GUILLERMO ADOPTA UN HUERFANO
Los Proscritos, como de costumbre, estaban sentados en la última fila de la sala de actos del colegio. Jugaban, a hurtadillas, a canicas, mientras el conferenciante vertía torrentes de elocuencia sobre sus humilladas cabezas. No tenían la menor idea de lo que decía, ni deseaban tenerla.
Para ellos una conferencia era sólo un bendito ocio entre las lecciones, un oasis en el desierto de las clases matinales, una hora en la que, ocultándose a los ojos de la Autoridad, con arte nacido de una larga práctica, podían entregarse a distintas distracciones propias de la ocasión, tales como carreras de ciempiés, jugar al «cricket» con una regla y una pelota de papel secante (patentada por Guillermo) o a las canicas. Estos eran los pasatiempos típicos, pero no todos, de los Proscritos. Podían inventar una infinita gama de juegos adecuados a una conferencia escolar.
Les hubiera sorprendido el pensamiento de que un conferenciante pudiera decir cosas de interés. Un conferenciante era, para ellos, un individuo que charlaba por los codos en lo alto de una plataforma y al que nadie tenía que escuchar. Su único fin consistía en proporcionarles una hora de solaz. No les hubiera asombrado enterarse después de que la conferencia se había pronunciado en árabe, ni les habría importado, porque sólo les interesaba aprovechar debidamente cada uno de los sesenta minutos de respiro que les daba la conferencia.
Una bola, que Pelirrojo lanzó con exagerada energía, chocó estrepitosamente contra la pared. Un maestro abandonó su asiento y anduvo lentamente hacia el fondo de la sala. Encontró a los Proscritos rígidos, inmóviles y pendientes de los labios del conferenciante. No había rastros de canicas, ni de ciempiés. Escuchaban con ardiente interés. El maestro no se dejó engañar, pero, como le faltaron pruebas del delito, regresó a su asiento.
Después de una breve pausa, dictada por la prudencia, los Proscritos relajaron los cuerpos, apartaron los ojos del conferenciante y empezaron a jugar a «cricket». Guillermo lanzaba la pelota, Pelirrojo bateaba y Douglas y Enrique cogían. El partido duró unos minutos. Por fin, un enérgico golpe de Pelirrojo mandó la pelota a través de la sala hasta la cabeza del maestro que ya los había visitado. Se levantó parsimoniosamente y se trasladó al fondo. Los cuatro jugadores estaban rígidos de interés y concentrados en lo que oían. De nuevo, en su absorción, no notaron la presencia de la Autoridad.
El maestro se apoyó en la pared, vigilándolos. Los Proscritos comprendieron, aterrados, que no se separaría de ellos hasta que se pronunciara la última palabra de la conferencia. El instinto de supervivencia les obligó a prestar atención al conferenciante.
Hablaba de huérfanos.
Era el representante de un Asilo al que, por lo visto, el colegio enviaba subsidios anuales. Pedía a los escolares que aumentaran su contribución, «adoptando» un huérfano, esto es, pagando su manutención durante todo el año. Había llegado al punto crítico del discurso.
—Vosotros estáis bien alimentados, bien vestidos y bien cuidados. Por ello, debéis pensar en los que son inferiores a vosotros en comida, indumentaria y cariño. Recibís esos beneficios para que los transmitáis a vuestros semejantes. Es vuestro deber para con la sociedad. Muchas personas llevan un huérfano a sus hogares y le hacen conocer la dicha de la vida familiar. Os aseguro que la prosperidad siempre visita sus casas. Si todos los ingleses adoptaran un huérfano, tendríamos que cerrar nuestras instituciones benéficas. Naturalmente, esto es imposible, pero espero, mis queridos amiguitos, que haréis lo posible para que este año vuestro colegio figure en nuestra lista de honor, manteniendo anualmente un huérfano.
Se sentó en medio de atronadores aplausos.
El director del colegio, cuyo desasosiego había ido en aumento, porque el conferenciante se había dilatado más de lo conveniente, invadiendo el tiempo reservado para su clase de prosa latina, se levantó con los ojos clavados en el reloj y dijo que la conferencia había sido altamente instructiva, que lamentaba que hubiese concluido, que esperaba doblar la subvención obtenida de los alumnos y que había llegado el momento de que, por favor, los alumnos fuesen a sus respectivas aulas. Estalló otro aplauso frenético. Se prolongó hasta que el director, con un ojo puesto en el reloj, dio olvido a su lógico orgullo y empezó a atribuirlo a razones de muy distinta naturaleza.
El maestro que había vigilado a los Proscritos se unió con sus colegas, después de lanzarles una mirada larga y significativa.
Los Proscritos se sumaron a la masa que iba a la clase de álgebra. Guillermo poseía una congénita capacidad para hacer lento el ritmo de la misma. Tenía un modo muy plausible de no entender, que enternecía al maestro de matemáticas, el cual era un joven concienzudo, nuevo en aquellas lides y reacio a avanzar un paso hasta que toda la clase hubiera entendido la etapa anterior. Fiándose de las apariencias, interpretaba la seria expresión de esfuerzo mental de Guillermo como un bienintencionado y profundo interés por el Algebra. Por tanto, a menos que el rostro de Guillermo se despejase, la lección permanecía indefinidamente en el mismo punto.
Pero Guillermo, en aquella clase, desperdició todas las ocasiones de no entender, e ignoró las miradas de reproche y los codazos de sus condiscípulos. Algunos de estos trataron de sustituirle, pero carecían de su destreza. No sabían, como Guillermo, inventar una nueva dificultad mientras el profesor explicaba la primera. La lección avanzó a temible velocidad y el maestro comenzó a imaginar lo inimaginable, esto es, que ya comprendían las matemáticas.
Los Proscritos salieron del colegio y, como siempre, jugaron a tirarse a la cuneta. Guillermo lo hacía como quien piensa en otras cosas.
—Tuvimos suerte, ¿eh? —comentaba Pelirrojo—. Creí que nos castigarían por lo de la conferencia.
—¿Por qué le tiraste la pelota a la cabeza? —gruñó Douglas.
—Para que vieseis mi puntería —se enorgulleció Pelirrojo—. Apuesto a que tú no puedes acertarle.
—No, ni tú si lo quisieras.
Guillermo exclamó:
—¿Le oísteis decir que todo el mundo debe adoptar un huérfano?
—No lo dijo.
—Lo dijo y yo lo oí. Aseguró que si todos adoptáramos un huérfano tendrían que cerrar los orfelinatos.
—¡Bah! Cállate.
—Anda, hazme callar, si puedes —desafió Guillermo.
Pelirrojo le atacó y rodaron, luchando a brazo partido, en la carretera hasta que una motocicleta les obligó a saltar a la cuneta. Allí encontraron un sapo. Pelearon para decidir a quién pertenecía el animal (el sapo desapareció durante la contienda) y se levantaron muy animados, sin recordar por qué habían luchado.
—¿Qué haremos esta tarde? —preguntó Douglas—. Tenemos fiesta. Vamos al río.
—Dijo que todos debían adoptar un huérfano —declaró Guillermo, de pronto—. Eso, según él, da suerte.
—No lo dijo —negó Pelirrojo, nuevamente.
—Las herraduras dan suerte —indicó Douglas.
—Yo pienso en los huérfanos —se obstinó Guillermo—. Él dijo que todo el mundo debería adoptar uno y que dan suerte. Vosotros no escuchabais. No lo dijo así, sino como hablan los conferenciantes, de un modo raro. Pero deseaba decir que dan suerte.
—No.
—Sí. Adoptar un huérfano es un deber social. Las personas que llevan zapatos y camisa deben adoptar uno. Vosotros no escuchabais. Yo sí, porque el maestro me miraba, y yo tuve que mirar al conferenciante, y cuando se mira a alguien hay que escuchar lo que dice aunque no se quiera. A los huérfanos hay que proporcionarles un hogar. Es un deber social.
—¿Y qué es un deber social? —preguntó Pelirrojo.
—No lo sé.
—Nosotros no podemos adoptar un huérfano, ¿verdad? —dijo Pelirrojo—. ¿Qué haremos esta tarde? No me interesa ir a pescar. Juguemos a pieles rojas.
—Podríamos decir a nuestros padres que es un deber social —insistió Guillermo.
—Juguemos a pieles rojas en el bosque.
—No le escuchabais. Un huérfano bendice a los que le adoptan. Y yo pediré a mi madre que adopte uno. Se lo diré como él lo dijo.
Guillermo olvidó la conferencia ante su comida favorita: patatas asadas, pollo y crema. Una tía, que comía con los Brown, le lanzó una mirada tenebrosa y dijo:
—Guillermo, comprende que eres muy afortunado. Muchos niños no tienen padres ni una casa tan buena.
Guillermo casi se atragantó.
—Mamá, adoptemos un huérfano —dijo.
—¿Qué? —exclamó la señora Brown.
—Que adoptemos un huérfano —repitió Guillermo, impaciente.
—¿Por qué?
—Un hombre habló en el colegio esta mañana de que tenemos esa obligación. Además, da suerte.
—¿Cómo?
—Fue él quien lo dijo —respondió Guillermo con el aire tranquilo del que renuncia a toda responsabilidad.
—¡Guillermo! Estoy segura de que no dijo eso.
—Porque no le oíste. Yo le escuché porque tenía cerca el maestro. Habló como todos los conferenciantes, pero le entendí.
—¡Qué tonterías!
—Entonces, ¿no lo adoptarás?
—Claro que no.
—Bueno, pues no me eches las culpas si no tienes suerte —dijo Guillermo en tono sombrío—. Piensas en arrojar sal por encima del hombro cuando tiras el salero, en tocar madera y en otras cosas, y te niegas a adoptar un huérfano. Te los dan gratis. Y podría ponerse mi ropa. Sí, claro. Se pondría mi traje de fiesta cuando yo llevase el de diario, y el de diario cuando yo llevase el de fiesta. Dormiría conmigo y yo le daría la mitad de mi comida. No os costaría nada. Aquel hombre dijo…
—Cuando yo era niña —medió la tía—, los niños no hablaban en presencia de los mayores.
—Guillermo, come y calla.
Guillermo acabó la comida en un silencio impenetrable. Después se reunió con los Proscritos.
—Yo le pedí uno y ella se negó —dijo desconsolado—. ¿Y vosotros?
Resultó que Douglas había insinuado el asunto en su casa y que su madre había rechazado la idea tan perentoriamente como la de Guillermo.
—Bueno, juguemos a pieles rojas —se impacientó Pelirrojo.
Guillermo no renunciaba a sus propósitos tan fácilmente.
—¿Por qué no adoptamos uno? —inquirió.
Sus amigos se quedaron boquiabiertos.
—¡Imposible! —gritó Pelirrojo.
—¿Por qué? —dijo Guillermo, agresivo—. Tenemos el mismo derecho que todo el mundo.
—No nos dejarán —avisó Douglas.
—No hace falta que lo sepan —contestó Guillermo—. Lo tendríamos en el cobertizo mientras estuviésemos en el colegio y le daríamos comida, un poquito cada uno. Dormiría cada noche con uno de nosotros. No le verían subir si tuviésemos cuidado. Metiéndose debajo de la cama por la mañana, cuando nos despiertan, nadie le vería y saldría mientras desayunábamos. Sería tan divertido como esconder a un preso fugado. Siempre he deseado vivir en los días en que se escondía a los fugitivos. Y estaría tan agradecido que haría cualquier cosa por nosotros. Nos recogería las pelotas perdidas, nos haría las flechas y sería nuestro cocinero.
—¿No iría al colegio? —objetó Enrique—. Hay una ley que nos obliga a estudiar. Si no sabes nada de mayor, porque no has ido al colegio, te meten en la cárcel.
—¡Ojalá fuese al colegio por mí! —suspiró Guillermo y, de pronto, se le iluminó la cara—. ¡Zambomba! Ya sé lo que haré. Buscaré uno que se parezca a mí para que me sustituya en el colegio. Así podré hacer novillos.
—Y de mayor te meterán en la cárcel porque no sabrás nada —le avisó Enrique—. Ellos tienen esa ley.
—¿Y a mí qué? —desdeñó Guillermo—. Valdrá la pena… Y quizá me consiga buenas notas. Mi padre me ha prometido cinco chelines si las tengo. Yo le daría la mitad.
—No encontrarás nunca a uno que se parezca —dijo Pelirrojo, examinando el rostro, ordinario y pecoso, la expresión de agresiva determinación y el pelo tieso de su camarada—. No creo que haya nadie parecido a ti.
—¿Por qué no? —exclamó Guillermo, husmeando un insulto personal.
Pelirrojo, que había intentado insultarle, ante su tono se apresuró a recoger velas.
—Porque todos somos distintos. Y te conocen tan bien en el colegio, que los maestros sabrían que no eras tú y lo echarían todo a perder.
Los Proscritos empezaban a interesarse por el huérfano. Guillermo poseía el don de lograr que resultaran lógicas las ideas más disparatadas.
—¿De dónde lo sacarás? —preguntó Douglas.
—¿De dónde los sacan ellos? —repuso Guillermo.
—Ponen anuncios seguramente —dijo Enrique.
—Está bien. Pondremos un anuncio —decidió Guillermo.
* * *
Escribieron el anuncio y lo clavaron en la entrada del cobertizo. Era corto. Sin embargo, los Proscritos hubieron de estrujarse mucho el cerebro para componerlo. Su conocimiento de la literatura mundial era muy parco y ninguno recordaba haber visto impresa la palabra «huérfano».
Al principio, no toparon con dificultades. Guillermo escribió con mano firme «güérfano», sin más inconveniente que los borrones que dejaba su pluma despuntada (las plumas de Guillermo siempre lo estaban). Douglas, convencido de que tenía la obligación de sostener su categoría de genio ortográfico, fue el primero en dudar de su corrección.
—Creo que está mal escrito.
—¡Ca! No puede escribirse de otro modo —afirmó Guillermo, con decisión—. Se pronuncia «güer» y después se dice «fano», ¿verdad? Por tanto, se escribe «güérfano».
—A ti te parece que suena así, pero es «uérfano».
—Lo pondremos de los dos modos. Así, si alguno se presenta, lo entenderá.
Pero Douglas seguía reflexionando. Cuanto más pensaba tanto más dificultoso le resultaba el problema.
—También podría ser «güelfano» —comentó—. No hay reglas fijas en estos casos.
El asunto era demasiado complicado para Guillermo.
—Muy bien. Si lo escribimos de todas las maneras posibles, el que venga entenderá lo que necesitamos que nos traigan.
Douglas redactó un nuevo letrero de la siguiente manera:
güerfano
guélfano
uérfano
uélfano
Se necesita un
Lo clavaron en la puerta y lo contemplaron con orgullo.
—Vendrá antes si no le esperamos —dijo Guillermo—. Nunca ocurre lo que uno espera. Vamos a buscar uno. Apuesto a que nos estará aguardando aquí cuando regresemos.
Los Proscritos, reconociendo que tenía razón, se pusieron en marcha. Pelirrojo, sin embargo, se detuvo con expresión de duda.
—Se reirá de nosotros porque no sabemos ortografía —comentó.
Douglas retrocedió y escribió, lenta y cuidadosamente, al pie del anuncio:
«Savemos quál está vien.»
* * *
Clarence Mapleton, en la entrada del jardín de su tía, lanzó una mirada sombría a su alrededor. Le habían ordenado que no fuese a la carretera. Por tanto, como declaración de independencia, que en el fondo no le interesó (el jardín le parecía mucho más atractivo), se paseó por ella varias veces. Después se detuvo en la entrada, completamente abatido.
Tenía casi ocho años y todavía llevaba un rollo de bucles en lo alto de la cabeza, blusita y bragas, de las que brotaban sus largas piernas, las cuales terminaban en calcetines cortos e ignominiosos zapatos de charol. Pero, a pesar de su aspecto, en el pecho de Clarence Mapleton ardía un corazón viril, que se retorcía de vergüenza por culpa de su indumentaria. Además de Clarence, se llamaba Juan, cosa que nadie parecía recordar, sobre todo porque la tía con quien vivía se empeñaba en darle el primer nombre.
Era la niña del ojo de su tía, que le adoraba desde los bucles a los zapatos de charol y le daba el título afectuoso de «lucerito de casa». A sus peticiones de una indumentaria más masculina, la buena señora respondía:
—¡Oh, no, no, hijito! Aún no tienes edad de usar esos horribles trajes de muchachote. ¿Quién es la preciosidad de su tía?
A veces empleaba piropos más nauseabundos.
Y tenía institutriz.
—No, nene mío —decía la tía—. No quiero que trates con esos malísimos y feos chicos del colegio.
Dada su situación, Clarence no se había desenvuelto mal. Se encargó de su propia educación, bajo la dirección del aprendiz del carnicero. Sus bucles y su blusa no le impedían hacer frente, con vigorosa resistencia, en una lucha a brazo partido, al aprendiz, mucho más alto que él y de belicoso temperamento. Andaba sobre las manos. Retorcía sus angelicales facciones en muecas pavorosas, que asustaban a los hombres más curtidos. Su amante tía le peinaba, lavaba y cambiaba doce veces al día, y otras tantas Clarence se despeinaba, ensuciaba y desgarraba en defensa de su virilidad.
Apoyado en el poste de la entrada, con las manos en los bolsillos, maquinaba varios modos dramáticos para libertarse de su ignominiosa situación. Por ejemplo, una banda de ladrones asaltaba la casa, dispuesta a matar a su tía, y él le ofrecía salvarla a condición de que le permitiera asistir al colegio, vestirse como los otros muchachos y llamarse Juan. Ella se lo prometía y él diezmaba a los ladrones. Su tía, aunque cargada de defectos, cumplía siempre sus promesas.
Los pieles rojas se disponían a incendiar el edificio. Él se ofrecía a ahuyentarlos a condición de que le permitiera asistir al colegio, vestirse como los otros muchachos y llamarse Juan. Ella se lo prometía y él diezmaba a los pieles rojas.
Él y su tía se veían rodeados de una manada de lobos en el bosque. Las fieras se disponían a matarla, y él le ofrecía salvarla a condición de que le permitiera asistir al colegio, vestirse como los otros muchachos y llamarse Juan. Ella se lo prometía y él diezmaba a los lobos.
Unos caníbales los habían capturado y…
Volvió a la realidad sobresaltado.
Cuatro muchachos andaban por la carretera, sucios, despeinados y desaliñados, como los que su tía le impedía tratar. Clarence los observó con envidia. Le miraron al pasar, charlando por los codos.
Aquella mirada hirió a Clarence en lo vivo. Jamás había visto un desprecio comparable. Les hizo una mueca y se volvieron interesados. Guillermo, aceptando el desafío, le respondió con otra. Clarence, lánguidamente recostado, le contestó.
—¿Cómo lo haces? —preguntó Guillermo.
Clarence la repitió.
—La mía es mejor —aseguró Guillermo, pero sin convicción.
Su obra maestra quedaba chiquita ante la de Clarence. Era discípulo del aprendiz del carnicero, verdadero genio en la materia.
Clarence, sin replicar, se arrojó de cabeza al suelo y anduvo por él sobre las manos. Guillermo se sostenía sobre ellas, pero no podía andar sin caerse.
—¡Bah! También lo sé hacer yo —dijo Guillermo, en tono que delataba una fanfarronada.
Clarence volvió al poste de la entrada, se dejó caer sobre los pies y se recostó de nuevo. Guillermo, algo apabullado, se introdujo los dedos en la boca y silbó de manera insoportable. Inmediatamente Clarence hizo lo mismo. Se apagaron los horribles ecos. Guillermo se dijo que los de su adversario eran los más agudos.
Los Proscritos contemplaban con vivo interés a Clarence.
—¿Qué edad tienes? —preguntó Guillermo por fin.
—Ocho —dijo Clarence, agregando dos meses de propina a sus años.
—¿Por qué te arregla así tu madre?
—No tengo madre.
—¿Qué es tu padre?
—Tampoco lo tengo.
Guillermo notó que las piernas le temblaban.
—¿Eres… eres un «güérfano»? —chilló, emocionado.
—Sí, soy un «güérfano».
La emoción amordazó a Guillermo durante unos segundos.
—¿Lo oís? ¡Es un «güérfano»! —dijo a los Proscritos restantes.
Todos parpadearon.
—Bueno, ¿y qué? ¿Es que no puedo serlo? —protestó Clarence, temiendo que le ridiculizasen.
—Nosotros… nosotros buscamos uno —contestó Guillermo, casi sin aliento.
—¿Por qué?
—Porque queremos adoptarlo.
—¿Qué es eso?
—Pues… llevarle a vivir con nosotros.
—¿Me llevaréis a vivir con vosotros? —balbuceó emocionado, Clarence.
—Sí.
—¿Y me daréis trajes como los vuestros y podré jugar con vosotros?
—Sí —dijo Guillermo—. Los días corrientes te pondrás nuestros trajes de fiesta, y los domingos los trajes de cada día. ¿Aceptas?
Clarence los examinó. Cuatro muchachos sucios, despeinados y camorristas, como le gustaban. Su cara resplandeció.
—Claro, acepto.
—Bueno. Ven con nosotros —dijo Guillermo.
Escoltaron a Clarence con orgullo de propietarios.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Guillermo.
—Juan —respondió Clarence, con dichosa inconsciencia.
En un recodo del camino, Guillermo se lanzó de pronto sobre la hierba y cazó un sapo.
Miró a su huérfano con cariño.
—Ya os dije que nos daría suerte —recordó a los Proscritos.
* * *
Estaban en el cobertizo. Habían tenido mucho trabajo aquella tarde. El huérfano exigió que le cortasen el pelo y le vistieran de modo normal. Guillermo y Pelirrojo fueron a sus respectivos hogares, aquel en busca de su traje dominguero y este de una tijera. Guillermo, generosamente, agregó sus mejores zapatos, calcetines, camisa y corbata.
Clarence se deslizó en las prendas, que le iban grandes, y puso su pelo a disposición de las torpes manos de Pelirrojo. Un cuarto de hora más tarde se paseaba por el cobertizo, pavoneándose, sonriente y acariciándose la trasquilada cabeza.
Los Proscritos, en cambio, sintieron ciertos reparos. El resultado de sus esfuerzos distaba mucho de la imagen ideal que se habían forjado.
—A mí me parece que está bastante bien, ¿eh? —dijo Guillermo en son de duda.
—Y a mí también —afirmó Pelirrojo con tibio optimismo—. Por lo menos, tiene mejor aspecto que antes.
—¿Te quedarás aquí mientras vamos al colegio? —preguntó Guillermo.
—Claro que sí —contestó el entusiasmado huérfano.
—Dormirás cada día con uno de nosotros. Te esconderás debajo de la cama cuando vengan a despertarnos y saldrás luego sin que nadie te vea. Jugarás solo en este cobertizo, mientras estamos en el colegio; te traeremos comida, jugarás con nosotros y te pondrás todos nuestros trajes. ¿Qué dices?
Miró con ansiedad a Clarence, esperando que aprobase el plan. Fue evidente que el huérfano lo aceptaba no sólo sin esfuerzo, sino con desbordante alegría.
—De acuerdo.
El huérfano colmaba todas las aspiraciones de los Proscritos. Se dispusieron de mala gana a ir a tomar el té.
—Volvemos en seguida —aseguró Guillermo— y te traeremos algo de comer. ¿Te importa que te dejemos solo un momento?
—No —dijo el huérfano y se echó una mirada—. Me cae muy bien el traje, ¿verdad?
Una vez a solas, Clarence se distrajo perfeccionando las habilidades que le habían permitido conquistar el magnífico puesto de protegido. Silbó, hizo muecas, anduvo sobre las manos, se atusó el pelo y admiró su chaqueta, cuyas mangas habían sido dobladas y vueltas a doblar hasta los codos.
Los Proscritos regresaron antes de que se agotasen sus distracciones.
Le llevaban mucha (y variada) comida. Pelirrojo un tarro de mermelada, Enrique una lata de sardinas, Douglas una naranja y Guillermo una cajita de nata. El huérfano, con una exclamación de alborozo, consumió el botín en un abrir y cerrar de ojos.
—Nunca tomé un té mejor —declaró, comiendo simultáneamente la última sardina y la última cucharada de mermelada.
Los Proscritos le observaron con envidia. Aquella merienda era superior a la que habían comido en sus casas. Además, reuniendo cuanto dinero tenían, le habían comprado caramelos, un silbato, una pistola y una barra de regaliz. En una palabra, se habían arruinado en prueba de que tomaban muy en serio el papel de padres adoptivos.
—Y tendrá que cenar —dijo Guillermo con cierta ansiedad, porque comprendía que el huérfano pondría en serio compromiso sus escasos recursos económicos—. Y necesitará dinero. Voto que le demos cada uno un penique a la semana por turnos.
—Los huérfanos no necesitan dinero —avisó Douglas.
Mas los Proscritos hacían bien las cosas o no las hacían, y le mandaron callar.
—Nadie adopta un huérfano para no darle dinero —se indignó Guillermo.
Douglas no porfió, porque no había oído hablar hasta aquella mañana de los huérfanos. Clarence apreciaba indudablemente sus buenas intenciones.
Chupaba la barra de regaliz y disparaba la pistola. Repartió los caramelos equitativamente y prestó el silbato a Guillermo.
—¿Estaré siempre con vosotros? —preguntó de repente, con ansiedad.
—Sí —dijo Guillermo en tono firme.
Los adoptantes de huérfanos sufren a veces contratiempos, pero Guillermo defendería el suyo contra todo el mundo.
—Bueno, ya ha merendado —indicó Pelirrojo—. Juguemos hasta la cena.
Se convirtieron en pieles rojas. Clarence trepó árboles, saltó vallas, atravesó setos y se arrojó a cunetas como un auténtico Proscrito. Fue derribado y aporreado sin que protestara. Guillermo estaba encantadísimo.
—Es un huérfano estupendo —confió a Pelirrojo.
Sin embargo, la admiración que sentía se vio turbada, a medida que las horas pasaban, por la creciente preocupación de que su traje dominical sufría más de lo debido a consecuencia de las proezas atléticas de su protegido.
Clarence, en cambio, creía hallarse en pleno sueño maravilloso. Los zapatos, el traje, los calcetines (exageradamente grandes, pero no le importaba), los gritos, las carreras, las peleas y las caídas con aquellos seres heroicos le obligaron a pensar que se había muerto y que estaba en el cielo.
Sus correrías terminaron, como casi todas las tardes, en una casa que se edificaba en las afueras del pueblo. Era La Meca de los Proscritos. Los albañiles se habían ido y tenían a su completa disposición andamios, maderas, escaleras, tabiques semiconstruídos, peligrosos abismos y vertiginosas alturas, serrín, cemento, ladrillos y herramientas.
Y encima, aumentando el atractivo de la aventura, de vez en cuando el futuro inquilino del edificio, salía bramando rabioso de una casa vecina y les obligaba a poner los pies en polvorosa.
Clarence se divirtió más allí que jugando a pieles rojas. Gateó por los andamios, recorrió el borde de los tabiques, se deslizó por maderos e intervino en una batalla de serrín con una impavidez y vigor que enorgulleció a Guillermo.
—No encontraríamos otro huérfano como él aunque lo buscáramos durante siglos —dijo contento a Pelirrojo.
Estaban en la cima de una pared a medio edificar. Frente a ellos, a dos metros de distancia, había otra de iguales características. Una plancha estrecha de madera las unía.
—Apuesto a que la cruzo andando sobre las manos —declaró Clarence, a quien la independencia se le había subido a la cabeza.
—Apuesto a que no —respondió Guillermo.
—Apuesto a que sí —insistió Clarence.
—Pues, anda, hazlo.
Sin dudar, Clarence se enderezó sobre las manos y, envuelto en un silencio expectante, comenzó a recorrer la plancha. A medio camino, perdió el equilibrio y se desplomó al abismo. Los Proscritos atisbaron, alarmados.
—¡Eh! —gritó Guillermo—. ¿Estás vivo?
El cemento del fondo se agitó, estremeció y surgió una especie de estatua dotada de vida.
—Sí, no me he muerto —dijo una voz apagada—. Me caí en una cosa blanda, sin hacerme daño. Tiene un gusto muy raro.
Los Proscritos se apresuraron a reunirse con su protegido. El cemento le cubría de la cabeza a los pies.
Guillermo miró con ansiedad hacia donde, conforme a sus conocimientos de la estructura humana, debía de estar su traje nuevo. Su inquebrantable optimismo llegó en su auxilio.
—Se irá si lo cepillo.
—No podemos llevarle a casa así —dijo Pelirrojo—. Es tan oscuro que no vemos nada. Faltará muy poco para acostarse.
La responsabilidad de la situación los ensombreció. Clarence los contemplaba, sereno y confiado, a través de la capa de cemento.
—Casi lo logré —exclamó alegremente—. Tuve una sensación muy agradable realmente al hundirme en eso.
—No podemos llevarle a casa así —repitió Pelirrojo.
—Tengo una idea —dijo Guillermo—. Se le irá si se frota en la hierba de la cuneta.
—En seguida vuelvo —prometió Clarence.
Se perdió en la penumbra de la carretera. Pero regresó casi al punto.
—¡Atiza! —murmuró—. Annie, la doncella de mi tía, ha pasado y me ha visto. ¡Quiero esconderme! ¡Adiós!
Se lanzó a la cocina y desapareció en las entrañas de la tierra. Los Proscritos le imitaron. Salieron al cabo de unos minutos, cuando comprobaron que nadie los buscaba.
Guillermo efectuó un cauteloso reconocimiento de los alrededores. A lo lejos, en la carretera, distinguió un bulto que corría, exhalando gemidos.
Volvió junto a sus amigos.
—No era nada —dijo—. Un chiflado andaba por los alrededores. Vamos.
Se encaminaron a sus casas, bastante pensativos. La figura de cemento era el único alegre. Andaba erguido, sin pensar en el futuro, confiando implícitamente en sus adoptadores.
—Tú le tendrás esta noche, ¿eh, Guillermo? —dijo Pelirrojo.
—Sí —contestó el padre adoptivo sin ningún calor.
Ya estaban frente a su casa.
—Buenas noches —se despidieron los otros Proscritos.
—Pero…
La súplica se perdió en el aire. Los muchachos consideraban a Guillermo causante de la responsabilidad (para toda la vida) que habían aceptado, y era lógico que sufriera los primeros apuros de la misma responsabilidad.
Guillermo, a solas con su blanquecino protegido, miró a su alrededor desesperado.
—¡Qué divertido! —dijo Clarence—. ¿Qué hacemos ahora?
—Te irás a la cama —respondió Guillermo.
Resultó más fácil de lo que preveía. Clarence trepó por el peral, que Guillermo usaba en los casos de emergencia, con gran facilidad, entró en el cuarto de su protector, salpicándolo de cemento, y dijo plácidamente:
—¿Me voy ahora a la cama?
—Sí —suspiró Guillermo, mirando asustado al suelo—. Debo cepillar tu traje y limpiar las manchas de la alfombra.
—Oye, tengo hambre —exclamó el huérfano.
Guillermo se espantó.
—Tú ponte el pijama que encontrarás en ese cajón, mientras yo voy en busca de algo. Métete debajo de la cama si oyes que alguien se acerca.
—¡Oh! ¡Menudo sueño tengo! Lo hemos pasado muy bien. ¿Qué haremos mañana?
—¿Mañana? No lo sé.
Dichas estas palabras, algo malhumorado, Guillermo descendió gateando el peral y entró ruidosamente en la casa.
Le tranquilizó oír a su madre conversando con una visita en la sala. En el comedor devoró la cena que le habían preparado y buscó algo con que nutrir a su huérfano. En el aparador halló un tarro de mermelada y media piña tropical. Sabía que le acusarían de la desaparición de la segunda, pero sólo pensó en alimentar a su huérfano a toda costa. Subió después a su cuarto, esperando que su traje y la alfombra hubieran mejorado de aspecto.
Pero su estado era más espantoso de lo que recordaba. La situación tomaba la magnitud de una pesadilla.
El huérfano se había esfumado debajo de la cama. Una espesa y repeledora capa de polvo blanco cubría todas las cosas del dormitorio. Era inconcebible que un limitado cuerpo humano pudiera contener tan ingente cantidad de cemento.
Clarence reapareció al entrar Guillermo.
Clarence reapareció al entrar Guillermo. Sus ojos destellaron al fijarse en su cena.
—¡Qué pistonudo! —exclamó—. Es mucho mejor que las gachas, las sopas de leche y las otras bobadas que me daban.
—Date prisa. Tenemos que acostarnos —dijo Guillermo con ansiedad—. Puede que vengan.
El huérfano le obedeció. Minutos más tarde saltaba a la cama, cemento y mermelada incluidos.
—¿No te viene a ver tu madre cuando estás en la cama? —preguntó, algo asustado—. Mi tía lo hace.
—Sólo abre la puerta y cree que estoy dormido si no hablo. Vamos, procura dormirte.
Pero Clarence ya disfrutaba del sueño de los justos.
En cambio, Guillermo tardó bastante en dormirse. Trataba de desenredar su laberíntica situación. Problemas no le faltaban. Tenía que pensar en la comida, merienda y cena del día siguiente. Y en el desayuno. Habría de encontrar cuatro comidas al día. Además, su traje nuevo… Pelirrojo le relevaría a la noche siguiente…
¡Uf! Estaba muerto de cansancio. Se durmió.
* * *
La señora Brown oteó, desde la puerta del jardín, la carretera en todas las direcciones. Oscurecía. ¿Por qué se retrasaría Guillermo? Con tal de que no estuviera haciendo alguna travesura…
La figura que se dibujó en la penumbra no era la de su hijo. En realidad, pertenecía a una doncella que corría como el viento. Su delantal flotaba en pos de ella. Y gemía desgarradoramente.
—Está muerto… está muerto. Vi su fantasma… ¡Mueeerto!
—¿Quién ha muerto? —preguntó la señora Brown.
—Clarence —sollozó la doncella—. He visto su fantasma. ¡Lo he visto! ¡Oo… ooh! Me parece que voy a desmayarme.
La señora Brown la condujo a la casa, la acomodó en una butaca de la sala y le hizo aspirar un frasquito de sales.
—Cuéntemelo todo ahora —ordenó a continuación.
La doncella respiró con fuerza.
—Clarence… —lloriqueó—. Se perdió. No le encontramos en los alrededores. Era tan mono, con rizos como el oro…
Se echó a llorar estrepitosamente.
—¡Calma, calma! Sí, sería muy lindo —dijo la señora Brown—. Pero ¿qué sucedió?
—Lo que le cuento —tartamudeó la doncella—. Desapareció como si la tierra lo hubiese tragado. Le habrán matado… La señora me mandó que le buscase por la carretera, mientras ella telefoneaba a la policía… ¡Y vi su fantasma! ¡Está muerto!
—¡Tonterías! —profirió la señora Brown, cortando de raíz un prometedor ataque de nervios—. Habrá visto un árbol o… o una sombra o algo. No existen fantasmas.
—Sí, señora; existen. Lo vieron mis propios ojos —repuso la doncella, solemnemente—. Pero muy distinto de cuando vivía… muy blanco y brillante. Su cabeza había cambiado y llevaba un traje muy raro, que relucía en la oscuridad. Era su fantasma. Ha muerto.
El ataque de nervios de la doncella tornó a resurgir. La señora Brown oyó aliviada que su esposo abría la puerta de la calle.
—No se mueva —dijo—. Pediré a mi marido que hable con usted.
Al cabo de unos momentos regresaba en compañía del señor Brown, el cual la seguía de muy mala gana.
—Es que yo no puedo hacer nada… —murmuraba el caballero.
—Explique al señor lo que vio.
La doncella, que empezaba a gozar en secreto de su recién conquistada posición de mensajera de noticias del mundo de los espíritus, habló con ímpetu torrencial.
—… Y así le vi, blanco y brillante, muy distinto de cuando vivía. Su cabeza había cambiado. Le rodeaba una de esas cosas redondas… ¿Cómo se llaman, señora?
—¿Un halo? —insinuó la señora Brown.
—Sí, halo. También llevaba una camisa larga. Me miró, resplandeciendo como un ángel. Quiso decirme algo. Pero me entró mucho miedo… Usted lo habría tenido en mi caso, señor. Salí disparada como un cohete y la señora le dirá, señor, que hubiera caído redonda, muerta como un cadáver, si no me hubiese dado a oler algo.
La señora Brown, muy preocupada, comprendió que su esposo no pensaba en mediar en el asunto. Antes bien, se dirigía hacia la puerta, consultando su reloj.
—Conque sí, ¿eh? Muy singular —masculló y se despidió de su mujer despiadadamente—. Hasta luego, querida. Supongo que cenamos a la hora de costumbre.
La señora Brown se encaró con su visitante.
—Me sería imposible desandar ese camino. No soy amiga de
fantasmas.
—Será preferible que vuelva a su casa —dijo.
—Me sería imposible desandar ese camino aunque… aunque me matasen, señora. No soy amiga de fantasmas. Me tiemblan las piernas y aún el corazón me golpea las costillas como si se hubiera vuelto loco. Me extraña no haber muerto.
—¿Fue a buscarle dejando sola a su señora?
—Sí, busqué a ese angelito. Cuando llegué a esa parte de la carretera.
—Ya me lo ha contado —interrumpió la señora Brown—. Telefonearé a su señora que está usted aquí.
Sintió, como siempre, un innegable alivio al oír que Guillermo entraba en el comedor. Subiría a verle en cuanto hubiese telefoneado. Pero Annie, barruntando que perdía su atención, la reclamó fingiendo un desmayo, al que se hizo frente con una copita de coñac. La tía de Clarence compareció cuando se recobraba del desvanecimiento.
Annie, estimulada por el licor, se puso a hablar a chorros.
—¡Oh, señora! En la carretera, mientras le buscaba, se me apareció de pronto su espíritu en la oscuridad, brillando como una luz. Tenía un halo en la cabeza como si estuviera en el cielo. Y una túnica blanca y grandes alas. Me miró diciendo: «Comunícale que la quiero mucho y que soy muy feliz».
Las lágrimas de emoción le impidieron continuar. El llanto se contagió a la tía de Clarence y ambas sollozaron al unísono.
—¡Le han matado! —gimió Annie.
—¡Cuánto le amaba! —suspiró la tía de Clarence.
—Su luz me cegó…
—La niña de mis ojos…
—«Que la quiero mucho y que soy muy feliz con los ángeles»…
—Si le hubiera cortado el pelo, como deseaba…
—Con una túnica larga, larga, y tocando un arpa…
La señora Brown atajó otro presunto ataque de nervios, llevando apresuradamente a Annie a la cocina, donde la entregó a su cocinera y doncella, las cuales, por gustarles mucho los ataques de nervios, sabían curarlos a la perfección.
La tía de Clarence se había tranquilizado algo por entonces.
—Como supondrá, no creo que viera su fantasma, pero es horrible —sollozó—. Me muero de angustia. He telefoneado a todas las comisarías de la región. ¡Ojalá no haya cometido una locura por mi culpa! Anhelaba vestir como los otros niños, ir al colegio y que le llamara Juan… ¡y me negué!… ¡Dios mío! ¡Se lo permitiría si apareciera sano y salvo! ¡Lo juro! ¿Tiene usted un hijo pequeño?
—Sí —dijo la señora Brown.
—Entonces sabrá cómo se adueñan de nuestro corazón.
—¡Hum!… Sí —dijo la madre de Guillermo, sin mucha convicción.
—¿Está ahora en la cama?
La señora Brown afirmó. Su experto oído hacia cierto tiempo que no percibía golpes y choques en el dormitorio de su hijo menor, prueba de que estaba descansando.
—¿Dormirá?
—Lo espero.
—¿No le visita cuando duerme?
—No tengo esa costumbre.
—Yo voy a observar a mi Clarence… ¿Consiente que vea a su niñito dormido? Calmará mi… mi agonía y podré imaginar que Clarence tiene su cabecita en la misma almohada.
—Como usted guste —accedió la señora Brown, no de muy buena gana.
Fueron a la escalera. La voz de Annie salía de la cocina.
—… Tan blanco que casi me cegó…
La señora Brown empujó la puerta del cuarto y ambas señoras entraron de puntillas.
En la almohada, una junto a otra, estaban las cabezas de Clarence y Guillermo. Este no había pensado en lavar a su huérfano. Un chorretón circular de mermelada destacaba en la mejilla de Clarence sobre un fondo de cemento. Su pelo mal cortado aparecía totalmente blanco…
Una sonrisa dichosa acompañaba su sueño.