52 Sacrificios

Roma, verano del 217 a.C.

En el jardín de su amplia casa estaban sentados el viejo ex cónsul Emilio Paulo junto a su hija Emilia, su prometido, el joven Publio Cornelio Escipión y un oficial amigo suyo, Cayo Lelio. Los esclavos sacaron fruta y vino. Lelio daba buena cuenta del vino mientras que el ex cónsul mordisqueaba una manzana, sin mucho afán. Todos escuchaban a Emilio Paulo, que, entre bocado y bocado, explicaba lo acontecido en el Senado.

–Han elegido a Fabio Máximo como dictador de Roma, el salvador, le han llegado a llamar algunos.

–Pero eso no es posible, no con el cónsul fuera de Roma -comentó Publio.

–Te sorprenderías, joven Publio -empezó Emilio Paulo- de lo que un montón de senadores asustados puede llegar a decidir. Yo me opuse, claro, y algunos otros, pero con tu padre y tu tío fuera, en Hispania, con algunos otros que han caído, como el propio Flaminio y, como bien dices, con el cónsul fuera de Roma, los senadores temen más que a nada al desorden, al vacío de poder y a un pueblo aterrorizado. Ante eso, se levanta Quinto Fabio Máximo y se postula como el gran salvador, pero claro, sólo si el Senado quiere, si considera que es necesario, él está ahí para servir a Roma cuando Roma le necesita, y luego pasa a describir sus grandes méritos, sus consulados anteriores, sus grandísimas victorias sobre los galos, su triunfo… ¡Como si nos las viéramos ahora con un grupo de galos en revuelta! ¡Por todos los dioses! Y el Senado le acepta, le abraza como la gran salvación, se le agradece su valor para dirigirnos en estos tiempos de tumulto y temor, ¡por Hércules, adonde hemos llegado!

Y el viejo ex cónsul arroja el corazón de la manzana, con rabia, contra la pared que rodea el jardín.

–Esclavo, haz el favor -añadió Emilio Paulo dirigiéndose a uno Qe sus sirvientes-, más vino, a ver si así puedo digerir la sesión de esta mañana.

–¿Dictador? ¿Solo? – preguntó Publio.

–Dictador, solo, claro, ésa es la idea, muchacho, bueno, han nombrado a Minucio Rufo como jefe de la caballería, pero tampoco es eso un gran alivio. Minucio es capaz de meter a la caballería en cualquier emboscada. Demasiado ambicioso. Estamos en manos de un manipulador y de un irresponsable -explicó Emilio Paulo y se bebió el vaso que se le acababa de servir-. Y eso no es todo. Aún falta lo mejor: Fabio Máximo ha hecho que se consulten los libros sibilinos porque consideraba que nuestros males vienen por no haber realizado con rigurosidad los ritos religiosos y ha echado la culpa de todo ello a Flaminio, por su apresurada salida hacia el norte al encuentro de Aníbal sin haber ejecutado todos los sacrificios preceptivos.

–Es buena estrategia ésa de acusar a un muerto que ya no puede defenderse y por el que nadie quiere dar la cara -comentó Publio, con una copa de vino también ya en su mano. Emilia era la única que había declinado la invitación para beber.

–Sí -continuó Emilio Paulo-, inteligente, hábil; nadie salió en defensa de Flaminio. Puede que Flaminio se equivocara al entrar en aquel valle, pero no creo que fuera mala idea intentar acudir al norte lo antes posible; pero es cierto, sobre todo de cara al pueblo, que debería haber tenido más cuidado e intentar hacer los sacrificios de costumbre. Ahora la duda, sembrada por Fabio, planea sobre todos y se ha acordado que se ejecuten sacrificios extraordinarios para congraciarnos de nuevo con los dioses.

–¿Extraordinarios? – preguntó Lelio.

–Sí. Escuchad bien: hay que hacer sacrificios a Júpiter, a Venus, Marte, Neptuno, Juno, Minerva, Vulcano, Mercurio, Apolo, Diana y Vesta. Y supongo que me olvido de alguien, pero todo esto no es sino engañarnos y devolver una falsa confianza a nuestro ejército. No digo que no debamos realizar los sacrificios, pero que sólo con eso no vamos a conseguir revertir el actual estado de las cosas. Esperemos que al menos el propio Fabio sea consciente de eso.

–Seguro que lo será -dijo Publio-. Una cosa es lo que dice en público y otra lo que él piensa en realidad.

–En fin, es posible; ésa es la típica idea que tu padre habría expresado si estuviera aquí -concluyó Emilio Paulo y le miró con interés renovado-. Bueno, y para terminar, Fabio ha ordenado que se celebren unos grandes juegos para los que el Senado destinará nada menos que trescientos mil ases. Más vino -y el viejo ex cónsul estiró el brazo con su copa vacía.

Una muchedumbre se agolpaba a las puertas del templo de Júpiter. Sólo había hombres romanos libres. Aquella mañana de verano no se había permitido la asistencia de mujeres, extranjeros o esclavos. El pontífice máximo, Lucio Cornelio Léntulo, acompañado de los tres ¡lamines maiores, sacerdotes dedicados al culto de Júpiter, dirigía la ceremonia. Fabio, sentado en una amplia butaca, próxima al altar, asistía como observador privilegiado a la realización de todos los sacrificios: trescientos bueyes para el máximo dios. Observaba cómo la gente se acumulaba, deseosa de ver la forma en la que se ejecutaban los sacrificios que pudieran congraciar a la ciudad con sus dioses. En sus ojos se leía el miedo y su necesidad de sentirse protegidos. Fabio sonrió para sus adentros aunque exteriormente mantuvo una expresión seria y de aire preocupado. Sin duda, había tenido una buena idea al promover estos sacrificios. El pueblo, al verle allí, presidiendo en calidad de oferente de aquellos sacrificios, personificando la máxima representación del Estado, viendo la inmolación de cada animal, le identificaba con la tradición, con lo correcto, con el acercamiento de nuevo a los dioses y, en consecuencia, le identificaba con la protección celestial. Ésa era una idea que a Fabio le encantaba. Le daría un mayor margen de maniobra a la hora de reclutar nuevas legiones y tropas de apoyo para su próxima campaña contra Aníbal. Fabio estaba satisfecho de cómo evolucionaban las cosas, pero mantuvo su faz seria, meditabunda, atenta a las acciones de los sacerdotes asistentes.

El primero de los bueyes, todos machos por tratarse de sacrificios para un dios, llegó junto al altar de piedra levantado frente al templo de Júpiter. El animal iba conducido por el popa, un hombre grueso, alto y fuerte que tiraba de una cuerda a la que estaba atada la bestia. Tensando la soga con fuerza condujo al buey hasta el altar mismo, con cierta docilidad por parte del animal, lo cual era absolutamente necesario. Cualquier intento por parte de la bestia por zafarse del popa e intentar huir sería considerado como un mal presagio; pero aquel buey se dejaba conducir ajeno a los confusos sentimientos de los hombres que le rodeaban, desconocedor de sus conflictos, de sus guerras y, sobre todo, ignorante del miedo que los movía y que tenía sometidas sus voluntades.

Una vez en el altar, el victimarius encendió el fuego sagrado y, cuando la llama ya resplandecía con fuerza, sustituyó al popa en la tarea de sujetar al animal. A unos pasos del altar un tibicen se llevaba una flauta a los labios y empezaba a tocar una melodía que al mismo tiempo que sosegaba al animal, hacía callar al gentío y ayudaba a que el sacerdote pudiera ejecutar el sacrifico de forma correcta. En ese momento, Fabio Máximo se alzó de su asiento y con voz fuerte ordenó que la muchedumbre guardara el silencio preceptivo. – ¡Fauete linguis!

La gente calló, conteniendo sus lenguas, tal y como el dictador de Roma y oferente de los sacrificios le había ordenado. En el denso silencio el sacerdote encargado de esta primera víctima, el más anciano de los flamines, se cubrió la cabeza con su toga de forma que su rostro quedó invisible para todos los asistentes. Lentamente, con enorme solemnidad, se volvió hacia cuatro vestales que, junto al resto de los sacerdotes, sostenían una bandeja con mola salsa, harina y sal mezcladas con las manos de las propias sacerdotisas vírgenes. El sacerdote oficiante levantó en alto la bandeja para que todos pudieran ver bien que iba a usarla. Luego, bajándola, untó sus manos con la mola salsa y la vertió sobre el animal que iba a ser inmolado y sobre los instrumentos que estaban preparados para llevar a cabo el sacrificio. Tras la salsa especial, tomó una jarra con vino tibio y vertió también el líquido por el lomo del gigantesco buey, que permanecía quieto, envuelto en el silencio, la música y los ungüentos que se iban esparciendo por su piel. El popa, que había conducido el buey hasta el altar, cogió un cuchillo afilado y, suavemente, lo pasó por todo el lomo de la bestia; el filo del cuchillo brillaba al mojarse con el rojo del vino vertido sobre la piel del animal. Fabio Máximo, en pie, empezó una larga plegaria en favor del pueblo de Roma. Tras unos minutos de súplicas, ruegos e imprecaciones a Júpiter, el dictador terminó y volvió a tomar asiento. YXpopa dejó entonces el cuchillo afilado y tomó una enorme maza de piedra, se giró hacia el oferente y preguntó en voz alta y clara.

–¿Agone?

–Agone -respondió con fuerza y tensión contenida Fabio Máximo.

El popa alzó la maza al cielo, la música de la flauta llenaba todo con su tediosa melodía, el viento soplaba suave, la gente contenía la respiración y la maza se desplomó como un ariete contra la testuz del animal. El buey tembló, echó un soplido profundo y dobló las piernas. Antes de que pudiera mugir, lamentarse o emitir cualquier ruido, la maza volvió a desplomarse con toda la fuerza mortal que el popa era capaz de reunir. Los ojos del animal miraban sin ver, la sangre empezaba a regar el suelo del altar, y, por fin, la bestia cedió y se desplomó sobre el suelo. El cultarius tomó el cuchillo afilado que antes había acariciado el lomo del animal, y con agilidad y experiencia, alzó la cabeza del animal al cielo por tratarse de un sacrifico dedicado a una de las divinidades celestiales y segó el cuello del buey. La sangre manó como un río en busca del mar.

53 En el molino

Roma, 217 a.C.

Cuatro de la mañana. En plena noche, Tito Macio sale de su pequeña habitación rectangular de dos por tres pasos en una de las insulae junto al Tíber, una mínima estancia en la que se le va prácticamente todo el dinero que gana, y sale con destino a su trabajo. A las cuatro y media, después de cruzar gran parte de la ciudad, cerca del campo de Marte, entra en una gran casa donde está uno de los numerosos molinos que han proliferado en los alrededores de Roma. La ciudad, sea en guerra como ahora o en paz, ha visto crecer su población y todos necesitan pan. Los hornos caseros ya no dan abasto para satisfacer la creciente demanda y los molineros producen grandes cantidades de trigo molido o de polenta, que usan o bien para producir pan o para las gachas de trigo que decenas de miles de romanos consumen a diario: un alimento barato y del agrado de los pobladores de aquella metrópoli. Tito Macio entra en el molino. Hay dos lámparas de aceite encendidas en una enorme estancia donde una gigantesca piedra de molino espera para ser girada y así ir moliendo el trigo. Tito Macio coge con ambos brazos el madero que sirve de enganche con la piedra y empieza a empujar. El principio es lo peor, pero una vez que consigue poner en marcha la enorme maquinaria, el impulso de la propia piedra le ayuda a mantenerla en constante movimiento. Así hasta el amanecer, dando vueltas y vueltas sin fin. Con la luz del sol, el molinero le trae algo de agua y unas gachas que Tito devora en unos minutos. Luego vuelta al trabajo hasta el mediodía, donde disfruta de una nueva pausa con alguna fruta que le trae el dueño de la instalación. Después de media hora sigue con su trabajo, dando vueltas y vueltas hasta que se hace de noche. Con la caída del sol, Tito se retira, retorna sobre sus pasos y se refugia en la lúgubre estancia que puede pagarse con la mísera paga que recibe del molinero. Así pasan los días, las semanas, los meses. Roma en guerra, constante, perpetua contra Aníbal. Él refugiado, escondido, dando vueltas interminables a aquel molino. Sin pasión, sin deseos, sin nada. Un trabajo infinito que le da lo mínimo para comer insuficientemente, pero que le aleja del hambre absoluta y de las peligrosas calles en donde los mendigos y mutilados de guerra intentan subsistir. Por las noches se esconde en su estancia, casi a oscuras, sólo iluminada por una lámpara vieja de aceite que compró a un comerciante del foro con la paga de un mes de trabajo. Luego descubrió que no tenía nada que ver y desde entonces la mantiene apagada. Se queda dos o tres horas a oscuras, en su estancia, escuchando los ruidos de la calle, las voces de las putas, los regateos de los clientes, las órdenes de algún triunviro, una pelea, un pregonero anunciando algún espectáculo. Al final, el sueño se apodera de él, hasta que a las pocas horas, sin saber bien cómo, probablemente empujado por la necesidad de subsistir, se despierta, se levanta de entre las dos mantas que posee, una traída desde Trasimeno, la otra robada en el foro, hace sus necesidades en una vasija que luego vuelca en el otro extremo de la calle y, sin comer nada, parte hacia su triste trabajo. Así pasó un año entero. Con la mente en blanco, aún impactado por la guerra, intentando olvidar las batallas, el ejército, su propia vida, su miseria.

54 Un error inesperado

Italia central, 217 a.C.

Fabio Máximo estaba dispuesto a terminar con el azote de Aníbal y asentar su poder en Roma. Reclutó dos legiones, relegó del servicio al cónsul Servilio y adoptó el mando de las legiones que éste dejaba sin licenciarlas, haciéndose así con el control de dos ejércitos consulares completos. Alejó a los pretores de Roma, remitiéndolos a Cerdeña y Sicilia, aunque allí no fuera especialmente necesaria su presencia. Sólo le quedaba dominar la ambición irrefrenable de su segundo en el mando, su jefe de caballería Minucio Rufo, una pequeña molestia impuesta por el Senado, un escollo solventable.

Aníbal, entretanto, se dedicó a arrasar las regiones limítrofes con Roma.

–Iremos debilitando a nuestro enemigo poco a poco, cercenando sus dominios hasta estrechar un cerco lento pero definitivo -solía decir entre sus oficiales. Su táctica iba a ser la de siempre: arrasar territorios amigos de Roma para obligar a sus generales a entrar en combate en un terreno preestablecido por él, adecuado para una emboscada. Así arrasó las tierras de los Hirpini en la región del Samnium, tomando Telesia y destrozando Beneventum. Luego entró en Campania y asoló la mayor parte del rico ager falerni. Éstas eran tierras muy productivas, muy apreciadas por los romanos.

Fabio, sin embargo, evitaba entrar en combate con Aníbal, manteniendo las tropas alejadas de los valles, siempre vigilando al cartaginés desde las cumbres y los altiplanos de las montañas circundantes. De esta forma su ejército asistía impasible al espectáculo de fuego y desolación que el cartaginés extendía a su paso sin que nadie se le opusiera. Entre las filas de las legiones crecía la desazón y la decepción en su líder, un dictador que se negaba a usar el ejército para oponerse a los enemigos de Roma. Minucio Rufo agitaba a los soldados primero y luego a los propios oficiales en contra de la estrategia dilatoria del dictador. Fabio Máximo, no obstante, permanecía impasible a las críticas. Una noche conversaba con Catón, uno de los pocos que aún sentía fieles a su mando.

–¿Crees tú también que soy un cobarde, Marco? – preguntó Fabio Máximo, sentado en su triclinium, iluminado su rostro tenuemente entre las alargadas sombras proyectadas por dos pequeñas lámparas de aceite. Marco Porcio Catón respondió despacio, eligiendo con esmero sus palabras.

–No, no creo que seas un cobarde, aunque para muchos tu perseverancia en evitar entrar en combate con Aníbal pueda parecerlo.

–Bien; eres cauto y sincero. Sigamos. ¿Y por qué crees que evito el combate, si no es por cobardía? A fin de cuentas tengo cuatro legiones bajo mi mando, y todas las fuerzas latinas y aliadas. ¿Por qué,

Marco, por qué Fabio permanece en las cumbres, escondido, mientras Aníbal arrasa los territorios de nuestros aliados? – Esperas.

–Bien, Marco, muy bien. Tienes todo mi reconocimiento. ¿Y qué espero?

–Un error de Aníbal.

Fabio asintió con la cabeza. A veces se preguntaba si era bueno tener a alguien que empezaba a tener ideas propias a su lado. Por otra parte, alejarlo sería ganarse su ingratitud y no tenía claro que quisiera tener al joven Marco Porcio Catón como enemigo; pobre del que terminara siendo objetivo de sus intrigas futuras. A todo esto, ¿intrigaría Catón contra él? No. Aún no tenía la suficiente fuerza y además esperaba la ayuda de su mentor. Fabio confirmó las intuiciones de Marco.

–Exacto. Un error de Aníbal es lo que esperamos. Hasta ahora los anteriores cónsules no han hecho sino seguir los pasos marcados por el cartaginés y entrar en combate donde y cuando éste lo ha deseado y ¿con qué resultado? Escipión fue derrotado y cayó herido; ahora tendrá que emigrar a Hispania y buscar su fortuna en aquella tierra inhóspita combatiendo alejado de Roma junto a su hermano; Sempronio perdió clamorosamente en Trebia y está acabado política y militarmente y Cayo Flaminio, además de perder sus legiones, está muerto y enterrado. No, no me parece que combatir allí donde Aníbal quiera sea la mejor estrategia.

Catón escuchaba atento: tras una exposición tan sintética pero a la vez tan precisa de los fracasos de sus predecesores en el mando resultaba tan evidente que lo que ahora hacía tenía tal sentido que costaba creer que las intrigas de Minucio Rufo y sus veladas acusaciones de cobardía pudieran surtir efecto alguno entre los hombres y, sin embargo…

–Es cierto, pero las imágenes del ager falerni en llamas son difíciles de tolerar para los legionarios de Roma -dijo Marco, midiendo el tono de sus palabras.

–Lo son. Claro. Por eso ellos son legionarios y yo su dictador y jefe supremo.

No hubo más conversación aquella noche. Catón salió de la tienda y su figura se perdió entre las sombras.

Casilinum, Italia central, 217 a.C.

Aníbal había dado orden a los guías de dirigir el ejército hacia Casino, donde podrían encontrar tierras ricas, víveres y seguir con su táctica de arrasar regiones productivas y queridas por los romanos, presionando así aún más al viejo dictador para que éste, al fin, entrase en batalla campal.

Llevaban dos días de marcha, cuando Aníbal empezó a extrañarse por lo escarpado de las montañas que los rodeaban. Estaban en un valle profundo desde el que se contemplaba un paisaje agreste.

–Éste es un lugar inhóspito -comentó Aníbal entre dientes. Miró a su alrededor sin entender bien dónde se encontraban y frunció el ceño-. ¡Que vengan los guías!

Dos hombres con aire algo distraído, taciturno, profusas melenas, cubiertos de pieles de oveja, vinieron escoltados por guerreros númidas e iberos. Ambos guías procedían del norte de Italia, ganaderos galos próximos a la región del Po, que habían accedido a guiar a Aníbal por todos aquellos territorios a cambio de protección y dinero para sus familias. El general cartaginés había satisfecho con creces sus requerimientos en pago por sus servicios, pero cuando fueron conducidos aquella mañana ante Aníbal, éste presentaba un rostro temible.

–¿Dónde estamos? – preguntó el general de Cartago en un latín no muy bien pronunciado, lengua que usaban para hacerse entender con los galos.

Los guías dudaron. Era evidente que algo no marchaba bien.

–Llegando a Casilinum -dijo al fin el más mayor de los dos.

Aníbal no respondió, sino que abrió el ojo sano de forma sorprendente; luego se giró y se llevó una mano a la cabeza, acariciándose su larga cabellera con los dedos. Inspiró con profundidad. Sintió el viento que descendía por las agrestes laderas que lo envolvían. Observó la larga columna de su ejército, que se extendía varios miles de pasos, perdiéndose en el horizonte, zigzagueando por todo el lecho de aquel angosto valle. Seguía en silencio. Se llevó la otra mano a la cabeza y con ambas se mesaba los cabellos despacio, como intentando buscar una razón para lo sucedido. Espiró el aire que, sin saberlo, había contenido durante varios segundos en lo más profundo de su pecho y, al fin, se volvió de nuevo hacia los guías que, con ojos de miedo intentaban discernir en los gestos del general qué marchaba mal.

–Yo -Aníbal hablaba con exagerada lentitud- había ordenado conducir al ejército a Casino, no a Casilinum. – Tras sus palabras se alejó de aquellos hombres y se paseó durante unos segundos con los brazos en jarras. De nuevo se acercó a los guías-. Necesito que me respondáis con claridad y sin meditar un instante, si os paráis a pensar, ése será vuestro último pensamiento -y deslizó su mano hacia la empuñadura de la espada que llevaba ceñida al cinturón.

Los guías asintieron, tragando desesperación entremezclada con la saliva de sus bocas.

–¿Entendisteis bien mi orden de dirigirnos a Casino? – preguntó Aníbal.

–Sí -dijo uno de los guías con voz trémula.

–No -respondió el otro casi a la vez, dubitativo.

Aníbal los miró fijamente, esperando una aclaración. Al fin, el que había dicho que sí añadió una explicación.

–Bueno, no estábamos seguros del todo, pero pensamos, creímos…

Aníbal le interrumpió.

–¿Pensasteis, creísteis? ¿Y sobre una vaga creencia, en función de lo que pensasteis que se os había ordenado condujisteis a todo un ejército, a mi ejército, a esta trampa mortal?

Un oficial se acercó a Aníbal por la espalda.

–General, general. Tenemos informes de los exploradores de la retaguardia: los romanos han tomado los pasos por los que hemos accedido al desfiladero.

Aníbal levantó la mano y el oficial calló. Sin volverse a mirar a éste, sino manteniendo sus ojos fijos en los guías, volvió a preguntarles.

–¿Cómo sé yo ahora que no sois espías de Roma que nos habéis tendido una trampa al conducirnos hasta este callejón de montañas?

–No, no, mi señor, eso nunca. Ha sido un error -ambos hombres se esforzaban por persuadir al gran general cartaginés, pero, para mayor desesperación suya, vieron cómo aquél se alejaba y lanzaba una orden al grupo de oficiales que los rodeaba.

–¡Que los crucifiquen!

Los oficiales, ayudados de varios soldados cartagineses, apresaron a los dos guías, ahogaron sus súplicas a golpes y se llevaron a ambos hombres lejos de la visión del general.

Fabio Máximo, satisfecho, oteaba el horizonte desde lo alto de las montañas. Las tropas de Aníbal se agrupaban en una larga columna en lo profundo de un angosto valle rodeado por las legiones bajo su mando. El dictador, acompañado de su hijo Quinto y de su fiel servidor, Marco Porcio Catón, preparaba un plan de ataque.

–Ahora sí, ahora sí -decía entre dientes, casi sonriente-, mañana nos lanzaremos con nuestras tropas sobre el cartaginés. Tendrá que combatir desde una posición inferior. Ahora que él no quiere combatir es cuando nosotros entraremos en lucha.

Los tribunos asentían con la cabeza y los centuriones se frotaban las manos en previsión del botín de guerra que se podría capturar con el próximo amanecer. Fabio Máximo lanzó una sonora carcajada que retumbó por entre las peñas que descendían por el abrupto desfiladero.

–¿Cuántos víveres tenemos? – preguntó Aníbal en su tienda, abrigado por pieles de cabra y oveja mientras el atardecer se extendía en orma de alargada sombra sobre el valle y sobre sus tropas.

–Tenemos bastante trigo para pasar parte del invierno y ganado, mucho ganado, pero no sé si será suficiente para toda la estación fría -Maharbal era el que explicaba la situación de los pertrechos-. ninguno esperábamos estar en un terreno tan árido como éste y llevar más víveres ralentizaba la marcha. Aníbal asentía.

–Bien, bien. Exactamente, ¿cuántas cabezas de ganado tenemos? – No sé; es difícil de precisar. Calculo que unas dos mil. – Serán suficientes, tendrán que serlo -continuó Aníbal-, ¿y los órnanos?

–De momento se limitan a tomar posiciones. No creo que atajen hasta el amanecer, pero me parece que esta vez se echarán sobre nosotros. La posición es muy ventajosa para ellos. Esto es una ratonera. – Maharbal se mostraba desolado. Tanto combatir y tantas victorias para luego perderlo todo por un error tan estúpido como aquél,›orque unos guías habían malinterpretado el nombre de un destino, dstaban bien crucificados.

–Que los hombres reúnan leña, ramas secas, palos y cuerdas, soga en pequeños trozos, miles de estos trozos. Y leña, mucha leña -fueron las extrañas órdenes de Aníbal. Maharbal, perplejo, no sabía qué hacer. El general, ligeramente comprensivo ante su confusión añadió algunas palabras más-. No pasaremos ni una noche en este lugar. Que los hombres cenen temprano, nada más recoger la leña, pero que no se enciendan hogueras.

La noche cubría montañas y valle con su espeso manto negro. Estaba acabando el verano y como las noches aún eran cortas, pronto amanecería. En uno de los puestos de guardia en lo alto de las montañas un legionario se esforzaba en escudriñar las sombras. Le había parecido que algo se movía a lo lejos, pero no: sin duda, sus ojos le engañaban. Sin embargo, al cabo de unos minutos empezó todo: se acercaban los kalendae de octubre y apenas había luna. Decenas de antorchas empezaron a moverse al pie de la ladera de la montaña desde la que vigilaba. Calculaba la posición de las llamas por lo que su memoria recordaba de cuanto había visto en las últimas horas del atardecer. Era una ladera de larga y pronunciada pendiente. Muy difícil de escalar para los cartagineses y desde la que al amanecer les atacarían. Ya no eran decenas sino centenares de antorchas y se movían. Avanzaban hacia él. El legionario llamó a un centurión. Éste, al escuchar la voz de alarma, vino enseguida.

–¿Cuánto tiempo llevan esas antorchas encendidas? – preguntó el oficial, nervioso-, ¿cómo no me has llamado antes?

–¡Han empezado ahora mismo! – se defendía el legionario de guardia.

Lo que ocurría es que las antorchas ascendían por la ladera a una velocidad inusitada, como si los cartagineses que las llevaban escalasen a toda velocidad la ladera de la montaña.

–Mire, centurión -comentó otro centinela del puesto de guardia de al lado, señalando hacia el otro extremo del valle-, por allí también asciende otra columna de antorchas.

–¡Dad la alarma general! – gritó el centurión- ¡Nos atacan, nos atacan! ¡Todos a sus puestos! ¡Los cartagineses ascienden por la montaña!

Fabio Máximo escuchó un tremendo escándalo en el campamento. Rápido cogió su espada y salió de su tienda. En el exterior los lictores le esperaban para acompañarle.

–¿Qué ocurre? – preguntó.

–Miles de cartagineses ascienden por las montañas, a toda velocidad -explicaba uno de los lictores-, están alcanzando ya los primeros puestos de guardia.

Los legionarios se protegieron con sus escudos y prepararon sus alargados pila para ensartar con ellos a los primeros cartagineses que accediesen a la cúspide de la montaña, pero a medida que las antorchas se acercaban, el suelo empezó a vibrar de una extraña forma, como si en lugar de soldados fueran elefantes lo que trepaba por las montañas, aunque todos sabían que eso era imposible porque los cartagineses ya no disponían de esos animales. Algunos, aterrorizados por el inmenso estruendo de los desconocidos porteadores de aquellas veloces antorchas, abandonaron sus posiciones, debilitando la primera línea de los romanos, que así, con varios puntos desguarnecidos, recibió las antorchas en un encuentro entre desiguales. Cuando las llamas, ya apenas a unos pasos de distancia, hicieron visibles a los que las transportaban, los romanos, espantados, comprendieron lo que se les venía encima: no eran soldados cartagineses, ni tampoco elefantes lo que se les echaba encima a toda velocidad, sino centenares de vacas y toros con antorchas atadas a sus cuernos, una multitud de enormes bestias totalmente presas del pánico que intentaban zafarse, huir de aquel fuego infernal que los perseguía y que, no importaba cuánto corriesen, les seguía allí adonde fueran y, peor aún, al ascender y moverse rápidamente, las llamas se habían avivado hasta empezar a quemar la raíz de sus astas y el dolor insufrible azuzaba a las bestias a una huida sin fin y sin destino que arrasaba todo cuanto encontraban a su paso. Así, no sólo los primeros puestos de guardia, sino toda la primera fila de los romanos cedió sin apenas poder presentar oposición al empuje de las enloquecidas bestias que, una vez superadas aquellas posiciones iniciales se adentraron incluso entre las tiendas de parte del campamento sembrando el mayor de los desórdenes. Entre la confusión y el caos, grupos armados de cartagineses, que habían seguido y atizado a las bestias para dirigir su ascenso por las laderas, se ocupaban de herir y matar a cuantos romanos confusos y desarmados encontraban a su paso.

Fabio Máximo se esforzaba por poner orden en medio de aquel caos. Y, tras una larga hora de confusión absoluta, una vez que la mayoría de aquellos animales de astas en fuego habían sido abatidos o desperdigados, empezó a recomponer la formación de sus legiones y contraatacar a los grupos de soldados cartagineses infiltrados y apostados por las cumbres que antes ocuparan los centinelas romanos que dieron la señal de alerta y que ahora yacían muertos bajo las sandalias de sus enemigos. Se trataba de soldados iberos expertos en combatir entre montañas, siempre en pequeños escuadrones, en una permanente guerra de guerrillas. Aquélla fue una larga noche para los romanos y, muy en particular, para Fabio Máximo. Al amanecer, sus ojos asistieron horrorizados a un triste espectáculo. Miles de cadáveres esparcidos por las cumbres y las laderas. Muchos eran iberos del ejército cartaginés, pero otros tantos eran legionarios de Roma y otros, soldados de las fuerzas aliadas de la ciudad del Tíber. Y, lo peor de todo, cuando Fabio Máximo se acercó a una de las más altas peñas desde las que poder otear el horizonte y examinar el valle, vio que ya no quedaba ningún soldado de Cartago en aquel territorio. Aníbal había sembrado la confusión por la noche con el ardid de las bestias enloquecidas por el fuego en sus astas y, aprovechando el caos resultante, había sacado el grueso de su ejército de aquel desfiladero de roca y piedra. A cambio de unos centenares de cabezas de ganado que, sin duda, recuperaría en los próximos días asolando los territorios colindantes, había salvado a su ejército y, por encima de todo, humillado al general enemigo. Fabio Máximo miraba a su alrededor sin creer aún lo que su ojos le mostraban. Más tarde o más temprano llegarían reacciones desde Roma.

55 Duelo de titanes

Italia central, final del verano del 217 a.C.

Aníbal había escapado de las montañas de Casilinum y podía de nuevo moverse por territorio plano con libertad. Se decidió entonces a contraatacar con saña. Aquel nuevo general, Fabio Máximo, no era como los demás. Durante semanas había estado tentándolo para que entrara en combate allí donde pensaba que convenía a sus tropas y durante todo aquel tiempo ese general romano al que habían dado el título de dictador se negó a hacerlo, esperando, como fue el caso, que cometiera un error. Su estratagema le había salvado aquella vez, pero Aníbal comprendió que con el nuevo general romano tendría que ser aún más hábil y, si cabe, tan retorcido o más que él.

–Quiero que se ataquen todas estas granjas y villas, pero que se preserven de cualquier mal estas que he marcado en el plano -Aníbal señalaba los objetivos de los siguientes días a Maharbal, que le escuchaba con atención. Después de la proeza de salir de aquel angosto valle pese a estar rodeado por los romanos, el respeto y la admiración de todos los oficiales cartagineses hacia Aníbal y, en especial, de Maharbal no había hecho sino acrecentarse infinitamente. Por eso no preguntó el porqué de aquellas peculiares instrucciones, sino que se concentró en interpretar bien las señales del mapa para cumplir fielmente el requerimiento de su general. Aníbal valoraba aquella fidelidad y decidió recompensar aquella atención con una explicación de su estrategia.

–Esas tierras que vamos a respetar de nuestros nuevos ataques pertenecen al general romano que lidera ahora las legiones.

–¿Son de Fabio Máximo? – preguntó Magón, el hermano pequeño de Aníbal, presente junto al resto de los oficiales.

–Exacto, hermano; son de Fabio Máximo y por eso mismo las vamos a respetar.

–Pero… en fin… si puedo preguntar, si quieres explicarlo, si no, no importa, son tus órdenes. – Y con esas palabras Maharbal se disponía a marchar y salir de la tienda, pero Aníbal le cogió por el brazo y le detuvo.

–Siéntate, Maharbal, siéntate y escucha. Y tú, hermano. Escuchadme los dos. Quiero que se me entienda, necesito oficiales no sólo que respeten mis órdenes, sino que las entiendan. Sé que me seguís por convencimiento y por lealtad, pero quiero compartir con vosotros las tazones que me han llevado a tomar esta estrategia contradictoria en apariencia, pero sólo en apariencia.

–Soy todo oídos -comentó Maharbal, sentado pero con la espalda recta, atento, interesado.

–Fabio Máximo es el primer general que comanda las legiones de Roma que sabe lo que se hace: ha evitado entrar en combate y rehuido todas nuestras provocaciones sin dejarse llevar por la ira o el nerviosismo. He sabido que entre sus hombres esa actitud no es valorada. Ya sabéis que tenemos espías por todas partes: tiene un lugarteniente, Minucio Rufo, impulsivo, similar en carácter a los cónsules que derrotamos anteriormente como Sempronio o Flaminio. Bien, hemos de conseguir deteriorar más aún la imagen de Fabio entre los propios romanos. A este general no le vamos a ganar en el campo de batalla: en Casilinum nos salvamos a duras penas. No, a este general le venceremos desde dentro, hemos de conseguir que sean los propios romanos los que le destituyan, los que le alejen del poder precisamente por seguir una táctica inteligente que ellos mismos no entienden que es la indicada. Eso es lo que debemos hacer. – En ese momento Maharbal tuvo la sensación de que Aníbal había dejado de hablar para él y para Magón y que era como si hablase para sí mismo, como si se regocijase en su propio plan, en su aguda astucia curtida en mil conflictos-. Por eso vamos a atacar y arrasarlo todo a nuestro paso excepto sus fincas; éstas quedarán intactas y los romanos, que no piensan más allá de lo que ven, concluirán que existe un pacto secreto entre Fabio Máximo y yo y esto le destruirá ante los ojos de sus hombres. Será relegado, Minucio tomará el mando supremo y entonces jugaremos con ese nuevo general en jefe y nos divertiremos con él hasta que termine como el cónsul Flaminio.

Aníbal se relajó en su butaca, sonriendo mientras Maharbal y Magón, entre admirados y confusos, le miraban con la boca abierta. No estaban seguros de que aquella argucia fuera a salir tal y como el gran general había planteado pero, ¿cómo oponerse a quien tantas veces veía mucho más lejos que todos sus oficiales juntos?

Fabio Máximo, dictador de Roma, paseaba por su tienda, las manos en la espalda, mirando al suelo, el ceño fruncido, arrugas en su frente, respirando con velocidad. Marco Porcio Catón, sentado en una esquina de la tienda, y el hijo del dictador, Quinto, eran, hasta el momento, los silenciosos interlocutores del viejo senador.

–Ya conocéis la nueva estrategia de Aníbal para generar sospechas sobre mis acciones, ¿verdad?

Ambos asintieron. El hecho de que los cartagineses estuvieran devastando todo cuanto encontraban excepto las grandes fincas que pertenecían a la familia del dictador de Roma era una noticia que había corrido por todas las calles de la ciudad y, peor aún, por todas las legiones. Tal y como había diseñado Aníbal, la estratagema estaba socavando a marchas forzadas la ya muy deteriorada imagen de Fabio Máximo entre los romanos.

–Repasemos la situación -continuó el dictador-, esto es lo que he pensado: en el último intercambio de prisioneros con Aníbal ellos nos han dado más soldados, creo que, si mi memoria no me falla, ¿unos doscientos cuarenta y siete legionarios de más?

Catón asintió mientras confirmaba la cifra en los informes escritos en varias tablillas que tenía en sus manos. En cualquier caso, aquélla era una pregunta retórica: a Fabio Máximo nunca le fallaba la memoria.

–En ese caso -prosiguió el viejo senador-, necesitamos dinero; veamos, según el tratado que tenemos de intercambio de prisioneros debemos pagar a razón de dos libras y media de plata por cada hombre de más que nos entregue el enemigo en el intercambio de prisioneros, eso hace un total de seiscientos diecisiete libras y media que debemos pagar a los cartagineses si queremos que sigan los intercambios en el futuro. Eso es mucho dinero.

–Mucho dinero -confirmó Marco Porcio Catón.

–Habría que escribir al Senado y solicitarlo. No se pueden negar -añadió Quinto.

–No, no se pueden negar -continuó Fabio-, pero pueden dilatar el tiempo de proporcionarnos el dinero necesario y aprovechar esos días para seguir cuestionando la estrategia defensiva que estoy utilizando contra Aníbal. Ya estoy oyendo a Emilio Paulo y su familia, a los Escipiones, a Marcelo, incluso a Varrón y a tantos otros explicando en voz alta y fuerte que si fuéramos más agresivos tendríamos más prisioneros y serían los cartagineses los que tendrían que pagar. No, hijo, al Senado no le vamos a pedir nada.

El dictador guardó unos segundos de silencio antes de proseguir. Una suave sonrisa comenzó a dibujarse muy leve en la comisura de los labios del dictador, apenas perceptible, pero no para Catón, que conocía cada gesto de su mentor.

–Vamos a cambiar las tornas y cazar dos jabalíes en el mismo bosque: en primer lugar, tú, Quinto, quiero que vayas a Roma y que vendas todas las fincas a las que se ha acercado Aníbal pero que ha dejado intactas. Y que las vendas rápido, sin reparar en conseguir un buen precio si es necesario. Eso sí, que los compradores te paguen en plata. Te espero aquí de regreso con unas setecientas u ochocientas libras, que es lo que más o menos he calculado que podemos sacar malvendiendo esas fincas. Y ése es el dinero que usaremos para pagar al cartaginés. Así, por un lado, acallaremos las críticas sobre supuestos pactos secretos entre Aníbal y yo, al vender las tierras que él ha respetado y no preservarlas para mi beneficio y evitaré la torpeza de ir a un Senado hostil a rogar dinero para cumplir los tratados de intercambio de prisioneros. Es cierto que sacrifico unas tierras, pero está claro que Aníbal busca menoscabar mi poder desde dentro para que Roma ponga al mando a otro inútil ambicioso e irresponsable que juegue según las normas que dicta el cartaginés. No, yo me mantendré en el poder aunque tenga que sacrificar parte de mi patrimonio. Aníbal aún no sabe con quién está luchando ni dónde estoy dispuesto a llegar. Quinto, a Roma. Lleva contigo una turma de caballería. Los caminos hoy día son inseguros.

Y con esas palabras el dictador se sentó en su silla, exhalando un profundo suspiro. Quinto se levantó, se despidió de su padre y salió de la tienda. Catón se quedó acompañando la soledad de Fabio Máximo. El joven tribuno miraba al viejo senador admirado por la hábil y sorprendente respuesta que Fabio había diseñado para a un tiempo combatir la retorcida estrategia de Aníbal y evitar tener que recurrir al Senado. Era en momentos como ése que Catón entendía por qué seguía los pasos de aquel hombre. Era cierto que cada vez con más frecuencia pensaba que ya lo había aprendido todo de él, pero en días como éste se daba cuenta de que otra vez le estaban dando una lección de estrategia y política.

56 En el foro

Roma, final del verano del 217 a.C.

Emilio Paulo se encontró con su buen amigo y colega en el Senado Publio Cornelio Escipión, su joven hijo Publio y el amigo de este último, Cayo Lelio. Estaban paseando por el foro. A Emilio Paulo le acompañaban también su hijo primogénito Emilio y varios primos y otros familiares de los Emilio-Paulos. Los dos veteranos senadores enseguida empezaron a departir sobre el debate que acababan de presenciar en el Senado.

–Lo de Casilinum ha sido demasiado -empezó Emilio Paulo-. Muchos senadores están cansados de las tácticas dilatorias de Fabio. A mí me parece bien lo de reducir su mando-. Publio Cornelio padre asintió.

–¿Ha terminado la dictadura? – preguntó el joven Publio.

–No, no nominalmente -aclaró su padre- pero en la práctica sí: Fabio sigue como dictador, pero el Senado, de forma excepcional, ha decidido igualar a Minucio Rufo en la capacidad de mando.

–¿El jefe de caballería con el mismo mando que el dictador? Eso es absurdo -comentó el hijo de Emilio Paulo.

–Sí – continuó el viejo senador, su padre-, pero aún más: eso es humillante para Fabio. En cualquier caso eso es como si volviéramos en cierta forma al consulado con el dictador y el jefe de caballería con las mismas atribuciones que los cónsules.

–Fabio Máximo no digerirá bien esto -comentó Publio Cornelio Escipión padre, pero como si hablara para sí, como si pensase en voz alta. Emilio Paulo le miró. Un breve silencio se adueñó del grupo. Al fin el experimentado senador se dirigió a su colega Publio.

–Lo digerirá como ha digerido tantas otras cosas, aunque es posible que Minucio Rufo se le indigeste, pero escucha bien, mi querido amigo, Fabio Máximo aún saldrá vencedor de todo esto. Tiempo al tiempo. No sé cómo pero recuerda mis palabras: Fabio Máximo es un superviviente, siempre lo ha sido y siempre lo será. De todas formas, lo importante de hoy es tu mandato de procónsul.

El joven Publio abrió los ojos y Cayo Lelio la boca. Sabían que se había hablado de enviar refuerzos a Hispania pero Publio Cornelio aún no les había desvelado nada, centrándose en comentar el debate sobre el mando de Fabio Máximo y Minucio Rufo, sin dejarles tiempo a preguntar por el asunto de los posibles refuerzos para Hispania. Emilio Paulo advirtió en la sorpresa del joven Publio, su muy probable futuro yerno, y del oficial que le acompañaba, Cayo Lelio, que había hablado de más.

–Lo siento -se disculpó-, creo que he dicho algo más de lo que correspondía.

Publio Cornelio padre levantó la mano y moviéndola en el aire quitó importancia al desliz dialéctico de su colega.

–Quería esperar a comentarlo en casa pero, bien, así es -continuó ahora mirando a su hijo-, he recibido el nombramiento de procónsul y la misión de acudir a Hispania con dos legiones de refresco para ayudar a Cneo en sus esfuerzos por mantener a los cartagineses a raya e impedir que puedan cruzar el Ebro y acudir a Italia a reforzar a Aníbal. En fin, eso es lo que hay.

–¿Eso es lo que hay? – Emilio Paulo echó una sonora carcajada-, por todos los dioses, si ha sido una de las escenas más entretenidas que he visto en el Senado en los últimos años. Los que apoyan a Fabio intentaban evitarlo a toda costa.

–¿Evitarlo? ¿Cómo? ¿Cómo puede oponerse a que se envíen refuerzos a Hispania? – preguntó el joven Publio, mirando con admiración a su padre que con tanta discreción llevaba lo de su nuevo nombramiento. Emilio Paulo, encantado de ser el encargado de informar a todo el grupo, prosiguió con su relato.

–Bien. Los defensores de Fabio han argumentado, con una retórica aceptable, que la prioridad es la guerra en Italia y que se necesitan todos los recursos, todas las legiones aquí, para frenar a Aníbal, pero claro, los hechos en esta ocasión han podido más que las palabras, y es que cuando Fabio se ausentó durante unos días para hacerse cargo de una serie de sacrificios aquí en Roma, Minucio aprovechó para enfrentarse abiertamente contra Aníbal obteniendo un resultado muy positivo, nada concluyeme, eso es cierto, pero ha sido la primera vez que nuestro ejército ha plantado cara al invasor cartaginés en territorio itálico sin ser derrotado. Eso ha hecho subir muchos puntos a Minucio en el Senado. ¿Adonde nos conducirá este jefe de caballería aupado a codictador? Eso sólo los dioses lo saben. Personalmente tengo mis dudas sobre este ascenso, pero ha sido interesante ver cómo Fabio y los suyos pierden adeptos en el Senado. Aunque todo es cambiante.

–También -intervino Publio Cornelio, el recién nombrado procónsul-, hay que reconocer que el oscuro asunto de los terrenos de Fabio que no eran atacados por Aníbal ha pesado lo suyo.

–Sí, aunque hay que admitir, incluso admirarse ante la maestría con la que el viejo Fabio ha sabido responder a la tortuosa estrategia de Aníbal. De Fabio espero muchas cosas malas, pero no un pacto con Aníbal. Eso no. De lo demás es capaz de cualquier cosa.

–Estoy de acuerdo -admitió Publio Cornelio padre.

–En fin -prosiguió Emilio Paulo con sus explicaciones al grupo-, y luego la gran victoria de Cneo sobre Asdrúbal, el hermano de

Aníbal, ha hecho que la balanza, joven amigo, se decantara a favor de tu tío y de tu padre en el asunto de Hispania. El resultado es que Fabio ha perdido esta mañana en el Senado: ha visto reducido su poder en Roma teniendo que compartir a partir de ahora el mando del ejército con Minucio y, a la vez, ver cómo se le entregan dos legiones a tu padre para acudir a Hispania como procónsul. Quizá habría ocurrido otra cosa si el propio Fabio hubiera estado presente para defenderse. Ahí la diosa Fortuna y el propio Aníbal nos han echado una mano. Ha sido un buen día. Los dioses reparten poder. Ellos sabrán bien lo que hacen. Estoy contento y tu padre, Publio, aunque no lo aparenta, porque tu padre es difícil que deje traslucir lo que piensa, también, así que os invito a comer algo a todos en mi casa; bueno, aunque es posible que alguno tenga otros intereses en mi casa más allá de probar mi comida y saborear mi vino.

El joven Publio bajó la mirada al suelo y, peor aún, sintió que las miradas de todos los reunidos se volvían hacia él. Y en el cúmulo de los desastres percibió que se sonrojaba mientras escuchaba cómo los dos senadores, Emilio Paulo y su propio padre se reían. Estaba claro que su interés por Emilia era público pero tampoco había por qué insistir sobre el asunto a cada momento. Su amigo Cayo Lelio intervino para alejar la atención del resto de su azorado compañero de batallas.

–Bueno, yo soy de los que se concentrarán en el vino, si no les parece mal.

–¿Mal? – preguntó Emilio Paulo-, en mi casa los que luchan por Roma en campo de batalla pueden beber hasta hartarse.

Lelio concluyó que aquel hombre era un gran senador y no pudo menos que considerar que la futura boda que empezaba a perfilarse y que uniría aún más si cabe a aquellas dos poderosas familias patricias sería un evento digno de no perderse.

Todo el grupo se dirigió hacia casa de Emilio Paulo. Publio Cornelio se situó junto a su hijo, caminando algo más despacio, dejando que el resto se distanciara unos pasos.

–Escucha, Publio, es importante lo que quiero decirte.

Su hijo le miró con atención.

–Bien, escucha. En los próximos días saldré para Hispania como hemos comentado. No sé el tiempo que estaré allí, pero por las noticias que nos llegan y lo que aprecio a leer entre líneas de lo que tu tío escribe en los mensajes oficiales al Senado, aquélla puede ser una campaña larga, más allá de las victorias conseguidas, pues los cartagineses tienen enormes recursos y fuerzas en todo aquel territorio, ¿me entiendes?

El joven Publio asintió. Le hablaba su padre, procónsul de Roma. Sentía respeto, admiración, interés.

–Bien -continuó el senador-, quiero que te quedes aquí, en la ciudad, y que cuides de tu madre y de tu hermano. Y sé que tendrás que volver a combatir, porque Aníbal es un hueso muy duro de roer y no sé si Fabio Máximo tiene claro lo complejo de la situación. Quiero que combatas con honor, pero evita los sacrificios inútiles. En Roma hay mucha gente ambiciosa pero no todos son buenos generales. Toma consejo de Emilio Paulo, es un hombre sabio y de gran experiencia en el campo de batalla; si coincidís, fíate de sus opiniones. Lelio es un buen amigo también. Presérvalo. Y atento a las maniobras de Fabio Máximo y ese joven que le acompaña, ese Marco… Marco…

–Marco Porcio Catón -completó el joven Publio.

–Sí, ése. No me gusta nada.

–También está Quinto, el hijo de Fabio.

–No, el hijo no me preocupa tanto; tiene ambición pero eso no es un delito, no le temo; incluso con el propio Fabio Máximo se puede hablar. Ya has visto hoy: aun como dictador, juntando las fuerzas adecuadas, se pueden conseguir cosas, pero ese Catón, ese Catón tiene la misma ambición que los Fabios, pero no sé si conoce límites a los medios para alcanzar sus objetivos. En fin, son varias cosas las que te he dicho en poco tiempo, pero sobre todo honor, prudencia y escuchar a los Emilio-Paulos y a Lelio en el campo de batalla. Creo que éstos son los mejores consejos que puedo darte. Y bien, lo de Emilia ya sabes que me parece bien.

Publio asentía a cada frase. Su padre parecía dudar. Al fin, se decidió a terminar sus pensamientos.

–Ahora lo que me preocupa es cuando tu madre se entere. La otra noche tuvo un mal sueño y sé que va a relacionarlo con mi nombramiento de procónsul. Yo no creo demasiado en todo eso, pero tu madre sí, y, a decir verdad, en alguna ocasión da la sensación como si sus ojos vieran más allá de lo que los demás alcanzamos a ver -y se quedó en silencio unos instantes-, en fin, ahora vayamos a casa de Emilio Paulo y correspondamos con afecto a su gentileza de invitarnos.

Padre e hijo aceleraron la marcha porque se habían quedado rezagados varias decenas de pasos. Lelio había observado que se quedaban atrás y fue a decirles algo pero vio al padre, al nuevo procónsul, hablando con seriedad a su hijo y comprendió que aquélla era una conversación privada y, con toda seguridad, de gran importancia. Sintió entonces una mano en su espalda y la voz del joven Lucio Emilio, el hijo del viejo senador.

–¿Te preocupas por Publio, el hijo mayor de los Escipiones?

–Bien, no, sí. Es mi amigo.

El joven Lucio Emilio asintió con consideración y respeto e invitó a Cayo Lelio a girar en una bocacalle para seguir al resto del grupo camino a su casa.

57 Un abrazo de hermanos

Tarraco, otoño del 217 a.C.

Cneo esperaba a su hermano en el puerto de la ciudad en la que había establecido su cuartel general. Publio bajó del barco mientras el resto de las naves iban fondeando en la bahía para poder ir descargando por turnos. El puerto de Tarraco aún no reunía las condiciones necesarias para albergar a toda la flota de Roma destinada a Hispania.

–¡Treinta barcos más! – dijo Cneo a la vez que abría los brazos para recibir a su hermano.

–¡Y ocho mil hombres, Cneo! ¡Dos legiones más! – respondió Publio.

Ambos hermanos se fundieron en un largo y fuerte abrazo.

–Se te ha echado de menos por aquí, Publio. Hemos estado hostigando a los cartagineses hasta echarlos al sur del Ebro, pero sin ti no resulta ni la mitad de divertido.

Publio escuchaba entretenido la peculiar forma que su hermano tenía de considerar la guerra.

–¿Y qué te han dado, hermano, el mismo cargo de procónsul? 1 preguntó Cneo sonriendo.

–Exacto.

–Hermanos y procónsules. ¡Esto hay que regarlo! – Cneo estaba feliz.

–Te lo habrías pasado bien viendo a los seguidores de Fabio intentando persuadir al Senado de que no se enviasen más tropas a Hispania, insistiendo en que se necesitaban todos los recursos para luchar contra Aníbal.

–Esa rata de río y sus secuaces…

–¿Aníbal? – preguntó Publio.

–No, Fabio, Quinto Fabio Máximo. Dictador, con cuatro legiones a su mando y es incapaz de enfrentarse a Aníbal en combate abierto.

Los dos hermanos caminaban por el puerto en dirección a la casa que Cneo había ordenado levantar en el centro de la ciudad.

–¿Hasta aquí han llegado las noticias? – preguntó Publio.

–Bueno, rumores, historias confusas, pero todas hacen hincapié en que Fabio rehuye el combate. He tenido que dejar claro a los cartagineses de Hispania que por aquí el mando romano tiene otra forma de conducir la guerra.

–Ya lo creo, Cneo. Y eso ha dolido más a Fabio. Mientras se muestra indolente en la lucha contra Aníbal, tú destrozas la armada de su hermano. Creo que varios senadores votaron a favor de estos refuerzos que traigo no por estrategia, sino para humillar a Fabio.

Publio prosiguió luego relatando el desastre del enfrentamiento en el desfiladero y cómo Aníbal se había escabullido de la encerrona de Fabio. Con esas historias llegaron a la casa que Cneo, a modo de una clásica domus romana, había hecho edificar para sí en Tarraco. Todavía no estaba acabada y se veían esclavos trabajando en las paredes exteriores, pero una vez cruzado el vestíbulo, el atrio daba lugar a un espacio de cierto sosiego en medio del bullicio en el que se había transformado aquella pequeña ciudad desde la llegada de Cneo primero y ahora con los refuerzos de su hermano. En la intimidad del atrio, compartiendo un ánfora de vino y algo de fruta, Cneo se dirigió a su hermano con un infrecuente tono de interés en su voz.

–¿Y el muchacho? ¿Es verdad lo que he oído, que te salvó en medio de una batalla contra Aníbal? Y te hirieron, te veo bien, pero ¿estás recuperado del todo?

Publio alzó levemente la mano para frenar el torrente de preguntas de su hermano. Se levantó y se estiró la toga y la túnica para mostrarle a Cneo su herida en la pierna. Una larga cicatriz recorría el muslo entero.

–Por todos los dioses, eso debió de doler.

Publio dejó caer la túnica y la toga sobre su cuerpo y volvió a reclinarse en el triclinium.

–Más me dolió la derrota. Tesino habría sido un día horrible en mi memoria si no es por el muchacho. Me salvó la vida, Cneo. Estaba rodeado, herido y ya no tenía fuerzas y apareció de la nada, interponiéndose entre los cartagineses y yo y luego vinieron todos sus hombres, una turma de caballería que le había asignado y nos sacaron de allí, a mí y a varios de mis hombres. Se comportó como un héroe. Sólo por eso me enorgullezco de esta herida. Cada vez que la veo me recuerda el valor de mi hijo y me da fuerzas para seguir.

Cneo escuchaba con los ojos abiertos. Publio continuó relatándole las intervenciones de su joven hijo en el puente sobre el río Tesino y su valía en Trebia pese a que esas batallas concluyesen en sendas derrotas.

–Estamos llevando mal la guerra en Italia, pero al menos nuestra familia mantiene alto su honor. El muchacho es muy apreciado por todos sus hombres pese a ser sólo un chaval.

–Y le he entrenado yo -dijo Cneo con el pecho henchido.

–Así es, y brindo por ello, hermano.

Los dos alzaron las copas y bebieron el vino a la salud de su hijo y sobrino.

–Desde el día que me derribó lo presentí, presentí que este chico haría cosas grandes. ¿Por qué no ha venido contigo? Aquí le terminaríamos de entrenar.

–Bueno, hay varias razones.

Cneo levantó las manos en señal de no entender qué puede haber retenido a su sobrino en Roma.

–No me mires así, Cneo. Lo pensé seriamente, pero está Pomponia y Lucio, y nuestros amigos y clientes en Roma. Alguien tenía que quedarse en la ciudad y velar por nuestros intereses. Fabio, pese a todos sus problemas con el Senado y con Aníbal, adquiere más poder cada vez. No podía marcharme y llevarme también a Publio. El muchacho ha madurado mucho. Él cuidará de los nuestros. Además… bueno, nada. Lo que te he dicho.

–¿Además qué? – preguntó Cneo.

–En fin, ya que insistes, ¿por qué no? Hay una mujer, una joven.

–¡Por Castor y Pólux, haber empezado por ahí, en lugar de toda esa letanía de preocupaciones por la familia y nuestros intereses! Así que mi joven sobrino anda ya en líos de mujeres. Espero que no nos lo estropeen, que mi trabajo me costó curtirlo.

–No, no podría haber elegido mejor. Es Emilia, Emilia Tercia, la hija de Emilio Paulo.

–¿La hija del viejo senador? Eso es perfecto. Eso sería una alianza poderosa. Seguro que Fabio no lo verá con buenos ojos. Me gusta aún más.

–No, seguro que no. En cualquier caso, he estimado oportuno que el muchacho se quede en Roma y consolide ese posible lazo. Como dices, una unión con los Emilio-Paulos fortalecerá nuestra posición en el Senado.

–¿Y cómo ha sido? ¿Cómo has convencido a Publio? El chico puede ser muy testarudo.

–No le he convencido. Eso es lo más gracioso de todo el asunto. Me acompañó un día a ver a Emilio Paulo y se quedaron prendados el uno del otro.

–¿Nuestro Publio y el viejo senador?

–No, hombre, no. Publio y la hija del senador.

–¡Por Hércules, eso no! – gritó Cneo- ¡Amor no, no! Nos lo reblandecerá.

–En fin, Cneo, sea como sea se gustan y es un lazo que nos interesa. Sea porque se quieren o porque los convenzamos, qué más da. Lo esencial es que se formalice esa unión.

–Y el viejo ¿qué dice?

–Emilio Paulo está de acuerdo. Lo que hemos decidido es no presionarlos, dejarlos que se conozcan. Se escriben cartas.

–¿Cartas? – dijo Cneo despectivamente-. Cuando yo estaba en Roma mi sobrino hacía más cosas con una mujer que escribir cartas.

–Lo supongo, hermano; prefiero que no entres en detalle; ahora estamos hablando de la hija de un senador de Roma que ha sido cónsul y que probablemente lo vuelva a ser.

–Sí, eso es cierto. Disculpa, estaba de broma. La unión con esa chica es buena elección. El muchacho nos está saliendo perfecto. Sólo temo que la dulzura del amor le reblandezca para el combate. Un hombre enamorado no es el mejor de los soldados.

–A no ser que luche por la ciudad en la que vive su prometida y que sienta que lucha por defenderla.

–Bien, puede ser -concedió Cneo pero sin demasiada convicción.

–No te preocupes; la guerra con Aníbal va a ser complicada y, lamentablemente, seguro que Publio tiene ocasiones suficientes para mostrar su valor.

–Sí, puede ser, puede ser -pero Cneo seguía sin parecer muy persuadido de que las cosas fueran a ser así. Su sobrino enamorado. Con eso no había contado. Aunque la hija de Emilio Paulo era, sin lugar a dudas, una de las mejores elecciones que podía hacer.

–Escucha -la voz de su hermano Publio sacó a Cneo de sus meditaciones-, dejemos la familia y vayamos al asunto que me ha traído hasta aquí. ¿Qué has pensado para expulsar a Asdrúbal de Hispania?

–¿Asdrúbal? Sí, bien. Vamos a por él, lo buscamos, combatimos y lo derrotamos.

–Ya. No es una estrategia muy elaborada.

–No, pero de momento me va bien. Bueno, ahora en serio. Sí, he pensado unas cuantas cosas. Tenemos el control del mar pero si no le derrotamos en tierra esto no se acabará nunca. Ven, quiero enseñarte unos cuantos mapas que han elaborado mis exploradores iberos.

Cneo se levantó y su hermano le siguió hasta el tablinium. En la estancia, sobre una mesa sencilla de pino, desplegados y llenos de anotaciones, había varios planos de la región, desde los Pirineos hasta el Ebro, y desde el Ebro hasta Cartago Nova y el sur.

58 El principio del fin

Norte de Apulia, otoño del 217 a.C.

Fabio Máximo había esperado aquel momento desde que le llegaron las noticias de Roma a través de un mensajero oficial. El soldado, un decurión de la caballería, experto en el combate pero nervioso ante el todopoderoso senador, entregó las tablillas con las órdenes del Senado. Fabio Máximo las cogió y leyó con detenimiento, por dos veces consecutivas sin alzar la mirada, la decisión del Senado de Roma que Jgualaba en rango y poder sobre las legiones al dictador, él mismo, con su jefe de caballería. No se le despojaba nominalmente del rango de dictador pero, a todos los efectos prácticos, era una vuelta al reparto de poder propio de los cónsules. Cualquiera en Roma estaría agradecido por la delicadeza del Senado que sólo lo rebajaba a un grado similar a cónsul, pero para quien tiene por costumbre ostentar dicho cargo con cierta frecuencia, aquel mensaje no dejaba de ser humillante. Nada se decía sobre la venta de sus propiedades para hacer frente al pago de los prisioneros que tenía el cartaginés. Era de esperar. Con aquello no había conseguido más que acallar los crecientes rumores sobre un pacto secreto entre Aníbal y él mismo. Ningún agradecimiento a su sacrificio económico. Ningún reproche oficial ni ninguna pregunta tampoco sobre el asunto. Quizá fuera mejor así. Tampoco había esperado nada más que atajar los calumniosos rumores que la estrategia de Aníbal había puesto en marcha. Acabar con un rumor no era tarea sencilla. Dio por buena la pérdida de sus propiedades en la región. Quedaba el asunto de la equiparación de Minucio al mismo nivel que el dictador. Eso, ahora, era lo prioritario. Devolvió las tablillas al mensajero, que las sostuvo en su mano sin saber muy bien qué hacer con ellas.

–Has entregado tu mensaje; puedes retirarte -dijo Fabio y se quedó a solas para reflexionar.

Minucio Rufo no tardaría en llegar para reclamar su cuota de poder. Catón miraba al dictador en espera de información. Sin prisa, pero con atención. Un siervo diligente, dispuesto. Fabio Máximo compartió con él el contenido del mensaje, la orden del Senado.

–¿No hay forma de eludir ese mandato? – preguntó Catón, dudando, sin estar seguro de la oportunidad de su pregunta.

–¿Eludir esa orden? ¿Hacer como que no ha llegado? – Fabio meditó unos segundos-. No, no es posible. En el mejor de los casos eso sólo retrasaría lo inexorable. El propio Minucio seguramente vendrá con una copia de esa orden en sus manos. Es astuto como conspirador, lástima que en el campo de batalla su inteligencia se diluya notablemente. No, tenemos que acatar el mandato del Senado con diligencia, sin discutirlo. El Senado de Roma otorga y quita poder. Tendría que haber acudido personalmente al Senado -aquí se levantó y elevó el tono de voz-. ¡Esos imbéciles se dejan convencer por cualquiera! ¡Por Castor, Minucio Rufo con poder de cónsul! Hay que resolver esto con agudeza, Marco, con inteligencia.

El dictador cerró los ojos y se quedó quieto; sabía que la solución estaba allí, en su cabeza.

Al cabo de unas horas la alta y orgullosa figura de Minucio Rufo trazó su perfil en la puerta de la tienda del dictador de Roma.

–Adelante, adelante, querido Minucio -dijo Fabio, con tono cordial invitando al recién llegado a pasar al interior, loque éste hizo acompañado de varios oficiales de su caballería-. ¿Algo de vino?

Minucio rehusó el vino con el dorso de la mano, miró a su alrededor, vio a Catón y a varios tribunos de confianza del dictador y, volviéndose de nuevo hacia Fabio, mostró una tablilla. Fabio dejó la jarra de licor en la mesa y se sentó en su silla. Guardó silencio. No invitó a Minucio a sentarse. Miró la tablilla sin cogerla.

–Ya sé lo que pone -dijo al fin.

La fría respuesta del dictador no pareció incomodara Minucio. – Bien, pues a partir de mañana nos alternaremos en el mando de las legiones. – No,no lo creo, Minucio.

–¡Perdón? – dijo el jefe de la caballería. Su tono de voz revelaba que no terminaba de creer lo que acababa de escuchar-. ¿Te niegas a obedecer el mandato del Senado de Roma?

Fabio sonrió lacónicamente. Se admiraba de la simpleza de su interlocutor. Los oficiales presentes en la tienda, tanto los favorables al recién llegado como los tribunos fieles a Fabio, estaban expectantes. Si Fabio Máximo no obedecía, eso sería rebelión militar, traición al Estado.

–No,por supuesto que no me niego a cumplir el mandato del Senado de Roma -aclaró el viejo senador para sosiego de sus afectos y confusión de sus enemigos políticos.

–Pues no entiendo a qué viene negarse al mando alterno de las legiones. Ésta es la costumbre cuando se dispone de un único ejército -insistió Minucio.

–Ah sí,un solo ejército, cuatro legiones, creo que ahora nos vamos acercando a la clave de este debate. – Fabio empezaba a disfrutar con aquella conversación; había sido derrotado en el Senado, su imagen estaba desacreditada y a la baja, pero era Fabio Máximo y ante sí sólo tenía un bufón-. Verás, querido Minucio, hay más formas de cumplir con el mandato del Senado que la de relevarnos al frente de las legiones en días alternos.

–¡Otras formas?

–Por supuesto -Fabio le miró como quien está diciendo «parece mentira que no caigas en la cuenta, querido amigo»-. Claro, Minucio -Fabio prosiguió con un intenso tono paternalista, hiriente para su interlocutor, que se veía obligado a escuchar como quien atiende a un maestro en la escuela-. Veamos. Te lo explicaré para que lo entiendas: el Senado nos ha equiparado en el mando sobre el ejército, lo que es, a efectos prácticos, y no me duele reconocerlo, volver al sistema consular; es como si tú y yo fuéramos cónsules, Minucio.

–Cónsules… sí… eso es cierto -aceptó Minucio mientras fruncía el ceño desconfiando, temiendo un subterfugio para engañarle.

–Bien, veo que me sigues. Tenemos cuatro legiones, es decir, dos ejércitos consulares. Te propongo un acuerdo para cumplir con el mandato del Senado, para que tú puedas ver satisfechas tus pretensiones de mando sobre el ejército y yo quede también contento: dividamos las legiones entre los dos, formemos dos ejércitos independientes.

Fabio observaba a su oponente en el mando que le escuchaba con la frente arrugada y los labios apretados. Fabio continuó hablando.

–Escucha, Minucio, es lo más práctico: tú y yo no nos vamos a poner nunca de acuerdo en cómo llevar la guerra contra el cartaginés. Un día tú querrás llevar al ejército a un sitio y al día siguiente yo lo querré llevar a otro. Así no llegaremos ninguno de los dos a nada. Con el pacto que yo te propongo tendrás dos legiones, con su correspondiente caballería y fuerzas aliadas a tu entera disposición durante estos meses que restan del año para que busques a Aníbal y le plantees batalla allí donde creas más oportuno. Incluso estoy dispuesto a más: dejaré que entres tú primero en combate con él. Minucio, te estoy dando esa oportunidad que estabas buscando. Sólo pido lo que el Senado me concede a mí también: el cincuenta por ciento del mando, es decir, el cincuenta por ciento del ejército. Piénsalo bien. Es justo lo que propongo. Y, aunque no sé si lo apreciarás, es sabio. O si no, al menos deberás admitir que es lo más práctico. Créeme, el mando alterno no es una buena política cuando se está en una guerra como ésta.

Minucio se pasó la mano derecha por la barba. Se volvió hacia sus oficiales y en voz baja intercambiaron algunas palabras. Fabio mantuvo su sonrisa mientras se servía una generosa copa de vino. Se llevó la copa a los labios y saboreó el caldo con deleite mientras esperaba la decisión de su colega en el mando. Minucio dejó a sus oficiales y encaro de nuevo al viejo senador al tiempo que éste dejaba la copa en la mesa y se cruzaba de brazos.

–¿Y bien, Minucio? ¿Cuál es tu decisión?

–Acepto. Dos legiones para cada uno con su caballería y sus tropas aliadas.

–Correcto. Dos legiones -dijo Fabio y se levantó-, la primera y la cuarta para ti, la segunda y la tercera para mí, ¿te parece bien?

Minucio se giró hacia sus oficiales. Varios asintieron.

–De acuerdo: la primera y la cuarta para mí.

–Bien -concluyó Fabio-, pues no hay más que hablar. El Senado ha sido obedecido. Mis tribunos se encargarán de organizarlo todo junto con los oficiales que tú designes y ahora, por favor, dejad que descanse un poco. Tenemos una guerra que seguir y no debemos olvidar que nuestro enemigo sigue siendo Aníbal.

Con esto se sentó en la butaca, cerró los ojos y escuchó cómo todos iban saliendo de la tienda. Cuando volvió a abrirlos, sólo Catón permanecía en el interior.

–Ya me marcho -dijo-, sólo quería manifestaros mi reconocimiento.

Y salió sin esperar respuesta del senador. Fabio se sirvió otra copa de vino, levantó el vaso y brindó mirando al cielo.

–Siempre es gratificante tener alguien entre el público que valore lo que haces. Quizá esto sea lo que sientan los actores. No sé. No sé. Lo suyo es teatro, lo mío, la realidad. En fin, como quiera que sea, hoy hemos salvado la mitad del ejército. La otra mitad, claro, está condenada a muerte.

Aníbal se sentía cómodo. De nuevo tenía ante sí la situación idónea: un nuevo jefe militar de Roma, Minucio Rufo en este caso, al mando de dos legiones, como si de un nuevo cónsul se tratara, igual de ambicioso que los anteriores que habían caído en sus emboscadas: Sempronio en Trebia, Cayo Flaminio en Trasimeno o el propio Publio Cornelio padre en Tesino. El general cartaginés oteaba el paisaje que separaba su campamento del campamento del recién ascendido Minucio.

–Esa colina -dijo señalando el centro del valle-, Maharbal, quiero que tomen esa colina y que se escondan entre aquellas grutas varias unidades de infantería ligera y de caballería.

En el centro del valle una colina pedregosa, llena de hendiduras y grietas que se entreabrían hasta constituir profundas cavernas, se alzaba irregular pero dominante como un vigía silencioso de aquel territorío. Al otro extremo de la misma, en la parte más honda del valle, el general romano había acampado con la primera y la cuarta legión. Aníbal detalló con más precisión sus órdenes. Maharbal escuchaba siguiendo con sus ojos las indicaciones que Aníbal hacía señalando en el paisaje que les rodeaba, marcando así las posiciones que debían ocupar los soldados aquella noche. Al caer el sol, el jefe de la caballería de Aníbal desplegó los hombres por las cavernas y las hendiduras del terreno, hasta ocultar quinientos jinetes y cinco mil soldados por las diferentes laderas de la colina.

Amanecía sobre las legiones primera y cuarta. Un centinela romano observó movimientos de tropas enemigas en lo alto de la colina que los separaba del campamento cartaginés. Dio la alarma y en pocos minutos Minucio Rufo había convocado a sus tribunos para establecer el plan de ataque.

–Hay que conquistar ese altozano e impedir que carguen sobre nosotros desde ahí. Aníbal juega a provocarnos. Se cree que es otro como Fabio o quizá el mismo Fabio contra el que sigue luchando. ¡Vamos a enseñarle al cartaginés por fin cómo combaten las legiones de Roma!

Los tribunos salieron enardecidos de la tienda del jefe de la caballería romana y empezaron a organizar el despliegue característico e imponente de las legiones de un ejército consular: los vélites de la infantería ligera se ubicaron en primera línea de combate y avanzaron hacia las posiciones del enemigo en la colina; tras los vélites, Minucio ordenó que se incorporara la caballería y al final la infantería pesada.

Los cartagineses, bien atrincherados en sus posiciones elevadas en lo alto del montículo, se mantuvieron firmes ante la primera embestida de los vélites hasta el punto de conseguir que éstos tuvieran que replegarse detrás de la caballería y reagruparse con la infantería pesada romana al llover sobre ellos una intensa lluvia de jabalinas y dardos que diezmaron sus líneas. La caballería prosiguió el ascenso con el grueso de las legiones, pero cuando ya estaban a punto de entrar en lucha con las fuerzas cartaginesas apostadas en lo alto de la colina, las unidades de infantería y caballería que Aníbal había ordenado apostar por los diferentes recovecos naturales de todo aquel terreno empezaron a emerger de sus escondites sorprendiendo a los romanos por los flancos y la retaguardia o incluso surgiendo entre las propias líneas de la formación romana. El perfecto despliegue de las legiones se transformó en una batalla campal, que tenía lugar por todas partes en donde la estrategia romana había desaparecido para convertirse en una lucha cuerpo a cuerpo mortal y cruel. En este combate sin tregua los esforzados iberos y galos y las experimentadas tropas africanas y númidas empezaron a ganar terreno pese a la encarnizada resistencia de los romanos, heridos en su orgullo y azuzados por su general Minucio, que no cejaba en su empeño por mantener la formación de su ejército, algo que resultaba ya del todo imposible. Pronto el combate se transformó de igualada lucha a un repliegue confuso y convulso de los romanos perseguidos de cerca por la infantería y caballería cartaginesa. De nuevo, el desastre se cernía sobre otro ejército de Roma, cuando por el fondo del valle empezó a aparecer una larga columna de soldados avanzando a marchas forzadas, en perfecta formación, preparados para entrar en combate.

Aníbal observaba la batalla junto a sus generales. Todo marchaba según lo planeado, cuando nuevas tropas entraron en el valle. Al principio eran unas columnas de lo que parecía ser infantería ligera romana, pero al poco tiempo quedó dibujada sobre el extremo de la llanura la formación inconfundible de una, no, de dos legiones romanas más. Fabio entraba en acción acudiendo en auxilio de su colega en el mando. Aquello no entraba en los planes del general cartaginés.

–Nos retiramos -ordenó Aníbal.

Sus oficiales le miraron dudando.

–Nos retiramos, he dicho. Hemos diseñado un plan para derrotar a dos legiones no a cuatro. Nos retiramos.

Y sin esperar más, subió al caballo que le proporcionó un soldado y, junto con su guardia, se dirigió a Geronium, a la espera de la llegada de sus tropas.

Quinto Fabio Máximo paseaba acompañado de Catón. Atardecía y los últimos rayos del sol proyectaban infinitas sombras sobre aquel valle repleto de cadáveres y heridos. Cada ejército había perdido miles de hombres. Aún no tenían claras las cantidades exactas de muertos entre los legionarios ni de los caídos entre las filas del enemigo, pero al menos habían conseguido lo más cercano a una victoria, ya que el general cartaginés había optado por retirarse. Fabio Máximo había disfrutado con la sumisión de Minucio Rufo en su tienda, tras el desastroso combate que aquél había iniciado, rogando disculpas por sus desprecios anteriores y agradeciendo la intervención de Fabio para salvar a sus tropas y a él mismo de una muerte segura. Fabio había saboreado aquel dulce momento de victoria con avidez pero con el agrio conocimiento de saber que aquél era sólo un pequeño sorbo de lo que había ansiado para sí y los suyos. Contemplando los cadáveres desmenuzados sobre la tierra comprendió que, si bien aquel día había logrado una importante victoria, en el conjunto de las cosas su gran estrategia había fracasado. Sí, había conseguido varias victorias: había salvado su nombre y su prestigio con la venta de sus fincas para liberar a los prisioneros de anteriores batallas y había conseguido dejar claro que su forma de conducirse en la guerra no era incorrecta si se consideraba el desastre del ataque de Minucio, recién investido con el grado de codictador. Sin embargo, aun con el prestigio militar intacto, sus opiniones eran contestadas en el Senado y, por encima de todo, la guerra se alargaba más allá de sus designios. Todo tendría que haber concluido en aquel desfiladero de Casilinum de donde el cartaginés se le había escapado de entre la punta de los dedos. Aquél había sido el momento clave cuando la combinación de la noche, unos bueyes asustados y la inteligencia de aquel enemigo que se apuntaba ya como casi indestructible habían dado al traste con los designios de su gran plan: crear una guerra que fuera más allá de las guerras en las que hasta entonces había combatido Roma para que Roma, presa del pánico y el terror absolutos, temiendo por su propia existencia, recuperara la antigua tradición de la dictadura y, desde ese poder, poner él fin a aquel temor y de esa forma conseguir el dominio absoluto sobre el Senado, sobre Roma, sobre el mundo. Había sido un buen plan, una estrategia bien diseñada hasta que algo falló: Aníbal. A partir de ese momento, se daba cuenta, todo era posible y eso implicaba no sólo que pudiera no vencerse, sino que se pudiera caer en la más absoluta de las derrotas. Los legionarios a su alrededor, sus oficiales, Minucio Rufo, los senadores que recibían las noticias a esas horas, a través de los mensajeros, de la gran victoria de aquel día, todos estaban alegres, esperanzados. Fabio sintió la angustia de saberse solo en la clarividencia de sus augurios: Roma estaba al borde de su destrucción, aunque nadie más lo supiera. Sólo quedaba por saber el nombre del loco que capitanearía aquella ciudad hacia su naufragio definitivo.

LIBRO V LA MAYOR DE LAS

DERROTAS

Vincere seis, Hannibal, victoria uti nescis. [Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovecharte de la vic toria.]

LlVIO, 22,51,4. Frase que Maharbal dirige como reproche al gran general cartaginés.

59 El mayor ejército de Roma

Roma, primavera del 216 a.C.

Emilia, junto con gran número de familiares y amigos, se acercó hasta el Campo de Marte para despedir a las legiones que marchaban para terminar, en esta ocasión de una vez por todas, la guerra con Aníbal. El Senado había aprobado la decisión, propia de tiempos de emergencia, de incrementar el número de soldados por legión de cuatro mil a cinco mil. Y no sólo eso, sino que se había acordado proporcionar a los nuevos cónsules de aquel año, Terencio Varrón y Emilio Paulo, que al final accedió a presentar su candidatura según le habían pedido amigos y clientes, no dos legiones a cada uno, sino el doble: de forma completamente inédita en la historia de Roma, en aquel año del 216 a.C. se reclutaron hasta ocho legiones de cinco mil legionarios, a las que se completó con trescientos jinetes cada una, más las fuerzas aliadas y su propia caballería, hasta crear así el mayor ejército que nunca antes Roma había puesto en marcha: una inmensa fuerza armada de ochenta y siete mil hombres, el mayor ejército en la historia conocida por los romanos. Los cartagineses disponían tan sólo de entre cuarenta y cincuenta mil hombres, según todos los informes de exploradores y espías cotejados por el Senado.

Emilia había tomado posición en una ladera del Campo de Marte y desde allí observaba cómo las tropas desfilaban abandonando la ciudad para salir al encuentro de los cartagineses. Roma estaba henchida de orgullo y la joven Emilia compartía aquella sensación de forma especial: su padre era uno de los cónsules al mando y su prometido, un joven y apuesto recién nombrado tribuno incorporado al servicio en una de las legiones de su padre; pero no todo era satisfacción en el corazón de Emilia. Ajena a la desmedida confianza que los romanos ponían en aquel nuevo ejército, la joven sentía en su estómago la desagradable tenaza del miedo. Su padre y su prometido iban a la guerra, de nuevo. No temía tanto por su padre, al que había visto ir y venir en tantas ocasiones regresando siempre victorioso, como cuando venció en la guerra de Iliria, pero su querido Publio era tan audaz y estaba tan deseoso de cumplir con honor su cometido como tribuno de la legión que, pensaba Emilia, no dudaría en poner en peligro su propia vida si el deber lo requería, como ya hiciera en Tesino para salvar a su padre y detener a Aníbal. Emilia no quería para nada que su joven prometido cometiera una cobardía, pero su corazón dictaba deseos que iban contra la razón y la patria.

–Lo siento -se había confesado ante su padre aquella misma mañana-, sé que es impropio de la hija de un cónsul de Roma comportase así, pero es que… la verdad…

–La verdad -le ayudó su padre- es que quieres mucho a ese joven de los Escipiones, ¿no es así?

Emilia asintió, mirando al suelo, avergonzada. Acababa de pedirle a su padre que protegiera a su prometido y que evitara que pusiera en peligro su vida.

–Hija, escúchame bien. No hay que avergonzarse por querer de esa forma. Y pedir protección para un ser querido a tu padre no es indigno. No te puedo prometer que el joven Publio Cornelio no entre en combate, pues a eso vamos, pero te prometo una cosa, hija mía: ese joven que tanto te preocupa volverá sano y salvo a Roma. Volverá.

Emilia levantó su rostro y miró con ojos llorosos a su progenitor. Su padre había hablado con tanta seguridad que parecía absurdo ya hasta tener miedo por Publio. Su padre siempre había cumplido sus promesas.

Ahora, no obstante, asistiendo al desfile de las tropas desde aquella ladera, rodeada de las sonrisas y la seguridad de sus familiares y amigos, se dio cuenta de que se había pasado toda la mañana hablando con su padre sobre la seguridad de Publio y que había olvidado decirle que también se cuidara él, que también lo quería con locura, que sin él ella estaría como muerta. Estiró el cuello, porque los vítores de la gente anunciaban la proximidad de uno de los cónsules. En la lejanía, envuelto en una muchedumbre de decenas de miles de personas, acertó a ver la elegante figura de su padre caminando al frente de las legiones.

Emilio Paulo hizo llamar a dos tribunos para que le acompañaran durante la marcha de las legiones. En unos minutos el joven Publio y Cayo Lelio aparecieron y coordinaron su paso con el del cónsul para escuchar lo que el general en jefe tenía que comentarles sin detener el avance de las tropas.

–Fabio Máximo vino ayer a mi casa, por la noche -empezó el cónsul. Publio y Lelio, atentos, miraron a Emilio Paulo. Éste prosiguió con su relato.

–¿Os sorprende? A mí no tanto, no tanto. Estaba preocupado, por Terencio Varrón. Terencio le preocupa sobremanera y cuando algo pone nervioso a Fabio, éste no duda en dirigirse a quien considera oportuno. Así es Fabio: puede hacer el vacío a alguien durante meses o incluso atacarte en el Senado, pero en un instante, si necesita tu cooperación, se dirige a ti como si nunca hubiera cruzado una mala palabra contigo. Así es. Por mí que los dioses lo confundan, pero ayer estaba realmente tenso. «Emilio Paulo», me dijo, «cuídate de su ambición; sé que la gente detesta mi estrategia prudente, pero es la única que realmente se ha mostrado como efectiva; me dirijo a ti, Emilio Paulo, porque sé que tu experiencia puede ver más allá de nuestros enfrentamientos pasados; apelo a tu conciencia para que influyas este año en el ejército y sosiegues el alocado ánimo de Varrón. Temo un desastre». Y se fue.

–Sí, es extraña esa visita en mitad de la noche para comentar algo así – dijo Lelio.

–Más extraña es su preocupación -añadió Publio-, yo no he tratado mucho con Fabio Máximo, pero mi padre sí y no recuerdo que nunca le viera nervioso o preocupado.

–Exacto, exacto -se apresuró a intervenir Emilio Paulo-, lo que dices es muy adecuado; tu padre no te comentó que Fabio Máximo estuviera nervioso porque nunca lo ha estado, bueno, quizá…

dudó unos segundos, meditando, rememorando el pasado- sí, quizá cuando fuimos a Cartago, aquella embajada, ante la airada respuesta de los senadores cartagineses, todo ese griterío de voces a favor de la guerra; allí, diría yo, se sintió, me pareció detectarlo, incómodo, al menos incómodo, algo confuso quizá. Y aquella expresión la volví a ver ayer plasmada en sus ojos. Sí, era algo más: Fabio tenía miedo.

El silencio se apoderó de los tres. El paso rítmico de las legiones, en un avance acompasado de miles de soldados, generaba un poderoso estruendo, como un lento y constante bramido que ascendía por las laderas de las colinas de las afueras de Roma. Publio meditaba, al tiempo que avanzaba manteniendo el paso con el cónsul y su amigo Lelio. Era extraño aquel temor en un hombre como Fabio Máximo. Recordó entonces que una vez su padre le comentó que Fabio Máximo, además de senador, de cónsul y de dictador era augur, augur permanente: podía predecir el futuro. Eso añadía una dimensión adicional a su persona que acrecentaba el pavor que sentían por el anciano senador muchos de sus enemigos. ¿Habría visto algo Fabio Máximo en el futuro tan peligroso como para advertir a Emilio Paulo, uno de sus enemigos en el Senado? Publio echaba de menos a su padre. Emilio Paulo habló como si leyera los pensamientos de su joven tribuno.

–Lástima que Marte haya alejado a tu padre de nosotros. Su consejo hoy nos sería de gran valor.

–En todo caso -comentó Lelio-, tenemos ocho legiones y todas las tropas aliadas; éste es el mayor ejército del mundo. Yo creo que es Aníbal el que debe tener miedo, no nosotros. Es él el que está en territorio enemigo y cada vez con menos suministros. Algo de razón tenía Fabio en alargar la guerra, pero seguramente haya llegado el momento de poner fin a esta locura.

Emilio Paulo le miró sin decir nada y luego volvió sus ojos hacia el horizonte, hacia donde se encontraban las legiones bajo el mando de Terencio Varrón, que habían partido unas horas antes de la ciudad.

–Eso mismo creo que piensa Varrón -dijo el viejo cónsul-. La cuestión es saber si ya es el momento adecuado para terminar con Aníbal o si aún es pronto.

–Yo creo que la fruta está madura -insistió Lelio.

–¿Y tú, Publio? – preguntó el cónsul-. ¿Qué piensa nuestro tribuno más joven?

–Yo creo que si Fabio duda, debemos ser cautos. Recelo de su consejo, pero recelo aún más de ese general cartaginés. Aunque tengamos un ejército superior en número, creo que debemos ser cautos.

Emilio Paulo asintió con decisión.

–Te pareces cada vez más a tu padre -comentó-; seremos precavidos.

Publio sintió un profundo orgullo deslizándose por sus venas. Su mayor aspiración en la vida era aproximarse, al menos un poco, al gran prestigio y dignidad de su padre y, si fuera posible, al conocido valor de su tío en el campo de batalla. Las palabras de Emilio Paulo le hicieron sentir bien y, por unos minutos, la figura del temible general cartaginés quedó desdibujada entre los pensamientos más agradables de su mente.

60 Cannae

Apulia, verano del 216 a.C.

Abrigado por la noche, un hombre mayor, encorvado, vestido con una larga túnica gris de lana y cubierto su rostro por una capucha del mismo color, buscaba algo que comer entre los desperdicios que un grupo de soldados del ejército de Aníbal acababa de echar por encima de la empalizada del campamento. No era una pared alta, pues aquél no era un emplazamiento fijo para las tropas. Todos aguardaban la decisión del general. Roma enviaba un nuevo ejército contra ellos, uno más grande, más fuerte, se decía. Los soldados hablaban del futuro, del presente, de los problemas que les acuciaban. Unos centinelas iberos conversaban cerca de donde el viejo revolvía entre la basura. Los guardias llevaban túnicas blancas sucias, manchadas de sangre y espadas de doble filo terminadas en punta. Estaban tranquilos y un viejo carcamal muerto de hambre no era motivo de preocupación. No era extraño ver a niños o ancianos vagando cerca de los campamentos en busca de algo de comer. La guerra había llevado la devastación a toda la parte norte de Apulia y la devastación había conducido al hambre. También se acercaban mujeres al campamento. Éstas, si eran guapas y satisfacían a los centinelas, podían volver a sus casas con comida. Los niños podían mover a pena o ser rápidos y deslizarse en la noche y, a riesgo de su vida, escapar con algún pequeño trofeo: un trozo de carne, un pequeño saco de grano, unas verduras. Los ancianos, por el contrario, no tenían nada que ofrecer ni tenían ya la agilidad suficiente en sus piernas para poder robar. Sus flácidos músculos sólo les permitían remover la basura en busca de un resto comestible. Los guardias hablaban a pocos metros de aquel anciano arrodillado entre los desechos del rancho del ejército africano, en un dialecto de su tierra, en el que se refugiaban para no ser entendidos por los que los rodeaban ya que, quizá con la excepción de Aníbal y alguno de sus oficiales, nadie que no fuera de su tierra podía entenderlos.

–A los galos tampoco les han pagado.

–Sí. Lo sé. Ya son varias semanas.

–Y cada vez hay menos comida.

–Yo tengo hambre. Me comería a ese viejo si no es por lo seca que debe de ser su carne.

Rieron. El viejo no se inmutó por aquel comentario en una lengua ibera que debía de ser desconocida para él.

–Si esto sigue así -continuó el primero de los centinelas-, muchos piensan ya en pasarse a los romanos.

–¿Desertar?

–Llámalo como quieras. Yo lo llamo comer y sobrevivir. El otro centinela asintió despacio. Vinieron entonces unos segundos de silencio.

–¿Y el viejo? – preguntó uno de los guardias. – No sé.

Ambos miraron a su alrededor. El anciano se había desvanecido entre las sombras. No se preocuparon. Habría huido hacia los árboles con algo de basura o, más probablemente, sin nada, con su hambre a cuestas, hasta llegar a un claro del bosque donde sentarse y terminar muriendo a solas. Los guardias debían decidir si desertaban o, mejor dicho, cuándo lo harían. El ejército romano se aproximaba. No quedaba mucho tiempo y los víveres escaseaban. Muchas habían sido las promesas del general cartaginés cuando los trajo a aquel país y, si bien al principio las promesas se cumplían, el último año había traído pocas victorias y menos recursos y ellos no eran hombres pacientes.

Un anciano cubierto de una larga túnica gris, con una capa por encima de la cabeza ocultando su rostro, se alejó de la empalizada del campamento cartaginés rumbo al bosque cercano. Una vez difuminada su figura entre los primeros árboles, irguió su cuerpo hasta alcanzar casi su metro ochenta de estatura. Se estiró despacio, sin prisa alguna e inspiró con profundidad. La conversación que acababa de escuchar aún resonaba en sus oídos pero no le había hecho cambiar sus planes. Una vez henchidos sus pulmones de aire limpio, frondoso, verde, procedente de aquel bosque, desplegó sus brazos dejando caer la túnica. Bajo la luz del tenue sol que podía penetrar las copas de los árboles se distinguía un uniforme militar limpio, claro, sencillo, de oficial, de alto mando, pero sin alharacas ni adornos extraños. Sólo una serie de anillos en sus dedos proclamaban una distinción poco frecuente, pero difícil de ubicar para cualquier desconocido. Era un oficial cartaginés en medio de un mundo en guerra. Un extranjero en territorio enemigo que, no obstante, se movía con sorprendente calma. Una vez desprendido de su túnica, paseó por el bosque hasta encontrar un claro. Allí, acariciado por los rayos del sol naciente se sentó junto a un árbol y meditó durante media hora, en paz, en sosiego, pero con profunda intensidad. Debía tomar decisiones trascendentes en su vida, en aquella guerra y, sin saberlo aún, en la historia de la humanidad. Los mercenarios de Iberia estaban a punto de la rebelión y Roma lanzaba el mayor ejército de su historia contra los suyos. ¿Qué hacer? Eran momentos como aquél cuando echaba más en falta a su padre. Si estuviera él allí acudiría como cuando era niño, a refugio de su sombra a preguntar, «¿padre, qué debo hacer?, ¿padre, cuál es la mejor solución?». Pero el cuerpo de su padre fue enterrado junto a un largo río en Iberia y ya no estaba allí para preguntarle. Una sensación densa de desazón recorrió su piel incrementando el frío del rocío de la madrugada.

El oficial cartaginés se alzó y salió de aquel claro del bosque para, cruzando dos espesas hileras de árboles, emerger próximo a la empalizada del campamento del ejército africano en Apulia. Llegado junto a la puerta principal saludó a los centinelas africanos allí apostados y éstos devolvieron aquel saludo con una posición de firmes, ajustándose los cascos bien rectos sobre la cabeza, nerviosos, tensos, intentando aparentar que tenían bien controlado aquel puesto de vigilancia. El oficial se adentró en el campamento. La mayoría de los soldados se ponían en pie cuando veían a aquel oficial cruzando entre las hileras de tiendas que conformaban las grandes avenidas de aquella fortificación provisional. Así paseó aquel cartaginés hasta alcanzar el centro neurálgico de aquel campamento: la tienda del general en jefe. Ante ella, vanos soldados veteranos de las guerras de Iberia, los Alpes, la Galia Cisalpina y las campañas en Italia vigilaban en pie, armados, despiertos, preparados ante cualquier eventualidad gracias a su disciplina y su perfecta rotación en las guardias. Aquel oficial cartaginés se acercó hasta la misma puerta de la tienda sin ser molestado por ninguno de los centinelas veteranos y, cuando alcanzó la mismísima entrada de la tienda de Aníbal, uno de los guardias de la puerta dejó su lanza rápidamente en el suelo y con sus manos plegó la tela que daba acceso al recinto. El oficial asintió con un saludo y entró en la tienda. En el interior Maharbal y Magón le esperaban.

–Os saludo -dijo el oficial cartaginés al entrar.

Los dos generales le recibieron en silencio hasta que Maharbal se atrevió a expresar con sinceridad lo que pensaba.

–No deberíais pasear a solas al amanecer por el campamento.

–Lo sé -dijo Aníbal-, pero como general en jefe del ejército cartaginés expedicionario en Italia soy yo quien decide qué debo hacer y qué no, a no ser que sea ahora Maharbal quien decida qué debe hacer Aníbal y qué no. Hasta ahora pensaba que sólo el Senado de Cartago tenía la potestad para limitar mis movimientos.

Maharbal agachó la cabeza, pero formuló al menos, aunque fuera mirando al suelo, una tímida respuesta.

–Ya sabéis que no es eso lo que deseo decir. Me preocupa vuestra seguridad. Vuestra vida es nuestro salvoconducto en estas tierras y en esta guerra. Nos preocupa que os pase algo y son muchos los enemigos y muchas las artes que está dispuesta a utilizar Roma para terminar con vuestra vida. No veo razonable que os paseéis a solas por el campamento. Es lo que pienso.

–Los soldados africanos me respetan -respondió Aníbal, firme, seguro, retador.

–Lo sé -prosiguió Maharbal mirando al suelo mientras Magón, el hermano menor de Aníbal, contemplaba la escena en silencio-, pero hay muchos mercenarios, y los iberos y galos no están contentos. Hay que ser precavido.

Aníbal asintió lentamente y se sentó en una silla en el centro de la tienda. En Hispania se casó con una joven princesa ibera, Imilce, para asegurarse la lealtad de aquellos guerreros pero decidió no traerla consigo a su campaña de Italia. Cuando partió de Hispania no consideró necesario traerse a su joven esposa. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, se percataba de que quizá aquélla no había sido la decisión más inteligente, pero ya era tarde para lamentarse. Tendría que pensar en otras fórmulas para asegurar la disciplina de las tropas iberas.

–Vamos a Cannae. Atacaremos aquel fortín. Salimos mañana -concluyó Aníbal.

Maharbal y Magón se miraron, volvieron sus rostros hacia su general en jefe que había cerrado su ojo derecho, el otro permanecía semicerrado, herido, al haber perdido la visión en los pantanos del norte; asintieron y, sin esperar más aclaraciones, que sabían que no iban a recibir, salieron de la tienda y, una vez fuera, debatieron entre ellos cómo sería mejor trasladar las órdenes oportunas a los cuarenta mil soldados de aquel ejército para marchar hacia Cannae. Ambos sabían que allí había víveres, grano y alimentos en gran cantidad acumulados por el ejército consular romano. Acordaron que sería bueno extender ese rumor para motivar a los mercenarios.

Aníbal, mientras, permanecía en su tienda. En su mente aún escuchaba cada palabra de los mercenarios iberos: estaban a punto de desertar y Roma se acercaba con ocho legiones. Lo lógico sería abandonar, lo genial sería atacar. Se levantó, cogió un ánfora de vino de una estantería junto a una de las paredes de tela de la tienda y un vaso. Podría llamar a un esclavo para que le sirviera, pero estimaba más estar a solas. Llevó ambos junto a la mesa en el centro del recinto. Escanció vino. Bebió en silencio, contemplando un mapa del centro-sur de Italia donde se detallaban las principales ciudades de Apulia, el Samnium y Campania. Observó la posición de Cannae y la de Roma. Calculó la ruta de las ocho legiones visualmente sobre el plano y mentalmente cuantificó las fuerzas romanas y las suyas. Roma dispondría de unos ochenta mil hombres, entre las ocho legiones y las tropas aliadas. Él sólo tendría la mitad. Era el final de su expedición en Italia. O no. Escanció una segunda copa de vino. Cannae. Suministros y víveres. Los mercenarios estarían agradecidos aunque dubitativos. Los romanos venían con dos nuevos cónsules. Uno cauto, otro atrevido, según los informes de los espías. Se turnarían en el mando. Como en Tesino. Era un enfrentamiento incierto. Sobre el papel favorable a Roma. En su mente no tan claro, no tan claro. Difícil. Habría que ver el viento, la luz del sol, la caballería, sus veteranos, la división en el mando romano. Cada variable era una posibilidad, cada posibilidad una incertidumbre, cada incertidumbre una oportunidad. Aníbal bebió a solas aquel amanecer. No llamó a ninguna esclava aunque empezó a sentir ganas de yacer con una mujer. Tenía que decidir el curso de la historia. Apartó el nuevo vaso de vino que acababa de servirse. Necesitaba la mente despejada.

Pasó el día y llegó la noche. El campamento cartaginés quedó desierto. Sólo los rescoldos de las hogueras brillaban en la madrugada.

Los exploradores romanos se arrastraban por el suelo húmedo arropados por la oscuridad de las últimas horas nocturnas. Aníbal se había ido. Retornaron a sus caballos y en una hora los dos cónsules recibieron la noticia de la marcha del general cartaginés.

–¡Es una huida! – declaró Varrón a viva voz.

–Se han marchado -aclaró Emilio Paulo-, el motivo y la estrategia están por determinar.

Con desdén Terencio Varrón desechó el comentario de su colega y se dirigió a los tribunos allí congregados, entre ellos el joven Publio y Cayo Lelio, que asistían como testigos privilegiados a aquel debate. En la mente de Publio la escena le traía a la memoria la discusión entre su propio padre y Sempronio Longo previa al desastre de Trebia.

–Romanos, los cartagineses huyen ante nuestra sola presencia -la voz de Varrón se dejaba oír con fuerza y arrastraba las voluntades por el potente vigor que rezumaba persuasión-. Nuestro ejército es demasiado poderoso para el enemigo. El propio Aníbal lo reconoce dejando Geronium y poniendo rumbo al sur hacia el interior de Apulia. Y yo digo: éste es el momento de terminar con el invasor. ¡Persigamos a los cartagineses sin tregua! ¡Acabemos con los enemigos de Roma!

Se oyeron vítores de algunos soldados. Los tribunos permanecieron en un más controlado silencio para no contrariar al otro cónsul al mando, pero estaba claro que sus rostros denotaban impaciencia por la prolongada espera a la que estaba siendo sometido aquel gran ejército y en general una gran coincidencia con las ideas expresadas por Terencio Varrón.

Era el turno de Emilio Paulo. Hacia él se volcaron todas las miradas. El joven Publio pensó en hablar para apoyar la estrategia más prudente del viejo cónsul, pero ¿quién iba a hacer caso de un joven tribuno de tan sólo diecinueve años? Abriendo la boca podría quizá causar más daño a quien quería ayudar. Emilio Paulo, al fin, formuló una res puesta.

–No considero oportuno seguir a Aníbal sin antes delimitar el fin de su estrategia, pero ya que mi otro colega al mando estima lo contrario y no teniendo yo tampoco en mi mano un argumento preciso para oponerme, acepto que el ejército de Roma siga al cartaginés, pero sin entrar en batalla campal.

Las últimas palabras de Emilio Paulo apenas llegaron a oídos de los tribunos, ya que los gritos de muchos soldados, festejando el levantamiento del campamento actual y la actitud de Varrón con sus brazos en alto y sus rápidas órdenes a los tribunos de su mayor confianza para ponerse en marcha apagaron la bien modulada voz del viejo cónsul. Pronto la mayoría marchó; Publio vio cómo Emilio Paulo se sentaba en una silla frente a la puerta de su tienda mientras un esclavo le traía agua. El joven Escipión se acercó.

–Ya ves, muchacho -le comentó Emilio Paulo-, el ejército está deseoso de entrar en combate con quien no ha hecho sino derrotarnos una y otra vez.

Publio pensó en Tesino, Trebia, Trasimeno y, sin embargo, estaba la victoria de Fabio cuando ayudó a Minucio Rufo a escapar del ataque del cartaginés; pero Emilio Paulo prosiguió con su costumbre de aparentemente leer el pensamiento de su joven oficial.

–Y lo de Fabio cuenta poco -se anticipaba el viejo senador-, una victoria pírrica, más bien una retirada estratégica de Aníbal. Si algo he aprendido de ese hombre es que ha sido él siempre el que ha elegido el terreno para combatir y las fuerzas que había en lucha en cada una de sus grandes victorias. La entrada de Fabio aquel día no la tenía planeada y ante la duda se retiró. El propio Fabio corrobora esta certeza mía con sus propios consejos: siendo él el único que hasta la fecha ha causado una cierta leve derrota a Aníbal es el primero en promulgar la estrategia de la prudencia y el tiento. Terencio nos lleva a donde sólo los dioses saben. Y los augures que he consultado se contradicen. Unos piensan que este ejército es invencible y otros temen lo peor. Estamos en manos de Terencio.

Publio quería expresar su apoyo al viejo cónsul, pero no sabía qué podía decir que animara al senador.

–En fin, en una hora partimos hacia Apulia. Escucha, Publio, si entramos en combate, sigue mis órdenes en todo momento, es importante.

–Así lo haré.

Emilio Paulo se quedó unos segundos contemplando al joven tribuno.

–¿Qué edad tienes, muchacho? – Diecinueve años, mi cónsul.

–Diecinueve años y ya tribuno -el cónsul sonrió complacido-; mi hija es lista, muy lista, para lo bueno y lo malo; quedas advertido, mi joven amigo. – Y sin decir más, Emilio Paulo se alejó dejando al joven Publio entre orgulloso y confuso.

Dos soldados romanos jugaban a los dados. Era una madrugada cálida de verano y habían dejado sus capas de abrigo junto al fuego que habían encendido más por tener una luz que por calentarse. De hecho la sensación de frescor de la brisa del amanecer junto con el rocío sobre la piel desnuda de sus brazos y piernas era gratificante.

–Te toca -dijo uno de los soldados y le pasó al otro los dados. Había algunas monedas de plata sobre el suelo. Estaban apostando fuerte, absorbidos por la partida.

A su alrededor se veían unos muros semiderruidos: las murallas de la fortaleza de Cannae. Paredes desvencijadas, agrietadas y quebrantadas en multitud de lugares. Cannae había sido asediada, había resistido, caído, vuelto a ser asediada y vuelto a caer hasta quedar en ruinas. Representaba el ejemplo más claro de lo que estaba suponiendo la guerra para amplias regiones del territorio itálico. Su posición, no obstante, seguía siendo privilegiada, en lo alto de una colina desde la que se dominaba un amplio valle donde solía crecer el trigo, aunque la guerra no había permitido cultivar las tierras el año anterior. Sin siembra, el valle había quedado transformado en un inmenso tórrido mar de tierra y polvo durante los meses del asfixiante estío. Por ello, los ejércitos consulares del año anterior habían hecho acopio de provisiones en las regiones más al sur y las habían acumulado en el fortín de Cannae para así disponer de víveres en aquel territorio antaño fértil y ahora baldío por la guerra. De esta forma, junto a los muros en ruina se acumulaban centenares de sacos de grano, ánforas de vino y aceite y cántaros con agua, sal, frutos secos y miel. Todo lo necesario para abastecer a un gran ejército durante varias semanas, quizá meses, de lucha en aquella guerra que ya se prolongaba durante dos años.

Los dos soldados seguían enzarzados en su partida. Por fuera, alrededor del muro, pequeños grupos de legionarios patrullaban bordeando las murallas. Aún no habían tenido tiempo de levantar las empalizadas necesarias para hacer fuerte su posición en aquel lugar. El final de la dictadura de Fabio, las dudas de los cónsules del año anterior y las órdenes del Senado pidiendo que se defendiera la derruida fortaleza de Cannae hasta la llegada de los nuevos cónsules con las nuevas legiones, habían mantenido la guarnición en cierta indeterminación, sin saber si debían partir rápidamente con todos los víveres o bien fortalecerse en aquella fortificación en ruinas.

Aún era de noche cuando uno de los legionarios pensó que había visto algo entre las sombras de las rocas que rodeaban Cannae. Dudaba en avisar al oficial al mando de la patrulla, cuando se dio cuenta de que no podía hablar. Luego llegó el dolor. Cayó al suelo viendo cómo sus compañeros de guardia seguían una suerte similar. Caían dardos, decenas de ellos desde el cielo oscuro. Pensó en su familia y, con los ojos abiertos, dejó de respirar. En unos segundos treinta hombres desnudos, el cuerpo pintado de azul, armados con espadas y dagas, gateaban por el suelo, concluyendo con el filo de sus armas lo que los dardos habían iniciado. Con su destreza consiguieron que no hubiera mucho más que aullidos apagados de sufrimiento y sorpresa. Ascendieron a continuación un centenar de iberos con túnicas blancas y púrpuras tornadas en gris por el polvo de Cannae. Dejaron a los galos terminando su sangrienta tarea de concluir con las vidas de la patrulla romana y alcanzaron las murallas de la fortaleza. Habían seleccionado un entrante amplio, no bien guarnecido y por él se introdujeron en el fortín. Sólo entonces, al ver a los iberos campando a sus anchas en el interior de Cannae, se dio la voz de alarma entre los defensores, pero para ese momento, varios miles de iberos y galos rodeaban ya la colina de aquella ciudadela.

Fue una madrugada sangrienta.

Salió el sol.

Aníbal paseaba rodeado por sus hombres de confianza, aguerridos veteranos de África, por una fortaleza en ruinas, cubierta de cadáveres. Los mercenarios estaban satisfechos: los veía repartiéndose sacos de grano y ánforas de vino. Que beban, pensó. Había sido todo rápido y quedaba tiempo hasta la llegada de las legiones romanas de Emilio Paulo y Terencio Varrón. Aníbal tropezó con lo que pensó eran unas pequeñas piedras, resbaló y estuvo a punto de caer, pero haciendo alarde de unos extraordinarios reflejos para sus treinta y tres años, recuperó la vertical y maldijo en voz baja. Se agachó y cogió tres pequeños objetos: eran cuadrados por todas partes y tenían pequeños números romanos grabados en cada faz. Tenían algo de sangre fresca. Aníbal los contempló en silencio. Dados romanos. Miró a su derecha y vio los cuerpos de dos legionarios atravesados por flechas galas. La vida es una partida misteriosa, pensó el general, y se guardó los dados en el bolsillo. Caminó hasta el extremo sur de la fortaleza mientras a sus espaldas proseguía el reparto de víveres y bebida entre númidas, cartagineses, iberos y galos. Sus oficiales se ocupaban de mantener el orden en la operación intentando apaciguar ánimos y evitar peleas entre unos y otros. La fácil victoria y el amplio botín facilitaba aquella, en otras ocasiones, casi imposible tarea.

Aníbal miraba hacia el sur. Por allí debían venir las ocho legiones. Un ejército dos veces mayor que el suyo. Y todo de romanos y tropas aliadas. A sus espaldas sabía que tenía a mercenarios de muy diferente origen y de más dudosa lealtad. Los alimentos obtenidos en aquella escaramuza ayudarían a preservar la unión de sus tropas, pero ¿por cuánto tiempo? Examinó el valle polvoriento. La tierra sin labrar anunciaría la llegada de los romanos con tiempo suficiente para prepararse. Tanto polvo. ¿De dónde vendría el viento? Contempló despacio las laderas de las colinas que cercaban el valle.

Terencio Varrón encaraba a Emilio Paulo. Este último tenía el mando aquel día. Terencio estaba fuera de sí. Hacía días que habían acampado en Casilinum, desde cuyas fortificaciones se contemplaba la fortaleza de Cannae y tenían que presenciar cómo los cartagineses se repartían el botín de los víveres acumulados con gran esfuerzo y trabajo por parte del ejército romano del año anterior sin hacerles frente, sin hacer nada. Y además, las patrullas de aguadores romanos, cuando se acercaban al río próximo, el Aufidus, para aprovisionarse del líquido necesario para dar de beber a hombres y caballos, eran atacadas por la caballería númida sin que Emilio Paulo diera instrucciones más allá de proteger a las partidas de aguadores lo suficiente como para que realizasen su tarea sin devolver la provocación con expediciones de represalia que pudieran llevar a un enfrentamiento campal de los dos ejércitos al completo.

–¿Hasta cuándo hemos de parecemos a Fabio Máximo? – preguntaba Terencio sin mirar a su colega en el mando, sino dirigiéndose al gentío de legionarios que los rodeaba-. ¿Cuándo tendrá nuestro querido colega el ánimo de entrar en combate? – Y elevando el tono de voz-. ¿Para eso ha alistado Roma al mayor ejército de su historia, para que asista como niñas asustadas al espectáculo de su enemigo robándole la comida y el agua? ¿Somos legiones de Roma o pobres mujerzuelas aterrorizadas?

Emilio Paulo sabía que era difícil dar respuesta adecuada a la demagogia de su contrincante. Los legionarios se sentían seguros por su elevado número, por formar parte no de una ni dos ni cuatro, sino de hasta ocho legiones. Nunca antes se habían visto formando parte de una fuerza tan gigantesca. Nada podría detenerlos y menos el absurdo y cobarde desánimo de un cónsul viejo como Emilio Paulo. Éste sentía las miradas de desprecio de los legionarios y escuchaba los cada vez más frecuentes susurros entre dientes de los centuriones. Sólo contaba con el apoyo de sus tribunos de confianza, como el joven Publio, Cayo Lelio y algunos otros, y la coincidencia en valorar la cautela como la estrategia que se debía seguir de Servilio, uno de los cónsules del año anterior; pero era Terencio Varrón el que dominaba las almas del ejército y a quien los legionarios parecían estar más dispuestos a creer.

–Si no mandas atacar hoy, seré yo quien lo haga mañana -y con esa promesa Terencio se alejó arropado por sus tribunos, vitoreado por la gran mayoría de los legionarios que asistían interesados al enfrentamiento de sus cónsules.

Al día siguiente, fiel a su palabra, el cónsul Terencio Varrón ordenó que salieran las legiones y la caballería y que se dispusiesen en formación de combate en la llanura que se extendía entre Canusium y Cannae, entre el campamento general romano y las posiciones cartaginesas. Aníbal fue avisado en su tienda aquella mañana mientras aún yacía medio dormido sobre su lecho.

–Los romanos están sacando a su ejército -le informó Maharbal.

Aníbal se levantó con celeridad y mientras se ponía la coraza revisaba los planos que sus oficiales habían elaborado de la comarca. Maharbal indicó sobre uno de los mapas el lugar exacto en el que los romanos se estaban desplegando.

–¿Al sur del río? – preguntó Aníbal, pero no esperaba contestación, era como si hablase para sí mismo, por eso el asentimiento de su jefe de caballería quedó sin respuesta por parte del general en jefe. El general Himilcón y su hermano Magón entraron en ese momento. Ambos se acercaron a la mesa de los mapas.

–Que salga la infantería ligera -empezó a explicar Aníbal- y la caballería. Ocho mil infantes, pero toda la caballería. De momento reservaremos la infantería africana.

Las órdenes se transmitieron veloces y al cabo de unos minutos el cónsul Terencio Varrón llenó su rostro con una amplia sonrisa.

–Salen -dijo mirando a sus tribunos-, por Castor y Pólux, las ratas cartaginesas salen de su madriguera. Que avancen las legiones.

La formación romana avanzó con turmae de caballería intercaladas entre los manípulos de las legiones. En medio del campo de batalla la infantería ligera cartaginesa entró en combate con los vélites. Los inexpertos legionarios apenas resistieron la primera acometida cartaginesa, pero Varrón ordenó que la infantería pesada de la retaguardia los sustituyese consiguiendo nivelar las fuerzas y, en poco tiempo, hacer que el fiel de la balanza se inclinase a su favor. Para ello contó con la ayuda de los lanzadores de jabalinas y la caballería. Los mercenarios cartagineses lucharon con fuerza, pero el poder de la infantería pesada de las legiones les hizo perder terreno y sólo la presencia de la inmensa caballería cartaginesa impidió el desastre absoluto. Algunos oficiales cartagineses solicitaron la salida de la infantería africana pesada, los más veteranos de las fuerzas expedicionarias, pero Aníbal se negó sin dar más explicaciones. En ese estado de cosas, el combate se convirtió en un repliegue continuo de las tropas cartaginesas, que resistían como podían la embestida de las legiones, hasta que, con la caída del sol, Aníbal ordenó la retirada completa y el refugio de todas sus fuerzas de a pie y a caballo en las fortificaciones de Cannae.

Terencio Varrón vio su victoria absoluta truncada por la llegada de la noche. Los dioses le eran esquivos, pero su orgullo crecía en su pecho.

–Sólo el descanso del sol nos ha privado de aniquilar al enemigo. Sólo han ganado un poco de tiempo. Mañana podremos rematar el trabajo.

Los romanos no se replegaron hacia Canusium sino que Varrón ordenó establecer el campamento general allí mismo, en el centro del valle, donde habían obligado a Aníbal a replegarse. Durante la noche los dos cónsules reavivaron el debate sobre la estrategia a seguir. Emilio Paulo seguía incómodo con aquella situación. Aníbal no había sacado a todas sus fuerzas, ¿por qué?

–¿Por qué el cartaginés no quiso combatir hoy con todo su ejército? – Emilio Paulo preguntaba a Varrón y los oficiales presentes. Una hoguera en el centro del espacio demarcado por las tiendas de los oficiales iluminaba la escena proyectando sombras temblorosas que se estiraban por el suelo en un extraño baile de siluetas negras.

–No es eso lo que debe preocuparnos -respondió Varrón visiblemente contrariado por la tozudez de su colega en el mando-, ¿qué me importa a mí lo que haga ese cartaginés? El caso es que hoy hemos sacado las legiones y se han tenido que refugiar. Todo confirma que debemos promover una batalla campal y combatir con todas nuestras fuerzas y así terminaremos con esta pesadilla que parece asustar tanto a nuestro colega en el mando.

Algunas risas apagadas se dejaron sentir entre los presentes. Emilio Paulo, con semblante adusto y serio, se dirigió a los que reían con tono firme y seco.

–Mañana me corresponde el mando y se actuará según mi parecer ya que todo acuerdo con mi colega resulta inútil.

Con esas palabras Emilio Paulo se retiró a su tienda seguido por el joven Publio, Cayo Lelio y el resto de los tribunos de su confianza.

Aníbal escuchaba el viento de la noche. Sabía que el día había dejado mal sabor de boca entre sus hombres y hasta entre sus generales más próximos, como su propio hermano pequeño o el mismísimo Maharbal. Una extraña batalla la de aquel día. Mañana tendría el mando Emilio Paulo. No habría combate, al menos generalizado, campal. Todo tendría que ocurrir, pues, pasado mañana. Quedaban cuarenta y ocho horas. El viento se deslizaba hacia el norte. El Volturno lo llamaban los habitantes de aquella región. Un viento fuerte en los días del estío, siempre hacia el norte. Hoy habían combatido al sur del río y el aire cogió de costado a ambos contendientes. Luego estaba el sol pero aquello resultaría demasiado obvio incluso para alguien tan impetuoso como el nuevo cónsul Varrón. No, debía ser más sutil. Lo que estaba claro es que debían conducir el enfrentamiento al otro lado del río, pero ¿cómo llevar allí al grueso del ejército romano? De momento, con relación al otro lado del río, los romanos sólo se habían limitado a establecer un pequeño campamento al norte del Aufidus pero de pocas tropas, diseñado sólo para dar apoyo a los aguadores de las legiones. Sí, miró entonces al suelo y luego al cielo lleno de estrellas en aquella noche cálida. Se luchará al norte, más aún, se combatirá hacia el norte, acariciados por aquella brisa. Eso era una parte, el principio, luego quedaba cómo concluir aquel enfrentamiento. Éstas podían ser sus últimas cuarenta y ocho horas en Italia, en el mundo, o el principio de todo y el fin de Roma. Aníbal sostenía entre sus dedos los dados con los que tropezó unos días antes. La vida y la muerte, una extraña partida. Pensó en tirar los dados al suelo y ver qué números salían, pero se lo pensó mejor y no lo hizo. ¿Superstición? ¿Miedo? Sacudió su cabeza y, paseando despacio por el campamento, protegido de cerca por un nutrido número de africanos que, a una respetuosa distancia, vigilaban por la seguridad de su general, se encaminó hacia su tienda.

Al día siguiente, Emilio Paulo confirmó sus dudas. Se sentía mal ubicado, en medio del valle. Los cartagineses lanzaban escaramuzas continuas contra las fuerzas del campamento romano de apoyo establecido al otro lado del río, amenazando la tarea de recogida de agua y humillando a los romanos en pequeños ataques, donde los jinetes cartagineses dejaban muertos a decenas de soldados que poco podían hacer para guarecerse de los rápidos embates africanos. Emilio Paulo dio orden de que un tercio, pero sólo un tercio de las tropas cruzara el río y fuera al norte para defender a los aguadores estableciéndose en el segundo campamento romano. La llegada de parte de las legiones al norte del Aufidus hizo que de nuevo los cartagineses, con la caída de la tarde, se replegaran después de rehuir con cuidado un enfrentamiento abierto con las tropas recién llegadas desde la orilla sur del río.

La noche llegó, pero esta vez no hubo debate entre los cónsules en el cuartel general. Varrón y Emilio Paulo no tenían nada que decirse; se limitarían a turnarse en el mando.

Amaneció el 3 de agosto del 216 antes de Cristo. Aníbal había dado orden de repartir un desayuno extraordinario entre sus hombres antes del alba, excepto en el caso de los jinetes númidas, a los que había hecho acostarse con la caída del sol y comer algo de madrugada. Cuando el sol despuntaba, los romanos establecidos al norte del río recibieron el ataque de toda la caballería númida con una inusitada fuerza y ansia de lucha. Las legiones allí establecidas consiguieron repeler el ataque pero ¿qué ocurriría si los cartagineses sacaban más tropas desde Cannae y las enviaban al norte del Aufidus? El cónsul Terencio Varrón, al mando del mayor ejército de Roma, ordenó que el resto de las legiones que aún permanecían al sur del río cruzasen el mismo, vadeando su cauce escaso en aquellos días del verano, acompañadas por toda la caballería.

Aníbal, desde lo alto de una de las semiderruidas torres de la fortaleza de Cannae, vio cómo con el alba todo el ejército romano cruzaba el río y se establecía al norte, desplegándose siguiendo el curso del mismo hacia el Adriático. Respiró hondamente. Al norte, por fin, están al norte. Lanzó entonces al aire, muy altos, los dados que guardaba entre sus dedos desde el día que conquistaran aquel fortín y los vio volar desplazándose ligeros hacia el norte empujados por la intensa y creciente brisa de aquella mañana. No se quedó para ver con qué números le favorecían -o no- los dioses. Lo que quería que le dijeran los dados ya se lo habían dicho al desplazarse varios metros hacia el norte navegando en el cielo empujados por el viento. Bajó de la torre donde le esperaban su hermano Magón, su jefe de caballería y el resto de los oficiales.

–Desplegamos las tropas. Formación de ataque según lo planeado, a lo largo del río, todos al norte del Aufidus. Hoy es el día. Un día grande, para bien o para mal. Y que Baal y el resto de los dioses estén con nosotros.

En lo alto de una de las torres de Cannae, tres dados apuntaban al cielo con tres seises.

Varrón dio orden de que todas las legiones menos una y sus correspondientes tropas aliadas partiesen hacia el norte del río. Dejaba en el campamento del sur unos once mil hombres de reserva con la misión de atacar el campamento cartaginés una vez éste quedara semivacío si Aníbal respondía por fin sacando también todas sus tropas para plantear una batalla en campo abierto. Quedaban otros tres mil hombres en el pequeño campamento de apoyo al norte del Aufidus.

Publio cruzó el río junto con Lelio entre las legiones que debían posicionarse en el centro de la formación. Estas legiones estarían bajo el mando de Servilio y Atilio, ambos cónsules del año anterior, el segundo en sustitución del malogrado Flaminio. Por su parte, Terencio Varrón quedaba al frente de la caballería aliada en el flanco izquierdo y Emilio Paulo al mando de la caballería romana en el flanco derecho. El sonido de las tubas y las voces de los oficiales se escuchó durante minutos mientras se establecía el despliegue completo de las tropas. Publio avanzó hasta las primeras filas de los manípulos desde donde pudo observar la infantería ligera de los vélites adelantada al resto de las tropas. Miró a ambos lados y observó cómo el ejército romano se extendía varios kilómetros en ambas direcciones. Hasta donde su mirada alcanzaba sólo se veían legionarios y más allá aún, fuera de su campo dé visión, en sendos extremos de la interminable formación, sabía que estaban las turmae de la caballería aliada y romana. Miró entonces al frente. Ante el ejército de Roma Aníbal sacaba todas sus fuerzas de Cannae, que también cruzaban el pequeño río Aufidus. De esa forma el cartaginés iba a luchar de espaldas al curso del río. Era cierto que no era un gran río y que apenas llevaba agua y que no era invierno, sino agosto, de modo que, al contrario que en Trebia, el agua fresca del río era más un alivio que una dificultad. Pero le extrañaba que Aníbal, tan detallista en la elección de los enclaves para luchar, no hubiera tenido en cuenta aquello. Era como si quisiera poner a sus hombres una barrera que les impidiese retroceder, una señal inequívoca de la decisión de su líder: combatir hasta el final. ¿Y si ordenaba un repliegue? El río dificultaría la maniobrabilidad de sus tropas. ¿Por qué elegir ese sitio? Miró al cielo. No podía ser por tener el sol a sus espaldas, pues los romanos encaraban el sur, de modo que la luz del sol vendría para ambos por uno de los flancos sin menoscabar la visión a ninguno de los dos ejércitos. Había una suave brisa que a medida que amanecía y el cielo se poblaba de luz cobraba más intensidad.

–Es impresionante -comentó Lelio señalando al frente. Las tropas de Aníbal se habían desplegado ocupando la misma distancia que las romanas, casi tres kilómetros.

Publio asintió admirado por el poderío del cartaginés y la disciplina de sus tropas pese a estar compuestas de mercenarios de las más diversas regiones del mundo. En Tesino y en Trebia no hubo tiempo para apreciar el poder del enemigo.

Los cartagineses y sus aliados cruzaron el río en dos columnas, protegido el desplazamiento de los hombres por arqueros y lanzadores de jabalinas en la parte frontal, de modo que si los romanos decidían atacar antes de terminar el despliegue pudieran repeler la agresión con una lluvia de todo tipo de armas arrojadizas que diera tiempo a su propia infantería a reaccionar. No parecía dejar Aníbal mucho margen para la improvisación. Durante el despliegue cartaginés Publio continuó meditando sobre el río: vadeable sí, pero un obstáculo para todos, también para los propios romanos que, en caso de romper los flancos de la formación cartaginesa verían complicado atacar por la espalda a un enemigo que podría replegarse hacia el río. Después de todo, quizá aquella idea no fuera tan mala.

Una vez concluidas las maniobras de posicionamiento de las tropas, en el centro, justo enfrente de ellos, apenas a unos mil pasos se veía a hombres desnudos pintados con colores ocres, algunos azules y largas melenas, armados con gruesas espadas y lanzas; eran los galos que se habían unido a Aníbal desde su entrada en Italia; junto a ellos se veían los iberos vestidos con túnicas blancas y púrpuras blandiendo sus gladios de doble filo terminados en punta. Ambos grupos llevaban escudos y los golpeaban emitiendo un ensordecedor estruendo que surtía efecto en su objetivo de intimidar al enemigo. Publio miró hasta donde su vista se perdía buscando la caballería enemiga. En el horizonte observó los movimientos de grandes grupos a caballo que se establecían en las alas de la formación cartaginesa. Lo que no podía era discernir bien dónde se ubicaban los jinetes númidas y dónde los galos e iberos. Habían quedado con Emilio Paulo que éste les enviaría mensajeros con lo que ocurriera en su flanco para, de esa forma, estar comunicados durante la batalla. Al cabo de unos minutos, un joven centurión se acercó a Publio y Lelio con la información que anhelaban.

–Vengo desde la posición del cónsul Emilio Paulo -empezó el oficial-; es la caballería gala e ibera la que tienen enfrente. Unos ocho mil jinetes.

Lelio y Publio se miraron. Sabían lo que eso quería decir. El cónsul apenas contaba con dos mil cuatrocientos jinetes entre todas sus turmae de caballería.

–¿Se sabe algo del otro flanco? – preguntó Publio al centurión.

–Sí, dicen que son los númidas los que tiene frente a sí el cónsul Varrón, pero éstos son bastantes menos, unos dos mil, aunque es difícil de precisar ya que se mueven constantemente.

–Bien, centurión. Vuelve a tu posición.

El oficial se retiró por entre los manípulos de la infantería de regreso hacia la ubicación del cónsul que lo había enviado con aquel mensaje.

–Es imposible que el viejo aguante -comentó Lelio en referencia a Emilio Paulo.

–Es cierto -coincidió Publio-; pierde en una proporción de tres a uno y los galos e iberos son ya jinetes curtidos en muchas batallas. Ese flanco lo perderemos sin duda, sólo espero que el cónsul pueda replegarse a tiempo con las legiones.

–Varrón debería aguantar -añadió Lelio- eso nivelaría las cosas.

–Debería, tú lo dices, pero los númidas son los mejores guerreros a caballo que he visto nunca en combate; no tengo claro que Varrón sepa bien cómo combatirlos y, si perdemos ese otro flanco, nos quedaremos sin apoyo de la caballería. La batalla la tendremos que ganar aquí.

Nuevamente miró hacia el frente: galos e iberos agitaban los brazos con sus espadas en alto y en los extremos de la infantería estaban los soldados africanos, los más experimentados de Aníbal, los que habían luchado con él primero en Hispania y luego en toda su travesía por la Galia, los Alpes e Italia. Iban equipados con escudos, espadas, corazas y pila romanos, sustraídos a los cadáveres de las legiones arrasadas en Trebia y Trasimeno. De hecho, era difícil diferenciar aquellas tropas de las propias legiones de Roma. Excepto… Se veía que disponían de más espacio para cada soldado y más espacio entre líneas. Publio se volvió hacia sus tropas y observó que la orden de Varrón de invertir la configuración normal de los manípulos había hecho que los legionarios estuvieran mucho más agrupados de lo normal sin casi espacio para maniobrar. Como disponían de muchos más hombres, si se extendían en la formación clásica, varios miles de legionarios habrían quedado en las márgenes de la formación del ejército sin estar confrontados con las tropas de Aníbal, que eran la mitad en número. Varrón había ordenado que, en lugar de que cada manípulo tuviera dieciséis soldados al frente y diez filas de profundidad, que, de forma excepcional, aquel día, cada manípulo se constituyera con sólo diez soldados en cada fila con una profundidad de dieciséis filas. Eso daba mayor profundidad al inmenso ejército romano, y, en teoría, permitiría que todas las tropas entrasen en combate; sin embargo, Publio observaba cómo, una vez introducida esa modificación, el resultado final era un gigantesco apelotonamiento de hombres en una densa malla de soldados con apenas espacio para maniobrar. Sesenta y seis mil legionarios, no obstante, deseosos de entrar en combate imbuidos de las ansias de victoria transmitidas por Varrón y sus oficiales. Sí, concluyó Publio, tenían una gran superioridad numérica, pero eso no fue suficiente para los persas en Gaugamela frente a Alejandro.

El cónsul Terencio Varrón dio orden de que los vélites se pusieran en movimiento y entrasen en combate con la infantería ligera de Aníbal que también se encontraba avanzada. Así empezaron los primeros enfrentamientos de aquel largo día. Los guerreros más jóvenes de ambos bandos luchaban en pequeños grupos avanzando y retrocediendo alternativamente sin que ninguno de los dos bandos consiguiera vencer con claridad. Las posiciones de la infantería pesada se mantenían fijas hasta que Aníbal decidió terminar con aquellas escaramuzas y dar comienzo a la auténtica batalla.

El general cartaginés, al contrario que Terencio Varrón, que estaba en uno de los flancos con la caballería, se situó en el centro mismo de su ejército. Había confiado a su general Himilcón la caballería gala e ibera para que barriese a los jinetes romanos, mientras que a su hermano pequeño Magón lo retuvo consigo en el centro para tener a alguien de máxima confianza que le ayudase a dirigir las complicadas maniobras que había diseñado para con sólo treinta mil infantes enfrentarse a unas legiones romanas que le doblaban en número. A Maharbal le había mandado la misión más complicada: detener con sólo los dos mil númidas el avance de la caballería romana aliada al mando del cónsul Varrón. Sabía que Himilcón no tardaría en abrirse camino y no dudaba de que, si bien Maharbal pudiera ser que no consiguiera una victoria, era seguro que por allí no avanzaría Varrón con comodidad.

–¡Que avancen las falanges de galos e iberos! – dijo Aníbal; los había situado en el centro, entre otras muchas cosas porque desconfiaba de su lealtad y nada mejor que hacerles entrar en combate los primeros para asegurarse de que no huirían si las cosas se torcían.

Publio observó cómo las primeras líneas del centro de la formación cartaginesa avanzaban hacia ellos, sin embargo, la infantería africana de los extremos permanecía en sus posiciones. Aquello era extraño.

–¿Qué hacen? – preguntó Publio; pensaba que por su juventud aquél podía ser un movimiento que desconociera. Desde luego no estaba en ninguno de los volúmenes que había estudiado sobre estrategia militar y no era la forma en la que Aníbal había combatido en batallas anteriores.

–Ni idea -dijo Lelio, encogiéndose de hombros-; supongo que preserva parte de sus tropas como reserva. Sabe que le doblamos en número.

Pero la infantería gala e ibera avanzaba además de una forma peculiar, adelantándose más en el centro y menos en las alas, creando unas líneas de soldados curvas. Publio y Lelio, ubicados en la tercera legión, estaban no en el centro, sino hacia la derecha de la formación romana, de forma que cuando aquel avance galo-ibero adquirió la curva que trazaban en el campo de batalla, impedían la visión de lo que pasaba al otro lado de la llanura. Publio no podía verlo, pero intuía que Aníbal estaba dibujando una formación convexa cuyo diámetro en su parte inferior alcanzaría casi dos kilómetros, dejando en la base sendos grupos de infantería pesada africana sin moverse.

Varrón ordenó el avance del ejército romano. Publio y Lelio transmitieron las órdenes que llegaban del mando supremo del ejército a sus subordinados. Las legiones de Roma, en perfecta formación en línea recta, se adentraron en la llanura, pisando con sus decenas de miles de sandalias, pisadas que se unieron a los millares de los galos e iberos, contribuyendo todos con aquel movimiento de millares de hombres a levantar grandes nubes de polvo que despegaban de la tierra seca de aquel territorio sin siembra en medio de un caluroso verano. La brisa de la mañana se había transformado en un intenso viento que ascendía desde el sureste hacia el noroeste, arrastrando consigo todo el polvo que levantaban las grandes masas de soldados en movimiento, barriendo el valle justo en dirección opuesta al avance romano. Publio comprendió entonces por qué Aníbal había decidido luchar aquel día y en aquel lugar. El polvo cegaba a los romanos en su avance, dificultando su visión. Para ver tenían que protegerse el rostro, pero llevando una espada en una mano y un escudo en la otra aquello era complicado y ¿de qué desprenderse? La espada era imprescindible. Algunos optaron por abandonar el escudo, pero la lluvia de dardos y jabalinas que lanzaban los iberos hizo que la mayoría decidiese mantener en sus manos ambas herramientas y semicerrar los ojos para disminuir la molestia del polvo en movimiento veloz por el valle del Aufidus.

Publio acertó a ver a varios iberos que se acercaban a toda velocidad hacia su posición. Con el escudo frenó el potente golpe de una espada y con su arma pinchó por debajo del escudo a su atacante. Sus flancos quedaron cubiertos por un centurión y varios legionarios de los príncipes y los bastad. En el cuerpo a cuerpo la importancia del factor viento disminuyó un poco, aunque seguía siendo molesto y un obstáculo añadido que Terencio podría haberles ahorrado planteando la lucha en perpendicular al río. Claro que aquello era mucho pedir al cónsul al mando. Lelio, al que había perdido de vista por unos momentos, reapareció, su coraza cubierta de sangre, pero, a la luz de la agilidad en sus movimientos, debía de ser sangre enemiga.

–¡Adelante! – gritó Lelio animando a los enardecidos legionarios a avanzar contra los mercenarios de Cartago. Publio y Lelio combatieron juntos y, apoyados por los manípulos de legionarios, pronto avanzaron al tiempo que galos e iberos perdían terreno dejando cadáveres de compatriotas en su retirada, cuerpos acuchillados por las espadas romanas que eran pisoteados por las legiones en su incontenible avance. Hubo un pequeño receso al replegarse el enemigo con rapidez y reagruparse en nuevas líneas dejando unos veinte pasos entre un ejército y otro. Los romanos aprovecharon para reemplazar sus primeras líneas, agotadas ya por el esfuerzo, por la retaguardia dando paso a los triari. Publio y Lelio dejaron también que otros oficiales los relevaran en el mando de la infantería de primera línea y, así, aprovecharon para recuperar el resuello.

–¿Todo bien, Publio? – preguntó Lelio.

Publio tenía un pequeño corte en un brazo, aunque de escasa importancia, y el brazo del escudo le dolía por los golpes recibidos, pero, en general, estaba bien.

–Bien, bien -respondió entrecortadamente por lo rápido de su respiración. Sólo necesitaba un poco de aire. Desde la retaguardia observó cómo los triari proseguían con el avance que habían iniciado ellos. Los galos e iberos continuaban replegándose. La antigua formación convexa de las tropas cartaginesas había desaparecido en el continuo repliegue de su infantería hasta el punto de invertirse y empezar a crear una especie de bolsa, un saco sostenido en ambos extremos por las impertérritas falanges de la infantería pesada africana, que seguía sin entrar en combate. Los iberos y los galos estaban siendo barridos por los romanos, pero en su persecución atraían a las legiones hacia aquel saco que parecían guardar las tropas africanas.

–Esto no me gusta – dijo Publio, señalando a las tropas africanas que seguían sin participar en la batalla.

–A mí tampoco -confesó Lelio.

Ala izquierda cartaginesa

–Himilcón -ordenó Aníbal-, que Himilcón ataque ahora. ¡Quiero la caballería romana fuera de combate! ¡Ya!

Un jinete llevó la orden al galope. Himilcón asintió cuando el jinete le transmitió el deseo del general en jefe. No lo dudó un segundo y la caballería ibera y gala se lanzó hacia los caballeros romanos.

61 La caída del cónsul

Apulia, agosto del 216 a.C.

Ala derecha romana

Nos triplican en número, pensó Emilio Paulo, pero igualmente dio la orden de cargar contra el enemigo que acometía al galope contra ellos. El encuentro entre ambas fuerzas fue contundente y muchos jinetes de ambos bandos cayeron en el primer enfrentamiento. Las bestias relinchaban nerviosas, intentando evitar pisotear los cuerpos de los caídos, pero no siempre podían evitarlo y algunos tropezaban poniendo en peligro el equilibrio de sus jinetes, que no disponían de estribos sobre los que apoyarse.

Los iberos llevaban entre ellos honderos baleáricos, que aprovecharon la lucha cuerpo a cuerpo que se estableció para lanzar piedras contra las líneas de jinetes romanos más retrasadas. Emilio Paulo se esforzaba por mantener la formación de sus hombres y evitar que fuera desbordada por la superioridad numérica de la caballería enemiga, cuando una piedra que cruzó el aire silbando impactó en su cabeza. El casco mitigó el golpe en gran medida, pero el viejo cónsul sintió un chasquido en su cráneo, como si algo se soltase por dentro y, por un instante, perdió la consciencia. El temple de su caballo y la recuperación del sentido evitaron que el cónsul cayera al suelo, pero desde aquel momento sintió una extraña debilidad en todo el cuerpo, más allá de la normal por sus años.

–¿Se encuentra bien, mi general? – le preguntó uno de los lictores de su escolta.

El cónsul asintió y respondió conminando a que sus hombres impidieran el avance del enemigo, pero no se encontraba bien y al fin puso pie a tierra. Su guardia personal hizo lo mismo para defender a su general y, poco a poco, perdida toda posibilidad de reorganizar las líneas, todos los jinetes desmontaron. Himilcón mantuvo, no obstante, a parte de sus jinetes a caballo acosando a los romanos mientras otros jinetes luchaban desde tierra contra el enemigo. En pocos minutos la caballería romana estaba diezmada y cediendo terreno en una huida sin ningún orden. Los lictores rogaron al cónsul que volviese a montar para poder retirarse de allí y hacerse fuerte en el centro de las legiones romanas, a salvo de la caballería enemiga. Muy a su pesar, Emilio Paulo reconoció que allí no quedaba nada por hacer, que la posición estaba perdida y que lo mejor era refugiarse entre la infantería para, desde allí, ayudar en la batalla.

–Espero que Varrón haya tenido mejor suerte con los númidas. Vamonos de aquí -comentó Emilio Paulo, una mano en las riendas y otra en el casco. La cabeza parecía que le fuera a estallar o que le hubiera estallado por dentro. Galopando, él y su guardia personal se retiraron hacia las posiciones en las que se encontraban Lelio y Publio luchando contra la infantería ibera y gala.

Ala izquierda cartaginesa

Himilcón vio cómo su cometido estaba siendo conseguido a la perfección. La caballería romana había sido barrida, tal y como Aníbal había anticipado. Ahora quedaba seguir con la parte del plan que le correspondía. Reagrupó a todos sus jinetes y les ordenó que le siguieran.

Himilcón se lanzó entonces hacia el norte, bordeando las legiones romanas sin entrar en combate con ellas, alejándose hacia el horizonte seguido por sus miles de jinetes, sorprendidos de aquella maniobra, pero disciplinados siguiendo a su general. Eso sí, la nube de polvo de sus caballos fue un envenenado regalo para los confusos legionarios que veían con los ojos semicerrados cómo la caballería enemiga victoriosa, en lugar de lanzarse sobre ellos, se alejaba hacia el norte.

Ala izquierda romana

Terencio Varrón estaba satisfecho consigo mismo. Las cosas no podían marchar mejor. Las legiones avanzaban mejor incluso de lo que él mismo había previsto. El centro de la infantería cartaginesa cedía ante la contundencia del avance romano penetrando como una cuña, de forma que pronto conseguirían partir la formación de Aníbal en dos. A partir de ahí la superioridad numérica de sus fuerzas acabaña con los enemigos de Roma en unas pocas horas. Pensar que tantos generales habían sucumbido ante aquel cartaginés. No lo entendía. Un jinete le comunicó que Emilio Paulo tenía problemas con la caballería cartaginesa en el otro flanco. El pobre viejo. Seguramente terminaría cediendo. Aquello sería un inconveniente pero, con un poco de suerte, el viejo caería en el combate y así, aunque eso supusiera un pequeño contratiempo al tener luego que luchar contra ambas caballerías enemigas, podría después disfrutar por sí solo de la gloria de aquella victoria. Ya imaginaba su gran triunfo en Roma.

Frente a ellos estaba la caballería africana. Númidas decían que eran. Varrón ordenó que avanzara la caballería. Los doblaban en número. Terminarían primero con estos africanos y luego iría a resolver el desastre que hubiera organizado el viejo en el otro flanco. Avanzaron al encuentro de los númidas. Sin embargo, éstos rehuían el combate frontal. Se replegaban y, cuando los romanos se detenían, retornaban para atacar por los flancos. Cuando la caballería romana nuevamente se ubicaba para repeler el ataque de los númidas, éstos volvían a replegarse. Así llevaban una hora. Ya se cansarían. Mientras, las legiones avanzaban. Era cuestión de tiempo.

Centro del ejército romano

Emilio Paulo llegó junto a Publio y Lelio. En pocas palabras les explicó el desastre de su enfrentamiento con la caballería cartaginesa. Publio le comentó sus dudas con relación al continuado avance de las legiones. El cónsul miró con rostro serio a su alrededor. El muchacho tenía razón. Aquella maniobra era peculiar. Y la infantería pesada de Aníbal aún no había entrado en combate.

–¡Hay que detener este avance! – Emilio Paulo gritó para poder hacerse oír sobre el estruendo de la encarnizada lucha-. ¡Si seguimos adelantando nuestras tropas puede que nos ataquen por los flancos y la caballería, al menos por este lado, no podrá ayudarnos!

Publio y Lelio asintieron e intentaron contener el avance de las legiones, pero las órdenes que tenían los tribunos, muchos de ellos de la confianza de Varrón, eran las contrarias: avanzar sin parar un instante. Además, los legionarios estaban contentos de encontrar tan poca resistencia. Sentían que estaban, por fin, acabando con Aníbal. De esta forma, las órdenes de Emilio Paulo no surtieron ningún efecto y el viejo cónsul vio cómo las legiones proseguían con su avance entrando en aquel enorme espacio que el general cartaginés había dejado en el centro de su formación. En ese momento fue cuando Emilio Paulo tomó la decisión más importante de su vida: podía marcharse con su guardia hacia una zona segura bien alejado de la vanguardia o adelantarse con las legiones e intentar poner orden en aquel desatino. Meditó durante varios minutos. Suspiró al fin largo y despacio y cuando sus pulmones quedaron vacíos se dirigió a Publio y Lelio.

–Vosotros quedaos aquí, en la retaguardia; yo avanzaré con la vanguardia al frente de las legiones, ya que ésas son las geniales órdenes de nuestro querido colega en el mando, al que espero que algún día todos los dioses confundan para siempre jamás.

Publio fue a decir algo, pero el cónsul no dejó tiempo para aclaraciones o preguntas. Rodeado por los lictores fuertemente armados de su guardia personal se adentró en la formación romana, avanzando entre los manípulos hasta alcanzar la vanguardia. Allí los trian se turnaban con los hastati y los príncipes en el combate. Los vélites supervivientes estaban diseminados entre los diferentes manípulos. Era difícil moverse y las maniobras de reemplazar unas hileras de combatientes por otras de refresco eran complicadas. Además, tan agrupados eran un excelente objetivo para una lluvia de flechas o jabalinas. Emilio Paulo miró al cielo con temor. El molesto polvo arrastrado por aquel incansable viento le hizo intuir que lo peor estaba por llegar.

Centro del ejército cartaginés

Aníbal observaba todo desde el altozano en que se había ubicado para asegurarse así el control de todas las maniobras de sus tropas. La infantería gala e ibera estaba siendo diezmada, pero aquello no le preocupaba en demasía. La mayoría eran hombres de dudosa lealtad. Sin embargo, disponía de sus tropas de infantería pesada, compuestas de africanos veteranos y siempre fieles a su causa, intactas y dispuestas para entrar en acción. Himilcón, por su parte, ya había borrado a la caballería romana y había partido hacia su destino rodeando las posiciones de las legiones. Era el momento.

–¡Que avance la infantería pesada. Despacio, pero con firmeza! dijo el general.

–¿No esperamos a que Himilcón termine su misión? – preguntó Magón.

–No. No te preocupes. Cumplirá bien su cometido. Que avance ahora la infantería pesada. No quiero esperar más. El día avanza, el viento pronto dejará de incomodar a los romanos y no quiero que llegue la noche antes de tener decidida la batalla. Hay que empezar ya.

Magón asintió varias veces y se alejó para comunicar a los oficiales africanos, que hacía horas que esperaban ansiosos, la orden de entrar en combate ya que, en efecto, el general reclamaba que había llegado la hora en la que debían ponerse en movimiento.

Al sur del río, campamento romano y fortaleza de Cannae

Al sur del río, lejos de la batalla principal, la legión dejada por Varrón se esforzaba en seguir las instrucciones que éste había dejado a su marcha hacia el norte: tomar la fortaleza de Cannae, para evitar que Aníbal tuviera un lugar donde refugiarse una vez infligida sobre él la derrota que el cónsul tenía prevista. Los romanos, no obstante, se encontraron con una guarnición de veteranos africanos que defendían el fortín de Cannae como si de Cartago se tratase. Los legionarios eran rechazados una y otra vez, con jabalinas, flechas y, en las pocas ocasiones que algunos llegaban a las derruidas murallas, con la espada en una tumultuosa lucha cuerpo a cuerpo.

Los romanos se reagruparon en el valle frente a Cannae. Estaban sorprendidos y desanimados. No sabían bien qué hacer.

Centro de la batalla

La infantería pesada africana compuesta de dieciséis falanges de mil veinticuatro hombres cada una repartida en dos bloques iguales en cada uno de los extremos de la formación cartaginesa empezó a avanzar, pero con mayor velocidad en los extremos más alejados de la batalla y mucho más despacio en los lados más próximos al centro del combate, allí donde se encontraban las legiones romanas. De esta forma en unos minutos, como si de dos puertas se tratara, se fueron plegando sobre los flancos de las legiones enemigas.

Publio y Lelio, desde la retaguardia, observaban impotentes el desplazamiento de la infantería cartaginesa que se cerraba sobre sus filas.

–¿Y la caballería de Varrón? – preguntó Publio-. Por todos los dioses, ¿dónde está la caballería, Lelio? Sin su apoyo, terminarán por rodearnos.

Lelio no supo qué responder. Miró hacia atrás, buscando los jinetes de Varrón, pero lo único que alcanzaron a detectar sus ojos fue la inmensa polvareda que levantaba la caballería de Himilcón al rodear la retaguardia romana.

–Ésos van a por Varrón -dijo Lelio-; creo que no debemos esperar mucho apoyo de nuestra caballería.

Ala izquierda romana

Terencio Varrón comenzaba a desesperarse con la táctica de los númidas. Lo mejor sería olvidarse de ellos. Desde la distancia observaba cómo la infantería pesada cartaginesa empezaba un extraño avance lanzándose sobre los flancos de las legiones. Quizá sería más oportuno dejar a una parte de la caballería con los númidas y coger varias turmae para proteger los flancos del ataque de las falanges africanas. Varrón meditaba sobre todo esto cuando, desde la retaguardia, infinidad de jinetes enemigos se aproximaban al galope. Entretenido por las maniobras númidas y el avance de las legiones, no había observado el largo recorrido de la caballería de Himilcón.

–¡Estamos rodeados! – comentó un decurión al cónsul en espera de una orden para solucionar el problema, pero Terencio Varrón no tuvo tiempo de decidir ya nada pues, aprovechando la llegada de Himilcón con más de seis mil jinetes iberos y galos, Maharbal lanzó al galope a todos los númidas, esta vez dispuestos a entrar en lucha sin cuartel. Los romanos pasaron de las pequeñas escaramuzas de hacía unos minutos a un combate total rodeados de enemigos que los embestían, se replegaban y dejaban que nuevos jinetes de refresco los reemplazasen. Varrón vio cómo su superioridad numérica contra los númidas había quedado invertida, pues con la llegada de la caballería de Himilcón eran ahora los cartagineses los que los doblaban en número, pudiendo turnarse en los ataques que mantenían de forma continua para no dar posibilidad a que los romanos se recuperasen.

Varrón vio cómo sus caballeros caían uno a uno y cómo, al perder fuerzas sus hombres, éstos derribaban cada vez menos enemigos. Y las ^giones estaban siendo rodeadas por las tropas africanas. El cónsul no Podía entender lo que estaba ocurriendo. Si eran el mayor ejército de

Roma, dobles en número que las tropas de Aníbal, ¿qué pasaba?, ¿qué estaba pasando?

–Hay que marcharse, mi general -comentó uno de los lictores-. Aquí no podremos protegerle mucho más tiempo. Lo mejor es escapar ahora antes de que sea demasiado tarde.

Varrón miraba confuso a su alrededor. Veía a sus jinetes atravesados por lanzas númidas, por dardos iberos y galos; llovían piedras del cielo lanzadas por los honderos baleáricos y en la distancia veía sus legiones rodeadas por las fuerzas cartaginesas. ¿Cómo podía haber ocurrido aquello? Los jinetes caían heridos o muertos por todas partes. Estaban siendo atacados por todos los flancos a un tiempo y el desorden absoluto se apoderó de la caballería aliada romana. Algunos empezaron a huir en pequeños grupos que eran atrapados por los númidas y masacrados antes de que pudieran alejarse de la batalla. Los lictores y un par de decuriones se dirigieron al cónsul para que se organizase un rápido repliegue. Terencio Varrón no acertó a recuperar el orden en su caballería y al final optó por escapar con un nutrido grupo de jinetes compuesto de sus más leales oficiales, los lictores de su guardia personal y aquellos que pudieron unirse a ellos entre la confusión y el desconcierto reinante. Varios grupos de númidas se acercaron para acosarlos y algunos jinetes romanos cayeron acribillados por flechas o con sus brazos y piernas heridos por tajos profundos de espadas enemigas. Sin embargo, la mayor parte de aquel grupo, al ser mayor en número que los anteriores que habían intentado escapar, consiguió zafarse de los jinetes bajo el mando de Himilcón y Maharbal y, azuzados por el miedo y el ansia de supervivencia, desaparecer entre la densa nube de polvo que el viento Volturno seguía agitando con fuerza. El grupo de jinetes romanos derrotados y en franca huida no relajó su humillante galope hasta alcanzar la cercana fortaleza de Venusia. Allí, Terencio Varrón desmontó y ordenó reforzar la vigilancia de las murallas y fortificaciones de aquella plaza, mientras su orgullo herido de muerte le reconcomía las entrañas. Se encerró en una de las torres de Venusia y, a solas con su rabia, soltó lágrimas de desazón y angustia no por los muertos y el fracaso de Roma, sino por el final de su gloria, de su carrera política y de su fugaz poder. Todo se lo había llevado el viento de aquel día nefasto, como un sueño es borrado de nuestra mente cuando abrimos los ojos y descubrimos que estábamos dormidos.

Centro de la batalla

Publio vio cómo se aproximaban los cartagineses con su infantería pesada africana fuertemente armada con los mismos cascos, espadas y escudos que los romanos llevaran en Trebia y Trasimeno. Los dioses, sin duda, se solazaban en jugar con el destino de los hombres: las mismas espadas que se forjaron en Roma para detener al invasor eran las que los hombres de Aníbal utilizaban para masacrar a los propios romanos.

–¡Hay que defender los flancos, Lelio!

Con rapidez ambos tribunos se afanaron en formar con varios manípulos una improvisada defensa del flanco derecho en el que se encontraban, confiando en que el buen sentido de algún otro oficial se encargase del flanco izquierdo. Un legionario, herido en el brazo pero con aspecto de fortaleza y espíritu de combate en sus venas, se acercó a Publio mientras éste daba órdenes.

–El cónsul, tribuno, el cónsul Emilio Paulo ha caído herido. El desorden es completo en la vanguardia y los cartagineses se reorganizan.

Los ojos del legionario volvieron su mirada del joven tribuno Publio Cornelio Escipión, al que se dirigía, hacia las falanges de cartagineses que se abalanzaban por los flancos. En su rostro de soldado curtido en mil batallas se adivinaba la certeza del mal presagio de aquel movimiento envolvente de las tropas enemigas.

–¡Lelio! – gritó Publio desde su posición-, ¡ocúpate de mantener la formación en este flanco! ¡Han herido a Emilio Paulo!

Y sin esperar respuesta de su colega y amigo, se desvaneció entre una densa masa de soldados que pugnaban por abrirse camino hacia el frente de combate, embarullados por la falta de espacio para maniobrar en la abigarrada bolsa de legionarios en la que se habían convertido las legiones de Roma. Avanzando hacia la vanguardia, Publio volvió a encontrarse con el polvo en su rostro empujado por el viento con una tenacidad terca y cruel que volvía a cegarle en su camino en busca del cónsul caído. Al cabo de unos minutos, abriéndose paso a empellones y gritos, el joven tribuno alcanzó la posición del general herido, apoyado junto a una roca de grandes dimensiones rodeado por los licuores de su guardia, con varios jinetes pie a tierra y una docena de caballos de la antigua fuerza ecuestre del ejército romano desperdigados en Un extraño claro que la guardia del cónsul preservaba para alivio de su general herido.

Los lictores, que reconocieron al joven tribuno amigo de su general, se hicieron a un lado para permitirle acceder junto al cónsul. Emilio Paulo estaba sentado con una flecha cartaginesa en el muslo. Se había quitado el casco y un reguero de sangre brotaba de su sien derecha y se deslizaba con fluidez mortal por la mejilla y el cuello. Tenía un aspecto terrible, los ojos semicerrados para eludir el polvo en suspenso que rodeaba toda la batalla y que se mezclaba con la sangre vertida por su malherido cuerpo.

–¡Debéis marchar de aquí, mi general! – exclamó Publio nada más aproximarse al cónsul. Emilio Paulo sacudió la cabeza.

–Es ya demasiado tarde para mí, muchacho. No saldré de aquí ya. Así lo han querido los dioses, así será.

–Eso es absurdo -dijo Publio y se levantó para requerir la ayuda de los lictores-; ¡rápido, ayudad al cónsul a montar y preparaos para escoltarle fuera de esta zona! – Pero el cónsul alzó despacio su mano y el avance iniciado por los lictores se detuvo de inmediato. Debían obediencia total al cónsul, incluso herido, más aún en ese estado.

–Escucha, Publio, no te he hecho llamar para que me salves como hiciste con tu padre en Tesino. La vida se me escapa. No es la pierna sino esta herida en la cabeza. Un bárbaro me acertó bien desde el principio. Ha estado manando desde el comienzo de la batalla. No me quedan fuerzas ni arrojo. Permaneceré aquí y haré todo lo que esté en mi mano por mantener el orden. ¡No, no repliques ni contestes! ¡Eres tribuno de la tercera legión y estás bajo mi mando! – Aquí, además de elevar el tono de su voz de forma sorprendente, el cónsul, apoyándose en su espada se alzó y de pie continuó con sus palabras-. ¡Soy cónsul de Roma y me debes obediencia y fidelidad, así que ahora, tribuno de la tercera legión, escucha mis palabras y calla!

El joven Publio selló su boca asombrado por el esfuerzo sobrehumano del cónsul para imponer su autoridad más allá de lo que convenía a su propia supervivencia. Una vez asegurado el cónsul del silencio y la atención del joven tribuno, volvió a sentarse, casi desplomando su cuerpo maltrecho sobre el suelo. Varios lictores se acercaron, pero nuevamente la mano del cónsul se alzó y todos mantuvieron sus posiciones. Alrededor se escuchaban los gritos de los oficiales ordenando luchar y mantener las filas, y por encima de aquellas voces, un fragor inclemente de aullidos, golpes de espadas, silbidos de dardos y lanzas rasgando el aire, todo ello traído por un viento henchido de polvo y olor a sangre.

–Escucha bien, Publio. Has de marchar de aquí con aquellos oficiales de tu mayor confianza, abrirte camino por la retaguardia antes de que, además de la infantería, los cartagineses usen su caballería para hostigarnos. Varrón ha huido. Ya sé, ya sé, no digas nada. Los dioses lo maldecirán por su cobardía, pero ahora escúchame. Es importante. Forma un fuerte grupo de manípulos con tus más fieles y sal de aquí. Primero hacia el norte, a favor de este maldito viento. Igual que Aníbal lo aprovecha contra nosotros, tú puedes usarlo para luchar en dirección norte contra su infantería que nos acecha por detrás. Ayudado del viento y antes de que llegue su caballería, sal y luego gira hacia el sur, cruza el río lejos de la batalla y ve al campamento general que tenemos al sur. Varrón dejó allí dos legiones de hombres con la misión de atacar el campamento cartaginés. Seguro que Aníbal les habrá preparado algo, pero es difícil que les vaya peor que a nosotros. Con los hombres que saques de aquí y los del campamento debes replegarte a Canusio y hacerte fuerte allí hasta evaluar el resultado de esta batalla. A partir de ahí sigue tu criterio y, escúchame bien, muchacho: hazte valer, hazte valer por la fuerza si es necesario. No tenemos mucho tiempo. ¿Has entendido bien todo lo que te he dicho?

Publio asintió, aunque sin mucho convencimiento.

–Bien, bien, muchacho -continuó el viejo cónsul malherido; el aire entrecortado salía a trompicones de su boca mezclado en ocasiones con pequeños grumos de sangre que el general escupía a un lado sobre su ya ensangrentada coraza-; siento poner sobre tus hombros una carga tan pesada, pero intuyo en ti una fuerza que me anima a confiar en el más joven de mis tribunos; ahora sólo una palabras para mis hijos, sobre todo para Emilia; sé que Lucio Emilio estará a la altura de las circunstancias; salúdale de mi parte y dile que su padre luchó noblemente hasta el final; a mi hija… a mi hija es difícil qué decirle… qué decirle… escucha, dile que…

El cónsul contuvo la respiración, cerró los ojos. Publio pensó que había perdido el sentido y por un momento pensó en aprovechar esa pérdida de consciencia del cónsul para retomar su plan de sacarlo de allí, pero el anciano abrió los ojos de nuevo y le dijo las palabras que quería que transmitiera a su hija. Luego en voz alta ordenó a los lictores que sacaran de allí a ese tribuno para que cumpliera con sus órdenes. La fidelidad ciega de los lictores hacía imposible sacar al cónsul sin combatir contra todos ellos. Era un intento inútil iniciar una confrontación entre romanos rodeados de todas las fuerzas de Aníbal.

Publio partió de aquel círculo de dolor y sufrimiento establecido en torno a la silueta yaciente del cónsul caído y se encaminó hacia las posiciones de la retaguardia, donde debía de seguir luchando Lelio. En un último instante, Publio se giró y vio al cónsul montando a su caballo, ayudado por los lictores y, azuzando con los talones a su montura, dirigirse hacia el mismo centro de la más cruenta batalla que nunca jamás hubiera luchado Roma. Ésa fue la última vez que Publio vio la vieja silueta del cónsul de Roma, Emilio Paulo, el padre de su prometida, espada en ristre, enardeciendo con su poderosa y profunda voz a los legionarios que luchaban contra las fuerzas de Aníbal.

62 La retirada

Apulia, agosto del 216 a.C.

Retaguardia romana

Publio regresó a las posiciones de la retaguardia. La infantería africana estaba terminando de cerrar el cerco de las legiones. Lelio se esforzaba por reorganizar la confusa formación de los manípulos sin disponer de espacio suficiente para que éstos pudieran maniobrar. Caían dardos y jabalinas. Decenas de hombres heridos yacían en el suelo. Sus gemidos de dolor quedaban apagados por el fragor de la lucha, las espadas chocando en la primera línea de combate y los gritos de los oficiales.

–¡Lelio, Lelio! – dijo Publio-. ¡Nos marchamos de aquí! ¡Reagrupa a los manípulos de las legiones de este flanco, los hombres de la primera, la segunda y la tercera legión y abramos una brecha en las líneas!

Lelio miraba desconcertado.

–Es una orden del cónsul -aclaró Publio. Cayo Lelio asintió y se puso manos a la obra. Entre ambos consiguieron que varios manípU" los se reagrupasen para atacar la falange de la infantería pesada que estaba cargando contra ellos. Fue una lucha inclemente, donde más de un centenar de legionarios cayó abatido, pero al concentrarse en un punto concreto de la línea enemiga, aunque desasistiesen otros sectores, consiguieron empezar a abrir una brecha entre las filas cartaginesas. El viento, al luchar hacia el norte, les favorecía, tal y como predijo el cónsul, y los cartagineses, confusos por el renovado empuje del enemigo y por el polvo en su rostro, cedieron en su vigor. Se consiguió abrir un pequeño pasillo entre las falanges africanas que los cercaban y, de esa forma, el joven Publio y Cayo Lelio lograron reunir varios manípulos de la segunda legión; a ellos se les unieron los tribunos Quinto Fabio Máximo, hijo del ex dictador, que servía en la primera legión, con un nutrido grupo de legionarios bajo su mando; y también Apio Claudio, de la tercera, que consiguió reunir varios manípulos de su legión; de esta forma, bajo el mando de estos tribunos y sus centuriones, unos cuatro mil soldados consiguieron zafarse del cerco y escapar de la masacre más absoluta de la larga historia de Roma.

Corrieron hacia el norte primero y luego veloces hacia el oeste, hasta alcanzar el campamento menor romano al norte del río, pero dudando de la seguridad de aquel enclave poco fortificado, decidieron seguir hacia el sur. Entretanto, la caballería de Himilcón había taponado ya la brecha que la carga de los tribunos había abierto en las filas de la infantería pesada cartaginesa. El general cartaginés, no obstante, desestimó por el momento dar caza a las tropas romanas que buscaban refugio en el campamento principal romano, cruzando el río en dirección sur.

En unos minutos de marcha forzada los legionarios supervivientes de la primera, segunda y tercera legión alcanzaron el campamento general romano establecido en el valle, al sur del Aufidus, entre Cannae y Canusio. Allí Publio, Lelio y el resto de los tribunos esperaban encontrarse con las dos legiones que Terencio Varrón reservó para atacar el campamento cartaginés una vez éste quedase desalojado y semivacío durante la gran batalla campal al norte del río; sin embargo, sólo unos cinco mil habían sobrevivido a los sangrientos enfrentamientos en torno al fortín de Cannae. De cualquier forma, los tribunos deliberaron y acordaron que se debía proseguir con el reagrupamiento de todas las fuerzas posibles, de modo que se enviaron mensajeros al campamento al norte del río, por si allí quedaban tropas, para que éstas se reunieran con las fuerzas concentradas en el campamento principal al sur del río.

Al cabo de unas horas, un nuevo tribuno llegó desde el norte del río, acompañado sólo por seiscientos legionarios. A Publio no le cuadraban las cifras.

–¿Cuál es tu nombre, tribuno? – preguntó el joven Escipión al recién llegado.

–Publio Sempronio Tuditano.

–¿Cómo es que no viene el resto de los hombres?

El recién incorporado tribuno miró al suelo; su rostro delataba vergüenza y desprecio.

–Han preferido quedarse. Tenían miedo a salir. Cuando recibimos a vuestros mensajeros, se entabló un debate muy tenso. Unos pocos estábamos a favor de salir y cruzar el río para reunimos con el grueso de las tropas que habían pasado al sur del Aufidus, pero la mayoría ha preferido quedarse. Creen que el campamento del norte los protege de los cartagineses y se negaron a salir. Hasta tuve que encararme con los que querían quedarse, porque se negaban a abrir las puertas para que saliera con mis hombres.

Publio, Lelio y el resto de los tribunos miraban atónitos a Sempronio Tuditano. A eso había llegado el mayor ejército de Roma, a enfrentarse entre sí, unos manípulos contra otros, unos oficiales frente a otros, en medio de una desastrosa batalla campal.

–Has hecho bien en venir aquí, Sempronio Tuditano -respondió Publio quebrando el áspero silencio de humillación que se había apoderado de todos-. Aquí estás entre amigos. Tú y tus hombres sois más que bienvenidos.

Retaguardia cartaginesa

–¡Es una victoria absoluta! – anunció Maharbal regresando de sus posiciones avanzadas con la caballería.

Aníbal, en lo alto de una colina, rodeado de sus mejores generales, Magón, Himilcón y el propio Maharbal, observaba la retirada del enemigo.

–Han caído los cónsules del año anterior -continuó Magón eufórico, mirando a su hermano mayor con admiración mientras seguía con la letanía de bajas entre los generales romanos-, y creo que uno de los cónsules de este año. De sus generales sólo se ha salvado Varrón – Es una victoria completa, como dice Maharbal.

Todos estaban exultantes. Cansados, con pequeñas heridas en brazos, piernas, muslos, pero nada grave. Había sangre en sus corazas y cascos, pero en su mayor parte era sangre romana. Aníbal estaba satisfecho, pero se mantenía serio, centrado en los últimos movimientos de los romanos.

–Sí, sabemos que Varrón se ha dirigido a Venusia con unos dos mil hombres. Su ejército está diezmado. – Y con esas palabras Himilcón se sumaba a las valoraciones victoriosas del resto.

Aníbal asintió despacio pero, sin responder, señaló al horizonte. Todos se volvieron y observaron cómo un importante grupo de legionarios, apoyados por un pequeño destacamento de caballería, se abría paso entre las tropas cartaginesas para conseguir retirarse con cierto orden. Los cartagineses cedieron un poco de terreno, agotados como estaban también por el largo combate, porque incluso matar cansa.

–¡Que se vayan y que cuenten en Roma lo que aquí ha pasado! – concluyó Maharbal.

–Sí, eso está bien -confirmó Aníbal-, que nuestras tropas los dejen retirarse ya; vamos a perder más hombres en esa lucha de persecución y la victoria ya es nuestra. Es absurdo perder soldados sin necesidad y además no podemos permitírnoslo.

Aníbal permaneció quieto, mirando hacia lontananza, una mano cubriéndose el rostro para evitar la luz del sol de poniente. Algo había captado su atención: la columna de romanos, casi cuatro mil, que había conseguido reagruparse bajo el mando de algunos tribunos, era un triste espectáculo para el que se suponía que debía haber sido el gran ejército de Roma: centenares de hombres cabizbajos, heridos, exhaustos, sucios, caminando encogidos, asustados, encorvados sobre su dolor y su derrota.

Ejército romano superviviente al sur del río

Los tribunos estaban reunidos, haciendo balance, calculando sus fuerzas.

–Hemos cruzado el río con unos cuatro mil hombres, creo yo -dijo Quinto Fabio, mirando a los legionarios supervivientes de las legiones primera, segunda y tercera, sentados o tumbados, repartidos de forma desordenada por un amplio sector del campamento romano. Estaban agotados, hundidos.

–Sí -continuó Lelio-, y aquí había unos cinco mil más.

–Más seiscientos de Tuditano, eso hace unos diez mil hombres. Dos legiones -concluyó Publio-, esto es lo que se ha salvado al sur del río, dos legiones de ocho. Falta por saber con cuántos hombres se ha replegado el cónsul Varrón. Esto es un desastre.

Al ver el rostro de desesperación de los que le rodeaban, el joven tribuno lamentó haber pronunciado aquellas últimas palabras.

63 La deserción de los tribunos

Apulia, verano del 216 a.C.

Publio Cornelio, tribuno de las legiones de Roma, intentaba que los hombres mantuvieran la formación. El resto de los tribunos apenas daba muestras de ánimo suficiente como para transmitir órdenes con una mínima dosis de convicción.

–¿Adonde vamos? – preguntó Lelio, con la voz rasgada por una desesperanza que conmovió al propio Publio.

–A Canusio. Es la población más cercana bien fortificada en la que podemos encontrar refugio mientras vemos con qué fuerzas contamos más allá de las que hemos reagrupado aquí y entonces veremos qué se puede hacer.

–A Canusio, entonces -confirmó Lelio, aún con desazón, pero Publio detectó un tono más vivo en la respuesta. Lo vio alejarse comentando a todos los oficiales aquella orden. Ningún tribuno cuestionó la idea ni se planteó oponerse a que el más joven de entre todos ellos, con tan sólo diecinueve años, decidiera por todo el ejército superviviente. No había cónsules ya para mandar, no había apenas otros tribunos y los centuriones respetaban el coraje en el mando que el Escipión manifestaba: el nombre de aquella familia era respetado en el ejército y más en momentos de crisis. Quizá si el hijo de Fabio Máximo hubiera hecho algo por rebatir aquellas órdenes, las cosas hubieran sido diferentes, pero o no sabía o no quería decir nada. Poco a poco, en la más triste marcha militar que Publio jamás dirigiría en su vida, aquellos diez mil soldados, despojos del mayor ejército que nunca jamás hubiera alistado Roma, se arrastraron hasta alcanzar la pequeña ciudadela de Canusio. Allí acamparon, derrotados, sin alma ni ánimo, dejándose caer por entre las callejuelas de la ciudad, sentados, apoyados contra las paredes de sus casas unos, otros intentando levantar junto a la fortaleza algo que de alguna forma pareciese un campamento romano, con los pequeños pertrechos que habían podido salvar de la catástrofe. Apenas había víveres y poca agua. Los heridos más afortunados eran vendados con trozos de tela arrancados de las propias ropas de otros soldados. Otros se desangraban entre horribles alaridos de dolor sin que los pocos médicos supervivientes tuvieran tiempo de acercarse a ayudarlos. Canusio era el cementerio de las legiones de Roma.

En medio de aquel panorama de desesperanza el miedo comenzó a abrirse camino más allá de los padecimientos físicos de los hombres. ¿Cuánto tardarían los cartagineses en perseguirlos y darles caza? Las fuerzas de Aníbal apenas habían sufrido bajas comparables a las de los romanos y disponía bajo su mando de unas tropas eufóricas dispuestas a seguir a su líder a cualquier lugar. El miedo prende como una chispa entre la leña seca y, así, el temor empezó a propagarse, primero entre los legionarios, luego entre los oficiales de menor rango, hasta llegar a los centuriones y los propios tribunos supervivientes. Éstos, al fin, decidieron convocar una reunión para debatir sobre los pasos a seguir en aquellas terribles circunstancias. Junto a las murallas de Canusio, que a la mayoría de los soldados empezaban a antojárseles como una pobre defensa para las huestes cartaginesas embravecidas por la sangre enemiga vertida en Cannae, se reunieron Quinto Fabio, hijo de Fabio Máximo, Lucio Publicio Bíbulo, Apio Claudio Pulcro, Lucio Cecilio Mételo y Sempronio Tuditano entre otros, junto con el joven Publio; también fueron llamados varios de los centuriones de mayor rango y algunos de los oficiales de caballería más expertos, entre los que se incorporó Lelio. En total veinticinco hombres reunidos para dilucidar el destino de las escasas fuerzas que Roma había conseguido salvar del desastre y la muerte. Mételo fue el que empezó el debate.

–Estamos derrotados. No hay nada que hacer, sino ver la forma de salvarse. Hay que dirigirse a la costa por el camino más corto y buscar las naves de nuestra flota para buscar refugio en algún reino amigo. Refugiarse allí y esperar.

Aquello era alta traición, pero de alguna forma, tras ver diezmadas seis de las ocho legiones junto con innumerables tropas aliadas, las palabras de Mételo no fueron recibidas con especial desagrado por muchos de los presentes. Esto animó al tribuno a continuar con su discurso.

–Es horrible lo que estoy diciendo, lo sé, pero tenemos que entender todos que Roma, la Roma que todos hemos conocido, amado y respetado, ha llegado a su fin. Roma ya no existe como tal. No tiene ejército que la defienda. Las legiones han sido destrozadas por el poder cartaginés y Aníbal no tardará mucho tiempo en alzarse contra la ciudad. Han caído Atilio y Servilio y Emilio Paulo y Terencio ha huido. Nuestra única posibilidad es escapar hacia la costa.

Las palabras de Mételo parecían tener todo el sentido del mundo, pero era duro de escuchar, de aceptar. El miedo, no obstante, se había apoderado de todos y los informes que habían llegado de algunos exploradores que Publio y Lelio habían organizado para averiguar más sobre el auténtico estado de la situación sólo traían noticias que ahondaban en la magnitud del desastre: los cónsules del año anterior habían muerto, y lo mismo había ocurrido con el cónsul Emilio Paulo, como decía Mételo; y del otro cónsul, Varrón, no se sabía nada de momento; pudiera ser que estuviera vivo, pero aún no se conocía dónde podía estar y no llegaban emisarios con órdenes suyas, de forma que eran ellos, los tribunos y oficiales allí reunidos, los que tenían que decidir.

Publio había escuchado la intervención de Mételo con la boca entreabierta primero y luego apretando los labios con fuerza. Cuando se hizo el silencio y Mételo, con un fulgor brillante en los ojos se volvía hacia sus colegas, mirándolos a todos, en espera de asentimiento, Publio Cornelio Escipión rompió a hablar como un torrente al que sus aguas hubieran contenido en un embalse hasta que la presa revienta y desparrama el líquido como un mar de furia.

–¡No puedo dar crédito a lo que mis oídos escuchan ni a lo que mis ojos ven! Me pregunto, pregunto a los mismos dioses, ¿estoy muerto?, ¿estoy soñando? Porque veo a tribunos, centuriones y oficiales de Roma planeando una deserción en masa. Mételo dice que la Roma que nosotros hemos conocido está muerta. Yo digo que puede que eso sea así, pero no porque nuestro ejército haya sido derrotado, sino porque aquí reunidos, los presentes estamos decidiendo matarla por la espalda y a traición. ¿Huir a la costa, marchar de aquí?

En el ardor de su intervención el joven Publio se había hecho con el centro del espacio donde se habían reunido, de forma que para hablar a su audiencia iba girando sobre sí mismo, dirigiendo sus palabras en un momento a unos y al instante al otro lado. Todos le escuchaban absortos, tensos, como si los pies de cada oficial estuvieran clavados en el suelo.

–No hay lugar en este mundo lo suficientemente seguro y protegido para preservar a un traidor a Roma -continuó Publio-, pero es que además no puedo creer que vuestros corazones estén de veras considerando semejante sedición. ¿Quién de aquí no tiene amigos, familia, casa, hacienda en Roma? ¿Qué creéis que esperan vuestras familias y vuestros amigos de vosotros? ¿Queréis dejarlos solos ante Aníbal? Y sí, he dicho Aníbal. Veo vuestros rostros palidecer ante la sola mención de su nombre y me avergüenzo y escupo en el suelo. – Y detuvo sus palabras un segundo para subrayar su intención con el gesto mencionando; se aclaró la garganta y prosiguió a la misma velocidad, con mayor intensidad-. Los oficiales de Roma asustados por un nombre. Sí, puede que sea el mayor enemigo contra el que jamás hayamos luchado, quién sabe, puede que los dioses le hayan elegido como hacedor de nuestro desastre y conductor de nuestro fin, pero en lo que a mí respecta, mis familiares y mis amigos, mi casa y mi hacienda, saben qué esperar de mí. Yo partiré hacia Roma en unas horas, en cuanto se puedan reorganizar los hombres y atender los heridos. Marcharé hacia Roma para luchar por esa Roma que Mételo os dice que está muerta. Yo lucharé hasta la última gota de mi sangre incluso por el solo recuerdo de lo que Roma fue un tiempo. Y no sólo eso, no sólo eso. Aún os digo más.

Pero Publio se contuvo. Muy, muy despacio, se llevó la mano derecha a la empuñadura de su espada. Dudó. Se lo pensó dos veces y, finalmente, decidió continuar. Prosiguió, mirando fijamente a los ojos a Mételo y al resto de los tribunos.

–Os digo además que aquel que se atreva a desertar recibirá de mi propia mano el justo castigo que tal traición merece. Espero que mis palabras os hayan despertado de vuestra locura, pero no pienso detenerme a intentar convencer al que siga enajenado. Si alguien se niega a volver a Roma, que lo diga, pero para cumplir su deseo tendrá antes que matarme. Y si hace falta que uno a uno me enfrente a todos, así será. Veremos entonces de lado de quién están los dioses.

Nadie se atrevía a hablar. Publio, su mano en la empuñadura de la espacia, dispuesta a desenvainarla al más mínimo movimiento, giraba sobre sí, rodeado de los oficiales derrotados, supervivientes al desastre de Cannae. Cayo Lelio fue el primero en romper el silencio.

–Ya sabes que mi espada estará siempre junto a la tuya. Y antes de enfrentarse a ti, tendrán que matarme. Para mí Roma es nuestro objetivo.

–Bien -respondió Publio y se aproximó hacia la posición de Lelio.

–Yo también estoy contigo. – Y yo.

–Y conmigo podéis contar también. A Roma.

Eran las voces de otros tres tribunos, Lucio Publicio, Apio Claudio y Sempronio Tuditano.

–También yo. Roma es nuestro sitio y hacia allí debemos ir -dijo Quinto Fabio, sorprendiendo a Publio. Con él todos los tribunos excepto Mételo estaban del lado de Publio. El joven Escipión se acercó entonces hacia Mételo hasta quedar a un par de pasos de distancia.

–¿Y bien, Mételo? Quedas tú entre los tribunos. ¿Qué tienes que decir?

Los labios de Mételo temblaron sin decir nada. Durante unos segundos ambos tribunos mantuvieron los ojos fijos en el contrario, sosteniendo una mirada intensa cargada de pasión y fuerza hasta que Mételo bajó los ojos.

–De acuerdo. Vayamos a Roma y que los dioses nos protejan -concedió al final.

–Bien -respondió con rapidez Publio mirando al resto-, ésa es la orden de los tribunos.

Bajó él entonces la mirada y se pasó la mano derecha, que hasta ese momento había estado clavada sobre el puño de la espada, por encima de su cabello.

–Estoy cansado. Hoy ha sido un día muy largo y doloroso para todos -añadió sin ya mirar a nadie-, os dejo; decidid quién debe tomar el mando en nuestra marcha de regreso a Roma. Acataré lo que decidáis. Me voy a asegurarme de que se atienda lo mejor posible a los heridos. Lelio me comunicará vuestra decisión sobre el mando de las tropas.

Y sin volverse, salió del corro de oficiales por el hueco que éstos abrían a su paso para dejarle salir. Descendió desde el borde de las murallas de Canusio hacia el campamento romano y fue a las tiendas en las que se habían concentrado gran parte de los heridos en la batalla. Se entretuvo hablando con los dos médicos que, agotados, con las manos ensangrentadas, le comentaban que necesitaban agua y vendas para continuar y gente que los ayudase para trasladar cuerpos de un lado a otro y vino para emborrachar a los soldados a los que tenían que amputar algún miembro. El joven tribuno pasó así media hora, escuchando a los médicos, tomando nota de sus necesidades y dando las órdenes oportunas para que se atendieran las necesidades que éstos le planteaban. Luego se paseó entre los heridos, firme, erguido, serio. En los ojos de aquellos hombres se leía el miedo, peor aún, la desesperación, el desamparo. Sin embargo, se dio cuenta de que algunos de ellos respondían a su paso levantándose en señal de respeto o, algunos que no podían alzarse, inclinaban la cabeza mostrando su reconocimiento al rango del alto oficial que por allí pasaba. Publio sabía que esos hombres llevaban horas sin recibir ni la más mínima muestra de la existencia de una autoridad. Se acercó a muchos de los que se alzaban o le hacían alguna señal y les preguntó por su parte en la batalla, por quién o cómo habían sido heridos: unos explicaban que habían sido atacados por los iberos o los galos, pero la gran mayoría confesaban que habían sido heridos por los africanos cuando luchaban desesperadamente por defender los flancos del ejército. Luego estaban los que se habían visto sorprendidos por la caballería enemiga y los que habían sido presa de jabalinas o piedras arrojadas por los temibles honderos baleáricos. De cada uno escuchó su relato, que todos abreviaban conscientes de que el tiempo de un tribuno era algo valioso y que no era frecuente que un oficial de tan alto rango caminase entre los heridos y se preocupase por sus sufrimientos.

Publio salió de aquellas tiendas aturdido por el olor a sangre y la sensación sobrecogedora de abatimiento que se había apoderado de todos aquellos legionarios. Sin embargo, percibió la extraña sensación de que de algún modo su futuro estaba unido a cada uno de esos hombres. Sin saber por qué, pensó que aquélla no sería la última vez que •ba a ver aquellos rostros acercándose a él y hablándole de sus acciones en una batalla. Publio sacudió su cabeza. El enfrentamiento con los tribunos le había agotado y ya no sabía ni lo que percibía ni lo que sentía. Vio entonces a Lelio bajando desde el lugar de la reunión de los oficiales al tiempo que el resto de los tribunos y centuriones deshacía el corro del cónclave en el que se acababa de decidir quién debería tomar el mando. ¿Habrían cambiado de opinión? ¿Habría vuelto Mételo a intentar persuadir al resto para que traicionaran a Roma? Antes de que pudiera responderse mentalmente a tales preguntas, Cayo Lelio llegó junto a él.

–Ya está decidido: vamos a Roma, como se había quedado tras tu intervención -dijo Lelio como si leyera sus pensamientos.

–Bien, bien, ¿y quién tiene el mando? Cualquiera me parecerá bien excepto Mételo, pero si se ha decidido que sea él yo lo acataré aunque…

–El mando -le interrumpió Lelio- lo tienes tú. – ¿Yo? Pero si soy el tribuno más joven.

Lelio levantó sus manos con las palmas abiertas hacia arriba y levantó las cejas.

–Puede ser -dijo-, pero tú tienes el mando. – ¿Y todos estaban de acuerdo?

–Bueno, para ser sincero han sido Lucio Publicio y Apio Claudio los que te han propuesto; a ellos se han sumado casi todos los centuriones y el resto de los oficiales; Quinto ha concedido con la cabeza y Mételo no ha dicho que sí, pero tampoco ha dicho que no. Pero lo que procede ahora es que tú mismo te laves las heridas de los brazos.

–Tienes razón.

Publio tenía pequeños cortes en brazos y piernas a medio cicatrizar, pero ocupado primero en evitar la deserción de los oficiales y luego en que se atendiera bien al resto de los heridos, no se había ocupado de atender a su propio cuerpo.

–Vamos a por agua -dijo Lelio y Publio le siguió en silencio, casi como un niño siguiendo a su madre que se ocupa de curarlo. El joven tribuno estaba abrumado. Había recibido el mando de manos del resto de los oficiales y tribunos aun siendo el más joven. Siempre había soñado con estar al mando de una legión y servir con honor a su patria, lo que nunca había esperado ni podía haber imaginado es que su primer mando sobre un número de soldados equivalente a dos legiones iba a tener lugar tras la mayor de las derrotas, comandando a los supervivientes y heridos de la peor de las batallas en las que Roma hubiera luchado. El destino nos conduce por caminos extraños e inesperados.

64 El molino y el teatro

Roma, agosto del 216 a.C.

Tito no pudo dormir aquella noche. Extrañas noticias venidas desde el frente de guerra se habían difundido por la ciudad: una derrota aún mayor que las sufridas hasta ahora parecía haber tenido lugar en Cannae. El mayor ejército que nunca jamás Roma había armado antes, ocho legiones con todas sus tropas aliadas, había sido derrotado, arrasado por Aníbal. La ciudad se convulsionaba. Sus habitantes corrían de un lugar a otro contándose las horribles noticias y todos parecían estar presos del pánico. Eran las cuatro de la mañana y Tito debía salir para acudir al molino a incorporarse a su trabajo diario o, de lo contrario, no le pagarían y se vería sin comida y sin posibilidad de satisfacer el coste del alquiler de su estancia, refugio del frío, la lluvia y, en las noches de verano, de todos los maleantes, borrachos y ladrones que poblaban las calles de la ciudad nocturna.

Tito estaba cercano al foro cuando un gran griterío le sorprendió por una de las calles adyacentes. Una muchedumbre encabezada por sacerdotes entre los que le pareció distinguir al pontífice máximo llevaba una mujer presa. Se trataba de una de las vírgenes vestales que, según gritaba la multitud enfervorecida, había sido infiel a sus votos y había entregado su pureza a un hombre que ya había sido ejecutado por las autoridades, lo que significaba que el pontífice máximo o algún otro alto sacerdote lo habría apaleado hasta morir delante de un gentío anhelante de muerte, ciudadanos que con sangre ajena buscaban congraciarse con unos dioses que los habían abandonado. Había que restablecer la paz con los mismos, limpiar las ofensas que los dioses debían de considerar que los romanos habían perpetrado contra ellos. De otra forma no se podía entender la inacabable serie de derrotas bélicas, a cuál más desastrosa, hasta llegar a la destrucción completa del mayor de sus ejércitos. Tito volvió a centrarse en la joven que arrastraban por los pelos y por los brazos, estirados, amoratados por los golpes recibidos en su cruel traslado, gimoteando entre sollozos y aullidos, una prisionera impotente ante la fortaleza física de sus captores.

–¿Adonde la llevan? – preguntó Tito a uno de los que observaban la muchedumbre avanzar hacia el foro.

–A enterrarla viva. Es la sentencia que procede por romper sus votos y traer la desgracia sobre Roma.

Así era. Los romanos buscaban culpables del mayor desastre militar de su historia y aquellos que se hubieran deslizado en sus cometidos serían los primeros en caer. Y sólo era el principio de un sangriento amanecer. Pasó la multitud y tras ella vinieron legionarios con dos parejas de esclavos: una mujer y un hombre galos, y, a continuación, una joven y un joven griegos y tras ellos otro tumulto de ciudadanos coléricos. Eran conducidos para un sacrificio humano. Roma iba a perpetrar sacrificios humanos. Algo desconocido en años, en decenios, en siglos. La ciudad estaba perdida, desesperada, sin rumbo. Legiones y legiones caían ante su mortal enemigo. Nadie parecía poder frenarla. El equivalente a cuatro ejércitos consulares había desaparecido en Cannae. No había nada que impidiese el avance del cartaginés sobre la ciudad. Sólo los dioses podrían salvarlos. Había que aplacar su rencor, regar con sangre humana sus altares y elevar las plegarias al cielo humillados, de rodillas, postrados.

Tito escuchaba las rápidas conversaciones de los que le rodeaban: los libros sagrados habían sido consultados, y los sacerdotes, y se había dictaminado que eran necesarios sacrificios más allá de toda costumbre. Las parejas de esclavos, encadenados entre sí, eran empujadas por los legionarios camino del foro.

Tito Macio no quiso saber nada más de todo aquello. Quizá en unos días entrase Aníbal en aquella ciudad y acabase con todos, con los que han de ser sacrificados según los sacerdotes y con los que ahora actuaban de verdugos. Quién sabe, quizá para él y otros miles de semiesclavos y esclavos, libertos y otros miserables de la ciudad, la llegada de un nuevo orden fuera lo mejor. Entonces un pensamiento terrible y sombrío le aturdió. Si bien pudiera ser que una vez Aníbal conquistase la ciudad las cosas mejorasen para él, pues poco más podían empeorar a no ser que fuera seleccionado como víctima para uno de aquellos despreciables sacrificios, también podría ocurrir que, si el general cartaginés se acercaba a la ciudad, aquello derivase en un asedio; un largo e infinito asedio, porque Roma no se rendiría sin luchar; de eso estaba seguro. El Senado presionaría para levantar una larga e intrincada defensa y Aníbal rodearía la ciudad durante semanas, meses, puede que incluso años. Y con el asedio sin fin vendrían el hambre y las enfermedades. Más penurias que añadir a la miseria que ya padecía. Además, los primeros en sufrir todo aquello serían los más desfavorecidos. Fue en ese momento cuando Tito concibió la idea de escapar de Roma. Veloz puso rumbo hacia la puerta más próxima de la ciudad. En pocos minutos llegó a la misma, esquivando centenares de personas que, en dirección contraria, se encaminaban hacia el foro. En la puerta, para su pesar, Tito descubrió un obstáculo insalvable: legionarios, armados con pila, espadas y corazas vigilaban el paso. A los pocos que entraban se les preguntaba de dónde venían, sus nombres, adonde iban. Algunos eran apartados a la espera de confirmar alguna de las informaciones que habían dado. Se les veía nerviosos, asustados, igual que los propios soldados que los custodiaban a la espera de ver qué sé debía hacer con ellos. Y, lo peor de todo: nadie salía. Sin duda, el Senado ya habría dado órdenes de cerrar el paso a todos los que fueran a salir. No querrían una desbandada general y que la ciudad quedase sin ciudadanos a los que recurrir cuando llegase el momento de establecer la última defensa. Un asedio. Eran los prolegómenos de un asedio. Tito había escuchado historias terribles sobre los interminables asedios de ciudades como Sagunto. Ocho meses. Al final, todos muertos. Todos. Después de una implacable lucha, horribles enfermedades y hambre. Un jinete llegó hasta las puertas. Deseaba salir. Fue detenido por un grupo de centinelas. El caballero mostró una tablilla que los legionarios observaron sin poder leerla. Vio cómo la pasaban a un centurión que estaba al mando del puesto de control. El oficial leyó con detenimiento el mensaje escrito y dio orden de dejar pasar al jinete. Tito vio cómo caballero y montura se perdían por la Vía Appia hacia el sur, alejándose de la ciudad. Bajó la mirada. Él no tenía salvoconducto que mostrar y sus ropas raídas, sucias, malolientes no iban a concitar ninguna confianza entre aquellos legionarios. Se quedó unos minutos observando la calzada por donde se perdía la figura de aquel jinete y sintió lo hermoso que debía de ser disfrutar de libertad en un mundo en paz. Sólo tener un trabajo honesto, lo suficiente para comer y no tener a cada momento por la guerra. Un mundo imposible, una fútil añoranza. Nunca estuvo mejor que cuando trabajaba para Rufo en el teatro. Si Praxíteles viera en qué se había transformado aquella ciudad. El viejo griego le contaba cómo terminó hastiado de las constantes guerras entre las diferentes ciudades griegas: los etolios, los aqueos, Esparta, los macedonios, Rodas, Pérgamo, siempre en guerra unos con otros. En Roma el anciano griego disfrutó de unos breves años de paz.

También aquí se había desvanecido el sueño de sosiego de aquel viejo. Tito sabía que era miseria y dolor lo que le quedaba por ver en esta vida. Recordó su maldición a los dioses. Si los que le rodeaban lo supieran, él sería el primero en ser sacrificado. Qué importaba. Aunque gritase, nadie escucharía a un miserable como él. Condujo sus pasos de nuevo hacia el molino. Entró en él. El amo no estaba, sino que seguramente estaría junto con el resto de los ciudadanos, vagando por la ciudad o presenciando algún sacrificio. A Tito le dio igual. Se limitó a asir la gran barra de madera del molino, tensó sus músculos y empujó en silencio. El sudor empezó a correr por su frente. La inmensa rueda del molino fue girando, despacio primero y luego con mayor velocidad y en el esfuerzo del trabajo Tito diluyó sus pensamientos y se alejó de la algarabía, el desorden y el pánico que gobernaban aquella ciudad. Su única obsesión era que el amo del molino encontrase el trabajo hecho cuando al final del día regresase, para así recibir su ínfima paga y poder seguir sobreviviendo en aquel mundo que se desmoronaba a pedazos.

65 La defensa de Roma

Roma, agosto del 216 a.C.

Quinto Fabio Máximo se abría camino a empujones acompañado de su fiel discípulo, Marco Porcio Catón, y escoltado por varios esclavos de confianza. La ciudad era un puro tumulto. Al llegar al foro una muchedumbre se interponía entre ellos y el acceso hasta el Comitia, donde los pretores habían convocado al Senado, esto es, a los senadores supervivientes al desastre, para asistir a una reunión de emergencia. Fabio Máximo pronto comprendió qué había atraído a tanta gente. En medio del foro, sin atender a ninguno de los rituales ni convenciones sagradas, estaban dando muerte a dos parejas de esclavos extranjeros. Éstos aullaban de dolor mientras eran degollados por improvisados popas quienes, desconocedores del oficio y el arte del sacrificio, no acertaban siquiera a dar muerte a las pobres víctimas seleccionadas al azar por una multitud convertida en una masa de locura cuyas futuras acciones eran imprevisibles.

Máximo, no obstante, protegido por su guardia, alcanzó el Senado. A las puertas, un centenar de legionarios de las legiones urbanae custodiaban la entrada, dejando acceder al interior sólo a los senadores. Catón se quedó junto a los esclavos de Máximo viendo cómo su mentor entraba con paso firme y decidido en el edificio del Senado. Observó también cómo desde distintos puntos llegaban otros senadores que, sin embargo, miraban recelosos a sus espaldas cuando ascendían las escaleras.

Fabio Máximo no miró atrás. El pasado cercano era mejor olvidarlo y centrarse en el futuro inmediato. ¿Le quedaba futuro a Roma? Ésa era la cuestión sobre la que se debía decidir. Los pretores Philus y Pomponio recibían a los senadores. Máximo los saludó con un leve asentimiento. Entró en el Senado y tomó asiento en su lugar habitual, en el centro de la primera fila, según le correspondía en calidad del más veterano miembro de la institución. Así fueron entrando uno a uno, hasta unos ciento ochenta senadores. Faltaban más de cien, pero éstos no podrían llegar jamás. Estaban muertos. Algunos habían caído en las recientes derrotas de Trebia y Trasimeno, pero la mayoría formaban parte de las ocho legiones que acababan de ser masacradas por Aníbal en Cannae. La ambición era grande en la clase senatorial y muchos quisieron apuntarse a aquel gran ejército seguros de participar en una fácil victoria con la que engrosar sus arcas y su prestigio personal. Un error de cálculo sin solución ya para todos los que habían caído en el campo de batalla. El espectáculo de la gran sala a tan sólo media capacidad, con decenas de espacios vacíos entre las grandes bancadas de piedra, era el mejor retrato de Roma. Para mayor desánimo, sobre el silencio reinante se imponía el ruido de la muchedumbre que fuera de aquel recinto gritaba, lloraba, imploraba, sacrificaba hombres y bestias y vagaba despavorida por una ciudad sin control.

Quinto Fabio Máximo meditaba. ¿Era el fin de Roma? Su plan de enfrentarse a Cartago y acceder al poder en medio de aquella guerra Parecía haber desembocado en un desenlace desastroso, imprevisto y, con toda seguridad, inexorable. Algunos senadores se alzaron y empezaron a hablar de desalojar Roma. Otros argumentaban que lo mejor era guarecerse en la ciudad. Pronto varios senadores hablaban a un tiempo; era como si la algarabía del exterior hubiera penetrado en el recinto sagrado de las reuniones del Senado. Aquello ya no era sino una riña callejera.

Quinto Fabio Máximo se levantó de su banco y se situó despacio en el centro de la sala. No habló, sino que esperó que el resto de senadores callara. Permaneció en pie, contemplando el suelo, serio, sin decir nada, hasta que el silencio absoluto se adueñó de la sala y, algo curioso, como si la muchedumbre del foro sintiese que algo estaba a punto de ocurrir, también pareció decrecer el ruido y el alboroto del exterior.

–Tenemos dos legiones en la ciudad -empezó el viejo senador, dos veces cónsul y ex dictador de Roma-, las legiones urbanae. Eso nos da diez mil soldados ya armados y adiestrados para proteger las murallas de la ciudad. Es un principio, pero antes que nada hay que controlar la confusión y el tumulto que se han apoderado de Roma. Las mujeres deben permanecer en casa. No necesitamos más lloros ni lágrimas. Deben limitarse los ritos funerarios al interior de las casas y, de hecho, lo más conveniente será que se ordene que todo el mundo permanezca en sus casas a no ser que tenga un motivo justificado para salir. Los que deseen noticias sobre sus familiares y amigos que han combatido en Cannae deben esperar en sus hogares para recibir noticias allí mismo según se vayan recibiendo informes del frente de guerra.

Fabio Máximo alzó sus ojos a su alrededor y contempló cómo se le escuchaba con atención y cómo varios senadores asentían, los más favorables siempre a sus opiniones, pero observó también que los más críticos con su gestión el año anterior, cuando se le acusaba de demasiado prudente en su forma de llevar la guerra, permanecían en silencio y no contradecían sus sugerencias.

–Debemos reunir información -continuó Fabio Máximo-; es imprescindible que conozcamos si hay o no hay supervivientes. Sugiero que jinetes, armados de forma ligera para que puedan desplazarse con rapidez, partan de Roma por la Vía Appia y por la Vía Latina para recibir noticias de lo que ha ocurrido exactamente. Debemos saber si hay supervivientes y cuántos son éstos en efecto y, más importante aún, debemos saber qué está haciendo Aníbal y, si es posible, intuir qué va a hacer a partir de sus movimientos futuros. Hay que establecer guardias numerosas y eficaces en las puertas de la ciudad y nadie debe abandonar Roma. Es más, se debe persuadir al pueblo de que lo mejor que pueden hacer es permanecer en la ciudad, protegidos por las murallas y nuestros hombres. También sugiero que retorne un veterano general como Claudio Marcelo, cuya experiencia es garantía en estas fechas de cierto control, desde la lejana Sicilia, que se le otorgue el grado de pretor y que acuda a Canusio para hacerse cargo de las tropas, que según se comenta, han sobrevivido a tan humillante derrota. A partir de esto podremos empezar a decidir qué hacer en los próximos días. Estas cosas son las más urgentes y pienso que deben ponerse en marcha ahora mismo.

No hubo votación, sino un asentimiento general. Nadie contradijo las palabras de Fabio Máximo. Los pretores se pusieron manos a la obra y, con ayuda de senadores y oficiales de las legiones urbanae, se despejaron las calles del enorme gentío que las poblaba. Todo el mundo fue informado de las medidas que se estaban tomando y de que se debía permanecer en casa. Para asegurarse de que todos comprendían que aquello era algo más que una sencilla sugerencia, los triunviros y pequeñas unidades de legionarios empezaron a patrullar las calles deteniendo a los que no seguían las instrucciones del Senado. En las puertas se establecieron guarniciones de soldados fuertemente armados y centenares de centinelas fueron distribuidos por todas las murallas. Varias decenas de jinetes salieron al galope de la ciudad, la silueta de sus monturas proyectándose alargada sobre las vías Appia y Latina en la última hora de un atardecer rojo sangre que iluminaba lánguido el que muchos pensaron iba a ser la noche del final de Roma.