39 Un puente sobre el río

El río Tesino, noviembre del 218 a.C.

Los romanos cabalgaron durante media hora. Los caballos estaban extenuados. Algunos se habían visto obligados a llevar a más de un jinete y el esfuerzo los tenía exhaustos. Alcanzaron así el puente de naves sobre el Tesino. Un jinete se aproximó hasta el joven Publio.

–¡Decurión! ¡El cónsul quiere hablar con vos!

Publio Cornelio Escipión hijo aceleró el ritmo de su caballo hasta ponerse a la altura del cónsul. Éste cabalgaba doblado sobre su montura, atenazado por el dolor y el sufrimiento. Uno de los soldados le había vendado la pierna con un paño que se encontraba completamente teñido de un rojo oscuro, denso, fuerte. Un reguero de sangre semiseca se había vertido desde la pierna hasta el vientre del caballo, perdiéndose en la parte inferior del animal.

–¿Querías hablar conmigo, mi cónsul? – preguntó el joven Publio.

Su padre no se levantó ni le miró. No estaba para esfuerzos extra ni para cumplidos, pero sí para dar las órdenes que eran necesarias. Su voz, aunque entrecortada por la fatiga, transmitió las instrucciones de forma suficientemente comprensible.

–En cuanto crucemos el río… hay que desmantelar el puente… El puente debe deshacerse…, los cartagineses no deben cruzar el río.

–Así se hará -fue la rápida respuesta del joven oficial. Quiso añadir alguna palabra que reconfortara a su padre del sufrimiento que padecía. No supo qué decir. Era difícil mitigar el dolor de quien sufría no sólo por las heridas recibidas sino, sobre todo, por la derrota a la que había conducido a su caballería. El cónsul tampoco añadió nada más. Así, el joven Publio se retiró y, acelerando nuevamente la marcha de su montura, fue junto a Cayo Lelio que cabalgaba al frente de aquella improvisada formación de repliegue.

–El cónsul ha ordenado que el puente sea deshecho una vez que crucemos.

Lelio asintió con la cabeza, sin mirarle. De alguna forma el joven oficial entendió que no hacía falta más. Y estaba cansado y no tenía ganas de discutir. No habrían estado de más unas palabras que subrayaran aquel leve asentimiento de cabeza, pero en la situación en la que estaban no había tiempo para sutilezas. Dejó que el destino dictaminara: si Lelio era el oficial que su padre había descrito, aquella orden de desmantelar el puente sería ejecutada concienzudamente, pero si no lo era, nadie sabía lo que podría haber detrás de aquel tenue asentimiento. La forma en la que había combatido Lelio hacía honor a su fama, pero sus dudas en el momento clave en el que había de lanzarse para socorrer al cónsul henchían la cabeza del joven Publio de incertidumbre.

Llegaron al río.

Los romanos fueron cabalgando sobre el puente. El primero en pasar fue el cónsul herido con su escolta. Los soldados que custodiaban el puente no podían ocultar su desolación. El cónsul se retiraba con apenas dos centenares de sus jinetes. Ya habían visto diferentes grupos de tropas que habían cruzado el río de forma desordenada y se temían lo peor; no obstante, de alguna forma ver al cónsul herido acompañado de un pequeño regimiento de caballería retirándose a toda prisa era algo que no habían esperado presenciar.

El regimiento de caballería fue cruzando el puente. Todos excepto un hombre. Cayo Lelio permaneció en la retaguardia. El joven Publio alcanzó el puente con los últimos jinetes. Observó entonces a su segundo oficial dirigiéndose a los soldados que custodiaban el puente.

–¡Es orden directa del cónsul de Roma que el puente sea desmantelado inmediatamente! ¡Rápido! ¡Coged las espadas y cortad todas las sogas que sostienen las naves sobre el río! Tenéis unos minutos para soltar las naves. ¡Apresuraos! ¡Corred de una vez, por todos los dioses!

Los soldados observaron al decurión que había frenado su avance y se había quedado para escuchar las órdenes de Lelio. El joven Publio corroboró las órdenes de su oficial.

–¡Ya habéis oído! ¡Tenéis unos minutos para deshacer el puente! ¡Marchad!

Los legionarios se pusieron a trabajar de inmediato. Un grupo se adentró en el puente y comenzó a cortar las sogas que sujetaban a los barcos entre sí. Otros cruzaron el puente y cogieron hachas para cortar las cuerdas que sostenían a varios de los barcos amarrados a la orilla del río. Lelio y Publio cruzaron juntos el río observando y animando a los soldados en su trabajo. Al llegar al lado dominado por las tropas romanas, ambos desmontaron y cogieron sendas hachas. Sin mirarse, pero como gobernados por el mismo sentimiento de urgencia y necesidad, se encaminaron cada uno a uno de los grupos de legionarios que se esforzaban en deshacer las cuerdas que sustentaban el puente en ese lado. No era una tarea tan sencilla como la que pudiera pensarse pues los romanos, en su afán por asegurar la estabilidad del puente, habían puesto un gran número de esas amarras en cada extremo. Eran sogas tan gruesas en algunos casos como el brazo de un soldado y habían sido untadas con aceite para protegerlas de la intemperie. Las espadas resbalaban en el óleo y apenas cortaban. Las hachas hacían más destrozo, pero en cualquier caso era un trabajo lento. Desatar los nudos era tarea imposible ya que los días de constante tensión sujetando las naves habían apretado tanto las cuerdas que sus líneas no eran discernibles allí donde habían sido entrecruzadas para forman cada nudo.

Una polvareda anunció en el horizonte la llegada de las tropas cartaginesas junto al río. Los legionarios que quedaban aún en la orilla del río por la que se aproximaban los enemigos se retiraron dejando alguna espada y algún hacha sobre el suelo, abandonadas, en su prisa por ponerse a salvo cruzando al otro lado del río. Al llegar a la otra orilla inmediatamente fueron interpelados por el joven Publio.

–¿Habéis cortado todas las cuerdas de ese extremo?

Los soldados no respondían. El decurión leyó en sus ojos que no habían terminado con la orden que habían recibido. Por un momento pensó en ordenar que regresaran a la otra orilla y que, aun a riesgo de su vida, cumplieran la orden. Sin embargo, reconsideró la situación en unos segundos donde sus pensamientos se pisaban unos a otros. Él mismo tenía miedo. Salían de un combate desastroso, con el cónsul herido, en franca retirada. Añadir a estas circunstancias una orden suicida para un grupo de legionarios no haría sino desmoralizar aún más al resto de las tropas. El joven Publio sintió las miradas del resto de los soldados que por un instante se habían tomado un respiro en su tarea para observar de qué forma el joven oficial, hijo del cónsul, pensaba resolver la situación: los soldados habían huido sin cumplir la orden, los cartagineses se acercaban y el puente seguía firme sobre el río.

–Coged hachas -empezó al fin el oficial-. ¡Coged hachas todos! Y el que no tenga hachas que use su espada. ¡Ayudad a los dos grupos de esta orilla del río! ¡Entre todos hay que cortar todas las cuerdas y empujar las naves para que el puente se deshaga antes de que lleguen los cartagineses! El enemigo no ha de cruzar el río por este puente. ¡Ésta no es una orden mía sino del cónsul y el que no cumpla en esta orilla el cometido esta vez no responderá ante mí, sino ante el propio cónsul!

Los soldados huidos de la otra orilla comprendieron que el joven oficial les estaba dando una segunda oportunidad y fuera por agradecimiento o por temor a tener que presentarse ante el cónsul para responder de no haber cumplido una orden suya, se abalanzaron sobre las cuerdas y con todas sus fuerzas empezaron a ayudar a sus compañeros a rasgar y cortar cada una de las decenas de amarras. Con el refuerzo del nuevo equipo de legionarios, todos concentrados ahora en una orilla, el trabajo empezó a dar frutos y las primeras cuerdas empezaron a deshacerse. Eran dos grupos de unos veinte legionarios y jinetes cada uno. Junto a ellos estaban los caballos de sus amos, esperando ser montados cuando éstos terminaran con su trabajo en el puente. Lelio y Publio ilustraban con el ejemplo de su sudor al resto de los soldados cómo acometer la orden que el cónsul había dado. En ese momento los cartagineses aparecieron en la otra orilla entre la inmensa nube de polvo que habían levantado.

–¡Seguid cortando! – gritó el joven oficial romano-. ¡No miréis a los cartagineses y seguid cortando! ¡Mientras no se adentren en el puente no podrán alcanzarnos con jabalinas o proyectiles! ¡Seguid cortando! ¡Seguid, por Roma, por el cónsul!

Los soldados, entre el sudor de todos y la sangre de los heridos que se habían unido a la tarea, continuaron en el esfuerzo. Los cartagineses llegaron junto al puente. Aníbal, acompañado de una pequeña escolta y sus lugartenientes se aproximó al borde mismo del pontón. Publio, tenso, nervioso, los observó entre las gotas de su propio sudor y algunas gotas de sangre, cuyo origen desconocía, quizá fuera suya o quizá de algún enemigo herido por él en la confusión de la reciente batalla. El general cartaginés estaba evaluando la resistencia del viaducto de naves. Publio le vio entonces dar una orden. Uno de los lugartenientes retrocedió y habló con un grupo de jinetes. Publio veía a sus soldados cortando las cuerdas. Ya casi todas estaban cortadas. Por fin, alguna de las naves empezó a moverse. El puente crujía pero se mantenía en su lugar.

–¡Las naves! ¡Empujad las naves corriente abajo! – clamó el joven decurión a voz en grito.

Las cuerdas ya estaban cortadas. Las naves se movían, pero el río, por la sequía del otoño, bajaba sin demasiada fuerza y, aunque profundo, no llevaba una corriente turbulenta, de forma que los barcos atados entre sí aún mantenían su posición por alguna jugada quizá que los dioses púnicos les estaban haciendo a los romanos. Los legionarios se agruparon y todos a una se adentraron hasta la cintura para empujar la nave más próxima a la orilla y alejarla de la ribera. Eran cuarenta soldados empujando con todas sus fuerzas, pero la nave parecía encallada. No había nada que hacer.

Publio se separó del grupo y dio otra orden.

–¡Los caballos! ¡Coged cuerdas, las cuerdas cortadas, y atadlas a los caballos! ¡Un extremo de la soga en el caballo y otro en la nave!

Los legionarios agruparon los caballos. Rápidamente ataron sogas a los cuellos y lomos de los animales y el otro extremo de cada cabo a diferentes puntos de la nave, desde el timón hasta las pequeñas ventanas por las que salían los remos. Veinte caballos fueron así atados en unos minutos.

–¡Tirad! – gritó Publio a legionarios y caballos a un tiempo.

–¡Empujad! – ordenó Lelio a los soldados que ayudaban empujando desde el río.

Los jinetes cartagineses se posicionaron a la entrada del puente. A una orden de Aníbal avanzaron sobre las naves. Era un grupo de sesenta jinetes, armados con jabalinas y espadas dispuestos al ataque. Su misión era doble: comprobar la estabilidad de la pasarela y arrojar las jabalinas mortales sobre los romanos para impedir que acometieran la destrucción del puente. Cabalgaron al trote sobre las tablas entrelazadas y las naves que formaban el viaducto. La maderas temblaban, pero resistían el peso del regimiento que se adentraba en formación de a seis. Mientras, un centenar de soldados cartagineses se apiñaba en torno a las cuerdas medio cortadas de la orilla que ya dominaban para asegurar estas amarras y evitar que el puente cediera por su lado.

Los cartagineses alcanzaron la mitad de la plataforma y prepararon sus jabalinas. Publio dudó entre ordenar a los hombres que se pusieran a salvo o insistirles en que siguieran con su labor. Cayo Lelio resolvió sus dudas con órdenes concretas.

–¡Empujad, malditos! ¡Y tirad! ¡Que los caballos tiren con todas sus fuerzas! ¡Es una orden!

Y así, caballos y romanos tiraron y empujaron con todas sus energías, los cartagineses avanzaron y lanzaron su primera tanda de proyectiles, la nave varada en la orilla romana crujió y de pronto cedió, se movió y desencalló empezando a flotar sobre el río, sobre la corriente, moviéndose muy despacio en dirección al mar; primero unos centímetros, medio paso, un paso, varios pasos, hasta que al fin la nave se alejaba arrastrada por la corriente. Cayeron entonces las jabalinas sobre los romanos que no pudieron disfrutar ni de un segundo de júbilo por haber conseguido su objetivo, hiriendo y matando a discreción. Lelio y Publio y la mitad de los hombres se salvaron recurriendo a los escudos que tenían desperdigados por el suelo entre espadas, hachas y sogas cortadas.

–¡Desatad los caballos! ¡Rápido, antes de que sean arrastrados por la nave! – de nuevo Publio recobraba el control de la situación.

La nave se alejaba definitivamente y consigo arrastraba a una segunda y una tercera y una cuarta y una quinta… El puente se deshacía por segundos, los cartagineses avanzaron más.

–¡Escudos arriba! ¡Protégeos!

Ordenaron Publio y Lelio al tiempo. Una segunda andanada de jabalinas llovió del cielo, pero esta vez los romanos protegidos a tiempo por sus escudos evitaron la mayor parte de las mismas. Los caballos estaban desatados ya en su mayoría; quedaban dos por liberar pero ya no había tiempo, las bestias luchaban por no ser arrastradas por la nave que los dragaba hacia el centro del río, piafaban y se sacudían, pero la fuerza de ambas bestias por sí solas no era suficiente y eran llevadas hacia el flujo del río, hacia la ribera primero, luego al agua y poco a poco absorbidos por las aguas silenciosas, impávidas, engullendo con indiferencia sus relinchos salvajes de pavor.

Romanos y cartagineses quedaron mudos un minuto al presenciar a los caballos pugnando por nadar y salvarse. Pronto, sin embargo, reaccionó la avanzadilla de jinetes cartagineses que aún se encontraba sobre lo que quedaba de puente: empezó a replegarse, a volver sobre sus pasos, pero los caballos sentían la pasarela moviéndose, veían las naves del extremo de la misma separarse una a una, crujiendo las maderas bajo sus pezuñas. El desorden se apoderó de la formación y el miedo poseyó tanto a jinetes como a bestias. Maharbal daba órdenes a gritos desde la orilla, intentando constituir una retirada bien coordinada de aquel regimiento.

Aníbal sacudió la cabeza suspirando profundamente. Todo era en vano. Igual que tenía clara una victoria cuando nadie sabía aún discernir hacia dónde se decantaría una batalla, de igual forma era consciente de cuándo una posición estaba perdida pese a que sus lugartenientes aún se empeñaban en corregir lo incorregible. El Tesino, sin turbulencia pero con el infinito tesón de la corriente decidida y de sus aguas frías, fue llevándose consigo al resto de las naves primero junto con centenares de maderos sueltos y, después, a bestias y jinetes cartagineses. Los romanos montados ya en sus propios caballos veían con asombro la facilidad con la que el río, una vez cortadas las cuerdas y empujada la primera nave, deshacía como un castillo de naipes todo el puente, arrastrando consigo jinetes y caballos. Y por primera vez en horas, los romanos respiraron con alivio. Lamentaban con profundo dolor la pérdida de sus compañeros que yacían en la ribera con las jabalinas clavadas en sus cuerpos, pero no había tiempo para el luto en aquellos instantes. Rápidos, ayudaban a los heridos y los encaramaban a los caballos que permanecían sin montura y, bajo las órdenes de un joven oficial de Roma, un tal Publio Cornelio Escipión, de diecisiete años, y su segundo oficial, Cayo Lelio, recio soldado forjado en mil batallas, abandonaron la posición con la satisfacción de haber dejado al enemigo detrás, detenido por el río, dando así cumplimiento fiel a la orden encomendada por el cónsul del ejército.

Se alejaron cabalgando en el silencio de una tarde nublada y oscura de noviembre. Lelio se puso junto al oficial al mando, dejando un espacio de un metro, de modo que quedara claro quién era el que mandaba aquel contingente de tropas, vencidas y exhaustas, y con bastantes heridos, pero todos orgullosos de haber luchado hasta el límite de sus posibilidades y, al menos, en medio del fracaso y la desolación de la derrota, haber conseguido frenar al enemigo siquiera por unos días, quizá unas semanas. Construir un puente no era tarea fácil. Ellos lo sabían. Deshacerlo, en según qué circunstancias, tampoco lo era. Eso lo acababan de aprender entre sudor, sangre y muerte.

Maharbal dirigía las operaciones para recuperar al máximo número de supervivientes entre los jinetes africanos que habían caído del puente, ahora ya inexistente. Aníbal permaneció sobre su caballo, observando atento cómo se alejaban los romanos dirigidos por aquel joven oficial. Las palabras de su lugarteniente lo rescataron de sus reflexiones.

–Veintidós hombres han sobrevivido -se explicaba Maharbal-. El resto ha perecido arrastrado por la corriente. Muchos no sabían nadar y otros se han hundido por el peso de sus armas y corazas. Y se nos ha escapado el cónsul. Ha huido con sus hombres. Una lástima. Habría sido una victoria absoluta.

Aníbal asintió con la cabeza sin dejar de mirar la otra orilla. Sin embargo, no tenía claro si debía preocuparse tanto por la huida del cónsul herido o, más bien, por la existencia de aquel joven oficial romano que había facilitado dicha huida, aquel decurión, el hijo del cónsul.

40 El debate de los cónsules

Junto al río Trebia, norte de la península itálica, noviembre/diciembre del 218 a.C.

Tito Macio estaba colérico. Primero los habían destinado a Lilibeo en Sicilia con idea de prepararse para invadir África y ahora se encontraban de vuelta emplazados en el norte de la península itálica, acampados junto a un río que llamaban Trebia, a finales de noviembre soportando un frío terrible. Había anochecido y, cubierto con una manta, se acurrucaba junto con otros soldados alrededor de un fuego intentando calentarse los pies helados por el viento gélido y la lluvia que había estado cayendo durante todo el día. Tito siempre toleraba mejor el calor que el frío, por eso se había alegrado cuando el destino inicial de su legión fue África.

–Estábamos mejor en Sicilia -comentó.

–No sé por qué dices eso -respondió Druso, su mejor amigo desde que en su primera guardia le advirtiera del peligro de dormirse estando de servicio cuando pasaba la patrulla nocturna a comprobar cada puesto de vigilancia.

–Bueno, si hay que luchar -aclaró Tito- o morir si es el caso, prefiero al menos no tener que pasar frío durante días y días. Al menos que la espera se haga relativamente agradable.

–En eso tienes razón -admitió su colega, y varios soldados asintieron con la cabeza.

Estaban todos ateridos por el viento helado que parecía adentrarse por todos los recovecos de sus mantas. Además, todo eran prisas en los desplazamientos de las tropas, de manera que apenas podían cargar con pertrechos, ropas o comida suficiente para cubrir sus necesidades a gusto. La moral no estaba muy alta y menos con las noticias que venían del norte. Primero fue la sorpresa de enterarse, cuando estaban en Sicilia, de que Aníbal había rehuido el combate en la Galia para cruzar los Alpes y entrar en la península itálica, y luego el desastre de Tesino donde la caballería romana había sido devastada por el enemigo. Además, el hecho de que uno de los dos cónsules yaciese herido tampoco ayudaba a infundir valor entre los legionarios.

Los soldados se apretujaron junto al fuego, recostándose unos al lado de otros para intentar complementar con el calor de sus cuerpos el tímido alivio térmico de las débiles llamas, pues la leña húmeda por la lluvia ardía mal y despacio. Tito, echado de costado, miraba su espada cuyo filo brillaba a la luz de la luna. Apenas habían tenido tiempo de ejercitarse para el combate, pues en lugar de pasar varios meses en Lilibeo adiestrándose, habían tenido que interrumpir la instrucción militar para emprender el largo camino que los llevase desde Sicilia al norte de la península itálica. Mucho viaje y poco entrenamiento. Si todos estaban igual de verdes que él en el uso de la espada o en el arte de lanzar una jabalina, aquello no tenía buen cariz. El caso es que se suponía que las legiones de Roma eran invencibles: vencedoras contra los cartagineses en aquella anterior larga guerra contra los púnicos; victoriosas contra el rey de Épiro; conquistadoras de multitud de ciudades en territorio itálico, de las grandes colonias griegas en la región del Bruttium; vencedoras ante los piratas ilíricos o los galos ligures. Un gran número de victorias debería sustentarse sobre algo más que unos días de instrucción, meditaba Tito. Quizá el secreto estuviera en sus líderes, en los cónsules y su capacidad para la estrategia militar. Sí, seguramente ése debería ser el secreto. A Tito le venció el sueño y cerró los ojos. Los cónsules velaban por ellos.

Publio Cornelio Escipión padre tenía vendado el torso, por un golpe que amorató su piel pese a llevar coraza, y una pierna estaba en alto, sobre un pequeño taburete frente a su silla. El muslo estaba enfundado en gasas blancas enrojecidas. Había perdido mucha sangre en su huida desde Tesino hasta alcanzar el campamento que habían montado sus legiones en las cercanías de Placentia. Estaba postrado en un triclinium que había pedido a sus lictores para evitar la humillación de recibir a Sempronio Longo, el otro cónsul recién llegado de Sicilia, tendido en un lecho. En la tienda estaban los tribunos y, detrás de éstos, el joven Publio junto con algunos otros oficiales de menor rango. El cónsul Publio Cornelio Escipión había dado la orden de venir a estos oficiales, centuriones de infantería y decuriones de caballería, entre los que también estaba Lelio, para que de esa forma, sin privilegiar a su hijo, éste pudiera estar presente en las negociaciones que iban a tener lugar.

Sempronio, seguido por varios de los tribunos de sus legiones, entró en la tienda.

–¡Te saludo, cónsul Publio Cornelio Escipión!

–Te saludo, cónsul Tiberio Sempronio Longo; sé bienvenido a nuestro campamento. – La voz de Escipión era más débil, pero mantenía un tono de dignidad que no pasó desapercibido para el otro cónsul-. Te puedo ofrecer algo de fruta. Hasta la hora de la cena es lo mejor que tengo… y algo de vino.

Sempronio Longo miró la comida que se le ofrecía, pero la rechazó, con cierto aire de desdén.

–No, gracias; creo que tenemos cosas más importantes que debatir.

Los oficiales de Publio Cornelio Escipión revelaron en sus rostros un enfado creciente por la actitud de desprecio del recién llegado. El cónsul ofendido permaneció impasible ante las provocaciones de Sempronio, hizo una indicación y dos esclavos retiraron toda la comida al instante.

–Bien, veamos de qué quieres hablar -respondió Publio Cornelio, esta vez de forma muy seca.

Sempronio por su parte hablaba sin sentarse, de pie, firme, haciendo gala de su excelente forma física frente a la debilitada figura de su colega.

–He venido aquí para comunicarte que, teniendo en cuenta tu actual estado, creo que lo más conveniente es que yo me haga cargo del mando de las legiones, de todas las legiones, quiero decir. Es evidente que no puedes acudir al campo de batalla en tu actual condición.

El enfado de los tribunos de Publio Cornelio se tornó en ira. Alguno iba a hablar, pero su general levantó la mano para que guardaran silencio.

–Sí, lo que dices salta a la vista. Estoy herido y necesito un tiempo para recuperarme; en cualquier caso eso no debe repercutir en la unión del mando ya que no considero que debamos entrar en combate en la actual situación…

–¿No entrar en combate? – interrumpió Sempronio-. Eso es absurdo. Aníbal está apenas a medio día de marcha y disponemos de cuatro legiones más todas las tropas auxiliares. Lo absurdo es esperar a que los cartagineses se organicen y consigan que se les unan más galos rebeldes. Toda la región que ha estado bajo tu mando es un desastre.

Publio se concentró en mantener la calma. Las heridas le dolían sobremanera y la conversación le agotaba; hacía esfuerzos sobrehumanos porque tal cansancio no se hiciera palpable ni en su expresión ni en el sudor frío que sentía transpirando por su piel.

–Los galos -empezó- son gente inconstante. Si aguardamos a que pase el invierno sin entrar en combate directo, con toda seguridad se volverán a sus casas, muchos de ellos abandonarán a Aníbal. Lo que debemos hacer es mantener nuestra posición impidiendo que el cartaginés avance más y aprovechar el tiempo en mejorar la instrucción de nuestras tropas. Además, el frío, la lluvia, el invierno en sí, y más aquí en e) norte, no es el momento apropiado para combatir. En primavera atacaremos y sacaremos a este invasor de nuestro territorio, no ahora.

Sempronio sabía que la instrucción de sus tropas no era la idónea, pero qué importaba aquello si estaban luchando contra poco menos que salvajes africanos agotados por una marcha sin fin desde Hispania ayudados por una bandada de galos rebeldes. Además, no podían esperar a la primavera. El mandato consular estaba a punto de terminar. Con el año entrante habría nuevas elecciones y la victoria y el seguro triunfo sería para los cónsules entrantes, mientras que ahora, con Escipión herido, él, Sempronio Longo, y nadie más se llevaría toda la gloria de la victoria y el derecho a celebrar un magnífico triunfo por las calles de Roma con el salvaje Aníbal encadenado a su carro. Un espectáculo digno de los grandes reyes romanos del pasado… Pero allí estaba el otro cónsul, abatido y acobardado por sus heridas y su derrota, interponiéndose entre su gloria y su persona. Sempronio paseó su orgullosa mirada por los rostros de los tribunos militares del cónsul vencido y leyó en ellos lealtad a su general. No podría imponer su criterio sin contar con el apoyo de al menos algunos de aquellos tribunos.

–Bien -concluyó Sempronio-, si ése es tu parecer te propongo lo siguiente: pospongo mi propuesta de ataque hasta evaluar mejor la situación, pero creo que sería razonable enviar parte de la caballería hacia el norte para ver cómo están las cosas por allí. Sé lo que ha pasado en Tesino, de forma que daré instrucciones de que se sea cauto en dicho avance. Además, sugiero que nos acompañen algunos de tus tribunos para que así puedan informarte de todo lo que suceda.

Publio Cornelio meditó durante unos segundos. Estaba confuso. Aquello era una propuesta bastante razonable y negarse a aceptarla podría parecer ofuscación por su parte, una actitud que podría dar pie a que Sempronio alegase que no estaba en sus cabales después de la derrota de Tesino y quitarle el mando. Dio entonces la única respuesta posible.

–Si mis tribunos aceptan, a mí me parece bien -dijo y volvió su mirada hacia sus oficiales. Éstos lentamente, uno a uno, fueron asintiendo con la cabeza.

–De acuerdo -dijo Sempronio, y dirigiéndose a los tribunos del otro cónsul-, partimos al alba; los que tengan que acompañarnos, que acudan a la entrada del campamento al amanecer.

Sin mediar más palabra, Sempronio Longo dio media vuelta y salió de la tienda. Le siguieron sus tribunos, quedándose Publio Cornelio con sus propios oficiales. En el silencio de la tienda se oyó el viento nocturno deslizándose por el campamento y sobre el viento resonó alta y clara esta vez la voz de Publio Cornelio Escipión.

–¡Imbécil!

Algunos oficiales sonrieron ante la precisa evaluación que el cónsul acababa de hacer de Sempronio Longo y sus aptitudes para el mando. Publio padre designó entonces los oficiales que debían acompañar a Sempronio Longo y su caballería. Seleccionó a dos tribunos, un centurión y algunos oficiales de su caballería, entre ellos Cayo Lelio y su propio hijo.

Una vez salieron todos, el cónsul se dirigió a su primogénito, que abandonaba la tienda en último lugar.

–Un momento, Publio, quiero hablar contigo.

El joven retornó al interior y esperó mientras su padre se acomodaba en el triclinium. El cónsul suspiraba ahora por el dolor que había contenido durante la entrevista con su homólogo en el mando. Ante su hijo no sentía que tuviera que ocultar su sufrimiento. De algún modo deseaba que su primogénito viera todo lo relacionado con la guerra, la gloria de las victorias y la crueldad de las derrotas. Hasta ahora no había podido ofrecerle nada de lo primero. Quizá en el futuro. Ya se vería.

–Ten -dijo, sacando un volumen en un rollo que tenía guardado en un pequeño cofre en una mesa junto a su triclinium-, quiero que leas este volumen. Creo que no estaba entre los que estudiabas con Tíndaro. A mí me lo entregó hace poco Emilio Paulo; te lo tengo que presentar… a Emilio Paulo; un gran hombre, un buen senador y cónsul, ya sabes, hace unos años, aunque al igual que nosotros tenga poderosos detractores, como Fabio Máximo, que le critican. En fin, me salgo del tema. Este rollo, este volumen es interesante. Trata sobre la amistad, sobre cómo distinguir quién es tu amigo y tu enemigo, y en estos tiempos saber diferenciar entre quién te sigue por interés y quién te defiende por lealtad es esencial. En algunos casos saber eso puede salvarte la vida. Prométeme que lo leerás.

El joven Publio cogió el rollo y, delante de su padre, lo abrió y leyó la primera línea en voz alta.

–Etica a Nicómaco de… -giró un poco el rollo para leer mejor- Aristóteles.

–Bien, veo que tu griego sigue ahí. En fin, además el volumen te ayudará a preservar tu conocimiento de esa lengua. No quiero que la olvides. El texto es una selección de pasajes de una obra más extensa. Realmente, según me explicó Emilio Paulo, lo que aquí te entrego son los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco, pero éstos son los libros que se centran en el tema de la amistad. Lo leerás, ¿verdad?

–Por supuesto, padre. Lo leeré con atención.

–Bien, bien… entonces ya puedes marchar, ah… y mañana, por todos los dioses, ten mucho cuidado. No estaré en el campo de batalla para que tengas que salvarme otra vez, así que nada ya de heroicidades, ¿de acuerdo? Especialmente si a quien se tuviera que salvar fuera a Sempronio Longo.

Su hijo asintió con la cabeza entre sonrisas. Su padre le dirigió unas palabras más.

–Ese general cartaginés sabe estrategia, eso no es nuevo, pero ese cartaginés además juega con nosotros; lo siento en el ambiente; siento que lee en nuestros pensamientos, que juega con nuestras ambiciones y vanidad. Por eso estoy aquí herido. He pagado el precio de mi vanidad, de mi ambición combinada con un desprecio ingenuo por el enemigo. Tú aún eres joven y no estás lleno de esa pasión por el poder que mueve a muchos en Roma, pero Sempronio sí y la ambición puede ser una mala consejera cuando se lucha con alguien tan astuto como ese cartaginés. Cuídate y, mañana, haz caso a Lelio. Y… y no le guardes rencor ni tengas dudas de él. Si alguna vez te contradice en alguna cosa, piensa que lo hace por orden mía. En el campo de batalla escúchale como si fuera yo mismo.

El joven Publio dejó pasar unos segundos de profundo silencio antes de responder. En su mente aún pesaban las dudas de Lelio cuando le había ordenado que encabezara junto a él la carga para salvar al cónsul, a su padre, el mismo que le decía que confiase en aquel hombre. Al final respondió.

–De acuerdo, padre, así lo haré.

El cónsul indicó a su hijo con la mano que podía retirarse y, una vez salió de la tienda, dio una palmada. Un esclavo le trajo una copa llena de vino. El cónsul la bebió de un trago y se echó a dormir.

41 Un amanecer helado

Junto al río Trebia, diciembre del 218 a.C.

Era un amanecer gélido que anticipaba las nieves que pronto cubrirían la región de Liguria. Cayo Lelio y el joven Publio cabalgaban juntos en dirección a la puerta principal del campamento, donde se estaba reuniendo la caballería de Sempronio para salir en misión de reconocimiento, tal y como se había acordado la noche anterior.

–¿Puedo decir algo? – preguntó Cayo Lelio.

–Claro -respondió Publio.

–Pues he de confesar que cuando tu padre… el cónsul, quiero decir, me encomendó servir bajo tu mando pensé que me iba a aburrir bastante, pero empiezo a tener la sensación de que a partir de ahora no voy a tener mucho espacio para el aburrimiento. – ‹¡Y eso te parece bien o mal?

–Bien, bien. Sólo tenía miedo de permanecer en la retaguardia aunque…

–¿Sí? – preguntó Publio.

–Aunque tampoco es necesario ir siempre al centro de la batalla como hicimos en Tesino.

Publio sonrió antes de responder.

–Parece que mi padre y tú pensáis lo mismo. Mi padre me ha sugerido anoche que hoy sea más cauto, más precavido. – Un hombre sabio, el cónsul, tu padre.

Publio asintió. La caballería de Sempronio Longo ya estaba formada. Las trompetas sonaron dando la señal de iniciar la marcha. Ambos espolearon suavemente a sus caballos con sus tacones para entrar en la formación del regimiento de caballería que partía del campamento romano.

Cabalgaron durante unas tres horas al paso casi todo el tiempo y, en algunas ocasiones, con un ligero trote. Encontraron un par de pequeñas aldeas desalojadas y saqueadas. Había casas que todavía se consumían lentamente en sus cenizas. Todo el trigo y el resto de los víveres habían desaparecido. Aníbal estaba alimentando a sus tropas y un gran ejército como el que había traído desde Hispania necesitaba muchos recursos.

Llegaron a una llanura y Sempronio Longo detuvo la marcha: al final de la planicie se divisaba un grupo de jinetes cartagineses. El cónsul ordenó que la caballería se preparase para una carga. Lelio observaba a los jinetes púnicos.

–Cada vez hay más -comentó-. Yo diría que no son exploradores, cuento ya unos dos o tres cientos y llegan más. Creo que es la caballería númida de Aníbal.

–Los mismos contra los que luchamos en Tesino -apostilló Publio.

–Los mismos.

Los dos oficiales romanos vieron cómo en unos segundos, con una sorprendente agilidad, los cartagineses formaron su caballería. Sempronio Longo no esperó ni un momento y, sin mediar debate alguno con sus oficiales, ordenó que la caballería romana cargara contra los númidas.

Los romanos se lanzaron a galope tendido y los africanos respondieron de igual forma. Las dos fuerzas chocaron en el centro de la llanura y muchos jinetes de ambos bandos cayeron abatidos por el empuje de sus contrarios. Lelio y Publio cumplieron con lo que se esperaba de ellos y derribaron a sendos jinetes. Publio siguió abriéndose camino entre los enemigos que, más que atacar, parecían limitarse a protegerse de los golpes. Poco a poco muchos de los africanos que habían sido derribados se levantaban, buscaban sus monturas y, una vez de nuevo sobre sus caballos, comenzaban a replegarse. Lelio los observaba igual de extrañado que el joven Publio. Apenas había heridos entre los cartagineses y, sin embargo, se replegaban con rapidez. Sempronio Longo ordenó que el ataque prosiguiera, avanzando sobre la llanura y empujando a la caballería cartaginesa hacia el final de la planicie. Al cabo de unos minutos de combate los africanos dieron media vuelta y se retiraron por completo, galopando raudos sobre la hierba, dejando a los romanos solos, dueños de la llanura.

–¡Victoria! – gritó el cónsul Sempronio Longo- ¡Victoria absoluta!

Sobre la tierra de aquella pradera había numerosos cadáveres de ambos bandos, pero por mucho que Publio examinaba los cuerpos caídos, no observaba un mayor número de cartagineses muertos que justificara aquella veloz retirada. Se volvió hacia Lelio y leyó en sus ojos su misma sensación de confusión.

–Son los mismos de Tesino -comentó Lelio-, pero como si no lo fueran. No combatían así cuando nos atacaron y luchábamos por salvar al cónsul.

–Sí -dijo Publio-, y no sólo eso. Aquí ni siquiera han intentado rodear al nuevo cónsul.

La conversación entre Publio y Lelio pronto quedó apagada por los gritos de júbilo de la caballería de Longo y, en el centro de todos sus jinetes, el propio cónsul que, con ambos brazos en alto, ofrecía aquella victoria a los dioses. Publio volvió sus ojos hacia el lugar por donde habían desaparecido los jinetes africanos. No se veía nadie. El fondo de la llanura y las montañas colindantes estaban vacías.

42 La noche más larga

Junto al río Trebia, diciembre del 218 a.C.

Maharbal se presentó de inmediato ante Aníbal. Éste aguardaba en su tienda, junto a sus oficiales, el informe de su jefe de caballería. Entre los líderes cartagineses se incluía esa tarde la presencia de Magón, hermano de Aníbal, que le había acompañado desde Iberia, en el tránsito por la Galia y los Alpes, hasta alcanzar la región de Liguria, donde ahora se encontraban, al norte de la península itálica.

–Todo ha salido según lo planeado -empezó a explicar Maharbal-. Los romanos están convencidos y satisfechos de su victoria.

–Perfecto -dijo Aníbal-. Ahora escuchadme bien: de aquí a dos días volveremos a hostigarlos con la caballería y quiero que se conduzca a las legiones romanas hasta esta posición. – Aníbal señalaba un punto en un mapa que estaba dispuesto sobre una mesa en el centro del corro que habían creado los oficiales a su alrededor. Continuó dirigiéndose a su hermano menor-. Magón, quiero que cojas esta noche parte de nuestras tropas, luego te concreto cuántos jinetes, y quiero que te sitúes en esta zona. Aquí hay un bosque. Has de alcanzarlo durante la noche, muy importante, sin ser visto. – Magón escuchaba con atención las observaciones de su hermano sobre el plano y ratificaba con su cabeza que aceptaba la misión.

–De acuerdo -apostilló.

–Entonces todo está claro -concluyó Aníbal-. Ésta es la noche del solsticio de invierno, la noche más larga del año. Eso te da más horas de oscuridad, Magón, para alcanzar el objetivo. Si todo sale bien, haremos que tras la noche más larga el día más corto que viene después les parezca a los romanos también el más largo de su vida. Desearán que nunca hubiera amanecido.

Las noticias de la victoria de la caballería romana sobre los númidas de Aníbal se difundió rápidamente por todo el campamento romano levantado junto a Placentia. El cónsul Publio Cornelio Escipión, ante los informes que corroboraban lo explicado por su colega en el cargo, Sempronio Longo, no pudo oponerse a que éste asumiese el mando supremo sobre todas las legiones para lanzar una ofensiva a gran escala sobre las posiciones cartaginesas. Una vez Publio Cornelio hubo accedido a ceder sus legiones, sin decir una palabra de agradecimiento o de reconocimiento, Sempronio Longo salió de la tienda de su colega dejando al cónsul herido a solas con su hijo. El joven Publio fue el que inició la conversación con su padre, reclinado en el triclinium, masajeándose el costado y sobre todo la pierna donde le dolía aún la herida recibida en la batalla de Tesino.

–Padre, tengo un mal presentimiento y Cayo Lelio piensa igual que yo. La retirada de la caballería cartaginesa ha sido… peculiar. Aquellos hombres no se parecían en nada a los que nos encontramos en Tesino y, sin embargo, eran los mismos.

El cónsul escuchó con atención y luego consideró unos instantes antes de dar su respuesta.

–Es posible que Aníbal esté jugando con nosotros una vez más. Explicaría muchas cosas: primero se entretuvo conmigo, aprovechándose de mi desprecio a su habilidad como general y de mi infravaloración de sus tropas. Yo he pagado cara mi altanería y, si en efecto ésa es la estrategia del cartaginés, ahora le tocaría el turno a Longo, pero sólo tenemos intuiciones, Publio, sólo intuiciones. Eso no basta para detener una ofensiva como la que prepara Longo. Nadie le hará ver los hechos de la forma en la que tú y yo los estamos considerando. Además, Sempronio Longo tiene de su parte a los tribunos. O mucho me equivoco o ésta va a ser la tónica durante bastante tiempo en nuestra lucha contra este general cartaginés. Tendremos que ver dónde o, para ser más precisos, en quién encuentra Roma al líder sabio y valiente que a la vez sepa enfrentarse contra este enemigo. Pero ésa es otra historia. No debemos anticiparnos de esta forma a acontecimientos aún tan imprecisos e inciertos. Quizá todo termine en nada y Sempronio Longo consiga su magnífica victoria mañana al amanecer y Aníbal no sea más que un breve pasaje de nuestras vidas que no merezca ni unas líneas de recuerdo. Ahora lo que me importa, lo fundamental, es que te cuides, hijo mío, mañana en el combate y en los días posteriores: lucha y cumple con tus obligaciones como oficial de la caballería de Roma, pero protégete siempre que puedas si la locura ciega al cónsul obnubilado por su ansia de victoria a toda costa. Espero no tener que asistir nunca al triunfo de un mentecato como Longo en Roma obtenido con sangre de mi familia, ¿me entiendes, hijo? Eso nunca. Que los dioses no lo permitan.

–Te entiendo, padre.

El joven Publio se retiró para que su padre descansase. De regreso a su tienda observó cómo el campamento bullía en preparativos para la gran ofensiva. Los legionarios limpiaban sus armas, afilaban las espadas y las puntas de sus dardos y pila; revisaban sus cascos, escudos y corazas. Muchos practicaban el combate cuerpo a cuerpo bajo la tutela de los centuriones.

La hora de la cena llegó y la actividad se detuvo para que se distribuyera el rancho y los legionarios pudieran comer antes de acostarse.

Tito Macio bebía de su vaso y saboreaba el vino. Algo que hacía semanas que no podía hacer. Sempronio Longo quería congraciarse con la tropa y conseguir su favor para el combate que se avecinaba y había ordenado distribuir un vaso de vino -no más- por hombre. Los soldados comían y el estómago lleno y el alcohol del vino estimulaba su valentía.

–Yo creo que mañana ganaremos. – Era Druso quien hablaba así-. Los cartagineses han huido en cuanto hemos acudido con nuestra caballería y todos sabemos que la infantería romana es mucho mejor que la cartaginesa. En cuanto nos encontremos frente a frente y vean nuestras cuatro legiones y con ellas todas las tropas auxiliares, se darán media vuelta y se volverán por donde han venido.

Tito Macio no veía las cosas con tanta seguridad, pero no quiso contradecir a su amigo. Suspiró. Después de muchos años de soledad Druso, otro soldado auxiliar, se había convertido en el amigo que no tenía desde que el viejo traductor griego Praxíteles falleciera, en aquellos días en que trabajaba en la compañía de teatro de Rufo. Tito Macio pensó en el paso del tiempo mientras cenaba: qué lejos estaban esos días y qué distantes parecían; era como si la época en la que preparaba los vestidos de los actores, cuando él mismo en ocasiones se veía obligado a sustituir a alguno de los cómicos, demasiado borracho para ponerse en pie, y salía al escenario y declamaba su papel, hubiera sido la vida de otra persona. Tantos sucesos y tantos sufrimientos había entre esa vida y su actual condición de soldado que parecían existencias inconexas, sin relación alguna, pero así era la vida, su vida. Había dejado aquella forma de existir y ahora era un legionario de los ejércitos de Roma, cenando junto a su amigo y sus compañeros la noche previa a una gran batalla, a una gran victoria según vaticinaban todos. ¿Quién sabe? Igual estaba en la víspera de un cambio definitivo en su desdichada fortuna: un ejército vencedor siempre era premiado con agasajos por parte del cónsul triunfante y haber participado en una importante victoria militar te abría las puertas en muchos sitios. Tito Macio echó el último trago de su vaso de vino y se sintió más seguro de sí mismo de lo que nunca había estado en su vida.

Magón marchaba intentando discernir la ruta a seguir entre las sombras proyectadas por una tenue luna creciente. Le acompañaban mil infantes y mil jinetes. Los soldados cartagineses caminaban a paso ligero sorteando la maleza y las piedras del sendero elegido, siguiendo a la caballería. Un frío húmedo lo poblaba todo. La mayoría buscó consuelo en el recuerdo de otros cielos estrellados, lejos de allí, en su país, y al abrigo de los recuerdos de su patria y de saberse dirigidos por un poderoso general, zigzaguearon en silencio con su determinación puesta en la batalla sin cuartel que debía librarse la mañana siguiente.

Publio, el hijo del cónsul, se tumbó en su tienda y a la luz de una lámpara de aceite empezó la lectura del volumen que su padre le había regalado: la Ética a Nicómaco de Aristóteles. Su griego estaba algo oxidado, pero leer en voz alta le ayudaba a percibir con más claridad el sentido de cada palabra mientras giraba con sus manos los rollos que contenían el texto. Leyó durante varios minutos aunque sus pensamientos vagaban lejanos, en Roma, hasta que un pasaje captó su atención. «Hay tres motivos -decía el filósofo griego- por los que los hombres se quieren y se hacen amigos: la utilidad, la atracción física y la simpatía, se entiende la simpatía espiritual. Esta simpatía es el comienzo de la amistad, no la amistad misma… Cuando la utilidad es el motivo de que nazca la amistad, los hombres se aprecian mutuamente, no por ellos mismos, sino sólo por interés…, algo parecido sucede con aquellos que se hacen amigos por la atracción física. No se estima al amigo porque es el que es sino porque me reporta beneficios o me proporciona placeres. El fundamento de estos lazos es transitorio.»(3. Extractos procedentes de la Ética a Nicómaco. Libros I y VI de Aristóteles, en su edición de 1993 de la Universitat de Valencia.)

Publio seguía con sus ojos aquellas frases con intenso interés, de forma que no vio la sombra de un soldado dibujarse en la tela de su tienda, «la amistad verdadera [se basa] sobre el carácter y las virtudes de los que son iguales entre sí. Son ésos los que se suelen buscar y encontrar. En la medida en que son buenos buscan el bien el uno para el otro. Tales amistades son raras, hay pocos hombres así. Tal cosa requiere tiempo y trato, hasta que cada uno se haya mostrado al otro digno de cariño y la confianza se haya confirmado…».

En ese momento la figura del legionario que se acercaba a la tienda descorrió la tela que daba acceso al interior y el rostro moreno y la barba poblada de Cayo Lelio se hicieron nítidos a luz de la lámpara de aceite. El joven Publio se sobresaltó. Las manos le temblaron y casi dejó caer los rollos con el texto que estaba leyendo.

–Perdona que te moleste -dijo Lelio-, me preguntaba si querrías tomar ese vaso de vino que nos regala Sempronio, en compañía.

Publio le miró y accedió.

–Sí, claro -dejó entonces los rollos del texto sobre su lecho, apagó la luz soplando y salió con Lelio al exterior.

Hacía frío. Los soldados del destacamento de caballería de Publio y Lelio esperaban a sus oficiales; cuando éstos llegaron se repartió el ánfora de vino que les había correspondido y llenaron sus vasos.

–¡Por la victoria! – dijo uno de los soldados. Y todos levantaron sus vasos y bebieron un trago. Publio pensó en cómo había cambiado el trato con aquellos hombres desde hacía unas semanas hasta ahora. Estaba claro que su modo de actuar en Tesino al salir en defensa del cónsul y al luchar por dejar a los cartagineses al otro lado del río había impactado en sus hombres. Publio se dirigió entonces a Lelio.

–Bebamos también tú y yo por algo más.

–Por lo que quieras.

–Bebamos por la amistad -dijo el joven Publio.

Lelio confirmó despacio con su cabeza que aceptaba aquel brindis y levantó su copa mirando al hijo del cónsul.

–¡Por la amistad! – dijo Lelio con voz alta y clara, y ambos oficiales agotaron hasta la última gota de vino en un largo sorbo que los unió, aunque ellos aún no lo supieran, para el resto de sus vidas.

43 La batalla de Trebia

El río Trebia, diciembre del 218 a.C.

Tito Macio se levantó aquella mañana helado por el frío y sobresaltado por un griterío que venía desde fuera del campamento. El fuego se había apagado y el viento gélido del amanecer venía acompañado de aguanieve. Druso se acurrucaba en el suelo estirando su fina manta con sus manos en un vano intento por cubrirse desde la cabeza a los pies aun cuando la extensión de la lana era insuficiente.

Tito Macio se esforzaba por entender qué ocurría. Al igual que él, otros muchos legionarios se estaban levantando sorprendidos por los gritos que venían del exterior de las empalizadas. Los centuriones empezaron a dar órdenes para que todos se levantasen y se preparasen para salir a combatir: los cartagineses habían avanzado su caballería númida y ésta estaba acosando la zona en la que los romanos se habían fortificado.

Sempronio Longo se había levantado apenas hacía diez minutos y, tras una rápida reunión con los tribunos de sus legiones, decidió lanzar a toda su caballería contra los númidas y, no contento con eso, ordenó que se dispusiesen todas las legiones para seguir a los jinetes.

–¡Esos cartagineses van a entender hoy con quién están luchando! – dijo Sempronio Longo, sus ojos brillantes, con fulgor en sus pupilas y ansia en el corazón.

Tito Macio agarró un pedazo de pan que tenía guardado de la noche anterior y se puso a morderlo con avidez. Estaba muerto de hambre y el frío no hacía sino agudizar esa horrenda sensación de vacío de su estómago, pero el centurión de su manípulo le conminó a dejarlo señalándole amenazadoramente con la espada.

–¡No hay tiempo para el desayuno, legionario! – dijo el centurión-. ¡Órdenes del cónsul! ¡Todos preparados para combatir! ¡Ya comeréis después de la batalla!

Aquello enfureció a Tito. De lo único que se había alegrado de su ingreso en la legión era de que al menos en el ejército podía comer con cierta regularidad, pero desde que lo habían desplazado al norte, estaba aterido por el frío y ahora además le negaban la comida.

–Déjalo -dijo Druso-. Está claro que hoy no nos van a dar nada para comer hasta que hayamos acabado con unos cuantos cartagineses, así que, cuanto antes acabemos con ellos, antes comeremos. Vamos, sigúeme.

La determinación de Druso consoló un poco el ánimo de Tito Macio y ambos se pusieron el casco, la coraza de piel, que era lo que podían permitirse unos soldados de tropas auxiliares, y cogieron sus espadas y pila.

–¡Vamos allá de una vez! – concluyó Tito.

En otro extremo del campamento, la caballería romana ya estaba formada y dispuesta para salir. El joven Publio y Cayo Lelio estaban sobre sus monturas. No se decían nada pero intuían que algo no encajaba, sin embargo, el cónsul Tiberio Sempronio Longo tenía el mando absoluto, al menos hasta que el otro cónsul, Publio Cornelio Escipión, se recuperase y no se podían discutir las órdenes del cónsul al mando, y menos en medio de un ataque enemigo.

La caballería romana salió al trote del campamento y al minuto empezó a galopar en dirección a los númidas. A quinientos pasos de las fortificaciones romanas, los jinetes de ambos ejércitos se enfrentaron en un combate duro bajo el viento y el aguanieve del invierno de Liguria. El joven Publio hirió a un par de jinetes númidas y Cayo Lelio hizo lo propio con otros dos, uno de los cuales cayó al suelo malherido. Los númidas empezaron a replegarse. Sempronio Longo dio orden de seguirlos y de que las legiones salieran del campamento y, a paso ligero, siguieran a su vez a la caballería romana para darles apoyo.

Los jinetes africanos huían por una llanura, lo que dio seguridad al cónsul Sempronio, ya que los romanos sólo temían las zonas boscosas donde los galos de la región presentaban con frecuencia emboscadas que causaban numerosas víctimas entre los legionarios. Por el contrario, un avance por terreno llano y despejado era algo que los romanos no temían. Había un bosque, pero los númidas se alejaban de él acercándose al río Trebia. Al llegar al mismísimo río, los jinetes africanos espolearon sus caballos para cruzarlo al galope por una zona por la que se podía vadear al ser de aguas poco profundas. La caballería romana hizo lo propio y el cónsul ordenó que la infantería siguiera los mismos pasos.

Tito Macio entró en el río. Pronto el agua le cubrió primero hasta la cintura y, al llegar al centro del río, hasta casi los hombros. La corriente no era fuerte, pero la temperatura del agua estaba tan baja que sintió como si hasta sus propios huesos se congelasen por dentro. Se fijó en Druso, cuyos dientes castañeteaban por el frío.

Al salir del río Trebia, los legionarios romanos estaban temblando y apenas tenían fuerza para mantener sus armas en la mano. Sólo la caballería, que apenas se había mojado hasta las rodillas, parecía estar en condiciones razonables para el combate, pero ya no había tiempo para retroceder o replantear la batalla. Al llegar a la llanura al otro lado del río los romanos comprendieron exactamente lo que les esperaba. En la distancia Sempronio Longo vio al ejército cartaginés dispuesto para el combate.

Aníbal dio orden de que los mercenarios baleáricos con sus hondas y su infantería más ligera, lanzas en ristre, se pusieran al frente del ejército. Ésta era la primera línea de combate de las tropas púnicas compuesta por unos ocho mil hombres. Por detrás, en una gran falange, avanzaba la infantería pesada, constituida por soldados traídos de Iberia, los recientes aliados galos de la región, que guardaban odio eterno a Roma desde tiempo secular, y los soldados africanos que habían acompañado a Aníbal, algunos incluso a su padre Amílcar, desde Cartago. En total unos veinte mil hombres.

La caballería númida, en su maniobra de repliegue, se dividió en dos grandes grupos que se unieron al resto de los jinetes del ejército púnico en ambas alas de la formación. Los africanos alinearon entonces un total de diez mil jinetes dispuestos para la batalla. Y, como remate final, el general cartaginés había formado dos pequeños grupos de elefantes, los supervivientes del tránsito de los Alpes, junto con las alas de la caballería. El general africano observaba el campo de batalla desde un altozano.

–Todo está dispuesto -dijo-, y Baal está con nosotros.

En el frío de la mañana, su voz sonó cálida, llena de fuerza y extraño poder. Sus oficiales se sintieron seguros y esperaron la señal de su líder.

Sempronio Longo sentía el frío en sus piernas mojadas por el agua del río, pero no reparó en los temblores de muchos de sus soldados de infantería ni en que las tropas no habían desayunado ni en el viento gélido que parecía navegar junto al agua del río.

–¡Las legiones al centro! ¡La caballería en las alas, que guarden los flancos mientras avanzamos!

Las órdenes se transmitieron a tribunos y decuriones y luego a los centuriones hasta llegar a toda la tropa: aproximadamente unos dieciséis mil romanos y veinte mil aliados.

La infantería ligera romana fue la primera en acometer a los cartagineses. Congelados por el frío del agua del Trebia, Tito Macio y Druso encontraron cierto alivio en correr aunque sólo fuera para entrar en calor. Sin embargo, pronto el miedo a morir hizo que sus otros sufrimientos se desvanecieran en su cabeza: los africanos los recibieron con una densa lluvia de proyectiles. Tito y Druso se guarnecieron bajo sus escudos al tiempo que veían cómo algunos compañeros más lentos caían atravesados por las flechas enemigas. Preocupados por su supervivencia, no vieron cómo la caballería romana empezaba a ceder en las alas. Los jinetes númidas atacaban con, para muchos, inesperada agresividad, y los confiados caballeros romanos se vieron sorprendidos por la furia de aquella lucha cuerpo a cuerpo a la que no estaban acostumbrados. La mayoría de los jinetes romanos sólo sabían de los númidas por sus dos aparentes claras victorias recientemente conseguidas bajo el mando del cónsul Longo y no entendían aquella ferocidad con la que los africanos lanzaban cada golpe. Como resultado, muchos romanos cedían terreno y otros, los más valientes, eran heridos o caían derribados al retirarse sus compañeros.

De nuevo el joven Publio y el veterano Cayo Lelio se vieron luchando con aquellos jinetes reconociendo en el primer cruce de golpes la tenacidad en la contienda de los africanos que habían encontrado anteriormente en la batalla de Tesino.

–¡Esta vez va en serio! – exclamó Publio.

–¡Así es, por Júpiter y por todos los dioses! – respondió Lelio mientras combatía con un fornido guerrero númida.

La turma de Publio y Cayo Lelio mantenía la posición a duras penas y con el coste de algunas bajas, pero el hijo del cónsul se percató de que se estaban quedando solos mientras el resto de la caballería romana retrocedía cada vez más.

–¡Hay que retirarse! – le dijo a Lelio y éste aceptó sin discusión. Poco a poco, de la forma más organizada que podían, fueron retrocediendo para no quedar rodeados por los jinetes númidas.

Con el retroceso de la humillada caballería romana los flancos de las legiones quedaron al descubierto. Tito y Druso también retrocedían tan velozmente como les permitían sus piernas y sus escudos, que llevaban en alto para protegerse de los dardos y las jabalinas que seguían cayendo en todo momento. Apenas habían tenido oportunidad de combatir. Sólo un breve cruce de golpes con un grupo de iberos cuyas estocadas habían dejado entumecido el brazo con el que Tito sostenía su escudo. En su repliegue, ni Tito ni Druso se percataron del desastre que se avecinaba. Las legiones de infantería pesada combatían con el frente cartaginés a la vez que se defendían de las embestidas de los jinetes númidas por los flancos.

Sempronio Longo, en la retaguardia, rodeado por parte de su caballería, observaba el desastre en el que se había convertido su ofensiva.

–¡No pasa nada! ¡El enemigo es fuerte pero podemos vencer! – intentaba insuflar seguridad en su voz elevando el tono de sus palabras, pero su nerviosismo quedaba implícito en el vibrar extraño de sus frases lanzadas al viento glacial y sus oficiales empezaban a desconfiar ya de aquel cónsul que los había conducido no ya a una pequeña derrota como en Tesino, sino a un desastre militar de consecuencias incalculables. – ¡Que la caballería se reorganice! ¡Vamos a volver a atacar!

Aún no había terminado Sempronio Longo de decir esas palabras cuando, desde el bosque cercano, saliendo de la retaguardia romana, una fuerza de mil jinetes númidas y mil infantes cartagineses se lanzó sobre las desguarnecidas tropas de la infantería romana. Se trataba de las tropas de Magón, el hermano de Aníbal, que, siguiendo las instrucciones recibidas, se había emboscado entre los árboles la noche anterior al amparo de la larga oscuridad del solsticio de invierno y de la tímida luna nocturna. La infantería romana quedó rodeada esta vez al completo por los enemigos, mientras que la caballería romana observaba impotente el desastre total que se cernía sobre su ejército. Sempronio Longo enmudeció mientras sus oficiales le pedían, ahora ya sin reservas y sin vigilar la forma o el tono en el que expresaban su demanda, que ordenase una retirada general antes de ser completamente masacrados por los cartagineses. Sempronio Longo, no obstante, sólo escuchaba los gritos de sus soldados que caían muertos y el bramido de los elefantes que pisoteaban legionarios romanos. Aquellas bestias avanzaban protegidas por los jinetes númidas y los aliados galos e iberos que acompañaban a los cartagineses.

Ante la inactividad del cónsul, varios centuriones reagruparon a los hombres que podían seguirlos y se abrieron paso entre los enemigos. Nadie tenía deseos de volver a cruzar el río de aguas heladas del Trebia y menos rodeados de enemigos. Era mejor abrirse un camino todos juntos por donde salir. Tito y Druso se vieron favorecidos al producirse el reagrupamiento romano cerca de su zona.

Unos diez mil legionarios y soldados aliados pudieron salvarse y entre agotados, hambrientos y ateridos, llegaron, tras varias horas de larga y triste marcha, hasta las ciudades de Placentia y Cremona, bajo dominio romano, para guarecerse entre sus fortificadas murallas.

Publio y Lelio se replegaron junto al resto de la caballería cruzando el río. A pocos metros vieron al cónsul Sempronio Longo cabalgando cabizbajo, protegiéndose con su capa de la intensa lluvia que, aunque ahora los azotara con poderosa vehemencia doblegando aún más sus ánimos con el imperio de su humedad y fría insistencia, al mismo tiempo les había brindado una gran ayuda para facilitar el repliegue.

Aníbal observaba la retirada romana mientras las gotas de lluvia salpicaban todo su cuerpo. Estaba empapado. Sus oficiales esperaban la orden de replegarse o bien de emprender una persecución contra la infantería y caballería romanas que, cada una por su lado, buscaban refugio en las ciudades que controlaban en la región. Aníbal optó por el repliegue de sus tropas. La lluvia era demasiado intensa para continuar con las acciones militares y el objetivo principal de infligir una dura derrota a las legiones de Roma en propio territorio itálico ya estaba conseguido. Podía ver en el rostro de los jefes galos e iberos que acompañaban a sus oficiales cartagineses la enorme confianza que tenían depositada en sus decisiones desde aquel instante. A partir de aquel día empezaba la auténtica guerra contra Roma. Pronto llegaría la victoria absoluta y el plan de su padre sería cumplido fielmente de forma que el dominio sobre todo el Mediterráneo occidental pasara a manos de Cartago. Aníbal sonrió y se sacudió el pelo para secarse por un lado y por otro para no cegarse en sueños aún no cumplidos. Quedaba una inmensa labor todavía por realizar. Y complicada.

–Nos replegamos -dijo, y nadie discutió su orden. De hecho cada vez menos se atrevían tan siquiera a preguntar el porqué de sus mandatos.

Cayo Lelio y Publio, seguidos de la mayor parte de los jinetes de su turma de caballería, cabalgaban bajo la interminable lluvia que los envolvía. Lelio se puso al lado del joven Publio.

–Nuevamente nos hemos salvado, por los pelos.

–Así es. Se diría que los dioses están con nosotros.

–Bueno, para salvarnos la vida puede ser -continuó Lelio-, pero extraña forma de estar con nosotros es esa en la que nos conducen de derrota en derrota. Esto empieza a ser fastidioso. Estoy cansado de replegarme, de retirarme, de ver a cuántos he podido salvar de caer abatidos por el enemigo, los recuentos al llegar al campamento, sucios, cansados…

–Te entiendo, Lelio, te entiendo. Es una extraña forma. No sé si es causa del capricho de los dioses o capricho de nuestro cónsul al mando. Sin embargo, aquí estamos, y esta noche, aunque ya imagino que Longo no tendrá ganas de repartir vino, tú y yo tomaremos unas buenas copas juntos al abrigo de mi tienda, si te parece bien. Nos secaremos y repondremos fuerzas. Esta guerra no ha hecho más que empezar.

Lelio le miraba entre admirado y sorprendido. Le fascinaba aquella tenacidad en la lucha aun después de una serie de fracasos militares como los que llevaban cosechada aquel año entre el Tesino y el Trebia. Debía de ser la juventud que aportaba fuerzas suplementarias. Lelio hacía tiempo ya que había olvidado aquel espíritu juvenil con el que se emprendía una campaña. Todo era nuevo. El mundo estaba lleno de posibilidades. Hacía años que todo aquello se había desvanecido para él y, curiosamente, junto a aquel muchacho, aquellas sensaciones parecían retornar a su ser.

Entre la lluvia y el viento helado, Publio acertó a leer en la mirada de su interlocutor la sorpresa y la extrañeza ante sus palabras.

–Lelio -quiso aclararle-, mi padre dice que a veces la más grande de las victorias se construye sobre muchas derrotas previas. Esperemos que tenga razón.

–Esperémoslo pero, y no quiero por ello faltar al respeto a tu padre, ¿en qué se basa el cónsul Escipión para afirmar tal cosa?

–Ha leído mucho, ha leído mucho. Algo habrá aprendido en todos esos volúmenes de filosofía que colecciona y que me va entregando poco a poco.

Publio sonrió al final de sus palabras. Lelio sacudió la cabeza.

–Creo que necesitaremos algo más que historias de filósofos muertos para frenar a los cartagineses.

Publio mantuvo su sonrisa, dejando claro que no tomaba como ofensa aquella reflexión de Lelio. Mantuvo su sonrisa y su serenidad. En algún momento encontrarían la victoria y estaría apoyada en las palabras de su padre o en los textos que éste le pasaba; de alguna forma, de algún modo todo aquello debería encajar perfectamente y comenzar a fluir. Entretanto, no restaba sino resistir. Y estaban su padre y su tío Cneo y, mientras ellos combatieran, todo era posible. El joven Publio se dio cuenta de que ésa era su auténtica fortaleza: saber de la existencia de su padre y de su tío y que ambos luchaban en su mismo bando.

Tito y Druso cenaron aquella noche en silencio. Aún tiritaban por el frío pasado y quién sabe si por el miedo sentido en el campo de batalla. Engulleron las gachas de trigo sin hablar, aturdidos por los sufrimientos compartidos, dos soldados al servicio de Roma en un ejército mal gobernado que se retiraba a la deriva.

LIBRO IV LA RESISTENCIA DE

ROMA

Patiendo multa, venient quae nequeas pati. [A fuerza de soportar mucho, llegará lo que no pueda soportarse.]

Publilius syrus

44 Cneo en Hispania

Hispania, septiembre del 218 a.C.

Cneo llegó a Hispania con las sesenta naves que su hermano el cónsul Publio Cornelio Escipión le había cedido para trasladar las dos legiones cuyo mando le había traspasado para atacar a los cartagineses y así cortar la línea de suministros de Aníbal procedente de aquella región.

Cneo Cornelio Escipión puso pie a tierra en Emporiae, una colonia griega amiga de Roma, en la costa noreste de Hispania. Varios oficiales romanos de las tropas supervivientes a las luchas contra los cartagineses de Aníbal primero y ahora de las guarniciones comandadas por Hanón, se acercaron para recibirle con los brazos abiertos.

–Gracias a todos los dioses que habéis llegado. Ojalá ahora se pueda cumplir el mandato del Senado de Roma y recuperar el control de esta región… -comentó un centurión romano nada más bajar Cneo de su barco.

–¿El Senado? – preguntó a voz en grito el aludido interrumpiendo a aquellos oficiales que le agasajaban en su recibimiento-. ¡El Senado, sí, y mi hermano! ¡Mi hermano me ha pedido que despeje de cartagineses toda la región desde los Pirineos hasta el Ebro y eso es lo que voy a hacer! ¡Lo que vamos a hacer todos! – Y elevó aún más su grave y poderosa voz para que le oyeran tanto los que se acercaban a las naves por toda la costa como los legionarios que comenzaban a desembarcar-. ¡Legionarios de Roma, vamos a perseguir a los cartagineses hasta que crucen el Ebro de vuelta a su casa con el rabo entre las piernas y vamos a combatir con ellos a muerte hasta que acabemos con esta tarea! – Y volviéndose a los iberos que, entre curiosos y sorprendidos, se acercaban para presenciar el desembarco de las tropas romañas recién llegadas, añadió-: ¡Y que los jefes de los pueblos iberos vayan decidiendo de qué lado están y rápido, porque seré generoso con los que nos apoyen desde este momento, pero también me ocuparé personalmente de aquellos que apoyen a los cartagineses hasta que maldigan el día en que su madre los parió! ¡Y a los cartagineses les decís que los busco y que no quiero cansarme en encontrarlos, así que vengan pronto y, si quieren, que se traigan a sus dioses con ellos porque les van a hacer falta! – Y luego para sí, en voz baja-. Ya tenía yo ganas de entrar en esta guerra e ir poniendo un poco las cosas en su sitio.

Ordenó que las legiones formasen y, sin aguardar un minuto, una vez todas las tropas estuvieron desembarcadas, inició una marcha hacia el interior de la región en busca de un enclave llamado Cesse por los habitantes de Iberia. Su objetivo era localizar la posición de las tropas de Asdrúbal y Hanón, el ejército que Aníbal había dejado tras de sí para mantener expeditas las vías de comunicación y aprovisionamiento entre su propia expedición a la península itálica y las ricas fuentes de víveres y pertrechos de Hispania.

Al cabo de varios días de marcha, un explorador pidió permiso para informar al procónsul. Cneo le recibió en su tienda, mientras comía pollo y bebía vino, y consultaba unos mapas y escuchaba los informes de sus tribunos.

–Los cartagineses han agrupado sus tropas en Cesse y están dispuestos al combate, mi general.

Cneo asintió e hizo una señal para que el explorador abandonase la tienda. En cuanto éste hubo salido, continuó comiendo, y con los carrillos llenos de comida y vino se las arregló para dar sus instrucciones a los tribunos presentes.

–¡Mañana vamos a Cesse y barremos del mapa a ese ejército! Que los soldados cenen bien esta noche y que beban algo de vino, sin excesos, que para eso ya me basto yo. ¿Alguna pregunta?

Después de las derrotas sufridas en Hispania, no estaba claro que aquella táctica del ataque frontal fuera a ser la mejor política, pero era cierto que desde la llegada de Cneo Cornelio Escipión a Hispania eran muchas las poblaciones y pueblos iberos que habían abandonado a los cartagineses y que todos los jefes de las diferentes tribus de la región esperaban una muestra de la auténtica fuerza de los romanos en la península; rehuir el combate también podía verse como una muestra de debilidad. Entre el mar de dudas en el que los tribunos se debatían por discernir qué podría ser mejor para acometer aquella difícil campaña contra el ejército cartaginés de Hanón y la resuelta decisión y seguridad de su procónsul, no había mucho margen de maniobra. Marcio, uno de los centuriones más experimentados, se anticipó al resto de los oficiales.

–Así se hará, procónsul -dijo, y salió de la tienda y tras él el resto, que le siguió con rapidez. Ningún oficial parecía estar a gusto a solas con el procónsul.

Cneo separó entonces su plato de comida y se acercó el plano de la región en la que se encontraban mientras que registraba en su mente la celeridad en la respuesta de aquel oficial. Lucio Marcio Septimio se llamaba. Siempre memorizaba el nombre de todos los tribunos, decuriones y centuriones a su mando. Era información útil. No entendía cómo su hermano Publio encontraba espacio en la cabeza para recordar también diálogos de las obras de teatro a las que asistía. Cneo era más selectivo. Se centraba en lo militar: oficiales, inventarios y mapas, ésas eran las cosas que estudiaba con detenimiento. Lucio Marcio Septimio. Un centurión bien dispuesto a cumplir las órdenes. Ése era siempre un dato importante a tener en cuenta en una campaña.

Al día siguiente, los romanos atacaron en perfecta formación a los soldados cartagineses. Las legiones avanzaron con el procónsul Cneo Cornelio Escipión al frente. Su gigantesca figura de dos metros se abrió paso, apoyada por varios hombres de confianza, por entre las filas cartaginesas y su arrojo pareció contagiarse como una centella entre el resto de los romanos. El procónsul había situado los manípulos al mando de Lucio Marcio en su ala derecha. Sabía que así no tendría que preocuparse más por un flanco. Los cartagineses lucharon con tenacidad, pero los romanos llevaban consigo una fuerza renovada que hizo retroceder a los africanos paso a paso primero y luego en desbandada general. Aquel día ocho mil cartagineses cayeron abatidos. La victoria fue absoluta. Cneo Cornelio Escipión, cubierto de sangre roja brillante procedente de los enemigos cercenados por su espada, se dirigió a sus hombres desde lo alto de la fortaleza de Cesse.

–¡Marte y Júpiter están con nosotros, legionarios! ¡De aquí hacia el Ebro hasta arrojar a los cartagineses fuera de nuestro dominio! ¡Los enemigos de Roma han de lamentar el día en que cruzaron ese maldito río!

Sus hombres gritaron de júbilo. Entre las poblaciones iberas corrió la voz: había un nuevo general romano en Hispania, un tal Cneo Escipión, valiente, que despreciaba el peligro, desconocedor del miedo, que había prometido guerra sin cuartel contra los cartagineses y a los que los apoyasen, y que acababa de barrer las tropas de Hanón. Decenas de jefes iberos deliberaban en sus poblados. A partir de aquel momento había que pensarse muy bien de qué lado se estaba.

45

Ojos negros de mirada profunda

Roma, enero del 217 a.C.

Publio Cornelio Escipión padre había regresado a Roma desde el norte para ceder la magistratura consular, por un lado, a quien fuera elegido para el cargo, cumplido su año de mandato, y, por otro lado, para terminar de restablecerse de sus heridas de Tesino. Con él regresó parte de las tropas y, entre otros muchos, su propio hijo. Ambos, Publio padre e hijo, caminaban aquella mañana de enero por las transitadas calles de una Roma que se preparaba para las nuevas elecciones consulares. Diferentes nombres sonaban como posibles candidatos a la máxima magistratura del Estado: Terencio Varrón, Cayo Flaminio, Emilio Paulo, Servilio y, como siempre, Fabio Máximo, pero no estaba claro aún cómo iban a desarrollarse los acontecimientos.

–¿Adónde vamos? – preguntó el joven Publio a su padre al salir de su casa. Caminaban por entre callejones estrechos y amplias avenidas con un paso constante, rápido y decidido, aunque el único que sabía el destino de aquella salida era su padre. Al joven le parecía sorprendente la recuperación de su pater familias. La herida en la pierna recibida en Tesino había sido grave y profunda; sin embargo, su padre avanzaba veloz y firme; apenas era visible una leve cojera al pisar con la pierna herida, sólo discernible para quien supiera lo acontecido hacía unos meses junto a aquel nefasto río del norte.

–Vamos a casa de Lucio Emilio Paulo -respondió al fin el interpelado.

El joven Publio se quedó pensativo. Lucio Emilio Paulo había sido cónsul el año anterior; era un personaje respetado por sus victorias en la guerra de Iliria pese a que Fabio Máximo intentó manchar su victoria con confusas acusaciones sobre malversación en las cuentas de aquella victoriosa campaña militar; apenas conocía nada más de él, aparte de que su padre siempre había hablado de este senador con gran estima. Pensó en preguntar cuál era el motivo de la visita y, ya puestos, por qué deseaba ir acompañado. Lo segundo podría tener una respuesta relativamente fácil: desde que regresaran del frente de guerra su padre había insistido en presentarle a todos los hombres influyentes de Roma que conocía, senadores, pretores, cuestores, censores. El joven Publio hacía lo posible por retener nombres, funciones y las valoraciones que de cada una de esas personas le hacía su padre. El hijo no veía a qué tanta prisa por presentarle a tanta gente en tan poco tiempo, pero su padre insistía en que estaban en guerra y que en una guerra cualquier cosa era posible y convenía estar preparado. No entendía bien el joven Publio el sentido de estas explicaciones, pero sabía que discutir con su padre en aquellos temas que éste tenía decididos era inútil, de forma que acataba los deseos del padre como si de órdenes de un superior en el campo de batalla se tratara, pues, a fin de cuentas, por el tono de decisión que su padre había empleado aquella mañana, casi venían a ser lo mismo.

–Se acercan las próximas elecciones para el consulado. Ya sabes que Varrón será muy probablemente elegido por las comida centuriata como el cónsul representante del pueblo. Varrón es un loco. Temo mucho que pueda llevar a Roma al desastre. Necesitamos una persona con carisma y gran experiencia que, apoyada por el Senado, sea elegida como el otro cónsul.

El joven Publio se quedó sorprendido de recibir tantas explicaciones de golpe. Por algún motivo su padre deseaba que tuviera bien presente todo lo que se estaba decidiendo en Roma en esas semanas.

Al cabo de unos veinte minutos llegaron a la residencia de la familia del ex cónsul Lucio Emilio Paulo. Ésta se encontraba en lo alto de una colina; era una domus grande y rodeada de un amplio jardín. Toda la hacienda estaba custodiada por una elevada muralla de más de dos metros y medio de altura y por guardias armados en la puerta. A través de una inmensa verja de hierro oscuro se discernía un ancho camino que conducía a la puerta principal de la mansión. Los guardias reconocieron enseguida a Publio Cornelio Escipión y abrieron la verja.

Su padre era respetado y bien recibido en aquella casa. Sin embargo, al seguirle su hijo, uno de los guardias se interpuso y solicitó una aclaración.

–¿Quién es este que le acompaña, general? Sólo me está permitido dar paso a un pequeño grupo de personas conocidas por mi amo. Y este joven no figura entre ellos.

Publio padre no se alteró ni dejó entrever en el tono de su respuesta enfado o molestia por lo inquisitivo y estricto del centinela.

–Eres un fiel y buen servidor de tu señor. Cumplir sus órdenes te honra. Este que me acompaña es mi hijo, mi primogénito, y vengo a presentarlo a tu señor. Deseo que mi hijo conozca a aquellos que merecen ser respetados en Roma.

–Comprendo… -Pero el guardia no daba paso, pensativo.

–Si lo deseas, podemos esperar aquí mientras envías a alguien a preguntar a tu amo si mi hijo es bienvenido en su casa. No hay ofensa por esperar. – Con ello Publio padre concluyó y aguardó respuesta.

El soldado se debatía en silencio. La solución no era tan sencilla como todo eso. Su señor era una persona justa pero que se enojaba ante decisiones absurdas. Por un lado estaba la orden según la cual sólo podía pasar el padre, pero negarle la entrada al hijo de uno de los mejores amigos del señor de la casa no era en nada hospitalario y podía considerarse como una forma ridicula de celo en la tarea de custodiar la casa.

Publio padre se apiadó del guardia y decidió darle una solución.

–Quizá podrías escoltarnos a los dos hasta el patio de la casa del senador y dejarnos allí mientras informas a tu señor de quién le visita, de quién acompaña a esta visita y el objeto de nuestra venida. De esta forma mostrarías hospitalidad ante un amigo de tu señor y cautela al transgredir ligeramente una orden suya. – La expresión de Publio Cornelio padre era la de un general acostumbrado a dar órdenes, de forma que sus palabras transmitían la confianza de quien posee gran experiencia.

–Sí – respondió aliviado el guardia-, esto haremos.

Dejando al otro centinela junto a la puerta, el soldado acompañó a padre e hijo hasta la entrada de la gran mansión dejándoles pasar hasta un patio. En el centro había una fuente con un surtidor. El murmullo del agua al caer y el frescor de las plantas que rodeaban aquel patio transmitían una agradable sensación de paz y sosiego. Pese a estar en invierno, había amanecido un día despejado con mucho sol. El joven

Publio se sintió a gusto en aquella estancia, con el cielo abierto sobre ellos, con el aire fresco y el agua.

Fue el propio Lucio Emilio Paulo quien salió a recibirlos en persona.

–Ya veo, viejo amigo, que sigues siendo hábil en el arte de la persuasión -fueron las palabras de recibimiento que el senador dedicó a su padre- y te entretienes ahora en confundir a mis subditos. Yo doy una orden precisa y aquí llegas tú y haces que la gente se confunda hasta no saber qué es lo apropiado.

–¿Acaso querías tenernos en la calle esperando, viejo bribón? – respondió Publio padre.

–Nada de eso, nada de eso… -se abrazaron los dos senadores, los dos excónsules-, sí me parece bien, pero es que me conmueve tu capacidad de persuadir a la gente para salirte con la tuya. Se te ha echado de menos en el Senado este año. ¿Y bien? – dijo entonces mirando al joven acompañante de su amigo-. Éste sin duda debe de ser tu hijo, corrijo, tu valiente primogénito, tu salvador en Tesino, ¿no es así?

–Así es.

El senador Emilio Paulo se distanció un par de pasos, examinando al joven que le estaba siendo presentado. Tras un par de segundos se adelantó y, antes de que el joven Publio pudiera reaccionar, se fundió en un abrazo con él. El senador tenía fuerza en sus venas más allá de la que uno podía pensar, pues el joven sintió en aquel intenso abrazo la fortaleza de unos musculosos y poderosos brazos. Por fin, le dejó libre y Publio hijo pudo decir algo.

–Es un honor para mí conocerle. Mi padre le tiene en gran estima.

–Ah, ¿y eso es bueno? – interrumpió el viejo senador.

Publio hijo, confundido, no supo qué responder. El senador entre risas continuó.

–Hay más de uno que solamente por eso, porque tu padre me estima, ya no me aprecia nada. Roma es una guarida de lobos. Pero estoy de broma, como ya verás, yo también aprecio a tu padre. Pero dejemos esta palabrería y veamos qué te trae por aquí de verdad, viejo Publio. Estoy encantado de conocer a tu hijo, pero me lo podías haber presentado en el foro en los próximos días. ¿Por qué has venido hasta mi casa, tan lejos del centro? Y no me engañes.

Publio padre sonrió.

–No, no lo pretendo. Mis dotes de persuasión no creo que pudieran llegar a tanto. Ya sabes a qué he venido.

–Ah… -por primera vez Lucio Emilio frunció el ceño y se puso serio-. Por eso… no sé, no sé… no eres el primero que viene por lo mismo, pero no… no lo veo claro.

–Permíteme al menos exponerte mis razones con un poco de calma -insistió Escipión padre.

–Bien, sí, eso sí. Parece que olvido mis modales y os retengo en el patio de mi casa…

En ese momento una joven de unos dieciséis años apareció en el patio. Entre niña y mujer, un rostro de facciones suaves, con la tez oscura por el sol y una profusa melena azabache, larga y sinuosa que caía sobre sus hombros y espalda; su cuerpo, no obstante, era exuberante, con amplios senos que se dibujaban bajo la toga blanca que lucía en la luz clara de aquella mañana; caminaba despacio, como si apenas rozaran sus pies el suelo, sin hacer ruido. Se quedó a la entrada del patio sin intervenir en la escena, observando.

El senador al volverse para invitar a sus amigos a entrar en la casa la vio y ésta retrocedió sobre sus pasos, pero la voz impetuosa del amo de la casa la detuvo.

–Ah, mi hija Emilia, siempre una grata sorpresa, la luz de esta casa y desde el fallecimiento de su madre, la esperanza de esta familia. Ven que te presente a dos buenos amigos.

La joven se acercó y el senador llevó a término las correspondientes presentaciones. En la proximidad, Publio hijo pudo ver de cerca la profundidad de la mirada de aquella jovencísima mujer: eran unos ojos negros como su pelo, como la noche, pero cálidos, con una mirada intensa, dulce, tranquilizadora. Acompañaban la paz del murmullo del agua, del cielo despejado, pero cuando se quedaban quietos, devolviendo la mirada, se apreciaba un ápice de travesura, de complicidad, de secreto.

–Y digo yo -continuó el senador-, ¿no será mejor, Publio, que dejemos a los jóvenes a su aire y que tú y yo nos dediquemos a dirimir el futuro del Estado? Más que nada lo digo por mi hija. No sé si tu muchacho aguantará tus largas explicaciones, pero estoy seguro de que eres capaz de aburrir a mi niña hasta el infinito. No tienes piedad cuando hablas de defender a Roma -y volvió a reír.

–Como desees. Estamos en tu casa.

–Bien, pues no se hable más -y dirigiéndose a su hija-, Emilia, ya que tu hermano anda perdido por el foro, o al menos eso prefiero pensar yo, ¿por qué no conduces al jardín y entretienes a este valiente joven mientras tu propio padre se aburre con el pesado de su padre?

–Como quieras, mi señor -fue la rápida respuesta de Emilia.

Los senadores salieron del patio y ambos jóvenes quedaron a solas. Para esto no se había preparado aquella mañana el joven Publio. Había sido llamado por su padre para una visita formal a un importante senador de Roma para tratar de asuntos esenciales de la ciudad, la patria y su gobierno, y ahora se veía a solas con una jovencísima muchacha, muy hermosa, pero con la que no sabía de qué hablar.

–No hace falta que hablemos si no quieres -empezó Emilia-. Quiero y respeto mucho a mi padre, pero le encanta poner a la gente en situaciones extrañas para ver cómo reacciona. Dice que así es como se conoce realmente a las personas. En sus reacciones ante lo inesperado.

Publio escuchó en silencio. Desde luego ése no era el inicio de conversación que había considerado para empezar a hablar con una joven patricia romana. Pero Emilia no se vio ni sorprendida ni desanimada por el silencio de su interlocutor, o al menos su desenfado y decisión no sugerían tal cosa.

–Mi padre ha dicho que vayamos al jardín, hace un día tan precioso que creo que será un paseo agradable… Si a ti te parece bien.

Publio al fin dijo algo.

–Sí, me parece bien.

Hablar, lo que es hablar no habla mucho, pensó la joven Emilia mientras lo acompañaba hacia la entrada de la casa para salir al jardín, pero es guapo. Se sonrió sin decir más.

–¿Por qué sonríes? – preguntó Publio, que no dejaba de observarla.

Estaban ya en el jardín. El aire fresco de la mañana teñido del calor del sol era una mezcla embriagadora para los sentidos, especialmente rodeados de aquel jardín repleto de plantas exóticas. Emilia dudaba en responder. Por fin se decidió.

–Por nada especial. Es sólo que mi padre y mi hermano, hace unos días, empezaron a hablarme con insistencia del tema del matrimonio, de elegir sabiamente y no sé cuántas cosas más sobre el asunto y…

–¿Y…? – La joven había captado el interés de su invitado, ¿o era miedo?

–Y entonces mi padre empezó a recitar nombres de posibles buenas elecciones. Y tu nombre estaba el primero de la lista.

–Ya… -el joven Publio vio confirmado que aquella mañana nada transcurría según había pensado. Decidió seguir la conversación que, al menos una cosa era evidente, resultaba diferente a cualquier otra que nunca había tenido con una patricia-. Y por eso la sonrisa.

–Sí; me ha hecho gracia que hace unos días me propusieran tu nombre como posible «sabia elección» y que de pronto, unos días más tarde, te encuentres aquí, nos encontremos aquí, poco menos que empujados por mi padre, solos.

–Ya… entiendo. No deja de ser una coincidencia.

–¿Tú crees? – preguntó Emilia.

–Bueno…, veo que hay tres posibilidades.

–¿Tantas? ¿Y cuáles son? – Y se sentó en un banco de piedra bajo un pino alto y robusto, pero a la luz del sol, ya que la sombra del enorme árbol caía más lejos. Publio permaneció de pie, explicando sus posibilidades.

–Uno: es posible que sea una coincidencia, nada más; dos: es posible que tu padre y el mío hayan tramado que nos conozcamos; tres: los dioses desean que nos conozcamos.

–¿Y cuál de las tres crees tú que es la cierta? – preguntó una interesadísima Emilia. Aquel joven era guapo y, según había oído de sus padres, excelente y valiente soldado, héroe que había salvado a su propio padre, un cónsul de Roma, en el campo de batalla de caer en manos de los cartagineses aun a riesgo de poner en grave peligro su propia vida. Heroicidades semejantes no podían dejar insensible a la joven patricia.

Publio no sabía bien por dónde proseguir. Además, otros pensamientos se agolpaban en su mente. Su experiencia con las mujeres era relativamente variada en lo sexual, con las prostitutas que en numerosas ocasiones había visitado con su tío Cneo y, ocasionalmente, alguna esclava en casa de su padre; y luego estaban las aburridas conversaciones con jóvenes patricias que le habían sido presentadas para «los mejores fines», normalmente seleccionadas con esmero por su madre; sin embargo, una conversación ingeniosa con una joven patricia, que además era muy hermosa, era algo nuevo para él.

–No hace falta que me respondas -la voz de Emilia, suave y tierna, se mezcló con sus pensamientos-. Me bastaría con que me hicieras un favor, un gran favor.

–Si puedo ayudarte, estaré encantado y orgulloso de poder hacerlo -Publio sintió que sus palabras brotaron con sinceridad de su corazón y no dejó de estar sorprendido. Eso sí le puso algo nervioso, pero la placidez de aquella joven patricia le envolvía y contrarrestaba sus dudas.

–Verás. Mi padre y mi hermano están muy insistentes con este tema del matrimonio y si consiguiera hacerles pensar que un joven romano, hijo de un senador y ex cónsul de Roma, de una excelente familia patricia, valiente oficial, se interesa por mí, aunque sólo fuera por un tiempo, pues sé que me dejarían tranquila con el tema, al menos por unas semanas, quizás meses…

El joven Publio escuchaba atento.

–… Supongo que bastaría con que vinieras a verme alguna vez, con cualquier pretexto; basta con que demos un paseo, aunque no hablemos.

Publio meditó bien su respuesta mientras observaba el pelo de la joven, acariciado con suavidad por una dulce brisa. Era un cabello precioso, denso, que daban ganas de acariciar. Por fin empezó a hablar despacio. Emilia le miraba con fulgor en sus ojos.

–Entiendo tu preocupación y que te resulte incómodo que tu padre te atosigue con el tema del matrimonio, y aun cuando me encantaría poder ayudarte en cualquier otra cosa que me pidieses, eres la hija de uno de los mejores amigos de mi padre y no podría hacer nada que pudiese poner en peligro la amistad de mi padre con el tuyo; si ahora fingiera interés por ti para luego no cumplir lo que mis acciones daban a entender, sería una afrenta a tu padre, a tu hermano, a toda tu familia, que sería difícil que me perdonaran y tendrían razón en no hacerlo, y eso también avergonzaría a mi padre.

Emilia bajó la mirada despacio. La suave brisa proseguía su recorrido por el jardín haciendo que el largo y ondulado cabello de la muchacha se agitara suavemente sobre sus hombros.

–Sí, evidentemente estás en lo cierto. Perdona. Creo que aún soy una niña en muchas cosas. Espero que no tengas mala opinión de mí.

–No -esta vez Publio respondió con rapidez-, no, en absoluto. No hay ofensa alguna.

Y pensó en añadir algo para salir de aquel diálogo que tanto se había complicado.

–Quizá, si no te importa -continuó Publio-, me gustaría ver el resto del jardín.

Emilia accedió y se levantó enseguida para guiar a su invitado por entre los árboles desnudos de hojas y los pinos siempre verdes. Estaba meditando y caminaba sin hacer comentarios junto al joven Publio cuando se volvió hacia él para preguntarle de nuevo. – Admiras mucho a tu padre, ¿verdad?

El joven comprendió que no iba a ser tan sencillo conducir a la muchacha hacia una conversación frivola o ligera. Sin embargo, no se sentía molesto. En cierta manera aquel paseo resultaba agradable a la vez que muy distinto al que nunca hubiera hecho con ninguna de las múltiples jóvenes patricias de las mejores familias de Roma que se le habían presentado desde su regreso de Liguria.

–Sí, respeto mucho a mi padre y… -pensó unos segundos antes de concluir- sí…, para mí, sin duda alguna, es un modelo a seguir… aunque a veces resulta abrumador intentar estar a su altura.

Ésa era una confesión que nunca antes había hecho a nadie; hasta entonces sólo había sido un silencioso pensamiento en su mente que de pronto había cobrado voz y forma en presencia de aquella muchacha.

–Sí, te entiendo, a mí me pasa algo parecido -la voz dulce de la joven parecía fundirse con el viento-. Yo también deseo estar a la altura de lo que mi padre y mi hermano esperan de mí, pero no me parece sencillo.

Lucio Emilio Paulo observaba a su hija desde una de las ventanas de la domus. Publio le hablaba de Roma, de la guerra, del Senado y de las elecciones consulares para el año siguiente, con su elocuencia habitual, para persuadirle de que presentara su candidatura. Aunque mirara por la ventana no dejaba de escuchar atento las palabras de su amigo. No obstante, su interés estaba dividido entre los razonamientos de su colega en el Senado y la escena que estaba desarrollándose en el jardín de su casa.

El joven Publio y Emilia vieron por fin interrumpido su diálogo cuando los senadores aparecieron en el jardín. El primero en dirigirse a los jóvenes fue el amo de aquella casa.

–Hija mía, ¿le ha gustado a nuestro noble invitado la visita por el jardín?

–Sí, creo que a nuestro invitado le ha gustado el paseo. – Así es -corroboró Publio hijo.

–Bien, bien, me alegro -y, volviéndose a su padre, Emilio Paulo continuó-, tu padre y yo ya hemos terminado de dilucidar los asuntos de Estado esta mañana y creo que otros deberes os reclaman en la ciudad. ¿No es así, Publio?

–En efecto -confirmó Publio padre-. Nos vamos, hijo mío, con el permiso del pater familias de esta noble casa, espero…

–Por supuesto, por supuesto -y Emilio Paulo se dispuso a acompañarlos a la puerta de acceso a la hacienda, donde los guardianes seguían vigilando el acceso.

El joven Publio observó que Emilia los seguía del brazo de su padre. Llegaron a la puerta conversando acerca del excelente tiempo de aquella mañana de invierno. Publio hijo pensó en el tremendo contraste entre lo frivolo de la presente conversación frente al intenso diálogo de minutos antes con la joven hija del senador. Por un instante echó de menos ese breve intercambio de pensamientos del que habían disfrutado.

Llegaron a la puerta. Su padre se despedía cordialmente del senador Emilio Paulo. Los jóvenes se miraron. En ese momento el joven Publio tomó la palabra.

–Me pregunto, noble Lucio Emilio Paulo, si mi persona sería igual de bienvenida a esta casa si en otra ocasión tengo la oportunidad de acercarme a ella para visitar a los que aquí viven, aun cuando viniera solo y no acompañado por mi padre.

No era frecuente que un joven oficial, por muy hijo de cónsul que fuera, se dirigiese tan directamente a un senador demandando lo que no era otra cosa sino permiso para ser recibido en su casa en cualquier momento.

Publio padre miró a su hijo sin mostrar reproche ante sus palabras, pero con notable sorpresa. El senador aludido guardó silencio unos segundos. Emilia inspiró profundamente. Los guardias de la puerta que habían escuchado la petición del joven oficial estaban atentos a la respuesta de su señor.

–Sea -empezó Emilio Paulo-, ordeno que el hijo de Publio Cornelio Escipión, del mismo nombre, siempre sea bien recibido en esta casa, cuando quiera que éste desee honrarnos con su presencia. Un joven oficial de Roma de la familia Escipión siempre será apreciado en casa de Lucio Emilio Paulo.

–Gracias. Agradezco profundamente esta deferencia con mi persona. Espero estar a la altura del honor y la confianza que depositas en mí.

Los guardianes habían escuchado la orden de su amo y tomaban buena nota. Nunca más debían poner dificultad a aquel joven para acceder a la casa de su señor, como lo habían hecho en aquella mañana.

–Y…

–¿Algo más aún? Mi querido Publio -dijo Emilio Paulo dirigiéndose a Publio padre-, tu hijo cuando solicita parece no tener fin. ¿Es esto frecuente en él?

–Pues no, no lo es. No es dado a solicitar cosas -Publio padre respondió mirando a su hijo que aún deseaba solicitar algo más.

–¿Y bien? – preguntó al fin Emilio Paulo.

–¿Podría dirigirme un momento a vuestra hija?

Emilia se había quedado retrasada unos pasos, dejando una prudencial distancia con los hombres que se estaban despidiendo en la puerta, junto a los guardias. No dejaba de mirar y escuchar con enorme interés el intercambio de solicitudes y concesiones entre el joven Escipión y su padre.

Lucio Emilio Paulo se volvió hacia su hija. Los ojos de la muchacha brillaban y sus mejillas estaban encendidas pero sin llegar al sonrojo, con el rostro alto, sin bajar la mirada. Sin duda hacía esfuerzos por controlar sus reacciones. Estaba esperando la respuesta del pater familias.

–Sí, si eso te complace, puedes hablar con ella.

El joven Publio avanzó unos pasos hasta situarse junto a Emilia. Una vez junto a la muchacha fue breve, no quería abusar de la paciencia del senador que tanto estaba transigiendo aquella mañana.

–Espero poder volver a verte, es decir, si esto te agradase.

–Me encantará volver a verte -fue también la breve respuesta de Emilia que esta vez sí bajó la mirada, y en voz baja, de forma que su padre no oyera, añadió- y gracias por fingir este interés en mí; pensé que al final no me harías el favor que te pedí.

–No lo hago.

Emilia entonces volvió a mirar al joven Publio a los ojos, confundida.

–No finjo. – Y con esas palabras el oficial dio media vuelta antes de que Emilia pudiese decir nada. Padre e hijo de la familia Escipión salieron de la casa y se marcharon andando. El senador Lucio Emilio Paulo y su hija los vieron mientras se alejaban poco a poco.

–Allá van dos hombres nobles de esta ciudad -comentó el senador a su hija-. En estos tiempos difíciles necesitamos más como ellos, necesitamos más… -luego guardó silencio, para al final continuar dirigiéndose a su hija-. Y bien, ¿me enseñarás a mí también el jardín que tan intensos efectos tiene en algunos jóvenes de esta ciudad, o esos paseos son sólo para la juventud?

–Son también para mi padre, sin duda, siempre que éste desee la compañía de su hija.

Ésta fue la respuesta de Emilia, que, no obstante, necesitó de un importante autocontrol para no dejar traslucir en su tono la combinación de emociones que la atenazaban y que la tenían navegando entre la más absoluta confusión y la ilusión más extraña que nunca jamás había sentido.

El padre de Publio no comentó nada mientras caminaban de vuelta a casa, pero de alguna forma estaba seguro de que su hijo iba a encontrar algo o, mejor dicho, alguien en quien ocupar su tiempo una vez que él partiera para Hispania.

46 El enemigo ciego

Entre Liguria y Etruria, febrero del 217 a.C.

Había nuevos cónsules en Roma: Cneo Servilio Gemino y Cayo Flaminio. Ambos eran generales veteranos, curtidos en campañas anteriores. Aníbal sopesaba esta información en su tienda, sentado sobre una butaca cubierta de pieles de oveja para suavizar el frío de finales de aquel duro invierno de Liguria. Servilio permanecía en Roma, parece ser que intentando seguir con detalle los complejos preceptos religiosos romanos para conseguir el favor de sus dioses. Flaminio, por el contrario, más ágil, más decidido y menos escrupuloso en el fervor religioso, se había encaminado ya hacia el norte para enfrentarse a él, el invasor extranjero. Aníbal se sonrió. El cónsul romano se había establecido en Arrentium, entre Umbría y Etruria, con la idea de interponerse en su ruta hacia el sur. Aníbal escuchaba los informes de sus oficiales, mientras revisaba los planos que tenía extendidos ante sí en una amplia mesa de madera que sus soldados trasladaban de aquí para allá para que pudiera establecer siempre la estrategia a seguir con calma. Sus hombres se esmeraban en todo aquello que hiciera más fácil la vida a su general y, en especial, en todo lo que pudiera ser de utilidad para tomar las decisiones más acertadas en la campaña en la que le seguían. Su ejército había acumulado tal multitud de experiencias positivas desde sus primeros combates en Iberia como para desarrollar una infinita confianza en las decisiones de su líder. Eran los oficiales los que a veces dudaban más, pero cuando Aníbal hacía públicas sus determinaciones en un discurso ante los soldados africanos, en su lengua y luego en un corrupto ibero para sus mercenarios hispanos, ya no se atrevían a oponerse a sus designios. Además, el general se había rodeado de un pequeño número de intérpretes que le asegurasen que sus mensajes llegaran a todos y cada uno de los diferentes grupos de soldados que componían la compleja amalgama de su ejército. Todos los oficiales eran conocedores de la enorme simpatía que las tropas, especialmente las africanas y las iberas, sentían por su general. Por eso se sentían hoy especialmente incómodos ante una disensión sobre la estrategia a seguir entre ellos y el general que los gobernaba a todos.

Los oficiales de Aníbal insistían en una ruta más larga y lenta para alcanzar las legiones de Cayo Flaminio; sin embargo, el general cartaginés no compartía esa visión de las cosas. Miraba en silencio los mapas hasta que en su cabeza todo quedó claro. Sólo entonces se manifestó con contundencia.

–Iremos en línea recta por aquí -señaló la región del río Amo. Sus oficiales sacudían las cabezas en clara oposición-. Lo sé -continuó Aníbal-, sé que toda esta región ha sido inundada este invierno por el río que aquí llaman Arno, pero es la ruta más rápida y la única no vigilada por los romanos. Los exploradores confirman este punto y eso es lo esencial. En cuatro días podemos estar en Etruria, por sorpresa, sin que hayan controlado nuestros movimientos y comenzar el saqueo de la región. Tenemos que conseguir que Flaminio nos ataque con sus legiones antes de que se le una el otro cónsul. Ésa es nuestra mejor baza. Si dejamos que los dos cónsules se unan, será difícil nuestra victoria. El menosprecio que sentían ante nuestro ejército en Trebia ya no es un arma que podamos volver a utilizar. Es mejor adentrarnos en terrenos inundados que transitar por caminos secos, más largos y controlados por los romanos para luego encontrarnos con un agolpamiento de todas las legiones de Roma. Y esto no es una consulta. Es una orden.

Aníbal se alzó. Dobló los mapas y salió al exterior. Sus oficiales no se atrevieron a oponerse y en pocos minutos sus instrucciones estaban siendo difundidas a todos los regimientos de su poderoso ejército expedicionario.

La poderosa maquinaria de guerra cartaginesa abandonaba la región acompañada de refuerzos procedentes de diferentes tribus de los galos ligures que fortalecían aún más su contingente de tropas iberas, cartaginesas y númidas. Al principio la marcha fue sobre terreno seco y sin problemas más allá de las muchas horas de caminar sin detenerse apenas, la lluvia constante de aquellos días y la fatiga propia de aquellos esfuerzos. No obstante, a medida que avanzaban hacia el sur la tierra comenzó a pasar de estar húmeda por la lluvia a transformarse poco a poco en fango y, luego, del barro se tornó en un pantano denso, de aguas espesas, pegajosas. Los soldados hundían sus pies primero hasta los tobillos y luego hasta las rodillas. Aníbal encabezaba el ejército, hundiendo sus propias piernas en aquella agua estancada varios días después de las grandes avenidas del Arno, pero no cejaba en su determinación. Así pasó el primer día, con fatiga, lluvia y aguas pantanosas. Aquello era sólo el principio de un nuevo calvario. Lo peor estaba por venir: anochecía pero no se adivinaba en el horizonte ningún lugar que estuviera lo suficientemente seco y firme donde poder establecer un campamento. En la última hora del atardecer, Aníbal se restregó los ojos con sus manos empapadas de aquella agua maloliente y pesada. Ningún lugar a la vista donde establecer un cuartel provisional. Y no había tiempo para retroceder. Sus guías galos le confirmaron que el terreno seguía igual durante decenas y decenas de kilómetros. El general cartaginés volvió a restregarse los ojos. Sentía un picor peculiar que le hacía sentirse incómodo.

–Que los hombres descansen como puedan. Dormimos aquí. No se montan tiendas. No hay sitio, terreno firme sobre el que fijarlas, pero quiero centinelas toda la noche a quinientos pasos de la columna del ejército, por ambos flancos. Dormiremos todos sobre nuestros pertrechos empapados hasta el amanecer y al alba seguiremos. Las bestias, que permanezcan a la intemperie. Las que no sobrevivan las abandonaremos.

Así dijo el general y lanzó parte de sus pertrechos al suelo: telas y maderas se hundieron en el agua pantanosa hasta que al fin, después de echar las pieles de oveja, tocaron fondo de forma que se estableció una especie de suelo artificial sobre el que Aníbal se acostó y cerró sus ojos. El picor persistía y siguió rascándose ambos ojos inconscientemente mientras el sueño, impulsado por el cansancio de la larga marcha, se adueñaba de su cuerpo.

Sus hombres hicieron lo propio, intentado emular el ejemplo de su general: lanzaban sus pertrechos sobre las aguas pantanosas que los rodeaban, y cuando éstos parecían hacer pie en el fondo de aquel marjal, los cubrían con sus capas para luego recostarse sobre las mismas y terminar cubriéndose con las mantas que llevaban consigo. Eran unas condiciones horribles para intentar conciliar el sueño, pero el hecho de que su general compartiera las mismas penurias por las que ellos debían pasar los hacía sentirse próximos a su líder y nadie de entre los iberos o africanos lamentó su suerte. Entre los galos ligures recién unidos a la causa cartaginesa y a aquella extraña expedición contra Roma, las cosas eran diferentes. No entendían a qué tanta prisa. Ellos llevaban esperando años para vengarse de Roma y no veían la necesidad de acortar por aquellos pantanos, pero la tremenda disciplina de las tropas veteranas de Aníbal no les permitía ni tan sólo plantear sus quejas.

Aquella noche Aníbal se despertó en varias ocasiones por el picor de los ojos. En particular, le dolía el ojo izquierdo. En una de las ocasiones en las que su sueño se vio interrumpido por aquel horrible ardor se percató de la tímida luz del amanecer en el horizonte dibujando en lontananza la silueta de los Apeninos al este. Aníbal hizo llamar a varios médicos que acompañaban su ejército. Estaba tomando leche calentada al fuego de una hoguera cuando dos hombres de unos cuarenta años, barba tupida, pelo cano y extremadamente delgados, entraron en su tienda. El general dejó su desayuno y permitió que aquellos hombres le examinasen. Los dos le analizaron los ojos con detenimiento y luego se miraron entre sí. Al fin, el que parecía algo mayor se dirigió al paciente.

–Es una mala infección en los ojos la que tenéis, mi general. Es por esta extraña humedad. Si no queréis perder la vista, debemos alejarnos de esta ruta y buscar terreno seco cuanto antes. Entretanto podemos hacer empastes de barro y manzanilla para calmar la hinchazón y el picor.

Aníbal los escuchó atento.

–No podemos abandonar esta ruta. Es preciso que alcancemos Etruria lo antes posible.

–Entonces… -el mismo médico que había hablado antes dudaba ahora.

–¿Entonces? – preguntó Aníbal.

–Podéis perder la vista, mi general. Podéis quedar ciego. Deberíamos volver sobre nuestros pasos lo antes posible.

–Eso no es posible -Aníbal negaba insistente con la cabeza tal posibilidad mientras hablaba, pero ya no se dirigía a sus médicos; era más bien como si hablara a solas consigo mismo-, hay demasiado en juego, demasiado.

El general hizo entonces que vinieran los guías galos y les preguntó sobre el tiempo que les quedaba para, siguiendo la ruta hacia el sur, salir de aquellos pantanos.

–Dos o tres días más, general.

Entonces volviéndose a los médicos, Aníbal preguntó de nuevo. – ¿Aguantarán mis ojos dos o tres días más en estas condiciones? Los médicos guardaban silencio. – ¿Y si cabalgara?

–Eso mejoraría las cosas, pues cuanto más alejado del agua estéis, mejor.

–¿Y si fuera a lomos de Sirius, el elefante que nos queda? Es mucho más alto que cualquier caballo. Me mantendría alejado del agua, al menos durante el día. Eso y los empastes, ¿qué pasaría entonces?

Los médicos se mesaban las barbas con las palmas de sus manos. Querían dar la mejor de las respuestas pero eran temerosos y, por la experiencia adquirida en el ejercicio de su profesión, cautos.

–Decidme con claridad la situación -insistió el general.

Nuevamente el más mayor volvió a dirigirse a Aníbal.

–El ojo izquierdo está muy mal. Si no regresamos, seguramente perderéis la visión del mismo. Es posible que con los empastes y sobre el elefante, lejos del agua, se pudiera salvar el otro ojo. Quizá los dos. Es difícil de pronosticar. Depende de lo que tardemos en salir de los pantanos, de que no llueva más. Necesitáis curas en ambos ojos, descansar en terreno seco y ver cómo evoluciona cada ojo. Es todo cuanto puedo deciros.

Ahora era Aníbal el que se mesaba sus largos cabellos. Se restregó los ojos con una de sus manos.

–No, mi señor, no debéis tocaros los ojos, no; os prepararemos el barro con manzanilla, pero no debéis restregaros los ojos; eso sólo empeorará vuestra condición.

Aníbal exhaló un profundo suspiro pero obedeció.

–El picor es horrible -dijo.

–Lo es, sin duda -asintió el médico que le hablaba-. Os prepararemos ese empaste y eso os calmará.

–De acuerdo -y volviéndose hacia los guías galos-, ¿tres o cuatro días más, decís, antes de salir de los pantanos?

–Así es, mi señor.

Aníbal asintió en silencio. Varios oficiales presentes asistían expectantes a aquel debate. Su general estaba ponderando si compensaba arriesgarse a perder su vista por obtener una, para ellos, incierta ventaja militar que no alcanzaban a entender. Ninguno sabía qué decir. Tampoco parecía que su general buscase consejo.

–Seguiremos entonces. Nos detendremos el mínimo tiempo posible por las noches. Avanzaremos sin descanso. Yo cabalgaré a lomos de Sirius. Vosotros dos me aplicaréis los empastes en los ojos y yo resistiré el dolor y el picor sin tocarme la cara. En tres días saldremos de estos pantanos.

Avanzaron sin descanso en largas marchas diurnas hasta conducir a hombres y bestias a la extenuación absoluta. Al salir de los pantanos, Aníbal, desolado por el dolor en sus ojos, sin apenas visión, se refugió en su tienda, pero antes de echarse a descansar, ordenó a sus oficiales que atacasen las principales ciudades de la región. Maharbal escuchó su mandato y lo ejecutó con disciplina. En los días siguientes, mientras Aníbal se debatía entre la luz y las sombras bajo el cuidado de sus médicos, el ejército cartaginés se hizo con las poblaciones de Florentia y Biturgia. El plan seguía adelante: arrasar Etruria para que el cónsul Flaminio decidiese atacar por sí solo, sin esperar la llegada de Servilio y sus refuerzos.

Cuando Cayo Flaminio recibió los informes de la caída de Florentia y Biturgia suspiró profundamente y ordenó que las legiones se preparasen para salir. Ésa fue su primera reacción, pero al fin se lo pensó dos veces y se contuvo. Decidió esperar unos días más a Servilio. Sabía que aquélla era la misma estratagema con la que Aníbal había manipulado a los cónsules del año anterior y no quería caer en la trampa. Esperó y esperó y siguió esperando.

En su tienda, Aníbal recibía los informes de Maharbal sobre la toma de ciudades en Etruria, con los ojos vendados, aguardando el dictamen de los médicos, que debían dilucidar si el gran enemigo de Roma se había vuelto ahora un enemigo ciego.

47 Trasimeno

Etruria, final de la primavera del217a.C.

Tito miró al cielo del amanecer aún cubierto por su manta, ya raída y desgastada por las largas noches del invierno pasado.

–Hoy saldrá un día claro y bueno y lucirá el sol con fuerza. El verano está aquí. Me alegro. A mí dadme luz y calor: el sol me alimenta el ánimo.

Druso no estaba seguro de que aquello fuera tan positivo.

–No sé -empezó-, a mí esto no me hace presagiar nada bueno. Con el buen tiempo el nuevo cónsul tendrá ganas de entrar en combate y visto lo visto, creo que mejor nos iría a todos si nos quedásemos quietos en una ciudad bien fortificada y dejásemos que ese cartaginés hiciera lo que le diera la gana hasta que se cansase.

Tito quiso rebatir aquellos argumentos pero no acertaba bien cómo defender su optimismo.

–Quizás -insinuó-, quizás este nuevo cónsul sea mejor general que el que nos condujo al desastre de Trebia.

–Puede ser -respondió Druso-, pero desde luego no es muy religioso. Abandonó Roma sin llevar a cabo todos los sacrificios necesarios. Servilio, el otro cónsul, en cambio, se quedó en la ciudad hasta cumplir bien con todas las ofrendas a los dioses siguiendo al pie de la letra lo que dicta el pontífice máximo y las sagradas costumbres; al menos eso se cuenta.

–No pensaba yo que fueras hombre religioso, Druso.

–Y no lo era, pero las derrotas, las derrotas le hacen a uno recapacitar, meditar, pensarse las cosas. Muchos dicen que el no seguir bien el orden de los sacrificios y no haber realizado las ofrendas que se debían haber hecho en su momento nos ha distanciado de nuestros dioses y por eso nos han abandonado.

Tito negaba con la cabeza.

–Yo no creo tanto en esas cosas. No digo que no se deban hacer las ofrendas pero no creo que estemos abandonados, en fin, no sé, quizás un buen general…

–¿Quizás? – le interrumpió Druso-, más nos vale. Aníbal ha entrado en Florentia y en Biturgia y sigue hacia el sur. Todos piensan que lo mejor es esperar a la llegada de las legiones de Servilio para que se unan a las nuestras, pero ya veremos qué es lo que hace nuestro nuevo querido general Cayo Flaminio. Esperemos que sepa algo más que dar su nombre a la larga Vía Flaminia que nos hicieron recorrer el año pasado desde Roma hasta el norte.

Tito se sentó junto a Druso. Juntos vieron el bullicio del campamento en aquella primavera que se extendía por la península itálica. En lo más hondo de su ser, Tito albergaba la esperanza de que aquella nueva estación trajese motivos para sustentar su optimismo más allá de la próxima batalla.

Cayo Flaminio aguardó los últimos informes: Aníbal evitaba dirigirse a Arrentium donde se encontraba con sus legiones y seguía hacia el sur. Estaba atacando Crotona, junto al lago Trasimeno. Sin duda, el general cartaginés declinaba el enfrentamiento con las tropas para seguir avanzando hacia Roma. El cónsul se dirigió a sus oficiales.

–¿Aún pensáis que debemos aguardar la llegada de Servilio?

El cónsul miró a su alrededor. Los tribunos dudaban. Tras lo transcurrido en el norte, en Tesino y, sobre todo, tras el desastre total de Trebia, lo sensato era esperar, pero era evidente que tampoco se podía permanecer impasible mientras Aníbal asolaba Etruria, se apoderaba de sus ciudades, saqueaba todo a su paso y encima se encaminaba hacia el sur, desdeñando el enfrentamiento con las legiones allí apostadas. Era difícil responder. El cónsul mantenía la mirada firme en sus tribunos.

–Os he hecho una pregunta y estoy esperando respuesta.

Aníbal, montado sobre un enorme caballo negro, dirigía el ataque sobre Crotona. Un joven oficial se acercó con noticias que su general aguardaba con interés.

–Mi general -empezó el oficial, pero esperó a que Aníbal se girase antes de decir nada más.

El general, tras unos segundos, se volvió hacia el recién llegado. El oficial vio el rostro de Aníbal con un parche oscuro sobre el ojo izquierdo, quedando solo el derecho al descubierto. La intensidad de la mirada, no obstante, pese a provenir de un solo ojo, fue suficiente para que el oficial entregase su mensaje bajando su propia mirada al suelo.

–Mi general, el cónsul Flaminio sigue con sus legiones en Arrentium. No se ha registrado ningún movimiento.

–Bien -respondió Aníbal-, ya saldrá. Ya saldrá y estaremos esperándole -y luego, dirigiéndose al joven oficial-, ¿hay algo en mi rostro que te moleste?, ¿por qué no me miras cuando te hablo?

El joven oficial alzó su cara lentamente. El resto de los comandantes que rodeaban a Aníbal sintieron la tensión que atenazaba a aquel joven soldado. La pérdida de la visión del ojo había tornado en agrio y susceptible el carácter de Aníbal. Además, le había hecho más distante, más frío, casi gélido. Antes su sola presencia inspiraba respeto, incluso algo de miedo en los que apenas le conocían. Ahora todos se sentían extraños ante él. Nadie sabía ya bien lo que pensaba. No estaba loco. Sus órdenes desde que salieron de los pantanos habían sido precisas y varias ciudades habían caído. Quizá Maharbal, su lugarteniente, o Magón, el hermano pequeño del general, tenían mucho que ver en ello, pero el plan seguía siendo trazado por Aníbal.

–No hay nada en vuestro rostro que me moleste, mi general -se explicaba el joven oficial-, bajaba mi mirada por respeto. Pocos nos sentimos dignos de mirarle directamente a los ojos… -aún no había terminado de decir aquello cuando el oficial se dio cuenta de que se había equivocado, no quería decir eso exactamente, quería decir que le respetaba, que todo el mundo le respetaba muchísimo, que le adoraban y va y menciona la tontería de los ojos; quería que la tierra lo engullese allí mismo o que los dioses le partieran en dos con un rayo antes de escuchar la respuesta de su general.

–¿Los ojos has dicho, oficial? ¿Qué ojos si sólo me queda uno? – dijo Aníbal.

Un denso silencio se apoderó de todos los presentes. El oficial tuvo claro que aquél era su último día. Tragó saliva. Aguardó su sentencia. Maharbal pensó en interceder. No había habido mala fe, palabras dichas sin pensar, inoportunas pero sin pensar. Iba a decir algo pero entonces Aníbal volvió a hablar.

–Eso ha tenido gracia. No mirarme a los ojos cuando sólo me queda uno bueno. Sólo uno, ¿entiendes, soldado? – Y comenzó a reír a carcajadas grandes, que resonaban en el valle en el que estaban acampados, carcajadas contagiosas que pronto hicieron que el resto de los presentes se pusieran a reír. Incluso el joven oficial, cubierta su frente por un sudor frío, su estómago encogido por un nudo que apenas si le dejaba respirar, esbozó una tenue sonrisa.

Al fin, cuando todos dejaron de reír, Aníbal despidió a su joven informador.

–Ve a tu puesto, oficial del ejército de Cartago. Me has servido bien. Y puedes decir a todos que Aníbal ha perdido la visión de un ojo, pero que por el otro ve más lejos y con más agudeza que los cuatro ojos de los dos cónsules de Roma.

El joven oficial se apresuró a alejarse y, aunque tardó un par de horas en recuperar la calma, una vez estuvo repuesto comenzó a narrar entre sus amigos y colegas en el mando las palabras de su líder. En unas horas todo el ejército de Cartago hablaba de su general tuerto y de su enorme valentía al transformar las penurias del destino y la guerra en audacia y determinación contra Roma.

Entretanto, Aníbal conversaba con Maharbal.

–Flaminio saldrá de su escondrijo y lo hará pronto. Corre la voz de que nos alejaremos de Crotona una vez tomada hacia el sur, hacia Roma. Eso será suficiente. Los romanos también tienen oídos entre los nuestros. Todos esos galos que nos acompañan. No sé si son de fiar.

–Así se hará, mi general.

Aníbal se alejó entonces del resto de los oficiales y cabalgó unos minutos a solas, seguido de cerca por varios hombres que lo escoltaban, contemplando el asedio de la ciudad.

Con el nuevo amanecer, el cónsul Cayo Flaminio salió de su tienda y raudo se dirigió a sus oficiales.

–¡Nos vamos! ¡Todos en pie, partimos para Crotona y el lago Trasimeno! Si allí está Aníbal, es allí adonde debemos marchar.

Los tribunos seguían dudando, pero el cónsul se anticipó a su respuesta y montó sobre su caballo. Tiró de las riendas y, de forma inesperada, el animal se puso nervioso, relinchó y alzó sus patas delanteras, agitándose de forma extraña. El cónsul pugnó por mantener el equilibrio sobre su caballo, pero el animal se alzó tanto que apenas tenía forma su jinete de sostenerse sobre la silla y, al fin, el cónsul de Roma cayó al suelo. El golpe sobre la tierra dura de Etruria fue doloroso, pero Flaminio no se permitió ni el más mínimo de los quejidos. Mientras se incorporaba, dos soldados ya habían cogido al animal por las riendas y lo tranquilizaban. Aquél era un mal presagio. Flaminio sabía de la importancia que sus oficiales daban a estos sucesos, pero no cedió un ápice en su determinación. Se sacudió el polvo del suelo, se tragó el dolor del hombro magullado sobre el que había impactado en su funesta caída, y volvió a montar sobre el mismo caballo.

–¡Nos vamos, he dicho!

Y no esperó respuesta. A caballo se internó entre las filas de tiendas del campamento romano dando indicaciones a todos los centuriones para que se pusiese en marcha la enorme maquinaria de un ejército consular romano compuesto de dos legiones, tropas aliadas y caballería. La mayoría de los legionarios no habían visto caer al cónsul y veían en la decisión de su líder un hombre al que seguir. Los soldados siempre valoraban el arrojo por encima de otras virtudes. El rumor, no obstante, de que el cónsul había sido derribado por su propio caballo al dar la orden de partir hacia Trasimeno corrió con rapidez.

–Dicen que el cónsul ha sido derribado por su caballo al ordenar salir hacia donde se encuentra el general cartaginés -las palabras de Tito salían nerviosas de su boca.

–Eso no es nada -respondió Druso-, peores cosas he oído yo.

–¿Peores? – preguntó Tito mientras recogían sus pertrechos, armas y mantas para emprender la larga marcha hacia el suroeste.

–Y tanto. Han ocurrido extraños prodigios por diferentes regiones. Malos presagios todos ellos. – Druso parecía regodearse en el suspense que promovían sus afirmaciones. Veía cómo captaba la atención no sólo de Tito, sino de gran parte del resto de los hombres de su manípulo. Ante tanta expectación no pudo sino continuar con su reíato-; dicen que en nuestra lejana Sicilia, había soldados, como nosotros, entrenándose en el lanzamiento de jabalinas y que éstas, al ser lanzadas contra el viento, prendieron en el aire, se encendieron de la nada, desvaneciéndose en cenizas sin poder alcanzar ninguno de los objetivos marcados, como sugiriendo que nuestras armas no valen nada contra el enemigo. Y eso es sólo el principio: también se habla de escudos que de pronto se cubren de sangre, o de lugares donde por las noches en lugar de una se ven dos lunas al mismo tiempo. Todo es extraño estos días y si es cierto que el cónsul ha caído de su caballo al ordenar partir hacia Trasimeno, no creo que nada bueno nos espere allí.

–Pues yo he oído más -comentó uno de los soldados del manípulo-, cuando los oficiales ordenaron levantar los estandartes para iniciar la marcha, uno de los centuriones comentó al propio cónsul que uno de los estandartes se resistía a ser izado, tan agarrado lo tenía la tierra, que era imposible moverlo de su sitio hasta que el cónsul ordenó que se excavara en el suelo hasta poder arrancarlo de la tierra y partir hacia el sur, en busca de Aníbal.

Druso, que veía cómo la atención de sus compañeros se había vuelto hacia el nuevo propagador de malos presagios, no se dio por vencido y retomó su relato de malos augurios, pues aún había oído fenómenos más sobrenaturales con los que estremecer a su audiencia.

–Eso no es nada -continuó-. En Capua, el cielo entero parecía incendiado, en la Vía Appia, la estatua de Marte ha empezado a sudar. Y hay cabras en las que crece la lana y un gallo que se transformó en gallina. Sucesos extraños. En Roma se suceden decenas de sacrificios expiatorios para congraciarnos con los dioses, y eso está retrasando a Servilio en Roma, pero lo ocurrido a Flaminio esta mañana no termina de convencerme de que Júpiter y Marte estén velando por nosotros.

–¡Bueno, por Hércules! ¡Basta de chachara! ¡En marcha! ¡Formad, a vuestras posiciones! – El centurión al mando del manípulo interrumpió la serie de relatos de terribles sucesos.

Tito se situó al final de la formación, junto a Druso, y esperó a que el centurión diera la orden de incorporarse al resto de las tropas que estaban iniciando la marcha; mientras tanto su cabeza repasaba uno a uno los diferentes presagios que se habían mencionado y su mente intentaba desdeñar aquel largo entramado de sucesos negativos contabilizando el gran número de tropas que constituía el ejército del que formaba parte: unos veinticinco mil hombres, entre infantería y caballería, legionarios y aliados; una fuerza suficiente para enfrentarse contra el cartaginés. Puede que todos aquellos sucesos no anunciaran una gran victoria, una derrota definitiva de Aníbal, pero en el peor de los casos se llegaría a un cierto equilibrio, tras el que sólo restaría esperar los refuerzos de Cneo Servilio, el otro cónsul. Tito empezó a caminar dándose ánimos. Roma tenía las suficientes fuerzas para acabar con aquel cartaginés y se conseguiría, tarde o temprano. Suspiró profundamente. Por su propio bien esperó que la victoria final fuera más bien temprano que tarde.

Marchaban junto al lago Trasimeno entre una densa niebla. Era la humedad que ascendía desde sus aguas, pesada y lánguidamente, hacia las colinas y las montañas que rodeaban aquel lugar, dificultando la visión más allá de diez o veinte pasos. Tito percibió el olor del lago y la intensa humedad, aderezada con el frío del amanecer, le recordó el gélido Trebia donde casi perece por congelación. Al menos aquella mañana, el nuevo cónsul no había dado la orden de entrar en el agua, sino de adentrarse por el valle que rodeaba el lago. Tito y Druso avanzaban siguiendo la formación de su manípulo y su regimiento a su vez seguía al manípulo anterior y así toda su legión que también se orientaba siguiendo la ruta marcada por la legión que le precedía. Entre la bruma lo mejor era estar atento a la línea de soldados que tenías delante, o de lo contrario corría uno el riesgo de perderse en aquel valle quedando a merced de las bestias o, peor aún, de alguna avanzadilla del ejército cartaginés.

Tito no lo sabía, porque ningún romano podía observar bien la distribución de las legiones al adentrarse en aquel valle en busca del ejército cartaginés, ya que caminaban cegados por la niebla del amanecer, pero todas las tropas romanas estaban siendo rodeadas por las fuerzas de Aníbal apostadas en las colinas que bordeaban el lago. Flaminio, al fin, advertido por uno de sus oficiales, distinguió las primeras formaciones cartaginesas y dio la orden de prepararse para el ataque, pero sólo alcanzaba a ver la punta del iceberg, pues detrás de los pequeños destacamentos cartagineses que el cónsul había divisado, se encontraban las colinas y, tras ellas, todo el ejército de Aníbal repartido en una larga serie de destacamentos dispuestos para atacar por el flanco derecho, de arriba hacia abajo, al descender por las colinas, a los manípulos romanos.

Tito sintió de pronto un griterío ensordecedor y, antes de que pudiera discernir de dónde procedía o de qué se trataba, decenas de jabalinas llovieron sobre ellos sin saber bien de dónde venían. Muchos compañeros cayeron tras aquella mortal lluvia de lanzas. La Fortuna quiso que Tito y Druso salvasen la vida y se cubrieron, como el resto de sus compañeros, con los escudos ya salpicados por la sangre de sus colegas muertos en aquella primera andanada de armas arrojadizas. El griterío se hizo ensordecedor y pronto decenas de siluetas confusas, espadas en mano, se hacían tangibles ante ellos, como sombras del Averno que surgían de la nada, cargadas de odio y furia y que se batían con un incontenible ardor que arrasaba todo a su paso. Tito vio a Druso luchando cuerpo a cuerpo con varias de esas siluetas, pero no tuvo tiempo de acudir en su ayuda porque pronto él mismo se vio rodeado por dos sombras cuyas espadas lanzaban golpes certeros que él se esforzaba en detener primero con el escudo y luego con su propia espada, haciendo uso de los conocimientos adquiridos en su reciente adiestramiento militar. Entendió en un instante que estaba en medio de una batalla de proporciones descomunales, aunque la niebla no dejase ver las fuerzas enemigas y éstas sólo se hicieran reales a unos pasos de distancia en forma de terribles sombras armadas y temibles en su vigor. Tito consiguió clavar su espada en uno de esos hombres desconocidos y escuchó un alarido de dolor que le transmitió el último aliento de una de esas sombras, pero al tiempo sintió el lacerante acuchillamiento de su propia espalda. Se giró entonces como por un reflejo, con su espada en ristre y segó la cabeza de otra sombra. Luego cayó de rodillas.

–¡Druso, Druso! – exclamó entre gemidos de sufrimiento y alzó la mirada buscando a su amigo y lo encontró, apenas a tres pasos de distancia, cubierto de sangre, tumbado hacia arriba, con la boca y los ojos abiertos, escupiendo sangre por el vientre y una pierna, regando con sus fluidos vitales la tierra húmeda de aquella ribera del lago Trasimeno.

Las sombras parecían haberse alejado de ellos, en busca de nuevos objetivos. Incluso la tremenda algarabía de las voces de aquellos extraños, con palabras desconocidas que gritaban en todo momento, parecía diluirse en la distancia. No se veía nada a más de cinco o diez pasos. La niebla lo inundaba todo, arrastrándose pesada y lentamente ajena al sufrimiento y la muerte que se extendía bajo su manto. El olor a sangre, que Tito había aprendido a detectar desde Trebia, le informaba del estado en el que se encontraba su manípulo. Ese olor y los gemidos que intermitentes perforaban la densa niebla hasta alcanzar los aún estremecidos oídos de Tito. No les habían dado opción ni de luchar, ni de pensar en luchar. Todo había sido tan rápido. Tito sentía un desconocido calor recorriendo su espalda como un dulce reguero que él ya adivinaba que se trataba de su propia sangre, pero ahora no tenía tiempo de pensar en sí mismo. De rodillas, gateando entre los cadáveres de sus compañeros llegó hasta Druso. Cogió el cuerpo de su amigo en brazos y lo asió con fuerza.

–¡Druso, Druso! – no le llamaba sino que gritaba su nombre. No le importaba si sus voces podían delatar su presencia y hacer de él presa fácil para los enemigos que campaban por todas partes cortando cuellos de legionarios moribundos.

Pronto llegaron las lágrimas a sus ojos, hasta transformarse en un sollozo casi mudo, henchidos sus pulmones y su corazón de rabia y odio. Sí, los dioses nos han abandonado, Druso, pensaba mientras le asía y se mecía con el cuerpo del amigo unido al suyo por la fuerza de sus brazos. Y fue en ese momento, partida su alma por el dolor irremediable de la pérdida de su único amigo, cuando Tito abrió sus ojos que había tenido cerrados durante minutos y, mirando a un cielo ausente por la densa niebla de aquel lago, maldijo a todos los dioses de Roma y los retó a que sobre él cayeran todas las maldiciones de las que fueran capaces de pensar porque desde aquel momento los aborrecía y renegaba de ellos. Aunque aquella maldición le fuera a costar los peores sufrimientos, Tito Macio vació su rencor arrojando todo su odio contra los dioses que los deberían haber protegido aquella genocida mañana de una infausta primavera. Dejó el cuerpo de su amigo y caminando entre los cuerpos muertos de sus antiguos compañeros de armas fue pidiendo a gritos que lo mataran, que lo mataran, pero lo que Tito Macio no sabía era que los dioses, esos mismos dioses de los que había renegado, ofendidos por su maldición y su osadía decidieron preservarle la vida, y aun cuando su herida era profunda, ésta, aunque dolorosa, se enjugaría para que al cabo de cuatro horas, cuando la niebla levantó, se encontrara vivo, superviviente, en un mar de cadáveres infinito, para así iniciar el largo y tortuoso camino que las deidades habían dispuesto para prolongar sus sufrimientos, más allá de toda posible expiación.

48 Querida Emilia

Roma, casa de Emilio Paulo, mayo del 217 a.C.

Su padre estaba fuera, en el foro, intentando conseguir noticias sobre todo lo ocurrido en el norte. Se hablaba de una gran derrota, pero todas las noticias eran confusas. Emilia cogió el rollo con el papiro que le tendía un legionario al que había salido a recibir que contenía la carta de su amado Publio. La joven iba acompañada de dos fuertes esclavos de confianza de su padre. Emilia ordenó que se dejase entrar a aquel legionario y que se le sirviera comida y agua o vino si lo deseaba y que esperase a la llegada de su padre. Una vez atendidas las necesidades de aquel hombre pidió que la dejasen sola y se dirigió al jardín, bajo el gran pino en el que Publio y ella solían terminar sentándose para hablar y compartir preciosos atardeceres y sentimientos. Abrió el rollo despacio y comenzó a leer.

Querida Emilia:

Trasimeno ha sido un absoluto desastre. Más de quince mil hombres han caído muertos, entre ellos el propio cónsul, Cayo Flaminio; cuatro mil están presos por los cartagineses y centenares de hombres han quedado desperdigados por Etruria, heridos y confundidos, vagando por los caminos. Supongo que muchos llegarán a Roma en los próximos días o semanas. Dudo que se dirijan al norte porque lo cierto es que esos caminos parecen ya más dominados por los cartagineses que por nosotros. Te escribo desde el campamento que Cneo Servilio, bajo cuyo mando me encuentro ahora, ha establecido cerca de Rimini. Desde aquí partieron cuatro mil jinetes de nuestra caballería para enfrentarse a Aníbal pero han sido derrotados. Nuevamente los cartagineses han hecho numerosos presos. De momento parece que el cónsul Servilio no piensa en más enfrentamientos directos hasta recibir instrucciones del Senado. Por favor, comparte toda esta información con tu padre para que haga uso de la misma según estime conveniente. En mi opinión el Senado debería ser informado con rapidez de todo esto, pero lo dejo al criterio de tu padre, que sabe más que tú y yo juntos sobre la política que pueda ser mejor seguir a partir de ahora.

Te echo de menos, amor mío. Echo de menos nuestros paseos por el jardín en casa de tu padre y esos ojos oscuros y dulces con los que me mirabas cuando nos sentábamos bajo el gran árbol. Echo de menos tu larga serie de preguntas siempre sorprendentes para mí y, por encima de todo, tu sonrisa. Echo de menos el sonido de tu voz, tus manos y tus labios. Todo esto, mejor, no hace falta que se lo comentes a tu padre.

Cuídate mucho y que los dioses te protejan.

Publio

Emilia enrolló con cuidado el papiro e inspiró el aire fresco del jardín. Cerró los ojos unos segundos intentando recordar el sonido de la voz de Publio y recuperar a la vez la sensación del tacto de sus manos sobre sus mejillas justo un instante antes de que posara sus labios sobre los suyos. Se escucharon voces, los esclavos salían rápidos a atender a su amo. Su padre había vuelto del foro. Emilia se levantó rápida y se dirigió a recibir a su padre y comentarle aquella parte de la carta que Publio le había instado a que compartiese con su padre. El resto del contenido procuraría que quedara en su intimidad.

49 Un triste regreso

Etruria, mayo del 217 a.C.

Tito Macio caminaba con los pies doloridos por la larga caminata que sus huesos acumulaban desde hacía días. Tras la batalla de Trasimeno, magullado y con una herida en la espalda, más escandalosa que grave, pues su enemigo pinchó en el hueso del omoplato evitando una herida mortal. Se vendó como pudo el hombro, cogió algo de comida que encontró entre los cadáveres de varios de sus compañeros y se alejó de aquel campo de batalla sin mirar atrás. Druso estaba muerto, el ejército romano, completamente derrotado, diezmado, y los caminos al norte y al este estaban controlados por los cartagineses. Sólo quedaba ir hacia el sur, hacia Roma, de nuevo hacia Roma, con los bolsillos vacíos, sin nada, pobre como antes, y vencido. Sus sueños de volver victorioso a aquella ciudad adoptiva junto al Tíber habían embarrancado en el más absoluto de los fracasos. Nadie le esperaba en Roma, nadie le echaba de menos. No tenía amigos ni conocidos en aquella ciudad, pero tampoco había otro lugar adonde ir y refugiarse de un mundo tumultuoso agitado por una guerra sin cuartel.

Tito caminaba al amanecer y al atardecer, pero evitaba las horas centrales del día. No tenía deseos ni de encontrarse con tropas cartaginesas ni con los grupos de legionarios que se iban reagrupando en su cansino y derrotado regreso a Roma. No. Buscaba la soledad. El ejército no le había dado nada más que un poco de comida a diario, siempre insuficiente en comparación con los esfuerzos a los que se había sometido. Aquel Estado, Roma, tenía un extraño modo de favorecer a los que estaban con él. La ironía total era que se viera obligado a tener que retornar a aquella ciudad, pero no había otra salida. Al menos conocía sus calles, sabía los barrios que eran más peligrosos: como mínimo conocía los puntos idóneos para mendigar, para reiniciar una vida de pura subsistencia.

Tito Macio entró de vuelta en Roma una tarde de finales de mayo del 217 a.C. Esperó a que un grupo de comerciantes, con sus carros llenos de vasijas, pieles, queso y otros productos, se arremolinaran a las puertas para confundirse entre ellos y evitar los controles que los triunviros, por orden del Senado, habían establecido en la entrada de la ciudad. Lo peor fue esquivar a las decenas de mujeres que se acercaban a todos los recién llegados y, con ojos entre nerviosos y asustados, preguntaban sobre sus seres queridos, legionarios y soldados bajo el mando del cónsul caído.

–Mi marido, ¿sabéis algo de la segunda legión?

–Y mis hijos, ¿dónde están mis hijos?

Tito se zafó a empellones de aquellas mujeres y se abrió camino hacia la ciudad. Sabía de su soledad. Al menos había personas que morían y tenían familiares que preguntaban por ellos. Él no tenía nada de todo eso. Unos minutos después deambulaba junto al Tíber, en el peor barrio de la ciudad, entre prostitutas, lenas, lenones, cortesanas y buenos clientes de los placeres de la carne. Tampoco tenía mucho dinero, de forma que seleccionó la taberna de aspecto más desagradable que encontró y entró en ella. Un hombre gordo, distante, frío, se acercó a la mesa en la que se había sentado y se puso a su lado sin preguntar nada. Sin mirar, sin establecer juicios, esperando. – Gachas de trigo… y vino -dijo Tito.

Aquel hombre, que parecía el posadero de la taberna, no respondió y se limitó a desplazarse hasta detrás de un mostrador en busca, parecía ser, de aquello que se había pedido. Tito intentó asearse mientras esperaba la comida y el vino. Se limpió los mocos que le colgaban de la nariz con las mangas de su túnica; se echó saliva en las manos e intentó que el pelo le quedara relativamente liso; se sacudió el polvo del camino de las palmas de las manos e intentó extraerse la suciedad de las uñas. Eran esfuerzos bastante pobres, pero en aquel lugar nadie parecía molesto ni por su presencia ni por su aspecto. El posadero regresó a su mesa con las gachas y el vino y se quedó quieto junto a él. No dijo nada pero Tito entendió el mensaje. Rebuscó en una pequeña bolsa de piel que llevaba consigo y extrajo de la misma algo de dinero que puso sobre la mesa. El posadero asintió, cogió el dinero y, sin decir nada, regresó tras el mostrador de aquella lúgubre taberna. Tito Macio bebió un largo sorbo de vino y se quedó sorprendido por la inesperada calidad del producto. Había pensado que estaba malgastando los pocos recursos que le quedaban de su paso por el ejército, pero aquel vino bien lo valía.

Se quedó el resto de la tarde con sus gachas, bebiendo aquel buen vino, en la misma mesa que, sin que él lo supiera, había sido anfitriona de un general de Roma y su sobrino la tarde en que el último había sido invitado por el primero a iniciarse en los placeres de la carne por los que aquel barrio era tan conocido.

Tito Macio decidió entonces, entre sorbo y sorbo, que la mendicidad no era el camino y que, de algún modo, debía encontrar alguna forma de subsistencia. Tenía claro que no podía aspirar a nada especialmente grande ya que sentía que su maldición a todos los dioses pesaba en su destino y que el futuro para él siempre habría ya de ser duro y hostil. Algo humilde, de pura subsistencia, donde no despertase ni el interés de los dioses más aburridos ni la curiosidad de triunviros en busca de desertores, debía ser su objetivo para conseguir llenar su estómago con cierta regularidad.

50 La batalla naval

La desembocadura del Ebro, verano del 217 a.C.

Cneo gritaba desde la proa de su quinquerreme capitana. – ¡Remad, remad, remad!

Los marineros del ejército de Roma se afanaban con los remos. Sus frentes sudorosas atestiguaban la valía de su esfuerzo. El general usaba su potente voz con fortaleza y sin descanso de modo que sus órdenes fueran audibles no sólo en su nave, sino en varios de los treinta y cinco barcos que componían su flota expedicionaria en Hispania.

–¡Remad, malditos, por todos los dioses! ¡Remad por vuestra vida, remad por Roma!

Habían salido apenas hacía dos días de Tarraco y los informes eran que se acababa de avistar la flota cartaginesa de cuarenta navios anclada varios kilómetros río arriba. El barco de Cneo Cornelio Escipión había llegado justo a la desembocadura del gran río de aquella región. Bordearon el delta del Ebro a plena marcha. Al entrar en el estuario la corriente del río se oponía a la fuerza de los brazos de los remeros, pero el general romano compensaba con la tenacidad de sus órdenes aquella dificultad: ante sus voces y su firmeza, los legionarios de Roma redoblaban sus esfuerzos y batían los remos con una energía que ni ellos mismos sabían que pudieran tener entre sus brazos.

Desde que Cneo había llegado a Hispania su política había sido la misma y muy sencilla: ataques directos y frontales allí donde estuviera el enemigo, sin descanso, sin cejar en el empeño de derrotarlos una y otra vez allí donde estuviera, sin rehuir nunca el combate. Sus soldados, con las victorias que se iban acumulando, adquirían renovados ánimos que los impulsaban en cada nueva batalla. Habían derrotado a los cartagineses por tierra. Ahora restaba el mar. Podía parecer que Cneo no planificaba su campaña, pero nada más alejado de la realidad: su política de ataques rápidos y frontales había hecho que numerosos jefes tribales dudaran en continuar dando su apoyo a unos cartagineses que empezaban a perder terreno y que no acertaban a frenar a aquel general indómito que parecía ir apoderándose de toda Hispania paso a paso, sin detenerse apenas a respirar. Su empeño actual era dominar la costa, de modo que pudiera reducir la red de abastecimientos que Cartago enviaba a Hispania de forma regular por mar. Dominar la costa este de toda aquella región le permitiría mermar las fuerzas de las tropas de tierra cartaginesas. Habían llegado exploradores con noticias sobre el avance hacia el norte de la flota africana hasta adentrarse en el Ebro. Bien, se dijo Cneo, pues allí iremos. – ¡Remad, remad, remad!

Ya habían entrado en las aguas suaves del río, pero la corriente del mismo continuaba resistiéndose a la fuerza de los remos romanos.

Un centinela cartaginés oteaba el horizonte desde lo alto de una torre de piedra junto a la desembocadura del Ebro. Su misión era avisar de la proximidad del ejército romano cuando éste decidiera aproximarse por tierra desde Tarraco. Por eso el soldado mantenía fija su mirada hacia el norte, sin observar mucho lo que ocurría en el mar, a su derecha, allí donde el río se diluía en la inmensidad salada. Estaba cansado porque llevaba toda la noche sin ser relevado. Bostezó despacio abriendo su boca de par en par y cerrando los ojos. Se quedó medio dormido apoyado en el muro de la torre. Tuvo una sensación extraña. Abrió un ojo y vio a decenas de barcos ascendiendo por el río. No eran barcos cartagineses. Abrió los dos ojos. Se frotó el rostro con la palma de la mano izquierda. El sol del amanecer le dificultaba la visión de lo que ocurría. Dejó caer la lanza y se protegió los ojos con la mano derecha. Bajó corriendo de la torre. Al pie de la misma dormían varios soldados cartagineses. El centinela los despertó y les contó lo que había visto. Como no le creyeron, varios soldados ascendieron a la torre ya que desde el suelo no se veía nada, sino unas suaves colinas que impedían la visión del lecho del río. Al llegar a lo alto de la torre los soldados comprobaron que los barcos de los que había hablado su compañero eran, en efecto, la flota romana y que ya estaban sobrepasando la posición de su torre de vigilancia.

Asdrúbal, hermano de Aníbal, recibió la noticia de la llegada de la flota romana mientras desayunaba leche de cabra y migas de pan. Dejó el cuenco en el suelo y miró río abajo. Aún no se veía nada en el horizonte, pero el jinete que acababa de llegar estaba nervioso.

–¡Están a menos de veinte kilómetros, mi general! – había dicho.

Remaban contra la corriente, pero veinte kilómetros era una distancia mínima. Asdrúbal ordenó embarcar sus tropas con rapidez.

Los cartagineses empezaron a subir a los barcos con cierta indolencia. A ningún soldado le gustaba interrumpir su desayuno, por exiguo que éste fuera. El rancho era sagrado y el momento de comer también. ¿A qué venían esas prisas?

Los mástiles de las quinquerremes romanas empezaron a definirse contra el sol del amanecer. Miles de cuencos de leche y migas cayeron al suelo, rompiéndose la mayoría, rodando otros hasta la orilla del río, haciendo que algunos soldados tropezaran y cayesen de rodillas. Lo que había empezado siendo una lenta maniobra de embarque se transformó en un atropellado abordaje sin orden, sin dirección. Algunos barcos se llenaron de hombres y víveres demasiado pronto sin dar tiempo a deshacer amarras e ir alejándolos de la orilla al tiempo que se cargaban de hombres y pertrechos quedando medio embarrancados en la costa arenosa del río. Otros flotaban ya sobre las aguas fluviales pero sin formación de combate. Asdrúbal, impotente ante la anarquía de sus hombres, escupía al suelo y maldecía su suerte.

–¡Remad, remad, remad! ¡Ni siquiera nos esperaban! ¡Preparad el abordaje! ¡La primera línea de barcos, que sobrepase la flota enemiga! Los rodearemos antes de que se den cuenta.

Los oficiales de Cneo volaban de un lugar a otro siguiendo sus órdenes. La flota romana ascendía en perfecta formación, desplegada en dos largas hileras de naves ocupando toda la anchura del río. La primera línea sobrepasó la confusa formación cartaginesa sin enfrentarse a los barcos enemigos para, nada más superarlos, virar ciento ochenta grados y atacar a los navios cartagineses por detrás toda vez que la segunda fila de quinquerremes los alcanzaba por el otro lado. Los cartagineses, sin ninguna formación consistente, sin haber preparado la defensa de sus naves, armados con lanzas y espadas, intentaron defenderse de la acometida romana, pero una densa lluvia de armas arrojadizas proveniente de ambos lados los recibió lacerando infinidad de cuerpos, atravesando escudos, barcos, soldados. La sangre comenzó a impregnar la madera húmeda de las cubiertas. Los gritos de dolor de los heridos se esparcieron por el amanecer del río mientras él miedo y el pánico se desataban entre los africanos.

Asdrúbal se retiró callado, con algunas de las naves supervivientes que habían conseguido zafarse del cerco romano. Había visto a varios centenares de sus hombres nadando hacia las orillas y luego escapar tierra adentro. Aquella batalla había sido un desastre para sus intereses en la región. Se esforzaba en contar y recontar las naves supervivientes como intentando negarse lo evidente. Tardarían meses en recuperarse de aquello y, lo peor de todo es que tendría que recurrir al Senado de Cartago y solicitar refuerzos. Se giró hacia la costa. El delta majestuoso extendía su larga playa lamiendo el mar. En aquel instante, despacio, se arrodilló. Cerró los ojos y juró por Baal que, si los dioses le daban fuerzas, vengaría aquella afrenta lavando su honor con la sangre de aquel general romano esparcida sobre un campo de batalla repleto de cadáveres enemigos. Asdrúbal, hermano de Aníbal, general de Cartago, al mando de las fuerzas africanas en Hispania, musitó su juramento entre dientes, arrodillado, con la cabeza hundida en el suelo de la cubierta del barco. Sus hombres le miraron en silencio, respetando el refugio de la plegaria en donde su líder se había recluido sin importarle que le observasen. Habían combatido con él en numerosas ocasiones y la derrota era algo desconocido para su general. Asdrúbal era el favorito de su hermano, el gran Aníbal, que combatía en Italia.

–Controla Iberia hasta que mande por ti para que me ayudes con refuerzos, hermano -habían sido las palabras del hermano mayor. Se abrazaron y Aníbal partió hacia Italia.

Asdrúbal ahora, arrodillado con su humillación, sentía el mayor de los dolores: estaba faltando a la promesa que había hecho a su hermano. Había perdido veinticinco naves. Veinticinco barcos. Eso significaba la supremacía del mar para los romanos. Un fugaz segundo dejó que entre sus pensamientos brillase la agria luz del suicidio como única salida para mantener el honor, pero el instante pasó y retomó su plegaria a Baal, implorando canjear su existencia, si era necesario, por poder alcanzar Italia superando al nuevo general romano que ahora se interpondría entre él y su hermano Aníbal. De pronto, de un cielo sin nubes estalló un largo y sonoro trueno. Los marineros, estremecidos por la sorpresa y el temor, miraron al horizonte. No se divisaba nada más que agua y cielo claro. Sin embargo, el pavoroso trueno arrastró su resonancia sobre las olas y el viento durante largos segundos en los que todos permanecieron callados, quietos, sin remar siquiera. Asdrúbal, con la llegada a sus oídos del imponente trueno, abrió los ojos y se levantó lentamente. Buscó nubes en el cielo pero, al igual que sus hombres, tampoco vio ninguna. Empezó entonces a asentir despacio con la cabeza.

–¡Así sea! ¡Baal y yo tenemos un pacto! ¡Mi vida a cambio de alcanzar Italia y ver a ese general romano muerto sobre la tierra de Iberia!

Con aquellas palabras Asdrúbal se retiró al interior del barco, no sin antes dar las instrucciones necesarias para dirigir la pequeña flota superviviente hacia Qart Hadasht.

Cneo estaba exultante, rodeado de sus oficiales en la orilla del río, haciendo recuento de los barcos hundidos o apresados, de los enemigos abatidos y del botín capturado. Iba de un lado a otro sonriente y satisfecho consigo mismo y con sus tropas. Habían despejado el río y el mar. En cuanto llegase su hermano Publio con refuerzos, avanzarían hacia el sur. Tribunos y centuriones saludaban a su general con orgullo. Súbitamente un trueno largo y profundo ascendió por el río desde la lejanía. Los romanos escudriñaron el cielo pero no acertaron a ver nubes ni señales de relámpagos en el horizonte. Algunos soldados se pusieron nerviosos, pero como no pasó nada más, tras un instante de extrañeza todos prosiguieron con sus tareas de recoger pertrechos enemigos, víveres y armas abandonadas por el ejército derrotado. Al cabo de unos instantes nadie recordaba ese solitario trueno traído por la brisa del mar. Sólo Cneo se quedó pensativo con sus ojos fijos en lontananza, allí por donde una escasa escuadra cartaginesa había conseguido escabullirse. Sacudió al fin la cabeza levantando los brazos y luego dejándolos caer.

–¡Tonterías! – dijo-, ¡tonterías! ¡Historias para asustar a niños! – Y volvió de nuevo con sus oficiales para disfrutar de la victoria.

Estaba contento de poder recibir a su hermano Publio, que pronto llegaría para unirse a él en la lucha contra los cartagineses de aquella región, con una posición tan mejorada como la que había conseguido con aquella batalla.

51 La dictadura

Roma, verano del 217 a.C.

Quinto Fabio Máximo se vestía despacio atendido por tres jóvenes esclavas egipcias de tez morena y cabellos azabache, asustadas, temerosas de no satisfacer bien a su amo. Con su piel repleta de marcas de golpes y latigazos se movían cabizbajas y temblorosas alrededor del viejo senador. Él, por su parte, estaba exultante. En una esquina el joven Marco Porcio Catón, envuelto en su fina toga, escuchaba a su mentor.

–Hoy es el día -empezó Fabio-, en que Roma, por fin, se da cuenta de que no tiene a nadie a quien recurrir sino a mí. ¿Ves, mi querido Marco? Al final todas las minúsculas teselas del gran mosaico que compone esta larga guerra empiezan a encajar y todo gracias… ¿gracias a qué, Marco? – Fabio se volvió hacia su discípulo favorito al tiempo que preguntaba con una amplia sonrisa en su rostro esperando recibir el silencio como réplica.

–Gracias al miedo -respondió Catón, recordando una conversación que escuchó en aquella misma villa hacía ya bastantes meses.

Fabio mantuvo su sonrisa unos segundos, sin decir nada. Luego se volvió hacia las esclavas y, con furia, las conminó a macharse y dejarlos solos.

–Exacto -dijo Fabio-. He de reconocer, Marco, que tu sagacidad no deja de sorprenderme. Así es: el miedo nos ha ido abriendo el camino. El miedo, Marco, recuérdalo, administrado sabiamente es la mejor de las armas, especialmente para manipular a un pueblo inculto e influenciable. Roma tiene, por fin, miedo, el miedo necesario, el miedo justo para tomar decisiones que se deberían haber tomado hace ya tiempo; pero bien, en todo caso, hoy es el día en el que el Senado tomará esas decisiones y tenemos muchos enemigos lejos de Roma o, lamentablemente -el tono, no obstante, desvelaba una indiferencia rayando el sarcasmo-, muertos. Pobre Flaminio. La niebla nunca fue un buen aliado del soldado, pero adentrarse en un valle rodeado de cartagineses sin ver más allá de tu nariz, por Hércules, hay que ser estúpido. ¿Sabes cómo se derrotará a ese maldito Aníbal, Marco?

Esta vez Catón guardó silencio. La satisfacción de Fabio iluminó su rostro.

–Se le vencerá -continuó Fabio Máximo- inviniendo la situación de Trasimeno: atacando a Aníbal desde las montañas, cercándole en un valle. Hacer con él lo que él ha hecho con nuestras legiones. Ésa es la forma. Pero lo primero es lo primero: ser nombrado dictador de Roma.

–¿Dictador?, ¿hoy?

–¿De qué te sorprendes, Marco? Hoy seré elegido dictador de Roma. Sólo he de jugar mis bazas en el Senado. Esta mañana acudirás al foro acompañado de un viejo senador y volverás junto al dictador con poder absoluto sobre Roma y todas sus legiones.

–Pero nombrar un dictador, esto sólo lo puede hacer el cónsul superviviente y Servilio está aún lejos de la ciudad.

Fabio Máximo exhaló un suspiro forzado, aparentando exasperación, cuando realmente estaba divertido viendo cómo había conseguido confundir a su pupilo que tan listo se creía.

–Te sabes tan bien la teoría, Marco y, sin embargo, desconoces tanto el alma humana. Ya has olvidado el miedo, ese miedo que todo lo puede. Cuando la gente teme que el terror se apodere de ellos, y Aníbal es el terror mismo, ha asolado regiones enteras de Italia, ha derrotado a iberos y galos, ha cruzado los Alpes, ha vencido a nuestras legiones, ha matado a un cónsul de Roma, herido a otro, cuando el terror está acechando, las normas, las leyes, se doblan, se cambian, se ignoran, Marco. El alma humana no atiende a lo que en momentos de sosiego y sensatez otros han pensado y diseñado con atención y racionalidad: leyes, normas, costumbres. No, el miedo quiebra todo eso. El Senado no es ajeno al temor de la gente, de un pueblo que demanda acciones concretas, algo diferente de lo que se ha estado haciendo hasta la fecha para vencer a ese animal africano que se acerca hacia Roma: si el cónsul no está en la ciudad, no te preocupes, Marco, que eso no le va a impedir al Senado decidir sobre el futuro del Estado, aunque para eso tenga que saltarse las leyes del propio Estado al que representa. – Fabio se acercó a Catón, posó su mano sobre su hombro y sacudió la cabeza como diciendo «parece mentira que aún no lo entiendas». Luego se encaminó a la puerta y salió. Catón le siguió, meditando concienzudamente.