GUILLERMO Y EL GATO CAMPEON
Guillermo y Pelirrojo andaban despacio por el camino. Eran los dos únicos representantes sanos de los Proscritos, puesto que Enrique y Douglas habían sucumbido a la epidemia de paperas que asolaba la localidad. Mientras caminaban, azotaban con unos palos la hierba de los márgenes. El acto era puramente maquinal. Ningún Proscrito se creía convenientemente equipado para la vida al aire libre si no empuñaba un palo con que golpear las cosas circunstantes.
—¿Y si nos coláramos por debajo de la lona? —decía Pelirrojo.
—Ya se me ha ocurrido, pero es inútil —contestó Guillermo—. Jimmie Barlow lo intentó ayer. Tienen a alguien que lo impide.
—¿Pediste dinero a tu padre? —inquirió Pelirrojo.
—Sí. Me contestó que me lo daría si me portaba bien y estaba limpio durante tres días —dijo Guillermo en tono amargo—. Es su manera de responder que no. Además, si lo hiciera, no sacaría nada, porque el circo se habría ido o yo no tendría ganas de divertirme en él después de tres días de estar quieto y limpio. Nadie piensa en divertirse después de tres días de portarse bien. ¿Lo pediste a tu padre?
—Sí, y se puso muy pesado contando todos los vidrios de las ventanas que se habían roto desde… desde que yo nací —repuso Pelirrojo sombríamente—. Incluso recordó la vez que me caí del tejado, rompiendo la claraboya. Hacía tanto tiempo que yo lo había olvidado. Y me hice daño. Tendría que saberle mal en vez de emplearlo como excusa para no darme el dinero que necesitamos para el circo.
—Y no podemos vender nada porque no tenemos nada —se desesperó Guillermo—. Quise que Frankie Dakers me comprase el silbato y no lo compró. Y no tiene silbato… Había estado en el circo.
—Es estupendo, ¿verdad? —preguntó Pelirrojo, con ansiedad evidente.
—Dijo que es formidable.
Anduvieron en silencio, muy pensativos, golpeando la hierba distraídamente.
De pronto, en un recodo del camino, encontraron a los «lanitas», sus rivales y enemigos desde tiempo inmemorial. Huberto Lane, en el centro de su pandilla, sonreía fatuamente. Reinaba un período de neutralidad armada entre los dos bandos. En época de guerra, los lanitas hubieran huido como ratas al avistar a dos Proscritos, porque, aunque muy astutos, carecían de cualidades bélicas para los combates a pecho descubierto.
La tregua era lo que permitía sonreír a Huberto de aquel modo.
—Buenas… ¿Habéis estado en el circo? —preguntó.
Tenía la facultad de enterarse de las cosas de sus adversarios y sabía que los Proscritos no poseían dinero para pagar la entrada.
—¿Qué circo? —indagó Guillermo, imperturbable.
—El que hay en Marleigh —contestó Huberto, ligeramente desconcertado.
—¡Ah, ese! —sonrió Guillermo—. Hablas de ese. Yo no le llamo circo.
Huberto recurrió al sarcasmo.
—¡Claro! Se necesita uno más grande para impresionarte, ¿eh?
—Bueno; yo sé de circos más que casi todo el mundo —afirmó Guillermo.
Los lanitas se rieron burlonamente.
—¿Cómo sabes de circos más que casi todo el mundo? —preguntó Huberto, en son de reto.
Guillermo meditó y rechazó la idea de contestar que había nacido y trabajado en uno hasta que le adoptaron sus actuales padres, o que un tío suyo, propietario de todos los ingleses, le convidaba todas las semanas. Huberto le hubiera desmentido con facilidad.
Se contentó, pues, con decir con acento misterioso.
—¿Te gustaría saberlo?
Huberto titubeó. Estaba impresionado, a despecho de sospechar que la seguridad y el misterio de Guillermo eran fingidos.
—Está bien —dijo—. Pruébalo. Te creeré cuando lo pruebes.
—¿Conque sí? —replicó Guillermo—. Espera y lo verás.
Huberto bufó. La jactancia de Guillermo sería un arma muy útil para exasperarle en lo futuro. Mentalmente empleó alusiones tales «¿Quién dijo que sabía de circo más que nadie y no tuvo dinero para ir al de Little Marleigh?» Pero frases como aquella sólo podían pronunciarse a prudente distancia; por lo tanto, cambió de tema.
—Mañana celebro un concurso de gatos. El premio es una caja de chocolatines. ¿Inscribes el tuyo?
El insulto cortó el aliento a Guillermo. Era público y notorio que la madre de Huberto poseía un gato colosal, que había ganado muchos premios en exposiciones. El descaro de los lanitas llegaba al punto de querer conquistar así la fama y los chocolatines.
—¿Inscribes el tuyo? —insistió Huberto, con aire de perdonavidas.
Guillermo (y Huberto) pensó en el ejemplar enclenque que representaba a la raza felina en su casa.
—Desde luego, no ganará —dijo finalmente Huberto con una nauseabunda nota de piedad.
—Ganaría. Es un gato precioso —exclamó Guillermo, indignado.
—¿Lo inscribes entonces? —repitió Huberto, satisfecho de que su astucia expusiera a Guillermo a la humillación universal.
El gato de los Brown era la vergüenza del lugar.
—De acuerdo. Queda inscrito. Tráelo esta tarde.
Guillermo y Pelirrojo siguieron andando alicaídos.
* * *
Se pusieron en marcha a primeras horas de la tarde. Guillermo llevaba con cuidado el gato de su casa, lavado y cepillado hasta que su estado mental rayaba en la locura, y emperifollado con un lazo azul (hurtado de una prenda de Ethel), al que propinaba zarpazos en los instantes que le dejaba libre la tarea de arañar a su propietario.
—Por lo menos, es feroz —se enorgulleció Guillermo—. Deberían tenerlo en cuenta. Es más feroz que el gato rollizo de la madre de Huberto. Deberían tenerlo en cuenta.
Pelirrojo se negó a animarse.
—No lo tendrán. Es decir… a ellos no les importa que arañe a los jueces y destroce cosas. ¿Por qué le falta el pelo en tantos sitios?
—Siempre fue así. Está muy sano y come mucho. El pelo no importa. No significa nada. Sólo significa que… que no tiene pelo.
—Fíjate en esa oreja. ¡Qué rara es!
—La tiene así porque se pelea —explicó Guillermo—. Es tan valiente que se pelea todas las noches. Apuesto a que no hay gatos que se pelean tanto como él.
El gato, dándole la razón, le arañó desde la frente a la barbilla y supo aprovechar la ventaja de la sorpresa para huir como una exhalación por la carretera, descargando zarpazos dementes al lazo azul.
—¡Zambomba! —dijo Pelirrojo—. Estamos «fritos». Tenemos que ir con o sin gato, y se reirán de nosotros si llegamos sin él, y nos llamarán cobardes si no vamos, ¿eh?
Guillermo reflexionó malhumorado.
—Y lo repetirán y repetirán porque saben que no podemos ir al circo —añadió.
—Ve a cogerlo —propuso Pelirrojo.
—No, no lo haré. Me da asco. Prefiero pelearme.
—Bueno, ¿vamos sin el gato o no vamos?
—Sentémonos un rato a pensar un plan —dijo Guillermo—. Podríamos encontrar un bicho mayor que el de ellos.
Pelirrojo no compartió su optimismo.
—Apuesto a que ya no hay gatos vagabundos. Yo no los he visto. Y, aunque los hubiera, no nos seguirían, y si nos siguieran no serían tan gordos como el de los Lane.
Estaban sentados, dando la espalda al bosque que limitaba la carretera. Guillermo se volvió hacia él.
—En Inglaterra hay todavía algunos gatos monteses —dijo—. Apuesto a que son más grandes que el de su madre. Ganaríamos el premio si cazásemos un gato montés y nos presentásemos con él. No me sorprendería que hubiera alguno en este bosque. Voy a echar un vistazo.
Entonces ocurrió un milagro. De la maleza salió, brincando y jugueteando, un gigantesco… ¿Era un gato? Se parecía lo suficiente a ellos para merecer su nombre. Se dirigió hacia los niños y se tumbó panza arriba. Quería que le rascaran y acariciasen.
Guillermo y Pelirrojo abrieron mucho la boca.
—Es un gato montés… domesticado —murmuró el primero—. El hambre le habrá amansado o quizá, como no tiene compañeros con que pelear, se ha vuelto manso. O tal vez sea el último gato montés de Inglaterra.
Guillermo suspiró complacido de su deducción.
—¡Michino! ¡Michino! ¡Ven!
El animal se frotó contra él.
—Es un gato montés muy bonito —prosiguió atusándose el pelo—. Hemos tenido mucha suerte. Oye, ahora nos pertenece. Busquemos algo con que alimentarle.
—Será mejor que vayamos antes a la exhibición —avisó Pelirrojo—. Es casi la hora.
Le hicieron un collar flojo con la corbata de Pelirrojo, y una traílla con el cordón de una bota de Guillermo y se dirigieron a toda prisa a la casa de los Lane.
El gato montés los siguió con aire amistoso. Guillermo caminaba despacio y arrastrando un pie. Rebosaba orgullo y cariño por su nueva adquisición.
—Apuesto a que nadie encontró jamás un gato montés como este —dijo.
La exposición se celebraba en el cobertizo que había en la parte trasera de la casa de los Lane. Los competidores se habían congregado. Todos sujetaban ejemplares, más o menos complacidos de estar allí, y en el lugar de honor estaba Huberto, teniendo en los brazos al enorme micifuz de su madre.
Era una miniatura comparado con el gato montés de Guillermo.
Los presentes enmudecieron de sorpresa, cuando Guillermo, con supersimulada modestia, se sentó entre ellos.
—Eso… eso no es un gato —tartamudeó Huberto.
Guillermo se había puesto con dificultad su ejemplar sobre las piernas. Miró a su alrededor desafiante.
—Entonces, ¿qué es? —preguntó.
Nadie respondió. Desde luego, el animal se parecía más a un gato que a otra cosa.
—Un gato.
—Apuesto a que no es tuyo —se indignó Huberto.
—Es mío.
—¿Por qué no le hemos visto hasta ahora? —acusó Huberto.
—¡Ja! ¿Crees que dejamos suelto un gato tan bueno como este? —replicó Guillermo—. Nos lo hubieran robado. Este no es un gato corriente, sino, para que te enteres, uno de los más famosos del mundo, un gato muy célebre que sólo se ve en exhibiciones y que ha ganado premios en todas las naciones. Guardamos el secreto por que tememos que nos lo roben. Bueno, tengo prisa. Tengo que llevar el gato a casa. Si el mío es más grande que el tuyo, dame el premio en seguida, porque este gato no está acostumbrado a esperar que le den los premios.
Los lanitas estaban alicaídos. Carecían de resistencia para hacer frente a la sorpresa. Con los ojos y la boca abiertos de par en par, contemplaban el monstruo que frotaba su cabeza contra el cuello de Guillermo.
Huberto se rehízo al fin, con un esfuerzo, de su parálisis. Sabía cuándo le habían zurrado. Entregó, sin apartar la atónita mirada del gato, la gran caja de chocolatines a Guillermo. Los otros competidores aplaudieron, sobre todo porque Huberto había sufrido una derrota. Con la caja debajo del brazo, tirando del animal y arrastrando un pie, Guillermo desapareció. Los lanitas no se recobraron de su estupefacción hasta que estuvo en la carretera. Entonces, como de común acuerdo, gritaron:
—¿Quién no puede ir al circo? Tú.
Guillermo se tambaleaba de orgullo.
—Es un magnífico gato montés —dijo.
—¿Dónde lo pondremos? —preguntó, prácticamente, Pelirrojo.
—En el cobertizo, pero sin decírselo a nadie —contestó Guillermo—. Si lo descubrieran, lo mimarían tanto que no serviría para nada. Lo sacaremos a pasear por los bosques y le traeremos comida de casa. Propongo que le inscribamos después en verdaderos concursos de gatos. Ganaremos mucho dinero y seremos millonarios. Cuando yo sea millonario, compraré un circo y todos los animales del mundo, y me divertiré mucho.
La mención del circo los entristeció. Pelirrojo para reanimarse insinuó que comieran los chocolatines. Se acomodaron en la cuneta (afortunadamente estaba seca) y, con el gato, al que también gustaba lo dulce, dieron cuenta equitativamente entre los tres del premio ganado.
—Bueno, ya ha merendado —dijo Pelirrojo—. Llevémoslo al cobertizo para que descanse.
—Tendrá que comer más —objetó Guillermo—. Lo subiremos a mi cuarto, sin que nadie nos vea, y le daremos más comida. Apuesto a que nadie lo nota. ¡Vamos!
Habían llegado a casa de Guillermo.
Este tomó el animal en brazos y, tapándolo inadecuadamente con la chaqueta, entró por la puerta lateral, seguido de Pelirrojo, con aire de conspirador. Estaban al pie de la escalera, cuando sonaron los pasos de la señora Brown en el piso. Guillermo huyó a la sala, escoltado por su fiel amigo.
—Nos esconderemos hasta que se vaya —murmuró.
Los pasos se acercaron a la estancia.
—¡Pronto! ¡Aquí! —exclamó Guillermo, en voz baja, arrojándose detrás de un sofá que cerraba un rincón de la sala.
El espacio triangular era muy reducido. Guillermo, Pelirrojo y el gato cupieron en él a duras penas. El animal era sin duda filósofo, porque aceptó aquella situación con la misma serenidad que las anteriores y golpeó a Guillermo con juguetón cariño.
El gato tocó con sus uñas el tobillo. La visitante gritó.
—¡Dios mío!, ¿qué le sucede? —se asustó la señora Brown.
Se abrió la puerta casi inmediatamente y entró la señora Brown.
—¡Ojalá no se quede aquí! —murmuró Guillermo, inmovilizando el animal con los dos brazos.
Pero su madre se sentó. Desde su alcoba había visto llegar a una visitante y había bajado dispuesta a recibirla y a librarse de ella cuanto antes. La doncella anunció a la señorita Messiter. Era esta una mujer alta, con gruesas gafas. Saludó efusivamente a la dueña de la casa y se sentó en el sofá que ocultaba al par de Proscritos y al gato.
Guillermo, ocupado en mantener quieto al animal, tardó varios minutos en enterarse de la conversación. Por fin, cuando el animal se hubo dormido, al parecer sobre Pelirrojo, prestó oído.
—«Ansío» que usted venga —decía la señorita Messiter—. Trato de que todo el pueblo asista. Es un conferenciante maravilloso, al frente del movimiento.
—¿Cuál movimiento? —preguntó la señora Brown, desconcertada.
—Pero si ya se lo dije… El Movimiento para el Dominio Mental, emparentado con la Ciencia Cristiana, pero mucho más amplio. Su ámbito es mayor. Su principal postulado es que el dolor no existe. Yo nunca, jamás, siento el dolor. ¿Por qué? Porque mi pensamiento sabe que no existe y, por lo tanto, no lo siente.
El gato se había deslizado por debajo del sofá y descubierto un tobillo de la señorita Messiter. Lo tocó con las uñas extendidas. La visitante gritó:
—¡Dios mío! ¿Qué le sucede? —se asustó la señora Brown.
La señorita Messiter se agarraba el tobillo.
—Me ha acometido un dolor insoportable.
—Tendrá neuritis o artritis. Son dolencias muy repentinas.
—¿Qué estaba diciendo? —preguntó la señorita Messiter, frotándose el tobillo.
—Que jamás siente el dolor.
—¡Ah, sí!… El motivo de ello consiste en que adiestro mis pensamientos para que lo ignoren. Lo rechazan maquinalmente. Es muy sencillo —aseguró la visitante, apartando la mano del tobillo para hacer un ademán—. Tan sencillo como hermoso. El conferenciante les iniciará en esta bella sencillez y no volverán a ser presa del dolor. Cuando la gente se queja de sus sufrimientos, le digo: «¿Le duele? Pero ¿qué es el dolor?».
En aquel instante, el gato clavó de nuevo las garras en la gruesa media de la señorita Messiter. La sensación le gustaba.
—¿Qué tiene? —balbuceó la señora Brown, cuando el grito de la visitante se disolvió en el silencio.
—Otro ramalazo de dolor insoportable. No lo entiendo. Nunca los había tenido.
—Es posible que sea neuritis —supuso la señora Brown, con más interés que en el caso del Dominio Mental—. Una prima mía lo sufría. Los dolores la asaltaban de pronto…
Pero la señorita Messiter había mirado detrás del sofá.
—Detrás de este mueble hay un niño. Seguramente me clavó alfileres en el pie.
—No he sido yo —dijo Guillermo, levantándose tanto para defenderse de la calumnia, como para impedir que descubrieran a Pelirrojo y el gato—. Jamás le clavé alfileres.
—Pero ¿qué haces ahí, Guillermo? —preguntó su madre, trastornada.
—Es que… es que estaba aquí cuando viniste y pensé… pensé quedarme hasta que te fueras, pero no le clavé alfileres. No se los hubiera podido clavar, aunque hubiese querido, porque no llevo encima alfileres… no tengo dinero para comprarlos. Y si lo tuviera lo gastaría en el circo, no comprando alfileres.
—¿Cómo explicas el dolor insoportable de mi tobillo? —inquirió la señorita Messiter, con severidad.
—Será la neuritis —medió la señora Brown—. No creo que la haya pinchado. Guillermo es muy enredón y sucio, y no sé por qué está detrás del sofá, pero no la pincharía con alfileres. Nunca lo ha hecho.
—En fin, consultaré a un especialista —suspiró la visitante—. El dolor fue insoportable. Apareció y desapareció de repente.
—No deje de hacerlo. La neuritis incipiente se cura con facilidad.
—Y renunciaré a organizar la campaña del Dominio Mental. Me da tanto trabajo que estoy muy excitada.
Las dos señoras se fueron al vestíbulo.
Guillermo encontró a Pelirrojo luchando con el gato, que se empeñaba en encontrar, por debajo del sofá, la cosa que tanto le complacía arañar. El animal rugía muy bajito, debatiéndose.
—Escapemos mientras charlan en la puerta —dijo Guillermo.
Pelirrojo, retorciéndose bajo los efectos de un calambre, y abrumado por el peso del gato, contestó con voz sofocada.
—Está bien. Quítamelo de encima y veré si puedo levantarme.
Guillermo cogió el animal en brazos. Pelirrojo los siguió renqueando. Saltaron por la ventana, con habilidad, fruto de una larga práctica, y se escaparon por el agujero del seto, que era la entrada oficiosa de los Proscritos en el jardín de Guillermo.
Pelirrojo cojeaba penosamente.
—Tengo un dolor como el de ella —se quejó—. «Portable» dijo, ¿no? Me lo habrá contagiado; debe pegarse a los demás. Tal vez me muera dentro de un momento.
—A ella le arañó el gato —indicó Guillermo.
—¿De veras? —se interesó Pelirrojo—. Yo no lo vi. Me había metido una pata en la boca y no podía sacarla. Por poco me ahogo.
El calambre se mitigaba. El gato jugueteaba junto a ellos con tanta gracia que se olvidaron del resto del mundo.
—Lo llevaremos al cobertizo —dijo Guillermo—. Tú le traerás comida. Yo no puedo ir a mi casa porque esa mujer es capaz de decir que le clavé alfileres en el pie. Y mi madre se pondrá muy pesada por su culpa.
—Bueno. ¿Qué busco?
—Leche, pan y mantequilla, y un pedazo de pastel.
—¡Oh, claro! —exclamó Pelirrojo con sarcasmo—. ¿Y por qué no un pavo asado?
—Tráelo si lo encuentras. Apuesto a que se lo come.
—Le traeré lo que pueda, si alguien no lo impide —contestó Pelirrojo—, con tal de que la despensa esté abierta. No me comprometo a más.
—Coge todo lo que veas.
Pelirrojo se fue.
Guillermo se entretuvo con el gato. Era un estupendo compañero de juegos. Fingía atacar y huir, se revolcaba en el suelo, le desafiaba a cogerle, gruñía y simulaba morderle. El tiempo pasó volando.
Por fin, regresó Pelirrojo con los brazos llenos. Evidentemente, la despensa estaba abierta. Llevaba dos buñuelos, medio pastel de manzana y un trozo de queso. A pesar de su glorioso botín, tenía una expresión melancólica.
Depositó los manjares en el cajón y dijo:
—He encontrado a uno en la carretera. Un hombre le dijo que buscaban un cachorro de león que se había escapado del circo.
Guillermo se puso muy serio. Los dos amigos estudiaron pensativos al gato.
—Yo… bueno, siempre creí que era un cachorro de león —dijo Guillermo.
—Y yo también —se apresuró a decir Pelirrojo.
Hubo un silencio largo y preñado de sentimiento.
—Bueno; tendremos que devolverlo —dijo Guillermo.
Habló como quien asiste a la ruina de sus más caros sueños. Había concebido un futuro color de rosa, en el que jugaba a diario con el cachorro, el cual se escondía, le buscaba y le atacaba con ferocidad de mentirijillas. Sin él la vida sería un desierto gris y desolado.
—Sí —suspiró Pelirrojo—. Nos convertiríamos en ladrones si no lo hiciéramos.
Dieron de comer al leoncillo y observaron con melancólica ternura cómo devoraba los buñuelos, se sentaba en el pastel de manzana y marcaba goles con el queso.
Después, atándole el cordón de la bota de Guillermo, tiraron de él hacia Little Marleigh.
* * *
El propietario del circo acogió al león pródigo con alegría y felicitó a los niños por su pronta devolución. Pelirrojo se anudó la corbata y Guillermo se puso el cordón mirando tristemente a su «gato».
—Es muy bonito, ¿eh? —comentó el propietario—. No lo exhibo porque todavía es pequeño, pero aprenderá en seguida una infinidad de trucos… En fin, el deber me llama. Va a empezar la primera sesión. Muchísimas gracias, caballeritos.
—¿Podríamos… podríamos hacer algo en el circo? —preguntó Guillermo con voz temblorosa.
El propietario se rascó la cabeza.
—¿Qué sabéis hacer?
—Yo ando sobre las manos —contestó Guillermo— y Pelirrojo pone unas caras muy graciosas.
—Nosotros no exhibimos esas especialidades —dijo el propietario—. Pero, oíd. Resulta que un mozo se ha puesto enfermo y necesitamos quien lo reemplace, arreglando la pista entre número y número. ¿Os gustaría sustituirle?
En su emoción, Guillermo rompió el cordón de zapatos y Pelirrojo casi se estranguló con la corbata.
—¿Que… si nos… gustaría? —dijo Guillermo con ronco acento.
* * *
Los lanitas ocupaban asientos de primera fila. Era la segunda vez que iban al circo. Asistían a la última función tanto para abrumar a los Proscritos, diciéndoles que habían estado dos veces en él, como para consolarse del fracaso del concurso gatuno.
—Oye —dijo Huberto a Bertie Franks—, ¡cómo se pondrá Guillermo cuando se entere de que hemos vuelto al circo!
—Le estará bien empleado —repuso Bertie—. ¡Presume de saber de circos más que nadie y no ha venido ni una sola vez! Se pondrá furioso cuando le digamos…
No pudo seguir. Fijó los ojos en la pista. Guillermo colocaba en ella los pequeños pedestales en que se subían las jacas. Sí, no se había equivocado. Era Guillermo.
—¡Sopla! —murmuró.
Todos los lanitas estaban desfallecidos de asombro.
—¡Sopla! —repitieron.
Y volvieron a quedarse sin aliento. Pelirrojo había aparecido con las sillas que los payasos utilizaban en sus grotescas acrobacias. Empezó la función. Los lanitas no se dieron cuenta. Contemplaban fascinados la entrada por la que habían desaparecido sus rivales. Después del primer número, Guillermo y Pelirrojo recogieron los pedestales y las letras que habían esparcido por el suelo para que leyera el caballo sabio. A continuación, Guillermo sostuvo el aro y Nellie, el Perro Maravilloso, lo atravesó de un salto.
El estúpido aire de sorpresa no abandonó ni un segundo a los lanitas.
Se fueron del circo como si los hubiesen hipnotizado.
* * *
Al día siguiente fueron en busca de Guillermo, cautelosos y con una inevitable expresión de reverencia.
—Guillermo, ¿nos lo cuentas? —dijo Huberto con humildad.
—¿Qué?
—¿Cómo ayudaste en el circo?
A continuación, Guillermo sostuvo el aro y Nellie, el Perro
Maravilloso, lo atravesó de un salto.
—¡Bah, eso! —dijo Guillermo con indiferencia—. Suelo ayudar a los circos que vienen. Muchas veces no salgo a la pista como ayer, porque me quedo cuidando de los animales, enseñándoles trucos y otras cosas. Un circo habla a otro de mí, y por eso me buscan. Os dije, ¿verdad?, que yo sabía de circos más que vosotros.
—Sí. Debe de ser muy divertido, ¿eh, Guillermo? —preguntó Huberto, más humildemente aún.
—No está mal. Hay que trabajar mucho y se corren peligros al manejar los animales —dijo Guillermo y anduvo unos pasos cojeando ostensiblemente—. El elefante me pisó ayer, cuando le metía en la jaula —se tocó el arañazo, obra del gato de su madre, que destacaba aparatosamente en su mejilla—. Y el oso me atizó un zarpazo mientras le peinaba la otra noche, antes de que saliera. A muchos les asusta ayudar.
Le miraron como si fuera un semidiós.
—Guillermo… —balbuceó Bertie—. ¿Te acordarás de nosotros si necesitan que alguien más les ayude?
—¡Hum! No necesitarán a nadie —respondió Guillermo—. Y ese circo se ha ido y no sé cuándo vendrá otro. Es un trabajo peligroso, pero estoy acostumbrado a él.
Y se fue cojeando exageradamente, acompañado por las miradas de admiración de sus enemigos.
Afortunadamente, no notaron que cojeaba del otro pie.