EL BAILE DE DISFRACES
Guardaron el secreto más estricto. Así, pues, estaba todo dispuesto y preparada la lista de los invitados, cuando Guillermo descubrió que sus hermanos darían un baile de disfraces. La idea, en su origen, fue de Ethel, pero Roberto, haciéndola suya con entusiasmo, colaboró en la selección de los bailarines.
También se tuvo, en un principio, especial empeño en que Guillermo lo ignorase. Roberto alimentó la loca esperanza de que invitasen a su hermano menor a alguna velada, así como la de impedir en absoluto que se enterase siquiera de que habían dado el baile. Ethel se cuidó de demostrarle lo vano de aquella ilusión.
—Además, hijo, es natural que Guillermo esté presente —dijo la señora Brown—. No entiendo tus reparos. Está muy guapo cuando se lava y peina. Y puede ponerse el traje de piel roja.
Roberto crispó los dedos y gimió.
—En tal caso, la fiesta está condenada al fracaso. «¡Condenada!» Nos cubrirá de vergüenza.
—¿Por qué? —preguntó la señora Brown—. El vestido es muy bonito. A menudo pensé en hacerle una fotografía vestido de indio.
—No, no es eso, sino que asista —aclaró Roberto.
—Se divertirá mucho —aseguró la señora Brown.
—Indudablemente. Él se divertirá mucho, pero ¿y los demás? —se desesperó Roberto—. Podrías mandarle a un asilo o a cualquier sitio parecido hasta después del baile.
—¡Qué disparate, querido! —dijo la señora Brown—. No le admitirían.
—Desde luego, son inteligentes —refunfuñó Roberto con amargura—. Bueno, si tiene que asistir, no se lo contéis hasta que todo esté arreglado. Así no tendrá tiempo de destrozar los preparativos.
Se guardó, pues, silencio sobre el asunto. Una semana antes de la fiesta, se informó a Guillermo de ella. La actitud de su familia le asombró y lastimó.
—¿Por qué no me lo dijisteis antes? ¿Yo? ¿Que yo soy un estorbo? Yo os hubiera ayudado. Apuesto a que sé más cosas que vosotros para que todo el mundo se divierta. Por ejemplo, no hay que bailar como un trompo. Conviene descansar de una cosa tan aburrida. Fijaos, a ver qué os parece. Deberíamos jugar de vez en cuando. Sé un juego divertidísimo. La mitad se esconde y la…
Le informaron ásperamente que se reservase sus ideas y que tenía suerte de que le invitasen y que si él, Roberto, mereciera algún respeto de sus mayores, le habrían mandado a la cama.
—Está bien —dijo Guillermo, derrochando majestad—. Seguid vuestro parecer y no os quejéis si cuentan después que se aburrieron. No sabréis las muchas cosas divertidas que yo sé. Os arrepentiréis cuando digan que se aburrieron. Y el baile es muy aburrido. Y las chicas también. Lo pasaríamos mejor sin ellas. Bueno, bueno, no me grites. Tú quieres aburrirte, ¿Habéis hecho la lista de los invitados?
—Sí.
—Yo sólo invitaré a Pelirrojo, Enrique y Douglas.
—¿Conque sí? —exclamó Roberto con sarcasmo—. Entérate que no es tu baile, sino nuestro. Si en esta casa se me escuchara, se te mandaría a la cama.
—¿No puedo invitar a nadie? —preguntó Guillermo, atónito.
Roberto se lo repitió. Guillermo recurrió a su madre, la cual también dio muestras de gran firmeza.
—Querido, el baile lo celebran Roberto y Ethel. Tú, claro, puedes asistir, pero sin traer a nadie. Otro día darás una fiesta.
—Es que mis amigos ayudarían —protestó Guillermo—. Sólo vendrían para ayudar a que todo el mundo se divierta. Saben muchísimos juegos que hacen reír y pasarlo bien. Este baile será un entierro. Nada más habrá parejas dando vueltas y… y chicas.
—Así lo desean tus hermanos.
—Bueno, pues que no me echen la culpa si cuentan que se aburrieron.
—No, hijo, no te la echarán, te lo prometo.
—Menos mal. ¿Podré disfrazarme?
—Sí, de piel roja.
—¡Oh, no! Inventaré algo nuevo. Me gustaría vestirme de pirata o contrabandista.
—No, querido. Estás muy bien vestido de indio.
Guillermo refirió lo ocurrido a los Proscritos con enojo creciente.
—No harán más que bailar. Y ellos eligen a los invitados y no me dejan invitar a nadie, y tengo que ponerme el traje de piel roja y ellos estrenarán disfraces apuesto que de piratas y contrabandistas. Me contestaron que no cuando les pedí que os invitaran para que ayudaseis.
Pelirrojo fue quien tuvo la inspiración.
—Oye, ¿por qué no nos disfrazamos y nos reunimos en el invernadero? Tú nos traes un poco de cena. Apuesto a que nos divertimos como unos bárbaros… mucho más que ellos.
Los Proscritos acogieron la proposición con vítores y pensaron en qué disfraces vestirían.
* * *
Guillermo se había empeñado, desde el principio, en tener un disfraz más sensacional que el de piel roja. Se ponía este todos los días y era notorio en el pueblo. Intentó confeccionar un vestido de pirata con un mantel viejo, pero el resultado decepcionó incluso al incorregible optimista que era.
Llegó la víspera del baile sin que hubiera descubierto el traje adecuado. Pero, confiando a ciegas en su buena suerte, no se amilanó. Por la tarde su madre le envió con un recado al pueblo. De regreso anduvo pensativo, totalmente absorto en el problema de su disfraz. Iba leyendo maquinalmente el nombre de los casas. Villa Rosa, Villa Hiedra, Villa Madreselva… ¡Menudos nombrecitos! Pero aflojó el paso al leer el último. ¡Villa Madreselva!
Villa Madreselva le interesaba especialmente. Era un edificio pintoresco, condición que le tenía sin cuidado. Lo importante consistía en que el propietario poseía una especie de clientela en el mundo literario y artístico, y siempre daba albergue a un escritor o a un artista. Guillermo y los Proscritos sentían una suave curiosidad por el «lunático» de turno. Consideraban a todos los cultivadores de las musas como «chiflados» y «lunáticos».
Su actual inquilino, el señor Sebastián Buttermere, no gozaba de gran renombre en los cenáculos literarios, pero, como Guillermo, tenía una gran fe en su buena estrella. Guillermo no había tenido contactos personales con él; sin embargo, conociéndole de vista, le clasificaba como un buen ejemplar de la clase «lunático». Por consiguiente, lanzó una mirada más larga a Villa Madreselva que a las otras casas y fue recompensado. Se paró como si hubiera echado raíces en la acera.
El señor Sebastián Buttermere se paseaba por un cuarto, con las manos a la espalda y los ojos fijos en el suelo, vestido con algo parecido a la túnica con capucha de un medieval. Porque, señoras y caballeros, Sebastián Buttermere tenía tanta fe en sus precursores literarios como en su buena estrella. Por tal razón, su escritorio era una copia del de Carlos Dickens y (a fuerza de perseverancia y de fijapelo) se peinaba como Tomás Carlyle[2]. Creía que aquellas imitaciones influían en su arte. No hacía mucho que una biografía de Balzac[3] le había enterado de que el famoso escritor francés escribía arropado en una túnica. Y él, que aspiraba al rotundo éxito de Balzac, encargó una inmediatamente. La había recibido la víspera y la estrenaba entonces. Le entorpecía y acaloraba, y le entontecía más que inspiraba, pero creía que, una vez se hubiese acostumbrado a él, le ayudaría sobremanera. Lo incluía en la intensa fe que tenía en el escritorio de Dickens y en el peluquero de Carlyle. Se paseaba por la habitación, enredándose los pies de tarde en tarde, porque su sastre, no muy ducho en hacer túnicas y extraordinariamente desconcertado por el encargo, la había cortado algo larga.
Guillermo le observó boquiabierto a través de la ventana. No sabía qué era «aquello», pero debía de ser un traje de disfraz. El señor Sebastián Buttermere levantó los ojos hacia el exterior y Guillermo se fue, meditabundo, dando pasto a su cerebro con el problema de obtener aquella prenda para la fiesta.
Complicaba la situación el hecho de que Guillermo no estuviera en buenas relaciones con Villa Madreselva. Desde luego, no había sido presentado a su inquilino, pero la señora Tibblets (la casera que se comprendía en el alquiler) era enemiga inveterada de nuestro héroe. El señor Buttermere, al corriente de sus hazañas, estaba apercibido a tratarle con parcial hostilidad. Además, en el fondo de su casa, había una hilera de avellanos, en la que el escritor depositó las esperanzas que le sobraban en su intención de rivalizar con Dickens[4], Carlyle y Balzac. Había adquirido una obra sobre el cultivo del avellano, había puesto en práctica sus consejos y había presenciado la madurez del fruto con el lógico orgullo de un creador. Y una noche Guillermo había despojado los arbustos.
Ciertamente, Guillermo no sabía el cariño que el señor Buttermere tenía a las avellanas. Para él sólo eran avellanas. Las consideraba como frutos silvestres que habían nacido por casualidad en un jardín, pero silvestres, al fin, y botín legal, por lo tanto. Daba por sentado que el escritor, con la miopía propia de las personas mayores, no se había enterado de su existencia o, si lo estaba, que le tenía sin cuidado. Cometió el saqueo la víspera del día que el señor Buttermere fijó para la cosecha. El celoso propietario, en su trastorno, hizo que el héroe y la heroína del libro que escribía se suicidasen, cuando su idea original fue que se casaran y vivieran dichosos hasta la muerte. El señor Sebastián Buttermere no conocía al culpable del criminal atentado, pero la señora Tibblets sí. Vio alejarse a Guillermo con los bolsillos repletos, demasiado tarde para hacer algo más que arrojarle una escoba. Informó, luego, de la verdad al inquilino, y juntos cantaron el himno del odio. Téngase en cuenta que la casera tenía varias razones de venganza pendientes con Guillermo.
Después hubo el incidente del plantío de tulipanes. Pero, seamos justos, Guillermo desconocía el amor que el señor Sebastián Buttermere tenía a aquellas flores, cuyos bulbos espléndidos le había regalado un amigo holandés. Guillermo, en aquel momento un contrabandista, huía de la fogosa persecución de los agentes de Aduanas Pelirrojo y Douglas. Empleando como atajo la Villa Madreselva, cuyos setos ofrecían muchos boquetes idóneos para tales menesteres, saltó el plantío circular de tulipanes que entorpecía su paso, convencido de que el brinco había sido limpio y no había dejado huella en las flores. Pero, al volverse con la conciencia serena, descubrió los tulipanes tronchados.
—No sé por qué los dejan crecer tanto —comentó con severidad—. Nadie los puede saltar.
La señora Tibblets, testigo presencial de su vandalismo, salió tempestuosamente de la casa, interrumpiendo sus reflexiones, y arrojó una plancha contra el fugitivo.
Guillermo recordó estos dos incidentes, que complicaban tanto la situación. ¿Cómo pediría abierta y cortésmente aquel disfraz? La señora Tibblets le tiraría algo y su puntería era excelente para tratarse de una mujer. La plancha había zumbado a un centímetro de su cabeza. No obstante, Guillermo codiciaba «aquello», fuera lo que fuese.
Montó guardia cerca de la villa toda la mañana siguiente. Escondióse en la cuneta al ver salir al señor Sebastián Buttermere con una maleta. ¡Bravo! No estaría en casa aquella noche. Al mirar a lo alto, advirtió a la señora Tibblets limpiando el polvo de una habitación.
Guillermo se deslizó cautelosamente hasta la ventana del cuarto en que había admirado al señor Buttermere en su intrigante indumentaria. Frente a él tenía la imitación del escritorio de Dickens. Más allá, colgada en la puerta, se hallaba la túnica. El cerebro de Guillermo trabajó vertiginosamente. La tomaría «prestada» para la fiesta, devolviéndola a la mañana siguiente y nadie lo notaría, porque el «lunático» pasaría, evidentemente, la noche fuera. No desdeñaría el regalo del destino de brindarle la ventana abierta. Saltó el alféizar, cogió la túnica, la enrolló y metió debajo del brazo, y corrió a la vía pública.
Una bota, proyectada desde el piso alto, zumbó peligrosamente junto a su oreja. La señora Tibblets le había visto en el jardín, pero se contentó con aquel acto desesperado de hostilidad. No reconoció la prenda que sujetaba.
Fue en derechura al cobertizo a probársela. Sufrió un desengaño. Le estaba grande en todas las direcciones. No podía andar, le ocultaba las manos y aquella cosa tan rara, que se ponía en la cabeza, le asfixiaba. Ni el entusiasmo del triunfo, ni el recuerdo de los riesgos arrostrados, estimularon su natural optimismo. Con el entrecejo fruncido, abandonó la túnica en el cobertizo y echó a andar hacia su casa. Sacó la cabeza en la habitación de Roberto, afortunadamente ausente. En la cama había una gran caja de cartón. Guillermo entró de puntillas, la destapó y se quedó sin aliento. Contenía un traje de pirata, tan completo que tenía un pañuelo multicolor para la cabeza y un cinturón cuajado de numerosos cuchillos de aspecto letal.
El disfraz que su alma ansiaba.
Bajó meditabundo a la cocina, donde su madre elaboraba jaleas y cremas.
—Anda, vete, querido —dijo la señora Brown, así que le vio—. Estamos muy atareadas y no debes comer nada de esto hasta la noche.
—No tengo apetito —mintió Guillermo—. Sólo quiero ayudar.
La señora Brown se enterneció.
—Muchas gracias, hijito; pero no te necesitamos.
—¿De qué se disfrazará Roberto? —preguntó Guillermo de repente.
—No lo sé. Gordon Franklin, que tiene varios trajes, le presta uno.
—¿Cuál le presta?
—Te digo que no lo sé. Prometió buscar algo y mandárselo. Lo acabo de recibir, pero no he destapado la caja.
—¿Roberto lo ha visto?
—Todavía no. Fue a comprar globos y no ha vuelto.
Guillermo se marchó precipitadamente, sordo al súbito descubrimiento de la señora Brown de que podía ayudar llevando un recado de Ethel a Dolly Clavis.
En un santiamén plegó la túnica, la introdujo en la casa, se apoderó del traje de pirata y completó la sustitución con el atuendo frailuno. Volvió al cobertizo y se probó el botín. Le sentaba a la perfección… recogidas las mangas y los pantalones. Se ató el pañuelo a la cabeza y se ciñó el cinturón erizado de cuchillos. Y había pendientes de oro. Hubo de emplear toda su voluntad para quitárselo cuando le llamaron a comer.
Hubo de emplear toda su voluntad para quitárselo cuando le llamaron
a comer.
Durante la comida experimentó un leve desasosiego, hasta que su madre dijo:
—¿Encontraste el disfraz en la cama, Roberto?
—Sí, gracias, mamá.
—¿Te lo has probado?
—Sí, me cae muy bien. Su único inconveniente es que tendré calor mientras baile.
Guillermo exhaló un suspiro de alivio.
* * *
El señor Sebastián Buttermere no permaneció aquella noche en Londres. Se le ocurrió un cuento, mientras tomaba el té, y volvió al pueblo en el tren siguiente. Nunca había tenido una inspiración tan vívida y la atribuyó a la túnica. Recordó sonriendo que la guardaba colgada en la puerta de su estudio. No podría escribir una palabra sin ponérsela. Tenía el corazón pletórico de orgullo. Balzac debió de sentir lo mismo. Sin duda, se precipitaba a su casa para escribir enfundado en su túnica…
En Villa Madreselva corrió a su estudio. Allí le esperaba el primer disgusto. La túnica había desaparecido. ¡Y no podría escribir ni una sílaba sin ella! Pulsó el timbre, apareció la señora Tibblets y señaló la puerta desnuda, mudo de emocionada e incontenible ira.
—¿Dónde está? —preguntó al fin.
La casera contempló los entrepaños vacíos de la puerta.
—Estaba ahí esta mañana, señor —contestó.
—Me la han robado —rugió el señor Buttermere, moviéndose con frenesí por el cuarto y mesándose el pelo—. Me la ha robado un enemigo, celoso de mi fama y enterado de que es la fuente de mi inspiración. ¿Vino alguien esta mañana?
—Nadie —dijo la señora Tibblets y se le desencajó la boca—. Ese chico… Sí, ¡el diablo lo lleve!, recuerdo que tenía un bulto bajo el brazo.
—¿Qué? ¿Quién? —bramó el señor Buttermere, notando que el cuento empezaba a borrarse de su mente.
—El chico que hurtó las avellanas y estropeó los tulipanes. Estaba en el jardín, con algo enrollado bajo el brazo. Le arrojé una bota. ¡Ojalá le hubiera retorcido el cuello!
—¿Adónde fue? —chilló el señor Buttermere, presa de la terrible cólera de las personas de carácter dulce—. Le… le escarmentaré. Le… le… le administraré una zurra que jamás olvidará. Le…
—Se fue por aquel lado. Esta noche dan baile de disfraces. Por eso se apoderó de él. Se arrepentirá de haber nacido cuando le plante las manos encima.
El señor Sebastián Buttermere no la escuchaba. Trotaba por la carretera. El idílico cuento que le había obligado a regresar de Londres se había transformado en una cruel visión de venganza apasionada.
* * *
Roberto, disfrazado con la túnica y calado el capuchón, estaba en el jardín con una muchacha morena y de ojos castaños. Acababa de efectuar el impresionante descubrimiento de que era la joven más hermosa del mundo. Le extrañaba haber pensado lo mismo, anteriormente, de otras chicas. Las pretéritas, que fueron para él las más hermosas del mundo, se le antojaban entonces feas y sosas. Su vida había carecido de objetivo hasta que la conoció. Sin embargo, le preocupaba la idea de que su disfraz no era bastante romántico para hacer frente a la ocasión.
—¿Qué es tu traje? —preguntó la muchacha con fría curiosidad—. Parece un batín.
—Es una túnica de caballero antiguo.
—Es muy raro. ¿De dónde la has sacado?
Roberto empezó a encontrar reparos a su disfraz.
—Me lo prestó Gordon Franklin, que tiene varios. Yo creí que me mandaría el de pirata, pero lo habrá cedido a otro amigo o lo usará él.
—¿Ha venido ya?
—Creo que no. Me dijo que llegaría un poco tarde —contestó Roberto y, pensando que la conversación necesitaba un cambio, agregó—: Me extraña que haga tan pocos días que nos conocemos. Es como… como si te conociera desde el principio del mundo.
—¡Cielos! ¿Tan vieja te parezco?
—¡Oh, no! Es la impresión que tengo al verte. Desde que nos presentaron, ansío vivir de otro modo, tener miras más elevadas, cambiar para…
Entonces compareció el señor Sebastián Buttermere, sediento de venganza y de su túnica. Había seguido la pista de su legítima propiedad y llevaba a cabo una inspección preliminar de las parejas que tomaban el fresco en el jardín. Después entraría en la casa y exigiría la devolución de su tesoro.
Se detuvo ante Roberto, temblando de cólera. Aquella era su túnica y aquel debía de ser el «chico» que la había robado, que había saqueado los avellanos y que había devastado sus tulipanes. Había supuesto que sería de más tierna edad, pero, si aquella era su túnica, aquel era el «chico». El señor Buttermere había recibido una esmerada educación, que le impedía hacer escenas en presencia de una dama. Se dominó lo suficiente para rogar al «chico», con voz afónica de ira.
—Deseo hablarle en privado, caballero.
—Deseo hablarle en privado, caballero.
Roberto miró atónito a la serpiente que se había introducido en su
paraíso.
Roberto miró atónito a la serpiente que se había introducido en su paraíso. Tuvo el impulso de negarle altivamente lo que pedía, hasta que la furiosa expresión del semblante rubicundo del intruso le avisó que tal vez hubiera una escena. Aunque en su imaginación sabía hacer frente con fría elegancia a las escenas, Roberto, menos seguro de sí en la vida real, no deseaba que le humillase aquel belicoso hombrecillo en presencia de su amada. Solicitando permiso, se levantó con altivez y dignidad sublimes y fue con el señor Buttermere a la región oscura del fondo del jardín.
—¿Cómo se justifica ahora, caballero? —tartamudeó, colérico, el señor Buttermere.
Su acento penetró en la conciencia de Roberto y le intranquilizó. Repasó los hechos de los dos días anteriores. Había salido en su motocicleta.
—No pude evitarlo. Su gallina estaba en el centro de la carretera.
El señor Buttermere estuvo a punto de sufrir un ataque de apoplejía.
—¡No soportaré su descaro, señor! —chilló; entonces recordó sus amadas avellanas—. ¿Y las avellanas? ¿Qué me dice de las avellanas?
Roberto seguía pensando en la motocicleta.
—No exagere usted, señor —repuso—. Sé que el tubo de escape hace mucho ruido, pero no lanza…
—¿Y qué me dice de los tulipanes? —gritó el hombrecillo, sin escuchar.
—El beso que di a la señorita, entre los tulipanes, no fue más que una señal de mi profundo respeto.
Un observador atento, si la luz lo hubiera permitido, se habría dado cuenta de que la cara del señor Buttermere ya no estaba roja, sino negra. Había supuesto que el ladrón sería un chiquillo, y esperado castigarle inmediatamente. Pero, a pesar de su rabia, creyó aconsejable no intentar sentar la mano a aquel joven. Mirando a su alrededor, vio un cobertizo.
—Acompáñeme a ese granero —ordenó.
En sus ojos destellaba la furia. Roberto comprendió. Aquel extraño y desesperado individuo estaba loco. Era la única explicación del singular incidente. Estaban a solas. Nadie acudiría si gritaba. Sería cauteloso. No se discute ni se lucha con los locos; hay que seguirles el humor.
—¡Ejem!… Desde luego, será un placer —dijo Roberto con una sonrisa forzada.
Entraron en el cobertizo.
—Quítese esa túnica —mandó el hombrecillo.
Roberto, sonriendo forzadamente para aplacarle, obedeció. El señor Buttermere le arrebató la túnica y su rabia se desencadenó.
—Le castigaré, caballerete —vociferó—. Le daré una lección que no olvidará. Permanecerá aquí hasta que le descubran. Y ansío que no le descubran en toda la noche.
Roberto se movió demasiado tarde. El hombrecillo cerró la puerta de golpe. La llave chirrió al girar en la cerradura.
—¡Eh! ¡Déjeme salir! —gritó Roberto.
Silencio. El hombrecillo, por lo visto, había huido con el disfraz. Roberto, prestando atención, le oyó mascullar indignado hasta que su voz murió en la distancia. Aquello hizo que se arrojase desesperado contra la puerta.
—¡Déjeme salir! ¡Quiero salir!
Escuchó. Unos pasos se acercaban al cobertizo. Redobló sus esfuerzos, embistiendo la puerta y aullando. Finalmente, obtuvo contestación.
—Pero ¿qué sucede?
Era la voz de la amada. Roberto expuso su situación.
—Ese loco me cerró aquí…
—¿Qué loco?
—El que nos interrumpió.
—¿Ese? Era muy chiquitito. Te habrás acobardado. Me avergonzaría decir que un enano como ese ha encerrado a un hombre de tu tamaño.
—Te repito que está loco. Los locos tienen la fuerza de diez hombres. Se me echó encima de pronto, sorprendiéndome, y me dominó. ¿Está la llave en la cerradura?
—No.
—¿Cómo saldré? No voy a pasarme la noche encerrado.
—Todo esto es muy raro —dijo la amada con frialdad—. No estoy acostumbrada a que mis parejas desaparezcan y reaparezcan encarceladas en un viejo cobertizo.
—No charles tanto. Haz algo —se impacientó Roberto.
—¿Qué puedo hacer? —se burló la amada—. ¿Derribar la puerta, por ejemplo?
—Pide ayuda.
—Está bien. Avisaré a Jameson-Jameson. Está por ahí con Peggy Barlow. ¡Qué suerte tiene! Su pareja no comete estupideces.
En aquel instante, como dicen los novelistas, la verdad golpeó a Roberto en la boca del estómago. La túnica había ocultado ciertas prendas breves con que los caballeros no suelen aparecer ante las damas En su deseo de no acalorarse excesivamente, no llevaba más que la ropa interior, descontando las ligas que sujetaban sus elegantes calcetines, los cuales, sin embargo, no compensaban la general singularidad de su apariencia. Imaginó horripilado que su amada volvía con Jameson, que derribaban la puerta y que le veían. Ella no volvería a dirigirle la palabra. No. Ninguna joven decente lo haría.
—¡Oye! —vociferó por el ojo de la cerradura.
Ella, que iba en busca de Jameson, regresó.
—¿Qué deseas? —preguntó impaciente.
—No avises a Jameson.
—¿Por qué no?
—Porque… porque no le necesito. No quiero salir. Deseo quedarme aquí.
—Acabas de suplicarme que fuera a buscar a alguien, ¿no?
—Ya lo sé. Pero… pero he cambiado de idea. No me interesa salir.
—¿Por qué?
—Porque me gusta este sitio —exclamó Roberto con desesperación.
—¿Te has vuelto loco?
Roberto pensó reconocer que, efectivamente, había enloquecido. No, sería complicar la ya laberíntica situación.
—Es que… es que me gusta estar aquí —dijo y tuvo una ocurrencia luminosa—. Algunas personas desean a veces estar solas.
—¿Por qué no dices claramente que estás harto de mí en lugar de fingir que te han encerrado ahí?
—¿Yo harto de ti? Si eres para mí la muchacha más hermosa del mundo…
—En fin, que estás chiflado. Primero dices que te han encerrado y que quieres salir, y después que te metiste en el cobertizo para estar solo. He leído que algunas personas buscan la soledad, y siempre me parecieron locas. Hasta ahora no había encontrado una. Veamos, en serio, si de veras te encerró, creo que podría trepar a la ventanita y…
—¡No! —aulló Roberto, parapetándose detrás de un saco de abono, que fue lo primero que encontró a mano.
—Bueno —dijo la amada, herida en lo más vivo—. Antes me moriré que volver a hablarte.
—No entiendes, no entiendes… Hay circunstancias que ignoras…
Se le ocurrió persuadirla de que estaba comprometido en una red de espionaje internacional. Antes de que imaginara detalles convincentes, la joven dijo:
—Los caballeros no se portan así. Siento haberte confundido con uno.
Roberto la oyó alejarse y salió de su escondite. No podía cubrir su desnudez, y aun precariamente, más que con el saco de abono. Era horrible, horrible como una atroz pesadilla. Su amada, la muchacha más hermosa que había conocido, no volvería a hablarle. Aplicó la oreja a la puerta. Unos pasos, más firmes que los de ella, trituraban las ramas caídas.
—Oiga —dijo Roberto, con exagerada prudencia.
Los pasos se detuvieron. Sonó una exclamación de sorpresa. Roberto identificó la voz. Se trataba de Gordon Franklin, que, llegando tarde a la fiesta, utilizaba el atajo de la verja lateral.
—Oye, soy yo, Roberto. Estoy en un aprieto infernal. ¿Sabes el traje que me enviaste? Pues un loco, fuerte como diez hombres, me lo quitó y encerró aquí. No puedo salir y estoy desnudo… casi desnudo. Sólo llevo la ropa interior.
Gordon Franklin prescindió, aparentemente, del apuro de su amigo.
—¿Quién te lo quitó? ¡Qué frescura!
—No sé más que es un loco, con la fuerza de diez hombres. Menos mal que no he muerto, porque…
—¿Por dónde se fue?
—¿Cómo voy a saberlo, hombre? Me acometió de pronto y me desnudó. Y no he muerto porque luché con toda mi alma…
Gordon no pensaba más que en su disfraz.
—Voy a buscar a ese bribón. ¡Le partiré la cara! ¡Menuda frescura! Es un traje nuevo. Teniendo en cuenta que te lo presté, bien pudiste cuidarlo más.
Giró sobre sí mismo y se marchó como un ciclón.
—Pero… ¡oye! —gritó Roberto—. Sube antes a mi cuarto y tráeme algún vestido. Puedes…
No le contestaron más que los rugidos sofocados de Gordon, en busca de la pista del ladrón.
Roberto, lanzando una ojeada a su alrededor, se dijo que la situación había empeorado. Tardaría mucho tiempo, pensó amargamente, en pedirle un disfraz a Gordon. Le exasperaba su interés por algo que no era más que una especie de batín contrahecho. Se contempló las piernas y le bañó un sudor frío. Había pagado una buena cantidad por aquellas ligas y estuvo muy orgulloso de ellas, pero le horripilarían desde entonces, porque se asociarían en su mente a aquella terrible noche. Las quemaría si se libraba de aquella prueba.
Un pensamiento espantoso le sacudió de pies a cabeza. Su amada quizá volviese. Era muy propio de ella enfadarse de pronto y arrepentirse a poco. Tal vez regresase con alguien, por ejemplo, el mentecato y petimetre Jameson, y derribasen la puerta. Roberto se los imaginó inmóviles en el umbral, con los ojos clavados en su persona. Registró los alrededores con frenesí. Ella se había referido a una ventana alta. Sí, acaso pudiera… Se izó con un esfuerzo sobrehumano y la empujó. Cedió, se abrió y él se desplomó al suelo. Pero se izó de nuevo y recobró la libertad. Se habían acabado las preocupaciones.
Pero ¡ca!, debía llegar a la casa para subir a su alcoba. Avanzó cautamente. Las puertas, y sus alrededores, bien iluminados, mostraban la próxima existencia de bastantes bailarines que tomaban el fresco. Decidió ocultarse en los matorrales, frente a la entrada lateral, y aprovechar un claro, correr a ella, descolgar la gabardina que siempre tenía allí y galopar hasta su habitación.
Se agazapó al amparo de un rododendro, vigilando la puerta. La música sonó. Las parejas entraron. No había moros en la costa. Se levantó despacio. En el momento de ir a precipitarse hacia la entrada, percibió un movimiento en la vegetación contigua a él. Se acurrucó de nuevo, inmóvil, conteniendo la respiración.
* * *
Gordon Franklin recorrió el jardín a grandes zancadas en busca de su traje. ¡Qué frescura! Pero ¡qué frescura! ¡Su mejor disfraz! Si no lo encontraba antes de que acabase la fiesta…
Se paró. Había visto un cuerpo escurriéndose entre las plantas vestido… sí, vestido de pirata. ¡Su traje! Era, naturalmente, Guillermo, cuya incógnita fiesta en el invernadero era un éxito, y cuyos incógnitos huéspedes, después de una cena incógnita, jugaban al escondite en la parte del jardín que no ocupaban los huéspedes oficiales. Guillermo se disponía a esconderse, mientras sus amigos contaban hasta cien antes de empezar a buscarle. Absorto en aquella pacífica ocupación, tuvo la indignación y el susto de que un joven alto, rugiendo insultos y violentas amenazas, le atacara de improviso y le despojara del vestido de pirata. Después de aquel ignominioso atentado, el joven se alejó pronunciando frases que le helaron la sangre en las venas.
Guillermo estuvo unos minutos yerto de asombro. Cuando recobró sus potencias mentales, se dio cuenta del horrible hecho de que ya no iba disfrazado y ni siquiera vestido… es decir, no llevaba encima ropa que la gente mejor intencionada pudiera reconocer como una indumentaria honesta. Debía subir a su cuarto para ponerse el traje de indio. Pero no de aquel modo. A su altivo espíritu no se le ocurrió pedir socorro a sus amigos, porque hubiese equivalido a reconocer que no había contestado adecuadamente al inaudito asalto. Entraría por la puerta lateral, así que le fuese posible. Reptó hasta situarse frente a ella. Las parejas abundaban en los contornos. Esperaría. Y esperó horas.
Finalmente, sonó la música. En el momento de ir a precipitarse hacia la entrada, percibió un movimiento en la vegetación contigua. Se acurrucó de nuevo, inmóvil, conteniendo la respiración.
* * *
Roberto y Guillermo, agazapados, inmóviles, conteniendo la respiración, se levantaron simultáneamente, cuando no hubo inoportunos en los alrededores, y quedaron enfrentados, parcamente vestidos, a uno y otro lado de dos matas de rododendros y un helecho gigante. Se contemplaron en silencio, víctimas del asombro, mientras sus bocas se abrían muy despacio.
Roberto y Guillermo, agazapados, inmóviles, se levantaron
simultáneamente.
Rompió, al fin, el silencio Gordon Franklin, que, descubriendo a Roberto, se encaminó hacia él. El triunfal rescate del disfraz había disipado el rencor que sentía contra Roberto por no defenderlo hasta el último suspiro.
—Mira, ya lo recobré —dijo—. Puedes ponértelo en el cobertizo.
Roberto paseó sus ojos, dilatados por la consternación, desde Guillermo al disfraz, y desde el disfraz a Guillermo.
—No… no era ese —murmuró.
—Pues claro que lo es —se impacientó Gordon—. Anda, no perdamos más tiempo. Supongo que quieres bailar.
—Pe… pero…
Roberto, mientras tartamudeaba, buscó a Guillermo, que había surgido en paños menores, como Venus del mar, de la vegetación. No estaba. Lo atribuyó a una jugarreta de su cerebro, trastornado por los anteriores sucesos, o quizá a un capricho atmosférico que había prestado al aire las propiedades de un espejo, exhibiéndole su propia imagen. Algo así como un espejismo.
—Muévete de una vez —rogó Gordon—. ¿O pretendes pasar la noche admirando ese rododendro en calzoncillos?
Roberto no tenía tal pretensión.
Y se movió.
* * *
Roberto, metamorfoseado en un pirata deslumbrante, estaba nuevamente en el jardín con su amada, que le contemplaba maravillada.
—Te felicito por tu espléndida idea de cambiar de disfraz en plena fiesta —exclamó—. Pero ¿por qué no me avisaste? Me hiciste rabiar mientras te cambiabas en el cobertizo. Estaba segura de que te habían encerrado en él.
—¡Oh! Fue una broma —dijo Roberto.
—Estás magnífico con ese traje de pirata. ¿Por qué no pensé en traer otro disfraz? ¡Qué idea más espléndida! Oye… ¿cuándo notaste que éramos verdaderos amigos?
* * *
Gordon Franklin estaba con Peggy Barlow. Se entendían muy bien.
—Te he buscado toda la noche —dijo Peggy.
—Me fue imposible llegar antes —contestó Gordon—. Y después tuve que auxiliar a Roberto. Sufría ciertas dificultades por culpa del disfraz. Pero te aseguro que me apresuré. Jamás he conocido a nadie que me entienda tan bien como tú.
—¡Qué casualidad! Yo siento lo mismo por ti. ¿Cuándo notaste…?
* * *
Guillermo estaba en el invernadero con sus incógnitos invitados.
—¡Uf! ¡Lo que nos ha costado encontrarte! —dijo Pelirrojo—. ¿Por qué te has puesto el vestido de piel roja?
—Pues… estaba cansado del otro —respondió Guillermo con displicencia—. Me muevo con más soltura con este. Bueno, ahora le toca a Pelirrojo. Anda, escóndete. Una… dos… tres…
* * *
El señor Sebastián Buttermere, vestido con la túnica, se acodó en el escritorio que era una imitación exacta del de Carlos Dickens. Su cara resplandecía. El cuento progresaba satisfactoriamente. La aventura del jardín parecía haber estimulado sus facultades inventivas. Sus personajes poseían un corte digno de Balzac… con una pizca del humor inimitable de Dickens.
Sí, el cuento progresaba satisfactoriamente.
* * *
Todo había vuelto a la normalidad. El episodio de la túnica estaba olvidado.