Roma, 209 a.C.

Plauto entró en casa de Casca satisfecho de sus últimas compras en el mercado. Decidido, cruzó el atrio y se refugió en su habitación. Casca le vio desde el tablinium, pero al verle tan ensimismado, optó por no molestarle. A fin de cuentas, la concentración de aquel hombre que daba como fruto la creación teatral era una de sus mayores fuentes de ingresos. No. Casca permaneció sentado, revisando las cuentas del último año. Los ingresos habían sido sobresalientes. Su ceño se frunció. Sólo le quitaba el sueño esa obsesión de su protegido por escribir una tragicomedia. ¿Cómo se iba a reír la gente de los dioses? Aquello era peligroso, pero Plauto estaba tan ofuscado que Casca decidió dejarle hacer. Sólo había exigido poder revisar la obra antes de remitirla a los ediles de Roma. ¿Quién sabe? Igual aquel extraño hombre que un día entró en su casa desarrapado y miserable, de la misma forma que acertó a hacer reír, fuera capaz de conseguir lo mismo mezclando personajes divinos y humanos sin caer en el sacrilegio. Todo podía ser. Casca negó con la cabeza intentando desembarazarse de su tormenta de pensamientos y dudas y regresó sobre la gratificante lista de ingresos.

Plauto se sentó en su silla de escribir. Dejó en la mesa las sesenta schedae que acababa de adquirir. Eran hojas de papiro de la mejor calidad. Daba gusto pasar las yemas de los dedos y sentir su textura, firme pero suave al mismo tiempo. Y además eran grandes, de veinticinco por treinta centímetros. Nada de aquellas pequeñas páginas de apenas quince centímetros de ancho. No, allí, en cambio, había espacio. Plauto prefería escribir así, sobre las hojas sueltas y luego, cuando la obra estuviera bien terminada, pegarlas para formar así el rollo o los rollos con los que luego la presentaría a Casca.

–Bien, bien -su voz resonaba en el silencio de la habitación. Sobre la mesa se apilaban una decena de diferentes stilos, pequeños punzones que actuaban como plumas para escribir, junto con varios diminutos tarros de arcilla con gran cantidad de attramentum o tinta negra espesa, densa, como pintura oscura. También tenía otro pequeño recipiente de barro con tinta roja brillante con la que le gustaba escribir los encabezamientos que señalaban el principio de cada acto. Éste era su pequeño mundo, sus pequeñas posesiones. Poca cosa para muchos y, sin embargo, para Plauto, aquellas páginas en blanco y aquellos estiletes eran una ventana a un universo entero, a sus sueños, a su vida. Tito Macio parecía ya un ser lejano en el tiempo y en la distancia. Por un momento recordó la triste estancia mugrienta y la oxidada lámpara de aceite con la que se iluminaba para escribir por las noches. Ahora, todo aquello, junto con el hambre, la pobreza más absoluta y la semiesclavitud del molino, había quedado atrás. Ahora era Plauto, el gran escritor, apreciado por muchos, reconocido y aplaudido por todos.

Tomó un stilus y lo hundió despacio en la tinta roja. Sacó la pluma con cuidado y esperó a que dejase de gotear. Se inclinó sobre la mesa, tomó una hoja en blanco y empezó a escribir.

ACTVS I

Luego, dejó el estilete sobre la mesa, en una esquina, sobre un trapo manchado ya de rojo y negro. Cogió otra pluma y la mojó en la tinta negra. Mientras dejaba que las gotas cayesen sobre el recipiente de barro, exhaló el aire despacio. Meditó mirando al vacío y, por fin, empezó.

SOSIA. Qui me alter est audacior homo aut qui confidentior, Iuventutis mores qui sciam, qui hoc noctis solus ambulem? Quid faciam nunc, si tres viri me in carcerem compegerint?

¿Habrá alguien más atrevido o más temerario que yo,

que, conociendo como conozco las costumbres de la juventud,

ando solo a estas horas de la noche?

¿ Qué haría yo, si ahora los triunviros me encerraran en la

cárcel?

Aquí se detuvo. No estaba seguro de cómo continuar. Siguió pensando en silencio. Asintió para sí mismo. Lo veía más claro ahora. Sí. Se sentía más seguro. Prosiguió redactando el monólogo inicial del esclavo Sosia:

De ella me sacarían mañana como, por así decir,

de la despensa para darme unos buenos latigazos.

No me permitirían defender mi causa,

ni podría esperar socorro alguno de mi amo,

ni habría absolutamente nadie que pensara

que no merezco una buena paliza.

Y así, como si fuera un yunque, ¡pobre de mí!

Ocho tipos fornidos me golpearían.

Tal sería la hospitalidad que me brindaría

el estado a mi regreso del extranjero.

Y todo esto a causa de la impaciencia de mi amo que,

en contra de mi voluntad, me ha hecho salir del puerto

a estas horas de la noche.

¡Qué duro es ser esclavo de un poderoso!

¡Qué terriblemente desgraciado es el esclavo de un rico!

Volvió a detenerse. Dudó. Tomó entonces una esponja que tenía junto a las hojas y la empapó de agua de una bacinilla que estaba al pie de la mesa. La estrujó hasta que sólo quedó húmeda y la acercó con extremo cuidado a la hoja que estaba escribiendo y borró con la esponja las dos últimas líneas. Dejó la esponja sobre la mesa. Eran frases peligrosas. Un entrecejo marcado se apoderó de su faz. Se levantó arrastrando la silla con tanta fuerza que casi la volcó. Paseó por la habitación con las manos cruzadas en la espalda. Esto no es conveniente, esto no se debe escribir, esto es mejor no mencionarlo. Casca le tenía aburrido de tantos comentarios de censura y autocontrol. Plauto se detuvo y volvió a sentarse. Aún dudaba. Sabía que gozaba de comodidades gracias a la protección de Casca y que había tenido acceso a volúmenes muy difíciles de comprar gracias a la generosidad de aquel joven patricio de Publio Cornelio Escipión, pero algo le hervía por dentro y no podía evitarlo. Tomó de nuevo la pluma, la mojó con tinta negra y, con pulso firme y seguro, reescribió las dos frases que acababa de borrar.

¡Qué duro es ser esclavo de un poderoso!

¡Qué terriblemente desgraciado es el esclavo de un rico!

Y siguió escribiendo durante varias horas. Se olvidó de comer.

La tarde cayó sobre Roma. Plauto, al fin, dejó de nuevo la pluma sobre la mesa. Tenía gran parte de la primera escena, con un diálogo vivo entre el esclavo Sosia y el dios Mercurio, pero había llegado a un momento donde no acertaba con la forma de seguir con la escena. ¿Y si Mercurio pegara al pobre Sosia para detenerlo e impedir que sorprendiera a Júpiter con Alcmena? Sí, eso podría ser. Podría ser. Y resultaría cómico. A la gente le gustaría. Y apalear a un esclavo era más que aceptable. Meditaba. Estaba cansado. No se levantó. Continuó allí, solo, con las manos sobre la mesa, manchados los dedos de tinta oscura, agotado, exhausto. El mundo a su alrededor estaba en guerra. Dos decenas de legiones se enfrentaban con iberos, galos, macedonios, cartagineses y númidas. Centenares, millares de soldados de ambos bandos caían en batallas incontables. Los senadores debatían sin fin sobre estrategia y sobre cómo recaudar más y más fondos para financiar aquella locura mientras que el pueblo de Roma lo soportaba todo, los impuestos, la carestía de los alimentos y la ropa, la escasez de trigo y gachas, la muerte de amigos y familiares, el constante temor a ser derrotados, torturados, apresados o asesinados. Mientras él, Tito Macio Plauto, luchaba su propia guerra. Tenía que descubrir la forma de entretenerlos a todos y hacerles olvidar el mundo en el que realmente vivían. O quizá podría ir más allá y decir más cosas… ¿criticar la injusticia? Plauto se levantó. Estaba aturdido. Sentía una creciente zozobra de pensamientos. No sabía cómo seguir. No se asustó. Conocía aquella sensación muy bien. Le asaltaba con frecuencia. Era el desasosiego de la creación: una flor marchita que se muere, pero que en cualquier momento puede volver a brotar. La espera, no obstante, era a menudo dolorosa, larga en ocasiones y siempre temible. Con un trapo viejo se secó el sudor frío de la frente. Era mejor que descansara un poco y comiera algo.

100 Un agridulce amanecer

Cartago Nova, 209 a.C.

Publio se sentó en una escalinata que daba paso al foro de la ciudad. Allí envainó su espada ensangrentada e intentó ir recuperando el aliento. A su alrededor los lictores velaban por su seguridad. La ciudad estaba sometida, pero aún podía haber algún enemigo oculto con ansia de vengar la caída de la fortaleza segando la vida del general que había doblegado sus defensas. Así, nerviosos, miraban alrededor con tensión y cierta desconfianza. Habían perdido a tres de sus compañeros en el ataque al muro, pero no sentían ningún rencor contra el general. Ya no eran guardianes de un joven patricio, sino que eran la escolta del conquistador de Cartago Nova. Se sentían orgullosos. Sus compañeros habían muerto con honor en una gloriosa batalla. Intuían que al lado de aquel joven general no iban a tener una vida sosegada, pero no importaba si eso era a cambio de victorias y honra como aquélla.

El foro estaba lleno de legionarios. Los centuriones intentaban reorganizar los manípulos. Hasta aquella gran explanada llegaban los gritos de los ciudadanos que eran abatidos por los victoriosos romanos. Una matanza singular empezaba a cobrar forma. Los romanos querían vengar la muerte de sus compañeros caídos en las murallas de la ciudad segando vidas de cartagineses y ciudadanos iberos por igual y mercaderes y esclavos y esclavas, hombres, mujeres y niños y niñas, todos entraban en un mismo saco y tenían así el destino marcado en el rostro gélido de los legionarios sedientos de más sangre.

Marcio apareció abriéndose paso entre las tropas de infantería. Venía acompañado por un manípulo formado por los soldados de la flota que, tras la caída de la muralla oriental habían conquistado el sector sur de la ciudad.

–Por Castor y Pólux -dijo Publio sin levantarse; aún estaba cansado-. Aquí tenemos a la marina. Ya te dije que hoy, Marcio… que hoy nos veríamos todos en el foro de la ciudad. ¿Y Lelio? ¿Dónde está?

–Así es -respondió Marcio sin saber qué más añadir. Lo que sabía prefería no decirlo.

–¿Cuál es la situación actual? – preguntó el general.

Marcio se sintió más cómodo al ver que el general no insistía en saber más del almirante.

–El general cartaginés se ha refugiado en la ciudadela -y señaló al norte de la ciudad con su espada en ristre-. Lo llaman el Arx Hasdrubalis. Quiere negociar. El resto de la ciudad está bajo nuestro control. El pillaje ha empezado y va a comenzar la matanza. – Marcio hablaba sin emoción sobre el asunto. Exponiendo lo que ocurría y lo que debía acontecer. Asesinar a todo el mundo tras un asedio era una forma de transmitir el miedo al resto de las poblaciones, un modo de asegurarse que no se volverá a encontrar resistencia en otras fortificaciones. Era una parte más de la guerra. Era, en fin, necesario.

Publio se pasó ambas manos por el pelo, despacio. Luego pidió agua.

–¡Agua para el general! – gritó Marcio.

Al segundo apareció un legionario con un pellejo repleto de agua. El general bebió con auténtica ansia. Todos le observaban, admirados, respetuosos. El general quería agua después de conquistar lo inconquistable, pues que bebiera agua y vino y que hiciera lo que quisiera. Todos querían atenderle.

–Que se detenga la matanza -dijo Publio en voz baja. Se percató de que entre lo inesperado de la orden y el suave volumen de voz empleado, no se le había entendido bien-. ¡No habrá matanza! – repitió con vigor-. ¡No se matará a ningún ibero hasta nueva orden! ¡Se confiscará el oro y la plata y cereales y pertrechos militares y todas las armas, pero se respetará la vida de todo el mundo hasta nueva orden! Y a ese general cartaginés, decidle que, si se rinde, le perdonaré la vida, pero tiene una hora para decidirse. Después la oferta ya no seguirá en pie.

Los oficiales estaban confundidos. Detener la matanza no tenía sentido. ¿De qué servía conquistar una ciudad si después de que ésta había mantenido la mayor de las resistencias, luego sus habitantes no eran castigados? Eso sólo animaría a que el resto de las poblaciones se mostraran igual de hostiles, ya que nada tenían que perder: si se defendían podían ganar y, si perdían, sabían que se les iba a perdonar la vida.

Publio se alzó lentamente.

–Ésta será la última vez que lo diré: ¿hasta cuándo tendré que repetir mis órdenes para que éstas se cumplan?

Los centuriones se sintieron avergonzados. Acababan de conseguir la mayor de las victorias para todos. Nadie allí había participado en una conquista semejante. Ni siquiera las victorias de los Escipiones, del tío y el padre del actual general, eran equiparables en gloria a la conquista de aquella ciudad, y, sin embargo, después de aquella exhibición de genialidad militar de su líder, aún dudaban si obedecerle. Una voz emergió entre los oficiales.

–Nunca más, mi general, nunca más tendrás que repetir una orden -todos se volvieron y vieron a Quinto Terebelio, envuelto en un mar de sangre.

–Parece que aprendiste a nadar -dijo el joven general entre sorprendido y agradecido.

–No, mi general; parece que Neptuno nos hizo flotar sobre la laguna. Los dioses están de tu parte. Alcanzamos tierra firme. Luego fue cosa de empeño.

–¿Estás herido? – preguntó Publio.

–No, mi general. Algún corte, pero nada importante. Es sangre cartaginesa la que me cubre. Con su permiso, voy a controlar a mis hombres antes de que organicen una matanza por su cuenta. Están encendidos.

El general asintió. El resto de los centuriones se dispersó para hacer lo mismo que Quinto. Marcio se quedó con el general.

–Parece que me he ganado al fin algo de respeto -dijo Publio. – No sólo eso; hoy has ganado algo más -precisó Marcio. – ¿Algo más?

–Sí. Algo mucho más valioso e infinitamente más poderoso. Algo temible.

–¿Y qué es? – preguntó Publio con curiosidad sincera. – Te has ganado lealtad. Eso no tiene precio. – Ya tenía lealtad. La tuya y la de Lelio y otros oficiales. – Sí -confirmó Marcio-, pero ahora tienes la lealtad de dos legiones.

En efecto, en cuestión de minutos, las legiones formaban repartidas una en la explanada del foro en el interior de la plaza conquistada y la otra en la ladera junto a las puertas de Cartago Nova, justo en el exterior de la ciudad. Los centuriones habían dado ya las órdenes precisas de no matar a nadie respetando la vida de todos, ciudadanos, hombres y mujeres, libertos, mercaderes, artesanos, esclavos y esclavas, niños y niñas. Los esfuerzos de los soldados se concentraron entonces en acumular en el foro todo el oro, plata, víveres y armas que encontraban.

–¿Y Lelio? – volvió a preguntar el joven general. Ahora se sentía mejor, tras descansar un poco y haber bebido algo de agua. Marcio, no obstante, no decía nada. Aquello le extrañó.

–¿Dónde está Cayo Lelio, Marcio? Debía estar aquí con nosotros hace tiempo.

Marcio permanecía en silencio. Miraba al suelo.

–Estoy esperando una respuesta, tribuno.

Marcio sabía que no podía dilatar por más tiempo la espera del general.

–Lelio cayó luchando en la muralla sur -dijo y se retiró unos pasos. Publio sintió como un mazazo en el estómago. Se mareó. Dio dos pasos hacia atrás hasta encontrar la escalinata que daba acceso al foro de la ciudad. Se sentó. Lelio muerto. No podía ser. Había perdido a su tío y a su padre, no podía perder a Lelio ahora.

–Quiero verlo. Que me traigan el cuerpo -dijo el general, sin mirar a Marcio. El centurión engulló la saliva reseca de su boca.

–No tenemos el cuerpo, mi general. Publio alzó la mirada.

–Cayó al mar, desde lo alto de la muralla. Toda la flota está buscando el cuerpo.

El joven general asintió.

–Desde lo alto de la muralla has dicho, ¿verdad? – Así es, mi general.

–Así que después de todo cumplió hasta el fin.

Marcio dudó, pero al fin se atrevió a añadir más.

–No sólo eso, sino que junto con un centurión fue el primero en acceder a la muralla sur. Los marineros estaban dándose por vencidos y fue él junto con ese centurión el que se arrojó sobre las escalas y empezó a trepar hasta alcanzar el muro. Me han contado que derribó al menos a cinco o seis cartagineses antes de que le alcanzara una flecha.

–Una flecha tuvo que ser, por todos los dioses, sólo una flecha podía llevárselo -el general hablaba ensimismado, distante.

Marcio empezaba a preocuparse. Se había conseguido una magnífica victoria. Siempre había bajas. La pérdida del almirante era algo tremendo, pero el veterano centurión empezaba a detectar una desazón incontenible en aquel joven general. Publio Cornelio Escipión no parecía haber perdido al almirante de su flota, sino a alguien de su propia familia. Sólo entonces Marcio comenzó a entender que un extraño y complejo vínculo unía, había unido, a aquellos dos hombres.

Absortos en sus pensamientos, ni centurión ni general se percataron de un marinero que llegaba a todo correr desde el sector sur de la ciudad.

–¡Mi general, mi general! ¡Han encontrado al almirante! ¡Aún vive!

Publio se levantó como empujado por un resorte.

–¿Qué dices, soldado? – preguntó el joven general-. ¡Más te vale no equivocarte!

–Está herido, mi general -continuó el marinero, nervioso, respirando entrecortadamente, pues no había tenido tiempo de recuperar el aliento-, y ha tragado mucha agua, pero respira. Un médico le está atendiendo en el campamento general del istmo.

–¡Vamos para allá! ¡Marcio, encárgate de la ciudad! ¡Ya sabes que no quiero matanzas! ¡Luego me ocuparé de todo!

Marcio se puso firme y con la mano en el pecho asintió con la cabeza.

El marinero explicaba al general lo ocurrido. Avanzaban entre las casas de la ciudad con rapidez, rodeados por los lictores. Todas las calles estaban atestadas de legionarios que iban y venían con oro, plata, víveres y armas de todo tipo que estaban confiscando y acumulando en el foro de la ciudad. Se veía alguna pugna entre ciudadanos que se resistían a entregar alguna de sus pertenencias, pero no había matanza indiscriminada de los habitantes de la ciudad. Muchos observaban con asombro la figura de aquel joven general que en seis días había conquistado su ciudad inexpugnable, bendecida por los dioses cartagineses. Asdrúbal, quien sustituyera al gran Amílcar, se encomendó a Baal cuando establecieron allí la capital de su imperio en Hispania y predijo que aquella ciudad nunca sería conquistada ni por tierra ni por mar. No entendían bien cómo podía haber ocurrido lo que estaba pasando.

–Desde que cayó al mar -iba diciendo el marinero-, se le ha estado buscando, pero no ha sido hasta que terminó el combate en la muralla sur que todos los hombres pudieron volcarse en la búsqueda. Apareció agarrado a un madero de uno de los barcos hundidos, flotando a la deriva. Lo subieron a una de las naves. Estaba muy débil, herido y magullado, pero hablaba. Preguntó si habíamos conquistado la muralla y le dijimos que sí. Luego perdió el sentido. Le hemos trasladado al campamento, con los médicos.

El general, acompañado del marinero y de la escolta, salió de la ciudad. A paso de marchas forzadas alcanzaron el campamento romano en cuestión de minutos. Decenas de heridos se acumulaban en largas hileras a la espera de que alguno de los médicos pudiera atenderlos. Eran hombres valientes los que yacían allí tendidos que habían luchado con bravura. El general se sintió orgulloso y ralentizó su marcha. Empezó a acercarse a alguno de los heridos y a interesarse por su estado. En el fondo, sólo deseaba llegar a la tienda donde tenían a Lelio, pero no podía pasar por delante de aquellos hombres que habían luchado más allá de sus fuerzas mostrando su indiferencia ante ellos y su sufrimiento. Los soldados, sorprendidos por la preocupación de su general, intentaban incorporarse en la medida de sus posibilidades y en tanto lo permitían sus heridas. Pasó un cuarto de hora antes de que el general llegase a la tienda en la que, según el marinero, estaba el almirante de la flota. Publio reconoció entonces una voz potente y familiar que relajó su preocupación y le iluminó el rostro con una amplia sonrisa.

–¡Maldito médico! ¡Por Hércules que haces más daño que todos los cartagineses juntos! ¡Por todos los dioses, más vino! ¡Aaaag! ¡Animal!

Publio entró en la tienda. Tendido en un catre, empapado en agua salada y sangre yacía su almirante de la flota, maldiciendo y amenazando con el puño a un temeroso médico de mediana edad que se afanaba en coserle una gran brecha en un hombro por donde aún salía un pequeño reguero de sangre.

Publio se puso serio.

–Así que en lugar de en el foro, donde debías estar, te encuentro emborrachándote y durmiendo en el campamento. Bonita forma de cumplir las órdenes.

Lelio, que no se había percatado de la entrada de Publio, dio un respingo de alegría que, para su mala fortuna, se tornó en agudo grito de dolor, al tirar del hilo con el que el médico intentaba coserle.

–¡Publio… aaaaagh!

–Mejor no te muevas, Lelio -dijo el joven general y se sentó a su lado-, parece que te han agujereado un poco.

–Un poco, sí, pero después de alcanzar la muralla -hablaba conteniendo aullidos de dolor que pugnaban por brotar de su garganta.

Un legionario de los vélites entró en la tienda con un ánfora de vino. Rápidamente sirvió una copa para el almirante, que la bebió sin rebajar con agua de un solo trago.

–¿Mejor? – preguntó Publio.

–Me… jor… sí. Mejor.

–Escucha entonces, Lelio. Quiero que descanses aquí esta noche. Mañana vendré a verte. Cuídate. Por hoy ya has hecho bastante. Has hecho más de lo que esperaba. Más de lo que habría hecho nadie. No, calla, no digas nada. Guarda tus fuerzas. La ciudad es nuestra. Ahora volveré para ocuparme de todo. Quinto tomó la muralla norte, según lo planeado. Cruzó la laguna por la noche y escaló la muralla, mientras tú hacías lo propio en el sur y Marcio y yo atacábamos la puerta este. Ahora descansa y deja que los médicos hagan su trabajo y, a ser posible, no lo mates, que hay muchos heridos que necesitan de sus servicios. Bebe todo el vino que quieras. Y ya sabes, por todos los dioses, cuídate y descansa, que te necesito.

–Para ganar más batallas, ¿eh, Publio? – dijo Lelio, medio incorporándose en su catre, con una sonrisa en su boca; sentía el efecto del vino aturdiéndole y diluyendo el dolor de sus heridas abiertas-, y conquistar más ciudades.

El general se levantó sin dejar de mirarle.

–Sí, para eso también, pero sobre todo te necesito para otra cosa. Lelio se mantuvo medio incorporado, un poco confuso. – ¿Para qué otra cosa me necesitas?

El joven general le miró unos segundos antes de responder.

–Te necesito, Lelio, para ganar esta guerra -dijo, y tras dirigir una rápida mirada al médico que le atendía, salió de la tienda acompañado por su escolta.

Al instante el médico apareció en el exterior. Tenía las manos repletas de sangre seca y mojada, su túnica parecía más la de un carnicero que la de un curandero. Se le veía cansado pero no exhausto.

–¿Cómo está? – inquirió el joven general sin dilación.

–Está bien, mi señor. Ha perdido bastante sangre, tiene una herida en el hombro y un corte en el cuello. Ninguna de las dos brechas es mortal. También tragó algo de agua en el mar, pero el almirante es un hombre fuerte y creo que saldrá de ésta. Lo que me preocupa es el ánfora y media de vino que lleva bebida desde que lo trajeron…

Publio se echó a reír. Era una carcajada limpia, feliz, relajada, que se contagiaba a los que le rodeaban. Los hombres de su escolta hicieron un coro con sus risas. El médico sonrió.

–Por Castor y Pólux -reinició el general-, eso no es preocupante, sino buena señal. Que beba todo lo que quiera -Publio se transformó y volvió a adquirir una expresión seria antes de proseguir-. ¿Y tú, médico, dispones de todo lo necesario? ¿Cuántos ayudantes tienes?

El médico se vio sorprendido por aquel interés inesperado del general por sus trabajos.

–Tengo tres ayudantes. Uno está aquí conmigo. Los otros dos están con el resto de los heridos y se las apañan bastante bien, pero…

–Habla, médico, di lo que necesitas.

–Verá, mi general, son muchos los heridos, puedo arreglármelas con mis ayudantes, pero si dispusiera de algunos hombres más para transportar a los heridos, podría organizar todo esto un poco mejor y algunas tiendas más también, algunos heridos están muy débiles y, si queremos darles una oportunidad, necesito más tiendas donde guarecerlos o, bueno, lo ideal sería un lugar bajo techo, en la ciudad, pero yo no sé si esto es demasiado -el médico no estaba acostumbrado a poder pedir nada y no sabía bien hasta dónde llegar con sus deseos.

El general asintió y se dirigió a uno de sus escoltas.

–Que se proporcione a este hombre todo lo que pida: selecciona un manípulo de hombres de la tercera legión para transportar los heridos a la ciudad y pedidle a Marcio que seleccione un edificio donde alojar a los heridos. Que este médico tenga todo lo que le haga falta -se volvió entonces hacia el veterano doctor que le miraba con sorpresa y admiración-. Si te hace falta algo más, habla con Marcio. ¿De acuerdo? – Sí, mi señor.

–¿Cómo te llamas, médico, y de dónde procedes?

–Soy Atilio, señor, nací en Roma, pero mi familia es de Tarento.

–¿Es allí donde aprendiste tu profesión, Atilio?

–En Roma y Tarento sí, pero hice también un viaje a Grecia.

–Bien, Atilio. Cuida bien de mis hombres y seré generoso contigo, pero si recibo quejas de los oficiales con respecto a tus servicios, también lo tendré en cuenta.

–Los legionarios serán bien atendidos, mi señor -respondió Atilio e hizo una leve reverencia en señal de reconocimiento.

El general se puso en marcha. El almirante estaba bien. Ahora tenía una ciudad conquistada de la que ocuparse. En los próximos días, cuando Lelio estuviera recuperado de sus heridas y, a poder ser, sobrio, le explicaría sus proyectos con más detalle. Era curioso, pero con Lelio vivo, sentía que podía conseguir cualquier cosa que se propusiera.

Durante los días siguientes el joven Escipión tomó decisiones importantes: los diferentes rehenes iberos fueron liberados y les permitió que regresaran a sus casas sin ponerles otra condición que la de abstenerse de levantarse en armas contra los romanos. A las mujeres presas las trató con especial tacto, impidiendo que nadie abusara de las mismas y enviando mensajeros a sus respectivas ciudades y pueblos para que allí se personasen sus familiares y las recogiesen sanas y salvas. La generosidad en el trato con los vencidos que tanto se habían resistido a la toma de la ciudad en connivencia con la guarnición cartaginesa confundía a los oficiales romanos, pero nadie se atrevía ya a levantar la voz o tan siquiera a dudar de una orden de aquel joven general. Publio se movía con seguridad por la que ahora era su ciudad. Iba y venía al ala sur del palacio que en tiempos fuera de Asdrúbal, yerno de Amílcar, y luego del propio Aníbal, donde Marcio había instalado a la mayoría de los heridos. El joven general se ocupaba de saludarlos uno a uno, interesándose por sus circunstancias y por la forma en la que habían recibido las heridas. Llegó también el momento de repartir recompensas, en especial la corona mural que, como era costumbre, sólo debía recibir un hombre de entre todos los que habían participado en el asalto a la ciudad. Y ese hombre no podía ser otro sino aquel que hubiera alcanzado la muralla el primero, dando así ejemplo al resto. Cayo Lelio, en ya franca recuperación de sus heridas, habló en defensa de Sexto Digicio, de la marina, pero las legiones de infantería aclamaban a Quinto Terebelio, el centurión al que el propio general había ordenado que escalase la muralla norte, cruzando la laguna en una misión que se había transformado en la comidilla tanto entre conquistadores como entre los propios ciudadanos conquistados, quienes empezaron a murmurar confundidos: no entendían cómo la ciudad podía haber caído tras el compromiso que el viejo Asdrúbal pactó en sus ofrendas con las deidades púnicas a las que rogó que la fortaleza nunca fuera tomada ni por tierra ni por mar. Mientras los habitantes de la ciudad estaban envueltos en esa discusión, el joven general veía cómo se establecía un enconado debate en el foro entre los partidarios de conceder la corona mural a uno o a otro y cómo aquello podía derivar en algo más que una disputa. Necesitaba a todos sus hombres y los necesitaba unidos. El joven Publio se levantó de la silla desde la que asistía a las propuestas de la infantería y la marina para conceder aquel excelso reconocimiento. Todos callaron.

–He escuchado a los tribunos de las legiones y al almirante de la flota. Dos son los hombres propuestos para recibir el mayor reconocimiento por su participación en esta victoria: Sexto Digicio por la marina y Quinto Terebelio por la infantería. Ambos han sido valientes. Los dos lo han sido, pero la ley dictamina que sólo uno de ellos puede ser acreedor de esta preciada distinción -el general se detuvo para observar de qué modo eran recibidas sus palabras. Detectó interés y tensión. Continuó-. Ésa es la ley y así ha sido siempre y ésta es mi decisión: los dos, no obstante, tanto Sexto Digicio como Quinto Terebelio, se han consagrado merecedores a mis ojos y entiendo que a los ojos de todos para recibir la corona mural por la conquista de Cartago Nova.

El general se sentó y asistió a los raptos de júbilo que se extendían por toda la explanada del foro: tanto legionarios como marineros estaban exultantes y vitoreaban los nombres de cada uno de los condecorados. Marcio y Lelio se acercaron a Publio. Fue Lelio el que habló por los dos.

–Nunca antes se habían concedido dos coronas; ¿qué pensarán de esto en Roma?

–Es una costumbre muy antigua -añadió Marcio.

–Muy antigua, sí -dijo el general-, pero nunca antes se había conquistado una ciudad en seis días.

Con esta frase Publio dio por cerrado el asunto y siguieron atendiendo otras cuestiones. La tarde culminó con la rendición y el apresamiento del comandante cartaginés de Cartago Nova, Magón, tras renegociar el plazo de su entrega para asegurarse de que se le respetaría la vida. El general lo cubrió de cadenas y mandó embarcarlo para enviarlo a Roma como muestra de su victoria junto con otros oficiales púnicos.

Un grupo de legionarios trajo consigo entonces ante el general a una hermosísima joven ibera que había estado presa en manos de Magón. La muchacha temblaba, presintiendo que iba a pasar de unas manos a otras como una esclava, pero Publio le preguntó por su procedencia.

–Vengo de Carpetania, mi señor -dijo la joven sin alzar la mirada.

El joven Publio se acercó hasta ella y le levantó la barbilla con la mano.

–Eres muy hermosa.

La muchacha no dijo nada.

–Alguien debe de tenerte en especial estima.

–Mi padre y mi novio, mi señor, me esperan en Carpetania.

Publio volvió a sentarse. La joven esperaba ser conducida a alguna habitación donde aquel nuevo conquistador culminase lo que el comandante cartaginés estaba a punto de hacer cuando estalló el ataque a la ciudad.

–¿Hay más gente de tu tierra entre los rehenes? – Varios guerreros, mi señor.

–Sea entonces -sentenció el general-. Que liberen a esta joven y que la pongan a resguardo de su gente. Luego que se los escolte al amanecer hasta la frontera de su tierra.

La muchacha alzó el rostro con la faz iluminada.

–Gracias, mi señor.

Publio asintió sin concederse importancia. Hizo una señal y los legionarios que custodiaban a la joven se la llevaron guardando cuidado de no molestarla.

–Voy a acostarme -comentó Publio a Lelio y Marcio.

Se levantó y se retiró a su estancia: una amplia sala de aquel palacio en la que había un gran ventanal. Hasta él se acercó. Desde allí se veía la vasta llanura más allá de la laguna. No lo sabía, pero desde aquel mismo sitio Aníbal exhibió su ejército de invasión de Italia al enviado de los galos hacía ya nueve años. Lo que sí pensó, al sentarse en el lecho blando y de sábanas suaves que le habían preparado, fue que seguramente por allí habría pasado más de uno de sus enemigos, incluido Aníbal. Ahora estaba agotado. Un esclavo le ayudó a quitarse la coraza, las armas, sandalias y a cambiarse de ropa. En un minuto quedó rendido, durmiendo al fin con algo de sosiego desde hacía meses.

El amanecer trajo consigo dos noticias importantes para Publio: los carpetanos habían remitido un enviado afirmando que, en agradecimiento por la liberación de una de las hijas de sus jefes, pronto llegaría a Cartago Nova un destacamento de jinetes de su pueblo para entrar al servicio del general romano que la había dejado marchar. Una vez recibido aquel mensajero, llegó otro que se acercó hasta el general y le entregó una tablilla.

Publio abrió la misma y de inmediato reconoció la letra.

–Es de Emilia -dijo mirando a Lelio, que le acompañaba durante el desayuno-. Dice que está embarazada.

–¡Por Castor y Pólux, mis felicitaciones! – exclamó Lelio.

Publio no acertó a decir nada más. Sólo le miraba sonriendo. Quizá esta vez fuera un niño. Quizá fuera un niño.

Una vez superado el momento inicial de la emoción por la noticia, el joven general recondujo la conversación hacia terrenos más propios de dos soldados.

–¿Cómo va todo en la ciudad? – le preguntó a Lelio.

–Todo va perfectamente. Los habitantes están confusos. No entienden lo que ha pasado.

–¿Y eso? ¿Por la rapidez en la caída de la ciudad, supongo?

–No, no es sólo eso -añadió Lelio-. Es que cuando fundaron la fortaleza, se conoce que los cartagineses, Asdrúbal, el que era yerno de Amílcar…

–¿Sí…?

–Pues que parece que hizo un pacto con sus dioses consistente en que éstos velarían por que Qart Hadasht, como los cartagineses la llaman, no podría nunca ser tomada ni por tierra ni por mar.

–¿Y por qué están confusos los habitantes de la ciudad?

–Bueno, porque los dioses no parecen haber cumplido con su pacto; se discute sobre qué dioses son más fuertes, si los nuestros o las deidades púnicas.

–¿Y tú qué piensas, Lelio?

–No sé. El experto en religión eres tú.

–¿Quieres saber lo que pienso yo? Lelio asintió con vivo interés.

–No sé qué dioses son más poderosos. Llevamos ya nueve años de guerra y aún no está claro de qué lado se decantará la victoria final. Lo que sí sé es que los dioses púnicos cumplieron con su palabra con meticulosidad extrema, pues la ciudad no cayó ni por tierra ni por mar.

Lelio le miró confundido.

–Cartago Nova -le aclaró Publio- ha sido conquistada por la laguna que no es ni tierra, ni mar. Es cierto que entramos por el istmo y que tú te hiciste al fin con la muralla que daba al mar, pero ni tú ni yo hubiéramos conseguido nuestros objetivos sin la confusión que las tropas de Terebelio causaron una vez que habían accedido al interior de la ciudad. La laguna, fue la laguna la que nos abrió el camino. Asdrúbal debió haber medido mejor sus palabras al encomendarse a los dioses.

Lelio le observó con admiración y sorpresa. Aquélla era la única explicación que concillaba el pacto entre los cartagineses y sus dioses con la realidad que había surgido del ataque dirigido por Publio.

–Conocías ese pacto entre los cartagineses y sus dioses, ¿no es cierto? – preguntó Lelio.

–Hay que conocer bien al enemigo para descubrir sus puntos débiles.

Lelio cabeceó afirmativamente, con lentitud, sopesando la capacidad inquisitiva de su joven amigo y general. ¿Adonde los conduciría aquel muchacho con su intuición?

101 La esperanza de Aníbal

Metaponto, 209 a.C.

Tras la caída de Tarento, Aníbal se refugió con su ejército en Metaponto. Andaba cabizbajo por una amplia estancia de una de las grandes mansiones de la ciudad que sus hombres habían confiscado para instalar allí su cuartel general. Maharbal aguardaba en silencio alguna orden de su superior. Era difícil preguntar en aquellos momentos, así que esperaba con paciencia.

Aníbal se sentó en una de las sillas, en el centro de la estancia, junto a una mesa de madera. Cerró los ojos. Habían perdido Capua y ahora Tarento. Se había visto obligado a refugiarse en aquella pequeña ciudad del sur, mientras los senadores romanos festejaban sus victorias. Las noticias que llegaban de Hispania también eran desalentadoras: Qart Hadasht había caído en manos de aquel nuevo joven general, Publio Cornelio, hijo de los Escipiones que fueran abatidos a manos de su hermano apenas hacía un par de años.

–Supongo que esperas órdenes, ¿no es así, Maharbal?

El lugarteniente de Aníbal asintió.

–Los dioses parecen haberse olvidado un poco de nosotros, ¿no crees? – preguntó.

–Eso parece, mi general. Aníbal meditó antes de continuar.

–Pero no todo está perdido, Maharbal. No todo -el general no le miraba, sino que reflexionaba al tiempo que hablaba con sus ojos fijos sobre una pared vacía-. Las cosas se nos han torcido. Los romanos creen que ya nos tienen, que la victoria está cerca, pero eso no será así. Resistiremos, Maharbal. ¿Buscas una orden, un plan, una estrategia? Ésta es mi orden: resistir. Pero no resistir de forma absurda, no, no nos vamos a inmolar como hicieron los saguntinos. No. Vamos a resistir en el sentido más auténtico de la palabra. Los romanos están confiados y ésa es ahora nuestra mejor arma pues, al igual que nosotros, están exhaustos. Han recuperado sus ciudades pero a costa de grandes esfuerzos e incontables bajas. Las ciudades latinas se han rebelado este mismo año. ¿Entiendes lo que eso significa? Se han rebelado sus ciudades más próximas, las más leales. ¿Y por qué? Porque llevan casi diez años soportando una guerra que no termina y están hartas, ¿entiendes?, Maharbal, hartas de entregar armas, víveres y, por encima de todo, hombres, miles de hombres que ya no regresan a sus casas. Los campos quedan yermos por la propia guerra o por falta de brazos que los cuiden y siembren y cosechen. Es cierto que el botín de Tarento recuperará sus arcas, pero les será difícil reunir a más hombres. Dentro de poco tendrán que empezar a tomar rehenes de las ciudades aliadas para asegurarse su lealtad. Tenemos que descabezar su ejército. Ya matamos a varios de sus cónsules: a Cayo Flaminio en Trasimeno y a Emilio Paulo en Cannae, y hemos herido a muchos de sus generales. Bien. Ellos resisten, nosotros también. Las cosas no van tan bien como creen: después de tantos muertos sólo han conseguido recuperar parte del terreno perdido, eso es todo. Estamos como al principio, no, mejor: estamos aquí ya, en territorio itálico y pronto llegará mi hermano, Maharbal, pronto llegará Asdrúbal con un ejército desde Hispania. Asdrúbal seguirá la misma ruta, por la Galia y, si es necesario, los Alpes. Los galos campan a sus anchas en el norte. A los romanos no les resulta posible mantener tantos frentes abiertos mientras Aníbal siga en el sur. Han tenido que abandonar sus posiciones en la frontera cisalpina, especialmente desde que los celtas acabaron con el cónsul Postumio, una muerte que nos podemos apuntar indirectamente. Aquél es un territorio abonado para la rebelión en masa. Sólo necesitan un líder y ése no será otro que mi hermano. Mira, Maharbal, aquí.

El jefe de la caballería cartaginesa se acercó a la mesa. Aníbal continuaba sus explicaciones señalando en un mapa.

–Asdrúbal atacará por el norte, junto con los galos, y nosotros ascenderemos desde el sur; y por el este, en el Adriático, los macedonios de Filipo V asediarán Apolonia y el protectorado romano en Iliria. Tres frentes a un tiempo. Veremos cómo se las ingenian entonces los romanos. Además, Magón y Giscón harán la vida imposible a las tropas romanas en Hispania.

Aníbal, que se había levantado para señalar sobre el mapa, volvió a dejarse caer sobre la silla.

–Hasta que llegue ese momento -continuó-, tendremos que hacernos fuertes aquí en el sur, en Metaponto y en el Bruttium. Y nos distraeremos acabando con alguno de sus mejores generales. Tenemos que terminar con Claudio Marcelo y con Fabio Máximo. Son los más respetados y lo idóneo sería que ninguno de éstos esté con vida para cuando Asdrúbal llegue desde Hispania. Si no es posible vencerlos en campo abierto, organizaremos emboscadas. La caballería nos será de gran utilidad en esas incursiones. Continuaremos aquí, en el sur, Maharbal, acechando y golpeando. Cuando nos busquen, nos refugiaremos, cuando se confíen, atacaremos. Mientras sigamos aquí los ojos de Roma permanecerán sobre nosotros sin ver que el peligro que realmente acecha está gestándose en Hispania.

–¿Y ese general romano de Hispania?

Aníbal tardó unos segundos en responder.

–¿El joven Escipión?

–Sí.

El general volvió a meditar unos instantes.

–Maharbal, ése es el joven que salvó a su padre en Tesino, ¿verdad? el que nos detuvo en el río, deshaciendo aquel puente, ¿no es cierto?

–Así es.

–No hay duda de que es un hombre valiente. Y orgulloso. Su conquista de Qart Hadasht es admirable. No hay duda de que ha sorprendido a Asdrúbal, pero tiene dos problemas. ¿Sabes cuáles?

–No, mi señor.

–Uno, Asdrúbal ya no se dejará sorprender de nuevo y, dos, mi hermano, junto con mi otro hermano Magón y con el general Giscón, disponen de setenta y cinco mil hombres en aquella región. Es una diferencia de tres a uno a su favor. Si yo fuera ese general romano, me atrincheraría en Tarraco y me centraría en conseguir sobrevivir a la cólera de Asdrúbal.

Aquí el general dejó de hablar. Estaba cansado. Maharbal saludó a su superior y le dejó a solas. Aníbal relajó sus músculos en la silla. Era dura, pero cualquier sitio le parecía apropiado para descansar un poco. No, no había sido un buen año aquél. La caída de Siracusa, Capua y Tarento. Tremendas derrotas. Incalculables pérdidas en el tablero de la estrategia de aquella guerra. Pero restaban muchas bazas en juego. Sí, los galos del norte, los refuerzos de Asdrúbal. Con todo esto empezaría la segunda parte. Estaba cansado, sí. Y los romanos extenuados. Era una guerra de resistencia y si algo sabía él era vivir en el combate permanente. Llevaba así desde niño, desde que siendo apenas un adolescente, acompañara a su padre a través de los Pilares de Hércules para conquistar Hispania. Los romanos nunca habían afrontado un conflicto tan largo en el tiempo. La guerra había esquilmado sus campos. Tendrían problemas de abastecimiento. Descontento en las calles de su ciudad. Agotamiento. Ansias de paz. Y él seguiría allí, hasta el final. Se encargaría de transformar toda la región en un inmenso erial, basta que los romanos no viesen ya diferencia entre su tierra y el reino de los muertos.

102 Los enemigos de Escipión

Cástulo, Hispania, 209 a.C.

Cuando Asdrúbal Barca recibió la noticia de que Qart Hadasht había sido tomada por los romanos dirigidos por un joven general hijo y sobrino de los Escipiones con los que él mismo había terminado hacía apenas dos años, no se puso tenso. El hermano de Aníbal, sentado en una butaca cubierta de pieles de oso y ciervo, enarcó la ceja derecha y, sin aspavientos ni gritos, dijo:

–Que se preparen todos.

–¿Todos, mi general? – quiso asegurarse uno de los oficiales antes de emprender la gigantesca tarea de movilizar a todo el ejército. Asdrúbal le miró manteniendo la ceja en alto.

–Todos, oficial, todos: la infantería africana, la caballería númida, los honderos baleáricos y, sobre todo, los elefantes. Los elefantes.

El oficial asintió, al igual que el resto de los presentes, los cuales, tras un escueto saludo militar, fueron saliendo de la tienda de su general en jefe. Asdrúbal se quedó a solas hablando consigo mismo en voz alta.

–Ya terminé con tu padre y tu tío, y no era nada personal, pero si te interpones entre mi destino y yo, joven vastago de los Escipiones, te aplastaré con mis elefantes y te degollaré como a un perro rabioso.

El hermano de Aníbal se levantó y estiró los músculos. Era importante ahora que le vieran sus hombres pasando por el campamento con aire de seguridad y confianza. Empezaba una nueva campaña. El objetivo, Italia; lo circunstancial, arrasar a todo el que intentase interferir en su marcha.

Roma, 209 a.C.

–¡Por Júpiter y Hércules y Castor y Pólux y todos los dioses! ¿Es que ni tan siquiera van a permitirme esos malditos Escipiones disfrutar de mi victoria en Tarento? – aullaba un incontenible Fabio Máximo ante un temeroso legionario mensajero de aquella información sobre la toma de Cartago Nova por el joven Escipión. Para rematar el desastre, el inexperto legionario había osado decir que en el foro no se hablaba ya de otra cosa o, dicho de otra manera, la forma en la que Fabio leía el presente, su conquista de Tarento había quedado nublada por la sorprendente caída de la capital cartaginesa en Hispania y sin traición alguna. Parecía que pese a las radicales medidas tomadas por Fabio para acallar los rumores sobre una traición que allanó su camino en la conquista de Tarento, las murmuraciones no habían dejado de correr por las calles de Roma. La fornida figura del legionario que sin duda debía intimidar a sus contendientes en una batalla campal se empequeñecía, no obstante, ante la tumultuosa reacción del anciano cónsul. Catón, testigo de la escena, sintió lástima de aquel soldado sobre el que un insensible senador descargaba toda su furia.

–¡Fuera, fuera de mi vista, mensajero de la miseria!

El legionario partió de la sala como llevado por el viento huracanado de la ira del cónsul. Máximo y Catón se quedaron solos. El viejo cónsul le miró. Para sorpresa de Catón, de súbito, la faz del anciano pasó de la ira más absoluta a una malévola mueca que Marco Porcio Catón no sabía bien cómo interpretar.

–Parece ser, mi querido Marco -empezó Fabio Máximo- que, después de todo, deba en esta ocasión corregir algo mis cálculos: mucho me temo que debamos ayudar un poco a los propios cartagineses con ese joven Escipión.

Catón le miró confundido.

–Es sencillo -continuó Máximo-, se trata de emplear ahora una táctica algo más sutil, querido amigo, más sutil, pero siempre, a fin de cuentas, la estrategia más eficiente, siempre la más eficaz.

–¿En qué estáis pensando? – indagó Catón con tiento.

Fabio Máximo miró furtivamente a ambos lados, bajó la voz hasta convertir sus palabras en un susurro semejante al último estertor de un moribundo asegurándose así de que sólo Catón pudiera escucharle sin que aquella sentencia pudiera llegar a oídos de esclavos o sirvientes en las dependencias contiguas.

–En una traición, Marco, estoy pensando en una traición. Sólo falta por discernir quién puede ser nuestro, digámoslo así, puñal en la espalda.

–¿Puñal en la espalda?

–No me mires así, Marco, es una figura retórica. No hay que tomarse la expresión en su sentido literal. Basta con conseguir que alguno de los tribunos u oficiales de prestigio del joven Escipión cuestione su estrategia, que aproveche una pequeña derrota para sublevar a los soldados, que mine su autoridad. Una rebelión de una guarnición sería suficiente causa a los ojos del Senado para terminar con la carrera política y militar de ese Escipión para siempre. En tiempos de guerra un motín que no se sabe atajar es la peor de las derrotas, peor aún que lo ocurrido en Cannae.

–Marcio, Marcio Septimio -sugirió Catón con orgullo-, ése fue el centurión que tenía el mando en Hispania tras la marcha de Nerón hasta que llegó el Escipión. Un hombre veterano sustituido por un jovenzuelo. Creo que ahí encontraremos simiente donde sembrar la discordia.

Fabio Máximo se sentó en una silla ponderando con interés aquella propuesta. Catón se sentía exultante.

–Hum… no… -respondió al fin el anciano cónsul-, demasiado evidente; nuestro joven general puede ver venir algo así. No, estará prevenido con relación a todos sus nuevos oficiales, no, debemos ir a la yugular, morder allí donde más le duela. Dime, Marco, tú que lo sabes todo de este Escipión, ¿quién es su más fiel servidor, su más leal oficial?

103 Los encargos de Lelio

Cartago Nova, 209 a.C.

Cayo Lelio entró despacio en la gran sala del palacio de la fortaleza recién conquistada de Qart Hadasht. Caía la tarde y la luz tenue iluminaba con debilidad la gran estancia en cuyo centro vio la silueta de Publio sentado en una silla frente a una enorme mesa sobre la que se amontonaban una multitud de documentos y mapas. En un extremo, casi al borde mismo, un vaso grande de plata que, con toda seguridad, debía de contener vino o quizá algo de mulsum, tan apreciado por el general. Lelio contemplaba a aquel joven y recordó el día en que le fue presentado como el hijo del cónsul. De aquello hacía ya más de nueve años. Parecían más. En aquel entonces el joven Publio no era más que un muchacho, inexperto en el campo de batalla. Un niño mimado, recordó Lelio que pensó en aquellos días de aquel frío invierno, acampados junto al río Tesino. Toda aquella larga guerra había sido el mundo en el que aquel joven hijo del cónsul había ido madurando. Hasta aquí. Hasta conseguir conquistar la capital de los cartagineses en el corazón de Hispania. Lo imposible acababa de obtenerse bajo el mando de aquel ya recio hombre.

Por las amplias ventanas abiertas entraba el fresco de la tarde y las voces de los miles de legionarios festejando con vino y cantos, desde hacía días ya, la victoria sobre los enemigos de la patria. Miles de hombres dispuestos a seguir a aquel general adonde éste decidiese guiarlos. Lelio esperó sin prisa a que Publio advirtiera su presencia, difuminada entre las sombras cada vez más extensas que poblaban la gran sala. ¿Cómo podía leer con aquella luz tan tenue? Vio entonces cómo Publio se acercaba un documento al rostro, buscando más iluminación del sol.

El general alzó la mirada buscando haces de luz, ya apagados y desaparecidos, y comprendió que la tarde ya era noche. Fue a llamar a un esclavo para que le trajesen una lámpara de aceite y poder seguir con su estudio de los magníficos planos que los cartagineses habían diseñado de las diferentes regiones sobre las que se extendían sus dominios en Hispania, cuando se percató de la presencia de alguien entre las sombras. Su primera reacción fue de sorpresa y enfado, ¿cómo podía haber entrado alguien sin ser avistado por los centinelas? Sin embargo, al instante reconoció al hombre que, en pie y en silencio, esperaba con paciencia. Publio borró entonces sus pensamientos anteriores y una profusa sonrisa se apoderó de su rostro.

–Mi buen Lelio, ¿escondido en la noche?

–No quería interrumpir.

–Tú nunca interrumpes, ya lo sabes. Adelante, adelante. Tenemos un vino excelente. Estos cartagineses, hay que reconocerlo, sabían vivir bien.

–Aunque no sabían luchar igual de bien -apostilló Lelio. – Suerte para nosotros.

–Bueno, y ya que estamos reconociendo cosas, sin duda el plan que me comentaste en secreto en Tarraco ha funcionado a la perfección.

Lelio ya estaba junto a la mesa. Publio dio un par de palmadas y un esclavo entró ipso jacto.

–Vino y un poco de agua para nuestro comandante de la flota -ordenó Publio-. Y dime -retomó la palabra volviéndose hacia Lelio de nuevo-, ¿en qué pensabas, ahí parado, en silencio?

–Pensaba en que cuando te conocí eras el hijo del cónsul y que, hasta esta conquista, para muchos aún seguías siéndolo: el hijo del cónsul de Roma. Hoy ya no es así. Hoy eres un general de Roma, un general que ha conquistado Cartago Nova para la patria, que ha derrotado a los cartagineses y se ha apoderado de su capital en Hispania, un general victorioso cuyo padre, es cierto y meritorio por supuesto, fue cónsul, pero eso ya no es lo más relevante cuando se habla de ti. En cómo has cambiado. En eso pensaba.

Publio se quedó mirándole sin decir nada. La entrada en la sala del esclavo, acompañado de dos jóvenes esclavas con el vino y agua solicitados, hizo que no tuviera que responder.

Una vez atendidas las necesidades del invitado del general que había conquistado el palacio en el que servían, los esclavos iberos salieron con rapidez, temerosos aún por su futuro próximo en manos de unos nuevos amos que se habían hecho con el control de la ciudad.

Ambos soldados compartieron el aire de aquella sala respirando su silencio aguijoneado por los gritos de los legionarios que alegres festejaban su conquista por las calles de la ciudad, bebiendo, cantando, pero sin recurrir al saqueo o a importunar a los habitantes, algo que había quedado expresamente prohibido por su general en jefe. Y las órdenes de un general que conquistaba una ciudad en seis días no eran para tomarse a broma. Los legionarios se divertían pero sin molestar a la población, más allá, claro está, de hacerles difícil dormir durante la noche.

–Reconócelo -comentó Publio cambiando de tema-. Pensabas que estaba loco y que no conseguiríamos conquistar la capital de los cartagineses en Hispania.

–Lo admito -dijo Lelio- y mucho menos en tan poco tiempo.

Cayo Lelio fue a mezclar un poco de agua con el vino pero Publio le advirtió.

–No, espera; lo he probado sin mezclar; sé que es una costumbre bárbara hacerlo así, pero está muy bueno sin nada y también sé que a ti te gusta tal cual cuando el vino es bueno.

Lelio arqueó las cejas y probó el caldo. El sabor fuerte del licor sin mezclar con agua acarició su gaznate y, aunque quemase muy levemente, en el paladar quedaba un gusto denso, afrutado, dulce, intenso, cordial.

–Es bueno -concluyó Lelio.

–Y tanto que lo es. Como que viene de Masica, al sur de Roma, del Ager Falernus. Sin duda lo estamos degustando aquí en Hispania por gentileza de Aníbal, que lo remitiría aquí quién sabe cuándo.

–Quizá lo trajesen sus hermanos cuando pasaron de Italia a África y de allí a Hispania.

–Quizá. El caso es que ahora nos lo bebemos nosotros y con eso, aunque sólo sea un poco, ponemos las cosas en su sitio.

Los dos rieron. Era curiosa la vida y los confusos designios de los dioses.

–Te he mandado llamar, mi querido Lelio, porque tengo varias cosas que pedirte.

Lelio se incorporó en su silla y abrió los ojos. Escuchaba atento.

–Tienes que ir a Roma y allí cumplir una serie de encargos que me gustaría hacerte ahora, ¿puedo contar contigo?

–Por supuesto. Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que haga falta; sólo lamento tener que alejarme del frente de batalla, ahora que las cosas se ponían interesantes, pero si consideras que debo ir yo, seguiré tus órdenes, ya lo sabes.

–Lo sé, lo sé; por eso debes ir tú y no otro. No confío en nadie tanto como confío en ti. Marcio parece leal, creo que sin duda lo es, pero en su caso, por su mayor conocimiento de la situación en Hispania es mejor que él permanezca aquí. Además, donde debes ir he de enviar a alguien de mayor rango -el general guardó aquí unos segundos de silencio; bebió algo de vino y prosiguió-. En cualquier caso, para que te sientas mejor, aguardaremos tu regreso antes de reemprender cualquier acción. Eso te tranquilizará. Debes ir a Roma y hablar con el Senado: necesitamos refuerzos. Hemos de aprovechar la buena noticia y la buena predisposición que la toma de Cartago Nova generará entre los senadores para que acepten enviarnos dos legiones más. Es cuanto necesito, Lelio: dos legiones más. Explica todo lo que consideres oportuno. Hemos tomado Cartago Nova, y sin apenas bajas, pero los tres ejércitos cartagineses de Hispania permanecen intactos; nos triplican en número. Sin esos refuerzos, tarde o temprano, nos arrasarán. Y más pronto que tarde. Ni siquiera podremos contenerlos en el Ebro cuando decidan unir sus fuerzas y lanzarse hacia el norte para alcanzar

Italia. Sin esos refuerzos la conquista de Cartago Nova no será más que una pequeña anécdota en esta larga guerra. Lelio asintió con vehemencia.

–Refuerzos -dijo-; dos legiones. Está claro. Así será. Por mi familia y los dioses que…

–No, Lelio, no -le interrumpió Publio-, sin juramentos. No quiero que te comprometas a algo que está más allá de tu control. Inténtalo, pero si los senadores fueran obstinados en su tacañería, regresa, que no te lo tendré en cuenta. Guárdate sobre todo de las manipulaciones de Fabio Máximo y sus intrigas en el Senado. Es a él al que hay que persuadir, si no lo consigues, necesitarás una mayoría abrumadora del Senado para poder doblegar su oposición. Llenaremos una quinquerreme con monedas de plata y oro, con trigo y cebada, y te llevarás a varios rehenes cartagineses entre los nobles que hemos capturado. Los senadores sólo se ablandan ante un buen botín. El dinero y los prisioneros valiosos son aún más efectivos con ellos y sus voluntades que con los mismísimos legionarios. En fin, ésa es tu primera misión. ¿De acuerdo?

Lelio asintió sin añadir nada.

–Bien; luego tengo unos pequeños encargos personales. He estado escribiendo unas cartas, para mi madre, para Lucio Emilio, el hijo de Emilio Paulo y para Lucio, mi hermano. Quiero que las entregues personalmente. Además, te daré una carta, claro, para leer en el Senado.

–Entregaré todas esas cartas.

–Primero, preferiría que fueses a mi casa y luego a la de Emilio Paulo. Luego al Senado. – Así lo haré.

–Bien, bien; ya casi está todo. Lo que queda es más un capricho que otra cosa -aquí el joven general dudó antes de continuar; miró a los ojos de Lelio y sólo encontró lealtad y admiración. Se decidió a proseguir-. Se trata del teatro. Ya sé que no eres hombre de acudir al teatro, pero en este viaje tuyo a Roma te rogaría que, si Plauto ha estrenado una nueva obra, acudieses a su representación -Publio hablaba despacio, observando la reacción de su interlocutor. Lelio no parecía ofendido ni molesto-. Tengo curiosidad por ver en qué trabaja. En fin, y luego me comentas cómo era. Es una pequeña afición. ¿Sabes, Lelio? Con frecuencia lamento que mi padre no viviese para ver alguna de sus obras. Sé que le habrían gustado. Pienso entonces en que viéndolas yo es un poco como si las viese él. Ya ves, un capricho sentimental. En fin, si puedes hacer algo sobre este tema, lo que sea, te lo agradeceré.

–Si Plauto representa alguna de sus obras, acudiré y haré lo posible por recordar la historia para contártela, aunque no creo que yo sea un buen narrador de lo que vea.

–Bien, lo sé, lo sé. Lo tuyo es el campo de batalla y no un teatro. En fin, lo que me cuentes siempre será interesante.

Un enorme griterío ascendió por las ventanas abiertas desde la parte baja de la ciudad.

–¿Y eso? – preguntó Publio.

–Creo que estaban organizando unas luchas entre legionarios de distintas legiones. Sin armas. A puñetazos. Se juegan así parte de lo que les toca en el botín. Hay apuestas. Es costumbre, ya lo sabes.

–Costumbre, sí, es cierto. Bien, que los hombres se diviertan, eso es bueno. Se lo han ganado. Cualquiera pensaría que deberían haber tenido bastante pelea por unos días, pero se ve que no. Ya se cansarán algún día.

Publio cerró los ojos. Algún día estarán agotados de combatir. Esta guerra será larga. Los volvió a abrir y sacudió la cabeza.

–En fin, salgamos -comentó el joven general-, y veamos por quién podemos apostar.

Publio se levantó y se encaminó hacia la puerta. Lelio le siguió mientras descendían una enorme escalinata que los conduciría a una gran plaza en la que los soldados habían organizado los combates cuerpo a cuerpo, sin espadas ni dagas, para entretenerse. Lelio sabía que en el fondo habrían deseado tener una lucha de gladiadores con los prisioneros como luchadores, pero aquello aún estaba por decidirse y, sin la aprobación del general en jefe, esas posibles luchas quedaron postergadas.

Al salir Publio al exterior del palacio, acompañado por Lelio y ambos rodeados por el cuerpo de guardia que, a modo de lictores de un procónsul, acompañaba al general en todo momento, la muchedumbre de legionarios dejó de prestar atención a las peleas en curso, que se detuvieron en el acto, y se volvieron para saludar a su victorioso general. Publio asintió con la cabeza agradeciendo el reconocimiento de sus hombres. Marcio se acercó al general.

–¡Los hombres están satisfechos con esta conquista, mi general! – comentó el veterano tribuno-, ¡tengo la sensación de que, después de esto, estas tropas os seguirán hasta el mismísimo infierno!

Marcio tuvo que vociferar para hacerse oír por encima de los gritos de los legionarios. Y éstos, al escuchar sus palabras, no dudaron en repetirlas como si de una promesa sagrada se tratara.

–¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno!

Publio Cornelio Escipión no dijo nada. Se limitó a sonreír en señal de apreciación y orgullo. Tanto Marcio como Lelio se volvieron para saludar, uno a cada lado del joven general en jefe, a los soldados que aclamaban al conquistador de Cartago Nova. De esta forma no vieron el ceño de presagios sombríos que, aunque sólo visible por un breve instante, se dibujó sobre la faz de su general. Los pensamientos de Publio se nublaron ante las palabras de Marcio que aquellos soldados se empeñaban en repetir una y mil veces acompañando aquella puesta rojo sangre del sol con un ensordecedor tumulto de voces ansiosas por seguir a su líder allí donde éste dictaminase, ajenos, desconocedores del auténtico significado de aquel voto. ¿Estarían los dioses escuchando? Publio se esforzó en mantener su sonrisa. No quería que se notase su preocupación, pero, aunque feliz en apariencia, su mente se retorcía entre los complejos vericuetos de sus planes para derrotar al enemigo de forma completa. Y por muchas vueltas que había dado a todas las posibilidades, todos los caminos, todas las alternativas conducían siempre a un único punto. Marcio era inconsciente de lo premonitorio de sus palabras, igual que lo eran todos aquellos legionarios, comprometiendo sus vidas a viva voz, haciendo resonar sus pila contra los escudos, aumentando así la estridencia del griterío, como si quisieran despertar a los dioses y que éstos, en efecto, tomasen nota de su promesa lanzada al cielo abierto de aquel lánguido atardecer de verano.

Publio se preguntaba qué le diferenciaba de todos aquellos valientes, de Quinto Terebelio, de Marcio, del propio Cayo Lelio. ¿Por qué aquellos hombres estaban bajo su mando y no al revés? Y se dio cuenta de que había una razón que lo explicaba todo. En medio del fragor de aquel griterío ciego de sus soldados y oficiales, el joven Publio comprendió con nitidez la razón de su mando.

–¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno!

Sólo él, Publio, de entre todos ellos, sabía que hasta allí mismo, hasta ese lugar, tendría él, como general en jefe, que llevar a sus tropas, más allá del límite de sus fuerzas, cruzando la frontera de su capacidad, pasado el extremo de su resistencia. Lo intuía y lo había soñado en varias ocasiones. No sabía qué era primero, si la intuición y por eso los sueños, o si se trataba, una vez más, de aquellos sueños extraños que de cuando en cuando le asaltaban como si quisieran avisarle de algo, como cuando soñó con una laguna y una ciudad inexpugnable la noche que se emborrachó por primera vez con su tío Cneo. Luego, todo se había cumplido y aquella fortaleza, rodeada por un lago y el mar, era ahora suya. Sin embargo, el nuevo sueño no era sólo misterioso, sino terrible: decenas de elefantes cargaban contra su ejército, los legionarios temblaban de pánico y las bestias bramaban levantando en su avance una enorme nube de arena del desierto que los rodeaba. Parecía que hubieran llegado al fin del mundo y que lucharan en la más temible de las batallas, pero antes de discernir el desenlace de la misma el canto de un gallo desvaneció las imágenes. Sin embargo, aquel sueño que él sentía como clarividente e incisivo en su rigor le atenazaba por dentro, pues allí tendría, más tarde o más temprano, que conducirlos a todos: hasta el mismísimo infierno.

APÉNDICES I Glosario

agone: «Ahora» en latín. Expresión utilizada por el ordenante de un sacrificio para indicar a los oficiantes que emprendieran los ritos de sacrificio.

Amphitruo: «Anfitrión», personaje de una de las obras del teatro clásico latino que, además de dar nombre a una tragicomedia, a partir del siglo XVII pasará a significar la persona que recibe y acoge a visitantes en su casa.

Arx Hasdrubalis: Una de las colinas principales de la antigua Qart Hadasht para los cartagineses, ciudad rebautizada como Cartago Nova por los romanos.

as: Moneda de curso legal a finales del siglo III en el Mediterráneo occidental. El as grave se empleaba para pagar a las legiones romanas y equivalía a doce onzas y era de forma redonda según las monedas de la Magna Grecia. Durante la segunda guerra púnica comenzó a acuñarse en oro además de en bronce.

Asinaria: Primera comedia de Tito Macio Plauto que versa sobre cómo el dinero de la venta de unos asnos es utilizado para costear los amoríos del joven hijo de un viejo marido infiel. Los historiadores sitúan su estreno entre el 212 y el 207 a.C. En esta novela su estreno se ha ubicado en el 212 a.C. Aunque es una obra muy divertida, su repercusión en la literatura posterior ha sido más bien escasa. Destaca la recreación que Lemercier (1777-1840) hizo de la misma en la que incorporaba al propio Plauto como personaje. Algunos han querido ver en la descripción de la lena de esta obra la precedente del personaje de la alcahueta de La Celestina.

attramentum: Nombre que recibía la tinta de color negro en la época de Plauto.

atriense: El esclavo de mayor rango y confianza en una domus romana. Actuaba como capataz supervisando las actividades del resto de los esclavos y gozaba de gran autonomía en su trabajo.

augur: Sacerdote romano encargado de la toma de los auspicios.

auspex: Augur familiar.

Baal: Dios supremo en la tradición púnico-fenicia. El dios Baal o Baal Hammón («señor de los altares de incienso») estaba rodeado de un halo maligno de forma que los griegos lo identificaron con Cronos, el dios que devora a sus hijos, y los romanos con Saturno. Aníbal, etimológicamente, es el «favorecido» o el «favorito de Baal» y Asdrúbal, «mi ayuda es Baal».

bulla: Amuleto que comúnmente llevaban los niños pequeños en Roma. Tenía la función de alejar a los malos espíritus.

carpe diem: Expresión latina que significa «goza del día presente», «disfruta de lo presente», tomada del poema Odae se Carmina (1, 11,8) del poeta Q. Horatius Flaccus. Luego, una copla popularizó su sentido:

Goza del sol mientras dure; Siempre no ha de ser verano; Aprovecha la ocasión Que la tienes en la mano. cassis: Un casco coronado con un penacho adornado de plumas púrpuras o negras.

Castor: Junto con su hermano Pólux, uno de los Dioscuros griegos asimilados por la religión romana. Su templo, el de los Castores, o de Castor y Pólux, servía de archivo a la orden de los equites o caballeros romanos. El nombre de ambos dioses era usado con frecuencia a modo de interjección en la época de Africanus, el hijo del cónsul.

cognomen: Tercer elemento de un nombre romano que indicaba la familia específica a la que una persona pertenecía. Así, por ejemplo, el protagonista de esta novela, de nomen Publio, pertenecía a la gens o tribu Cornelia y, dentro de las diferentes ramas o familias de esta tribu, pertenecía a la rama de los Escipiones. Se considera que con frecuencia los cognomen deben su origen a alguna característica o anécdota de algún familiar destacado.

comitia centuriata: La centuria era una unidad militar de cien hombres, especialmente durante la época imperial, aunque el número de este regimiento fue oscilando a lo largo de la historia de Roma. Ahora bien, en su origen era una unidad de voto que hacía referencia a un número determinado asignado a cada clase del pueblo romano y que se empleaba en los comitia centuriata o comicios centuriados, donde se elegían diversos cargos representativos del Estado en la época de la República.

coturno: Sandalia con una gran plataforma utilizada en las representaciones del teatro clásico latino para que la calzaran aquellos actores que representaban a deidades, haciendo que éstos quedasen en el escenario por encima del resto de los personajes.

cuatrirreme: Navio militar de cuatro hileras de remos. Variante de la trirreme.

cultarius: Persona encargada de cortar el cuello de un animal durante el sacrificio. Normalmente se trataba de un esclavo o un sirviente.

cursus honorum: Nombre que recibía la carrera política en Roma. Un ciudadano podía ir ascendiendo en su posición política accediendo a diferentes cargos de género político y militar, desde una edilidad en la ciudad de Roma, hasta los cargos de cuestor, pretor, censor, procónsul, cónsul o, en momentos excepcionales, dictador. Estos cargos eran electos, aunque el grado de transparencia de las elecciones fue evolucionando dependiendo de las turbulencias sociales a las que se vio sometida la República romana.

Dagda: Diosa celta de los infiernos, las aguas y la noche.

deductio: Desfile realizado en diferentes actos de la vida civil romana. Podía llevarse a cabo para honrar a un muerto, siendo entonces de carácter funerario, o bien para festejar a una joven pareja de recién casados, siendo en esta ocasión de carácter festivo.

deductio inforum: «Traslado al foro.» Se trata de la ceremonia durante la que elpater familias conducía a su hijo hasta el foro de la ciudad para introducirlo en sociedad. Como acto culminante de la ceremonia se inscribía al adolescente en la tribu que le correspondiera, de modo que quedaba ya como oficialmente apto para el servicio militar.

domus: Casa romana independiente que normalmente constaba de un vestíbulo o acceso de entrada, un atrio con un impluvium en el centro, y habitaciones alrededor con un tablinium o despacho al fondo que en las casas patricias podía dar acceso a un peristilo porticado con jardín.

escorpión: Máquina lanzadora de piedras diseñada para ser usada en los grandes asedios.

et cetera: Expresión latina que significa «y otras cosas», «y lo restante», «y lo demás».

falárica: Arma que arrojaba jabalinas a enorme distancia. En ocasiones estas jabalinas podían estar untadas con pez u otros materiales inflamables y prender al ser lanzadas. Fue utilizada por los saguntinos como arma defensiva en su resistencia durante el asedio al que los sometió Aníbal.

februa: Pequeñas tiras de cuero que los luperci utilizaban para tocar con ellas a las jóvenes romanas en la creencia de que dicho rito promovía la fertilidad.

feliciter: Expresión empleada por los asistentes a una boda para felicitar a los contrayentes.

flamines maiores: Los sacerdotes más importantes de la antigua Roma. Los/lamines eran sacerdotes consagrados a velar por el culto a una divinidad. Los flamines maiores se consagraban a velar por el culto a las tres divinidades superiores, es decir, a Júpiter, Marte y Quirino.

fauete linguis: Expresión latina que significa «contened vuestras lenguas». Se utilizaba para reclamar silencio en el momento clave de un sacrificio justo antes de matar al animal seleccionado. El silencio era preciso para evitar que la bestia se pusiera nerviosa.

gladio: Espada de doble filo de origen ibérico que en el período de la segunda guerra púnica fue adoptada por las legiones romanas.

hastati: La primera línea de las legiones durante la época de la segunda guerra púnica. Si bien su nombre indica que llevaban largas lanzas en otros tiempos, esto ya no era así a finales del siglo III a.C. En su lugar, los hastati, al igual que los príncipes en la segunda fila, iban armados con dos pila o lanzas más con un mango de madera de 1,4 metros de longitud, culminada en una cabeza de hierro de extensión similar al mango. Además, llevaban una espada, un escudo rectangular, denominado parma, coraza, espinillera y yelmo, normalmente de bronce.

Hércules: Es el equivalente al Heracles griego, hijo ilegítimo de Zeus concebido en su relación, bajo engaños, con la reina Alcmena. Por asimilación, Hércules era el hijo de Júpiter y Alcmena. Plauto recrea los acontecimientos que rodearon su concepción en su tragicomedia Amphitruo.

Hilarotragedia: Mezcla de comedia y tragedia, promovida por Rintón y otros autores en Sicilia.

Hymenaneus: El dios romano de los enlaces matrimoniales. Su nombre era usado como exclamación de felicitación a los novios que acababan de contraer matrimonio.

in extremis: Expresión latina que significa «en el último momento». En algunos contextos puede equivaler a in articulo mortis, aunque no en esta novela.

insulae: Edificios de apartamentos. En tiempo imperial alcanzaron los seis o siete pisos de altura. Su edificación, con frecuencia sin control alguno, daba lugar a construcciones de poca calidad que podían o bien derrumbarse o incendiarse con facilidad, con los consiguientes grandes desastres urbanos.

imagines maiorum: Retratos de los antepasados de una familia. Las imagines maiorum eran paseadas en el desfile o deductio que tenía lugar en los ritos funerarios de un familiar.

impedimenta: Conjunto de pertrechos militares que los legionarios transportaban consigo durante una marcha.

imperium: En sus orígenes era la plasmación de la proyección del poder divino de Júpiter en aquellos que, investidos como cónsules, de hecho ejercían el poder político y militar de la República durante su mandato. El imperium conllevaba el mando de un ejército consular compuesto de dos legiones completas más sus tropas auxiliares.

impluvium: Pequeña piscina o estanque que, en el centro del atrio, recogía el agua de la lluvia que después podía ser utilizada con fines domésticos.

ipso jacto: Expresión latina que significa «en el mismo momento», «inmediatamente».

Júpiter Óptimo Máximo: El dios supremo, asimilado al dios griego Zeus. Su flamen, el Diales, era el sacerdote más importante del colegio. En su origen Júpiter era latino antes que romano, pero tras su incorporación a Roma protegía la ciudad y garantizaba el imperium, por ello el triunfo era siempre en su honor.

kalendae: El primer día de cada mes. Se correspondía con la luna nueva.

Lares: Los dioses que velan por el hogar familiar. laudatio: Discurso repleto de alabanzas en honor de un difunto o un héroe.

legiones urbanae: Las tropas que permanecían en Roma acantonadas como salvaguarda de la ciudad. Actuaban como milicia de seguridad y como tropas militares en caso de asedio o guerra.

lena: Meretriz, dueña o gestora de un prostíbulo.

lenón: Proxeneta o propietario de un prostíbulo.

Liberalia: Festividad en honor del dios Liber, que se aprovechaba para la celebración del rito de paso de la infancia a la adolescencia y durante el que se imponía la toga virilis por primera vez a los muchachos romanos. Se celebraba cada 17 de marzo.

lictor: Legionario que servía en el ejército consular romano prestando el servicio especial de escolta del jefe supremo de la legión: el cónsul. Un cónsul tenía derecho a estar escoltado por doce lictores, y un dictador, por veinticuatro.

Lemuria: Fiestas en honor de los lémures, espíritus de los difuntos. Se celebraban los días 9,11 y 13 de mayo.

Lug: Dios principal de los celtas. Tal es su importancia, que dio nombre a la ciudad de Lugdunum, la actual Lyon. Aparece bajo distintos aspectos: como el dios-ciervo Cerunnos, como el dios Taranis de la tempestad o como el luminoso Beleños.

Lupercalia: Festividades con el doble objetivo de proteger el territorio y promover la fecundidad. Los luperci recorrían las calles con sus februa para «azotar» con ellas a las jóvenes romanas en la creencia de que con ese rito se favorecería la fertilidad.

luperci: Personas pertenecientes a una cofradía especial religiosa encargada de una serie de rituales encaminados a promover la fertilidad en la antigua Roma.

Manes: Las almas o espíritus de los que han fallecido.

Marte: Dios de la guerra y los sembrados. A él se consagraban las legiones en marzo, cuando se preparaban para una nueva campaña. Normalmente se le sacrificaba un carnero.

Mercator: Comedia de Plauto basada en un original griego de Filemón, poeta de Siracusa (361-263 a.C). La mayoría de los historiadores la consideran la segunda obra de Plauto tras la Asinaria, aunque, como es habitual, la datación de la misma oscila, concretamente entre 212 y 206. En esta novela se la ha situado en el 211. Para muchos críticos es una obra inferior en la producción plautina con una acción lenta y de menor comicidad que otras de sus obras más famosas. Se considera que, en este caso, Plauto se limitó a traducirla sin incorporar sus geniales aportaciones, como haría en otros muchos casos.

medius lectus: De los tres triclinia que normalmente conformaban la estancia dedicada a la cena, el que ocupaba la posición central.

mina: Moneda de curso legal a finales del siglo III a.C. en Roma.

mola salsa: Una salsa especial empleada en diversos rituales religiosos elaborada por las vestales mediante la combinación de harina y sal.

mulsum: Bebida muy común y apreciada entre los romanos elaborada al mezclar el vino con miel.

muralla Servia: Fortificación amurallada levantada por los romanos en los inicios de la República para protegerse de los ataques de las ciudades latinas con las que competía por conseguir la hegemonía en el Lacio. Estas murallas protegieron durante siglos la ciudad hasta que decenas de generaciones después, en el imperio, se levantó la gran muralla Aureliana. Un resto de la muralla Servia es aún visible junto a la estación de ferrocarril Termini en Roma.

Neptuno: En sus orígenes dios del agua dulce. Luego, por asimilación con el dios griego Poseidón, será también el dios de las aguas saladas del mar.

nobilitas: Selecto grupo de la aristocracia romana republicana compuesto por todos aquellos que en algún momento de su cursus honorum habían alcanzado el puesto de cónsul, es decir, la máxima magistratura del Estado.

nodus Herculis o nodus Herculaneus: Un nudo con el que se ataba la túnica de la novia en una boda romana y que representaba el carácter indisoluble del matrimonio. Sólo el marido podía deshacer ese nudo en el lecho de bodas.

nonae: El séptimo día en el calendario romano de los meses de marzo, mayo, julio y octubre, y el quinto día del resto de los meses.

nomen: También conocido como nomen gentile o nomen gentilicium, indica la gens o tribu a la que una persona estaba adscrita. El protagonista de esta novela pertenecía a la tribu Cornelia, de ahí que su nomen sea Cornelio.

Parentalia: Rituales en honor de los difuntos que se celebraban entre el 13 y 21 de febrero.

pater familias: El cabeza de familia tanto en las celebraciones religiosas como a todos los efectos jurídicos.

Penates: Las deidades que velan por el hogar.

peristilium,peristylium: Copiado de los griegos. Se trataba de un amplio patio porticado, abierto y rodeado de habitaciones. Era habitual que los romanos aprovecharan estos espacios para crear suntuosos jardines con flores y plantas exóticas.

pilum, pila: Singular y plural del arma propia de los hastati y príncipes. Se componía de una larga asta de madera de hasta metro y medio que culminaba en un hierro de similar longitud. En tiempos del historiador Polibio y, probablemente, en la época de esta novela, el hierro estaba incrustado en la madera hasta la mitad de su longitud mediante fuertes remaches. Posteriormente, evolucionaría para terminar sustituyendo uno de los remaches por una clavija que se partía cuando el arma era clavada en el escudo enemigo, dejando que el mango de madera quedara colgando del hierro ensartado en el escudo trabando al enemigo que, con frecuencia, se veía obligado a desprenderse de su arma defensiva. En la época de César el mismo efecto se conseguía de forma distinta mediante una punta de hierro que resultaba imposible de extraer del escudo. El peso áúpilum oscilaba entre 0,7 y 1,2 kilos y podía ser lanzado por los legionarios a una media de veinticinco metros de distancia, aunque los más expertos podían arrojar esta lanza hasta a cuarenta metros. En su caída, podía atravesar hasta tres centímetros de madera o, incluso, una placa de metal. Pólux: Junto con su hermano Castor, uno de los Dioscuros griegos asimilados por la religión romana. Su templo, el de los Castores, o de Castor y Pólux, servía de archivo a la orden de los equites o caballeros romanos. El nombre de ambos dioses era usado con frecuencia a modo de interjección en la época de Africanus, el hijo del cónsul.

popa: Sirviente que, durante un sacrificio, recibe la orden de ejecutar al animal, normalmente mediante un golpe mortal en la cabeza de la bestia sacrificada.

praefecti sociorum: «Prefectos de los aliados», es decir, los oficiales al mando de las tropas auxiliares que acompañaban a las legiones. Eran nombrados directamente por el cónsul. Los aliados de origen italiano eran los únicos que obtenían el derecho de ser considerados socii durante la República.

praenomen: Nombre particular de una persona, que luego era completado con su nomen o denominación de su tribu y su cognomen o nombre de su familia. En el caso del protagonista de El hijo del cónsul el praenomen es Publio. A la vista de la gran variedad de nombres que hoy día disponemos para nombrarnos es sorprendente la escasa variedad que el sistema romano proporcionaba: sólo había un pequeño grupo de praenomenes entre los que elegir. A la escasez de variedad, hay que sumar que cada gens o tribu solía recurrir a pequeños grupos de nombres, siendo muy frecuente que miembros de una misma familia compartieran el mismo praenomen, nomen y cognomen, generando así, en ocasiones, confusiones para historiadores o lectores de obras como esta novela. En Africanus, el hijo del cónsul se ha intentado mitigar este problema y su confusión incluyendo un árbol genealógico de la familia de Publio Cornelio Escipión y haciendo referencia a sus protagonistas como Publio padre o Publio hijo, según correspondiera. Y es que, por ejemplo, en el caso de los Escipiones, éstos, normalmente, sólo recurrían a tres praenomenes: Cneo, Lucio y Publio.

prandium: Comida del mediodía, entre el desayuno y la cena. Elprandium suele incluir carne fría, pan, verdura fresca o fruta, con frecuencia acompañado de vino. Suele ser frugal, al igual que el desayuno, ya que la cena es normalmente la comida más importante.

príncipes: Legionarios que entraban en combate en segundo lugar, tras los hastati. Llevaban armamento similar a los hastati, destacando elpilum como arma más importante. Aunque etimológicamente su nombre indica que actuaban en primer lugar, esta función fue asignada a los hastati en el período de la segunda guerra púnica.

prónuba: Mujer que actuaba como madrina de una boda romana. En el momento clave de la celebración la prónuba unía las manos derechas de los novios en lo que se conocía como dextrarum iunctio.

Qart Hadasht: Nombre cartaginés de la ciudad capital de su imperio en Hispania, denominada Cartago Nova por los romanos y conocida hoy día como Cartagena.

quinquerreme: Navio militar con cinco hileras de remos. Variante de la trirreme.

quo vadis: Expresión latina que significa «¿dónde vas?».

Saturnalia: Tremendas fiestas donde el desenfreno estaba a la orden del día. Se celebraban del 17 al 23 de diciembre en honor del dios Saturno, el dios de las semillas enterradas en la tierra.

schedae: Hojas sueltas de papiro utilizadas para escribir. Una vez escritas, se podían pegar para formar un rollo.

scipio: «Bastón» en latín, palabra de la que la familia de los Escipiones toma su nombre.

status: Expresión latina que significa «el estado o condición de una cosa». Puede referirse tanto al estado de una persona en una profesión como a su posición en el contexto social.

statu quo: Expresión latina que significa «en el estado o situación actual».

stilo: Pequeño estilete empleado para escribir o bien sobre tablillas de cera grabando las letras o bien sobre papiro utilizando tinta negra o de color.

tablinium: Habitación situada en la pared del atrio en el lado opuesto a la entrada principal de la domus. Esta estancia estaba destinada al pater familias, haciendo las veces de despacho particular del dueño de la casa.

tabulae nuptiales: Tablas o capítulos nupciales que eran firmados por los testigos al final de una boda romana para dar fe del acontecimiento.

Tanit: Diosa púnicafenicia de la fertilidad, origen de toda la vida, cuyo culto era coincidente con el de la diosa madre venerada en tantas culturas del Mediterráneo occidental. Los griegos la asimilaron como Hera y los romanos como Juno.

tessera: Pequeña tablilla en la que se inscribían signos relacionados con los cuatro turnos de guardia nocturna en un campamento romano. Los centinelas debían hacer entrega de la tessera que habían recibido a las patrullas de guardia, que comprobaban los puestos de vigilancia durante la noche. Si un centinela no entregaba su tessera por ausentarse de su puesto de guardia para dormir o cualquier otra actividad, era condenado a muerte.

togapraetexta: Toga blanca ribeteada con color rojo que se entregaba al niño durante una ceremonia de tipo festivo en la que se distribuían todo tipo de pasteles y monedas. Esta era la primera toga que el niño llevaba y la que sería su vestimenta oficial hasta su entrada en la adolescencia, cuando le era sustituida por la toga virilis.

toga virilis: Toga que sustituía a la toga praetexta de la infancia. Esta nueva toga le era entregada al joven durante la Liberalia, festividad que se aprovechaba para introducir a los nuevos adolescentes en el xmundo adulto y que culminaba con la deductio inforum.

triari: El cuerpo de legionarios más expertos en la legión. Entraban en combate en último lugar, reemplazando a la infantería ligera y a los hastati y príncipes. Iban armados con un escudo rectangular, espada y, en lugar de lanzas cortas, con una pica alargada con la que embestían al enemigo.

triclinium, triclinia: Singular y plural de los divanes sobre los que los romanos se recostaban para comer, especialmente, durante la cena. Lo frecuente es que hubiera tres, pero podían añadirse más en caso de que esto fuera necesario ante la presencia de invitados.

trirreme: Barco de uso militar del tipo galera. Su nombre romano trirreme hace referencia a las tres hileras de remos que, a cada lado del buque, impulsaban la nave. Este tipo de navio se usaba desde el siglo VII a.C. en la guerra naval del mundo antiguo. Hay quienes consideran que los egipcios fueron sus inventores, aunque los historiadores ven en las trieras corintias su antecesor más probable. De forma específica, Tucídides atribuye a Aminocles la invención de la trirreme. Los ejércitos de la antigüedad se dotaron de estos navios como base de sus flotas, aunque a éstos les añadieron barcos de mayor tamaño sumando más hileras de remos, apareciendo así las cuatrirremes, de cuatro hileras o las quinquerremes, de cinco. Se llegaron a construir naves de seis hileras de remos o de diez, como las que actuaron de buques insignia en la batalla naval de Accio entre Octavio y Marco Antonio. Calígeno nos describe un auténtico monstruo marino de cuarenta hileras construido bajo el reinado de Ptolomeo IV Filopátor (221-203 a.C), contemporáneo de la época de Africanus, el hijo del cónsul, aunque, caso de ser cierta la existencia de semejante buque, éste sería más un juguete real que un navio práctico para desenvolverse en una batalla naval.

túnica recta: Túnica de lana blanca con la que la novia acudía a la celebración de su enlace matrimonial.

turma, turmae: Singular y plural del término que describe un pequeño destacamento de caballería compuesto por tres decurias de diez jinetes cada una.

ubi tu Gaius, ego Gaia: Expresión empleada durante la celebración de una boda romana. Significa «donde tú Gayo, yo Gaya», locución originada a partir de los nombres prototípicos romanos de Gaius (Cayo) y Gaia (Caya) que se adoptaban como representativos de cualquier persona.

vélites: Infantería ligera de apoyo a las fuerzas regulares de la legión. Iban armados con espada y un escudo redondo más pequeño que el del resto de los legionarios. Solían entrar en combate en primer lugar. Sustituyeron a un cuerpo anterior de funciones similares denominado leves. Esta sustitución tuvo lugar en torno al 211 a.C. En esta novela hemos empleado de forma sistemática el término vélites para referirnos a las fuerzas de infantería ligera romana.

vestal: Sacerdotisa perteneciente al colegio de las vestales dedicadas al culto de la diosa Vesta. En un principio sólo había cuatro, aunque posteriormente se amplió el número de vestales a seis y, finalmente, a siete. Se las escogía cuando tenían entre seis y diez años de familias cuyos padres estuvieran vivos. El período de sacerdocio era de treinta años. Al finalizar, las vestales eran libres para contraer matrimonio si así lo deseaban. Sin embargo, durante su sacerdocio debían permanecer castas y velar por el fuego sagrado de la ciudad. Si faltaban a sus votos, eran condenadas sin remisión a ser enterradas vivas. Si, por el contrario, mantenían sus votos, gozaban de gran prestigio social hasta el punto de que podían salvar a cualquier persona que, una vez condenada, fuera llevada para su ejecución. Vivían en una gran mansión próxima al templo de Vesta. También estaban encargadas de elaborar la mola salsa, ungüento sagrado utilizado en muchos sacrificios.

victimarius: Durante un sacrificio, era la persona encargada de encender el fuego, sujetar a la víctima y preparar todo el instrumental necesario para llevar a término el acto sagrado.

victoriapírrica: Una victoria conseguida por el Rey del Épiro en sus campañas contra los romanos en la península itálica en sus enfrentamientos durante el siglo III. a.C. El rey de origen griego cosechó varias de estas victorias que, no obstante, fueron muy escasas en cuanto a resultados prácticos ya que, al final, los romanos se rehicieron hasta obligarle a retirarse. De aquí se extrajo la expresión que hoy día se emplea para indicar que se ha conseguido una victoria por la mínima, en deportes, o un logro cuyos beneficios serán escasos.

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30/01/2010

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