RICHMAL CROMPTON

GUILLERMO EL MALO

LOS CABALLEROS DE LA TABLA CUADRADA

Una tía regaló a Pelirrojo por su cumpleaños el libro titulado «El Rey Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda». El persistente mal tiempo redujo la actividad de los Proscritos hasta el punto de que hubieron de leerlo para combatir el aburrimiento. Se reunieron en el destartalado cobertizo que ofrecía un precario amparo a causa de sus numerosas goteras, y Pelirrojo les leyó la obra a tropezones y equivocándose continuamente. Ei auditorio le escuchó al principio con el exclusivo propósito de reírse a sus expensas, cuando la lengua se le enredaba más que de costumbre al deletrear las palabras difíciles; pero el emocionante relato se adueñó poco a poco de ellos, e incluso Guillermo acabó por prestar atención.

Fue él quien comentó, cuando Pelirrojo concluyó la última página:

—Resultaría casi tan divertido como ser ladrón o detective. Y apuesto a que lo sería mucho más que ser maquinista de trenes.

—¿Qué sería divertido? —preguntó Douglas.

—Convertirnos en caballeros, y arreglar injusticias y enderezar entuertos.

—No tenemos armaduras, ni caballos, ni nada —objetó Enrique.

Yo creo que no son necesarios —repuso Guillermo—. Yo soy capaz de combatir tan bien con armadura como sin ella. Además, es un estorbo. Una vez me puse una, hecha de bandejas, sartenes y otros cacharros, y me costó mucho luchar llevándola a cuestas.

—Ya no hay entuertos ni injusticias que arreglar —dijo Enrique.

—¿Que no? Lo que pasa es que no te enteras de ellos. Si nos dedicásemos a enderezarlos, la gente acudiría a nosotros de todas partes.

—Mi padre, por ejemplo, sufre muchos, como precios, impuestos y la mar de cosas por el estilo —dijo Pelirrojo.

—No nos cuidaremos de esos —declaró Guillermo con firmeza—, porque tardaríamos meses en enderezarlos. Y no son entuertos, en realidad, sino cuentos que inventan los mayores para quejarse mientras desayunan. Buscarían otros si los arreglásemos. Yo no llamo injusticias a eso. No son como ser encerrado en mazmorras, ni ver que gigantes devastan tus tierras, ni rabiar cuando caballeros follones se apoderan de tu castillo.

—¡Bah! Eso no ocurre ahora —afirmó Enrique.

—Lo dices porque no estás enterado —replicó Guillermo—. Apuesto que hay muchísimas cosas en el mundo de las que no has oído hablar. Y porque no hayas oído hablar de una cosa, no quiere decir que no exista. Claro que, si meten a la gente en mazmorras, bajo tierra, no lo sabrás, porque no puede salir para contártelo.

Enrique se disponía a porfiar, pero Pelirrojo intervino apaciguador.

—Sería mejor convertirnos en caballeros y ver qué clase de entuertos nos traen.

Así lo decidieron.

* * *

A la mañana siguiente hacía un tiempo espléndido, lo que juzgaron de buen agüero para comenzar su carrera caballeresca. En el cobertizo había un viejo cajón, que figuraba en la mayoría de sus geniales actividades, habiendo sido en distintas ocasiones escenario, corcel, barco, isla desierta y fortaleza asediada. Aquel día estaba destinado a ser la tabla redonda.

—Propongo que la llamemos la tabla cuadrada —dijo Enrique, aficionado a tomar las cosas al pie de la letra—. Sería una estupidez llamarla redonda cuando no lo es. Se evitan confusiones cambiando un poco el nombre de las antiguallas.

—De acuerdo. Seremos los Caballeros de la Tabla Cuadrada —aceptó Guillermo y añadió apresuradamente—: Yo seré el jefe de todos, como el rey Arturo. Desde ahora soy el rey Guillermo y vosotros los caballeros.

—¿No había otros personajes importantes? —preguntó Pelirrojo, el cual había estado tan preocupado en deletrear las palabras difíciles que no se había enterado del contenido del libro.

—Sí, hombre, un mago… Se llamaba Merlín no sé qué.

—Ese soy yo. Es mío —exclamó Pelirrojo inmediatamente—. Yo seré Merlín.

—Está bien —accedió Guillermo y, con un vago recuerdo de la asamblea del club de fútbol local, a la que había asistido una semana antes con su hermano mayor, continuó—: Tendremos un tesorero y un secretario. Douglas, que escribe mejor que nosotros, será el secretario y Enrique el tesorero.

—Bueno —dijo Enrique condescendiente—. ¿Cuánto cobramos por enderezar entuertos?

—El libro no lo decía —contestó Guillermo.

—Yo cobraría seis peniques por uno pequeño y un chelín por uno grande —anunció Pelirrojo.

—Nadie pagará más de un penique y casi todos no darán nada —aseguró Douglas, con expresión pesimista—. Conozco a muy pocas personas que tengan más de cuatro peniques.

—Los anunciaremos a seis peniques y un chelín —decidió Guillermo—, y si no los pagan, aceptaremos lo que ofrezcan.

—¿Qué hace el secretario? —indagó Douglas.

—Escribir el anuncio que colocaremos en la puerta del cobertizo, y apuntar todas las injusticias que arreglemos para que los lean como en los libros antiguos.

—De acuerdo —dijo Douglas, con aire de importancia—. Voy a buscar mi cuaderno de deberes de Aritmética. Es nuevo y nos irá de perilla.

* * *

La reputación ortográfica de Douglas descansaba en el simple hecho de que, mientras el resto de los Proscritos escribía las palabras tal como las pronunciaba, él seguía un procedimiento distinto y absolutamente original. Dándose cuenta de que algunas palabras no se escriben como se pronuncian, y aunque casi ignoraba las reglas que convienen a estas misteriosas aberraciones, alteraba su ortografía con tanta eficiencia, que sus amigos se sentían desordenadamente orgullosos de cualquier obra que saliera de sus manos. El anuncio que redactó, para clavarlo en la puerta del cobertizo, los enorgulleció sobremanera.

SENDEREZAN EN TUERTOS POR 1 CHELIN
KAVAYEROS MESA QUADRADA

Fijaron la magistral composición, cerraron la puerta y se sentaron, en medio de un silencio anhelante, alrededor del cajón.

* * *

Transcurrieron unos cuatro minutos sin que nadie llamara… Tan larga les pareció la espera, que el rey Guillermo ordenaba a Merlín que fuese a comprobar si alguien acudía en demanda de socorro, cuando sonó el golpe en la entrada. Hubo una consulta, en voz baja, para dilucidar a quién correspondía abrir, y fue tan interminable que el propio solicitante abrió la puerta. Su aparición impidió que el secretario y el tesorero emprendiesen una prometedora y fogosa riña a brazo partido. Ambos reclamaban el privilegio de franquear la entrada al recién llegado. Se trataba de un joven alto, cuyas facciones vulgares denotaban un buen humor. Se detuvo un instante en el umbral, contemplando al rey Guillermo y a los caballeros, y sonrió amistosamente.

—Buenas tardes.

—Buenas —contestó Guillermo en tono severo—. ¿Nos trae algún entuerto?

—¿Cómo?

—¡Si nos trae algún entuerto! —dijo Guillermo irritado, porque le molestaba tener que repetir lo que decía.

—¡Oh! —se sorprendió el joven—. Creí que esto era la central de la Liga para la Reforma Ortográfica.

—Se equivocó, entonces —dijo Guillermo—. Somos los Caballeros de la Tabla Cuadrada.

—¿Los caballeros…?

—Sí, de la Tabla Cuadrada. Enderezamos entuertos y arreglamos injusticias a un chelín los grandes y a seis peniques los pequeños.

El joven salió a releer el anuncio.

—¡Ah, sí, claro! —profirió al regresar—. ¡Magnífico! ¿Y quiénes sois, por favor?

—Yo el rey Guillermo. Lo mismo que el rey Arturo, aunque con otro nombre —se apresuró a explicar Guillermo, y señaló a Pelirrojo—. Y este es Merlín.

—¿De veras?

—¡Ajá! Merlín el mago. Y este —continuó Guillermo, indicando a Enrique— el tesorero. Cobra el dinero a las personas cuyas injusticias arreglamos. Y este —terminó, refiriéndose con orgullo a Douglas— escribió el anuncio. Es el secretario.

—Me gustaría estrecharle la mano, si es posible —dijo el joven, con gran respeto.

Douglas se la alargó muy complacido.

—Puede que la ortografía no sea totalmente exacta, pero apuesto a que es bastante correcta en conjunto —murmuró con modestia.

—Me parece formidable —declaró el joven, entusiasmado.

—Bien, veamos —medió Guillermo, con su tono más serio y práctico—. ¿Qué desea? ¿Que le armen caballero? ¿O sufre algún entuerto?

Se disipó la sonrisa del joven.

—No vine con este propósito, pero sí, caballeros, soy víctima de una injusticia. Entré porque deseaba conocer al autor del anuncio. En fin, ya que habláis de entuertos, tengo uno que hará sangrar vuestros corazones, si es que tenéis corazón.

—No nos cuidamos ni de precios ni de impuestos —advirtió Guillermo con mucha firmeza—. Nos ocuparían demasiado tiempo. Los rechazamos por completo.

—Ya, ya, entiendo —murmuró el joven—. No hacéis mal, porque esas cosas matan el alma. Es imposible tocar brea sin ensuciarse.

—Tampoco nos interesa la brea —dijo Guillermo, pensativo—. Aún no he descubierto nada que la quite. El agua la hace más pegajosa.

—No, no se trata de brea —afirmó el joven.

—Entonces, ¿qué es?

—Una mujer.

—¿Una damisela? —corrigió Guillermo con altivez.

—En efecto, una damisela. Ocurre lo siguiente —comenzó el joven, sentándose en el cajón—. La damisela…

Guillermo le interrumpió.

Ellos no se sientan aquí —avisó con frialdad.

El joven se levantó inmediatamente.

—Naturalmente. ¿Dónde… dónde se sientan ellos?

—En el suelo, como los caballeros —informó Guillermo.

El joven se acomodó entre ellos y volvió a empezar.

—Pues ved lo que pasa, señores. Esa damisela y el que se honra dirigiéndoos la palabra nos entendíamos a pedir de boca. Nos gustamos la primera vez que nos vimos y desde entonces nos sentimos ligados por lazos más fuertes que la muerte… hasta el día de la víspera. El día de la víspera, rompimos. El cielo sabe por qué, pues yo lo ignoro. Entrambos pronunciamos frases grávidas de desdén, que imaginaréis al punto. El desprecio de ella me anegó; su enojo casi logró que me desvaneciera.


—¿Quiere que enderecemos ese entuerto? —preguntó Guillermo.


—Os lo agradeceré mucho, si tenéis la bondad de aceptar el encargo.

—¿Decís, señor, que os abrumó su sinrazón? —preguntó Guillermo, sumamente interesado.

—Habéis acertado, ¡por Júpiter!, señor. Pues bien… creí esta mañana que se habría enfriado su enfado. Lo creí, pero ¿fue así? ¡Ca! Pasó por mi lado como si no me viera. ¿Y dónde está ahora? Se fue de paseo con un individuo estúpido, que responde al nombre de Montmorency Perrivale. En este momento se hallan sentados en la orilla del río, donde tomarán el té. Es tan idiota que, lo recuerdo muy bien, cuando le llevaron al parque zoológico en su tierna infancia, se negó a entrar en el Terrarium porque tenía miedo a las serpientes. Y ese… eso es lo que la damisela prefiere a mí.

—¿Y quiere que enderecemos ese entuerto? —preguntó Guillermo, con el más comercial de sus acentos.

—Os lo agradeceré mucho, si tenéis la bondad de aceptar el encargo —respondió el joven—. ¿Entra dentro de vuestra especialidad?

—Preferiríamos dedicarnos a sacar cautivos de sus mazmorras o enfrentarnos con gigantes que devasten tierras —confesó Guillermo—; pero, hasta que eso no ocurra, no nos importará ayudarle.

—¡Gracias! ¡Mil veces gracias! —dijo el joven—. No sé por qué, me alegró la lectura de vuestro anuncio y presentí que el destino lo había puesto ante mis ojos. En el fondo, pensé al verlo, vivimos en el mejor de los mundos a pesar de todas las damiselas que lo pueblan… Si podéis alejar a esta del…

—¿Del caballero malandrín? —apuntó Guillermo, con la modestia de quien habla con facilidad un difícil idioma oriental.

—Iba a decir de ese idiota —reconoció el joven—, pero suena mejor lo que tú dices. Sí, salvad a la pérfida damisela de las garras del malandrín y os recompensaré con inagotable generosidad.

—Muy bien —exclamó Guillermo—. Depende de lo que nos cueste. Tal vez le cobremos seis peniques o un chelín. Yo y Merlín iremos. El tesorero y el secretario se quedarán por si viene alguien más con un entuerto.

El joven, con Pelirrojo a un lado y Guillermo al otro, anduvo por la carretera a paso vivo hasta el lugar en que una arboleda descendía al río. En este, sentados en un tronco caído, al amparo de un roble, se encontraban la damisela y el caballero malandrín.

—Ahí los tenéis —murmuró el joven—. ¿Imagináis que una preciosidad como esa se enamore de un espantapájaros como él?

Guillermo no se proponía malgastar el tiempo criticando la situación.

—Vaya a esperarnos a la carretera —ordenó secamente—. Yo y Merlín forjaremos un plan y le avisaremos cuando le necesitemos.

—Hasta luego —se despidió el joven.

Volvió lentamente a la carretera. Guillermo y Pelirrojo conferenciaron velozmente, sin levantar la voz, debajo de una mata.

* * *

La pareja de la orilla del río no había notado la observación de que era objeto. Montmorency, deslumbrado por la repentina cordialidad de la que hasta entonces le tratara con altanero desprecio, no desperdiciaba el tiempo y apretaba el cerco. Su única preocupación era la sospecha vehemente de que el sitio, el tronco debajo del árbol, estaba muy húmedo, porque Montmorency se desvivía por su salud.

—Me cuesta expresar lo que usted significa para mí —decía—, pero nunca tuve la oportunidad de hablarle, porque aquel individuo no se separaba de su lado.

—¡Oh, ese! —exclamó la visión celestial con supremo desdén.

—Siempre que la veía, pensaba… pensaba en lo bonita que es. Me… me recuerda una…

Precisamente entonces compareció un muchachito con las manos en los bolsillos, mirando al suelo. Se paró frente a ellos. Montmorency se mordió los labios, ansiando que el inoportuno se fuese. Pero no se movió. Siguió examinando la hierba como si no se hubiera fijado en ellos.

—¿Buscas algo? —preguntó Montmorency.

El muchacho pareció sorprendido de verlos allí y respondió con sencillez.

—Sí, una serpiente.

—¡Qué tontería! —se impacientó la damisela—. Ya no hay serpientes en la región.

—Tiene usted razón —convino el chico—; pero dicen más arriba, en esta misma orilla, que han ojeado una.

—¿Dónde? —gimió Montmorency.

—En la orilla, a esta mano. También cuentan que la han perdido de vista. Por eso vine aquí, para intentar localizarla. Dicen que era como las grandes que hay en los parques zoológicos.

—¿Estás seguro de que venía en esta dirección? —preguntó Montmorency entre sus dientes castañeteantes.

—¡Qué disparate! —se impacientó la damisela—. Me niego a creerlo.

—Y yo también —convino el muchachito—, pero se me ocurrió darme una vuelta para asegurarme.

—Pues ya te has asegurado —indicó la damisela—. Y no la has encontrado, ¿verdad? Por tanto, vete por donde viniste.

—Bueno, ya me voy, ya me voy —dijo el chico con humildad desarmante, y añadió—: Dijeron que podría subirse a un árbol, pero no lo creo. No pueden trepar… serpientes tan grandes.

Dicho esto se fue río arriba.

—¡Qué ridículo! —exclamó la damisela y se volvió hacia Montmorency—. ¿De qué hablábamos? Lo he olvidado.

Montmorency miraba espantado a su alrededor.

—Las serpientes grandes trepan a los árboles —tartajeó—. Lo he visto en las películas. Las más grandes se enroscan a los troncos.

—No sea absurdo… ¿Y qué importa? Sólo con observar estos árboles comprobará que no hay serpientes enroscadas en ellos, ¿no?

—Sí… Pero, claro, cuando las enseñan enroscadas en el cine es porque están encaramándose. Es… esta quizá haya subido. Tal vez esté en las ramas, encima de nuestras cabezas.

—¡Bah, bah! ¿De qué hablábamos cuando ese horrible chico apareció? Lo he olvidado.

—Después se deslizan por las ramas y le muerden a uno. Y no hay… no hay manera de salvarse de su veneno.

—¡Calle, por favor! En Inglaterra no hay serpientes ponzoñosas.

—Las hay… en los parques zoológicos, circos y otros lugares. Y se escapan y vagan por los campos.

—En fin… ¿qué? ¿Nos vamos?

—¿Lo desea?

—No.

—Yo… yo tampoco, naturalmente —dijo Montmorency, con aspecto de desdicha suma—. Me… me quedaré con usted.

—Ahora me acuerdo de lo que hablábamos. Usted me decía que había ansiado conocerme, porque le recordaba algo.

Montmorency se olvidó de la serpiente y le lanzó una mirada sentimental.

—¡Oh, sí, sí! Me recuerda usted una…

Enmudeció. La apasionada expresión se borró de su cara y sus dientes volvieron a castañetear. Sonaba un leve roce en las ramas que se cernían sobre ellos.

—¿O… oyó eso? —tartamudeó.

—¿Qué? —profirió la damisela.

—Un… un ruido como si algo se moviera en el árbol.

—No me extraña. Los pájaros anidan en las ramas. ¡Ojalá no se interrumpiera para hacer observaciones tan sin sentido! Iba a decirme qué le recuerdo.

—¡Ah! Quizá piense que es una cursilería poética, pero ¿qué le voy a hacer? Tengo alma de poeta. Y siempre que la veía, se adueñaba de mi mente la idea de que usted era como…

Guillermo, escondido en el árbol, hizo una señal y Pelirrojo, oculto en la maleza, pellizcó, con dos largas y afiladas uñas, el tobillo de Montmorency y retrocedió rápidamente y sin hacer ruido.

Montmorency lanzó un alarido escalofriante.

—¡Una serpiente!


Los señaló con un bramido de horror. ¡La marca de los colmillos!

—¿Como una serpiente? —gritó la damisela, muy enfadada—. ¿Que yo me parezco a una serpiente?

—No, no. ¡Es que me ha mordido una serpiente! —chilló Montmorency, soltando desesperado la liga que sostenía su calcetín multicolor—. Noté que los colmillos me rompían la piel. —Emitió un gemido sordo—. ¡Me muero!

—Pues yo creo que tiene muy buena cara —dijo la damisela, despiadadamente.

Montmorency se había bajado el calcetín polícromo, exhibiendo las débiles huellas de las uñas de Pelirrojo. Las señaló, exhalando otro bramido de terror.

—¡Mire! ¡Los colmillos! ¡La marca de los colmillos!

La damisela miró con escaso interés.

—Sea lo que fuere, no le ha atravesado la piel.

—Pero… yo… lo sentí —balbuceó Montmorency—. Noté que me la perforaba. Y… y las serpientes más peligrosas le matan a uno sin romper la epidermis.

Inmediatamente se arrojó al suelo, se retorció y se revolcó muchas veces con torsiones acrobáticas.

—¡Cielos! ¿Qué hace usted? —preguntó ella.

—Intento… llegar al… tobillo para chupar… el veneno —jadeó Montmorency.

—¡Bah! Comprenda usted que eso es imposible —observó la damisela—. Nadie puede chuparse la parte posterior de los tobillos. Es imposible. Y parece usted un payaso. Le ruego que se pare.

—Haga algo —suplicó Montmorency, sentándose en la hierba para recobrar el aliento—. Creía que había estudiado un curso de curas de urgencia.

—No nos hablaron de las serpientes o, por lo menos, yo no me enteré. Pero, hombre de Dios, ¿qué se propone ahora?

Montmorency, aún resollando, arrancaba puñados de hierba y se frotaba el tobillo con ellos.

—Dicen que las hierbas curan —respondió—. Dicen que…

Tornó a aullar de espanto.

—¡Dios mío! ¿Qué…?

—¡Ay! ¡Estoy empeorando! El veneno surte efecto. ¡Agonizo! ¡La muerte se aproxima!

—Claro que le duele. Se ha frotado con un puñado de espinos.

—Se me hincha la pierna, ¿lo ve?

—No. Tiene el mismo tamaño que antes.

Montmorency se tumbó cuan largo era en la hierba y habló con voz tenue.

—Me muero. La muerte sube despacio por mis piernas hacia el corazón. Ya se acerca a él. Ya está en…

Guillermo se dio cuenta, disgustado, de que la escena no resultaba como había deseado. Había esperado que Montmorency, al recibir el mordisco del reptil, huyera presa de mortal terror, cediendo el campo a su cliente. Pero no ocurría aquello. Además, la damisela, en lugar de enfadarse, parecía muy divertida. Así, pues, Guillermo rehízo prestamente sus planes. Tenía una hermana mayor, tan bella como temperamental, que le había permitido llevar a cabo un estudio exhaustivo de la psicología femenina. Sabía que Ethel llegaría, si se terciaba, a coquetear con un asesino, con un ladrón, con un falsificador de billetes o con un anarquista, pero jamás, mientras el mundo diera vueltas sobre sí mismo, perdonaría a quien la humillase o la cubriera de ridículo. Por tanto, Guillermo descendió ágilmente del árbol, recorrió a gatas unos cuantos metros y apareció en la orilla del río, silbando y con las manos en los bolsillos. Su paseo concluyó ante el postrado cuerpo de Montmorency.

—¿Qué tiene? —preguntó con expresión inocente.

El agonizante abrió los ojos y explicó:

—Me ha mordido la serpiente de que nos hablaste.

—¿De veras? —dijo Guillermo—. Es curioso. Precisamente estuvieron discutiendo qué se había de hacer en tales casos.

—¿Quiénes lo discutían?

—Los hombres que me contaron lo de la serpiente.

—¿Qué dijeron? —indagó Montmorency, débilmente.

—¡Oh! Apuesto a que charlaban porque sí —respondió Guillermo con vaguedad—. Uno decía que, cuando vivía en países donde hay serpientes, los nativos hacían algo muy gracioso. Lo raro es que los nativos mordidos por las serpientes no morían.

Montmorency se sentó en la hierba y se quitó algunas hojas secas del pelo.

—Apresúrate a explicármelo —dijo—, porque es cuestión de segundos. La ponzoña está a un centímetro de mi corazón. Tal vez sea ya demasiado tarde.

—Es una tontería, pero lo hacían según ese hombre. Todo depende de la circulación. Y hay que hacerlo porque la sangre circula de una manera especial, que anula el veneno.

—¿Qué es? —imploró Montmorency.

—Los nativos saltan y brincan sin parar recorriendo un kilómetro. Y la sangre circula de una manera especial que anula el veneno.

Montmorency se levantó de un brinco.

—Lo probaré —anunció—. Lo probaré antes de que sea demasiado tarde. Pero es necesario algo más —agregó Guillermo—. Tienen que taparse la cabeza para mantener calientes los sesos. De lo contrario, el veneno les llega a los sesos.

Montmorency miró frenético en torno suyo. Él y Guillermo iban descubiertos. El sombrero de la damisela estaba en el suelo, junto a ella. Era una prenda muy linda, con un pompón a un lado. El joven se apoderó de él de un manotazo, se lo encasquetó, trepó la orilla del río y empezó a saltar camino del pueblo. Llevaba el sombrero hundido hasta las cejas y el pompón parecía brotar de una oreja.

La historia de cómo Montmorency Perrivale atravesó el pueblo saltando, con el rostro tenso y los ojos abiertos y fijos bajo un sombrero de señora de última moda, escoltado por un considerable y atónito gentío, se ha convertido en una leyenda local. Los niños que formaban parte de la muchedumbre describirán probablemente la visión a sus tataranietos, aunque ninguna descripción podrá hacerle justicia.

La damisela, aturdida y enojada, anduvo una breve distancia detrás de él, hasta que los estrepitosos aplausos de los espectadores la obligaron a retroceder a la orilla del río.

Entonces Guillermo abordó a su cliente y le anunció.

—Ya se ha ido. Será mejor que vaya a hablar con ella.

Permaneció en los aledaños un par de minutos para cerciorarse de que sus maquinaciones habían tenido éxito. La damisela sollozaba.


Se lo encasquetó, trepó la orilla del río y empezó a saltar camino del pueblo.


La damisela quedó aturdida y enojada.

—Y era casi nuevo, y cuesta dos guineas, y nunca me será posible usarlo, y todo el mundo sabe que es mío, y se reirán de mí por su culpa, y no le mordió una serpiente… Yo lo vi, estoy segura de ello. No estaba herido. Se frotó con pinchos y, claro, le dolió, y me gustaría asesinar a ese chiquillo, y no volveré a dirigirle la palabra, y la gente me tomará el pelo el resto de mi vida, porque había enseñado a todos ese sombrero y saben que me pertenece. ¿Por qué habré nacido? Yo…

—Es un palurdo idiota —afirmó el joven, rodeándola con los brazos.

—Sí, lo es —lloró la damisela, permitiendo que la rodearan los brazos—. Le odio. ¡Cuánto siento haberte dicho ayer cosas tan aborrecibles! Se me escaparon sin pensar…

En este punto, Guillermo y Pelirrojo se alejaron satisfechos.

* * *

Hallaron el cobertizo vacío y al tesorero y secretario peleando a brazo partido en el campo vecino. Informaron que nadie más se había presentado solicitando que se enderezasen sus entuertos y que habían decidido mantenerse en forma con un «torneo».

—Bueno, tenemos que escribirlo —dijo Guillermo, asumiendo su aire autoritario—; debemos anotarlo antes de que se nos olvide. No sacaremos nada de arreglar injusticias, si no aparecen en un libro. Anda, Douglas. Yo te dictaré lo que tú escribirás.

Los caballeros fueron al cobertizo y ocuparon sus asientos alrededor de la mesa cuadrada. Douglas abrió la libreta. Guillermo se aclaró la garganta y empezó a dictar:

Este caballero acudió con la queja de que un caballero follón le había arrebatado la damisela, por lo que el rey Guillermo y Merlín partieron a rescatarla. Fue un entuerto de un chelín. El caballero follón temía a las serpientes. Merlín el mago se transformó en serpiente y…

—¿Crees que puedo escribir tan de prisa como hablan las personas? —atajó el secretario, en tono glacial—. Nadie en el mundo puede hacerlo, ¿sabes? Si necesitas que alguien escriba tan de prisa como hablan las personas, díselo a tu Merlín el mago… Supongo que se convertirá en pluma y…

Merlín se disponía a castigar el acento ultrajante de la alusión, cuando el reloj del pueblo desgranó sus campanadas. Los caballeros las contaron en silencio. Cinco.

—¡Pronto! Vamos a tomar el té —gritaron alegremente—. Corramos a casa. Más tarde, seguiremos enderezando entuertos.