GUILLERMO Y LOS ACAMPADOS

Lo notable fue que los lanitas inventaran el juego. Los secuaces de Huberto Lane no gozaban de gran inventiva y, por lo general, remedaban los pasatiempos de los Proscritos, y sin mucha habilidad. No había duda, sin embargo, de que Huberto había inventado los «salvajes» o, mejor aún, de que los había introducido en la comarca, porque no podía creerse que hubiera inventado algo tan atractivo.

Los «salvajes» se pintaban la cara de negro, se ponían mantas o alfombras sobre los hombros y recorrían en bandas los campos, combatiendo entre sí y encendiendo hogueras. Había sólo dos grandes grupos, los lanitas y los Proscritos, en los que se enrolaban todos los muchachos del vecindario. Los primeros evitaban los choques directos con los segundos, contentándose con imaginarias batallas contra imaginarios enemigos a los que siempre vencían.

Durante el curso habían tenido poco tiempo para tales actividades. Pero, llegadas las vacaciones estivales, todas las horas del día estaban a su disposición. El verano, sin embargo, es anormal. Mucha gente se traslada a otros sitios durante el mismo. Por lo tanto, el contingente de «salvajes» se había reducido. El destino, maltratando a los Proscritos, diezmó, bien con los viajes o la escarlatina, su número hasta que sólo quedaron dos, Guillermo y Pelirrojo, por toda representación de su pasada fuerza «salvaje». La mayoría estaban enfermos.

En cambio, la banda de Huberto estaba completa. Los lanitas, advirtiéndolo, notaron un desconocido valor en su pecho. Una nota horripilante vibró en su grito de guerra, que, en circunstancias normales, daba pena comparado con el de los Proscritos. Era un largo «oooooo», interminable, pero sencillo al fin. El de los Proscritos, más complicado y artístico, principiaba con un «raaa» bajo, que crecía en volumen y agudez hasta terminar en un fiero y repentino «¡Uf!».

* * *


—No nos peleemos hasta el jueves —dijo Guillermo.


En aquel instante apareció un lanita en la puerta. Llevaba una bandera blanca.

Guillermo y Pelirrojo se habían encontrado en el cobertizo para discutir la grave situación. Incluso el indómito espíritu de Guillermo rechazaba la idea de batirse en campo abierto con la nutrida hueste adversaria.

—Bueno, ¿qué haremos? —inquirió Pelirrojo.

—No nos peleemos hasta el jueves —dijo Guillermo—. El jueves vuelven muchos de los nuestros.

Se expresó apesadumbrado. Aquella política le repugnaba.

En aquel instante apareció un lanita en la puerta del cobertizo. Llevaba una bandera blanca, consistente en un pañuelo atado a un palo, y una misiva. La entregó a Guillermo.

—Traigo una carta de Huberto —anunció—. Y no podéis tocarme porque llevo un pañuelo atado a un palo. La ley lo prohíbe —y el emisario continuó con un aire de modesta omnisciencia—: En las guerras lo hacen cuando llevan cartas. Atan un pañuelo blanco a un palo, y todo el mundo los respeta.

Guillermo estudió el pañuelo imparcialmente.

—¿Llamas blanco a eso? —preguntó.

—Es blanco, de veras —afirmó el emisario con ansiedad—. Sólo tiene unas manchas de tinta y un poco de barro.

—Los sucios de tinta no valen —intervino Pelirrojo—. Sé que muchos fueron fusilados por ese motivo —el emisario retrocedió, palideciendo y Pelirrojo agregó, desdeñoso—: No tengas miedo. ¿Para qué vamos a fusilarte? Apuesto a que, si te mirase fijo, se te caerían los brazos y las piernas, porque llevas un pañuelo manchado de tinta y de barro, que no vale.

El emisario, que había considerado la bandera como un amuleto, se dispuso a huir. Pelirrojo le cerró el paso.

—Cálmate —le dijo—. No te miraré hasta que se te caigan los brazos y las piernas. Me es imposible. ¡Tienes una cara…!

Guillermo había leído la carta varias veces. La entregó a Pelirrojo con una carcajada de desprecio, destinada a impresionar al emisario. Pero este solamente se fijaba en Pelirrojo. La misiva decía:

«Los “salvajes” abajo firmantes desafían a los salvajes Proscritos a luchar el martes, a las tres de la tarde, en Ringers Hill».

Se acompañaban las firmas de Huberto Lane y de toda su pandilla.

La treta era evidente. Huberto estaba enterado de que los Proscritos recibirían refuerzos el jueves y se proponía combatir antes de tal fecha. Contaba con algunos buenos campeones en sus filas. Y Guillermo, el audaz optimista, comprendió que él y Pelirrojo no podrían ofrecer resistencia. Pero su carcajada fue convincente.

—Está bien. Dile a Huberto que iremos y que se prepare.

Su tono era siniestro. Guillermo no permitía que le amordazasen las situaciones más peligrosas.

—Sólo sois dos, ¿verdad? —preguntó, desconcertado, el emisario.

—¿Lo crees? —dijo Guillermo, como si tanta ingenuidad le hiciera cosquillas—. Espera y lo verás. Eso es todo.

—Anda, llévale el parte —ordenó Pelirrojo—. Agárrate bien los brazos y las piernas. Ese pañuelo no te los aguantará. ¡Cuidado, que te miro!

El emisario huyó, aullando de terror. De vez en cuando se volvía y, notando que Pelirrojo todavía le miraba, redoblaba su velocidad y sus gritos. Así que hubo desaparecido, Guillermo se despojó de su aspecto confiado.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó, sin ánimos, a Pelirrojo, camino de sus casas.

—Buscar «salvajes» que peleen con nosotros —dijo su amigo.

—Es inútil. No hay ni uno —exclamó Guillermo—. Se han ido o están con Huberto.

Entonces Pelirrojo se mordió la lengua. Había descubierto, más allá de un seto, unas tiendas de campaña. Junto al arroyo que cruzaba el campo había tres chicos forasteros.

¡Troncho! —murmuró Guillermo.

Como de común acuerdo, cruzaron el seto y se dirigieron cautamente hacia la corriente de agua.

Lo apariencia de los tres muchachos no era muy tranquilizadora. Estaban bien peinados y limpios, y lavaban unas tazas con concienzuda absorción. No sólo no cedían a la tentación (que para los Proscritos hubiese sido irresistible) de arrojarse agua, sino que parecían no sentirla.

Guillermo y Pelirrojo los contemplaron un rato, mudos de estupefacción. Por fin, iniciaron el diálogo.

—¿Acampáis aquí? —preguntó Guillermo.

El chico más grande, muy pulcro y decoroso, se encargó de responder.

—Sí, llegamos ayer. La directora de nuestra escuela dominical, la señora Griffiths-Griffiths, ha tenido la bondad de traernos.

—¡Oh! —dijo Guillermo y agregó—: ¿Estudiáis todos con ella?

—No, pertenecemos a diferentes clases —contestó, serio y cortés, el chico—. Hemos venido todos los que llegamos puntuales, no hacemos faltas, tenemos buenas notas y nos portamos bien.

—¡Oh! —repitió Guillermo, más débilmente.

En su mente nacía un plan. De lo contrario, apabullado como estaba por tanta virtud, se hubiese apresurado a huir de aquellos ángeles de carne y hueso. En cambio, dijo insinuante:

—¿Cómo pasáis el día?

—Vamos de excursión y recogemos flores silvestres. Deseamos formar una colección. Hemos encontrado ya muchos ejemplares nuevos. A veces jugamos todos juntos.

—¿A qué? —indagó Guillermo algo más animado.

—A juegos quietos. A la señora Griffiths-Griffiths no le gustan los violentos.

—Podría prestarle un bate de «cricket» —indicó Guillermo, obsesionado por su plan.

El chico meneó la cabeza.

—No jugamos a eso. Es peligroso. A veces ocurren accidentes muy desagradables.

—¡Zambomba! —suspiró Guillermo, pero añadió—: Si os gusta, podréis ayudarnos en una lucha magnífica que…

—No está bien pelear —replicó el chico, perdiendo el color—. La gente se hace daño peleando. Los que se pegan no reciben nunca la medalla de buena conducta.

Guillermo y Pelirrojo se fueron precipitadamente.

—No perdamos más tiempo con ellos —gruñó Pelirrojo.

—Tienes razón —dijo Guillermo, muy pensativo, y agregó—: Pero son tantos… Se podría formar una banda estupenda.

—Cien como esos no serían una banda estupenda.

—¡Hum! Pero hay que pensar un plan.

—Cien planes serían inútiles con ellos.

Guillermo, siempre menos pesimista que Pelirrojo, dijo muy despacio:

—Naturalmente, habrá de ser muy astuto.

Pasaban por delante de la tienda más pequeña. De ella salió una mujer muy alta, de pelo canoso, vestida con un largo guardapolvos verde.

—Buenas tardes, queridos niños —saludó con efusión—. ¿Os gusta nuestro pequeño campamento? Le llamo el Campamento de la Virtud Recompensada. Sus componentes han ganado unas cortas vacaciones con su limpieza, orden, obediencia, puntualidad y diligencia, constantes durante todo el año. ¿Quién no se enorgullecería de tales virtudes? Mis niños están orgullosos de ellas. Merecen que se les recompense. Nos dedicamos a la botánica y tal vez empecemos a estudiar la geología. ¿Os interesan a vosotros, queridos? —preguntó la dama, tras cierta vacilación—. Si es así, podréis acompañarnos en nuestras excursiones.

—Muchas gracias —dijo Guillermo, sin comprometerse, y prosiguió—: ¿No hacen nada más que coger flores y cosas parecidas?

—Mi querido niño, el martes tendremos una gran sorpresa. Un misionero, vuelto del centro de Asia, pronunciará una conferencia en el Ayuntamiento. Procuraremos asistir, sacrificando la busca de flores. ¿Sabes que hay más de cien clases distintas en los alrededores?

Guillermo emitió un ruido que a nada comprometía.

—Acompañadnos en nuestras expediciones. Os beneficiará el trato con mis niños —dijo la señora, y observándolos con mayor detención, añadió—: Pero os ruego que os presentéis un poco más limpios y adecentados.

—Estaba limpio cuando salí de casa —aseguró Guillermo, que tenía, por lo visto, oscuras razones para engatusar a la dama—. Me he «indecentado» desde entonces. El aire, ¿sabe?, está sucio. No puedo evitar que me dé, ¿verdad?, ni que me despeine. Pero me arreglaré en cuanto llegue a casa.

—Hazlo, hijo mío. Imita a mis niños. Te servirán de modelo.

—Se lo prometo —contestó Guillermo, untuosamente—. Ahora mismo voy a preguntarles cómo lo consiguen.

Se quitó la gorra con elegante cortesía y se acercó a un grupo de chicos, sentados a una mesa, en la entrada de la tienda. Pegaban flores disecadas en unos álbumes.

La conversación de ellos defraudó a Guillermo. Sólo les interesaba la colección de flores, la conferencia del martes, la limpieza, orden, diligencia y obediencia. No les importaba nada más. De lo contrario, naturalmente, no hubiesen disfrutado de aquellas vacaciones. Varias veces, con maquiavélica diplomacia, Guillermo se refirió a la lucha y siempre le miraron con horror.

—Nunca peleamos. Nos estropearíamos los trajes y la señora Griffiths-Griffiths se disgustaría.

—No deseo pelear con nadie —dijo un chiquillo, enarcando piadosamente las cejas—. Amo a todos.

—Pero cuando quieres hacer algo emocionante… —empezó Guillermo.

El chiquillo le interrumpió.

—Cuando quiero hacer algo emocionante, procuro encontrar una flor desconocida para mi colección.

Guillermo volvió a su casa muy alicaído. Reconocía su derrota. Ni él ni nadie encenderían el sagrado fuego de la batalla en aquellos niños. Pero no desistía de su esperanza. Diez chicos, diez «salvajes» en potencia para su banda… Se aferró a la ilusión de enrolarlos, aunque no sabía cómo.

En los días siguientes frecuentó el campamento sin éxito. Sus alusiones a la lucha inminente o a la guerra en general repelían y horrorizaban a los acampados. Únicamente les interesaban sus medallas, su prójimo, su pulcritud y su orden. Iban de excursión en correctas filas, preparaban las comidas y escuchaban la lectura de obras edificantes que les ofrecía la señora Griffiths-Griffiths. En ocasiones jugaban a prendas. Guillermo, a pesar de las escasas promesas que encerraba la situación, derrochaba astucia y disimulaba su verdadera índole. Esto no quiere decir que fingiera compartir su entusiasmo, sino que, con admirable dominio de sí mismo, escuchaba sus opiniones en silencio y se abstenía de aporrearlos.

—No nos servirán —informó, desengañado, a Pelirrojo—, aunque alguien los convenza de que peleen. Son idiotas. Siempre pensé que lavarse y arreglarse tanto le quita a uno la fuerza, antes de que llegue al cerebro o a los puños —continuó, acalorándose—. Míralos. ¿Qué te parece? Gastan su fuerza en lavarse y peinarse, y por eso son tontos y blanduchos. Me servirá de lección. Quiero conservar mi fuerza para ser listo y valiente. No la gastaré en lavarme ni peinarme.

—Pero ¿y lo de Huberto? —dijo Pelirrojo, muy agitado—. Mañana es martes. Si no saben pelear, será una lástima, de todos modos, que vayan a la conferencia. ¿No tienes todavía un plan?

—¿Un plan sin nada que sirva de plan? —se indignó Guillermo—. Los planes no se hacen de la nada. ¡Ojalá fuesen ellos chicos normales! Entonces tendría un plan.

—Unos chicos normales no estarían acampados.

—Esta tarde pensaremos un plan.

—¿Cuándo? —exclamó Pelirrojo con amargura—. Betty Brewster celebra hoy su cumpleaños.

Su alma se oscureció. Ambos detestaban las fiestas de cumpleaños y sus padres les forzaban, sin embargo, a asistir continuamente a ellas. Y para colmo de ignominia, aquella era de una niñita.

—Quizá nos den un té decente —dijo Pelirrojo, enfocando la cuestión desde un punto de vista más risueño.

—Tendrá que ser muy decente —masculló Guillermo, en plena melancolía— para que soporte a Betty y a sus amigos. Seguramente jugaremos a prendas.

Con un ruido expresivo patentizó las náuseas que sentía. Después, recobró su atormentada expresión de abyecta melancolía.

—Te pasaré a buscar e iremos juntos —dijo Pelirrojo.

—Sí, andaremos muy despacio —propuso Guillermo—. Tal vez lleguemos cuando hayan jugado a prendas. Prefiero tomar el té y volver a casa inmediatamente, aunque sirven primero a las chicas, que se comen todos los pasteles y nos dejan lo poco que sobra.

* * *

Pelirrojo le recogió a la hora convenida y anduvieron muy despacio. El vigoroso tratamiento higiénico que ambos habían sufrido, los había desanimado hasta el extremo de que no pensaron en arrojarse a la cuneta, ni en andar por el borde de la valla que limitaba la carretera.

—Todos los disgustos vienen de golpe —se quejó Guillermo—. Esta fiesta y la pelea con Huberto. Todos de golpe. Me gustaría ser aquel hombre tan bueno que se tragó una ballena, como cuenta la Historia Sagrada.

—El bueno se llamó Job —dijo Pelirrojo, cuyos conocimientos bíblicos eran algo superiores—. Y el que se tragó la ballena Jonás. Y no se la tragó. Fue ella quien le tragó a él.

—¿Qué te apuestas a que no? —exclamó Guillermo, alegrándose de poder discutir—. Recuerdo muy bien que él se la tragó. Le ocurrieron muchas cosas malas. Tuvo un grano gordo, se cayó en las cenizas y, después se tragó la ballena. Y después sus amigos le consolaron y le pidieron que tuviera más cuidado.

Pasaron por delante del campamento. En su límite estaba, vestida con el guardapolvos, la señora Griffiths-Griffiths con una carta en la mano y gesto de preocupación. Pareció animarla la visión de Guillermo y de Pelirrojo. Nuestros amigos ofrecían un espectáculo capaz de alborozar al más exigente director de escuela dominical. Limpios y sin una arruga, con las botas brillantes y los calcetines subidos, peinados e inmaculados, recorrían la carretera despacio y modosamente. Los reconoció a pesar de que sólo (de ello se habían cuidado Guillermo y Pelirrojo) les había hablado una vez.

—Venid, queridos niños —les llamó desde la cancela.

Avanzaron hacia ella. Una nueva inspección satisfizo más aún a la dama.

—¿Os paseáis esta hermosa tarde? —dijo—. Siempre digo a mis niños que un buen paseo, gozando de las bellezas naturales, es preferible a los juegos violentos. Os felicito por vuestra limpieza. ¿Dónde vivís, preciosos?

Guillermo y Pelirrojo señalaron sus respectivas casas, que se divisaban desde allí. La conversación subsiguiente reveló que había conocido a sus madres la víspera, tomando el té en la vicaría, mientras sus pupilos clasificaban las flores recogidas por la mañana. Los contempló en silencio, antes de preguntar:

—¿Asistiréis mañana a la conferencia?

Guillermo murmuró algo que podía tomarse por una afirmación.

—Queridos niños, os confiaré mi pequeño dilema —prosiguió la dama, tras otra mirada pensativa.

Guillermo, creyendo que un dilema era una enfermedad orgánica, murmuró de nuevo.

—Una amiga mía, muy íntima, que vive en Melfield, me ha invitado a que la visite mañana por la tarde. Es el único día que tiene libre durante nuestras vacaciones y… ¿Comprendéis el dilema, hijos míos? No puedo estar en dos sitios al mismo tiempo. Me proponía llevar a mis niños a la conferencia y anhelo ver a mi amiga. Ahora ya lo sabéis.

Ante aquel final dramático, Guillermo imaginó que no estaría de más volver a murmurar. La señora Griffiths-Griffiths le puso una mano en el hombro.

—Agradezco mucho tus expresiones de simpatía, querido hiño. Pero hablemos de la solución de mi dilema. Nadie sino yo puede visitar a mi amiga; en cambio, otra persona puede conducir a mis muchachos al Ayuntamiento. Estaría sumamente reconocida a los dos niños, dos niños amables, que llevaran mis pupilos a la conferencia y los trajeran al campamento.

Los ojos de Guillermo chispearon significativamente; pero se expresó en el tono de suprema inocencia que tanto alarmaba a los que le conocían. La señora Griffiths-Griffiths, desdichadamente para ella y afortunadamente para Guillermo, no figuraba entre ellos.

—Yo y Pelirrojo nos alegraremos de ayudarla.


—Dos niños amables que llevaran a mis pupilos a la conferencia.

—¡Queridos niños! —murmuró la dama, acariciando el hombro de Guillermo—. ¡Queridos niños! ¡Qué amables sois! Cuando os vi en la carretera, tan limpios y modosos, consideré resuelto mi dilema. ¡Gracias, gracias! Venid mañana, a las dos y media, a buscar a mis pupilos, por favor. Espero regresar de mi visita más o menos cuando vosotros volváis de la conferencia. Gracias, muchas gracias. Ahora ya no os retendré más. Reanudad vuestro paseo.

Avivaron el paso hasta la casa de Betty. Guillermo, durante la fiesta, estuvo sentado en un rincón, con el ceño fruncido y los ojos pensativos. La señora Brewster, madre de Betty, dijo más tarde que le había costado mucho invitar a Guillermo y que se alegraba de comprobar que hubiese mejorado tanto.

Finalmente, los dos Proscritos se dirigieron a sus hogares.

—Vayamos antes al cobertizo —dijo Guillermo—. Tengo un plan.

* * *

A la tarde siguiente, cruelmente limpios y correctos, Guillermo y Pelirrojo se detenían ante la cancela del campamento. La señora Griffiths-Griffiths, que los aguardaba, los contempló con aprobación.

—¡Queridos! Os felicito por vuestra limpieza y puntualidad. Mis jóvenes amiguitos os esperan. Han dedicado la mañana a abrillantar sus medallas para lucirlas.

Los acampados salieron de las tiendas, de veintiún botones, con destellantes medallas en el pecho. La dama los dispuso en fila de dos en la carretera y los arengó.

—Amados niños, os ruego que vayáis al Ayuntamiento, sin perder la compostura, con vuestros anfitriones, que os indicarán dónde debéis sentaros. Después, terminada la conferencia, volveréis aquí en buen orden. Sed buenos con los animales y ayudad a los ancianos que quieran cruzar la calle. Adiós, hijos míos. Atención, preparados… ¡marchen!

La señora Griffiths-Griffiths contempló afectuosamente la pequeña procesión hasta que se perdió de vista.

Guillermo y Pelirrojo andaban en silencio al frente de la comitiva. Un chico salió de la fila a fin de ser bueno con un animal, otro fue a ayudar a un anciano a atravesar la carretera.

Estos fueron los únicos incidentes del viaje. No obstante, la procesión no llegó al Ayuntamiento; avanzó, a través de un campo, por las afueras del pueblo y entró en un viejo cobertizo.

—¿Qué es esto? —preguntó un chiquillo.

—El Ayuntamiento —dijo Pelirrojo.

Le creyeron porque estaban acostumbrados a creer lo que les decían. El recinto estaba amueblado con hileras de asientos más o menos adecuados: sillas rotas, taburetes y cajones.

—Sentaos —ordenó Pelirrojo.

Los acampados obedecieron, como siempre, sin chistar. Miraron en torno suyo con curiosidad y absoluta fe. No les hizo sospechar nada el triste estado de las paredes del cobertizo. Guillermo había desaparecido.

Pelirrojo se encaró con el auditorio.

—El conferenciante tardará muy poco —anunció—. Su tren viene con retraso y debe andar desde la estación aquí. Os hablaré de él para que no os extrañéis al verle. Es… es un hombre muy pequeño. Es tan pequeño porque es el más listo del mundo. Toda su fuerza se le subió a los sesos, y no le quedó para crecer. Es muy viejecito, pero tan alto como vosotros o como yo. Sí, claro, porque la inteligencia no le dejó crecer.

Los acampados abrieron las bocas sorprendidos, aunque sin dudar de la veracidad de Pelirrojo. En su vida habían dudado de nadie. Por ello habían conquistado las medallas de buena conducta.

Un chico dejó de mirar el cobertizo y exclamó:

—¿No habrá más gente? Me figuré que vendría mucha.

—¡Oh, no! —contestó Pelirrojo—. Será una conferencia especial para vosotros. No os podréis quejar. Es tan listo que no ha crecido. La fuerza se… Bueno, este conferenciante sabe que tenéis medallas y prometió pronunciar una conferencia, sobre el Asia Central, sólo para vosotros.

Los acampados tocaron complacidos sus medallas.

—La señora Griffiths-Griffiths no nos dijo eso —indicó uno.

—No se acordaría —respondió Pelirrojo—. Sé que estaba muy contenta del honor… contenta porque este conferenciante, con toda la fuerza en los sesos, desea hablar sólo para vosotros y vuestras medallas. Lo habrá olvidado con la visita a su amiga. El conferenciante vendrá en seguida. Llega tarde porque ha hablado ante la reina, en Londres.

—¿Canto el himno del Ejército de Esperanza? —preguntó un chiquillo, de dentadura prominente—. Lo hago casi siempre que esperamos. Nos distrae.

—Bueno —dijo Pelirrojo, con frialdad—. Canta lo que te parezca, pero este conferenciante llegará dentro de un momento.

El chiquillo de los dientes salidos cantó desafinadamente:

«Bebo agua clara,

agua clara,

agua clara.

Bebo agua clara

del arroyo de cristal».

Guillermo entró. Nadie, salvo sus amigos más íntimos, le habría reconocido. Llevaba una barba y una peluca blancas, legítima propiedad de su hermano mayor. Guillermo se la «pedía prestada» a menudo. Llevaba unos pantalones largos, antigua pertenencia de Roberto, que había rescatado de los trapos viejos y reducido a la extensión conveniente para no tropezar y caer de narices por su culpa. Y se había puesto un abrigo y una bufanda.

El auditorio le contempló, con los ojos desorbitados por el interés y sin la menor sospecha, mientras se dirigía al fondo del cobertizo. Le aplaudió con entusiasmo cuando se volvió.

Guillermo, sin los preliminares de rigor, se inclinó y se entregó de lleno a la conferencia.

—Señoras y caballeros —empezó, hablando con dificultad porque los pelos de la barba se le metían en la boca—. Señoras y caballeros, esta tarde les contaré cosas de un sitio llamado Asia Central, cuyos nativos y etcétera son paganos. Tenemos que convertirlos como convertimos a… a los chinos y los habitantes de otros pueblos que estudiamos en la Geografía, para que sean buenos, asistan a las escuelas dominicales, pertenezcan a Ejércitos de Esperanza y etcétera. Los del Asia Central son muy malos, y lo pasan muy mal, y rezan a ídolos muy malos, y los devoran fieras muy malas, como cocodrilos y etcétera. Debemos convertirlos para que vayan a las escuelas dominicales los domingos. Así su vida será distinta.

Guillermo tomó aliento. Había hablado de un tirón. Los acampados aplaudieron. Les habían ordenado que aplaudieran en cada pausa del conferenciante. Con ello la señora Griffiths-Griffiths se proponía causar sensación en el pueblo por la listeza de sus queridos niños. Guillermo se inclinó de nuevo y, cuando se extinguieron los aplausos, continuó su altisonante discurso.

—Pero la gente no sabe una cosa… Muchos hombres del Asia Central viven cerca de aquí…

Hubo un murmullo de asombro que no alteró su sangre fría.

—Es el campamento de los indígenas que llegan del Asia Central. Está muy cerca, en Ringers Hill, una altura en la que viven como en su tierra, adorando ídolos malos y etcétera a cada palmo. Tenéis que convertirlos. No necesitamos ir al Asia Central a convertirlos, porque están en Inglaterra y a unos minutos de aquí. Eso es lo que haremos esta tarde. Los convertiremos.

Guillermo tomó aliento otra vez. Su atónito auditorio no se acordó de aplaudir. El chico de la dentadura prominente recobró la voz.

—Pe… pero es que no sabemos su idioma —objetó—. No hablan el inglés, ¿verdad?

—No, hablan la lengua del Asia Central —dijo Guillermo—. Yo la sé. Es muy difícil. Me costó mucho aprenderla, a pesar de que domino en seguida los idiomas extranjeros. Pero yo os enseñaré lo que habéis de decir para convertirlos.

En el cobertizo reinaba la consternación. Hasta el chico de la dentadura prominente se había callado. Pero su credulidad seguía intacta.

—Daremos una medalla especial, en las escuelas dominicales, por convertir paganos —continuó Guillermo—. Me gustaría que vosotros fueseis los primeros en ganarla. ¿Y a vosotros?

Los ojos de los chicos brillaron de codicia. Profirieron sordas exclamaciones de avidez. Tenían tanta sed de medallas como de agua un extraviado en el desierto.

—Muy bien —prosiguió—. Os enseñaré las palabras que convertirán a los del Asia Central. Decídselas… mejor, tendréis que gritarlas, porque en el Asia Central hablan a gritos. Chillan las palabras; al que más chilla le entienden mejor. Muchachos, ¿queréis aprenderlas?

Los acampados, como un solo hombre, respondieron afirmativamente.

—Se compone de dos palabras —aclaró Guillermo, tranquilamente—, que significan mucho más que dos diccionarios ingleses. Son de un significado interminable, que convierte instantáneamente a los paganos, aunque lleven siglos adorando a los ídolos y siendo comidos por los cocodrilos y etcétera. Una sola convertiría a cualquiera, y nadie resiste las dos juntas, como si fueran páginas, páginas y páginas de «tología». ¿Estáis dispuestos?

—Sí —exclamaron los acampados, cuya boca se hacía agua.

—Bueno, oíd. Una es «ra» y la otra «uf». Hay que decirlas de un modo especial para que las comprendan los del Asia Central. Escuchadnos a mí y a Peli… y a este otro caballero. Las diremos de una forma que equivaldrá a páginas y páginas de palabras «tológicas». Prestad atención. Vamos, Pelirrojo. Una, dos y tres…


—¡Cobardes y blandos! —corearon los lanitas con alborozo… pero las palabras se helaron en sus labios.


Guillermo y Pelirrojo, al frente de una banda de «salvajes», cargaban colina arriba.

Pelirrojo y Guillermo se llenaron el pecho de aire y emitieron el grito de guerra de los Proscritos «salvajes». Después los acampados las repitieron sin mucho arte. Guillermo les obligó a ensayarlo hasta que lo profirieron con parte de la intensidad horripilante del original. Trabajaron con celo y asiduidad. De tarde en tarde miraban complacidos a su medalla de buena conducta, imaginando prendida junto a ella otra nueva: la de misioneros del Asia Central.

—¿Tendrá una cinta azul como la de la buena conducta? —preguntó un chiquillo.

Guillermo se apresuró a prometérselo. Por fin, el «sermón» alcanzó casi la perfección requerida. Guillermo pronunció otro discurso.

—Debéis tener cuidado con esos asiáticos. Como son tan raros, les gusta, como a todos los paganos, maltratar a la gente. (Los acampados palidecieron). Lo hacen sin pensar, sin mala intención. Es una especie de moda. No lo harán cuando los hayáis convertido. Pero obedecen estrictamente a una ley. Jamás maltratan a nadie que corra hacia ellos con la cara pintada de negro. Si ven venir a la gente con las caras pintadas de negro, escuchan con cortesía sus palabras. Así lo manda su ley. La persona que se pone una manta (aquí tengo varias) tiene mucha autoridad y la escuchan cortésmente. ¿Cuál de vosotros se ennegrecerá la cara y se atará estos trap… estas mantas antes de convertir a los paganos?

Los acampados le rodearon inmediatamente.

Pelirrojo destapó una caja llena de tapones quemados. Guillermo ofreció un montón de restos de alfombra. Todos pusieron manos a la obra.

* * *

Los lanitas se habían congregado en lo alto de la Ringers Hill. Era imposible describir su actitud jactanciosa.

—No vendrán. Y si vienen les atizamos.

—No tienen a nadie. Todos los suyos se han ido de vacaciones.

—Si vienen, les atizaremos, y si no vienen serán unos cobardes y unos blandos.

—¡Cobardes y blandos! ¡Cobardes y blandos! —cantó Huberto, como si se enfrentara con Guillermo y Pelirrojo desde la acostumbrada distancia prudencial.

—¡Cobardes y blandos! —corearon los lanitas con alborozo.

Las palabras se helaron en sus labios, los ojos casi se les saltaron de las órbitas y sus bocas se abrieron desmesuradamente.

Guillermo y Pelirrojo, al frente de una banda de «salvajes», cargaban colina arriba. Componían su banda extraños guerreros desconocidos, pintados de negro, que emitían el chillido belicoso de los Proscritos con un acento que convirtió en horchata la sangre de los huberto-lanitas. El desconocimiento de los nuevos guerreros los volvió más feroces y terribles a los ojos de la banda enemiga. Lanzando aullidos de pánico, los lanitas dieron media vuelta y escaparon como alma que lleva el diablo.

Los Proscritos eran dueños de la colina.

* * *

Los acampados regresaron en orden absoluto, Se habían lavado la cara y su pulcritud era (casi) la habitual. Estaban algo trastornados por los acontecimientos de la tarde, a pesar de que Guillermo les aseguró que todo había salido a pedir de boca y que la huida de los paganos indicaba que estaban completamente convertidos.

Entraron en la tienda donde les esperaba la señora Griffiths-Griffiths.

Guillermo y Pelirrojo no resistieron la tentación de oírles narrar los sucesos anteriores. Se tumbaron en la hierba, pegando la oreja al borde de la tienda.

—Habladme, queridos niños, de la conferencia —pidió la señora—. ¿Resultó interesante?

—Muchísimo —dijo el chico de la dentadura prominente—. Era un hombre muy culto y muy inteligente.

—No me sorprende, hijo mío. ¿Qué os contó sobre el Asia Central?

—Bastantes cosas. También nos habló de los asiáticos centrales establecidos en la colina, nos pintó la cara de negro, nos enseñó un sermón para convertirlos y…

—¡Cielos! —chilló la señora Griffiths-Griffiths.

Guillermo y Pelirrojo se fueron sigilosamente.