El 215 a.C. en el foro de Roma se hablaba sólo de dos cosas: del pacto al que Aníbal había llegado con Filipo V de Macedonia para luchar juntos contra Roma y de la unión de dos de las más importantes familias de la ciudad mediante el matrimonio del joven tribuno Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los Escipiones, procónsules de Hispania, con la joven huérfana Emilia Tercia, hija del cónsul caído en Cannae, de la familia de los Emilio-Paulos. La historia de la autorización del viejo cónsul escrita en un papiro y guardada en un viejo arcón había corrido de boca en boca por toda la ciudad haciendo las delicias de matronas maduras, jóvenes patricias soñadoras y sirvientes y esclavos de toda condición.
En casa de Emilia, el primero de estos temas, aun de gran importancia para todos los allí presentes ya que, de un modo u otro, todo lo relacionado con la guerra de Aníbal les afectaba de forma muy directa, había pasado a un segundo plano en los últimos días presionados por los preparativos de la boda. En el atrio de su casa, la joven asistía nerviosa al largo debate entre su hermano Lucio Emilio y su prometido Publio, en busca de una fecha adecuada para la celebración de las nupcias.
–Bien, si eliminamos los días lunares -comentaba Lucio Emilio mirando unas tablas con un calendario romano-, tenemos que descartar las kalendae, las nonae y los idus de este mes; y tampoco podemos contar con los días posteriores a estas fechas y hemos de dejar pasar los Parentalia. No sería un momento ni correcto ni propicio.
–De acuerdo, pero tanto a tu hermana como a mí nos gustaría celebrar la boda antes de los Lemuria -comentaba Publio, cuando la propia Emilia, saltándose las normas que el decoro marcaba, irrumpió en la conversación sobre su futuro enlace.
–Y no en mayo, por favor, trae mala suerte.
Los dos jóvenes la miraron con condescendencia y se sonrieron. Ambos se habían acostumbrado a los atrevimientos de la joven, fruto de un relajamiento en la disciplina en la educación de Emilia por parte de su padre una vez que su madre falleció. Mayo no estaba entre los meses inapropiados para casarse y, de hecho, se podría ajustar bien teniendo en cuenta las limitaciones que las diferentes fiestas en honor a los muertos y otras festividades presentaban a la hora de seleccionar un día aceptado por todos como propicio para el enlace. Sin embargo, mayo era tradicionalmente considerado como un mes desafortunado Para los casamientos y estaba claro que Emilia era partícipe de dicha superstición. Publio no quería contrariarla. Además, sabía que había muchos ojos puestos en aquella unión y quería evitar que nadie pudiera presagiar desgracias para los contrayentes o para sus familias por seleccionar un día inadecuado. Publio no tenía muy claro el valor de todo aquello, pero había aprendido de su padre a no menospreciar el poder de las creencias de la gente y la importancia de las apariencias.
–Entonces ¿qué tal abril? – propuso Publio-, de esa forma dejamos pasar también las celebraciones y sacrificios de marzo para la nueva campaña de guerra -y volviéndose a Emilia- y abril es la primavera, la luz.
Emilia sonrió sin decir nada y bajó la mirada.
–Bien -asintió Lucio-, me parece bien abril. Consultaré a los augures para asegurarnos un día que no sea endotercisi, probablemente a finales de abril.
–A finales de abril -confirmó Publio-, pero evitemos consultar al viejo augur de Fabio Máximo; no creo que vea esta unión con buenos ojos y preveo cierta subjetividad en su interpretación del futuro.
–Por supuesto, sin Fabio -confirmó Lucio y ambos jóvenes se echaron a reír. Fabio era augur vitalicio, pero había otros augures a los que consultar. Publio y Lucio Emilio se levantaron y con un fuerte abrazo sellaron su acuerdo para celebrar el casamiento que uniría aún más a sus dos familias.
Publio, acompañado por un esclavo, regresó a casa chapoteando entre los charcos de las calles bajo una densa lluvia. Su corazón estaba feliz. Pronto Emilia sería suya y podría estrecharla entre sus brazos cada noche.
Roma, abril del 215 a.C.
Es la noche antes de la boda. Emilia, vestida con una túnica engalanada de púrpura, acompañada por su hermano Lucio, recoge todos los juguetes que decoraron su infancia. La mayoría eran regalos que su padre le había traído cuando regresaba del foro. Una vez amontonados todos en un arca, dos esclavos la levantan y se quedan esperando las instrucciones de su amo Lucio Emilio. La vida de Emilia debía seguir hacia un nuevo destino. Todo lo que la acompañó en su infancia y en su pubertad debía quedar atrás. Emilia se quita la pequeña bulla que pende de su delgado cuello y la entrega a su hermano que, despacio, con delicadeza, la coge en su mano derecha y la cubre con la mano izquierda. Lucio le concede unos segundos a su hermana que esta aprovecha para respirar profundamente hasta tres veces.
–Bien, vamos -indica Lucio.
El joven pater familias sale de la estancia, la bulla de su hermana envuelta en sus manos, seguido de los esclavos con el arca llena de juguetes y, cerrando la pequeña comitiva, Emilia, caminando lentamente, su mirada clavada en el suelo. Pocos ya serán los pasos que dé en aquellas habitaciones que la vieron crecer junto a su familia.
Todos juntos salen al atrio, donde los espera un amplio número de familiares y amigos. Allí, junto al pequeño altar de los dioses Penates de la casa, se consagran juguetes y bulla, haciendo una imprecación especial a Junio, para que proteja a Emilia en la nueva vida que la espera. La joven se quita la túnica que lleva y se pone la túnica recta, blanca como la leche y larga hasta cubrirle los pies. Se sienta y una mujer, amiga de la familia, que sólo se ha casado una vez, la ayuda a recogerse el cabello con cariño y esmero, envolviendo su tupida melena negra en una pequeña redecilla de color rojo. Así, después de saludar a todos los presentes, Emilia se retira de nuevo a su estancia, ahora mucho más amplia, casi vacía al haber limpiado todos los estantes y el suelo de sus recuerdos infantiles. Se echa sobre el lecho y aguarda la llegada del nuevo día. Apenas si puede dormir. Piensa en su futuro marido y en la vida que le espera con Publio. Sabe que es afortunada: muchas no conocen al que será su esposo hasta el mismo día de la boda; ella, en cambio, ha podido hablar con él innumerables veces, incluso en momentos de desdicha, cuando le dieron la noticia de la muerte de su padre, sintió el abrazo de los poderosos brazos de aquel joven que se iba a casar con ella. ¿Es amor lo que siente por él? Sabía poco del amor. Algunos poemas leídos casi clandestinamente, lo que decían sus esclavas: «Es como si el estómago se te encogiera y no pudieras ya comer y luego es una felicidad indescriptible; y siempre así, de un extremo a otro, mientras dura», le decían. Ella había sentido lo del estómago cada vez que Publio venía a visitarla a casa; siempre tenía miedo de que ya no quisiera hablar con ella, de que se hubiera cansado, de ya no resultarle divertida o guapa o lo que sea que buscan los hombres. Se siente feliz por unos instantes, pero una alargada oscuridad se apodera de sus pensamientos: aquella larga e infinita guerra contra Aníbal que nunca termina. Esa guerra sabe que afectará a su vida. Su futuro marido es un importante tribuno militar y más tarde o más temprano se verá obligado a volver al frente. Publio había salido ileso de Tesino, Trebia, Trasimeno, y de la mismísima Cannae. ¿Seguirán los dioses velando por él? ¿Y ella? ¿Sabrá estar a la altura de las circunstancias? De la satisfacción de su prometido dependía gran parte de la alianza entre sus dos familias. Ella sentía que le quería desde el primer día que entró en su casa y se dedicó a pasear y conversar con ella, tratándola con ternura, casi como a una niña, pero mirándola como a una mujer, o eso le parecía. Ya no está segura de nada. Cierra los ojos y, arropada por esos cálidos recuerdos, rogando a todos los dioses que siempre protejan a su querido Publio, concilia al fin un débil sueño.
Con el amanecer, dos esclavas mayores la ayudaron a vestirse según correspondía a tan especial ocasión: se hizo un peinado complejo en el que se fundían hasta seis trenzas postizas adornadas con cintas; era una forma de arreglarse el pelo muy similar a la de las sacerdotisas vírgenes que consagraban su vida a la religión. Emilia quedó peinada como una vestal pura. Luego, sobre el tocado del cabello, se echó un fino velo de tono anaranjado cubriéndole la pálida frente. Temblaba. Tenía miedo y no quería confiar sus temores a esclavas o amigas de la familia. Tenía pánico a hacer algo inapropiado durante la ceremonia y que se considerase un mal presagio. Tenía pavor a que por su culpa su ya próxima felicidad pudiera verse deteriorada por un desafuero a los dioses. Echaba de menos a su madre más que nunca. Y a su padre. Sobre todo a su padre. En su cabeza bullía cada una de las cosas que debía hacer y cómo hacerlas. Mientras le ponían la corona de flores de verbena, arrayán y azahar, revisaba mentalmente cada paso que debía tener en cuenta.
Se levanta. La túnica recta está suelta. Emilia es delgada y el vestido le viene grande, pero la mujer amiga de la familia que la asiste a la hora de vestirse toma un cinto de tela y ciñe bien la túnica elaborando el complicado nodus Herculis. Un nudo difícil de deshacer, igual que la unión que va a tener lugar en unos minutos. Sobre la túnica blanca, la mujer echa un manto de color crema y, a continuación, ayuda a Emilia a ponerse unas sandalias del mismo color. Lucio entra entonces en la estancia y se pone detrás de su hermana. Separa las cintas del tocado con cuidado y pone un collar metálico alrededor del cuello de la novia. Le da un beso en la mejilla.
–¿Estás preparada?
–Sí -asiente Emilia con decisión. Su hermano sonríe. – Bien -le responde y la conduce de la mano hasta el atrio de la casa.
En esta ocasión no son sólo los amigos y familiares de su familia los que aguardan a la novia, sino que con ellos están también todos los familiares y amigos del novio que han podido acudir, entre ellos Pomponia, la madre, y Lucio Cornelio, el hermano de su prometido. No están los procónsules: tanto Publio Cornelio Escipión como Cneo Cornelio Escipión permanecen en Hispania, combatiendo por Roma. Publio padre ha enviado una carta para tan señalado momento que el hermano del novio lee en voz alta:
–A Lucio Emilio Paulo, pater familias de la familia de la prometida de mi primogénito: con agrado recibo la noticia de la próxima boda de mi hijo Publio Cornelio Escipión con Emilia Tercia, hija de Emilio Paulo, senador que fuera cónsul de Roma en dos ocasiones. No me es posible estar en la ciudad y acompañaros en tan feliz jornada, pero desde aquí envío mi bendición y autorización a tal enlace, así como la bendición de mi hermano Cneo. Que los dioses protejan esta unión y que de ella surja la fuerza de Roma para doblegar a nuestros enemigos. Firma: Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma cum imperium en Hispania.
Luego Lucio dio lectura a la carta de su padre que Emilia y el joven Publio encontraron en el viejo arcón de la domus familiar. Tras leer ambas cartas, Lucio se retira del centro del atrio y toma de nuevo su lugar junto al novio y su madre. La celebración da comienzo. Unpopa trae un cordero grande que dócilmente es llevado hasta el altar familiar. Lucio Emilio lo sacrifica y vierte la sangre del animal en honor de los dioses. Se separa entonces del animal ya muerto y deja que se acerque un anciano que avanza ayudado por un largo bastón de pino que maneja como una estaca. El anciano es el auspex de la familia de la novia. Se inclina sobre el animal sacrificado y con unas manos huesudas y arrugadas saca las entrañas del cordero y las vierte sobre el altar. Un espeso silencio llena de solemnidad aquel momento mientras el anciano escudriña las visceras con detenimiento. Nadie apresura a aquel hombre ni comenta nada. Sólo se espera en medio de una gran atención. El auspex al fin se yergue de nuevo y, mirando a todos los presentes, comparte con ellos su vaticinio sagrado. Emilia mira al suelo. Publio mira a Emilia. Ambos, sin saberlo, contienen la respiración.
–Los auspicios son buenos. No veo nada malo ni inusual en las entrañas de este animal. La unión cuenta con el favor de los dioses. La celebración puede seguir adelante.
Emilia y Publio exhalan un largo suspiro al mismo tiempo. Publio, que la observa, sonríe. Ella, no obstante, mantiene su mirada fija en el suelo. Mientras, su hermano Lucio Emilio ha sacado las tabulae nuptiales que diferentes amigos y familiares de ambas familias van firmando hasta que se consiguen los diez testigos preceptivos para validar la unión que va a tener lugar. Terminada la recogida de firmas, los familiares del novio y la novia se separan en dos grupos dejando un pequeño pasillo en el atrio por el cual se desplaza una mujer mayor. La prónuba, vestida de blanco, con su lento caminar, se acerca hasta ponerse en el centro del atrio. Lucio Emilio acompaña entonces a su hermana junto a la prónuba y Pomponia hace lo mismo con su hijo. La pronuba toma entonces las manos derechas de Publio y Emilia y las une frente a ella.
Se hace un silencio aún más profundo que cuando el auspex analizaba las entrañas del cordero sacrificado. La calma deja sentir el sonido del viento que agita las tiernas hojas de la primavera de los árboles del jardín de aquella casa. A un tiempo, las voces de Publio y Emilia se funden en una sola y pronuncian la fórmula nupcial sagrada de Roma.
–Ubi tu Gaius, ego Gaia -dice Publio.
–Ubi tu Gaius, ego Gaia -pronuncia Emilia a la vez, con cuidado de que su voz no sobresalga por encima de la de su prometido.
El silencio es rasgado por un estruendo de vítores y palmas de todos los presentes.
–¡Feliciter, feliciter, feliciter!
Lucio Emilio invitó a todos los amigos y familiares a pasar al jardín de la casa precedidos por los ya marido y mujer. En el peristilo de la casa de los Emilio-Paulos había un sinfín de triclinia y mesas con todo tipo de viandas: higos secos, manzanas, peras, ciruelas, uvas, membrillo, frutas de colores llamativos, muchas de las cuales eran vistas por primera vez por los allí invitados: melocotones de Persia y ciruelas de Armenia; también se habían traído quesos de cabra y de oveja, unos tiernos y otros más curados; rebanadas de pan con miel, cerdo asado y cortado en finas lonchas; cordero crujiente, muy tostado; conejo con salsas aromatizadas por especias exóticas; asado de toro en salsa; pero nada de carne de cabra, la más común en Roma, inaceptable en una boda de aquel nivel; sí que había pato, ganso, perdices, agachadizas, tordos, grullas, becadas y carne de paloma. En el centro, presidiendo todo aquel interminable festín emergían dos grandes jabalíes asados enteros; Lucio hizo traer también pescado salado para los que no estimasen tanto comer carne, en un esfuerzo por que todo el mundo se sintiera feliz aquel día, junto con un sinfín de diferentes manjares por los que todos paseaban los ojos al tiempo que sus estómagos se preparaban para recibirlos. Y por todas las mesas abundaban las jarras del mejor vino de los viñedos de la familia de los Emilio-Paulos. Los cocineros de la casa habían recibido la ayuda de los esclavos de la familia de los Escipiones para poder hacer frente al enorme reto de tener todo aquel banquete dispuesto a tiempo.
Familiares y amigos se sentaron a comer, a disfrutar de la multitud de viandas que salían de la cocina, donde los esclavos continuaban trabajando a pleno rendimiento, y del vino que corría en abundancia. Se habló de la familia, de la importancia de aquella unión, de los fuertes lazos que así se consagraban entre los dos poderosos clanes romanos. A esto Pomponia asentía respetuosa ante el joven Lucio Emilio, heredero de la gloria de su padre recién fallecido en Cannae.
–¿Qué pasará ahora con la guerra? – preguntó Lucio Cornelio, el hermano de Publio. La pregunta no iba dirigida a nadie en particular, sino que, apartado como había estado de los últimos grandes acontecimientos, al ver allí reunidos a varios de los oficiales participantes en las últimas batallas, no pudo contener su ansia por saber adonde creían aquellos veteranos tribunos que conduciría todo aquello. Su madre le miró con cierta reprobación, pero enseguida Lelio tomó la pregunta de Lucio como una invitación abierta a debatir sobre temas en los que él se sentía mucho más cómodo que discutiendo sobre intrincadas genealogías de las diferentes familias patricias de Roma. De alguna forma, allí, entre amigos, saboreando buen vino y con el estómago repleto, uno se sentía más seguro, con las fuerzas suficientes para acometer aquel terrible asunto de la guerra contra Cartago o, lo que era lo mismo, contra Aníbal.
–Es difícil de decir -empezó Lelio-, primero, aún no está claro que la división que ha hecho Aníbal de su ejército haya sido acertada.
–Bien, puede ser -comentó Lucio Emilio-, pero Magón consiguió que muchas de las ciudades del sur, las ciudades brucias, se pasaran a los cartagineses. Y luego ha cruzado a Cartago para pedir refuerzos. Eso sí es peligroso.
–Sí, eso es lo más peligroso -comentó el joven Publio que, dejando por un instante de contemplar a su novia, su esposa, se introdujo en una conversación que enseguida le atrajo-; eso es lo realmente peligroso, pero tenemos que agradecer a los dioses que el Consejo de Ancianos cartaginés está igual de confundido que nuestro Senado. Hanón, tengo entendido, se manifestó en total desacuerdo con la idea de enviar más tropas a Italia.
–Sí – dijo Lucio Emilio-, sin embargo al final reunieron elefantes y un fuerte contingente de caballería, creo que unos cuatro mil nuevos jinetes, para que cruzasen a Italia con un nuevo general, un tal Bolmi… Bo…
–Bomílcar -añadió Lelio-, a mí también me costó aprender ese nombre. En cualquier caso, la división del ejército ha hecho a Aníbal más débil en Italia central. Su intento de tomar Ñapóles fracasó y la rendición de Capua la consiguió al manipular al Senado de la ciudad y pactar con el líder de la ciudad, con Pacuvio.
–Lo de Capua es alta traición a Roma -dijo Lucio Emilio con tono indignado, casi vociferando; el vino empezaba a hacer mella tanto en invitados como en el propio anfitrión-; me consta que Fabio Máximo está dolido de forma muy particular con la ciudad y no tardará en hacer que dirijamos varias legiones contra Capua.
–¿Y los trescientos rehenes romanos que retienen en Capua, los que les entregó Aníbal para que los utilizasen como defensa ante un posible ataque? – preguntó Emilia, por primera vez introduciéndose en la conversación.
–Esos rehenes -respondió Lelio-, son los pocos supervivientes de los que se rindieron en Cannae que Aníbal ordenó salvar de la masacre a la que condenó al resto y ya sabemos todos la poca estima en la que Fabio Máximo tiene sus vidas. No, no creo que eso resuelva nada a favor de los ciudadanos de Capua cuando nuestras legiones se lancen sobre ellos. Lo malo es que Aníbal ha prometido a Capua el control de Italia si Roma es derrotada y así, a cambio, se asegura su lealtad, sobre todo mientras nuestras legiones no se muestren más eficaces para expulsar al invasor cartaginés. Lo de Capua ha sido un golpe terrible.
–Sí -dijo Publio-, pero Aníbal no ha conseguido vencer la resistencia de nuestro gran general Marcelo en Ñola ni tampoco consiguió la rendición de Casilino. Es como si los vientos fueran cambiando.
–Sí, puede ser -intervino Lucio Emilio-, pero siempre que no lleguen refuerzos de África, o de Macedonia. No tenemos que olvidar el pacto con Filipo V. Las fuerzas se han equilibrado en Italia, pero es Aníbal quien juega con la ventaja de esperar tropas de refresco, míentras que nosotros tenemos los mismos recursos y cada vez más frentes que atender: están los galos en el norte, cada vez más sublevados, y las cosas en Sicilia y Cerdeña no están tranquilas.
–Lástima que el intento de asesinato de Aníbal fracasara -comentó Lelio mirando el fondo de su copa.
–¿Intentaron matar a Aníbal? ¿Entonces es cierto lo que se comenta en el foro? – preguntó Lucio, el hermano de Publio, los ojos grandes, abiertos.
–Sí -explicó Lelio-; el hijo de Pacuvio estaba descontento con la rendición que su padre hizo de la ciudad de Capua a los cartagineses y cuentan que intentó apuñalarlo durante la cena, pero la guardia de Aníbal intervino antes de que pudiera conseguir su objetivo. Una lástima, porque eso habría simplificado mucho las cosas. Una auténtica lástima. Con la de enemigos que el general cartaginés va acumulando, me pregunto quién será el que acabe con su vida. Pero, volviendo a lo que decía Lucio Emilio, es cierto lo de los galos. La muerte del cónsul Postumio y la pérdida de sus legiones en el norte nos ha dejado sin fuerzas más allá que para resistir, mientras que Aníbal está midiendo los tiempos a la espera de lanzarse sobre nosotros en cuanto reciba las tropas que espera.
–Y bien poco que tardó Fabio Máximo en aprovechar la ocasión de la muerte de Postumio -comentó Publio-; iban a nombrar a Marcelo cónsul, pero Fabio manipuló a todos los que de él dependen hasta conseguir ser nombrado él cónsul en lugar de Postumio para lo que queda de año.
–Su tercer consulado -apuntó Lucio Emilio- y, seguramente no será el último.
–¿Cuántas veces puede un senador ser cónsul? – preguntó Emilia en voz baja-, ¿no hay un límite?
–No, no hay un límite fijado -le explicó Publio- aunque se procura que el cargo no recaiga en la misma persona y que, si es el caso, no sea de forma consecutiva, pero Fabio Máximo utiliza la excepcionalidad de la guerra para defender que son precisas medidas extraordinarias y, entre éstas, claro, él incluye el que se le nombre cónsul tantas veces como juzgue oportuno.
–Aunque hay que reconocer que estuvo firme tras Cannae -comentó Lelio.
–Firme, sí -concedió Publio- pero esa insistencia suya por estar en el poder empieza a ser sospechosa.
–Sea como fuere -intervino Lucio Emilio levantando su copa- las pocas buenas noticias que llegan a Roma son la resistencia de tu padre y tu tío en Hispania, donde los Escipiones han derrotado a Asdrúbal, el otro hermano de Aníbal, impidiendo que alcance Italia por tierra desde Hispania con refuerzos africanos. La victoria de tu padre y tu tío ha frenado al hermano de Aníbal, que debía regresar hacia aquí con miles de soldados cartagineses de refresco para Aníbal y eso merece un brindis. ¡Por que los dioses protejan a los Escipiones de Hispania, que tan bien protegen a Roma!
Y todos alzaron las copas. Se brindó y se bebió con gusto aquella copa. Publio recordó a su padre y a su tío. Parecía que era ayer cuando éstos le adiestraban en el arte de la guerra. Desde entonces la guerra había estallado y Roma había sido derrotada en varias ocasiones por los cartagineses y, entre tanta derrota, sólo destacaban tres puntales en Roma: la pertinaz resistencia de Fabio en los momentos de mayor crisis, la audacia del general Marcelo en los últimos combates con Aníbal y las victorias de su padre y su tío en Hispania contra el hermano del general cartaginés. Publio sintió el profundo orgullo de ser hijo y sobrino de los ahora procónsules de Hispania. Había notado en los últimos días, cuando paseaba por el mercado y por el foro, pendiente de los preparativos de su boda, cómo la gente le miraba con un respeto abrumador, cómo se le atendía con aprecio y cómo con frecuencia muchas de las personas con las que hablaba se despedían deseando lo mejor para su padre y su tío. La gente estaba atemorizada por la posibilidad de que Asdrúbal consiguiera llegar a Italia, repitiendo así la ruta y la hazaña realizada por su hermano mayor unos años antes. Lo que antes parecía imposible, cruzar los Alpes con un ejército, ya no lo parecía y había quien aseguraba que Asdrúbal Barca había jurado por sus antepasados que fuera como fuera llegaría a Italia de nuevo con tropas suficientes para ayudar a su hermano y derrotar a Roma. De momento su padre y su tío, los Escipiones, se interponían en su camino. La derrota infligida a Asdrúbal había sido grande, pero si algo habían demostrado los Barca era una determinación más allá de toda lógica. Publio temía en silencio por la vida de sus familiares apostados en Hispania, pero calló sus dudas. Su mirada se cruzó con la de su madre y por un instante pensó que Pomponia seguía leyendo en su mente igual que cuando era niño, por eso cerró los ojos y, cuando los volvió a abrir, observó que su madre había desaparecido. Pensó en levantarse y acudir en su busca, pero se contuvo. Lo más seguro es que estuviera atendiendo en la cocina a los esclavos que había traído para ayudar en el banquete. La voz de Lelio, ya algo bebido, le devolvió al momento presente.
–¿Y qué me decís de la meretriz con la que Aníbal se acuesta en Arpi? Dicen que es la mujer más guapa del mundo. Creo que la ibera Imilce que se casó con Aníbal se va a quedar sin marido.
Lelio estalló en una sonora carcajada y varios veteranos le acompañaron con regocijo.
–Disculpa que te contradiga, querido Lelio -replicó raudo Publio una vez que las risas se diluían-, pero la mujer más guapa del mundo es mi Emilia y estoy seguro de que más de uno lo confirmará.
–Así es, mi hermana es, sin duda, la más guapa -afirmó Lucio Emilio.
Emilia se ruborizó.
–Bien, claro, bien -se defendió Lelio-; la de Arpi, en todo caso, la más guapa después de Emilia, por supuesto -y decidió añadir algo más para congraciarse con su joven amigo Publio al que parecía haber ofendido-. Tan bella es vuestra esposa -dijo levantando su copa mirando a Publio- que no necesita ni joyas ni colgantes de ningún tipo para subrayar su hermosura. Emilia Tercia, declaro, nunca deberá temer por la lex oppia que obliga a nuestras hermosas romanas a contenerse en el uso y exhibición de joyas en público, pues ella misma es la mayor joya de todas.
Todos asintieron y fueron testigos de cómo el joven esposo levantaba su copa y bebía de la misma mirando a Lelio. El rostro de Emilia estaba rojo carmesí. Ella se esforzaba por esconder su rubor mirando al suelo.
–Eso está mejor -añadió Lucio Emilio, buscando rescatar a su hermana de las miradas de todos sus invitados-, pero es cierto, no deja de sorprender el hecho de que Aníbal se busque una concubina después de haberse casado con una ibera de Cástulo; esa relación de Arpi no creo que contribuya a apaciguar los ánimos de los mercenarios iberos que han venido con el cartaginés desde Hispania.
–Puede que no -comentó Publio-, pero demuestra hasta qué punto Aníbal se siente seguro en Italia mientras espera refuerzos de África, de Macedonia o de Hispania. Creo que no tiene dudas de que más tarde o más temprano llegarán esas tropas.
–Fabio no ha dudado en reclutar más esclavos para el ejército dijo Lelio-, lo terrible es que se niega a mandar refuerzos a Publio y Cneo Escipión en Hispania. Eso es injusto con los Escipiones y peligroso para su campaña en aquella región.
Publio escuchó con atención las últimas palabras de Lelio y sintió la preocupación instalándose en su ánimo. Vio entonces cómo su madre se reincorporaba a su triclinium. Tenía los ojos húmedos, brillantes.
–En cualquier caso -empezó entonces Publio-, ésta es mi boda y creo que basta ya de charla sobre la guerra. Por Castor y Pólux, éste es el día de mi unión con la más bella de las mujeres y no quiero que se hable más de guerra.
Publio miraba a su madre mientras pronunciaba estas palabras. Pomponia sonrió y Publio sintió agradecimiento en aquel gesto.
Comieron durante horas sin parar, entre risas y un gran jolgorio general, hasta el atardecer. Publio y Emilia, sentados el uno junto al otro, se miraban con frecuencia, cómplices y, ocasionalmente, reían. Eran felices.
Cuando las sombras empezaban a estirarse por el jardín, llegó la hora de dar fin al convite y de que el marido se llevase a su mujer a su nuevo hogar para dar inicio así a una nueva vida como mujer casada. En ese momento, Emilia, ante la ausencia de sus padres, se lanzó al cuello de su hermano Lucio y rompió a llorar, gimoteando sin dejar que nadie deshiciera el nudo que sus delgados brazos trazaban en torno a su hermano mayor. Lucio Emilio reía y lo mismo el joven marido aunque algo sorprendido por la autenticidad con la que la joven esposa jugaba su papel de virgen arrastrada, raptada por un hombre que pronto la haría suya. Al cabo de unos minutos, el llanto de Emilia cedió ligeramente, momento que Publio tomó como la señal para continuar con los ritos de la unión nupcial. Cogió los brazos de Emilia y los asió con firmeza al tiempo que, con cuidado de no causarle daño, la separó de su hermano. Emilia fingió oponerse a tal escisión, pero fuera fingida o no su negativa a alejarse de su hermano, la fuerza de Publio era muy superior y pronto la joven esposa estaba abrazada por el marido y separada de sus familiares hasta ser conducida fuera de la casa. Una vez en la calle, Emilia dejó de luchar y Publio aflojó su firme abrazo. En la calle los esperaban varios flautistas y cinco hombres altos con antorchas que empezaron a desfilar para empezar la deductio desde la casa de la novia hasta llegar al hogar del marido. Tras los cinco hombres y sus antorchas desfilaban los amigos y familiares y, a continuación, tres niños pequeños que en cada caso debían tener ambos padres aún vivos. Cada niño mostraba en sus manos un utensilio propio de la vida en el hogar: el primero llevaba un huso, el segundo exhibía una rueca y el último llevaba otra antorcha encendida, pero ésta elaborada con espino albar. De este modo pasearon por las calles de una Roma en guerra que, al ver pasar la feliz comitiva, parecía olvidarse, siquiera por unos instantes, de la continua guerra y el constante peligro que los acechaba mientras Aníbal continuaba asolando gran parte de Italia y pactando alianzas con otros pueblos para someter y poner fin a la existencia de aquella ciudad que ahora se regocijaba con la boda de dos jóvenes patricios de sus más importantes familias.
–¡Hymenaneus, Hymenaneus! -gritaban los amigos de los novios invocando al dios de las bodas.
A punto de llegar a casa de los Escipiones, desde el séquito que seguía de cerca a los novios, se lanzaron nueces para todos los niños que se acercaban a presenciar la feliz comitiva. Músicos, portadores de antorchas, niños, familiares y amigos se congregaron junto a la puerta en espera de la feliz pareja. Al llegar ésta al umbral, Publio cogió el mechón de lana y el pequeño frasco de aceite que le entregaba su hermano y los ofreció a su mujer. Abrieron entonces la puerta de la casa de par en par y Publio cogió en brazos a Emilia, con fuerza y, con extremo cuidado de no trastabillar, entró en la domus que ahora sería de ambos. Emilia se acurrucó como un cachorro, abrazada al cuello de su marido. No hubo tropiezos y juntos entraron en su hogar. Todos respiraron con sosiego y los vítores y felicitaciones se repitieron al tiempo que los músicos retomaban su oficio.
En el interior, en el atrio de la casa del marido, Publio hizo nuevas ofrendas a su mujer: en esta ocasión se trataba de ofertar un poco de fuego y un poco de agua, que Emilia aceptó. A continuación ella, a su vez, ofreció dos monedas, un as para su marido y otro para los dioses Lares de aquel hogar. Sacaron entonces la imagen del dios Mutinus Tutinus y la tumbaron en el suelo, dejando el enorme falo del dios en alto. Emilia, con cuidado, se sentó encima de la estatua, junto al inmenso falo. Permaneció así unos segundos para asegurarse de que el contacto con el dios de la virilidad aseguraba su futura fertilidad; luego se levantó y volvió junto a su esposo.
Empezaron las despedidas. En pocos minutos, el atrio fue vaciandose de amigos y familiares hasta que sólo quedaron la madre y el hermano del marido. Tanto Pomponia como Lucio, tras desear las buenas noches a la joven nueva pareja, se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Ambos novios quedaron entonces solos en el atrio.
Era ya de noche. El aire fresco de la primavera recorría las paredes de aquel hogar centenario. Emilia miraba admirada los mosaicos donde se describían las hazañas militares de los antepasados de su marido. Fue a decir algo, pero se vio sorprendida por el abrazo poderoso de Publio y, de pronto, los labios de su marido sobre los suyos. No era la primera vez, pero sí con aquella intensidad. Ya no era un beso furtivo arrancado entre las sombras de los árboles del jardín de su padre. Emilia comprendió que no tendría que esperar mucho para sentir a su marido en todo su ser. Publio la cogió en brazos y cruzó el atrio con su mujer en brazos. No había esclavos a la vista. El joven tribuno había dado instrucciones precisas a todos sus sirvientes: nadie tenía que molestarlos una vez que los invitados abandonaran la casa. Emilia se acurrucó abrazando el cuello de Publio. El joven patricio sintió el latido de su mujer rápido, repetido, intenso, como si de un pequeño conejo asustado se tratara. Estaban ya en la habitación que Publio había ordenado que se preparase para su noche de bodas. Alrededor del lecho había una infinidad de pétalos de flores y ramas de romero y tomillo que, acariciadas por la brisa suave que entraba desde el atrio, impregnaban la estancia de efluvios relajantes y sugerentes. Publio sentó a su esposa sobre el lecho. Deshizo despacio la redecilla que ceñía el pelo de Emilia hasta que el cabello largo, lacio, oscuro quedó libre, suelto. Lo rozó con las yemas de sus dedos. Emilia miraba al suelo. Publio bajó su mano hasta detenerla a la altura de los pechos de su mujer. La mano rebuscó entre los pliegues de la toga de Emilia hasta palpar con firmeza un seno. Emilia se estremeció y cerró los ojos.
–No te haré daño -era la voz suave de su marido-; tranquila. Nadie te hará daño.
Emilia asintió, pero su cuerpo parecía temblar. Publio la tumbó sobre la cama. Sentado sobre el lecho buscó con sus manos el nodus Herculis y se entretuvo durante un minuto deshaciendo aquel complejo haz de cruces y giros de la cuerda que, anudando la túnica de su esposa, se interponía entre la hermosura del cuerpo desnudo de su mujer y el tacto de sus fuertes manos y su creciente deseo.
La cuerda, al fin, cedió. Deshecho el nudo, Publio tiró de la túnica hacia arriba. Emilia extendió los brazos facilitando la tarea a su marido. Así, en la débil luz de las lámparas de aceite, el cuerpo desnudo de la joven patricia parecía tan frágil como hermoso. Su marido se quedó quieto. Sin hacer nada. Ella permaneció tumbada, sin saber bien qué hacer. ¿Debía moverse?
–Realmente los dioses están de mi lado -dijo Publio con voz suave-. Eres aún mucho más bella de lo que había imaginado.
Y se hizo el silencio. El joven esposo pasaba las yemas de sus dedos por la piel desnuda de su mujer. Emilia cerró los ojos.
–¡Abrázame, por favor! – se sorprendió a sí misma rogando a su marido. Éste aceptó la sugerencia y la levantó, sentándola a su lado, llevando su pequeño cuerpo junto al suyo, asiéndola con fuerza. Estuvieron así unos segundos. Publio sintió cómo el corazón de su mujer latía con más sosiego. La besó en el pelo, en las mejillas, en los labios, en las manos, la tumbó despacio, en el vientre, en los muslos, en los pies. Se levantó y se desnudó sin dejar de mirarla.
–Manten los ojos cerrados -dijo él con firmeza. Ella obedeció. Saber que su marido se desnudaba, que estaba a punto de poseerla y, sin embargo, no ver incrementó el ansia de amor que embargaba a Emilia hasta el punto de sentirse extrañamente húmeda en su interior. De pronto, el inmenso cuerpo de su joven marido sobre su vientre, las manos de él en sus senos, sus delgadas piernas abiertas, y como un pinchazo en su ser. Lanzó un gemido, pero el dolor se desvaneció entre un mar de sensaciones desconocidas. Mantuvo los ojos cerrados mientras su cuerpo se derretía con su esposo en su interior y agradeció a los dioses haber nacido aunque sólo fuera para conocer aquella noche, aquel momento, aquella pasión.
Tito Macio había concluido la Asinaria, que así era como había convenido denominar su obra, por tratar la misma de la gestión del dinero producido por la venta de unos asnos y las múltiples circunstancias cómicas que con relación a dicho pago surgen entre diferentes personajes: una cortesana, su amado, otros amantes competidores, padres, madres, esclavos. Acababa de regresar del molino, había repasado la última escena y sólo le restaba el gran momento de firmar su texto. Había escrito ya su nombre, Tito Macio, pero sabía que para presentarse en el mundo del teatro era buena idea usar un nombre completo que se asemejara a los romanos que usaban de tres secciones en su forma de llamarse con unpraenomen, un nomen y un cognomen. Tito servía como praenomen y Macio como nomen, pero necesitaba de un cognomen para completar su nombre. Estaba sentado sobre las mantas, apoyada su espalda en la pared con las piernas bien estiradas intentando recuperar sus músculos del esfuerzo realizado durante la dura jornada de trabajo empujando la rueda del molino. Se había quitado las sandalias y vio sus pies desnudos, encallecidos por caminar eternamente, día tras día, en círculos infinitos. Le dolían. A su complexión de pies planos no le favorecía nada aquel esfuerzo continuo, igual que ya le torturaron durante las largas marchas en las campañas del norte. Se quedó con la mirada fija en ellos y se sonrió. Recordó cómo le llamaban en Sársina, de niño, por tener aquel defecto en los pies. Era el apodo que se daba en Umbría a todos los que tenían los pies planos. Le pareció una posibilidad, pero el nombre sonaba en latín muy similar a la palabra que se empleaba para referirse a un perro de orejas grandes y caídas. No parecía adecuado, ¿o sí? A fin de cuentas estaba firmando una comedia, donde todo estaba hecho para que el público se riera, ¿por qué no empezar a hacer sonreír a la futura audiencia con el nombre del propio autor? Sí, definitivamente sí. Tito se inclinó sobre el papiro del cuarto rollo que había necesitado para completar la obra y añadió un tercer nombre a los dos anteriores. Ahora tenía ya un nombre completo. Tito como praenomen, Macio como nomen y un cognomen con el que completar la terna. Ya podía salir a presentar su obra a Rufo.
Había anochecido y la seguridad de las calles de Roma, especialmente en aquel barrio, brillaba por su ausencia, pero ¿quién querría robar a alguien como él, vestido casi en su totalidad de ropa harapienta y maloliente? No lo pensó más. Envolvió entre los pliegues de su túnica los rollos que contenían su obra y se encaminó hacia el río primero para, bordeando el barrio de las putas nocturnas, cruzar el foro y llegar cerca de la Vía Appia, en el otro extremo de la ciudad, donde Rufo vivía antaño. Era posible que ya no estuviera allí, pero alguien le podría decir dónde encontrarle. Sentía un optimismo jovial, casi infantil. Caminaba como un chiquillo al que le hubieran regalado pasteles. Pensó, antes de salir, en dejar los rollos en su habitación hasta asegurarse de la actual residencia de Rufo, pero sus ganas por presentar lo que él creía era una gran obra de teatro le vencieron y se llevó los rollos consigo.
Evitando a las putas y sus ofertas, algunas razonables y otras de locura, alcanzó el río. Era una noche tranquila de primavera, bulliciosa en las calzadas por donde los carros transitaban a gran velocidad cargados de todo tipo de mercancías y enseres para el mercado que debía abrir al amanecer. Fue junto al río aún, antes de poder girar para encaminarse hacia el foro, cuando apareció aquel grupo de jóvenes medio borrachos. Iban bien vestidos, hijos de patricios aburridos que, tras una noche de juerga entre las putas, habían decidido terminar la fiesta embriagándose en alguna de las sucias tabernas del Tíber. Sus buenas ropas no levantaron las sospechas de Tito. Ése fue su error y su perdición.
–Mira, un pobre, un miserable del río -escuchó que decía uno de aquellos jóvenes tras cruzarse con él.
–Son escoria -escuchó que decía otro-, escoria que ensucia las calles de Roma. Es por basura como ésa por la que no podemos derrotar a ese miserable de Aníbal. Contaminan el espíritu de Roma con su suciedad.
Tito empezó a apretar el paso. No quería ningún mal encuentro y esa noche menos que nunca. Llevaba sus preciados rollos consigo y podían estropearse en una pelea. No tenía miedo a luchar. Nada podía ser peor que el adiestramiento militar o las desastrosas batallas en las que se había visto envuelto, pero sus preciados rollos podían ser dañados, con sus palabras, con sus versos, sus escenas, sus cinco actos, toda su obra, el esfuerzo de un año. Los jóvenes corrían tras él.
–A por él, acabemos con la miseria de Roma, por Hércules, esta noche haremos limpieza en las calles de Roma -gritaron y se abalanzaron sobre él. Tito no sabía exactamente cuántos eran y si estaban armados. Al cruzarse con ellos había mantenido baja la mirada para evitar precisamente airar a nadie, pues sabía de las suspicacias de los habitantes de la noche romana. Sin embargo, con borrachos aburridos, hijos de patricios en busca de pelea no había contado. Le derribaron y cayó al suelo. Sonó un chasquido en el interior de su cuerpo. Algo parecía haberse roto, o torcido. Un dolor agudo en el hombro derecho. Mucho más daño del que se habría hecho en cualquier otra circunstancia, pues paró todo el golpe con su hombro y su brazo derecho porque no quiso soltar los rollos de entre sus manos. Se había roto algún hueso quizá pero había salvado su obra y eso era lo fundamental, pero, de pronto, le cogieron de los brazos y al agitarle sus preciados rollos, su tesoro se desparramó por el suelo. Dos rollos quedaron sobre la calzada bien cerrados, pero los otros dos se abrieron al caer y se desplegaron varios pasos tal y como eran de largos. Quiso levantarse para salvar sus rollos pero una andanada de patadas llovió sobre él hasta que instintivamente se acurrucó en posición fetal y se protegió la cabeza con las manos. Le golpearon hasta que se hartaron. Debían de ser cuatro o cinco.
–Dejadle. Ni siquiera pelea. Esto es aún más aburrido que las putas. – ¿Y si le matamos? – Eso, matémosle.
Tito Macio respiraba aún, entrecortadamente, intentando recuperar el aliento y fuerzas suficientes para desembarazarse de aquellos imbéciles, escapar de sus golpes y recuperar su obra. Miraba desde el suelo, tumbado de lado, a través de los huecos que dejaba semiabiertos entre los dedos de sus manos. Los rollos seguían allí donde estaban.
–Mira -dijo uno de los jóvenes-, llevaba esto.
Tito vio cómo uno de ellos cogía uno de sus rollos y lo enseñaba a los demás.
–Parecen rollos de papiro.
–Los habrá robado.
Tito Macio, aprovechando que los jóvenes parecían haberse distraído con los rollos, se levantó.
–Dejad eso -dijo en voz alta, aunque no pronunció con claridad y su frase quedó en un gemido ahogado en la sangre que brotaba de su boca. Una patada le había partido el labio inferior y un diente. Escupió en el suelo.
Todos se volvieron a mirarle. Primero se sorprendieron, pues lo habían dado por prácticamente muerto, pero luego rieron a carcajadas.
–Por todos los dioses. Parece que aún respira la rata del río.
–Dadme esos rollos, me pertenecen -esta vez su pronunciación resultó comprensible. Sin embargo, las risas de sus agresores seguían reinando entre las sombras.
–Dadme esos rollos, los he escrito yo, me pertenecen. – El tono de su voz era ya una mezcla de petición y súplica. Le dolía todo el cuerpo. No podía luchar. Sólo quería recuperar su obra, regresar a su pequeña habitación y recostarse hasta que sus heridas curasen.
Se hizo un breve silencio.
–Mientes -dijo uno de ellos al fin-. Los has robado. No es posible que miserables como tú se dediquen a escribir -y cogió un rollo y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia el río.
Tito Macio se giró y vio cómo el rollo caía bien en mitad del caudaloso cauce. La luz de la luna se reflejaba en él y observó cómo el Tíber se llevaba sus palabras, perdidas para siempre. Se giró de nuevo hacia los jóvenes. La ira se apoderaba de él. Quedaban tres rollos. Sin mediar palabra se abalanzó sobre ellos y con una fuerza bestial salida desde lo más profundo de sus entrañas la emprendió a golpes con todos. A dos los derribó de un solo puñetazo, pero al tercero, mucho más alto y fuerte que él, no pudo tumbarlo. El cuarto entró entonces en acción y luego se les unieron los dos que habían recibido los puñetazos iniciales. En la lucha Tito les arrancó uno de los rollos y lo apretó contra su pecho mientras todos a una volvían a golpearle. Esta vez su objetivo era matarle y lo habrían conseguido, si no es porque los gritos de Tito llamaron la atención de los triunviros que patrullaban la zona y se acercaron para ver qué ocurría. Cuando los soldados de la milicia de Roma llegaron la visión de Tito Macio era bastante triste. Estaba acurrucado en un charco de sangre que le brotaba de la cabeza y de un brazo. Le dolía el estómago y el hígado. Abrió los ojos desde el suelo y vio cómo los jóvenes se alejaban entre risas y cómo arrojaban al río los otros dos rollos que no había podido recuperar: uno, dos y… por Hércules y todos los dioses… tres. Miró entonces a sus manos y vio que durante la pelea le habían arrancado el rollo que había conseguido recuperar. Sólo le quedaba un pequeño trozo de papiro entre sus manos. Los triunviros, una vez disuelta la pelea y viendo que Tito, aunque medio arrastrándose, aún podía moverse, se limitaron a darle una patada más y ordenarle que se fuera. Medio a gatas, apoyándose en una pared, Tito se levantó y empezó, cojeando, su camino de regreso a casa. Una vez en su habitación, tras una penosa marcha de regreso, muy a duras penas se arrastró y se tumbó sobre sus mantas sucias para recuperar el aliento. Al cabo de unos minutos, encendió la lámpara para examinarse las heridas: cortes por todas partes, algunos profundos y mucha sangre. Arrancó algunos trozos de una de las mantas rasgándola y se hizo unos vendajes rudimentarios. Podía intentar buscar ayuda, pero había perdido su obra. Ya nada le importaba. Tampoco era probable que nadie le brindase asistencia a él, un pobre desarrapado, un mendigo miserable, herido, asqueroso. Sentado, con la espalda apoyada en la pared, entre sollozos apagados, se acercó el pequeño pedazo de papiro donde estaba todo lo que quedaba de su obra: sólo tres palabras sueltas. Irónicamente el destino sólo le había permitido preservar su firma al final del texto, su nombre, con su praenomen, su nomen y su cognomen: Tito Macio… Plauto.
Se acurrucó en una esquina esperando desangrarse y dejar ya de una vez aquel mundo de hambre, sufrimiento y soledad. Hacía unas horas aún tenía algo por lo que luchar, pero el río se había llevado su última esperanza.
Catón esperaba a su mentor. Se asomó a la puerta principal y admiró el camino que serpeaba entre cipreses. Era una ruta de suaves curvas que iba desde la calzada que conducía a Roma hasta terminar su sesgado recorrido en la entrada de la villa de Fabio Máximo en las afueras de la ciudad. La guerra continuaba y con ella Catón había visto a Fabio crecer en poder, padecer tremendos ataques, superarlos y subsistir no ya en el Senado, como uno más, sino permanecer en el centro del control de Roma. Acababa de ser reelegido para un cuarto consulado en lo que bastantes calificaban de una elección más que discutible: Otacilio Craso y Emilio Régilo, hombres de prestigio pero sin experiencia militar de renombre, habían sido los senadores electos. Catón presenció cómo Fabio Máximo se alzó en el Senado y rebatía con furia aquella decisión.
–¡Roma está en medio de la más cruenta de las guerras que nunca jamás ha tenido que afrontar! Y ante esto, ¿elegimos a hombres sin experiencia en el mando militar para enfrentarse al general más hábil contra el que nunca hemos luchado? ¿Es así como Roma quiere vencer o es así como Roma quiere suicidarse? Porque si es esto último lo que se busca, aquí me tendréis, a vuestro servicio, el primero para morir con honor, pero si aún no se ha caído en tanta desesperación, si aún no somos todos iguales a los que negociaron su rendición ante el cartaginés en Cannae, si aún hay quien piensa que la victoria no sólo es posible, sino que debe ser nuestra única salida, si es esto otro lo que se desea, entonces estos cónsules, sin entrar a menoscabar su honorabilidad, no nos valen para el campo de batalla. ¡Que Roma decida lo que quiera, pero que luego Roma sea consecuente con lo que ha elegido!
Aquellas palabras encendieron la cólera de los que veían en aquella intervención una nueva manipulación de Fabio Máximo para ser reelegido y continuar en el poder, pero muchos senadores sintieron el miedo en sus carnes y observaban a los recién elegidos cónsules, Craso y Régilo, con desconfianza e incertidumbre. Máximo se sentó y se limitó a contemplar el debate que condujo a una nueva convocatoria de todas las centurias de la ciudad y, reunidas todas las tribus, se transmitió la argumentación de Fabio Máximo y las consecuentes dudas que sus palabras habían suscitado en el Senado. En el foro se reproducía la misma discusión, divididos en sendos bandos, unos defendiendo la necesidad de seleccionar a líderes más expertos en la guerra y otros en que se discutía lo impropio e irregular de repetir unas elecciones consulares. Catón volvió a ser testigo de cómo el miedo, blandido con brillantez retórica por su mentor, concluyó en la consecución de sus objetivos: unas nuevas elecciones. El resultado fue bien diferente al obtenido hacía apenas unas horas: Quinto Fabio Máximo salía reelegido como cónsul, su cuarto mandato, mientras que Claudio Marcelo ocuparía la otra magistratura aquel año, su tercer mandato. Roma seleccionaba así a los hombres de más experiencia para proseguir la guerra contra Aníbal. Aníbal. Aníbal. La sola mención de aquel nombre causaba estragos y torcía las estructuras del Estado. Por acabar con Aníbal se podía rehacer todo, cambiar todo, incluso lo impensable: repetir elecciones. Los enemigos de Máximo callaron ante el miedo plasmado en los ojos de los romanos. Se consolaron con que al menos esta vez no era una dictadura lo que tenía bajo sus manos el anciano senador, sino un nuevo consulado compartido con otro general de renombre respetado y apreciado también por el pueblo: Marcelo se había ganado la consideración de los romanos por su resistencia ante el cartaginés en el asedio de
Ñola, donde Aníbal no consiguió doblegar al general romano ni con los refuerzos que Bomílcar, uno de los nuevos generales de Aníbal recién llegado de África, había conseguido reunir.
El poder en Roma quedaba aquel año dividido entre dos grandes y poderosos cónsules. Los únicos que de una u otra forma habían resistido al cartaginés: de Fabio se valoraba su capacidad estratégica, de Marcelo, su audacia en el campo de batalla. Durante meses se hablaba en el foro de que Roma, por fin, había encontrado la forma de luchar contra Aníbal mediante la combinación de un escudo, Máximo, y de una afilada espada, Marcelo.
Sin embargo, Catón, reflexionando a la espera de la llegada de Fabio Máximo de su paseo matutino por el bosque cercano donde el anciano cónsul se adentraba para meditar y relajarse, no pensaba que aquélla fuera una estrategia así observada por los personajes involucrados: ambos, Fabio y Marcelo, compartían el objetivo de derrotar a Aníbal y, si bien era cierto que sus métodos eran diferentes, y hasta allí había llegado el pueblo en su intuición, sin duda también eran distintos sus proyectos últimos: con toda probabilidad Marcelo buscaba renombre, gloria y prestigio y que todo esto quedara plasmado en una gran victoria, en un magnífico triunfo en Roma; no obstante, Marco Porcio Catón, aquí miró al suelo frunciendo el ceño, se preguntó: «¿Cuál es exactamente el objetivo final de Fabio Máximo?»
–¿Y bien, mi leal Marco? ¿Qué informes me traes? ¿Será éste el año de nuestra victoria final?
Marco Porcio Catón levantó sus ojos del suelo y vio a Fabio Máximo frente a él. Bien afeitado, erguido pese a sus años, algo más grueso que hacía unas semanas, pero sin estar gordo; ágil en sus movimientos y sigiloso. No había oído pasos que anticiparan su llegada.
–No lo sé, mi señor; tenemos más fuerzas que nunca, pero Aníbal es poderoso y tiene también poderosos amigos -respondió Catón.
–Bien, bien, bien. Vayamos por partes. ¿Más fuerzas que nunca, dices? Sí, en eso llevas razón. Dieciocho legiones con las últimas seis que hemos reclutado este año. ¿No es así?
–Dieciocho legiones más las fuerzas de Hispania -completó Catón.
–Humm. Sí, correcto. Siempre tiendo a olvidarme de ese par de legiones extra en Hispania. Debe de ser algún curioso desliz de mi mente, olvidarme de esos Escipiones. Quizá son legiones que doy por perdidas hace tiempo.
Máximo se echó a reír. Catón esbozó una malévola sonrisa llena de complicidad con el viejo cónsul, pero guardó silencio. Había aprendido a no comentar las ironías del anciano mandatario. Máximo apreció aquel silencio.
–Bien -prosiguió-, veinte legiones. Nunca Roma había tenido tantas fuerzas, es cierto, pero nunca antes tuvimos tantos frentes a los que atender. Por sorprendente que esta circunstancia pueda parecerte, quién sabe, es posible que algún día nos parezca algo normal. ¿Me miras extrañado? En fin, no anticipemos circunstancias. Son presagios de un viejo augur. Vayamos a nuestro tiempo. Veamos. Corrígeme si me equivoco. Empecemos por los pretores: Tiberio Graco en Luceria y Terencio Varrón en territorio piceno… Deberíamos haberlo mandado a Sicilia con el resto de los supervivientes de Cannae, pero le salvó la presencia de mi hijo entre los tribunos, eso le salvó. En fin, y Marco Pomponio en el norte, ocupándose de esos incómodos galos. Cornelio Léntulo en Sicilia y Tito Otacilio con la flota. ¿Quién me dejo?
–Entre los pretores a nadie, mi señor. Queda Quinto Minucio en Cerdeña y Marco Valerio en las costas del Adriático, como propretores.
–Correcto, correcto, y luego me quedan los procónsules de Hispania y mi colega en el cargo, el cónsul Marcelo asediando Siracusa, la traidora Siracusa pasada al bando cartaginés. – Máximo observó cómo Catón asentía; preguntó entonces-: ¿Y cómo van las cosas? Estás sudoroso. Has venido cabalgando con rapidez. No puede ser presagio de buenas noticias. ¿Debo sentarme o las podré digerir en pie?
–Creo que sentado podríais descansar de vuestro paseo.
–Siempre tan sutil, Marco; pero seguiré tu consejo. Adivino largos informes y eso siempre es tedioso -dijo Máximo al tiempo que daba una palmada. Tres jóvenes esclavas egipcias de tez muy morena, con túnicas en extremo cortas dejando a la vista brazos y muslos, se acercaron a su amo, que había tomado asiento en una silla en el centro del atrio, junto al impluvium. Traían vino, agua, copas y una pequeña mesita sobre la que dispusieron todos los elementos. Servidas dos copas acercaron una a su amo y otra al invitado. Marco no tenía ganas de vino, pero tomó el cáliz y se mojó los labios. Fabio Máximo tomó dos grandes sorbos y, copa en mano, se dirigió de nuevo a Catón.
–¿Cómo va todo? Sé escueto, ya sabes que no me gustan los rodeos.
–En el norte Pomponio mantiene las posiciones contra los galos lo mejor que puede; la situación no es buena pero no es lo más preocupante.
–Bien, sigue.
–El general Marcelo no consigue grandes cosas en su asedio. Los siracusanos resisten. Marcelo ha ideado nuevas estrategias para intentar acercarse a las murallas y tomar la ciudad por asalto: montó torres de asedio sobre plataformas que había establecido encima de parejas de trirremes. Los barcos unidos servían de soporte para las torres que se acercaban por mar hasta las mismas murallas de la ciudad, pero los siracusanos, además de defenderse con proyectiles de todo tipo, han desarrollado nuevas máquinas de guerra, con enormes garfios de una portentosa fuerza. Los garfios se ensartan en nuestras naves y luego las levantan en el aire con poleas gigantescas para al fin dejarlas caer sobre el agua. Al estrellarse varías se hundieron y otras quedaron inutilizadas para el asedio. Las torres se vinieron abajo. También usan espejos con los que ciegan a nuestros soldados. Marcelo ha desistido de momento. Parece que un tal Arquímedes es el que dirige la defensa o, al menos, el que ha diseñado esas máquinas.
–Nos hace falta ese hombre vivo. Y necesitamos Siracusa. No podemos permitir más sediciones. Primero fue Capua la que nos abandonó. Si dejamos que Siracusa triunfe pasándose al bando cartaginés, pronto no nos quedarán ciudades amigas. Tenemos que recuperar ambas. Cueste lo que cueste. Que Marcelo prosiga el asedio. Y a ese Arquímedes, lo quiero vivo. Nos hace falta gente con su inteligencia.
Marcelo ya había ordenado que en caso de entrar en la ciudad se respetase la vida del ingeniero griego, pese al sinfín de muertes que sus máquinas habían provocado entre sus hombres. Preguntado por sus legionarios, el cónsul Marcelo había sido claro.
–¡Precisamente por eso, porque sus máquinas son capaces de acabar con tantos legionarios, le necesitamos vivo!
Catón pensó en añadir este comentario de Marcelo a sus informes, pero decidió omitirlo.
–¿Dónde estás, Marco? ¿Ya no hay más que contarme? – la voz de Máximo le devolvió al presente.
–Capua resiste a nuestros ataques y ha recibido refuerzos de Aníbal: mercenarios iberos y jinetes númidas. Aníbal, entretanto, ha ido al sur y ataca Tarento.
–Está claro que Aníbal busca un puerto en el sur para recibir más refuerzos y pertrechos. Es importante que Tarento no caiga. Ya hemos perdido Capua, de momento al menos, y no podemos permitir perder más enclaves en suelo itálico.
–Nuestras fuerzas aliadas con los propios tarentinos están resistiendo.
Fabio Máximo asintió. Catón guardó silencio, parecía dudar. – ¿Eso es todo? – preguntó el cónsul. – No, perdonad; hay más. – Bien, Marco, habla.
–Marco Valerio ha conseguido detener las incursiones de Filipo V de Macedonia por la costa adriática, pero ahora el rey macedonio asedia por tierra Apolonia. – Catón lanzó la información con celeridad inusual. Le pesaba. Añadir la existencia de otro enemigo más a la ya eterna lucha contra Aníbal no era algo grato de presentar al cónsul de Roma. En la velocidad de su expresión, Catón pareció encontrar la única formar de transmitir sus pésimas noticias.
–¿Apolonia, la capital de nuestro protectorado junto a su reino? – Fabio Máximo dejó la copa en la pequeña mesita y juntó las puntas de los dedos de sus manos mientras meditaba-. Era de esperar que Filipo, nuestro joven y belicoso vecino, volviera a la carga, pero no pensé que fuera a hacerlo tan pronto. No tan pronto. ¿Y por tierra dices? Tiene su lógica. Por tierra los macedonios han conseguido siempre sus grandes victorias. Debemos enviar refuerzos. Esto no debe ir a más.
–Ya… eso he pensado… pero… -¿Pero…?
–Apenas hace unos meses denegasteis refuerzos para los Escipiones en Hispania. Será difícil argumentar ahora que sí pensáis que se deben enviar al otro lado del Adriático.
–Sí, es posible. – Fabio Máximo observó inquisitivamente a Catón-, quizá tú ya has pensado en algo.
–Bien, sí. Una alternativa, aunque sólo para minimizar un poco el problema. El enfrentamiento a largo plazo no sé cómo podremos solucionarlo sin recurrir a nuevas legiones y estamos escasos ya de recursos. Una alternativa sería enviar sólo un pequeño contingente, unos mil o dos mil hombres que entraran en la ciudad por la noche y ayudasen en su defensa. Eso creo que lo aceptaría el Senado. No se trata de enviar legiones, como pidieron los Escipiones; sería enviar un pequeño grupo de manípulos para socorrer a una ciudad amiga. Con vuestra habilidad podréis persuadir al Senado sin problemas.
–Es muy posible, sí, ¿pero cómo van a entrar esos hombres en una ciudad asediada por miles de macedonios?
–Mis informadores aseguran que los macedonios están muy confiados en su asedio y que no han levantado empalizadas en torno a la ciudad; su campamento está desperdigado, sin orden. Por la noche podríamos conseguir introducir una guarnición en la ciudad.
–Bien -concedió Fabio-, me aseguraré de conseguir esa pequeña guarnición. Como dices, es posible persuadir al Senado siempre que no pidamos más legiones, pero con estos soldados, incluso aunque consigamos hacer desistir a Filipo de su actual asalto, no será suficiente para asegurarnos el control de ese frente, como muy bien has apuntado; con esto sólo retrasaremos el problema esencial: la apertura de un nuevo conflicto contra otro poderoso e incómodo enemigo -en ese momento Fabio Máximo continuó hablando mirando al suelo, distraído, absorto en sus propios pensamientos-, tendremos que encontrar algo con lo que mantener ocupado a Filipo hasta que nos deshagamos de una vez para siempre de Aníbal… algo o alguien que consiga preocupar a nuestro joven vecino lo suficiente como para que nos deje tiempo. Hemos de ver la forma.
Catón esperó la conclusión a la que parecía estar llegando el viejo cónsul, pero éste permanecía callado. Parecía que su mente navegaba alejada de aquel atrio, lejos de Roma, en regiones distantes, remotas. Al fin, alzó la mirada y retomó la palabra.
–Te voy a contar una historia Marco Porcio Catón. Ya sé que a menudo piensas que poco más puedes aprender ya de mí, pero hoy te voy a honrar con una lección de historia y arte de la guerra. ¿Ves aquel arcón, al fondo, en el tablinium} Bien, ábrelo y tráeme unos rollos con el nombre griego Indiká escrito en los extremos.
Catón, sorprendido, se levantó y siguió con precisión las instrucciones. En el tablinium encontró un arcón grande de madera con rebordes de bronce. Lo abrió y observó que estaba repleto de rollos de diferentes colores y con nombres en diversas lenguas, latín, griego, fenicio y otras cuyos caracteres desconocía por completo. En la parte superior de aquella numerosa colección de volúmenes se veían dos rollos con el nombre Indiká grabado en griego. Los tomó y se los entregó al cónsul.
–Vuelve a tomar asiento, Marco. Supongo que no sabes qué volumen es éste, ¿verdad?
–Algo he oído hablar, pero no sé los detalles. Creo que tratan de la historia de la India, pero no sé quién los escribió y por qué.
–Bien, Marco, eso está bastante bien, pero si quieres llegar lejos, si tienes ambición y ansias lo mejor para Roma, eso que me has dicho no es suficiente. Hay que saber más, Marco. La información y la sabiduría sobre el arte del gobierno y de la guerra acumulada en volúmenes como éstos es oro, puro oro. Otros coleccionan obras de teatro, poesía, entretenimiento para un pueblo débil. Yo sólo guardo libros sobre cosas prácticas, sobre aquello que realmente importa. Te explicaré: los Indiká son, como bien has dicho, una historia del imperio de la India bajo el gobierno de la dinastía Maurya escrita por Megástenes, embajador de Seleúco Nicátor, uno de los antiguos generales de Alejandro Magno. En estos libros se nos narran multitud de episodios sobre el gobierno de aquella región, pero me interesan de forma especial las referencias a Kautilya, un sacerdote consejero de Sandrakuptos en lengua griega, Chadragupta para su pueblo. ¿Me sigues? Bien, Alejandro Magno llegó hasta la India y sometió el reino oriental y a su monarca Poros, pero el gran general macedonio se detuvo allí. La mayoría de los escritos nos dicen que fue a causa de la rebelión de sus tropas, cansadas de tanto combatir y de aquella marcha sin final, pero hay otros que consideran, y yo con ellos, que quizá a eso debieron añadirse las dudas de Alejandro sobre la posibilidad de someter el reino occidental de la India en manos de Sandrakuptos, pero divago, eso es otra historia. Sólo quería que te ubicaras en el tiempo para comprender la importancia de estos textos y de lo que narran. Lo que me interesa aquí es que este poderoso Sandrakuptos, del que hasta es posible que tuviera cierto miedo o, al menos, gran respeto, el propio Alejandro Magno, siempre invencible en el campo de batalla, tenía un consejero de nombre Kautilya y este hombre escribió un muy lúcido tratado sobre el gobierno y la guerra: el Arthashastra. Para mi desdicha no dispongo del original de ese volumen, pero algunas referencias aquí contenidas nos trasladan algunas de las ideas de este hombre del que tanto se fiaba Sandrakuptos. Y te voy a decir una de sus ideas: «tu mejor amigo es el vecino de tu enemigo». ¿Entiendes, Marco, ves adonde quiero llegar?
Catón miraba con los ojos abiertos. No alcanzaba a comprender de qué forma aquellas historias de embajadores, antiguos generales macedonios, herederos del poder de Alejandro Magno, y viejos emperadores indios podían guardar relación con el acoso al que uno de sus descendientes, el rey Filipo V de la actual Macedonia, los tenía sometidos en las costas del Adriático aprovechando la debilidad de Roma en su guerra contra Aníbal.
–Bien -continuó Fabio Máximo entre satisfecho consigo mismo y divertido por la aparente confusión en la que su interlocutor se encontraba sumido-; veo que la lección de historia no ha conseguido iluminarte. Te traduciré las enseñanzas de Kautiliya: tenemos a un vecino molesto en grado sumo, el rey Filipo de Macedonia, que, aprovechando nuestros múltiples frentes de guerra con Cartago y la dispersión de nuestros ejércitos en la Galia, en Cerdeña, Hispania, Sicilia e Italia, decide atacarnos, ¿correcto?
Catón asintió, aún sin entender adonde quería llegar el cónsul.
–Y yo pregunto, ¿a quién tiene de vecinos Filipo, además de a nosotros?
–¿De vecinos? – Catón empezó a encajar las piezas de aquel rompecabezas, «tu mejor amigo es el vecino de tu enemigo»-. Están los tracios al norte…
–Unos bárbaros -interrumpió Máximo-, no se puede tratar con ellos.
–Al este está el reino seleúcida de Antíoco III…
–No, domina Persia y parte de Asia Menor, demasiado grande, demasiado ambicioso, demasiado arriesgado.
–En el Egeo Filipo tiene problemas con Tolomeo Filópator de Egipto…
–Sí, es una opción, pero alguien más próximo nos vendría mejor.
–Están las ciudades griegas de la liga etolia, al sur de Macedonia.
–Exacto, Marco. La liga etolia será «nuestro mejor amigo» en el futuro próximo. Eso, claro, requerirá tiempo. No es algo que podamos conseguir en unos días, ni siquiera en unos meses. De momento enviaremos ese grupo de tropas a Apolonia, pero el secreto de la victoria y, más aún, de la supervivencia está en marcar tus objetivos a largo plazo, con tanto tiempo que ni tus enemigos sean capaces de intuir por dónde serán atacados el día de mañana. La liga etolia. Ése es nuestro objetivo: un levantamiento de esas ciudades contra Macedonia. Tiempo al tiempo.
Fabio Máximo tomó su copa y bebió con ansia hasta el último sorbo. Estaba a gusto consigo mismo. Catón le observaba meditabundo. Aquél era un proyecto extraño, incorporar a aquella guerra más contendientes, pero quizá aquel sacerdote o consejero indio tuviera razón y, a largo plazo, encontrar enemigos de tus enemigos podría resolver aquel problema. Lo que estaba claro es que empezaba a ser insostenible atender a tantos frentes. Roma estaba llegando al límite de sus fuerzas y no se adivinaba un desenlace rápido del conflicto. Catón tomó su copa y, en esa ocasión, acompañó con avidez al viejo senador. Cuando terminó dudó, pero al fin planteó su interrogante. – Señor…
–¿Sí…? – la voz de Fabio Máximo era distante, meditaba aún sobre su estrategia.
–¿Por qué Aníbal no se lanzó sobre nosotros, sobre Roma, tras Cannae?
–Era pronto. – Máximo respondió con rapidez, como quien ya ha reflexionado sobre un asunto y ha llegado a conclusiones evidentes-. Pronto. Teníamos recursos, las legiones urbanae, estábamos derrotados pero no vencidos, no vencidos, querido Marco. Y no disponía de armamento para el asedio. No, no éramos la fruta madura que el cartaginés espera recoger. Primero quiere apoderarse de Italia, hacer de nuestros aliados latinos y de las ciudades griegas del sur, ciudades y aliados cartagineses. Luego volverá a recoger los despojos de Roma. Por eso, Marco, por eso hay que evitar que consiga refuerzos ya sea por el norte o por mar desde el sur. Por eso tenemos dos legiones en Hispania y, cuando desaparezcan a manos de su hermano, enviaremos más, pero no ahora, no mientras estén al mando los Escipiones. Y por eso mismo debemos cuidar nosotros del sur y de sus puertos. De momento no puedo decirte más. Con tu inteligencia deberías poder desentrañar lo que resta por hacer… pero ahora estoy ya cansado… retírate y déjame reposar.
Marco Porcio Catón se despidió con una leve reverencia y abandonó la estancia. Su cabeza se esforzaba por discernir los planes de su mentor al tiempo que digería sus conclusiones sobre la estrategia que Aníbal había marcado para terminar con el poder de Roma. Las conversaciones con el viejo cónsul siempre daban mucho que pensar.
Los jinetes romanos se detuvieron a las puertas de Cirta, la ciudad del norte de África, el lugar donde semanas atrás los enviados del rey númida, Sífax, habían pactado con los procónsules de Hispania una reunión en la que deliberar sobre el transcurso de la guerra contra Cartago. Los caballeros romanos habían navegado desde Tarraco hasta las costas de Numidia y, tras desembarcar, habían cabalgado durante toda la mañana y toda la tarde. El sol yacía en el horizonte y el calor asfixiante que los había perseguido en su trayecto dejaba paso a una brisa nocturna fría que los envolvía de forma inesperada, a la vez que miles de dudas sobre el posible éxito de su misión henchía de nerviosismo el ánimo de aquellos legionarios recién desembarcados en el norte de África.
Cirta no era una ciudad en el sentido en el que los romanos entendían el término. Se trataba más bien de un nutrido y extenso agrupamiento de pueblos nómadas, con apenas algunas edificaciones de importancia en medio de un mar de tiendas cubiertas de polvo y arena. Desde que dejaron la costa, de forma intermitente, se habían encontrado con cadáveres devorados por las bestias, armas semienterradas en la arena y carros abandonados al borde de los caminos. Eran los restos del enfrentamiento entre Sífax y el ejército cartaginés. Numidia era una tierra salvaje y peligrosa dividida en dos bandos irreconciliables. Al este reinaba Gaia, una mujer ya mayor pero tenaz en su afán por mantener el control que consideraba suyo por herencia dinástica. En el oeste, Sífax gobernaba considerándose el único rey legítimo de toda la región. Cartago vio en aquella división de sus vecinos el mejor caldo de cultivo para promover una guerra civil que le permitiese controlar todo aquel territorio y mantener así tanto la explotación de sus riquezas como el flujo de valerosos jinetes númidas con los que completaba sus ejércitos y que tan buenos servicios habían prestado a Aníbal en sus victorias itálicas. El Senado púnico se alineó con Gaia y su hijo Masinisa. Sífax se defendió con gran fortaleza, más bien por los amplios recursos de sus tierras fértiles del oeste, que por una gallardía que le era impropia a su carácter complaciente y hedonista, pero hasta tal punto intimidó a Cartago que el Senado hizo venir a Asdrúbal desde Hispania para poner orden. El hermano de Aníbal recondujo la situación y en unos meses Sífax se veía obligado a replegarse a sus territorios abandonando su ofensiva sobre el este de Numidia, pero Cartago libraba una guerra mucho más temible contra Roma y el ejército de Asdrúbal fue reenviado a Hispania para derrotar a los procónsules Escipiones primero, con el objetivo final de cruzar los Pirineos y la Galia para unirse a las fuerzas de Aníbal en Italia. Aquello llamó la atención de Sífax. Un día estaba en su tienda, tendido su largo cuerpo, con sus musculosos brazos desnudos, su piel morena y oscura, tersa, acariciada por las manos de dos esclavas que, temerosas de su amo, se esmeraban en proporcionar su masaje con ternura y suavidad -dulzura obligada pero dulzura al fin y al cabo- cuando hizo llamar a varios de sus oficiales.
–Esta guerra contra Cartago no la podemos ganar solos -dijo y se sacudió las esclavas de encima. Éstas, rápidas, se escabulleron detrás de los cojines sobre los que el rey estaba recostado y desaparecieron de la vista de todos, escondiéndose hasta que alguna palmada de su amo indicase que su presencia era necesaria.
–¿Y qué sugerís, mi rey? – preguntó el oficial más veterano.
–Hemos de pactar con los romanos. Si los cartagineses los temen tanto como para ordenar a Asdrúbal que se retire de vuelta a Iberia antes de terminar con nosotros, es que son temibles de verdad. Debemos contactar con ellos y pactar. Tenemos un enemigo común: estarán interesados. Enviad mensajeros -y sin esperar respuesta alguna de sus oficiales dio dos palmadas, dejando claro que la compañía que su alteza deseaba ya no era la de sus hombres, sino la de sus mujeres.
Los oficiales no tardaron en organizar varios grupos de mensajeros que partieron para Hispania con el fin de contactar con los romanos.
Mario Juventio Thala, centurión de una de las legiones desplazadas a Hispania, encabezaba el reducido grupo de jinetes que se detenía a la entrada de Cirta. Varios jinetes númidas salían a su encuentro: primero una decena y, casi sin saber de dónde, los romanos se vieron rodeados por más de cien númidas. Mario mantuvo la compostura. En su mente perduraban las palabras de Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma.
–Hemos tratado con enviados númidas. Debes partir allí, selecciona hombres de confianza, Mario y, una vez allí, debes pactar con el rey Sífax. Está en guerra contra Cartago, pero ha sufrido grandes pérdidas y serias derrotas ante Asdrúbal. Irás allí y ofrecerás el apoyo de los hombres que selecciones: hemos acordado que enviaremos oficiales que instruirán a sus tropas en tácticas de guerra para que derroten a Gaia, la reina númida apoyada por Cartago. Sífax reinará sobre toda Numidia a cambio de su acoso a los cartagineses en África. ¿Entiendes bien la situación?
Mario asintió. Se había pasado la mano sobre la barbilla recién rasurada, pero ante la pregunta del procónsul tensó los músculos y se puso firme. El otro procónsul, Cneo Cornelio, completó las explicaciones de su hermano.
–Como ya sabes, Aníbal ha pactado en Italia con el rey Filipo de Macedonia. Roma también necesita aliados y Sífax puede sernos de gran ayuda. Por sí solo ya hizo que tuvieran que llamar a Asdrúbal de vuelta a África durante un tiempo, pero con adecuada instrucción, sus tropas serán algo más que bandadas de excelentes jinetes: debes convertir a esos nómadas en algo que preocupe y ocupe a Cartago durante los próximos meses.
–Así lo haré. Así lo haré, mi general.
Mario salió de la estancia contemplando a los dos procónsules de Hispania mientras ambos retomaban su conversación sobre unos planos de la región.
Los guerreros númidas los habían rodeado por completo y bajaron sus lanzas apuntando hacia las corazas de sus pechos. Mario ordenó a sus hombres que no desenvainasen las espadas y que no hicieran movimiento alguno.
–¡Venimos en son de paz! – dijo Mario en latín y, ante la ausencia de respuesta por parte de los númidas, repitió su mensaje en griego, pero aquello tampoco alteró la situación y las lanzas que los rodeaban se acercaban peligrosamente a ya tan sólo diez pasos. Mario ordenó a sus hombres que arrojasen, despacio, al suelo sus pila y sus espadas. Los romanos dudaron, pero ante la insistencia del oficial al mando, obedecieron. Esto detuvo a los númidas unos segundos, pero no se veía más reacción.
–¡Sífax! ¡Vengo a hablar con Sífax! – gritó Mario al fin y encomendó su alma y las de sus hombres a los dioses. Quizá no deberían haber arrojado las armas después de todo. Sin embargo, los númidas, al escuchar el nombre de su rey, alzaron sus lanzas y dejaron de acercar sus afiladas puntas a las gargantas de los romanos. Uno de los jinetes, cubierto de una larga capa por la que Mario interpretó que debía de estar al mando, hizo un gesto con la mano y los jinetes africanos emprendieron el camino de retorno hacia Cirta. Mario ordenó a sus sudorosos y nerviosos hombres que recogieran las armas y que siguieran a aquellos jinetes.
En unos minutos cruzaron al trote gran parte de aquel mar de tiendas hasta alcanzar una de las pocas edificaciones de piedra y adobe de la ciudad. Era un palacio en construcción aún, rodeado de decenas de guardias. Un númida, en griego bastante corrupto, hizo entender a Mario que sólo él sería admitido en el edificio y que sus hombres tendrían que esperar. El oficial romano asintió y, tras ordenar a sus soldados que le esperasen, entró en el edificio.
En Tarraco, los procónsules compartían vino suavizado con agua fresca.
–¿Crees que Mario conseguirá un pacto con Sífax? – preguntó Publio.
–Bueno, más le vale, o no le volveremos a ver -concluyó Cneo mientras escanciaba más vino en ambas copas.
Mario vio una gran sala de paredes blancas, recién pintadas, cuyo olor aún se hacía palpable en el ambiente, llena de soldados con lanzas en todas partes. En un extremo estaba un hombre gigante, cuya corpulencia trajo a la memoria de Mario la imagen del procónsul Cneo, tumbado sobre un montón de cojines y alfombras rodeado de varias mujeres cuya hermosura, a medida que el oficial romano se aproximaba al rey de los númidas occidentales, resultaba cada vez más evidente. Había también abundante comida dispersa por las alfombras: frutos secos, pasteles de diferentes colores, cocos recién abiertos y frutos de colores intensos, naranjas unos, otros amarillos, desconocidos para Mario. También había numerosas jarras y unos cuantos vasos, sin embargo, no parecía que allí bebiera ni comiera nadie que no fuera el rey.
De pronto, las palabras de Sífax le sorprendieron mientras admiraba aquella extraña suntuosidad en medio de una ciudad de nómadas.
–¿Te sorprende que algunos sepamos vivir bien en medio de estas tierras? No lo niegues. Se lee en tus ojos.
Mario calló, ya que se le impedía negar lo que habría sido la respuesta mejor que podría haber dado. El rey hablaba griego con bastante soltura.
–Siéntate, romano, siéntate.
Tanta amabilidad despertó las dudas en Mario.
–¡Siéntate, he dicho! ¿O crees que estoy acostumbrado a repetir mis órdenes, romano?
Mario obedeció y se sentó en el único lugar posible: el suelo, sobre las alfombras, frente a la comida.
–En fin, veamos -continuó Sífax-, pido ayuda a Roma y qué me envía Roma: diez soldados. Eso, digámoslo así, no parece un gran ejército, ¿no crees, romano?
–Mi misión… Podemos adiestrar a tus hombres en tácticas con las que luchar mejor contra los cartagineses.
–Ah…, ésa es la idea. Entiendo. No sé. Quizá esté bien. De eso sabéis mucho los romanos, ¿no? De luchar contra los cartagineses.
Mario asintió.
–Lo que no comprendo es por qué, si sabéis tanto, no sois capaces de sacudiros a ese Aníbal de encima. No sé hasta qué punto pueden serme de utilidad los conocimientos guerreros de los que no aciertan ni a proteger sus territorios más próximos.
Mario pensó en varias respuestas ante aquel comentario humillante, pero optó por el silencio.
–En fin, si esto es lo que me da Roma, lo tomaré. Instruiréis a mis hombres, empezando por mis oficiales pero, que quede claro, espero resultados óptimos de este adiestramiento; si no, más les valdría a tus jefes haberme enviado una hermosa mujer romana o ibera con la que solazarme. Las caricias de una mujer son conmigo casi tan persuasivas como un ejército bien armado.
Mario guardó silencio pero tomó oportuna nota de aquel comentario. En boca de un soldado extranjero aquello no sería más que una fanfarronada, pero en la persona de un posible aliado, aquello podía ser anuncio de sólo los dioses saben qué. Hablar de mujeres en medio de una negociación sobre un pacto entre pueblos para combatir a los cartagineses le parecía algo absurdo y estrafalario al disciplinado oficial que era Mario. Quizá aquel largo enfrentamiento contra la reina Gaia tenía un poco ofuscado al rey númida en lo que hacía referencia a las mujeres, seres que ni en Roma ni en Cartago ni en casi ningún lugar tenían capacidad de influencia sobre los acontecimientos del mundo. O, al menos, eso pensaba Mario.
Sífax miraba fijamente a su invitado romano y sonreía con cinismo. «Qué poco sabe este hombre de la vida», pensó, «espero que sepa algo más de la guerra».
Dos días después, Tito se sorprendió de seguir vivo. Los dioses debían de disfrutar tanto viéndole sufrir que habían decidido prolongar su tortura. Pensó largo rato en quitarse la vida. Podría arrojarse al río y hundirse con su obra. Sonrió melancólico. Sería una muerte apta para la mejor de las tragedias, pero él pretendía, había pretendido, ser autor cómico. Si no se mataba, tendría que subsistir. Tenía un hambre voraz. Las heridas habían cicatrizado bajo las vendas sucias. Tenía algo de fiebre, pero sin salir de allí no habría comida así que, herido, magullado y con algo de calentura tanto en su cuerpo como en su ánimo, Tito Macio acudió, como siempre, al molino para no perder su única fuente de ingresos.
Convivió con aquellos cortes mal vendados, abriéndose en ocasiones por el esfuerzo de hacer girar la piedra del molino, durante los primeros días tras la brutal paliza que había sufrido, pero lo peor no era el sufrimiento físico, sino la desazón absoluta en la que se había sumido su espíritu. Maduraba en su cabeza una salida a su dolor por la pérdida de su obra escrita con sudor, sobreponiéndose al agotamiento cada noche, en la oscuridad de su angosta habitación. Su maldición contra los dioses lanzada al cielo tras la muerte de su amigo Druso en la batalla de Trasimeno parecía perseguirle y las divinidades se mostraban tercamente persistentes en tomarse dilatada venganza por haber renegado de ellas aquel terrible amanecer entre la niebla junto a aquel lago del norte, cuando el cuerpo aún caliente de su amigo legionario teñía con su sangre la hierba verde de las montañas de Etruria.
Durante días Tito se transformó en un ser sin alma. Caminaba con la mirada perdida, vacía, de su habitación al molino, vueltas infinitas a la rueda y, al finalizar la jornada, de regreso a su habitación para repetir ese mismo ciclo al día siguiente; así hasta el final, pensó, sin más, siempre. Cansancio, fatiga y nada.
Sin embargo, su espíritu irreductible, con el paso de las dos primeras semanas recobró cierto vigor y, sin decirse nada a sí mismo con claridad, sin que pareciera que tomaba decisión alguna, se encontró de nuevo en el mercado comprando más papiro y tinta para volver a escribir. En las semanas siguientes, pero como si no hiciera nada especial, impulsado por una extraña inercia, volvió a transcribir la obra, palabra a palabra, verso a verso, escena a escena, al completo, casi tal y como la había escrito inicialmente. Cambió alguna cosa, alguna broma absurda que no recordaba bien por otra que le pareció más apropiada. Las palabras se vertían sobre el papel como si fuera la sangre de un suicida tras cortarse las venas: cada línea fluía por sí sola, suave, dócil, constante, hasta que cuando volvió a firmar el último rollo de su nuevo manuscrito, sintió que un enorme suspiro lo embargaba y dejó expulsar durante casi medio minuto todo el aire de sus pulmones. Había tardado seis meses en reproducir su comedia. Hasta allí todo había pasado como por sí solo, pero ahora sí, en ese momento debía tomar una decisión que entraba en colisión con su rutina y su sustento: volver a buscar en la noche la casa de Rufo para así evitar perder su trabajo en el molino, o bien ausentarse del molino sin decir nada, a sabiendas de que una falta podía suponer el final de su empleo, pero al menos así se garantizaría llevar a cabo la tarea de buscar a Rufo, abrigado por la seguridad del día, evitando las peleas y los peligros de las nocturnas calles de Roma. Esto último, tras una larga reflexión, es lo que decidió.
Una mañana cambió su rutina y se encaminó por el río primero y luego atravesando el foro hasta llegar cerca de la Vía Appia en busca de la casa de Rufo. Su memoria parecía indiferente a sus sufrimientos y le prestó un notable servicio pues la encontró con cierta rapidez. Llamó golpeando con la palma de la mano en una puerta que se veía sucia, polvorienta. No hubo respuesta ni nadie abrió. Se fijó entonces en los goznes y vio telarañas por las esquinas del umbral. Aquella puerta no se había abierto en semanas, meses quizá. Una voz se dirigió a él desde el otro lado de la calle.
–No vive nadie en esa casa desde hace más de dos años -era un hombre mayor el que se dirigía a él. Estaba sentado en el suelo, frente a su pequeña tienda de cestos.
–Busco a Rufo, el director de la compañía de teatro. En tiempos vivía aquí.
–Sí, Rufo. Le recuerdo. Un miserable. – El viejo hablaba mientras con sus manos, de forma diestra y ágil, entrelazaba mimbres diferentes para formar otra cesta que añadir a su oferta de productos.
Tito estaba de acuerdo en la definición de su antiguo patrón como miserable, pero ahora no quería entrar en un debate sobre la ética de Rufo, sino localizarle.
–¿Sabéis dónde vive ahora?
El viejo se echó a reír.
–Los dioses tuvieron el buen sentido de llevarse a ese avaro de nuestra vista. Está en el Orco y ojalá le tengan sufriendo. El muy mezquino se murió y me dejó a cuenta más de treinta cestos.
Tito observó con detalle aquellos cestos y reconoció en sus formas la de los cestos que se usaban para guardar pelucas de los actores y diversos trajes para escena, pero mientras que parte de su mente vagaba en aquellos recuerdos, la parte más ocupada por la inmediata actualidad se debatía en un océano tempestuoso de incertidumbre y decepción. No había contando con la ausencia de Rufo. ¿Qué hacer ahora con su obra?
–¿Y quién lleva ahora la compañía? – acertó a preguntar Tito en un esfuerzo final por encontrar una salida de aquel callejón del destino.
–Cayo Servilio. Cayo Servilio Casca. Otro ladrón.
Tito se sorprendió de la precisión en el nombre, pero el anciano le aclaró el porqué de tal conocimiento.
–Intenté que él, como nuevo gestor de la compañía, se hiciera cargo de la deuda, pero el miserable, así le maldigan los dioses, dijo que no había ningún documento con esa deuda. Y yo qué culpa tengo si no hay documentos, le dije, si Rufo venía y me pedía lo que quería y luego tenía que ir detrás de él durante meses para que me pagara. Y sólo lo hacía cuando necesitaba más cestos y yo se los negaba. Cayo Servilio Casca es el dueño ahora. Que los dioses maldigan sus pasos.
Mucho trabajo quería aquel anciano que los dioses hicieran.
–¿Y sabéis dónde puedo encontrar a ese hombre? El anciano levantó la mirada hacia Tito y dejó de trabajar en su cesta.
–¿Intercederéis para que me pague la deuda? Tito meditó su respuesta.
–Os seré sincero -empezó-. No tengo dinero ni influencia sobre este hombre que decís pero voy a… a ofrecerle un negocio y, si acepta, yo mismo os satisfaré la deuda. Es lo mejor que puedo deciros.
–¿Un negocio? ¿Qué clase de negocio?
Aquel viejo lo quería saber todo, pero Tito tampoco tenía muchas alternativas.
–Una obra. He escrito una obra y se la voy a ofrecer para la compañía. Si acepta, con lo que me pague yo os pagaré la deuda, pero necesito saber dónde vive este hombre.
–¿Una obra? ¡Por Hércules, un escritor! ¡Ahora sí que estoy seguro de que no cobraré nunca!
Tito se desesperaba, pero contuvo la respiración y aguardó sin decir nada.
–Vive allí – el viejo señaló tres puertas más abajo y sin decir más reanudó su trabajo tejiendo con destreza el cesto que le había ocupado la mayor parte de aquella mañana.
Tito tampoco añadió más y sin despedida, de igual forma que tampoco había habido presentación ni saludo, dejó a aquel hombre y, una vez junto a la puerta señalada, volvió a llamar. Mientras esperaba intentó asearse algo, alisando un poco su arrugada y desaliñada túnica y sacudiéndose un poco del mucho polvo que cubría sus sandalias desgastadas.
Un esclavo alto, moreno, con el pelo bien cortado y una túnica impoluta abrió la puerta.
–¿Qué queréis? No os conozco -dijo al tiempo que le miraba de arriba abajo formando una clara concepción despreciativa de quien había llamado a la puerta.
–Soy Tito, Tito Macio, trabajaba hace tiempo para Rufo y tengo un negocio que ofrecer a tu amo con relación a la compañía de teatro. Es un buen negocio.
–¿Un negocio? ¿Qué negocio?
Todos parecían hacer las mismas preguntas aquella mañana. – Una obra de teatro. Tengo una buena obra de teatro que ofrecerle. Tu amo necesitará obras.
–Mi amo ya tiene muchas obras de todo el mundo que merece la pena. Tu nombre no me suena de nada y tu aspecto no me suscita mucha confianza. No creo que deba molestar al amo con tu presencia -y empezó a cerrar la puerta.
–¡Por favor, por todos los dioses, escuchadme, os lo ruego! – dijo Tito aceleradamente y mostró los rollos que traía consigo-. Aquí tenéis la obra. Sólo os pido que se la deis a leer y que sea él quien juzgue. Si no la quiere, sólo tiene que decirlo y me marcharé sin más. Por favor. Por favor.
Tito extendía ambos brazos con los rollos en sus manos. Estaba a punto de arrodillarse, aunque estaba tratando con un esclavo, pero no fue necesario.
–Bien. Se lo comentaré al amo -dijo el atriense y cogió los rollos-, pero no esperéis nada. Y cerró la puerta.
Tito se sentó despacio apoyándose en la pared. El sol de la primavera calentaba su cuerpo. Esperó en silencio. Pasó una hora, dos. Llegó el momento de la comida. Lo sabía por su estómago, pero no tenía nada con qué apaciguarlo. Pensó en su obra para intentar alejar el hambre de su mente. Nada. El sol comenzó su descenso por el horizonte. La tarde pasaba lenta. Empezó a anochecer. Nada. Tito pensó en llamar a la puerta de nuevo, pero no quería molestar y que le tomasen por impertinente. Eso sería el fin de sus posibilidades en aquella casa. Se levantó y empezó el camino de regreso a casa. Si acaso vendría mañana a ver si había respuesta. Tendría que esperar. Encogido de hombros, triste y hambriento empezó a caminar cuando en ese momento, para su sorpresa, la puerta se abrió y el esclavo se dirigió a él.
–¡Eh, tú! ¡Ven! El amo quiere verte.
Cayo Servilio Casca era un hombre obeso, mayor, de unos cincuenta años, edad que intentaba ocultar llevando una estrafalaria peluca rubia que Tito no tenía claro que fuera capaz de exhibir en público. Servilio Casca tenía papada y manos y dedos gruesos. Frente al triclinium sobre el que estaba recostado una profusa mesa rebosaba de todo tipo de manjares: carne de buey, poco frecuente a no ser que hubiera sacrificios en el foro y siempre cara; pollos asados, manzanas, nueces y otros frutos secos que no acertaba a reconocer; pasteles de todo tipo, cerdo cortado cocido en espesas salsas de diferentes colores; uva blanca y uva negra; numerosas copas vacías volcadas y otras copas llenas; jarras de vino en cada esquina de la larga mesa y seis triclinia más para los invitados al convite: varios hombres entre los cuarenta y cincuenta años, probablemente comerciantes bien situados, amigos de su anfitrión, celebrando una pequeña orgía de comida y otras cosas: varias jóvenes esclavas estaban a los pies del triclinium de Servilio Casca mientras otras dos limpiaban la mesa de platos y copas vacías. Todos los invitados estaban en diferentes grados de embriaguez. Dos de ellos roncaban profusamente. El resto le miraba enigmáticamente sin entender bien a qué se debía la presencia de aquel harapiento en su fiesta. ¿Seria otro entretenimiento que Casca les había preparado?
–¡Que lo azoten! – dijo uno de los invitados y eructó-. ¡Va tan sucio que da asco! Tus nuevos amigos dan pena, Casca.
El aludido no respondió. Miraba con una amplia sonrisa al recién llegado. Tito se limitó a dejarse examinar. No mentía el atriense cuando decía que su amo estaba muy ocupado y que, en consecuencia, no se le podía molestar. Ocupado había estado. Probablemente ya estuviera aburrido de comer y de hacer lo que fuera que habían estado haciendo con aquellas esclavas. Dos de ellas llevaban las túnicas rotas, arrastrándolas por el suelo en sus idas y venidas para retirar los platos de la mesa. El estómago de Tito hizo ruidos que evidenciaban que sus jugos gástricos se habían despertado ante toda aquella exhibición de comida.
–¿Tienes hambre? – preguntó Casca.
Tito asintió con la cabeza, pero su atención pronto se desvió de la comida a sus rollos que, al retirar una de las esclavas un par de jarras de la mesa, aparecieron ante su vista: uno de ellos manchado de vino, el resto, aparentemente intacto. Casca se percató de lo que estaba mirando.
–Ah, sí: tu obra. Tu gran obra, sin duda -y se echó a reír.
Tito se mantuvo callado. El orgullo lo había dejado fuera. Sabía que si quería conseguir algo de aquella entrevista que no fuera una patada o unos azotes, como ya alguien de los presentes había sugerido, lo mejor era mostrarse humilde y encajar todos los insultos hasta conseguir que alguien se leyera la obra. Si luego seguían insultándole, quizás es que merecía entonces tales apelativos y lo mejor que podía hacer era regresar al molino o a la mendicidad hasta el final de sus días.
–Bien -dijo Casca deteniendo bruscamente su carcajada-, verás, no es que no haya leído tu obra por desprecio, pero ocupado como estoy en tantas cosas no tengo tiempo para leer lo que no me interesa así que, antes de dedicarle un minuto de mi tiempo a tu obra te haré algunas preguntas. Sólo si me ofreces algo que pueda ser de mi interés, la leeré.
Tito Macio asintió. No había esperado un examen. – ¿Es una tragedia tu obra? – preguntó Casca. Tito dudó.
–Vamos, responde -insistió Casca cogiendo una copa de vino de uno de sus invitados dormidos, la suya estaba vacía, y echando un largo trago.
No tenía sentido mentir, de forma que Tito respondió con sinceridad.
–No. Es una comedia.
–¿Una comedia? – Casca se incorporó ligeramente en su triclinium y dejó la copa enfrente de su invitado-. Bien; primera respuesta correcta. Estoy harto de tragedias. Roma se hunde. Estamos en guerra no sé ya cuántos años y todos los autores parece que no tienen otro deseo que regodearse en la tragedia. ¡Por Castor y Pólux, como si no sufriéramos ya bastantes desastres en el campo de batalla! Espero ser encargado de las representaciones por alguno de los nuevos ediles de Roma, que sé que andan buscando nuevas obras para que sean presentadas con el fin primordial de distraer al pueblo, ¿y qué tengo yo? Dos tragedias más: una de Ennio y otra de Livio Andrónico. Bien escritas, sí, eso me dicen ambos y lo son, pero por todos los dioses, son tragedias, tragedias y más tragedias. Y luego tengo a Nevio con su última comedia, pero Nevio me pone más nervioso cada día con ese afán suyo por criticar a los patricios, a los poderosos dice él. En fin, no sé por qué comparto contigo estos asuntos. Supongo que agradezco unos oídos sobrios frente a la general embriaguez que me rodea.
Casca volvió a su carcajada sonora que nuevamente detuvo de igual brusca forma.
–¿Y es divertida tu comedia? – fue su siguiente pregunta.
–Yo creo que sí; con ese fin la escribí.
–Bueno, se ve sinceridad en tus palabras. No sé si alguien así tiene futuro en el teatro. Pero bueno, por Hércules, has respondido bien a ambas preguntas. Me leeré las primeras líneas de tu preciada obra. Siéntate, allí, en el vestíbulo y espera.
El esclavo que le había abierto la puerta le condujo hasta el vestíbulo. Allí había un par de pequeños taburetes y Tito Macio se sentó en uno de ellos. Y esperó. Desde allí podía escuchar lo que se hablaba en el interior.
–No le has azotado. Eres malo, Casca. Malo.
La voz del borracho era débil y pronto pareció añadirse un nuevo ronquido a los otros dos.
–Casca -dijo otro de los invitados despiertos-, me voy a una de las habitaciones con esta esclava.
–Y yo también.
–A mí no me dejéis atrás.
Casca se quedó solo, acompañado de los ronquidos de sus invitados desmayados por el vino y la comida. Abrió el primero de los rollos y empezó a leer con atención. Al principio, cansado como estaba, no prestó demasiada atención, pero al poco tiempo sacudió la cabeza. Dejó el rollo, con cuidado, sobre la mesa, cogió una jarra de agua y se mojó las manos y luego, bien empapadas se las pasó por la frente para despejarse un poco. Se secó las manos en su túnica blanca plagada de manchas grasicntas y volvió a tomar el rollo. Prosiguió con la lectura. Estaba leyendo el diálogo inicial entre un esclavo y su amo y tenía gracia. Aquello era gracioso, pero se trataba tan sólo de la primera escena. Continuó la lectura: la segunda escena era un monólogo; correctamente escrito, pero se perdía un poco de la vivacidad del principio. Casca frunció el ceño y suspiró. Se podría corregir, pero si la siguiente escena era aburrida, lo dejaba; sin embargo, el siguiente cuadro era brillante, un vivo diálogo, mordaz como pocos, entre una lena y un cliente. Fin del primer acto. Bueno, en conjunto bastante bien. La primera escena del segundo acto volvía a la fórmula del monólogo, pero breve, bien, bien, y luego otro diálogo, entre dos esclavos, dos auténticos bribones y éste sí que era divertido. Aquello era realmente entretenido; la tercera escena era de continuidad, para explicar la trama, pero con ágil concisión, para en la cuarta desplegar un larguísimo diálogo en donde los dos esclavos toman el pelo al mercader. Esta obra estiraba las escenas de diversión hasta el infinito y sometía las secciones de contenido que sujetaban el entramado de la obra a su mínima expresión. Primaba la diversión por la diversión. Era perfecto. Perfecto. Casca siguió leyendo, durante una hora, rollo a rollo, hasta llegar al final, riendo a ratos, en ocasiones con el ceño fruncido, y, las más de las veces, con una distendida sonrisa en sus labios. Llegó al final y sus ojos terminaron posados sobre la firma: Tito Macio Plauto. Casca estalló en una sonora carcajada que desveló a uno de sus borrachos amigos que alzó la mirada confundido, preguntó si pasaba algo, pero antes de que nadie le respondiera volvió a su letargo anterior.
Tito Macio esperaba nervioso en su silla el dictamen sobre su obra. Se decía una y otra vez que lo más probable era que aquel hombre, medio borracho y vicioso, le ordenara a su atriense que le diera una patada y lo echara de casa, pero él no pensaba irse sin que le devolvieran su obra. En ese instante llegó el esclavo. Tito se levantó y se protegió con la pared, guardando sus espaldas, iba a pedir su obra antes de que le empezaran a pegar, cuando las palabras del esclavo quebraron sus esquemas.
–El amo quiere que volváis al atrio. Seguidme.
Era el sexto año de guerra contra Cartago. Aníbal asediaba Tarento. Capua permanecía en manos del enemigo. Marcelo seguía combatiendo en Sicilia, pero Siracusa resistía. Se luchaba en Cerdeña, la Galia Cisalpina seguía en rebelión y amenazaba las fronteras del norte y el rey Filipo de Macedonia, aunque repelido su primer ataque contra el protectorado romano de Iliria por las tropas desplazadas hasta allí por mandato de Fabio Máximo, no se desdecía de su pacto con Aníbal. Roma mantenía un pulso con el mundo en el que no ya su hegemonía, sino su propia supervivencia estaba en juego. Y Roma lo sabía. El Senado lo sabía. De los ejércitos regulares consulares anuales en donde se agrupaban hasta ocho legiones entre legionarios romanos y aliados, la ciudad se veía obligada ahora a mantener en activo, a un mismo tiempo, hasta un total ya de veinticinco legiones para poder abarcar todos los frentes: el Adriático, el Mediterráneo occidental, Hispania, y el más temido de todos, el frente abierto por Aníbal en la propia Italia. El desánimo y el agotamiento hacían mella entre los romanos: el dinero, el oro y la plata se dedicaban a la guerra y los campos eran arrasados por los combates o quedaban desatendidos ante la ausencia de campesinos. En medio de aquel funesto paisaje, el joven Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los procónsules de Hispania, contra todo pronóstico por causa de su juventud pues apenas contaba veintitrés años, fue elegido edil de Roma. Su cargo conllevaba la gestión de diversos asuntos que afectaban a la ciudad, además de la organización de los juegos y festejos que debían acompañar las diferentes fiestas del calendario romano. Eran tiempos difíciles para que un edil pudiera congraciarse con un pueblo atemorizado por la continuada presencia de Aníbal en suelo italiano y exhausto por los esfuerzos de aquella guerra: los unos habían visto empobrecerse sus negocios ante la inseguridad de las fronteras, otros tenían hijos o padres o tíos en alguno de los múltiples frentes de guerra y todos habían perdido al menos a un ser querido en aquella interminable locura.
Era el 15 de febrero y el nuevo edil de Roma se dirigía, acompañado de su mujer y dos esclavos como salvaguarda, en dirección a la colina del Palatino. Muchos le reconocían y le saludaban con respeto. Una de sus primeras medidas había sido la de ordenar distribuir aceite entre todos los ciudadanos. Era una forma modesta, las arcas del Estado y las suyas propias no daban para mucho, de contribuir a mitigar en alguna medida las carencias de los habitantes de Roma. Y los romanos, conscientes de las limitaciones, agradecían el gesto del nuevo edil que, algo era algo, parecía mostrar una cierta sensibilidad hacia las penurias de la plebe. Además, el aceite, usado como condimento, como comida misma o para cocinar, estaba siempre presente en la mesa romana, de forma que con poco gasto y mucha habilidad el joven edil había sabido entrar bien en su mandato. Una buena edilidad abría el camino en el cursus honorum y, si bien no era garantía de ascenso en la carrera política, siempre era una ayuda y lo que estaba claro es que una mala gestión en uno de los primeros cargos de responsabilidad civil podía significar el fin de la vida pública de quien cometiera errores que el pueblo no olvidaría con facilidad; por eso, en aquellos tumultuosos tiempos de miedo y penuria pocos fueron los que se aventuraron a presentar su candidatura, algo que, no obstante, no arredró al joven Escipión.
En aquel estado de cosas, el joven Publio y su mujer se sintieron más tranquilos cuando esa fría mañana de febrero, camino de la gruta del Lupercal, en la ladera del Palatino, vieron que eran saludados con aprecio y no con desdén o furia por los que se cruzaban con ellos. Sin duda, la pertenencia a una de las pocas familias romanas que aportaban buenas noticias a Roma también ayudaba a esa impresión favorable que el pueblo se iba forjando de aquel joven edil. Tanto su padre como su tío continuaban impidiendo que los cartagineses cruzasen el Ebro y acudiesen con otro ejército en ayuda de Aníbal, lo que, con toda seguridad, podría suponer el principio del fin para Roma. Y no sólo eso, sino que habían conseguido reconquistar la semiderruida fortaleza de Sagunto. Una conquista que, irónicamente, no era suficiente ya para dar término a aquella guerra que su caída encendiera hacía ya más de seis años. Era, no obstante, una victoria moral que al menos contribuía a insuflar ánimos a unos romanos cansados ya de oír hablar de derrotas.
Aquellos saludos de respeto y las buenas noticias de Hispania hacían que, pese a todo, en medio del fragor de aquella guerra el joven matrimonio de Publio y Emilia se sintiera entre los afortunados del mundo. Sin embargo, una sombra enturbiaba el horizonte de los pensamientos del nuevo edil de Roma: llevaban casi tres años casados y Emilia no se quedaba embarazada. El asunto preocupaba al joven Escipión desde hacía tiempo y sabía que también perturbaba, probablemente aún más, a su mujer. Con el paso de los meses se convirtió en un tema tabú y ninguno de los dos lo mencionaba ya. Su madre, Pomponia, cooperaba con su discreción, lo cual ambos agradecían sobremanera. Publio necesitaba herederos y, aunque aún era muy joven para preocuparse, el tema permanecía anclado en su mente ensombreciendo su existencia, acumulándose junto con las preocupaciones por su padre y su tío en Hispania y con los quebraderos de cabeza de todos los esfuerzos que se debían volcar en aquella guerra. Por eso, aquella fría mañana de invierno decidieron acudir a la ceremonia de las Lupercalia. Las creencias religiosas del joven edil no es que fueran muy profundas; más bien era detallista en su aplicación en todo lo tocante a la vida pública, como no podía ser de otra forma, pero era bastante más relajado a la hora de vivir la religión en la esfera privada, donde hacía más caso de sus intuiciones que de los dioses. Pero las celebraciones en honor del dios Lupercus eran específicas para promover la fecundidad y no acudir, en sus actuales circunstancias, ya pasaría a formar parte del cotilleo público. Por eso se vistieron con toga y túnicas impolutas y resplandecientes y salieron aquella mañana hacia el Palatino y la gruta Lupercal.
A los pocos minutos de llegar aparecieron, saliendo de la caverna, los luperci, semidesnudos, cubiertos sus cuerpos con apenas unas pieles que ocultaban sus órganos sexuales, haciendo frente al frío y al viento que se había levantado. Llevaban las caras marcadas con la sangre de los animales sacrificados aquel día en honor de Lupercus. Unos llevaban pieles de chivo, otros de cabra y uno de perro, pero todos iban armados de unas largas tiras de piel de cabra que llamaban februa, de donde los romanos decidieron extraer la raíz del nombre de aquel mes. Los luperci se acercaban a los ciudadanos allí congregados y buscaban a las mujeres más jóvenes. Al acercarse a ellas blandían sus februa y golpeaban las manos extendidas de las jóvenes romanas que, sonrientes unas y ruborizadas otras, recibían con agrado y entre sonrisas de sus acompañantes las sacudidas secas de aquellas pieles sagradas. Uno de los luperci se detuvo ante Emilia y, al ver al edil de Roma junto a ella, dudó. Entonces Emilia extendió su mano. El luperci miró al edil y éste asintió. Se alzaron en el aire los februa y las tiras de piel chocaron contra la mano de Emilia. La joven se estremeció, más por la sorpresa del tacto áspero de aquellas pieles que por el dolor. El luperci, una vez cumplido su cometido, saludó con una suave reverencia al edil de la ciudad y se dirigió, ya más relajado, a otros grupos de jóvenes que allí se estaban congregando.
Emilia y Publio se retiraron despacio del lugar, entre las miradas de los romanos, con la sensación de que, al menos, habían sido fieles a las tradiciones de la ciudad y, si bien eran conscientes de que se murmuraba sobre la posible esterilidad de Emilia, no podrían a ello añadir que no siguieran de forma escrupulosa los dictados de los dioses romanos para circunstancias como aquélla. Publio pensó en acercarse a su mujer y besarla para que se tranquilizara. Sabía que a Emilia no le gustaba ser el centro de atención, pero se contuvo. Las muestras públicas de afecto, incluso entre cónyuges, estaban mal vistas en general, pero de forma particular en quien ostentaba un cargo público y, más aún, en tiempos de guerra y carencia. Publio no quería dar pábulo a comentarios que en minutos llegarían a oídos de sus enemigos políticos, Fabio Máximo y su apadrinado Marco Porcio Catón, ambos siempre estrictos en sus costumbres y celosos de que todos fueran igual de escrupulosos con las formas, los servicios religiosos y las leyes de Roma. Publio se limitó a abrazarla por la cintura un instante, sostener su cuerpo con fuerza y luego, con suavidad, separarse para continuar caminado junto a ella de regreso a casa. Emilia le miró y le sonrió. No dijeron nada más, ni siquiera cuando llegaron a la domus de los Escipiones. La falta de un hijo seguía pesando sobre sus almas.
Una vez en casa, Emilia se dirigió a su habitación a descansar mientras que el edil de Roma se dedicaba a atender primero los asuntos de la familia y luego los del Estado que le competían en razón a su nuevo cargo. En el vestíbulo se acumulaban una decena de personas que venían para pedir consejo o instrucciones. Empezó recibiendo en el atrio del hogar familiar al esclavo encargado de velar por el mantenimiento de los cultivos de las propiedades familiares en Liternum. Allí, al igual que en otros muchos lugares, se padecía la carencia de trabajadores para el campo y la recogida de algunas cosechas de frutales peligraba.
–De acuerdo -respondía Publio tras escuchar las explicaciones de su sirviente-, tomo nota de todo. Mi hermano Lucio partirá para allá en los próximos días y velará por poner orden en todos estos asuntos. Ahora puedes descansar en esta casa y salir mañana de vuelta a nuestras propiedades del campo.
El esclavo, capataz de la finca, asintió y se retiró con una reverencia a su joven amo. Siempre había tratado con el padre, pero aquel joven sustituto había escuchado con atención el informe que traía y el hecho de que decidiese enviar a su hermano pequeño a revisar todo aquello subrayaba que su venida a Roma a solicitar ayuda no era tomada en vano.
Después trató con mercaderes que planteaban reclamaciones sobre los problemas que los triunviros creaban en su celo por vigilar todo lo que entraba y salía de la ciudad para evitar el estraperlo que con tanta facilidad emergía en tiempos de guerra y escasez. El edil tomó buena nota de todas aquellas quejas y al fin pudo recibir a un amigo que, con paciencia, había esperado en el vestíbulo su turno para ser recibido. Al verlo entrar, el joven Publio se levantó de su asiento y se acercó a abrazarlo.
–¿Pero cómo no me avisan de que Cayo Lelio está esperando verme? – comentó en voz alta el joven edil-. ¡Alguien va a tener que ser castigado por semejante ultraje, hacer esperar al mejor de los amigos!
–No, amigo, no. No se ha de castigar a nadie -respondió Lelio sonriente-; lo de la espera ha sido cosa mía: un edil de Roma debe atender antes los asuntos del Estado y luego a los amigos.
–Bien, hombre, bien. ¡Pero que nos traigan vino! – dijo Publio dirigiéndose a un joven esclavo- ¡Y que sea el mejor que tengamos en casa! ¡Mulsum para mí!
En unos minutos una mesa tenía todo lo necesario: una jarra de vino tinto, una de agua y otra con mulsum acompañada de un cuenco con miel para añadir en caso de que se desease reforzar el dulzor de la bebida. Sacaron también dos triclinia y frutos secos. Cómodamente recostados, los dos amigos brindaron juntos.
–¡Por los procónsules de Hispania! – propuso Lelio.
–¡Por ellos, sin duda! – respondió Publio-. Y, por todos los dioses, ¿alguna nueva de mi padre y mi tío de la que aún no tenga conocimiento?
–Sí, y buenas noticias son. Vengo de hablar con los Emilio-Paulos, tu familia política: hay un levantamiento general de los númidas al mando del rey Sífax en África y parece que tu padre y tu tío están detrás del asunto. Se dice que han enviado mensajeros para pactar con el rey númida. En todo caso, pronto tendremos confirmación del tema, pero lo importante es que el Senado de Cartago reclama a Asdrúbal y sus refuerzos de vuelta a África. Eso diluye la ofensiva que los cartagineses habían lanzado en Hispania.
–Sí, eso suena a estrategia ideada por mi padre. En fin, buenas noticias son, en efecto, ya lo creo. Esperemos que se confirmen del todo. ¿Y en otros frentes?
–Más noticias buenas: Marcelo ha entrado en Siracusa.
–No puede ser. Venimos del Palatino y hemos pasado por el foro. No se comentaba nada. Es imposible.
–Amigo mío, eso era esta mañana y ya estamos a media tarde. Quizá no te des cuenta, pero el tiempo ha ido pasando. El foro es ahora una pura fiesta. Marcelo ha entrado en Siracusa: tenemos el control de la ciudad clave de Sicilia.
–Eso son magníficas noticias. ¿Se sabe algo de aquel griego, ese ingeniero Arquímedes, que tantos quebraderos de cabeza dio con sus ingenios mecánicos y sus argucias en la defensa de la ciudad?
–Ha muerto.
–¿Muerto? – la información le dolió-. Es una lástima.
–Así es -coincidió Lelio-. Marcelo había dado órdenes expresas de que se le capturase con vida, pero en medio de la batalla el pobre viejo cayó en manos de alguno de nuestros legionarios más jóvenes y éste no supo distinguir entre un enemigo más y el genio griego de la ingeniería. Muerto en el campo de batalla. Dicen que cerca del puerto.
–Sí que es de lamentar. Hombres de esa talla no se encuentran a menudo. Me pregunto cuántos más han de perecer antes de que consigamos la victoria. Esta guerra está costando demasiado esfuerzo, demasiadas vidas. Aunque por las noticias que traes, parece que las cosas comienzan a enderezarse con Hispania y Sicilia más controladas, los problemas en Numidia… Pero ¿y Aníbal? ¿Sigue en Tarento? Lelio asintió.
–No cejará -añadió Publio-. Lo intuyo desde hace tiempo. Tiene Capua y ahora va a por Tarento. Es una salida natural al mar por el sur. Si Tarento cae y los cartagineses aplastan el levantamiento de Sífax, los refuerzos para Aníbal no tendrán que cruzar toda Hispania y la Galia, sino ir directamente en barco hasta Tarento. Ése es el peligro inmediato ahora.
–Sí, pero las murallas de Tarento son inexpugnables. Es imposible que tome esa ciudad -comentó Lelio.
–También era imposible que nos derrotasen en Cannae donde los doblábamos en número y ya ves lo que hizo Aníbal. Creo que los hechos nos han mostrado que con este general debemos ser cautos en lo que se considera posible o imposible.
–Puede ser -respondió Lelio-, por cierto, eso me recuerda que las legiones quinta y sexta, desplegadas en Sicilia, han pedido a Marcelo que interceda por ellas ante el Senado para que se les levante el destierro al que están sometidas o para que al menos se las haga participar de forma activa en la guerra.
–Eso es lo mismo que decir que se lo piden a Fabio Máximo y Máximo no estará por la labor -dijo Publio.
–¿Por qué crees eso? Vendrían muy bien dos legiones adicionales.
–Por el orgullo de Máximo: él las condenó hasta que se derrotase a Aníbal y Aníbal sigue en Italia. No, esa petición no tendrá ninguna respuesta positiva por parte del Senado ni aun cuando la plantee un victorioso Marcelo. Menos aún si la plantea Marcelo. Es de los generales que hacen sombra a Máximo y éste se tomará esa petición como un pulso personal. No, estos hombres de la quinta y la sexta se equivocan. Si quieren conseguir algo, deben dirigirse directamente al que los condenó, sin intermediarios. Y más te digo: después de esto, dudo mucho que Fabio Máximo conceda el perdón a esos hombres tras una victoria sobre Aníbal. Les tiene rencor porque al igual que tú y que yo, su hijo Quinto estuvo en Cannae y, como a nosotros, parte de esa vergüenza nos mancha. El que nos eximieran in extremis no borra el hecho de que tú y yo estuvimos allí, y también su hijo. Fabio debe de pensar que desterrando a esas legiones destierra la memoria de aquella batalla.
–¿No crees que esos hombres o nosotros mismos podemos hacer algo alguna vez que borre esa derrota de nuestro pasado? – preguntó Lelio.
El silencio se apoderó del atrio. Se oía el fluir del agua en la fuente del jardín al que se accedía por el tablinium. Pomponia y Emilia estaban en sus habitaciones. Los esclavos, en sus tareas, habían desaparecido del atrio, a excepción del joven mozo que estaba atento a cualquier señal del edil de Roma.
–No lo sé -empezó el joven Publio-. Lo he pensado en muchas ocasiones y no veo respuesta a tu pregunta, pero te diré una cosa: siento que mi destino, nuestro destino, el de todos los que participamos en aquella horrible batalla de Cannae está unido. Ahora estamos separados y no tengo idea de qué caminos llevaremos en el futuro cada uno, Lelio, pero siento que en algún momento nuestras vidas volverán a cruzarse con la quinta y sexta legión de Roma y, si eso ocurre, ése será el momento de lavar, juntos, nuestro pasado.
–Las legiones malditas, las llaman -dijo Lelio, en voz baja, casi con miedo.
–Legiones malditas, en efecto, eso es lo que son -concluyó Publio.
El atriense de la domus de los Escipiones entró en el atrio.
–¿Qué ocurre?, ¿por qué nos interrumpes? – preguntó Publio, molesto, con sus pensamientos aún en Sicilia, rodeado de legionarios maldecidos por Roma.
–Lo siento, mi señor, pero el hombre que esperabais ha llegado según estaba citado.
–¿El hombre, qué hombre…? Ah, por Castor y Pólux, es cierto: el director de la compañía de teatro, es cierto. Que pase, que pase -y dirigiéndose a Lelio-; es el director de una de las compañías de teatro de la ciudad: he de organizar los festejos del año y tenemos que planificar, entre otras cosas, las obras que se representarán. Parece tan absurdo ocuparse de estas cosas cuando el mundo está en pie de guerra… pero el teatro ofrece entretenimiento y toda distracción que brindemos al pueblo es poca en estos momentos de tumulto e incertidumbre, ¿no crees?
Lelio asintió. Pensó en comentar que donde hubiera un buen combate de gladiadores se quitaran todas las obras de teatro del mundo, pero no dijo nada sobre el asunto y sonrió antes de despedirse.
–Bien, creo que es mejor que deje a solas al edil de Roma con sus ocupaciones y busque otro lugar donde descansar.
Publio se levantó y le volvió a abrazar.
–Que sea guapa, no mereces menos -dijo el edil de Roma-. Y cuídate, que ese barrio es peligroso.
–No sé de qué me hablas -respondió el oficial romano mesándose la barba con la mano derecha-, pero me cuidaré -y, riéndose, pensando para sus adentros que precisamente a por eso iba, a por una mujer guapa en el barrio de las putas de la ciudad, junto al río, concluyó que su cabeza no albergaba demasiados secretos para su joven amigo. Al salir, se cruzó en el vestíbulo con un hombre obeso, mayor, con una ridicula peluca rubia en la cabeza. Lelio le miró fijamente y aquel hombre le saludó con una leve inclinación del cuerpo. Un actor, sin duda, pensó Lelio y se reafirmó que la vida política no era para él: no se veía tratando con semejantes personajes sin perder la compostura.
El atriense invitó a Casca a que entrase en el atrio.
–¿Deseas vino o alguna cosa? – preguntó Publio a su nuevo interlocutor. Casca contempló las jarras sobre la mesa y los frutos secos. Sí, le apetecía sobremanera un poco de vino y algo de comer.
–No, gracias, mi señor -respondió Casca. Pensó en lo oportuno de mantener un tono oficial en aquella conversación con el nuevo y sorprendentemente joven edil de Roma. No quería que el licor nublase su conocimiento. Aquélla era la negociación más importante del año. El edil dio una palmada y un par de esclavos retiraron con rapidez la comida, la bebida y la mesa. Casca, ante una señal de su anfitrión, se reclinó en el triclinium que antes había ocupado Lelio.
–¿Y bien? – empezó Publio-, ¿qué tenemos para este año? Espero grandes cosas de ti. Me han hablado bien, pero por eso espero que tus actos no desmerezcan las referencias que he recibido de tu persona y de tu compañía.
Casca recibió con una reverencia de la cabeza aquellos comentarios de la máxima autoridad civil de la ciudad en lo tocante a festejos, organización de juegos y otras cuestiones del devenir diario de la urbe.
–Tengo dos, no, tres buenas tragedias, de autores ya conocidos por el público. Veamos -Casca sacó un pequeño rollo de debajo de la túnica y comenzó a leer sus anotaciones-. De Livio Andrónico tengo dos obras que agradarán, sin duda, por su gran fuerza dramática, Aquiles y Andrómeda. Estoy seguro de que impactarán.
Casca alzó su mirada del rollo que estaba consultando y observó que el edil no parecía muy convencido. No se desalentó. Continuó leyendo sus anotaciones.
–Bien. Tengo algo especial del gran Ennio: Alexander. Eso gustará sin duda. Es una obra épica.
Publio asintió algo más convencido, pero aún no estaba satisfecho.
–Eso último -empezó el edil de Roma- puede estar mejor: una obra que espero que ensalce el valor del gran general puede estar bien, pero Ennio es siempre tan poco oportuno en sus temas. Alejandro es, a fin de cuentas, macedonio, y quizá no sea el mejor momento para reproducir las hazañas del antepasado de un rey como Filipo que no hace sino atacarnos y pactar con Aníbal, ¿no crees?
–Sí, claro, por supuesto; no lo había considerado desde ese punto de vista, pero sin duda estáis en lo cierto. Entonces, quizá, mejor las tragedias de Livio.
–¿Y comedia? – preguntó Publio-. ¿Es que ninguno de tus autores escribe alguna comedia con la que distraer a la gente de la guerra y los trabajos a los que todos nos vemos sometidos por la misma?
–Sí, comedia, claro, por supuesto, mi señor. Tengo algunas cosas interesantes. Veamos…, permitid que consulte mis notas, la memoria mía ya no es lo que era; pensar que antes era capaz de memorizar obras enteras, ahora, sin embargo…, pero no, eso os aburre, veamos… Sí, por ejemplo, está Nevio, con una comedia divertida: La muchacha de Tarento.
–Esperemos que Tarento no caiga en manos de Aníbal antes de que la obra se represente y espero también que la obra venga sin la acostumbrada crítica política que acompaña a sus obras -incidió Publio.
–Bien, bueno, me ocuparé de que todo esté controlado.
–Debidamente controlado -insistió el edil de Roma.
–Así se hará, sin duda, mi señor -Casca hizo una nueva reverencia con la cabeza. Dudó en si añadir algo o mejor dejar la conversación en ese punto. No parecía que ninguna de sus propuestas estuviera entusiasmando demasiado a la autoridad que disponía de la potestad de contratar sus servicios o bien prescindir de los mismos, y no quería tentar su fortuna.
–Ibas a decir algo. Habla. – Publio no era hombre al que se le pasase por alto la duda en la faz de su interlocutor.
–Bien, veréis, tengo también un autor nuevo, Tito Macio, Tito Macio Plauto, para ser exactos.
–¿Plauto? Es un nombre extraño para un escritor, ¿no?
–Bien, sí, pero he leído su trabajo. Tiene una comedia, La Asiriana la llama, sin ningún contenido político, puro divertimento, ágil, encantará, estoy seguro. Creo que es lo que buscáis.
–Os pido comedias y o bien me proponéis a autores de dudosa honorabilidad en lo político con títulos desafortunados, o bien a un completo desconocido. Casca, esperaba más de ti.
–Bien, siento no poder ofrecer más. Lo cierto, con todo el respeto sea dicho, mi señor, es que no hay tanto donde elegir. Seguiré buscando, por supuesto, pero esto es lo que tengo por el momento.
El edil guardó unos segundos de silencio. Casca pensó que su contrato para representar varias obras aquel año estaba a punto de desvanecerse en el aire.
–Bien -concluyó al fin Publio-. Esto es lo que haremos: empezaremos con las tragedias de Livio, pero no se representará la obra de Ennio, no, al menos hasta que terminemos con el enfrentamiento con Macedonia. Y luego, a partir del verano se representará la comedia de Nevio, de la que espero no recibir ninguna queja desde el Senado. Recuerda que Fabio Máximo y otros senadores no hacen sino esperar una oportunidad para prohibir el teatro para siempre, así que por la cuenta que te trae, sé meticuloso en tu supervisión de la obra. Y bien, al final, para las Saturnalia de diciembre, le daremos una oportunidad a tu nuevo autor y espero por tu bien que guste. No querría terminar el año desagradando al pueblo. ¿Estamos de acuerdo?
–Sí, claro. Me parece perfecto: Livio, tragedias, comedia de Nevio, supervisada, supervisada, por supuesto, y luego el autor nuevo, Plauto -Casca repetía las palabras con esmero-, no os defraudaré, mi señor. El pueblo estará contento del teatro de este año. Os recordarán con agrado.
–Bien, Casca. Tengo mi confianza puesta en ti y en las obras que hemos comentado. Ahora, por favor, déjame descansar. He tenido un largo día. Marcha y que los dioses estén con tus escritores protegidos.
Casca se levantó y, con pasmosa velocidad, desapareció por el vestíbulo. No quería dar ocasión a que el edil pudiera replantearse la oferta que acababa de hacer: dos tragedias y dos comedias; cuatro obras. Aquello estaba bien; más que bien. Ahora tendría que tratar con los escritores. Caminaba ya por la calle de regreso a su casa. Los escritores. Eso significaba celebrar con Livio las nuevas representaciones, explicar a Ennio la inoportunidad de su Alexander; eso requerirá tacto, igual que controlar a Nevio. Eso sería lo más difícil de todo. Y, en fin, luego sosegar al impaciente de Tito Macio, para que aguarde anhelante pero paciente el momento de estrenar su primera obra. Ya está, le diría que fuera escribiendo otra entretanto. Sí, ésa sería la mejor forma de invertir su tiempo. Claro que si luego el estreno resultaba un fracaso, allí terminaría su carrera, pero había que considerar la posibilidad, por remota que ésta fuera, de que la obra cosechase éxito. Si así fuera, el edil, el pueblo, todos desearían más y Casca tendría más para ofrecer. Aquél se presentaba como un año lleno de posibilidades.
Maharbal contemplaba las murallas de Tarento admirado por su altura y su fortaleza. Aquella ciudad era inexpugnable. En gran medida le recordaron las fortificaciones de Qart Hadasht en Hispania: poderosas murallas dando cobijo a un puerto natural cuyo acceso quedaba perfectamente controlado desde la ciudad. No tenía ni idea de qué hacían allí: la empresa era en todo punto una aventura imposible. Es cierto que, si había alguien capaz de imposibles, ése no era otro que Aníbal, pero hasta él mismo ordenó replegarse tras Cannae en lugar de acudir a asediar Roma. Maharbal no veía qué diferencia podía haber entre intentar tomar una ciudad u otra, ambas fuertemente protegidas y con importantes guarniciones romanas para guardarlas.
–Leo en tus ojos la duda, Maharbal, ¿me equivoco? – comentó la profunda voz de Aníbal a sus espaldas. Maharbal se volvió sorprendido. Pensaba que estaba solo.
–Son estas murallas. Parecen infranqueables y, como explicaste en Cannae, no tenemos armamento adecuado para un asedio de este tipo. Ni siquiera pudimos tomar Ñola cuando la protegía Marcelo. No quisiste tomar Roma y quieres tomar Tarento. La verdad, no veo a qué acudir aquí, en lugar de proteger el territorio que dominamos en Italia central; Capua, por ejemplo, está siendo asediada por los romanos por haberse pasado a nuestro bando y nosotros aquí…
–Nosotros estamos aquí -interrumpió Aníbal-, para tomar Tarento de una vez. Ya sé que estuvimos aquí el año anterior sin conseguir nada útil y ya sé que las ciudades fuertemente protegidas se nos resisten al asedio por falta de medios, pero, Maharbal, me sorprendes al comparar Roma con Tarento.
–¿Por qué? Ambas están igualmente protegidas.
–Puede ser, pero una es Roma misma, la otra es una ciudad aliada a Roma y como todo aliado, susceptible de traición.
Maharbal abrió bien los ojos. Era eso. Había un plan, algún contacto.
–Es evidente que se nos necesita en Capua, pero si conseguimos Tarento, cazaremos dos jabalíes en el mismo bosque, como les gusta decir a los romanos: por un lado obtendremos un puerto en el sur de Italia por el que obtener refuerzos de África y por otro fortaleceremos nuestra posición en el sur. El centro está en disputa, pero tenemos plazas importantes como Capua que luchan ya contra Roma, a nuestro favor, en el norte los galos atormentan a las tropas romanas allí emplazadas, Asdrúbal ha regresado a Iberia y pronto se enfrentará contra los procónsules y hemos abierto un nuevo frente en el Adriático con el apoyo de Filipo. Sí, ya sé que ha sido rechazado en Apolonia, pero Filipo sigue a nuestro lado. Lo volverá a intentar. Quiere recuperar el territorio del protectorado romano de Iliria. Y si tomamos Tarento, nos haremos fuertes en el sur.
Maharbal pensó que aquello era cierto, pero que no era menos cierto que Marcelo había conquistado Siracusa recuperando con esa ciudad gran parte de Sicilia para el bando romano, y todo eso pese a las defensas de Arquímedes. Y luego estaba el problema de Sífax. Maharbal intentó ser objetivo en su respuesta y fue con tiento.
–Es muy cierto lo que dices, pero Asdrúbal no puede ocuparse de aplastar a los rebeldes de África, como Sífax, y al mismo tiempo derrotar a los procónsules romanos en Iberia. Es demasiado para él -pensó en añadir lo de Sicilia, pero estimó más conveniente no presentar más problemas en los frentes de aquella interminable guerra.
–Sí, es verdad -respondió Aníbal-; se exige demasiado a mi hermano, pero Asdrúbal es hábil y fuerte: ha terminado con el levantamiento de Sífax y ya está de vuelta en Iberia. Te haré dos profecías esta noche y ya sabes que no soy amigo de adivinar el futuro, pero te diré estas dos cosas. Uno: esos procónsules, los Escipiones, son hombres muertos, sólo que no lo saben. Asdrúbal los derrotará y, más tarde o más temprano, alcanzará Italia por el norte para unirse con los galos. De esa forma estrangularemos a Roma con una pinza, con mi hermano y los galos por el norte y nosotros avanzando desde el sur. Y dos: esta misma noche, entraremos en Tarento. Y basta ya de chachara. Que los hombres cenen temprano y bien, comida abundante, pero sin vino.
Maharbal escuchó con atención las palabras de su general: lo conocía bien y se empapó de aquellos presagios. Aníbal nunca lanzaba anuncios o amenazas que no sintiera como auténticos, pero mucho pedía de su hermano y demasiado fácil parecía pintar la toma de la fortaleza de Tarento. En cualquier caso, la noche estaba desplegándose sobre la región y las llamas de las hogueras empezaban a extenderse por el campamento. En cuestión de horas se dilucidaría la primera de aquellas premoniciones: la caída o no de Tarento. Sólo si se cumplía esa predicción, consideraría que quizá la otra también pudiera tener algún fundamento.
Era noche cerrada. Había un aire que agitaba las copas de los árboles. Filémeno se ajustó la capa con la que cubría su cuerpo del frío nocturno mientras esperaba junto con varios de sus hombres en un claro del bosque. Era lo acordado. Ésa sería una velada especial. Los que al fin se habían decidido a acompañarle aquella noche estaban tensos, nerviosos. A simple vista parecían formar parte de una partida de caza a la espera de una pieza de interés para lanzarse sobre ella con sus flechas y lanzas. Esa noche, sin embargo, a su atuendo habitual habían añadido escudos y cascos que habían sacado ocultos entre los bultos de los caballos. La falta de luz hizo el resto. Los centinelas de la guarnición romana de Tarento no se percataron de esos innecesarios complementos para una cacería, a no ser que lo que se estuviera pensando fuera en terminar cazando hombres aquella noche, romanos para ser precisos. Filémeno sonrió, pero había amargura contenida en aquel gesto del rostro. Aquella noche había salido de Tarento aparentando, como en otras ocasiones, que salía a cazar para traer alimento a la ciudad. Llevaba semanas haciendo lo mismo, retornando siempre con abundante carne fresca que luego distribuía en el mercado de la ciudad para apaciguar así un poco el hambre en aquellos tiempos confusos de guerra permanente. Los centinelas romanos le dejaban ir y venir a cambio del soborno acostumbrado: varias de las piezas cazadas no pasaban de la guarnición romana que vigilaba las puertas. Así, los centinelas llevaban saciando su gula desde hacía meses. Sólo controlaban que regresasen todos los que salían cada noche y que no entrase nadie que no hubiera salido. Estaban tranquilos. Filémeno mantenía su sonrisa torcida mirando el cielo estrellado. Ni su padre ni muchos de sus amigos volvería a ver aquellas estrellas. Habían sido tomados como rehenes cuando empezó la guerra. Era la forma habitual mediante la cual Roma se garantizaba la fidelidad de las ciudades de cuya lealtad dudaba, como Tarento. Pero en medio de la confusión de aquella guerra, los rehenes se escaparon de Roma. No fueron muy lejos y tras ser atrapados, cazados, pensó Filémeno, fueron conducidos de nuevo a Roma, juzgados por traición, torturados y despeñados desde lo alto de una roca. Para Filémeno y otros muchos tarentinos aquello supuso el final de su alianza con Roma, sólo que no podían manifestarlo aún. El Senado romano, diligente, envió refuerzos suplementarios para la guarnición de Tarento con la intención de, ante la ya ausencia de rehenes, asegurarse, no obstante, el control de aquel enclave marítimo.
–Pronto llegarán los cartagineses -dijo Filémeno cortando la madrugada con su voz resuelta.
Sus compañeros asintieron. Tenían miedo, pero la necesidad y el odio a Roma los empujaba. Por el extremo norte observaron una gran masa oscura, como si el bosque se moviese hacia ellos. La luz tenue de las estrellas era insuficiente para vislumbrar con claridad lo que ocurría y no había luna. De hecho, por eso habían acordado aquella noche. Filémeno recordaba las palabras del general cartaginés.
–La próxima noche sin luna, allí donde termina el bosque, al norte de la ciudad. Allí nos encontraremos. Tenlo todo preparado y yo cumpliré mi palabra.
Habían acordado que Filémeno y sus hombres se encargarían de conseguir que se abriesen las puertas de la ciudad en medio de la noche y que cooperarían en la lucha por el control de la ciudad, que pasaría al bando cartaginés al amanecer. Aníbal se había comprometido a cambio a respetar la vida y los bienes de todos los tarentinos y que sólo se quedaría con las propiedades de los romanos y con el control del puerto para poder usarlo como vía marítima para recibir refuerzos desde África. Filémeno meditaba sobre aquel acuerdo mientras observaba la masa oscura que descendía por la ladera desde el bosque. Las primeras sombras comenzaban a definirse con mayor precisión: lanzas, escudos, espadas, corazas, uniformes militares iguales a los romanos, arrebatados a aquéllos en decenas de combates. El ejército de Aníbal los rodeó en la densa penumbra de la noche.
Aníbal, acompañado por cuatro soldados de su confianza, se acercó hasta quedar a unos pasos de Filémeno y sus hombres. El noble tarentino se adelantó junto con otro ciudadano de la ciudad y bajo la titilante luz de las estrellas reafirmaron el acuerdo al que habían llegado unas semanas atrás.
Maharbal observaba aquel encuentro sin saber bien qué se estaba tratando. Estaba ocupado en mantener el orden y el silencio entre las filas de los jinetes númidas. Aquél era un terreno pedregoso, irregular y con árboles. Todo lo contrario a lo que sus jinetes requerían. Se sentía incómodo. Sin embargo, en el gesto y el andar de la silueta de Aníbal adivinaba seguridad y decisión. Quizá, después de todo, el general sabía lo que hacía y aquella noche tomasen Tarento. Quizá allí donde en otras ocasiones habían fallado, esta noche triunfasen. Volvió a pensar en las extrañas profecías de Aníbal. Tenía curiosidad por ver hasta qué punto se cumplían, de manera especial la relacionada con la futura llegada a Italia de Asdrúbal con refuerzos para concluir la guerra con los romanos, pero el propio Aníbal había establecido primero la toma de Tarento como unidad de medida en el cumplimiento de sus propias premoniciones. Quedaban siete u ocho horas de noche y Maharbal aún veía poco hecho y mucho por hacer.
El avance nocturno continuó durante dos horas más. Esta vez el ejército pudo acelerar la marcha de forma notable gracias a Filémeno y sus compañeros, que actuaban como guías a través de un bosque y unas colinas que conocían a la perfección. A cinco horas del amanecer alcanzaron a vislumbrar la silueta de las murallas de Tarento, recortada en el horizonte negro definido por la luz de las antorchas que la guarnición romana mantenía encendidas durante toda la noche en las decenas de pequeños puestos de observación y en las torres de la fortificación defensiva que rodeaban toda la ciudad. Y por encima de la primera barrera de murallas, se veían más luces y una segunda red de muros: la ciudadela, una fortaleza dentro del propio recinto amurallado, desde la que se controlaba el acceso al puerto.
A mil pasos de las murallas, el ejército cartaginés se detuvo. Los hombres de Filémeno se adelantaron, seguidos de cerca por un nutrido grupo de jinetes númidas al mando de Maharbal. El comandante de la caballería dudaba de aquella empresa más que nunca, pero Aníbal había sido explícito.
–Sigue a estos hombres y, cuando abran la puerta, entrad y luchad por el control de la misma. Mantenedla abierta y en unos minutos estaremos allí con todas las tropas. Te ayudarán desde dentro.
Maharbal asintió y seleccionó a cuatro decenas de sus mejores jinetes. Al galope dieron alcance a los tarentinos que cabalgaban al paso. Maharbal redujo la marcha de su caballo. Los tarentinos aceptaron de buen grado a los nuevos acompañantes en su aproximación a la ciudad.
Al cabo de un par de minutos, las murallas de Tarento empezaron a crecer de forma magnífica ante los ojos de Maharbal. Ya habían estado allí el año anterior, pero nunca tan cerca. Era una fortaleza inaccesible. Nuevamente le vino a la memoria Qart Hadasht en Iberia. Igual de imponente, imposible de tomar por la fuerza sin una traición: murallas altísimas y poderosas y, en muchos lugares, mar, dificultando aún más un asedio. De hecho, como en Qart Hadasht, los tarentinos aprovecharon que el mar ya los protegía de forma natural para concentrarse en fortalecer y fortificar de forma especial las murallas que protegían el flanco de acceso terrestre a la ciudad. Y precisamente hacia ese lugar inexpugnable es adonde dirigían sus monturas aquella noche.
Dos centinelas romanos jugaban a los dados en lo alto de la torre que protegía la puerta principal de la ciudad. Estaban cubiertos con sendas mantas para resguardarse del frío, sentados sobre la piedra de la fortificación sin prestar demasiada atención a los movimientos que se dieran por el exterior.
–Dos seises y un dos -dijo uno de ellos-; buena jugada, pero no suficiente.
El que hablaba tomó los dados y estaba a punto de lanzarlos sobre el suelo cuando se oyó un silbido. Ambos dejaron de jugar y despacio, con la parsimonia de la costumbre, se alzaron y miraron por encima de la muralla.
–Ya está aquí otra vez ese griego. Espero que hoy venga con algo mejor que aves para comer o no le dejaré entrar.
–Calla ya y pregúntale, por todos los dioses. El centinela interpelado por su compañero elevó su voz hacia el exterior.
–¿Qué nos traes esta vez, Filémeno? Hoy no se te da paso si no traes algo que merezca la pena -y ambos legionarios se echaron a reír.
Fuera, junto a las puertas, Maharbal vio cómo Filémeno consultaba con sus hombres en voz baja hasta que tras asentir varios de ellos, devolvió la respuesta con vigor, hablando al viento en latín, mirando a la torre.
–¡Jabalíes! ¡Cuatro jabalíes y uno es para vosotros y toda la guardia! ¡Ésta es vuestra noche de fortuna!
–Por Hércules -se escuchó desde la torre-, que le abran las puertas y rápido. Esta madrugada desayunamos carne fresca.
Las puertas de la ciudad de Tarento se abrieron con la pesada lentitud de su enormidad de madera maciza y refuerzos de bronce y así los romanos dieron paso a su particular Caballo de Troya.
Pasados unos minutos, en la ciudadela, justo en el otro extremo de la ciudad, un centurión entró en la residencia de Cayo Livio, jefe de la guarnición romana en Tarento.
–Mi señor, se combate junto a la puerta este de la ciudad. Parece que un grupo de tarentinos se ha rebelado.
El comandante romano se levantó del lecho aturdido y nervioso, pero enseguida articuló la pregunta clave.
–¿Y las puertas? ¿Están abiertas o cerradas?
–No lo sé, mi señor. Aún no hemos conseguido recuperar el control del acceso a las mismas.
–¡Pues manda a los hombres que necesites, por Castor y Pólux y todos los dioses!
El centurión salió raudo a cumplir las órdenes.
Pero ya era tarde para salvar la ciudad. Desde la distancia, a mil pasos de las murallas, Aníbal observaba la operación con el detenimiento y el deleite de quien ve su plan en funcionamiento después de haberlo meditado durante semanas. Tarento, con su vientre abierto, dejaba penetrar a centenares de cartagineses que, una vez asegurado el control de las torres próximas a la puerta, se adentraban por las calles de la ciudad matando a cuantos romanos les salían al paso. Los romanos, a su vez, intentaban detener aquel avance, pero cuando conseguían una formación ordenada de sus hombres y el control de una calle, eran atacados por la espalda por grupos de tarentinos en rebelión, lo que los cartagineses aprovechaban para cargar contra los confusos defensores.
Cayo Livio no tardó en comprender cuál era la situación y en lugar de ordenar la salida del resto de las tropas instó a que los legionarios que aún sobrevivían al ataque inicial y que combatían en las calles de la ciudad antigua se retirasen y se refugiasen con el grueso de la guarnición en el único punto que aún dominaban: la ciudadela. De esta forma, en pocas horas, con la llegada del amanecer, Aníbal hizo su entrada en una Tarento dominada por los cartagineses, a excepción del pequeño bastión de la ciudadela, donde los romanos, atrincherados y protegidos por las murallas de aquella fortificación, se habían hecho fuertes decididos a resistir el largo asedio que les esperaba.
Había un centenar de legionarios presos por los cartagineses. Eran soldados que se habían visto incapaces de alcanzar la ciudadela antes de que Cayo Livio ordenase cerrar sus puertas para evitar la entrada del enemigo. Los legionarios que quedaron fuera se vieron abocados a una muerte en combate, muchos, y, otros, a una rendición humillante y llena de incertidumbre. Aníbal contemplaba a los prisioneros sin bajar de su caballo. Fue entonces cuando Filémeno se le acercó.
–¡General! ¡Reclamo a esos prisioneros para nosotros! Los romanos juzgaron a nuestros familiares en Roma y es justo que ahora nos corresponda a nosotros juzgar a sus compatriotas.
Aníbal giró su caballo hacia Filémeno. Desmontó despacio. Rodeado de sus hombres de confianza se aproximó hacia Filémeno, pero el general alzó la mano indicando que le dejasen avanzar solo hacia el tarentino. De esa forma, sin acompañamiento, se aproximó hasta Filémeno, que con tanta decisión se había dirigido hacia él. Aníbal con voz grave y seria le preguntó.
–¿Es eso un ruego o una orden, ciudadano de Tarento?
Filémeno contuvo su respiración. Tenía la espada en su mano, goteando aún sangre. El general cartaginés se había aproximado hasta apenas dos pasos y ni siquiera había desenvainado su arma. Aquel cartaginés no tenía miedo de un hombre armado. Filémeno meditó su respuesta. Se dio de cuenta de que él sí tenía temor, pero sabía que se estaban jugando muchas cosas en aquel momento. No había puesto en peligro su vida y las del resto de los que se habían rebelado para pasar de un sometimiento a otro aún peor.
–Ni un ruego ni una orden. Es una petición, general -dijo-. Una petición -repitió.
Aníbal guardó silencio. Miró a su alrededor. Más de un millar de tarentinos esperaban su respuesta. Había sido una ayuda casi divina para acceder al dominio de la ciudad. Aquél era un golpe importante contra los aliados de Roma en el sur de Italia y sólo le pedían disponer de unas decenas de prisioneros. En realidad era el tono del tarentino lo que le había molestado, pero parecía que Filémeno había captado la idea de que tenía que ser cauteloso en su forma de plantear peticiones.
–Ésta es una petición justa -respondió Aníbal y, a una señal suya, los cartagineses cedieron los legionarios presos, desarmados y aterrados a los tarentinos. Luego, pasando junto al tarentino, que tuvo que hacerse a un lado para no chocar con el general cartaginés que avanzó como si Filémeno no se encontrase allí, se retiró a una de las casas de la antigua guarnición romana en la ciudad antigua y ordenó que le trajeran vino y agua para celebrar aquella victoria. Maharbal le acompañaba mientras inspeccionaba unos planos que se albergaban en aquel edificio y otros que le trajeron sus soldados procedentes de diversas casas romanas en la ciudad.
–Bien, mi buen Maharbal -dijo Aníbal mientras escanciaba él mismo vino fresco en sendas copas-, como verás, Tarento ha caído; la primera de mis profecías se ha cumplido. Pronto caerá el resto del sur de Italia y sólo tendremos que sentarnos a esperar que Asdrúbal llegue por el norte para lanzarnos, esta vez sí, sobre Roma. Tu tan ansiado deseo podrá así cumplirse y, ahora sí, con garantías de éxito.
Maharbal aceptó de buen grado la copa que su general le ofrecía. Se oyó el grito desgarrador de un hombre y luego otro igual de desolador.
–¿Y eso? – pregunto Aníbal, sin temor, sólo por curiosidad.
–Son los tarentinos -respondió Maharbal, tomando un sorbo de vino-. Están despeñando a los prisioneros romanos desde las murallas de la ciudad. Es su venganza por la muerte de sus compatriotas rehenes a manos de los romanos.
Aníbal asintió y no hizo comentarios al respecto, pero le llamó la atención el rostro serio de Maharbal.
–Te veo preocupado. Hemos cumplido la primera de mis profecías y, sin embargo, no pareces satisfecho. ¿Qué te perturba?
–La ciudadela. Hemos tomado la ciudad antigua y parte de los accesos al puerto, pero los romanos controlan aún la ciudadela y con ella el control del puerto no es completo.
Maharbal pensó en añadir que de esa forma el cumplimiento de la profecía tampoco era completo, pero se contuvo.
–Bien, es cierto -respondió Aníbal-, pero la ciudadela caerá bajo nuestro asedio. Es cuestión de tiempo y paciencia. Paciencia, mi buen Maharbal. Paciencia. Ahora, cuando termines el vino, haz el favor de velar por que se asegure el control de la ciudad. Yo voy a descansar. Hace dos días que no duermo y, si no descanso un poco tras la toma de una ciudad como Tarento, no sé ya cuándo voy a hacerlo.
Maharbal vació el contenido de la copa de un trago y, con la garganta aún caliente por la caricia del licor, se despidió con un saludo oficial, mano en el pecho, de su general. Maharbal supervisó entonces las operaciones de toma de las casas romanas y del botín que de éstas se sacaba. Ordenó e insistió en que se respetasen las propiedades y las casas de los tarentinos. El pillaje sería castigado con la muerte. Los cartagineses obedecieron con disciplina: en aquellos momentos, dormir bajo techado, con agua y comida abundante y la protección de una muralla se les antojaba recompensa más que suficiente para las últimas campañas de victorias inciertas y de fracasos frecuentes. Eran los amos de Tarento. A nadie parecía preocuparle en demasía la pequeña guarnición romana atrincherada en la ciudadela. Maharbal pronto se dio cuenta de que él era el más molesto por aquello. Examinó sus pensamientos. Pronto comprendió el porqué de su desazón. Tarento no estaba tomada al completo o él, al menos, no lo veía así, de forma que la primera profecía de Aníbal sólo se había cumplido en parte. ¿Pasaría lo mismo con la segunda y más importante premonición? ¿Llegaría Asdrúbal a Italia, por el norte, con un poderoso ejército con el que atacar a los romanos después de derrotar a los Escipiones en Hispania? ¿O algo fallaría también en aquella profecía? Al fin sacudió la cabeza, intentando así quitarse de encima las preocupaciones y se llamó estúpido a sí mismo. Acababan de asestar un golpe mortal a la estrategia romana en la península itálica y él andaba preocupado por profecías, anuncios y adivinaciones. Tarento era de ellos y los pobres romanos escondidos en la ciudadela, más tarde o más temprano, serían pasto del odio que los tarentinos tenían acumulado contra ellos por el largo sometimiento de su ciudad. No, aquel amanecer no había lugar para temores absurdos.
VIDA Y LA MUERTE