GUILLERMO, PRIMER MINISTRO
—¿Qué es una elección general? Todo el mundo habla de ella —dijo Pelirrojo.
Dirigió la pregunta a Enrique, que gozaba de la reputación de saberlo todo. En realidad, la cuestión no le interesaba. La elección general era un tópico propio de las personas mayores; conversaban de él como del tiempo y del precio del petróleo. Daba por sentado que sería tan aburrido como los otros. Pero lo había oído repetir últimamente tantas veces que sentía una vaga curiosidad.
—Trata de hacer un túnel bajo el mar —respondió Guillermo, a quien repelía por naturaleza confesar su ignorancia.
—Te equivocas —afirmó Enrique, muy serio—. No es nada de eso. La elección general significa elegir a gente para que gobierne el país.
—Yo creí que la reina lo gobernaba —dijo Guillermo.
—Pues tienes razón y no la tienes —declaró Enrique, sin perder su aire de sabelotodo.
—¡Bah, calla! —se impacientó Guillermo—. No puede gobernar y no gobernar al mismo tiempo. Es lógico.
—Claro. Quiero decir —explicó Enrique, con creciente gravedad— que hay a sus órdenes un hombre llamado Primer Ministro. Este le ayuda a gobernar. Lo nombran por medio de una bien organizada elección general.
—¿Como aquel italiano al que llamaban «ducha»? —inquirió Douglas, procurando que se tomaran en cuenta sus conocimientos.
—Tú te refieres al perro dogo —corrigió Pelirrojo desdeñoso—. El individuo que estudiamos en la clase de Historia. Mandaba en un sitio… en Venecia y le llamaban como a una raza de perros.
—Yo, si fuera gobernante, no dejaría que me llamasen ni ducha ni dogo[1] —proclamó Guillermo—. Les obligaría a tratarme de león o de águila…
—No interrumpas, pesado —dijo Enrique—. Voy a hablaros de la elección general. Cuatro clases de personas desean ser gobernantes. Todas quieren mejorar las cosas, pero cada una de un modo distinto. Los conservadores piensan mejorarlas dejándolas tal como están ahora. Los liberales desean mejorarlas cambiándolas un poco, sin que nadie lo note; los socialistas las mejorarán quitando el dinero a todo el mundo y los comunistas matando a los demás, menos a ellos mismos. Hacen que les voten, y quien tiene más votos gana, y su jefe se llama Primer Ministro y dice a la reina lo que debe hacer.
—Yo le atizaría en la cocorota si fuese la reina y me dijesen lo que debo hacer —exclamó Guillermo, muy acalorado.
—Oye —se entusiasmó Pelirrojo—. Somos cuatro. Propongo que cada uno sea de esos. ¿Cómo logran que la gente les vote?
—La reúnen y pronuncian discursos —dijo Enrique—. Después les dan unos papelitos para que voten, los cuentan y gana el que tiene más.
—Yo pronuncio discursos formidables —anunció Guillermo, sin falsa modestia—. Pocas cosas hay sobre las que no pueda pronunciar discursos. Una vez pensé ser conferenciante. Pero resulta muy aburrido cuando uno se acostumbra a ello.
—Bueno, ¿quién será quién? —preguntó decidido Pelirrojo.
En aquel momento el campanario de la iglesia tocó las cinco y la expresión de los cuatro Proscritos cambió radicalmente.
—¡El té! —dijo Guillermo, con una mueca de apetito—. Reunámonos aquí después de la merienda y nos pondremos de acuerdo. En casa habrá buñuelos y no quiero llegar tarde. Roberto merienda con nosotros y también le gustan.
Aunque se dio mucha prisa, Guillermo llegó tarde al té. Sólo supervivían dos buñuelos. Pensando que su hermano le llevaba ocho años, y que sería una inútil pérdida de tiempo afearle su gula, Guillermo le asestó una mirada glacial y preguntó:
—¿Por quién votas, Roberto?
—¿Qué dices? —gruñó Roberto, alargando la mano hacia el último buñuelo; pero fue derrotado por Guillermo, que lo retiró de la fuente en el preciso instante en que iba a cogerlo.
—¿Que si eres conservador u otra cosa? —dijo Guillermo, guardando en el puño el buñuelo rescatado hasta que terminara el que comía.
—Deberían exhibirte en un circo —declaró Roberto, sin la menor pasión—. Cualquiera diría que te mueres de hambre.
—¡Ojalá estuviera en un circo! Lo pasan mil veces mejor que yo. Y me muero de hambre porque no he comido nada desde el mediodía —aclaró Guillermo e insistió—: ¿Eres conservador? ¿Sí o no?
—No. Soy liberal.
—Entonces seré uno de los tres restantes —afirmó Guillermo en tono aplastante.
—Me importa un pepino lo que seas —dijo Roberto, levantándose de la mesa y sacudiéndose del pantalón, con ademán de elegante displicencia, unas migas de buñuelo.
—Apuesto a que no te importa —murmuró Guillermo sombrío.
Roberto se fue. Guillermo se quedó solo, devorando el aplastado buñuelo superviviente. Mentalmente recorrió los distintos caminos que la política le ofrecía. No sería comunista, porque no le interesaba y presentía que Pelirrojo habría escogido aquel partido. El hecho de que Roberto fuese liberal, y que encima se hubiese zampado todos los buñuelos, impedía que escogiera aquel grupo de opinión. Le restaban, pues, el socialismo y el conservadurismo. Los socialistas le atraían.
De pronto recordó a un amigo de su padre, que había estado con ellos un fin de semana un mes antes. Era un hombre alto, musculado y curtido por el sol. Acababa de regresar de una cacería en las sabanas sudafricanas, donde había matado elefantes, búfalos y muchas otras fieras. En una ocasión se había encontrado desarmado ante un león y se alejó de él con la misma sangre fría que si se hubiese tratado de una gallina. Naturalmente, se había convertido en su héroe, desplazando a Robin Hood, Toro Sentado, Búfalo Bill y Sexton Blake, que habían disfrutado sucesivamente de tan honroso puesto. Guillermo decidió inmediatamente cazar presas mayores en cuanto saliera del colegio, encontrarse sin armas ante un león y alejarse de él sin más muestras de pavor que si fuera una gallina. La vida resultaría sosa hasta que lo hiciera.
Entró su madre y se sentó junto al hogar a tejer unos calcetines. Esta actividad era constante, porque la señora Brown tenía un marido y dos hijos.
—¿Te gustaron los buñuelos, querido? —preguntó.
—Sólo comí dos —contestó Guillermo.
—Dos son bastantes.
Guillermo emitió un sonido que expresaba irrisión, incredulidad, sarcasmo, amargura, cinismo y resignación. Tras una breve pausa, dijo:
—Mamá, ¿te acuerdas del señor Martin, que estuvo aquí el mes pasado?
—Claro que sí, hijo.
—Muy bien. ¿Qué era?
—Amigo de tu padre, querido.
—No, no es eso. Te pregunto si era comunista.
Si el señor Martin lo era, Guillermo acallaría su natural repugnancia a matar a sus semejantes y combatiría las posibles aspiraciones de Pelirrojo a la jefatura del partido comunista.
—¡Dios mío! No, no, querido —exclamó la señora Brown, muy consternada—. Es conservador.
—Y yo también —anunció Guillermo, pavoneándose.
—¿De veras? —dijo su madre vagamente y frunció el ceño al fijarse en las pantorrillas de su hijo—. ¿No llevas ligas?
—No, se me perdieron —respondió Guillermo, sin el menor rubor.
Su madre le hacía a diario unas ligas, destinadas a impedir que se le cayeran los calcetines y, en opinión de Guillermo, destinadas a convertirse en tiradores.
—Bueno, pues no salgas así. Estás muy mal. Espera un momento y te haré otras. Me pregunto qué les ocurre a todas las ligas que te doy.
—Hazlas de goma muy fuerte, por favor —suplicó Guillermo.
—Será muy buena, querido —prometió la señora Brown, encantada de que Guillermo principiara al fin a interesarse por su apariencia personal.
* * *
Los otros tres Proscritos le esperaban en el cobertizo.
—Bueno, pongámonos de acuerdo —dijo Guillermo—. Yo soy el conservador y Pelirrojo el comunista. Quedan libres el socialista, que quita el dinero a todo el mundo…
—Lo seré yo —medió Enrique, apresuradamente.
—Tendrás que ser el liberal —anunció Guillermo a Douglas.
—Igual me da —dijo Douglas con cara lóbrega—. No me importa ser esto o aquello. No nos vamos a divertir ni la mitad que jugando a pieles rojas.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Pelirrojo—. ¿Cómo se empieza?
Miraron a Guillermo y este se volvió hacia el enciclopédico Enrique.
—¿Qué hacen ellos ahora? —inquirió, con la expresión de un potentado consultando al jefe de su tribu.
—Ellos convocan un mitin —contestó Enrique— y pronuncian discursos, y después reparten papeles y lápices para votar, y el que tiene más votos es el que gana.
—Hagamos eso —propuso Guillermo, lleno de energía—. Mañana lo contaremos en la escuela y celebraremos el mitin aquí después de las clases. Mañana por la mañana, mientras estudiamos, podemos componer nuestros discursos.
Salieron del cobertizo al sol radiante.
Guillermo recogió una piedrecilla del suelo.
—¿Veis ese árbol? Apuesto a que le doy.
Se desembarazó de una de sus ligas nuevas y apuntó con mucho cuidado…
* * *
Los asistentes a la reunión en el cobertizo, a la tarde siguiente, fueron más numerosos de lo que los mismos Proscritos se habían atrevido a soñar. Desde luego, la población infantil del lugar no sentía interés por la política. Pero cualquier acto público, organizado por Guillermo y sus Proscritos, prometía emociones sin cuento y nadie quiso desaprovechar la ocasión de sentirlas.
El auditorio se sentó en el suelo, mirando a los organizadores, que ocupaban cajones vacíos en el fondo del recinto.
Guillermo, de nuevo sin ligas, se encargó de explicar la situación.
—Señoras y caballeros —empezó con su más exquisito aire de orador—, esta es una elección general como la de los mayores. Pronunciaremos discursos. Cuando terminemos, todos votaréis por nosotros y espero que habréis traído lápiz y papel como os encargamos. Hablaremos de lo que os pedimos que seáis, y habréis de escogernos después, como hacen las personas mayores. Douglas es liberal, Enrique socialista, Pelirrojo comunista y yo conservador. Escuchadnos ahora. Douglas tiene la palabra.
Guillermo poseía buenos conocimientos psicológicos y había decidido ser el último orador. Cogió a Douglas por el cuello y dijo:
—Señoras y caballeros, este es Douglas, que os hablará de los liberales.
Douglas se adelantó en medio de un débil aplauso.
—Señoras y caballeros —comenzó—, os hablo para pediros que os hagáis liberales como yo. Casi todos celebrasteis conmigo mi cumpleaños el otro mes. Si no votáis a los liberales, os aseguro que no os invitaré el año que viene. Mi tía tiene un loro que habla, y os dejaré que lo escuchéis por la ventana, cuando ella no esté en casa, si votáis a los liberales. Siento no poder dejaros que lo escuchéis cuando ella está, pero no le gustan los chicos. También os enseñaré mis conejos, y todos podréis chupar azúcar cande si mi tía me manda un pedazo cuando vaya a Brighton, como el año pasado.
Douglas tenía madera de político. No le importaba lo que prometía. Guillermo se levantó.
—Hacedle preguntas —gritó—. ¡Vamos! ¡Preguntadle! Decidle lo que no os gustó de su discurso. Así lo hacen cuando terminan de hablar. Se llama ruegos y preguntas.
—La fiesta no valió nada —dijo con amargura un chiquillo de la primera fila—. En mi sorpresa había un silbato que no pitaba.
—Yo no tengo la culpa —se indignó Douglas.
—Serían sorpresas de baratillo —acusó el elector.
—Está bien. No vengas el año próximo —se acaloró Douglas, olvidándose de la diplomacia conciliadora que la ocasión requería—. Y fue una fiesta mucho mejor que la tuya. Anda, ¿tuviste un mago?
—No, pero hubo payasos.
—¿Y qué? Fueron una porquería. El nene de tu tía se echó a llorar y no pudimos oír lo que decían.
—Bueno. Pues no vengas otro año.
—No iré. Y tú no vengas a la mía.
—No pienso hacerlo. Y no te votaré.
—No me importa. Prefiero no ganar, si me votan personas como tú.
Guillermo había escuchado con orgullo e interés la ardiente discusión. Se puso de pie y dijo:
—Han sido unos ruegos y preguntas estupendos. ¿Quiere decir algo alguien más?
Un muchacho de pelo rojo, sentado en las últimas filas, levantó la mano.
—¿Qué dice el loro de tu tía? —preguntó.
—«Dios salve al rey» y «Polly, prepara la marmita».
—¡Bah! Un amigo mío tiene uno que grita «¡Vete al infierno!».
—Y tus conejos no son distintos de los de otras personas —objetó una niña pecosa y chata—. No deseo verlos.
—No te he invitado a que lo hagas —replico Douglas.
—¡Oooh! «¡Cuentista!» Me invitaste —la niña apeló al auditorio—. ¿Verdad que sí?
—No lo hice —dijo Douglas.
—Sí.
—No.
—Yo no quiero que mis conejos te vean. No quiero que se mueran.
—No se morirán tan fácilmente. Te ven todos los días y aún viven —replicó la fogosa electora.
—¿Quién lloró porque se había caído en un charco? —preguntó Douglas, personalizando descaradamente.
—¿Y quién estuvo todo un día en un árbol porque no se atrevió a bajar? —repuso la niña pecosa.
—Ya ha habido bastantes ruegos y preguntas sobre el liberalismo —dijo Guillermo, en uso de sus funciones de maestro de ceremonias—. Si os rogáis y os preguntáis más rato, no podremos escuchar a los otros. Enrique os hablará ahora del socialismo. El socialismo es quitar el dinero a los demás. Enrique os hablará de eso —se volvió para presentar al orador—. Este es Enrique, que pronunciará un discurso sobre el socialismo.
El aludido avanzó un paso y se inclinó como le habían enseñado en la clase de baile (era el único Proscrito que se dedicaba a aquella actividad). Una fragorosa salva de aplausos premió la reverencia.
—Señoras y caballeros —empezó Enrique, muy animado por la acogida—, pronunciaré un discurso sobre el socialismo, porque deseo que votéis a su favor. El socialismo es repartir el dinero a los demás. Seríamos mucho más ricos si tuviésemos el dinero de los demás y el nuestro.
—Robar es un pecado —dijo un asistente, pequeño y serio, que había ganado el diploma de la escuela dominical en el curso anterior.
—Sí, es un pecado. Pero no se roba cuando lo permite la Ley —indicó Enrique—. Nosotros lo haremos legalmente.
—Le meten a uno en la cárcel —dijo el prodigio de la escuela dominical—. Encarcelan a los que roban el dinero de otras personas. Y les está muy bien.
—¡Cállate de una vez! —ordenó Enrique—. Ya te he dicho que es distinto si la Ley lo permite. Nosotros lo haremos obedeciendo a la Ley.
—¿A quién quitaréis el dinero? —indagó otro miembro del cuerpo electoral, animado por el éxito de los que habían hablado antes.
—El de todos los que no sean socialistas.
—Pero, supón que todos se vuelven socialistas, para conseguir el dinero de los otros, ¿qué harás entonces?
—No podrán.
—¿Por qué no?
—Porque tendrá que haber cuatro clases de personas como aquí. Y no habrá cuatro si toda la gente fuese socialista, ¿verdad? Está claro. Si no fueras tonto, lo comprenderías.
—No soy tan tonto como tú.
—Conque no, ¿eh?
—No.
—Tú lo has querido. Anda, acércate y…
Guillermo se apresuró a mediar.
—«Ellos» no se pelean —dijo—. «Ellos» sólo hablan como vosotros. Se llama a eso preguntas y ruegos, ya os lo he dicho. Pero «ellos» no pelean.
Empujó al recalcitrante Enrique al cajón que le servía de asiento y se encaró con el muy nutrido auditorio.
—Enrique os ha enterado de qué es el socialismo. Pelirrojo os hablará ahora del comunismo —se volvió a señalar al aludido—. Este es Pelirrojo, que pronunciará un discurso sobre el comunismo.
El orador carraspeó dándose importancia.
—Señora y caballero —empezó—, el comunismo significa estar en guerra con todo el mundo y vencer y matar a todos los que no son comunistas.
—Matar es pecado —protestó la esperanza de la escuela dominical—. Los que matan acaban en la horca. Y les está bien empleado.
—Pero no si matan en la guerra —replicó Pelirrojo—. Y esto será una guerra, como se lee en los libros de Historia, con batallas y campamentos y actos heroicos. Bien, cuando hayamos ganado la guerra…
—¿Y si no la ganáis? —interrumpió el muchacho de pelo rojo.
—¿Qué? —se irritó el orador.
—Digo que si no la ganáis.
—Naturalmente, la ganaremos.
—La ganaréis, si corres tan de prisa como cuando te persigue el granjero Jenks. ¡Ya, ya! ¡La ganarás!
—Tú también corres cuando te persigue.
—Sí. Pero no digo que conquistaré el mundo. Si tienes miedo al granjero Jenks…
—¡No le tengo miedo! ¡No tengo miedo a nadie!
—¿Ah, no?
—No y no. Ya lo ves.
—Está bien. Pero…
—Basta de ruegos y preguntas sobre los comunistas —ordenó Guillermo—. Ahora pronunciaré un discurso sobre los conservadores para que todos votéis por ellos.
Se levantó y miró en torno suyo. Se hizo el silencio.
Los circunstantes le miraron con avidez.
—Señoras y caballeros —comenzó Guillermo—. El mes pasado estuvo en mi casa un hombre amigo de mi padre. Pasó dos días con nosotros, pero quizá le visteis.
—Yo sí —dijo un arrapiezo desde un rincón del cobertizo.
—Bueno, eso prueba que no lo invento —prosiguió Guillermo—. Nuestro invitado volvía de África. Había estado pegando tiros y viviendo en una especie de selva, llamada «sábana», y durmiendo en una tienda por la noche y cazando de día. Mató leones, elefantes y veinte clases más de fieras. Una vez se metió en un túnel que los búfalos hacen en la espesura, y un búfalo cargó contra él y le mató de un balazo en la oscuridad del túnel. De un solo tiro. No se echó a correr, ni a gritar, como vosotros o, tal vez, como yo hubiera hecho. Otra vez encontró a un león. No llevaba armas, pero no echó a correr, ni lloró, sino que anduvo tranquilamente. Y como el león no estaba hambriento, no lo devoró, pero le hubiera devorado si hubiese corrido, porque siempre lo hacen. Vosotros y yo hubiésemos corrido, pero este hombre, este amigo de mi padre, no se asustó. Y un elefante le embistió. No tenía colmillos. Los peores son los que no tienen colmillos. Pero él no tuvo miedo. Le pegó un tiro y le tumbó patas arriba. Y cuando montaba su tienda y encendía una hoguera por la noche, oía rugir leones en la oscuridad y los hipopótamos salían del río para olfatearle. Una vez oyó resoplar algo cerca de él. Por la mañana vio las huellas de un leopardo alrededor de la tienda. ¡Había entrado a mirarle! Pero este hombre, este amigo de mi padre, no se asustó más que si hubiera sido un ratón.
Guillermo hizo una pausa. El auditorio, pendiente de sus labios, apenas respiraba. Entonces, muy lentamente, exhibió sus cartas.
—Y ese hombre es conservador. Vota a los conservadores en las elecciones generales.
El auditorio exhaló un profundo suspiro, despertando de un sueño de hogueras, leones rugidores y túneles de búfalos.
—¿Desea alguien hacer ruegos y preguntas sobre los conservadores? —preguntó Guillermo, paseando los ojos por los presentes.
—Yo —contestó un chico de la segunda fila—. ¿Cómo sabes si un león está hambriento?
—Depende de que te coma o no te coma —respondió Guillermo—. Si no tiene hambre no te come, y si la tiene te come. Es el único modo de saberlo.
—¡Oh! —exclamó el chico, aterrorizado—. Bueno, siempre correría por si las moscas.
—Entonces te devoraría cada vez que lo hicieras —dijo Guillermo—. ¿Hay más ruegos y preguntas?
La lumbrera de la escuela dominical, creyendo que había estado en segundo término demasiado tiempo, opinó:
—Es una crueldad matar fieras.
—¿Ah, sí? —rio Guillermo con sarcasmo—. ¿Prefieres que te maten?
—Sí, lo prefiero —contestó el tierno amigo de los anímales salvajes.
Le atacaron sus vecinos y enmudeció temporalmente, frotándose los cardenales, con un gesto de satisfacción como quien ha sufrido por sus principios más estimables.
—Si no hay más ruegos y preguntas sobre los conservadores —anunció Guillermo—, votaremos. ¿Habéis traído papel y lápiz?
—Que levanten la mano los que voten a los conservadores.
—Ya está. Ese soy yo —dijo Guillermo, complacido.
Nadie se había acordado de ello. Guillermo no se desconcertó.
—Que levanten las manos los que voten a los liberales.
El auditorio permaneció inmóvil.
—Que levanten las manos los que voten a los socialistas.
El cuerpo electoral no se movió.
—Que levanten la mano los que voten a los comunistas.
Los electores no se menearon.
—Que levanten las manos los que voten a los conservadores.
El auditorio estiró los brazos hacia el techo unánimemente.
—Ya está. Ese soy yo —dijo Guillermo, complacido—. Ahora soy el Primer Ministro, como los llamados «ducha» y «perro dogo». Desde ahora gobernaré la nación.
—¿Cuál será la primera cosa que harás para nosotros? —preguntó el chico del pelo rojo.
—¿Qué dices? —indagó Guillermo con indignación—. No pienso hacer nada para vosotros. Voy a «gobernar».
—Eso quiere decir que trabajarás para nosotros —insistió el chico—. Yo lo sé. Lo aprendemos en la escuela. Se llama servicio público. Y propongo que recuperes el estanque de los renacuajos.
El lugar mencionado era un pequeño estanque que, hasta hacía poco, estuvo en el borde de la carretera, a un paso del jardín de la señorita Felicia Dalrymple. Fue el punto de reunión predilecto de la población infantil en la época de la aparición de los renacuajos. Un par de meses atrás la señorita Felicia Dalrymple, descubriendo que el estanque había pertenecido a su jardín, lo reivindicó, lo cercó y puso un jardinero especial para castigar a los juveniles invasores. El estanque despertaba las peores pasiones de quienes dedicaron sus momentos de ocio a acudir a él, y la proposición del elector se acogió con vítores ensordecedores.
Guillermo se sorprendió tanto que no supo qué contestar. Por fin repitió:
—No pienso hacer nada para vosotros. Soy el Primer Ministro, como los llamados «ducha» y «perro dogo». Voy a «gobernar».
Pero el chico del pelo rojo no se desanimaba así como así.
—Lo aprendí en la Historia. Lo estudiamos la semana pasada en el capítulo de «civismo» y lo sé porque me obligaron a quedarme en la escuela hasta que lo supe. Dice que el Primer Ministro y los otros son los servidores del pueblo y que hacen cosas en su nombre.
—Yo no seré de esos —dijo Guillermo expresivamente—. «Gobernaré» como el «ducha» y el «perro».
—Le tienes miedo a la señorita Dalrymple.
—No tengo miedo a nadie.
—Vamos, pruébalo. Rescata nuestro estanque.
—¡Ca! No lo sueñes.
—Es que no puedes.
—Sí que puedo.
—No.
—Sí.
—Muy bien, hazlo entonces.
—Lo haré.
Unos aplausos resonantes, atronadores, celebraron la concesión repentina e impremeditada. Guillermo luchó entre el placer de los vítores que había recibido su audaz promesa y la aprensión que le producía la magnitud de la tarea que sobre sí había echado. Adoptó una actitud de altanera omnipotencia.
—Bueno, lo haré por vosotros —dijo—. Es tan poca cosa que no vale la pena pensar en ella, pero si os empeñáis…
Vibrantes gritos de júbilo demostraron que se empeñaban.
—De acuerdo —concluyó Guillermo con sublime indiferencia—. Procuraré recobrarlo el sábado por la tarde.
* * *
Parecía la mejor táctica empezar las operaciones abordando directamente a la señorita Felicia Dalrymple. Guillermo no fundaba grandes esperanzas en ella, pero era el camino más lógico. Rechazó la ayuda de Pelirrojo, Douglas y Enrique. Había aumentado sus conocimientos políticos interrogando a los de su casa.
—No, gracias —dijo—. Sois mis adversarios, los enemigos de lo que represento. Sólo deseáis estorbar que rescate el estanque.
—Pero nosotros lo queremos —objetó Pelirrojo.
—Eso no importa —replicó Guillermo—. Sois mis adversarios y tendríais que impedirlo, aunque lo queráis. Debéis oponeros. Es una de las reglas.
—Pero ¿por qué? —preguntó Douglas.
—Oh, así resulta más divertido —dijo Guillermo, vagamente—. Ahora mismo voy a ver a la señorita Dalrymple. ¡Le suplicaré!
—Si nos necesitas, ¿dejarás que te ayudemos? —rogó Pelirrojo, ansioso. Les desagradaba que les eliminaran de las aventuras de su jefe nato.
—Sí, claro —concedió Guillermo—. Si corro un peligro mortal, os silbaré para que me auxiliéis.
Tuvieron que resignarse.
* * *
Con el corazón algo encogido, Guillermo dejó caer una vez más el aldabón de bronce contra la puerta verde de la señorita Dalrymple. Fue un aldabonazo tremendo, porque el aldabón le fascinaba. Imitaba una testa de león, que enseñaba la lengua. Al levantarlo, la lengua se escondía; salía de nuevo al dejarlo caer. Y si se llamaba sin parar, la lengua aparecía y desaparecía continuamente. Por tanto, Guillermo, absorto en el estudio del fenómeno, siguió aporreando hasta que una indignada doncella compareció en el umbral.
—¿Qué te ocurre? —exclamó.
Guillermo apartó con esfuerzo los ojos de la lengua leonina.
—Quiero ver a la señorita Dalrymple.
—¿Sólo eso? No tienes que echar la casa abajo por una cosa tan sencilla —dijo la doncella, enfadada.
—No la echaba —repuso Guillermo con su aire más frígido.
—Anda, entra —ordenó la doncella, malhumorada—. Y límpiate los pies.
—¿No se le encalla nunca? —preguntó Guillermo.
—¿Qué?
—La lengua.
—No seas descarado —dijo la doncella y le introdujo en la salita.
Guillermo estaba acostumbrado a la hostilidad de las doncellas, aceptándola como parte del orden natural de la creación. Entró en la estancia distraído por el anhelo de vivir en una casa que tuviera un aldabón como aquel. Se ensimismó en sueños en los que se veía haciendo entrar y salir la lengua sin cesar todo el día. Cuando la señorita Dalrymple apareció, le costó un rato recordar el motivo de su visita.
La dueña de la casa era una mujer cincuentona, seria y digna.
—¿Qué te trae, muchacho?
—Nuestro estanque —contestó.
—¿Vuestro estanque?
—Sí, el «nuestro», el que usted ha cercado.
—Pero, mi querido muchacho, si es «mío». Hasta hace relativamente poco tiempo dependía de mi jardín y ahora volverá a formar parte de él. Me «pertenece».
—Bueno, nosotros lo queremos por los renacuajos y otras cosas —anunció Guillermo, tratando de hablar con firmeza, porque recordó que era el Primer Ministro.
—No puedo evitarlo —dijo la dama, sonriendo condescendiente—. El hecho cierto es que me pertenece y lo puedo probar. Tengo un plano del jardín, tal como era en tiempo de mi abuelo, y varias cartas que lo demuestran.
—Quizá el gobierno se lo compró a su abuelo después de que las cartas y el plano se hicieran —argumentó Guillermo.
La señorita Dalrymple volvió a sonreír.
—Tonterías, mi querido muchacho.
—Pero, si alguien probase que el gobierno lo había comprado, ¿nos lo devolvería?
—Bueno, nosotros lo queremos por los renacuajos y otras cosas.
—Naturalmente, jovencito, naturalmente.
Guillermo permaneció clavado en el asiento, con los ojos en el vacío. La expresión bondadosa de la dama comenzó a desvanecerse.
—Estoy muy ocupada esta mañana. Lo siento, pero debo rogarte que te vayas.
—Ya me voy —aseguró Guillermo, levantándose muy despacio.
La señorita Dalrymple le acompañó hasta la puerta y la cerró con firmeza. Guillermo contempló el aldabón con cara soñadora. La lengua salía. Se escondería y reaparecería si lo movía. Lo empuñó y golpeó varias veces. ¡Espectáculo embrujador! Después se dirigió a la calle.
La doncella corrió a la entrada y la señorita Dalrymple llegó jadeando al vestíbulo.
—¡Dios mío! ¿Qué sucede?
—Ha sido ese chico —informó la doncella.
Guillermo cerraba la verja en aquel momento sin pensar que había dado un susto descomunal a los habitantes de la casa.
* * *
Guillermo veló aquella noche hasta altas horas, dibujando laboriosamente un plano del jardín de la señorita Dalrymple. No incluía el estanque. Desde el punto de vista de la exactitud se exponía a las más crueles críticas, pero no cabía duda alguna en cuanto a la posición del estanque. Trazó una cerca tan grande como la Muralla de China, y junto al lugar debatido colocó una cruz y las palabras: «Este estanque está “presizamente” afuera del jardín». Luego redactó una carta, rompiendo innumerables borradores. Una vez terminada, había que suponer que el gobierno la había escrito al padre de la señorita Dalrymple. Decía lo que sigue:
«Querido señor Darimpul:
»Gracias por habernos bendido el estanque que ay afuera de su jardín. Queremos que esté afuera de su jardín para que los chicos estudien los renakuajos y otras cosas. Queremos que sea un estanque libre para que todo el mundo pesque en él. Gracias por poner la zerca en el otro lado del estanque para que sea un estanque libre afuera de su jardín.
»Esperamos que su hija la señorita Felizia Dalrimpul esté muy bien de salú.
»Atentamente suyos,
»El Gobierno»
Guillermo contempló la carta con profunda satisfacción.
Le parecía una obra maestra de maquiavelismo. Probaba irrefutablemente que, si el estanque perteneció al abuelo de la señorita Dalrymple, su padre lo había vendido después al Gobierno y que ya no le pertenecía. La sutil estratagema de incluir el nombre de la interesada le hizo reír de buena gana.
—A pocos se les hubiera ocurrido —murmuró complacido.
El problema siguiente era el de hacer llegar el plano y la carta a manos de la señorita Dalrymple. Entregarlos personalmente atizaría la sospecha de que eran falsificaciones. Ella tenía que hallarlos por casualidad, como sucede en las novelas. Pero ¿dónde los pondría para que los encontrase accidentalmente? Mucho le hubiera gustado volver a la casa y utilizar el fascinante aldabón, pero tenía la impresión de que no le recibirían con los brazos abiertos… en caso de que le recibieran. Pero, aunque así fuese, ¿cómo poner los papeles en un sitio donde se supusiera que habían estado desde los días del padre de la señorita Dalrymple? Después tuvo una inspiración súbita y cegadora. ¡El estanque! La solterona se proponía vaciarlo y revocarlo de cemento para hacer un jardín acuático…
Cuando lo vaciasen, descubrirían una botella conteniendo la carta y el plano.
* * *
Guillermo se acercó cautelosamente al territorio en litigio la tarde siguiente, a una hora en que suponía que el jardinero descansaba en casa de las fatigas del día. Llevaba en el bolsillo una botella de cerveza de jengibre, cuyo líquido habían sustituido una carta y un plano muy retorcidos. La arrojaría al centro del estanque. No podía entrar en el jardín y lanzarla sin arriesgarse a que le arrestasen, lo cual significaría el fracaso del maquiavélico plan. Así, pues, maquinó un astuto proyecto. Treparía al árbol más próximo a la cerca, reptaría por una rama oculta en el follaje, hasta estar encima del estanque y dejaría caer la botella al fondo.
Por suerte la carretera estaba vacía. Guillermo gateó ágilmente el tronco y se adelantó por la rama que se alargaba hasta el centro del estanque. Entonces miró abajo. El agua familiar estaba a sus pies cubierta por una gruesa capa de limo verde. El limo verde, en copiosa cantidad, lo había cubierto siempre, recordó Guillermo. Precisamente era uno de sus atractivos. Y la señorita Dalrymple lo anularía completamente con sus proyectos. Sacó la botella del bolsillo y la mantuvo sobre el centro del estanque y… Jamás supo lo que pasó. Puede que fuese el viento, puede que fuera el esfuerzo de extraer la botella o que se debiese a la mala suerte; la cuestión fue que perdió el equilibrio y se precipitó de cabeza al sitio que apuntaba: el limo verde.
Salió de él como pudo. Sin embargo, conservó la presencia de ánimo suficiente para dejar la botella en el punto escogido. Se dirigió a su casa chorreando de una manera ignominiosa.
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A la mañana siguiente se acercó con mucha prudencia al escenario de su aventura. El estanque se hallaba junto a la carretera donde había estado hasta hacía una semana. Habían retirado la cerca a bastante distancia, con el resultado de que el estanque ya no estaba en el jardín de la señorita Dalrymple. Parpadeó y se pellizcó. La disposición de la escena siguió siendo la misma. Era imposible que hubiesen encontrado la botella tan pronto. Pero… así estaban las cosas.
Corrió al cobertizo, donde sus electores le esperaban.
—Ya está, ¿os enteráis? —anunció con displicencia—. La obligué a devolvérnoslo y alejar su cerca.
Todos le miraron con incredulidad.
—¡Bah! Nos engañas.
—Está bien —dijo Guillermo—. Venid a ver si os engaño.
Le siguieron al lugar de autos. Miraron asombrados a su amado estanque, que se hallaba de nuevo junto a la carretera.
* * *
En la casa, la señorita Dalrymple tomaba el desayuno con una prima que la visitaba.
—No me apetecen las tostadas, muchas gracias —decía—. Estoy indispuesta esta mañana. Anoche sufrí una experiencia terrible, aniquilante.
Se calló. La prima, como esperaba, preguntó:
—¿Qué fue, querida?
—Algo tan espantoso que temí al principio no poder contarlo —comentó la señorita Dalrymple, cogiendo distraída una tostada.
Calló de nuevo. La prima, que era un genio en decir lo que de ella se esperaba, insinuó:
—Tal vez te aliviará contármelo.
—No sé si me será posible —dijo la señorita Dalrymple, estremeciéndose—. Fue… fue el estanque.
—¿El que vas a convertir en jardín acuático?
La señorita Dalrymple tuvo otro escalofrío y, cerrando los ojos, extendió un brazo con la mano abierta como si quisiera desviar algo.
—¡Ya no! ¡Jamás! —exclamó—. Mira por la ventana.
La prima miró por la ventana.
—¡Cielos! —profirió—. Ya no está.
—Sí que está, pero al otro lado de la cerca —explicó la señorita Dalrymple—. Lo mandé en cuanto me levanté hoy. Insistí en que lo hicieran inmediatamente. De otro modo, no hubiera podido dormir una noche más bajo este techo.
—¿Por qué, querida? —preguntó la prima con suavidad.
—Intentaré decírtelo… aunque fue algo tan terrible, tan aniquilante, que no resulta fácil. ¿Te acuerdas de que se rumoreaba que nuestro abuelo renunció al estanque, porque alguien se había suicidado en él, y que la servidumbre aseguraba que estaba maldito?
—Me parece recordarlo, pero muy vagamente.
—Pues bien; yo no pensé en ello hasta anoche. Anoche… ¡Qué visión! Aún tiemblo al recordarla. Anoche… Anoche me acosté temprano, como sabes, porque tenía jaqueca, y miré casualmente por la ventana. ¡Dios mío! ¿Cómo describir lo que vi?… Vi una COSA verde y resbaladiza saliendo del estanque.
—¡Oh, pobrecita! —chilló la prima—. ¿Era un ser humano?
—Sólo puedo decirte —respondió la señorita Dalrymple, en tono sepulcral— que era una COSA de forma humana, cubierta de limo verde. ¡Surgía reptando del estanque, como si se propusiera venir a la casa! Como comprenderás, me desmayé. Cuando recobré el sentido, volví a mirar, pero el… el bulto había desaparecido. Lo primero que hice esta mañana fue ordenar que retirasen la cerca. No me atrevo a pensar lo que nos hubiera ocurrido a todos si no actúo tan rápidamente. Alguna noche hubiera llegado a la casa y entonces…
La prima lanzó otro grito de horror. La señorita Dalrymple, algo reanimada por la sensación que causaba su relato, cogió otra tostada.
* * *
—¿Cómo la convenciste? —preguntaron los electores, apretujándose.
Guillermo estaba en medio de ellos, con las manos en los bolsillos.
—Me presenté ante ella y dije que era el Primer Ministro y que tenía que devolvernos el estanque —contestó como quien no da importancia a la cosa—. Dije que si no lo hacía, la Ley la castigaría. Y mandó que quitaran la cerca.
Los electores le vitorearon.
—Muy bien, te portaste muy bien —aprobó el chico del pelo rojo—. Ahora queremos que hagas por nosotros…
—Se acabó. No hago nada más —atajó Guillermo, apresuradamente—. Estoy harto de ser Primer Ministro. Estoy harto de la política. Es una tontería. Prefiero ser piel roja. Renuncio a ser Primer Ministro y te nombro a ti y tú ponte a hacer cosas.
Y se fue con sus Proscritos a jugar a comanches.