrado que se descuidase, debían efectuar algo más. Era imposible abordarla directamente, porqué significaría la repetición del acto de genial estrategia con que Guillermo justificaba su huida.
—Esperemos a que salga y entonces espiaremos —dijo Pelirrojo.
A la tarde siguiente, se emboscaron en la cuneta hasta que la anciana fue de compras al pueblo. La expedición tenía carácter de aventura desesperada.
—Yo creo que matará al que coja —había dicho Guillermo—. El terrón que me tiró me hizo ver las estrellas. Apuesto a que, si me da en la cabeza, me mata. Menos mal que no fui tonto y procuré que me diera en la espalda, que si no… La aventura será peligrosa. Conviene que vayamos armados.
Por lo tanto, Pelirrojo apareció con su escopeta de aire comprimido, Enrique con su cortaplumas nuevo, Douglas con su pistola (sólo disparaba pistones, pero, como dijo su propietario, serviría para asustarla y Pelirrojo o Enrique la reducirían a la impotencia con su armamento) y Guillermo con su arco y flechas. Además dejaron en la cómoda de Guillermo un sobre con la indicación: «Abrase si no bolbemos», y, en el interior, una tira de papel que rezaba lacónicamente: «La Bretherton nos ha asesinado», firmada por los cuatro Proscritos.
—Eso es muy astuto —elogió Guillermo, muy complacido—. Lo leí en una novela. Si nos mata, la ahorcarán y estará lista.
Como suntuoso refinamiento, Guillermo y Pelirrojo redactaron sendos testamentos y los depositaron en su respectivo cajón de juguetes. El de Guillermo anunciaba: «Si me muero, dejo todo a Pelirrojo. Dadle, por fabor, la harmónica que me quitasteis», y el de Pelirrojo: «Si me muero, dejo todo a Guillermo. Los huebos de ormiga para el pez de kolores están en el vote de caramelos».
Enrique no había testado. Douglas, con el propósito de sembrar entre sus familiares el pánico y el disgusto que causara un tío rico, muerto no hacía mucho, había expresado su última voluntad en los términos siguientes:
«Dejo todo a la venefizenzia».
Así armados y preparados, se encaminaron a su objetivo, reptando, con complicado y visible aire de disimulo, por las cunetas incluso en los lugares que la señora Bretherton jamás había visitado. Aquello atizó en sus espíritus una osadía desesperada. Llegaron, pues, a la casa sin sufrir más aventuras que el consumo accidental del último pistón de Douglas («Tendrás que defenderte como puedas —le amonestó Guillermo, siniestramente—. No nos comprometemos a ayudarte en caso de peligro mortal. No se juega con cosas tan delicadas.») y el hallazgo de una rana, que los retrasó unos diez minutos.
Acurrucados en la cuneta, junto a la casa, aguardaron hasta que la señora Bretherton salió con la cesta de la compra. Todo fue bien. No los vio. Los Proscritos, atenazando sus armas, con Guillermo al frente, penetraron en el jardín. Su ostentoso aire furtivo hubiera llamado la atención de cualquier viandante, pero la carretera estaba desierta. Llegaron a los pepinos sin que se les diera el «¿quién vive?».
Guillermo estudió las hortalizas con desaprobación definitiva.
—Son muy pequeños —sentenció—. ¡Bah! Son una «porquería».
Sacó una cinta métrica (que había tomado «prestada» del costurero de su madre) y midió el ejemplar más grande.
Cumplida la misión, los Proscritos, con el mismo derroche de precauciones y siniestra expresión de misterio, deshicieron el camino. Se echaron las gorras sobre los ojos (Pelirrojo lo había visto en el cine) y reptaron por la cuneta, porque así lo demandaba la melodramática expedición y porque esperaban descubrir otra rana.
Al día siguiente, Guillermo entregó las dimensiones a la señora Roundway. La comparación devolvió a la dama su antigua sonrisa.
—Los míos son mucho más grandes —exclamó—. Pero no está bien hacer esto…
Los Proscritos, con la boca llena de dulce, tranquilizaron su conciencia.
—¡Hombre! Se puede ver qué gordos son. La Ley no lo prohíbe. No intentamos hacerlos más pequeños.
—En efecto —murmuró lentamente la señora Roundway—. Y si los suyos fuesen más grandes, yo no podría conseguir que los míos lo fueran… Y me alivia saberlo…
Los Proscritos midieron semanalmente los pepinos de la señora Bretherton durante sus ausencias. Su proceder no varió. Acudieron armados, se arrastraron en fila india por la cuneta y escribieron declaraciones póstumas sobre la actuación homicida de la anciana. La aventura hubiera carecido de valor sin aquellos preliminares. Pero lo importante, en el fondo, era el menor tamaño de los pepinos de la competencia.
—Este año gana usted el premio. ¡Vaya que sí! —aseguraban a su amiga.
Pero llegó el día de la exposición y… la señora Bretherton obtuvo el primer premio. Comparado con su gigantesco pepino el de la señora Roundway era un pigmeo.
Los Proscritos estaban desolados.
—¡Zambomba! Pero… pero anoche no era tan grande… —tartamudeó Guillermo.
—Te equivocaste, sin duda, al medirlo, querido —dijo la señora Roundway, ocultando la amargura de su desengaño—. No importa. No os preocupéis ni tú ni tus amiguitos. Debí impedir que los midieseis. Dios me ha castigado por esa debilidad.
A los Proscritos no les interesó el aspecto moral de la cuestión. Les intrigaba su aspecto práctico. Fueron a comer, muy silenciosos, las figuritas que les había regalado la señora Roundway. Sentados en el suelo, miraron al frente con ojos vidriosos.
—Después de tanto sudar y de arriesgar nuestras vidas cada semana… —suspiró Pelirrojo.
—Y de que casi me mató aquel cacho de tierra, con un hierro dentro —dijo Guillermo.
—¿Y para qué? —preguntó Douglas al universo—. Para nada.
—Pero… es que anoche no era tan grande —se obstinó Guillermo.
—Te equivocaste al medirlo, como ella dijo —acusó Pelirrojo.
—¿Yo? ¿Que yo me equivoqué? —se enfadó Guillermo—. Apuesto a que no. Apuesto a que no soy tan tonto. Apuesto a que entiendo las rayitas y los numeritos de la cinta. Apuesto a que anoche no era tan grande.
—Bueno. ¿Qué ha pasado entonces? —dijo Pelirrojo.
Guillermo calló un rato. Después, lenta y campanudamente, contestó:
—Verás lo que ha pasado. Creo que es una bruja y que los encanta la noche anterior a la exposición. Eso hizo, ya lo sabes. Anoche no era tan grande, ¿verdad? Y no lo era porque después lo embrujó. Yo lo sé… porque entiendo las rayitas y los numeritos tan bien como el primero. Es una bruja, y nada más. Mírala y dime si es una bruja o no.
Los Proscritos consideraban indigno creer en hadas, pero no les avergonzaba creer en los elementos más siniestros de los cuentos.
—Hay brujas y encantamientos y otras cosas la mar de peligrosas —continuó Guillermo, solemnemente—. Por eso su pepino creció tanto en una noche. ¿Os acordáis de su cara? Claro que es una bruja. Cuando se convierten en brujas tienen la misma cara que en los libros. Bueno, eso es, por lo menos, lo que me parece —concluyó Guillermo, con una forzada nota de modestia en la voz.
Los Proscritos quedaron persuadidos. Su seriedad aumentó.
—No podemos hacer nada si es una bruja —dijo Pelirrojo—. No tenemos magia ni sapos ni culebras.
—Y es peligroso meterse con ellas —agregó Douglas—, porque te convierten en bichos extraños.
—Me gustaría más ser un bicho que un chico —declaró Guillermo, muy pensativo—. No van al colegio, no llevan cuello ni corbata y no tienen que peinarse continuamente. Y pueden revolcarse y mojarse sin que les riñan.
—Pero ¿y si te cambia en un escarabajo o en una mariposa de noche? —objetó Douglas—. ¿O en una polilla?
—No me gustaría ser uno de esos bichos —reconoció Guillermo—. Las mariposas y las polillas están chaladas. Chocan contra las ventanas y se queman en las velas. Las ranas son más interesantes. Y se comen las mantas. Son tontas de remate.
Pelirrojo se apresuró a intervenir, en vista de que Guillermo se iba a enzarzar en la enumeración de los diferentes méritos de los animales en que la bruja podía convertirlos.
—Bueno; es una bruja —dijo—. ¿Qué haremos?
—Se lo contaremos al presidente del jurado —repuso Guillermo—. Esperaremos hasta que sepamos quién lo es y le contaremos que la bruja encanta el pepino para que crezca la noche anterior. Y la eliminarán. Darán el premio a la señora Roundway.
—¿Volveremos a medirlos? —preguntó Douglas.
—No —contestó Guillermo, como si le entristeciera el recuerdo de sus expediciones por la cuneta—. La desenmascararemos antes de que los embruje.
El asunto parecía resuelto a satisfacción. Por lo tanto, dedicaron su atención a la figurita de dulce superviviente y se transformaron en jefes de caníbales sometiendo a juicio sumario al audaz explorador blanco que se había internado en su territorio.
* * *
A medida que transcurrían los días, se afirmó su sospecha de que la señora Bretherton era una bruja. Pelirrojo la encontró en el pueblo, recibió una siniestra mirada y perdió la pluma estilográfica nueva que tanto amaba. Douglas alimentó secretas dudas sobre la verdadera condición de la anciana hasta que una noche, en que había consumido una exorbitante cantidad de crema, se despertó indispuesto y recordó que la «bruja» le había mirado, desde la ventana, al pasar por delante de su casa. Los Proscritos atribuyeron todas sus desdichas a la maléfica intervención de la señora Bretherton. Cuando le retuvieron en el colegio, para que repasase los verbos franceses, Guillermo no se indignó con el profesor de francés sino con la «bruja».
—Tenía que pasarme algo por el estilo —se quejó—. Fui por su casa, porque llegaba tarde. No, no la vi; pero ella me vio, claro, porque, de lo contrario, no me hubiesen castigado.
Los Proscritos, siempre que las circunstancias les obligaban a ello, iban por delante de casa de la señora Bretherton con los dedos cruzados. Pero no les servía de nada. Inmediatamente perdían cosas o los retenían en el colegio. No les impresionaba el hecho de que las perdían o los retenían igualmente aunque no hubieran visto la casa fatídica.
Así, pues, enterados de que los componentes del jurado de las hortalizas serían el general Moult y el señor Buck, celebraron una nueva reunión para forjar el plan más conveniente.
—Todos iremos a decirles que es una bruja que encanta los pepinos —anunció Guillermo—. Así la eliminarán.
Visitaron, ante todo, al general Moult. Los recibió amablemente, confundiéndolos con una delegación del club de «cricket» juvenil del pueblo. Esperaba que le ofrecieran la presidencia del mismo. Le gustaban aquellos cargos. Su complacencia aumentaba en proporción a la cantidad de los mismos que detentaba. Los acogió en su despacho con una sonrisa expansiva.
—Hola, muchachos. Me alegro mucho de veros. Me encanta charlar con las personas de vuestra edad. Veamos, veamos, ¿cómo marchan vuestras cosas? ¿Estáis satisfechos?
Guillermo carraspeó. Tenían el propósito de abordar la cuestión gradualmente, comprendiendo que el mundo de los mayores recibiría la noticia de su descubrimiento con escepticismo.
—Deseamos hablarle de algo —dijo.
—Hacedlo, muchachos, hacedlo —animó el general—. Contáis con mi plena atención.
—Queremos pedirle una cosa.
—Sospecho lo que es —sonrió el general— y me parece que lo haré.
El rostro sombrío de Guillermo se iluminó.
—¿Ya lo sabe?
—Lo sospecho, he dicho —corrigió el general, ampliando su sonrisa—. Los pajaritos se encargan de contármelo.
—¿Pajaritos? —profirió Guillermo—. ¿Ahora transforma a la gente en pajaritos? ¡Zambomba! No lo sabía. Claro que prefiero que me convierta en pájaro, antes que en polilla, si no puedo ser rana.
El general Moult se puso de repente muy serio.
Aquello no era una delegación de muchachos dispuestos a nombrarle presidente de un club.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó secamente.
Guillermo pensó que debía abandonar las insinuaciones por la conversación franca y abierta.
—La vieja señora Bretherton es una bruja. Encanta sus pepinos la noche anterior al concurso para ganar el premio y…
—¿Qué estás diciendo? —preguntó secamente.
—La vieja señora Bretherton es una bruja. Encanta los pepinos.
El general se levantó de golpe, echando chispas.
—¿Cómo te atreves a molestarme con tu descaro? —Una inspección detenida le permitió reconocer a Guillermo y el color amoratado de su feroz semblante se hizo más intenso—. ¡Tú eres el chico que tira piedras a mi nogal! ¡Tú…!
Pero los Proscritos, comprendiendo que la entrevista no sería provechosa y que el general, si se juzgaba por sus ademanes, se proponía aplicarles un castigo sumario, habían huido. En la calle se cruzaron con la representación del equipo de «cricket».
—Es inútil —dijo Pelirrojo, lúgubremente, cuando recobró el aliento—. Mejor es no visitar al otro. Tampoco nos creería y, además, el general no le dejaría dar el premio a la señora Roundway. Las personas mayores son estúpidas y cargantes.
—¿Qué hacemos? —exclamó Douglas.
Miraron a Guillermo. Estaba muy serio, reflexionando, lo que se les antojó una buena señal. Sus caras se despejaron. Él encontraría una solución. Por fin, tras un silencio interminable, una luz brilló en los ojos de Guillermo.
—Ya lo tengo —dijo—. Nos esconderemos en su jardín la noche que pronuncie el encantamiento y, cuando se vaya, lo diremos al revés. Eso lo anularía.
* * *
La víspera del concurso sorprendió a los Proscritos inadecuadamente escondidos en un tonel, con que la señora Bretherton recogía el agua de lluvia, y en un espeso acebo de la fachada posterior de la casa. Poco más allá estaban los pepinos, sobre los que ejercería sus malas artes. Eran insignificantes, muchos más pequeños que los de su amiga. Sin embargo, creían a pies juntillas que, al sonar las frases mágicas, crecerían y crecerían, alcanzando gigantescas proporciones, muy superiores a las de los años anteriores.
La expedición había sido muy peligrosa. No habían penetrado en el huerto en ausencia de su propietaria, sino que la habían arrostrado en su propia guarida. Se escurrieron en ella mientras la bruja, vigilando, leía el periódico en la salita. Guillermo había dejado un rastro de pedacitos de papel en beneficio de la partida de socorro, que acaso los iría a buscar cuando no regresasen. Pelirrojo llevaba una pata de conejo («prestada» por su hermano) y Enrique un silbato, para alertar a la policía («prestado» por su madre). Guillermo expresó su opinión desdeñosa sobre el último.
—No nos servirá. Ella nos convertirá en algo antes de que ellos lo oigan.
Esperaron pacientemente a que cerrara la noche. La señora Bretherton siguió leyendo, inconsciente de que cuatro pares de ojos la observaban desde el tonel y el acebo.
—Tal vez no empezará hasta las doce —murmuró Pelirrojo.
—Igual es. Impediremos que lo haga —cuchicheó Guillermo.
—Se me duermen las piernas —susurró Douglas.
—¡Silencio! —ordenó Guillermo.
La señora Bretherton se volvió como si los hubiera oído, pero volvió a enfrascarse en la lectura. Casi simultáneamente se abrió la verja del jardín y unos pasos sonaron en la vereda. Los Proscritos se inmovilizaron. Un joven descargó unos golpecitos en la puerta de la casa. La anciana fue a abrirla. El recién llegado llevaba un paquete bajo el brazo. Encendióse la luz de la cocina y los Proscritos reconocieron en él a un sobrino de la señora Bretherton, que vivía en un pueblo cercano y trabajaba en un importante vivero de productos vegetales.
Deshizo el paquete exponiendo un pepino colosal. Su voz llegó hasta los Proscritos a través de la ventana abierta.
—No había otro mejor. Lo he criado especialmente. ¿Le servirá, tía?
La señora Bretherton examinó la hortaliza con deleite.
—¡Qué maravilla! Parece superior a los de los años anteriores.
—Lo es —afirmó el sobrino, como si estuviera preocupado por lo que tramaban—. ¿Está segura de que nadie se ha enterado? Es un juego muy peligroso. En Middleham, como ya sabe, descubrieron a Ben Seales y se la cargó.
La señora Bretherton se rio como una bruja.
—Porque el muy necio no fingió plantarlos en su huerto. Yo no soy tan imbécil, descuida… ¿Qué es eso? Alguien anda por el jardín.
El sobrino escuchó.
—Son gatos.
Pero no eran gatos, sino los Proscritos que se retiraban con paso furtivo hacia la carretera. Una vez en ella interpretaron una danza de guerra y fueron muy erguidos al domicilio del señor Buck.
* * *
El pepino de la señora Roundway logró el primer premio. La señora Bretherton y su sobrino pronunciaron muchas palabras malsonantes, sin negar la acusación de manera plausible.
La señora Roundway se sentía transportada al séptimo cielo. Se pellizcó para convencerse que no soñaba. Había colmado la ambición de su vida.
Al día siguiente, cuando los Proscritos pasaron por delante de su villa, se acercó a ellos con algo envuelto en el delantal.
—No os enfadéis conmigo, queridos —dijo—; pero hoy no os he hecho figuritas de pastel. Para que celebréis el día, os doy…
Sacó del delantal cuatro suculentos pepinos de jengibre.