Roma, marzo del 218 a.C.

Pomponia, en el centro del atrio, ayudaba a su marido, Publio Cornelio Escipión, recién elegido cónsul de Roma junto con Sempronio Longo, a ponerse bien la toga. Guardando una respetuosa distancia, el joven Publio y su hermano Lucio escuchaban a sus padres. Su madre llevaba la conversación.

–No entiendo bien lo que está ocurriendo: por un lado Fabio se declara en el Senado opuesto a la guerra, pero luego utiliza su influencia para ir en la embajada a Cartago y, según nos cuenta Emilio Paulo, allí no hizo nada por evitar la guerra, sino más bien todo lo contrario. Total, que al final estamos en guerra contra Cartago y en lugar de ir él a luchar resulta que esta guerra estalla en el momento en que tú eres cónsul y te corresponde por ley enfrentarte con los cartagineses.

–Está claro que Fabio se lleva algo entre manos -respondió Publio padre-, pero no puedo rehuir mis responsabilidades. Partiré con las legiones asignadas hacia el norte y pronto embarcaré para Hispania para enfrentarme con ese Aníbal del que tanto hablan -y volviéndose hacia su mujer-, confía en mí. Estaré de vuelta antes de lo que imaginas.

Pomponia, no obstante, no supo encontrar consuelo ni en las palabras cariñosas de su marido ni en el abrazo suave que éste le daba con sus brazos en torno a su cintura. Sintió el beso del nuevo cónsul de Roma en la mejilla y con él una sensación de amor y tragedia entremezclados se apoderaron de su mente haciendo que unas lágrimas apareciesen en sus ojos. Se separó despacio de su marido y le dio la espalda para ocultar su llanto silencioso. Publio, cónsul de Roma, se quedó contemplando a su mujer embargado por los sentimientos que fluían por sus venas, pero mantuvo la compostura. No podía mostrar ningún síntoma de debilidad o flaqueza. En el vestíbulo de su casa le esperaban los doce lictores de su guardia personal conforme correspondía a su cargo, y junto a él estaban sus dos hijos. Se volvió hacia su primogénito.

–Ya sabes que parto hoy hacia el norte con las legiones, pero he dado órdenes de que te incorpores a la caballería en los próximos días. Nos veremos en Hispania. Sé que harás honor al nombre de nuestra familia- Ahora nos despedimos, pero pronto volveremos a vernos, y tú, Lucio, cuida de tu madre mientras tu hermano y yo estamos ausentes.

Pensó en abrazar a sus hijos, pero se detuvo y mantuvo una expresión seria. Sus hijos, henchidos de respeto hacia su padre, cónsul del Estado, asintieron sin decir nada. Publio Cornelio Escipión partió entonces de su casa acompañado por su escolta de lictores dispuesto a encontrarse con las legiones que tenía asignadas a su mando. Roma estaba en guerra, un general cartaginés avanzaba por Hispania y su misión era detenerlo antes de que terminara por dominar toda aquella región. Al cruzar el umbral de su puerta inspiró con fuerza. Quería llevarse en el fondo de sus pulmones el olor a romero y pino que desprendían las plantas del jardín de la casa que vio nacer a sus padres, a él mismo y a sus propios hijos. Pensó que con aquel aire se llevaría algo de la fortaleza de los dioses Lares y Penates protectores de su familia. Sentía que la iba a necesitar.

LIBRO III EL ENEMIGO

IMPARABLE

Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor.

[Quienquiera que seas, nace de mis huesos, oh vengador mío.]

Virgilio, Aeneis, 4, 625.

Maldición de la reina Dido de Cartago a Eneas, el mítico precursor de Roma.

Los romanos interpretaron que Aníbal era la reencarnación de aquella maldición.

26 Rumbo a Italia

Qart Hadasht, primavera del 218 a.C.

Quien le viera pensaría que Aníbal contemplaba los almendros en flor desde el balcón del último piso de su palacio en Qart Hadasht. Allí se había retirado después de la toma de Sagunto con su ejército para descansar y planear las futuras acciones. El invierno no había sido, no obstante, un tiempo de inactividad para su mente. Demasiadas cosas en la cabeza. A veces se sentía un poco aturdido. Y la herida del muslo aún le dolía. Había dejado que la mayor parte de los iberos de su ejército se retirasen a sus hogares durante el invierno, con el fin de congraciarse de esa manera con las tribus sometidas y para que estuviesen bien dispuestos para la gran campaña que pronto tendría lugar. En Qart Hadasht se quedó con sus soldados africanos y su caballería númida.

Pocos días tras su regreso de Sagunto había llegado aquel emisario de Cartago. Aníbal aún lo recordaba: un soldado africano que se arrodilló ante su presencia que, mientras mantenía su mirada al suelo, le tendía una tablilla con un mensaje de los sufetes de la capital del imperio cartaginés. Aníbal leyó primero el mensaje en silencio, para sí mismo, digiriendo cada palabra con detenimiento y luego, tras un minuto de expectación, lo leyó en voz alta y clara de forma que todos sus generales y oficiales tuvieran conocimiento del contenido de aquel breve texto.

–¡Roma ha declarado la guerra a Cartago: Aníbal, en calidad de jefe supremo de las tropas cartaginesas en Iberia tiene la orden del Senado de Cartago de disponer de las tropas y de todos aquellos medios que considere necesarios para atacar al enemigo y destruirlo!

Aníbal contempló entonces las miradas de asombro de muchos de sus oficiales. Sólo sus hermanos Asdrúbal y Magón, y quizá Maharbal, su jefe de caballería, parecían, al igual que él mismo, haber estado esperando ese mensaje desde hacía días. Desde aquel momento Aníbal se puso manos a la obra: además de permitir el descanso de los iberos, envió mensajeros a la Galia Cisalpina para intentar llegar a acuerdos con los galos de aquella región próxima a la península itálica, de modo que éstos estuvieran dispuestos a apoyarle cuando los cartagineses cruzasen por sus tierras rumbo a la península itálica, en dirección a Roma. Especialmente, deseaba saber cuál sería la reacción de los boios y los insubres, pueblos enfrentados a Roma y derrotados en varias ocasiones por ésta. Aníbal ponderaba aquella mañana de mayo hasta qué punto el rencor de aquellos hombres sería suficiente para levantarlos en armas contra Roma. Un oficial entró y le anunció la llegada de la embajada cartaginesa enviada a la Galia Cisalpina. Aníbal dio media vuelta y bajó hasta la gran sala del piso inferior donde recibía mensajeros y organizaba la estrategia militar con su alto mando.

Un galo de cabellos morenos largos peinados en dos largas trenzas azabache, vestido con pieles de oveja, un gran casco decorado con sendos cuernos y armado hasta los dientes con dos espadas, dagas, una larga lanza y con un escudo a sus espaldas, aguardaba junto a los emisarios que el general cartaginés había enviado. La presencia de aquel galo era buena señal.

Aníbal se sentó en su sillón de piel, junto a la gran mesa de piedra sobre la que se esparcían gran número de mapas y esperó el informe del portavoz de sus embajadores.

–Los galos de toda la Galia Cisalpina se muestran decididos a apoyar nuestro paso por sus tierras siempre que nuestro objetivo sea avanzar sobre Roma y si, una vez allí, se ven complacidos por las acciones militares de nuestras tropas sobre las legiones romanas, muchos de ellos harán algo más que permitirnos pasar: aunque ninguno se ha comprometido en firme, estoy seguro de que si conseguimos una victoria sobre los romanos, gran número de galos se pasarán a nuestro bando para futuras acciones. Con nosotros ha venido uno de los jefes de las tribus insubres para corroborar este acuerdo en persona.

El jefe galo confirmó entonces su mensaje y la propuesta de apoyo de su pueblo a la venida del general cartaginés a aquel territorio hablando en un rudimentario griego, probablemente aprendido en los intercambios comerciales con Massilia. Aníbal ejercitó su conocimiento del idioma heleno para entender la sustancia de lo que se le decía y con la ayuda de los intérpretes le aseguró al jefe galo que su apoyo a Cartago sería recompensado con creces y, para culminar, anunció que el fin de Roma empezaba a fraguarse aquella mañana. El galo, sin embargo, no pareció sentirse especialmente impresionado por aquellas palabras aunque asintió con respeto. Pero Aníbal no tenía bastante con eso, de forma que cogió suavemente del brazo al jefe galo y le invitó a que le acompañara. El insubre no sabía bien qué hacer, pero pronto percibió que, aunque la invitación era amable, aquel hombre no era de aquellos a los que resultaba sencillo contrariar, de forma que siguió al general cartaginés, eso sí, con sus cinco sentidos alerta y, si las circunstancias así lo requerían, dispuesto a vender muy cara su vida. El galo observó cómo ascendían un par de pisos por largos pasadizos con escaleras hasta alcanzar lo que seguramente debía de ser la habitación de aquel general africano que anunciaba la caída de Roma como quien anuncia la próxima toma de cualquier otra ciudad del mundo. El insubre sacudía la cabeza en silencio. Quizá aquel cartaginés pensase que tomar Roma era como tomar Sagunto. En fin, dejarían que pasara por sus tierras y allá se la compongan los romanos con aquel soberbio y que gane el que sea. Ellos ya se ocuparían de defenderse del vencedor como habían hecho hasta ahora. Pero el cartaginés le invitaba a que se asomara con él al balcón de aquella estancia. El galo, rodeado de oficiales africanos, cedió a la invitación y salió al balcón. Aníbal señalaba hacía el oeste. El galo miró hacia abajo primero para valorar la altura: al pie de la fortaleza se veían unos árboles en flor que llamaban la atención por su belleza inusual; pero siguió, guiado por el dedo de Aníbal, observando y alejando su mirada de aquellos almendros. Más distantes se veían las murallas que rodeaban aquella ciudad y que la hacían, junto con el hecho de estar rodeadas por casi todas partes por el mar, totalmente inexpugnable. Aníbal seguía señalando al oeste, más lejos, y allá dirigió sus ojos el jefe de los insubres: entonces comprendió por qué habían ascendido: más allá de las murallas estaba una amplia laguna de agua y al otro lado, acampado, un ejército que se perdía en la distancia. El galo no sabía cuantificar bien cuántos efectivos había allí preparados para marchar hacia Roma, sólo sabía una cosa: aquél era el mayor ejército que nunca jamás había visto. Los romanos nunca habían juntado tantos hombres en sus combates contra ellos y no estaba seguro de que fueran capaces de oponerse a aquella inmensidad. Aníbal leyó en los ojos de su invitado galo el asombro y el temor con el que deseaba que retornase a su país. Aquella expresión de su rostro era el mensaje y la mejor salvaguarda para sus objetivos.

Al otro lado de la laguna noventa mil soldados, doce mil jinetes y cincuenta y ocho elefantes se preparaban para partir a la mañana siguiente rumbo a Roma. Nada ni nadie los detendría. Era el destino que los augures cartagineses habían leído en el vuelo de los pájaros y en las entrañas de varios animales muertos.

27 Ante los praefecti sociorum

Roma, 218 a.C.

Roma estaba en guerra. Se había decretado que aquella mañana sería el dilectus -el día establecido para el reclutamiento-. Una gran multitud de ciudadanos se había congregado en el Capitolio de la ciudad y en el foro. Los veinticuatro tribunos militares, unos por elección y otros por designación directa de los cónsules, estaban supervisando todo el proceso. Se había sorteado el orden en el que cada tribu participaría a la hora del reclutamiento. Se empezaba por la tribu que había quedado primero y, cuando los hombres disponibles para el ejercicio militar de ésta se terminaban, se continuaba con la siguiente tribu y así sucesivamente hasta completar las cuatro legiones -dos para cada cónsul, Publio Cornelio Escipión y Sempronio Longo- de cinco mil soldados. Luego siguieron porque, ante la peligrosidad del enemigo al que debían enfrentarse, se decidió que se reclutaran dos legiones adicionales que se desplazasen al norte de la península itálica, para protegerse de alguna posible revuelta de las siempre belicosas tribus de la Galia Cisalpina, que quedaría al mando del pretor Manlio.

Tito Macio había entrado en un estado de profunda desesperación y el margen de maniobra que le quedaba para sobrevivir era ya muy estrecho. Cerrada toda posibilidad de regreso al mundo del teatro por el desprecio de Rufo, arruinado como comerciante y escarmentado de los padecimientos de la mendicidad, el ejército parecía la opción más lógica para subsistir. Por eso, aquella mañana de marzo se dirigió al foro para incorporarse al ejército de una ciudad que, si bien no era la suya y ahora lo despreciaba como mendigo, seguramente le aceptaría como soldado. Tito había pasado buena parte de la mañana observando entre la multitud cómo los tribunos iban seleccionando hombres para cada legión. Los escogían siempre en grupos de cuatro hombres que tuvieran una complexión y fortaleza física similar, que distribuían uno a uno para cada una de las legiones. De esta forma se buscaba que el reparto de efectivos fuera compensado y proporcional, de modo que no hubiera una legión donde se acumularan los hombres más fuertes y otra que quedase con soldados más débiles. Era un proceso largo, lento y meticuloso. Tito sabía que tenía que esperar a que se terminase con aquel recuento y clasificación entre los ciudadanos de las tribus nativas de Roma, los únicos que tenían derecho a formar parte de las legiones romanas. Cuando terminasen los tribunos militares se retirarían, a la espera de ser llamados a filas por los cónsules en los días próximos, y sería el turno para que los praefecti sociorum, oficiales romanos designados por el cónsul, se hicieran cargo de continuar el proceso de reclutamiento de tropas auxiliares para las legiones entre los no romanos. Ahí era donde Tito esperaba tener su oportunidad.

Los praefecti sociorum tenían instrucciones precisas de favorecer primero la incorporación de los latinos y de reclutar el máximo de efectivos posible de apoyo para todas las legiones. Por un lado debían reclutar soldados dispuestos a acompañar a las legiones de Publio Cornelio Escipión a Hispania y, por otro, se necesitaba gran número de tropas aliadas para el objetivo más importante: la expedición de Sempronio Longo a África. Tito, como itálico no romano, se vio favorecido por esas órdenes y fue seleccionado para formar parte de las tropas auxiliares de las dos legiones asignadas al cónsul Sempronio Longo con destino a Sicilia, primero, en su fase de preparación, para luego partir hacia su destino final de África. No es que Tito estuviese encantado con las perspectivas de futuro que le conducían a tener que luchar en una guerra de desarrollo aún incierto, pero cuando le dieron un pequeño adelanto de su paga y pudo financiarse una comida decente en una de las tabernas junto al río, a la espera de ser próximamente convocado a filas, pensó que al menos, con el estómago lleno, se podrían encarar combates y luchas si ésa era la única puerta que le había quedado abierta para sobrevivir. Tenía entonces treinta y dos años y, mientras terminaba las gachas de trigo que le habían servido y echaba un trago de vino, mirando al río, evaluó su vida y se dio cuenta de que fueron aquellos años en el mundo del teatro cuando más feliz fue, si es que aquello era felicidad. La vida, no obstante, compleja y equívoca, le había arrastrado por caminos diversos y confusos y ahora sabía que con toda probabilidad pronto terminaría con sus huesos alimentando a los buitres en algún campo de batalla lejos de allí. Las tropas auxiliares con frecuencia eran las primeras en entrar en combate y, en consecuencia, las que más bajas sufrían, pero era ya demasiado tarde para echarse atrás. No acudir a la llamada a filas una vez inscrito sería deserción y prefería no pensar en las horribles penas con las que se castigaba tal delito. No, ahora era soldado del ejército de Roma y, bueno, Roma, al menos hasta la fecha, ganaba todas las guerras. Quizá fuera ese último pensamiento o quizá el vino, pero por primera vez en mucho tiempo, Tito pensó que todavía el futuro le podría deparar algo más que no fuera dolor, soledad y sufrimiento.

28 El amanecer de la guerra

Roma, julio del 218 a.C.

Todo estaba dispuesto para partir cuando un correo urgente llegó desde Roma. El cónsul Publio Cornelio Escipión ya estaba a bordo de su quinquerreme y las órdenes para soltar amarras y ponerse rumbo a Hispania ya se habían distribuido, pero cuando el cónsul leyó el contenido de la tablilla comprendió que el plan debía modificarse.

–¡Rumbo a Massilia, y rápido! – fue su orden al capitán de la flota. Los oficiales de la flota no parecían entender el sentido de aquella instrucción.

–Hermano -le interpeló Cneo con tiento-, las órdenes del Senado son las de dirigirnos a Hispania lo antes posible… -pero antes de que Cneo prosiguiera con sus dudas, el cónsul aclaró en voz alta la situación a todos los presentes.

–Aníbal ya no está en Hispania. Ha cruzado los Pirineos y avanza por el sur de la Galia. Vamos a Massilia para ascender por el curso del Ródano e interceptarle antes de que llegue a la península itálica.

Todos callaron y rápidamente se pusieron manos a la obra, dando las instrucciones oportunas a los diferentes oficiales para encaminar la flota hacia la colonia greco-romana del sur de la Galia. Estaban sorprendidos. Roma estaba en guerra y, cuando se encontraban confiados y seguros de sus planes y de sus fuerzas, el enemigo ágil y furtivo se movía con tanta celeridad que no podían sino modificar sus intenciones iniciales para poder frenarle antes de tiempo. Publio parecía leer las mentes de sus hombres.

–Es importante que lo antes posible retomemos la iniciativa en esta guerra -comentó dirigiéndose a su hermano-, o de lo contrario la moral de las tropas decaerá.

Cneo asintió en silencio.

Los Pirineos, julio del 218 a.C.

Aníbal vio su ejército reducido a la mitad, pero lo juzgó necesario mientras observaba cómo descendían por el paso de Perche. Después de las duras confrontaciones con gran número de tribus filorromanas al norte del Ebro, había tenido muchas bajas. Los ilergetes, los bargusios y los ernesios, los andosinos y los ausetanos se habían opuesto al paso de su ejército y los enfrentamientos fueron encarnizados, crueles en muchos casos. Aníbal, una vez dominada la mayor parte de la región entre el Ebro y los Pirineos, consideró oportuno dejar diez mil soldados y mil jinetes al mando de su hermano, Asdrúbal, para controlar aquel territorio y de esa forma proteger su retaguardia y su vía de suministros. Ahora descendían hacia el Valle del Tét cincuenta mil soldados de infantería, nueve mil de caballería y un nutrido grupo de elefantes que, no obstante, había quedado reducido a treinta y siete de los cincuenta y ocho con que inicialmente partió de Qart Hadasht.

Les quedaba aún un buen trecho hasta alcanzar la costa del sur de la Galia, ya que, con el fin de evitar las ciudades prorromanas de la costa del norte de Iberia, especialmente Emporiae y Rhode, Aníbal dirigió su ejército hacia uno de los pasos interiores de aquella gran cordillera; pero disponía de tiempo, de víveres y contaban con una retaguardia bien protegida. Además, una vez alcanzada la Galia Cisalpina, podría fortalecer su ejército incorporando tropas aliadas de las tribus galas de aquella zona ahora en rebeldía contra Roma, enemistadas con la ciudad del Tíber por las últimas guerras expansionistas de la capital latina. En realidad, todo estaba saliendo a la perfección. Sólo restaba ver de qué forma planteaban los romanos su estrategia, quedaba por ver cómo contraatacarían, si es que lo hacían, o si se limitaban a una guerra defensiva.

Un riachuelo corría junto al ejército cartaginés en su avance hacia el mar. Aníbal desmontó de su caballo y se arrodilló junto a aquel arroyo. Mojó sus manos y se echó agua por el pelo, la frente y la nuca. Necesitaba refrescarse. El verano estaba a punto de empezar y el calor era intenso. Un sol poderoso hacía caer sus rayos sobre aquel valle y el viento detenido desde el amanecer incrementaba la sensación de asfixia. Todavía tendrían que pasar mucho calor y, seguramente, mucho frío también, antes de conseguir su objetivo. Había iniciado una empresa descomunal y se preguntó si tendría fuerzas suficientes para llevarla a término. Fuerzas externas, por un lado, es decir soldados y, más importante, fuerzas en su interior. Pensó entonces en su padre y, al agua de aquel arroyo, en voz baja, sin que ninguno de sus oficiales le oyera, le habló de sus dudas.

–Al menos lo intentaremos, lo intentaremos.

Fueron palabras susurradas al viento, como un suspiro del amanecer.

Massilia, julio del 218 a.C.

En Massilia Publio y Cneo Escipión escucharon atentamente los informes de los exploradores: Aníbal había cruzado ya los Pirineos y se encontraba junto al Ródano, pero en lugar de avanzar por el sur de la Galia, había ascendido hacia el norte, decenas de kilómetros hacia el interior de aquel país, alejándose al máximo de la costa.

–Está haciendo lo mismo que en Hispania -comentó el cónsul una vez que todos los exploradores salieron de la amplia estancia de aquella gran casa en el centro de Massilia que se les había facilitado como cuartel general por parte de las autoridades de la ciudad, fieles aliadas de Roma. En la gran sala estaban solos el cónsul y su hermano.

–Sí – asintió Cneo-, en Hispania cruzó el Ebro y se dirigió a los Pirineos por el interior evitando las ciudades de la costa donde sabe que tenemos más fuerza, más amigos, más recursos. Sí, aquí está haciendo lo mismo.

–Se dirige a Roma -fue un pensamiento en voz alta, como si el cónsul hablara consigo mismo.

–¿Qué quieres decir, Publio?

El cónsul despertó como de un sueño. Sacudió la cabeza y decidió explicarse.

–Está claro que quiere evitar todo enfrentamiento hasta alcanzar Roma o, al menos, suelo peninsular itálico. Sabe que combatir allí, llevar la guerra a nuestro territorio tendrá un enorme impacto sobre la moral de nuestros hombres, sobre la moral del propio Senado. Tendríamos que haber partido antes, en primavera, directos a Hispania.

–Nos retrasó el tener que reclutar otra legión cuando el Senado decidió enviar una de nuestras unidades al norte para combatir a los galos. Es mala suerte que se rebelaran al tiempo que Aníbal se acerca a Roma.

–No, no es casualidad, hermano. Cada vez creo menos en las casualidades. Aníbal está moviendo sus piezas. Tiene un fuerte ejército e infinidad de aliados en muchas regiones. El Senado no ha sido precisamente generoso con los galos del área cisalpina. Tendrá fácil ganarse su favor. Tenemos que ir al norte, Cneo. Al norte, por el curso del Ródano y detener a Aníbal aquí, antes de que avance más sobre la península itálica.

–Al norte pues, por todos los dioses. Tengo ganas ya de entrar en combate. Desde que salimos de Roma me da la sensación de perseguir un espíritu más que un general enemigo.

–Un enemigo que se cierne sobre Roma pero que no se puede cazar es el peor de los enemigos. Al norte, hermano, al norte.

Ambos salieron de la estancia dejándola vacía: sobre la mesa unos planos del sur de la Galia, una brisa suave entraba por las ventanas, venida del mar, fresca, inocente, inconsciente de la guerra que se fraguaba en sus costas.

29 El paso del Ródano

Junto al río Ródano. La Galia, agosto del 218 a.C.

El Ródano, profundo, denso, caudaloso, fluía hacia el mar con fuerza, con un poderoso vigor que partía la región que surcaba en dos mitades difíciles de comunicarse. No había puentes hasta Massilia. Se tenía que cruzar en barco. Aníbal gastó gran parte del dinero que traía consigo de Hispania en regalos y dádivas a los jefes galos de las tribus de la margen derecha del río. Con aquellos presentes compró un gran número de embarcaciones de todo tipo y lo dispuso todo para iniciar la maniobra de cruzar el río, lejos del área de influencia de los romanos, sin tener que luchar contra ellos, pero un enemigo inesperado se interpuso en su camino: los voleos.

Maharbal cabalgaba hacia el sur al mando de un regimiento de jinetes númidas.

–Quiero que vayas al sur al encuentro de los romanos, entres en combate y retrocedas. No quiero discusiones. Tampoco quiero una victoria. Sólo lo que te he dicho.

Ésas fueron las órdenes de Aníbal, las palabras que aún pesaban en sus sienes y que se esforzaba por comprender. «Entrar en combate y luego retroceder, no una victoria.» Maharbal era el mejor oficial, el de mayor confianza. ¿Por qué enviarle a él a una pantomima cuando estaban detenidos por los voleos al norte y resultaba casi imposible poder cruzar el río? Si le hubiera ordenado que entretuviera a los romanos hasta la última gota de su sangre, lo entendería. Sería sacrificarse por salvar al grueso de las tropas, por una victoria futura, pero aquellas instrucciones no tenían sentido. Un combate que terminara en una retirada apresurada no haría sino envalentonar los ánimos de los romanos. ¿Para qué, por qué? En cualquier caso, tenía claro que seguiría las instrucciones al pie de la letra. Sí, quizá ése fuera el único motivo por el que Aníbal le había confiado aquella misión. Probablemente ningún otro oficial cartaginés estaría dispuesto a representar una huida humiliante ante los romanos y ante sus propios hombres. Maharbal negó con la cabeza intentando disipar su confusión y sus dudas. No lo consiguió, pero se mantuvo firme al frente de la caballería africana, rumbo al sur, al encuentro de los romanos.

Seis días y seis noches llevaban los cartagineses detenidos en la margen derecha del Ródano, sin poder cruzar el río, por el temido y belicoso pueblo de los voleos. Esta tribu gala se había hecho fuerte en trincheras que habían establecido en varios kilómetros al norte y al sur, controlando la margen izquierda del río. Los generales africanos contemplaban cada vez más confusos cómo su comandante en jefe ordenaba escaramuzas de pequeños regimientos que se adentraban en el río para tener luego que retirarse a causa de la lluvia de piedras y todo tipo de armas arrojadizas que lanzaban los voleos desde la orilla. De esta forma los galos se animaban cada vez más y, por el contrario, la moral de las tropas africanas decaía; el sentimiento de alcanzar la península itálica para luchar contra los romanos en su propio territorio, la fuerza que los había conducido hasta allí, se debilitaba poco a poco.

Aníbal se limitaba a cabalgar por la orilla, dirigiendo aquellas escaramuzas y perdiendo su mirada en el horizonte, contemplando el cielo a ratos, como si buscara leer en el vuelo de los pájaros de qué forma salir de aquella ratonera en la que se encontraban. La preocupación y el desasosiego se apoderaba de los oficiales cartagineses. Además, para mayor desazón suya, Maharbal y Hanón, dos de los lugartenientes de Aníbal, profundamente respetados por las tropas, habían sido enviados a misiones lejos de allí, probablemente para detener el avance romano, mientras que su gran general se quedaba allí admirando el cielo de la Galia, absorto en sus pensamientos.

Aníbal seguía con la mirada puesta en el cielo, pensativo, silencioso. De pronto detuvo su caballo para poder observar mejor el cielo. Se llevó la palma de la mano a la frente para resguardar sus ojos de la cegadora luz del sol de aquel agosto gálico. Frunció el ceño y se quedó quieto, como un león de caza, fija la mirada en su presa. Se volvió entonces hacia sus oficiales y dio la orden de que marcharan todas las tropas hacia el río. Quería que todo el ejército, excepto los elefantes, que por su peso se hundirían en el terreno arcilloso del río, se lanzase a cruzar el Ródano en formación de ataque.

Los oficiales africanos no entendían nada. Aquella maniobra era una locura. Los voleos los diezmarían primero desde sus trincheras con las flechas y las jabalinas para luego esperarlos al otro lado del río, secos y bien pertrechados, para atacarlos cuando se acercaran a la orilla, mojados y agotados por el esfuerzo realizado para acometer el paso de las aguas. Los más veteranos, los que más años llevaban al servicio de Aníbal no podían evitar comparar aquella situación con el enfrentamiento que tuvieron contra los carpetanos en Iberia, cuando éstos fueron masacrados por los cartagineses mientras intentaban cruzar las aguas del Tajo. Sólo que ahora los cartagineses eran los que estaban en la débil posición de ser los que tenían que cruzar el río. Sin embargo, pese a las dudas de la gran mayoría, ninguno se atrevió a replicar a su general en jefe, y oficiales y soldados iniciaron la gran maniobra, con temor y pesadumbre, pero con decisión y tenacidad. Quizá su general, que tantas victorias les había dado, había evaluado bien y ésa era la única salida que les quedaba si no querían permanecer allí atrapados durante semanas hasta que al final romanos y voleos juntaran sus fuerzas en un ejército superior en número al que los africanos habían traído hasta el Ródano.

Los voleos vieron a los cartagineses entrando en el río. Sus jefes rieron de puro gusto. Era lo que llevaban esperando desde hacía días. A sus ojos aquel general extranjero no parecía ser hombre paciente. Aquello sería su perdición. Seguros de sí mismos salieron de sus trincheras y se acercaron hasta la orilla para coger mejores posiciones desde las que lanzar sus jabalinas y flechas. Aquello iba a ser una matanza. Los extranjeros tendrían que replegarse. Llevaban semanas haciendo acopio de dardos y lanzas. Creían tener suficientes, tantas como enemigos se adentraban en el río. Aquél iba a ser un gran día para su pueblo. Además, una victoria de esta envergadura atemorizaría sin duda a los propios romanos y podrían asegurar sus fronteras. Mientras se aproximaban al río, con sus miradas tan fijas en el enemigo extranjero que se aventuraba en sus aguas, no vieron unas pequeñas nubes de humo que de forma intermitente habían ido ascendiendo por el horizonte, justo detrás de sus posiciones, en las colinas que quedaban a sus espaldas. No vieron tampoco a la caballería comandada por Hanón, lugarteniente de Aníbal, que había cruzado el río más al norte, hacía tres días; los mismos días que tardó en volver a descender hacia el sur, pero esta vez por la margen izquierda del Ródano para así alcanzar, sin ser vistos, la retaguardia de los voleos. Además, los galos, en su afán de causar el máximo de bajas a los soldados cartagineses que lentamente entraban en el río, al abandonar sus posiciones en las trincheras, quedaron en una formación completamente vulnerable a la carga de la caballería de Hanón. El lugarteniente de Aníbal, una vez hechas las señales de humo, lanzadas al cielo para indicar a su general que ya se encontraban en posición y que en unos minutos se lanzarían sobre los voleos, no tardó más que unos instantes en organizar su ataque. La caballería cartaginesa se lanzó a galope tendido sobre los voleos. Éstos ni veían lo que pasaba a sus espaldas ni escuchaban el ruido de los caballos sobre la hierba, pues el ejército de Aníbal levantaba un gran escándalo al avanzar por el río rompiendo con sus piernas, escudos y caballos el transcurso de sus aguas. Los voleos sólo se percataron de un extraño zumbido a sus espaldas cuando la caballería de Hanón estaba a apenas cien pasos de ellos. La voz de alarma salió de las gargantas sorprendidas de sus jefes, que ordenaron que ahora las jabalinas fueran lanzadas contra la caballería que los atacaba, pero la confusión era grande y muchos no supieron qué hacer. Algunos galos, no obstante, lanzaron sus jabalinas y flechas contra la caballería de Hanón causando bastantes bajas, pero no hubo tiempo para más andanadas de armas arrojadizas. Los jinetes los habían alcanzado y el combate era cuerpo a cuerpo contra veloces soldados sobre rápidas monturas que se desplazaban por toda la orilla. Aun así, los voleos resistieron el ataque por sorpresa de aquella fuerza inesperada, pero su resistencia los hizo desatender su gran objetivo: detener el grueso de las tropas de Aníbal que cruzaban el río, ahora sin ser molestados por los voleos, entretenidos como estaban en luchar por su supervivencia.

Cuando el ejército de Aníbal alcanzó la margen izquierda, los voleos fueron masacrados. Sólo se salvaron los que se lanzaron a una huida río abajo, nadando por las aguas del Ródano, buscando en el flujo del río, refugio y esperanza. Aquel día su tribu había quedado diezmada, arrasada por aquel general extranjero que los había engañado como si de unos niños se tratara.

Maharbal ordenó el repliegue de sus hombres. El enfrentamiento había sido breve pero cruento. Los romanos luchaban con destreza y las fuerzas estaban equilibradas. Los jinetes africanos no entendían por qué su general les ordenaba replegarse cuando aún no estaba claro a favor de quién se decantaría la diosa Fortuna. Se sentían con ánimo de seguir combatiendo. Un oficial se dirigió a Maharbal.

–¡Podemos vencer, mi general! ¡Podemos derrotarlos!

–¡He dado una orden y el que no la siga tendrá que vérselas luego con el propio Aníbal! – y dio media vuelta a su montura y empezó a replegarse, con un sabor amargo a humillación y cobardía, la que sus hombres interpretaban en sus palabras, aliñada esa desazón con una dosis de orgullo al cumplir las órdenes que había recibido de su superior. Sin embargo, más fácil le habría resultado que se le hubiera encomendado una misión imposible en la que con toda probabilidad fuera a perder la vida, que tener que ordenar este repliegue humillante ante los romanos.

Los cartagineses vieron a su líder retirándose y con el sonido de la advertencia de sus últimas palabras, obedecer o responder ante Aníbal, veloces iniciaron el repliegue ante la sorpresa y alegría de la caballería romana.

Los oficiales romanos dudaron en si debían dar caza a los que huían del campo de batalla. Al fin, se decidieron por no adentrarse más al norte, no fuera que se encontraran con el grueso de las tropas cartaginesas. Satisfechos de sí mismos, emprendieron el camino de regreso hacia su campamento general. Los oficiales tenían ansias de informar al cónsul de la gran victoria conseguida.

Aníbal permanecía aún en la margen derecha del río, supervisando el embarque de los elefantes en las barcazas que debían usarse para ayudar a las bestias a cruzar el Ródano. Los gigantescos animales, no obstante, parecían ser de opinión distinta a la de sus adiestradores y se negaban a seguirlos y montarse en aquellas embarcaciones que, sin duda, a sus ojos, parecían ser demasiado endebles. Aníbal reconoció los problemas que su padre Amílcar ya tuvo que afrontar años atrás para cruzar el estrecho de los Pilares de Hércules y así adentrarse en Iberia desde África. Ordenó que cogieran a las dos hembras mayores, más dóciles, mejor adiestradas, y que las embarcaran primero. Éstas dudaron y opusieron cierta resistencia, pero al fin accedieron a subir a las barcazas, con los ojos atemorizados al verse rodeadas de agua, pero confiando en que aquellos hombres que las cuidaban y les daban de comer, se cuidasen ahora también de que no cayeran al agua.

El resto de los elefantes, en su mayoría machos, al ver a las dos hembras al otro lado del río, cambiaron de actitud y aceptaron, no tanto la idea de subir a las barcazas y de cruzar el río, sino seguir a las hembras. Así, tras un par de horas de trabajos, Aníbal consiguió que no sólo el ejército, infantería y caballería, sino también sus elefantes siguiesen camino a Italia.

El último elefante estaba embarcando cuando la caballería de Maharbal regresó de su misión. Aníbal no necesitó ningún informe. En las cabezas cabizbajas y el rostro triste de aquellos hombres leyó con claridad que Maharbal había seguido sus instrucciones al pie de la letra. Se sintió tranquilo. Las cosas estaban saliendo según las tenía planeadas. Poco a poco las piezas de su estrategia, como si de un gigantesco rompecabezas se tratara, iban encajando unas con otras. Los romanos aún tardarían en entender bien el sentido de cada pequeño pedazo. Eso le daba tiempo. Le daba fuerza. Le otorgaba mayor poder sobre sus enemigos.

El cónsul Publio Cornelio Escipión avanzaba a pie, al frente de sus legiones, hacia el norte, a marchas forzadas. Sus oficiales de caballería ya le habían puesto sobre aviso acerca de la próxima presencia del ejército de Aníbal al narrar el enfrentamiento contra los jinetes númidas. Los informes eran más que alentadores. La retirada de la caballería africana era un buen augurio. Al menos, los legionarios estaban con la moral alta. Era el momento adecuado para entrar en combate. Los hombres estaban predispuestos para el ataque.

Un explorador regresó junto a las legiones; buscaba al cónsul. Pronto lo tuvo enfrente, rodeado de los doce lictores de su guardia personal y, como siempre, con su hermano Cneo al lado.

–Ave, mi general.

–¿Querías informarme de algo? Habla entonces y no detengamos más tiempo la marcha del ejército.

–Los cartagineses han cruzado el río. Ha habido una batalla, contra alguna de las tribus galas de la región. Aníbal ha debido de derrotarlos, ha cruzado el río y se ha marchado.

El rostro del cónsul reflejaba sorpresa y rabia. Contuvo sus palabras. Inspiró aire. Espiró.

–Caballos, rápido -pidió enseguida-, Cneo, ven conmigo. Y una turma de caballería. Tú, legionario -dijo dirigiéndose al explorador-, llévanos rápido hasta ese lugar.

Cabalgaron a galope tendido, Publio y Cneo al frente, el explorador a su lado, detrás los lictores y a continuación un regimiento completo de caballería. En una hora alcanzaron unas colinas. Entre ellas el Ródano se deslizaba en un suave meandro, deteniendo el flujo del río, haciéndolo vadeable. Al pie de las colinas se veían los restos de lo que sin lugar a dudas había debido de ser el campamento general de Aníbal durante varios días. Se veían aún rescoldos de hogueras, armas viejas abandonadas, lanzas rotas esparcidas por el suelo y rastros de sangre sobre la hierba de los heridos que habían sido atendidos entre batalla y batalla. Escipión condujo su montura hasta la misma orilla del río. Al otro lado se veían centenares de cadáveres. El olor a muerto llegaba desde la otra margen.

–El combate ha debido de ser hace un par de días -comentó Cneo-. El olor es infernal -y añadió- por todos los dioses, ¿adonde va este hombre?

–Al norte -comentó el legionario explorador-, el rastro del ejército una vez cruzado el río se encamina hacia el norte.

–¿Más al norte aún? – Cneo no parecía estar muy seguro de los informes de aquel explorador-. Eso no tiene sentido alguno. No tiene sentido. Por Hércules, si va más al norte entrará en los Alpes.

Se hizo el silencio entre los presentes. El paisaje de la margen izquierda era desolador y su terrible aspecto de campo de batalla henchido de muertos era acentuado por el desagradable y profundo hedor que desprendían los cuerpos. Había varias bandadas de buitres que se desplazaban a placer entre un grupo de cadáveres y otro. Algunos estaban tan gordos que no podían volar. Llevaban un día entero comiendo carne humana. Un auténtico festín.

–Sí tiene sentido -comentó el cónsul-. Un sentido extraño pero cada vez resulta más evidente.

–Bien, hermano -empezó Cneo, el único que no usaba el tratamiento de cónsul o señor al dirigirse al general en jefe de las legiones de aquel ejército consular-. Estaría bien que te explicases un poco más.

Publio Cornelio asintió con la cabeza a la vez que empezaba a dar su explicación, su interpretación de los movimientos de aquel general cartaginés.

–Aníbal no quiere combatir hasta alcanzar suelo itálico, hasta acercarse lo más posible a Roma. Quiere llevar la mayor parte de su ejército intacto. Fíjate en el suelo, en esas pisadas junto al agua. Son de elefante. Incluso se lleva esas bestias consigo. Si para rehuir el combate con nosotros tiene que ascender por el Ródano hasta aquí, lo hace.

Si al alejarse de la costa se encuentra con tribus hostiles a su tránsito por sus territorios, la otra margen del río te ofrece el tipo de respuesta que le da a ese problema. Y si para evitar a nuestro ejército consular antes de llegar a la península itálica tiene que adentrarse en los Alpes, eso es lo que decide. Es una locura porque el verano está terminando y el frío llega temprano a las montañas del norte. Es una aventura muy arriesgada. Lo más probable es que esté conduciendo a sus tropas a un final seguro. Entre las montañas, el frío y las tribus salvajes de esa región, es muy poco probable que consiga salir de allí. – Pero no imposible -apuntó Cneo.

–No, no imposible -el cónsul meditó unos instantes en silencio hasta tomar una determinación-. Bien, bien, éste es un juego complicado y tenemos varios frentes en esta guerra. Esto, hermano, es lo que vamos a hacer.

Desmontó de su caballo e invitó a que Cneo hiciera lo mismo. Luego lo cogió del brazo y lo llevó junto al río, a una pequeña playa natural allí donde el meandro había acumulado una gran cantidad de arena. Sobre la arena de aquel recodo, junto al río Ródano, el cónsul le explicó a su hermano la estrategia a seguir.

Los lictores observaban a los dos hermanos: el cónsul hablaba y Cneo Cornelio asentía lentamente con la cabeza.

30 Planos y planes

Roma, septiembre del 218 a.C.

Aún era de noche cuando el joven Publio se encontró con los ojos abiertos de par en par, completamente desvelado. Debían de faltar todavía varias horas para el alba, pero le resultaba imposible continuar durmiendo. Tras unos minutos contemplando las pequeñas grietas del techo de su habitación, se levantó, dejó su lecho y salió al atrio. El aire fresco de aquella madrugada anunciaba el fin del verano y la pronta llegada del otoño. Paseó unos minutos dando vueltas en torno al impluvium hasta que al fin, con paso firme, decidió unir sus acciones a sus pensamientos. Se adentró en la estancia que su padre había preparado como biblioteca; una estancia independiente que daba al atrio pero distinta al tablinium que, al dar paso entre el atrio y el jardín de la domus, resultaba demasiado pública para los documentos más reservados que su padre había ido acumulando con el transcurso de los años.

Publio se procuró luz con una de las lámparas de aceite que dejaban por la noche para iluminar, aunque fuera sólo tenuemente, el atrio. La pequeña lámpara pareció aumentar la intensidad de su luminosidad al cambiar el imposible esfuerzo de dar luz a todo el atrio por el trabajo más apropiado a sus dimensiones de iluminar la pequeña biblioteca donde se adentraba el hijo del cónsul de Roma. Pequeña en cuanto a dimensiones, apenas cuatro pasos por cinco, pero grande por sus contenidos. En decenas de pequeños cestos o canastillas con tapa distribuidos en pequeños armarios con estanterías en su interior se acumulaban infinidad de rollos que su padre había ordenado por temas diversos. Los armarios estaban abiertos, por lo que su padre había guardado los rollos en esos pequeños cestos de madera o mimbre para proteger sus volúmenes. Cada cesto tenía inscrito el nombre del autor de los rollos que contenía en una pequeña hoja de papiro que recubría cada canasto. El joven Publio recordaba las palabras de su padre antes de partir: «Siempre que quieras, puedes entrar en mi biblioteca y consultar lo que desees. De hecho cuanto más leas ahora, de cualquier cosa, seguramente algún día te hará mucho bien. Entra cuando quieras. Y Lucio también. ¡Pero, por Hércules, no me desordenéis los rollos ni me los cambiéis de cesto u os las veréis conmigo a mi vuelta!» Aunque acompañó con una sonrisa aquel aviso final, una de sus últimas frases antes de darse la vuelta y marcharse con las legiones.

Había teatro griego al fondo de la estancia, con una cesta con rollos de varios autores diferentes entre los que sobresalía el número de rollos de obras de Menandro, pero luego había un cesto íntegramente para contener las obras de Aristófanes. En la estantería inferior, se podían ver dos canastillas con obras de los grandes filósofos helenos Sócrates, Platón y Aristóteles. En el lateral izquierdo, estaban los que el cónsul definía como «sus tesoros». El joven Publio, al tiempo que pasaba suavemente sus dedos por los distintos cestos de aquellas estanterías, podía escuchar la voz casi temblorosa de su padre al enseñarle aquellos rollos: comedias y tragedias de Livio Andrónico o poemas de Quinto Ennio, literatura escrita en latín, cuyos propios autores habían decidido entregar alguna copia de sus escritos a un interesadísimo aficionado como era su padre. Nada, sin embargo, de Nevio, del que el cónsul había visto varias obras pero de quien no aceptaba las tremendas y airadas críticas que aquél lanzaba contra la clase dirigente de Roma. Alguna vez, su padre reía al admitir que fue viendo una de las obras de Nevio cuando recibió la noticia de que su madre iba a dar a luz a su primogénito.

En el lateral derecho de la estancia, según se entraba, estaban los volúmenes que, en este preciso momento, estaban en la mente de Publio y por los que había encaminado sus pasos hasta la biblioteca personal de su padre: rollos en los que se recogía información sobre los pobladores de Hispania, sus costumbres y ciudades más importantes, además de documentos recogidos en hojas de papiro sueltas, enlazadas en pequeños montones por cuerdas finas de cáñamo, donde se daba cuenta de información militar relevante relacionada con las principales colonias griegas amigas de Roma, principalmente ciudades de origen griego en las costas de la península. La habitación contenía también en el centro una sencilla mesa y una silla, lisas ambas, sin adornos. Su padre era un hombre austero, sólo algo indulgente en la complacencia con el buen vino y el disfrute de las artes literarias en las festividades que organizaban los ediles de Roma. Para leer una buena obra, decía, no hacía falta nada más que tiempo y que estuviera bien escrita. Sobre la mesa, el hijo del cónsul extendió algunos de los documentos sobre Hispania, que fue repasando con detalle y, luego, se levantó para acercarse al cesto de mapas. Lo abrió y leyó con detenimiento y paciencia cada uno de los epígrafes inscritos en las cubiertas laterales de cada rollo: Sicilia, Roma, Grecia, África, Cerdeña, Galia Cisalpina, Massilia, Hispania, Qart Hadasht y así hasta unos treinta, pero se detuvo al leer el nombre de Hispania. Sacó el plano y lo extendió sobre la mesa, repasando con sus ojos cada uno de los pueblos que vivían intentando retener la región que ocupaban según el mapa: ilergetes al norte del Ebro, edetanos al sur del mismo río, celtíberos más al centro de la región, con Numantia y Segontia como centros importantes, los carpetanos entre el Tajo y el Duero, y los vacceos más al norte, y lusitanos y vettones hacia el oeste; y luego hacia el sur los túrdulos y los oretani entre el Guadalquivir y el Guadiana, y al sur del Guadalquivir los turdetani, los bastetani y los bástulos. El mapa recogía también los límites establecidos por los cartagineses, los territorios conquistados al sur por Amílcar, las anexiones de su yerno, Asdrúbal, y los territorios añadidos al imperio cartaginés de Hispania por Aníbal en los últimos años. Marcados en tinta roja, escritos en la letra que Publio reconoció enseguida como la de su padre, se leían los dos nombres de dos ciudades: Sagunto y Qart Hadasht. La primera estaba claro que su padre la habría marcado por ser el detonante de esta nueva guerra con Cartago, pero no tenía claro el porqué de su interés por el otro enclave, aunque conocía que era una ciudad especialmente importante para los cartagineses. Nuevamente se levantó y volvió a rebuscar en el cesto de los mapas hasta encontrar de nuevo el de aquella ciudad, sacarlo y extenderlo en la mesa sobre los otros.

En lo alto del mapa se podía leer, nuevamente de manos de su padre: «Qart Hadasht, o Cartago Nova en nuestra lengua, capital del imperio cartaginés en Hispania. Ciudad fundada por los propios cartagineses, fuertemente fortificada, centro de suministros de las tropas cartaginesas, puerto de mar, refugio donde los africanos llevan a sus rehenes iberos; enclave calificado de inexpugnable por nuestros ingenieros, al estar rodeado por mar al sur y al oeste y al norte por una laguna; sólo es atacable desde el istmo que por el este une la ciudad con tierra firme, sin embargo, aquí hay una elevada muralla que hace prácticamente imposible aproximarse a la puerta de acceso a la ciudad.» Deslizó entonces el joven Publio sus ojos desde las obras de su padre hasta el plano de la ciudad y observó su puerto, la colina de Vulcano, de Aletes, la montaña Arx Hasdrubalis y las colinas de Esculapio y Mercurio, tal y como venían indicadas en diferentes sectores del interior de aquella ciudad. De alguna forma aquel plano se parecía tanto a la ciudad con la que había soñado en ocasiones que… Voces en el atrio, de un hombre, de dos, y también su madre. Publio se levanta de la mesa y sale de la estancia. En el atrio le sorprende la luz del alba. El sol ya ha despuntado y asciende por el horizonte. En torno al impluvium se ve a su hermano Lucio, aún a medio vestir, a un legionario de un ejército consular, su piel sudorosa e impregnada de polvo, y a su madre, con una toga blanca sobre su túnica de noche. El legionario sostiene una pequeña tablilla en su mano derecha. Al ver llegar al hijo del cónsul, el soldado, sin moverse de su sitio, extiende la mano hacia él con la tablilla. Publio avanza, coge la tablilla y la desdobla para leer el mensaje. Primero lo lee en silencio. Se empapa durante unos segundos de las consecuencias de aquel texto y a continuación vuelve a leerlo, ahora en voz alta, para que su hermano y su madre escuchen el requerimiento de su padre:

Estimado Publio:

Debes marchar enseguida hacia el norte y reunirte conmigo en Placentia antes de la llegada del invierno.

Publio Cornelio Escipión Cónsul de Roma

Aquél era un mensaje demasiado escueto. Suficiente, no obstante, para que Pomponia exhalase un largo y profundo suspiro. Aquel momento tenía que llegar alguna vez. Su hijo era reclamado por su padre para entrar en la guerra. Pomponia estaba mentalizada para este momento, pero de alguna forma pensaba que era demasiado pronto, demasiado por sorpresa. Se suponía que su marido se marchaba primero hacia Hispania para detener a ese general cartaginés. Luego tuvieron que cambiar los planes y el cónsul tuvo que dirigirse hacia Massilia para combatir en la Galia contra el enemigo africano y, ahora, sin más aviso, en apenas unas semanas, se recibía un mensaje indicando que era en el norte de la península itálica donde se estaba fraguando la guerra y encima su hijo era reclamado.

–Debo acudir -dijo el joven Publio, leyendo entre los silenciosos pliegues de la frente de su madre.

–Por supuesto -respondió Pomponia, sin mirarle, con sus ojos fijos en el suelo; inspiró y empezó a dar órdenes a los esclavos que esperaban, prudentemente, en una esquina del atrio-. A este soldado, que se le sirva agua y comida, y vino si lo desea; que tenga todo lo necesario también para lavarse. – El legionario asintió con la cabeza al tiempo que se inclinaba ligeramente en reconocimiento de las atenciones que le iban a ser dispensadas. Estaba agotado. Llevaba una semana ininterrumpida de viaje y aquella comida y la posibilidad de lavarse apaciguaron su corazón endurecido por las penurias de la guerra y el viaje interminable-. Y tú, hijo mío -continuó Pomponia-, debes recoger todas tus cosas, tu ropa, tus… -paró un momento y siguió-, tus armas y tu coraza y escudo y debes marchar con este hombre en cuanto estés listo hacia el norte. El cónsul de Roma reclama a su hijo y éste debe acudir veloz a su llamada.

–Así lo haré, madre -y dio media vuelta y dejó el atrio camino de su habitación. Al cruzarse con su hermano se detuvo un instante. Se abrazaron.

»Cuida de madre, Lucio, cuida de ella.

–Descuida, hermano, y que los dioses te protejan. Se sacaron triclinia, una mesa, fruta, gachas de trigo, vino y agua. Pomponia se sentó junto al mensajero y le preguntó. – ¿Por qué a Placentia y no a la Galia?

El legionario dejó sobre la mesa la manzana que había cogido para responder.

–Aníbal ascendió por el Ródano evitando enfrentarse al ejército consular. Cruzo el río en territorio de los voleos. Éstos se opusieron a él con todas sus fuerzas; debió de haber un gran combate, pero Aníbal finalmente cruzó el río y se ha dirigido a los Alpes. El cónsul ha dividido el ejército en dos partes. El mayor número de fuerzas ha quedado al mando de su hermano Cneo Cornelio Escipión, que se ha dirigido a Hispania para cortar la línea de suministros de Aníbal, y cumplir así el mandato del Senado al ejército consular de Publio Cornelio. El cónsul, sin embargo, ha cogido un grupo menor de tropas y ha ido al norte de territorio itálico para ponerse al mando de las legiones de Placentia y Cremona por si Aníbal consiguiese cruzar los Alpes con vida, pero…

–¿Pero…?

–Eso es prácticamente imposible. Son unas montañas terribles, llenas de angostos desfiladeros y pobladas de multitud de tribus salvajes. Los barrancos, los salvajes y el frío terminarán con el cartaginés.

Pomponia detuvo su interrogatorio y el legionario pudo satisfacer su apetito. Quizá, pensó ella, al fin y al cabo su joven hijo de sólo diecisiete años aún no tuviera que entrar en un campo de batalla. Con la ayuda de los dioses el general cartaginés perecerá en esas montañas. Una idea horrible cruzó su mente. Si aquel enemigo conseguía cruzar aquellas montañas infestadas de tribus hostiles, venciendo a la dura orografía, la nieve y el frío, sería porque aquél no era un enemigo al uso, sino alguien terriblemente especial, poderoso y astuto. Si aquel general cartaginés cruzaba los Alpes, tanto la vida de su marido como la de su hijo estarían en franco peligro. Se sintió impotente, tensa, nerviosa. Sin decir nada se levantó y dejó a solas al mensajero. Éste, una vez que se vio sin la compañía de la señora de su general en jefe, empezó a comer sin disimular ya el ansia que el voraz apetito había creado en su interior.

Pomponia se sentó en el dormitorio conyugal, en el lecho que tantas noches había compartido con su marido y allí, en el silencio y en la soledad, apagando con la almohada su llanto para que no llegara a oídos de ninguno de sus hijos, lloró con la amargura de una niña desvalida, con el dolor de una madre intuitiva, temerosa de la diosa Fortuna. Había soñado con montañas gigantes y con un ejército que las cruzaba. Su cuerpo estaba frío, agitándose sobre la cama al ritmo de sus sollozos.

31 Una villa romana

Roma. Finales de septiembre del 218 a.C.

En las afueras de la ciudad de Roma. Una colina y en lo alto una gran mansión de ladrillo y piedra, rodeada de cipreses erguidos con orgullo, mecidos por el suave viento proveniente del oeste. En el interior de la villa, el atrio y tras el atrio un amplio peristilo con un cuidado jardín. Y allí, en el lado de sombra de aquel jardín, una reunión, un cónclave: un hombre mayor, calvo, delgado pero con una buena barriga, de cincuenta y cinco años en el centro, Quinto Fabio Máximo Verruscoso, dos veces ya cónsul de Roma, que declaró el principio de aquella guerra en el Senado de Cartago; y junto a él su hijo, del mismo nombre, Quinto Fabio, en la treintena, fiel retrato de su padre, con la misma nariz aguileña y ceño constante en la frente, aunque con pelo aún en su cabeza, preparado para entrar pronto en cargos de representación pública; junto a ellos, dos hombres un poco mayores que el hijo, Cayo Terencio Varrón, bien afeitado, con los ojos muy juntos, como si el ángulo de visión de las cosas y de los tiempos fuera único, sin perspectivas; aguardando impaciente su momento de tocar el poder, pretor de aquel año; y Cayo Claudio Nerón, con la mente despejada, pero unos ojos negros brillantes, un fulgor entre curioso y temible, un hombre ambicioso pero más mesurado que Varrón quizá, esperando con algo más de sosiego que su colega la oportunidad que el destino ponga en sus manos para alcanzar la gloria y la fortuna. Por fin, en una esquina del peristilo del jardín, entre las columnas, de pie, presto a acudir si su mentor lo requería, un joven de apenas dieciséis años, Marco Porcio Catón, con mirada nerviosa, un chico pequeño, ágil en sus movimientos, silencioso, siempre escuchando, constante en sus determinaciones, leal al señor de aquella villa, pero con alguna idea propia que guardaba para sí, pequeños tesoros que escondía hasta que llegara el día adecuado para desenterrarlos. Así, entre sus pensamientos, Catón empezó a escuchar la voz profunda de Quinto Fabio Máximo, acariciando con su poderosa tonalidad las paredes de aquel claustro de piedra.

–Os he reunido a todos porque se acerca la guerra.

Todos asintieron; sin embargo, Fabio Máximo sacudió lentamente su cabeza.

–No, no me entendéis; cuando digo que se acerca la guerra no me refiero a que están a punto de enfrentarse nuestras tropas consulares con los enemigos de la patria, sino que quiero decir que ese enfrentamiento va a ser mucho más próximo a Roma de lo que el Senado estimó jamás. Escipión ha fracasado, nada nuevo, en su intento de detener al cartaginés en Hispania; ni tan siquiera lo ha detenido en la Galia. Aníbal ha cruzado el Ródano y se ha adentrado en los Alpes.

–¿Los Alpes? – preguntó Varrón, formulando en voz alta la sorpresa de todos los presentes.

–Así es, amigos míos; Aníbal desciende hacia el corazón de la península itálica desde las montañas.

–Pero es imposible que un ejército cruce esas montañas, y menos ahora que se acerca el invierno. Los pasos estarán ya impracticables -comentó de nuevo Varrón, que parecía el más decidido a entrar en aquel debate.

–Sea como fuere -continuó Fabio Máximo- Escipión no piensa igual que vosotros: ha dividido sus tropas, mandando la mayoría a Hispania al mando de su hermano para así cumplir con el mandato del Senado de atacar las vías de aprovisionamiento del ejército púnico en Hispania, un movimiento hábil que no me permitirá criticarle en el Senado, una lástima, en fin… -por unos segundos suspiró; prosiguió de nuevo- y se dirige al norte de la península itálica para ponerse al mando de las legiones del norte, las que debieron ser suyas desde un principio si los galos de la región no se hubieran sublevado, entreteniéndonos en reclutar nuevas tropas, dando tiempo a que Aníbal saliera de Hispania y avanzara hasta el Ródano. Cuanto más lo pienso, más claro veo que entre Aníbal y los galos de la región cisalpina hay contactos. Se sublevaron como parte de un plan mucho mayor que ahora empieza a cristalizar.

–Puede ser, pero si Aníbal perece en los terribles desfiladeros de las montañas, atacado por los salvajes, de nada le valdrá todo su maravilloso plan. – Esta vez fue su propio hijo quien se dirigió a los demás. Quinto lo observó en silencio, sin conceder y sin mostrar desprecio. Meditando. Al cabo de unos segundos retomó su relato.

–En cualquier caso, hijo, Publio Cornelio Escipión se dirige al norte, como previsión de lo que pueda ocurrir y debo, aquí en secreto, admitir que comparto sus dudas sobre la imposibilidad de cruzar esas montañas. No estamos ante un pequeño general africano sin ambición ni estrategia; es evidente que este Aníbal lleva tiempo estudiando este plan y cada vez más soy del parecer de que puede conseguir cruzar los Alpes. Y es sobre este planteamiento sobre el que quiero que nosotros construyamos nuestra propia estrategia.

–¿Para presentarla ante el Senado? – pregunto Varrón.

–He dicho nuestra propia estrategia. El Senado tiene la suya, cambiante según el momento y que gestionaremos a nuestra conveniencia, pero está claro que alguien en Roma tendrá que tener una estrategia bien definida para terminar con estos cartagineses o, de lo contrario, serán ellos los que terminen con nuestra civilización. Hasta ahora el Senado se limita a poner el ejército en manos de los Escipiones o de un Sempronio al que quiere enviar a África, esa idea descabellada. Tenemos que pensar en Roma, en proteger a Roma, y en generales que amen nuestra ciudad y nuestras costumbres sin dejarse contaminar por influencias extranjeras ni distraer por nimiedades como libros, literatura, teatro, et cetera. Los Escipiones y sus amigos los Emilio-Paulos, han de ser utilizados en esta guerra, pero hemos de ser nosotros los que estemos en los momentos clave, en las batallas clave. Necesitamos nuestros vélites, nuestra infantería de primera línea para abrir las líneas del enemigo, pero hemos de ser nosotros los que terminemos las batallas que éstos empiecen. Nosotros somos los triari.

–¿Y cómo se supone que hemos de gestionar esta estrategia? – preguntó de forma directa Claudio Nerón. Fabio Máximo le miró con gratitud. La primera pregunta inteligente de la tarde.

–Con el miedo -dijo-. Aníbal cruzará los Alpes. Dispone de tropas entrenadas y, más importante aún, con experiencia en el campo de batalla. Ha conquistado Hispania con esos hombres y aquél es un país complejo con guerreros valientes, enfrentados entre sí, como suele ser el caso entre los bárbaros, pero valientes en la lucha; y Aníbal los ha doblegado con esas tropas que saldrán de las montañas. El cartaginés vencerá a las legiones del norte. Mis augures lo han confirmado. El Senado tendrá que recurrir a refuerzos, a las tropas de Sempronio. Éste es un ejército consular nuevo, inexperto, pensado para África, mentalizado para luchar en el calor de aquellas latitudes que habrá que ver cómo se desenvuelve en el frío del norte. Y si Aníbal no detiene, como es costumbre, la guerra con la llegada del invierno, entonces, tendremos el miedo en Roma.

–¿Y sólo con miedo vamos a manejar al Senado y al pueblo? No lo entiendo.

Era Varrón el que hablaba. Fabio Máximo le miró y Catón, desde la esquina donde lo observaba todo, leyó la mirada de su mentor: «Claro que no lo entiendes, ¿cómo vas a entenderlo si eres como ellos?» En cualquier caso, Fabio Máximo permaneció en silencio. Al fin, se decidió a explicar lo que para él resultaba transparente como el agua clara de un arroyo.

–Con el miedo -empezó-, mi querido amigo Terencio Varrón, se pueden conseguir muchas cosas, se puede conseguir todo. El miedo en la gente, hábilmente gestionado, puede darte el poder absoluto. La gente con miedo se deja conducir dócilmente. Miedo en estado puro es lo que necesitamos. Lo diré con tremenda claridad aunque parezca que hablo de traición: necesitamos muertos, muertos romanos; necesitamos derrotas de nuestras tropas, un gran desastre, que nos justifique, que confunda la mente de la gente, del pueblo, del Senado. Nosotros, en ese momento, emergeremos para salvar a Roma.

Todos se quedaron mirando al viejo ex cónsul, sorprendidos, estupefactos. No daban crédito a sus oídos, pero Fabio Máximo paseó sus ojos despacio por la faz de cada uno de los presentes, subrayando con el brillo intenso de sus pupilas ligeramente dilatadas la determinación de su voluntad. No hubo réplicas.

Los cipreses que rodeaban la villa ya no se movían. El viento se había detenido. Era una hora extraña de la tarde en la que la brisa desaparece y todo parece permanecer inmóvil. Un jardín amplio, con cinco hombres reunidos; un peristilo de columnas y una gran villa rodeándolo todo. La villa en una colina, cipreses en cada esquina de la gran mansión, laderas descendentes por las que serpentea un camino empedrado que se perdía en el horizonte, rumbo a Roma.

32 Centinelas de la noche

Sicilia, octubre del 218 a.C.

Atardecía en Lilibeo, donde el cónsul Sempronio había establecido el campamento general del ejército consular que se le había asignado para la invasión de África. Caminaba gozoso y seguro de sí mismo. El adiestramiento de las tropas había comenzado con auténtica energía. Había algunos heridos por los duros entrenamientos militares en la lucha cuerpo a cuerpo, pero aquello estaba muy lejos de sus preocupaciones. Sólo pensaba en la próxima partida hacia África. ¿Dónde desembarcar? Ésa era su única duda. ¿Justo frente a Cartago o quizá en Utica o incluso más al norte? Su mente siempre lo llevaba directamente a Cartago, pese a que sus tribunos preferían establecer primero una plaza fuerte en la región antes de dirigirse contra la capital del imperio cartaginés. Unos blandos. ¿Cómo iba a sacar adelante aquella campaña con esos oficiales tan flojos? Por eso quería disciplina y adiestramiento sin descanso.

El cónsul paseaba escoltado por sus doce lictores, ajeno a las miradas de rabia de muchos de los legionarios.

Tito observó al cónsul paseándose por el campamento. Una vez hubo desfilado la comitiva del comandante en jefe, se retiró, acariciándose el hombro derecho con la mano izquierda, masajeándose los músculos, intentando calmar el dolor de los golpes recibidos aquella mañana por su instructor. Y tenía que dar gracias a los dioses de no haber sido ensartado como una aceituna como le había ocurrido a alguno de sus compañeros del manípulo. Aquello era el ejército, se decía constantemente. Te dan de comer a diario, no con abundancia, pero sí suficiente, desde luego estaba mejor alimentado que cuando mendigaba por las calles de Roma. Los golpes, no obstante, las magulladuras y el riesgo de perecer en un combate con un instructor no habían entrado en sus cálculos. Estaba claro que lo suyo no era calcular nada, ni inversiones comerciales ni planes de futuro. Carpe diem, se dijo, y a sobrevivir y a sobrellevar las penurias según vinieran.

Tomó el rancho a solas. Gachas de trigo. Algunos las despreciaban por ser lo mismo que comían en Roma y parecían estar cansados de ellas, pero a Tito le encantaban. Un compañero suyo, mayor que él, le pasó su cuenco a medio comer.

–Toma, si quieres, se ve que a ti te gusta esto.

Tito cogió el cuenco sin dudarlo. El legionario que se lo pasaba continuó hablando.

–Soy Druso, bueno, me llaman así. Vengo de Campania. Ésta es la primera vez que te alistas, ¿verdad?

–Supongo que resulta bastante evidente. Mi nombre es Tito, Tito Macio, de Umbría.

–Por Hércules, tu falta de destreza con el gladio esta mañana era de las que hacía tiempo que no veía. Creo que le has dado lástima al oficial y por eso se ha limitado a machacarte el hombro con la parte plana de la espada, pero ándate con cuidado. La torpeza se tolera, pero la indisciplina se paga cara.

–Bien, lo tendré en cuenta -dijo Tito.

Se hizo el silencio. Anochecía. La luz era débil, tenue; las sombras de las tiendas se deslizaban por el suelo, estirándose; el viento era cada vez más frío.

–Se acerca el invierno -dijo Druso-. Se nota en el aire.

–Esta noche me toca guardia. Aunque lo tengo claro: en cuanto se duerma la gente, me busco una esquina donde nadie me vea y me echo a dormir cubierto con mi manta. Por Castor, ¿a qué tanta historia con las guardias en terreno conquistado? Total, lo único que tenemos enfrente es el campamento de las legiones regulares.

–Yo me andaría con cuidado y estaría bien despierto para entregar tu tessera.

–¿Mi tessera}

–Sí, una tablilla pequeña en la que los tribunos y los praefecti sociorum escriben un símbolo que identifica a cada manípulo. Te la entregarán al entrar en tu turno de guardia y luego una patrulla a caballo pasará por la noche a recoger tu tessera. Si no te encuentran en tu sitio, mañana te buscarán los oficiales y te llevarán ante los tribunos. Hazme caso, y estáte atento para entregar tu tessera. Y basta de charla. Estoy rendido y creo que mañana quieren que hagamos marchas forzadas desde el amanecer. Se ve que el cónsul está ansioso por ir a África a que nos degüellen a todos.

Druso se levantó y se retiró a su tienda. Tito se quedó junto a las brasas del fuego, arropado por su manta, hasta que un oficial se acercó y le entregó una pequeña tablilla con varios números que supuso identificaban su manípulo. El oficial le indicó la puerta en la que le tocaba hacer guardia y que su turno sería el primero de los cuatro de aquella noche. Aquello fueron buenas noticias. Al menos luego podría dormir de tirón hasta el amanecer.

El campamento entero descansaba. Se oía algún perro ladrando en la distancia y, de cuando en cuando, algunos jinetes, seguramente de las patrullas nocturnas recogiendo las tablillas de los puestos de guardia, pero, de momento, nadie se había acercado a su posición. A Tito le seguía doliendo el hombro. Eran breves pero intensos pinchazos agudos. A ratos dejaba su pilum y el escudo en el suelo y se masajeaba el hombro. Junto a la puerta empezaba el vallado del campamento. El aire era cada vez más frío y fuerte. Junto al vallado estaría protegido del frío y podría acostarse allí, incluso dormir un rato. Las palabras de Druso aún perduraban en su mente. «Estate atento para entregar tu tessera.» Se había atado la tablilla al cinturón de piel, junto a la espada, para no perderla. Podría esperar junto al vallado, bien guarecido del frío, la llegada de la patrulla sin necesidad de tener que aguantar a la intemperie más horas. Aquello era absurdo. En general, su vida había carecido de sentido desde que dejara la compañía de teatro. A veces tienes algo bueno, puede que no el sueño de tu vida, pero algo bastante bueno para ti y no sabes valorarlo, reconocerlo. Cada vez veía con más claridad que eso había sido así con él. A no ser que una gran victoria contra los cartagineses y su participación en la misma cambiara su relación con la diosa Fortuna. Ruido de pisadas, no, de pezuñas. Jinetes a caballo. Dejó de masajearse el hombro y cogió su escudo y su lanza con rapidez. Se puso en guardia, con el pilum bajado, y gritó.

–Alto. ¿ Quo vadis?

–Es la guardia. Baja tu arma y danos la tessera de tu manípulo.

Tito obedeció sin rechistar y al oficial que se aproximó hasta él sin bajarse del caballo le entregó su tablilla. Le acompañaba un soldado de su manípulo al que había visto en el adiestramiento pero con el que no había hablado nunca. Llevaba a su vez otra pequeña tessera.

El oficial escudriñó entre las sombras la tablilla de Tito.

–Bien, puedes retirarte -dijo y, luego, dirigiéndose a los jinetes que le acompañaban-, aquí todo está bien; dejamos al segundo centinela de la noche. Sigamos con el recorrido.

Y se alejaron sin más. Tito y el nuevo soldado de guardia quedaron a solas. Se despidieron con la mirada, sin decirse nada. Se veía que el nuevo centinela estaba muerto de sueño. Tito dio media vuelta y se encaminó hacia su tienda. Una vez en ella cayó rendido por el dolor, la fatiga y el frío. Durmió como un lirón.

Las trompetas del amanecer despertaron a todo el campamento. Tito salió de su tienda esperando encontrarse con un nuevo día de adiestramiento, algo de desayuno y enseguida a combatir o, como dijo Druso, a hacer marchas forzadas hasta la hora del prandium. En cualquier caso nada especial por lo que mereciera la pena levantarse. Por eso remoloneó un poco en su tienda, pero apenas había pasado un minuto, cuando dos legionarios de las tropas regulares del ejército consular entraron en su tienda, en la que sólo quedaba ya él por salir, y lo arrastraron fuera. Fue a decir algo pero un puñetazo le aclaró las ideas. En un instante se encontró a medio vestir, en formación con otros tres hombres, en más o menos las mismas circunstancias. Ninguno se había levantado con la celeridad necesaria para estar ya completamente vestido con el uniforme de infantería ligera que les correspondía. Un tribuno, acompañado de uno de los praefecti pasó revista a la pequeña formación de centinelas nocturnos.

–Éstos son los soldados que hicieron guardia ayer por parte de este manípulo, tribuno -dijo el prefecto aliado.

–Falta una tessera de este manípulo. Aparte veo que a todos les cuesta levantarse a la hora. Por eso recibirá cada uno diez azotes en presencia de sus compañeros. Eso contribuirá a fomentar el ansia por madrugar en este manípulo.

El prefecto asintió con decisión. Tito sintió pánico. Su hombro aún le dolía y diez azotes serían la gota que rebosa el vaso. Pensó en decir algo, pero el puñetazo recibido nada más ser levantado ya le había dado indicación de que el silencio sería su mejor salvoconducto para no recibir más golpes de los necesarios.

–La tessera que falta es la del segundo turno -dijo el tribuno. Los soldados que habían sacado a Tito de la tienda cogieron entonces al hombre que estaba a su lado y lo empujaron fuera de la fila. Tito reconoció al soldado que lo reemplazó en la guardia nocturna.

–Bien -empezó el tribuno-, la guardia nocturna es sagrada, en territorio amigo o enemigo. Un centinela dormido es una vía por donde puede venir un ataque sin que haya ninguna voz de alarma que nos permita reaccionar. Dormirse en la guardia es traición y la traición sólo tiene una pena en la legión romana, sea en las tropas consulares o en los manípulos de las legiones aliadas.

Uno de los legionarios que acompañaban al tribuno le entregó un bastón de madera de pino; el tribuno cogió el bastón con fuerza pero se limitó a rozar suavemente la frente del soldado traidor que, doblegado por el sueño, se había apartado para descansar junto al vallado para guarecerse del frío y no se percató de la venida de los jinetes de la patrulla nocturna. Cuando despertó ya estaban en el cuarto turno de la noche y ni el nuevo centinela ni los jinetes de la patrulla quisieron recoger ya su tessera.

El tribuno se separó del soldado condenado por traición y los legionarios que lo acompañaban empujaron a Tito y sus otros dos compañeros de turnos de guardia para que quedasen a una distancia razonable. Luego les dieron bastones y piedras. Tito cogió una piedra grande con una mano y con la otra el bastón. No sabía qué hacer. Vio cómo el resto de los soldados del manípulo había recibido piedras y bastones igual que él. Druso también. A una señal los compañeros del soldado condenado empezaron a lanzar piedras contra él. Éste se arrodilló en el suelo y se cubrió la cabeza con las manos, pero seguían lloviendo sobre él más y más piedras. Tito vio cómo Druso, sin mirar al condenado, arrojó su piedra impactando en una pierna del mismo. Sus colegas en la guardia nocturna hicieron lo propio. Tito tragó saliva, inspiró con fuerza y cerrando sus ojos arrojó su piedra. Cuando los abrió vio al condenado arrastrándose por el suelo dejando un reguero de sangre a su paso. Su cuerpo lleno de heridas. Pero la cabeza, protegida con sus brazos y manos, apenas tenía marcas. Aullaba de dolor e imploraba piedad. El tribuno dio otra señal y decenas de soldados del manípulo se lanzaron contra el condenado. Con sus bastones golpearon salvajemente una y otra vez a su compañero sentenciado por traición. Esta vez los bastones se abrieron camino entre los brazos del condenado y encontraron su objetivo: la cabeza del soldado fue machacada, la sangre salpicaba a su tribunal mientras lanzaban intermitentes pero continuos testarazos mortales sobre su cráneo. Se oyó el crujir de huesos. Los aullidos cesaron. El tribuno observó el cumplimiento de su sentencia y contempló con satisfacción cómo todos los miembros del manípulo a excepción de uno, Tito, habían usado tanto piedras como bastones para hacer cumplir la sentencia. El tribuno se dirigió al prefecto.

–Este hombre, que no ha usado su bastón -señalando a Tito-, que en vez de diez, reciba veinte azotes. Y no le condeno a más porque al menos lanzó la piedra. Veinte azotes harán de él un más fiel cumplidor de la disciplina del ejército de Roma.

El tribuno, acompañado de los legionarios y los jinetes que habían venido con él, regresaron al campamento de las legiones consulares. El prefecto ordenó que retiraran el cuerpo del soldado ajusticiado y que azotasen al resto de los soldados condenados por levantarse tarde y, en el caso de Tito, por no usar su bastón en el ajusticiamiento de la mañana.

Tito recibió los veinte azotes con lágrimas pero en silencio. Luego se vistió con rapidez. Sentía gotas de sangre resbalando por su espalda, pero no estaba dispuesto a perderse el desayuno. Cuando llegó, sin embargo, ya era demasiado tarde. Observó con desolación que sus compañeros ya estaban cargando los pertrechos y preparándose para salir de marcha. Estaba a punto de derrumbarse cuando Druso se acercó por su espalda.

–Toma -dijo.

Tito se giró y vio que Druso le había cogido las gachas de su desayuno en un cuenco de barro. Tito cogió el cuenco y con las manos se llevó la comida a la boca sin decir nada a Druso pero comiendo al tiempo que mantenía su mirada fija en los ojos de aquel soldado experimentado proveniente de Campania.

–Come rápido. Tenemos marchas forzadas. Vamos -dijo Druso, y lo dejó a solas para que terminara su desayuno.

33 Los desfiladeros de la muerte

Los Alpes, octubre del 218 a.C.

Un hombre, cubierto su cuerpo con pieles de oveja, se arrastraba sobre la nieve de la cumbre. Había tardado horas en ascender hasta aquel lugar. Sus jefes le habían encomendado aquella misión por ser el más hábil a la hora de escalar y trepar por las alturas de las montañas. Arrastrándose despacio, con suma precaución pues sabía que el precipicio estaba oculto bajo aquel manto de nieve, llegó hasta el mismo borde del abismo. Levantó la mirada cubriendo sus ojos con la palma de la mano para protegerlos del resplandor intenso del sol sobre las cumbres blancas de los Alpes. Sus ojos escudriñaron el desfiladero durante unos segundos hasta que descubrieron su objetivo: en el horizonte, allí donde empezaba el estrecho paso entre las montañas heladas, se vislumbraba una larga y serpenteante fila oscura que, lenta y trabajosamente, parecía avanzar hacia el desfiladero. Se quedó unos minutos observando cómo la zigzagueante serpiente adquiría una forma más definida hasta que sus diferentes componentes empezaron a ser discernibles de forma independiente: centenares de hombres a pie, con espadas, lanzas, escudos y pertrechos a sus espaldas; hombres a caballo, decenas de ellos, y carros con sacos, telas, víveres y, lo más sorprendente, al final de la serpiente de soldados y jinetes, se adivinaba la silueta extraña de unas bestias desconocidas que como gigantescos caballos llevaban a sus lomos varios hombres; unos temibles animales que bramaban con una furia ensordecedora cuyos gritos largos y continuados parecían ascender por las paredes del desfiladero haciendo temblar a las propias montañas. El hombre volvió a deslizarse en silencio, esta vez hacia atrás, alejándose del borde del precipicio y, cuando estuvo ya a una distancia prudente como para poder levantarse sin ser visto, se puso en marcha y, con toda la velocidad que sus piernas y la orografía le permitían, bajó aceleradamente de la cumbre para informar a los jefes de su tribu.

El ejército de Aníbal avanzaba cansado por el inusitado esfuerzo del ascenso, helado por el viento gélido que bajaba de las montañas, agotado por los diferentes enfrentamientos que había tenido que disputar ya con distintas tribus hostiles a su presencia en aquella remota región del mundo. Estaba documentado el paso, hacía unos doscientos años, de las tribus de galos que ahora habitaban en la región del Ródano, pero desde entonces nada se sabía de ningún contingente importante de hombres que hubiese conseguido pasar con éxito por los desfiladeros de los Alpes. Habían sufrido multitud de ataques de pequeñas tribus, pero habían sido escaramuzas que se habían resuelto siempre a su favor tras una contienda breve en las laderas de las montañas. Aquellos desfiladeros, sin embargo, preocupaban al general cartaginés, por lo angosto del espacio que dejaban para las tropas y por lo escarpado de las paredes que se levantaban a ambos lados, pero no había ya alternativa ni posibilidad de vuelta atrás. Los días pasaban y pronto llegaría noviembre. Cada vez había más nieve en las cumbres que los rodeaban y era posible que en unos días los pasos quedaran impracticables. Sólo restaba seguir el avance hasta el final, hacia un incierto desenlace. Por primera vez Aníbal dudó de su victoria.

Rocas de gran tamaño empezaron a caer desde lo alto de las paredes del desfiladero. Primero se oía el silbido que los peñascos producían al cortar el aire con el filo de sus aristas en su interminable caída por el abismo de las montañas circundantes, hasta que al fin se oía el enorme impacto sobre el suelo del estrecho paso. A veces el impacto era como mitigado, no tan seco, sino como una extraña mezcla de chasquidos con un amortiguado pero truculento golpe contra la tierra. Eso último significaba que la roca había alcanzado su objetivo despeñándose sobre una decena de soldados sorprendidos por aquella lluvia de piedras gigantes. Hombres y caballos se refugiaron en los bordes de las paredes, ya que éstas parecían adentrarse hacia el interior de la montaña quedando así a cubierto aquellos que allí se guarecían de las rocas lanzadas desde la cumbre. Un elefante fue alcanzado por un peñasco del tamaño de su cabeza; el animal dobló sus patas delanteras, quedando de rodillas unos segundos, la cabeza partida en dos, sangre roja del animal vertiéndose por doquier, pero, pese al tremendo corte, la bestia se recompuso lo suficiente como para ponerse de nuevo sobre sus cuatro patas y, bramando de dolor, echar a correr como si con su carrera pudiera huir del sufrimiento que la atería; en su locura pisoteaba a los confusos soldados, que pugnaban por buscar refugio en la base de las paredes de aquel desfiladero angosto, aquella trampa mortal en la que se habían adentrado.

Aníbal daba órdenes apoyado por su hermano pequeño Magón y por sus oficiales, Maharbal y Hanón, para mantener la formación mientras que la mayor parte de soldados y bestias conseguía refugiarse de la torrencial avalancha de proyectiles pétreos que se les lanzaban desde las alturas. El general cartaginés aguantó estoicamente durante una hora, hasta que, o bien se quedaron sin piedras en las alturas, o bien se agotaron de lanzarlas. Mandó entonces grupos de soldados de la infantería ligera para que salieran del desfiladero y treparan por ambas vertientes del paso hasta ganar el acceso a las cumbres desde las que se les atacaba.

Tardaron varios días. Aníbal fue reforzando los contingentes que ascendían hacia las cumbres. Los alóbroges lucharon en las cimas de las montañas, pero cada vez subían más y más hombres. Un día, en lugar de llover piedras, llovieron hombres sobre el desfiladero. Aníbal se separó de la pared de la montaña para observar el cuerpo de uno de los muertos: estaba cubierto de pieles de oveja, tenía varias heridas de espada en las piernas y brazos y el pecho partido, reventado por su impacto al caer desde la cumbre. Pronto empezaron a caer más y más cuerpos similares. Aníbal volvió a refugiarse a la espera de que sus hombres terminasen de limpiar la cumbre. En media hora las rocas que supusieron la primera lluvia mortal sobre aquel desfiladero quedaron enrojecidas por el impacto de centenares de cuerpos, aquellos que en un primer momento lanzaron las piedras. Ahora, juntos, reposarían en el desfiladero por los siglos de los siglos.

El ejército se puso en marcha de nuevo. Tras de sí quedó el angosto desfiladero de la muerte, como lo habían bautizado los cartagineses en sus días de refugio en las paredes de aquel paso montañoso. Prosiguió entonces el interminable avance, esta vez ya hacia el sur, en busca de la salida de aquel laberinto de montañas infinitas y heladas. El invierno avanzaba y cada vez encontraban nieve más baja y más profunda. Los africanos aguantaban el frío razonablemente, conocedores de las frías noches del desierto, pero caminar sobre la mojada nieve y resistir los sabañones que la humedad provocaba en sus pies era nuevo para ellos. Además, tras el frío de la noche no veían el calor del día, sino que el frío gélido parecía quedarse con ellos todo el día, y aunque el sol intentaba calentar ligeramente, cada vez estaba más débil y, con frecuencia, pasaba el día entero sin que lo vieran, pues las nubes parecían vivir en aquellas montañas y no desplazarse un ápice. Luego venía la lluvia y, si bajaba la temperatura, se transformaba primero en una lluvia extraña y helada y luego en nieve que se acumulaba en la ruta que debían seguir ralentizando aún más su paso. Así pasaron las siguientes semanas, hasta que un día llegaron al final del camino: en un nuevo desfiladero el paso les quedaba completamente cortado por una lisa muralla de piedra helada; se trataba de un alud de roca y nieve que había caído desde lo alto de las montañas y que con la cercanía del invierno se había recubierto de una gruesa capa de hielo. Un muro infranqueable. Aníbal se quedó observando aquella muralla de la naturaleza, sin ladrillos, sin grietas, más alta que las murallas de Sagunto o Qart Hadasht o cualquier otra ciudad que conociera, más profunda que el mayor de los fosos; impenetrable, imperturbable e indiferente a los hombres, a sus ejércitos y sus luchas. Ante ellos, los dioses interponían el obstáculo definitivo. Aníbal se volvió hacia sus soldados y los contempló agotados, muchos de ellos sentados sobre la nieve, entre aturdidos y desahuciados, observando con estupor aquel muro que se alzaba ante ellos. Habría preferido un muro de hombres o un ejército de salvajes o las tropas consulares de Roma. Todo aquello contra lo que estaban entrenados para luchar, pero ¿cómo vencer al invierno, cómo superar aquella muralla de hielo? Aníbal comprendió que no había ánimo ni fuerzas en aquellos soldados para acometer este combate contra las montañas mismas. Se volvió de nuevo hacia la muralla de hielo, acercándose hasta la misma base y sobre la pared gélida posó sus manos, sintiendo en las yemas de sus dedos el escozor de la quemadura del hielo, buscando en el dolor la iluminación para deshancar a un enemigo con el que no había contado.

Pasan unos minutos. Los oficiales de Aníbal aguardan a una distancia prudencial de su general en jefe. Esperan una orden, instrucciones, una solución. Contemplan descorazonados el muro de roca y hielo de más de veinte metros de altura que corta su paso por el último de los desfiladeros de aquellas grandiosas y terribles montañas. La mayoría lamenta en lo más profundo de su ser haberse embarcado en aquella aventura para terminar de esta forma, no ante un ejército enemigo, en medio de una lucha gloriosa, épica para su país, sino ante un muro de piedra helada indiferente a sus anhelos, a sus deseos y pasiones. Varios se palpaban los cabellos con la mano mientras intentan encontrar algún pequeño resquicio por donde penetrar aquel bloque impávido y gélido. No hay ranuras. Es impenetrable, imposible de derribar.

El general se vuelve hacia sus oficiales y hacia sus soldados. Como el camino asciende lentamente hasta el muro, Aníbal resulta claramente visible. Inspira entonces con profundidad y proyecta con fuerza su voz hacia las profundidades del desfiladero. Sus palabras resuenan entre los ecos de las paredes de aquel estrecho paso y las laderas escarpadas de aquellas montañas engrandecen su voz de forma que resulta audible para la mayor parte de su ejército. Los hombres le escuchan entre sorprendidos, anhelantes y admirados.

–¡Vosotros no sois mis soldados, no sois mi ejército, sois mucho más que todo eso! ¡Vosotros me habéis seguido por Iberia hasta conquistar todos los territorios de aquella vasta región! ¡Me seguisteis incluso cuando la lucha era imposible! ¡Cuando los carpetanos nos doblaban en número junto al Tajo no os desanimasteis sino que confiasteis en mí y vencimos, arrollamos por completo a aquellos que antaño asesinaran a vuestro querido, a mi muy estimado padre, Amílcar! ¡Luego os pedí que me ayudarais a conquistar Sagunto, una ciudad inexpugnable, amiga de Roma, y todos me ayudasteis, sin importaros los meses de trabajos, sin atender a las consecuencias que aquello traería sobre todos nosotros! ¡Y luego habéis formado parte de la mayor expedición que nunca jamás se atrevió a lanzarse sobre nuestro enemigo sempiterno! ¡Los romanos nos temen, nos odian porque nos temen y sólo confían en sus dioses para salvarse! ¡Las legiones… no tememos a las legiones! ¡Cruzamos el Ebro y doblegamos sus posiciones y las de sus aliados! ¡Cruzamos los Pirineos, la Galia, el Ródano, pese a la oposición de los voleos, y penetramos en estas montañas! ¡Los salvajes nos han atacado en infinidad de ocasiones y siempre los hemos derrotado! ¡Allí, tras esta pared de hielo, está la península itálica, con sus valles fértiles, con todas las riquezas sometidas a Roma y que sólo aguardan para ser nuestras! ¡Sus tropas, sus generales confían en la fuerza del invierno, del frío y de las montañas para detenernos, confían en que paredes como ésta nos hagan cejar en nuestro empeño! ¡Pero yo me pregunto… me pregunto, os digo! ¿Hemos cruzado tantos ríos, tantas montañas y luchado contra tantos pueblos para doblar nuestro ánimo ante una muralla de hielo? ¡Murallas poderosas las de Sagunto… y las conquistamos, y eso que estaban atestadas de aguerridos defensores que nos lanzaban piedras, jabalinas, dardos, pez ardiendo! ¡Aquello sí que era una muralla infranqueable y la cruzasteis! ¿Qué se interpone ahora entre nosotros y Roma, entre nuestras fuerzas y sus legiones confiadas, entre nuestra victoria y su debilidad? Sólo una muralla sin defensores, fría, silenciosa! ¡Y yo os pregunto…, os pregunto a todos! ¿Fuisteis capaces de escalar las murallas de Sagunto, de cruzar el Tajo o el Ródano y acabar con los que se oponían a vuestros esfuerzos y no seréis capaces de derribar una muralla sin defensas, un muro que no dispone de ejército para defenderse?

Los soldados cartagineses escuchan con la boca abierta, atentos a cada palabra de su líder. Al fin una garganta aislada rompe el trance de sus compañeros.

–¡Sí, sí seremos capaces, mi general!

Y a la pequeña voz aislada decenas, centenares, miles de gargantas se unen a un tiempo y gritan con todas sus fuerzas.

–¡Sí, podremos! ¡Sí, podremos! ¡Podremos!

–¡Entonces -continuó Aníbal-, a por el muro, a por el muro!

Y treinta mil soldados respondieron como una sola voz, que quebró las laderas de las montañas haciendo temblar la tierra bajo sus pies.

–¡A por el muro! ¡A por el muro! ¡A por el muro!

Tal era la intensidad del gigantesco vocerío engrandecido mil veces por los ecos de las montañas que los rodeaban que la pared de hielo y roca tembló, desgajándose ligeramente, de forma que una grieta surgió desde los pies de Aníbal y como un relámpago ascendió zigzagueante hasta alcanzar la cúspide de la pared. Pequeños trozos de hielo y piedra se vinieron abajo. Aníbal y sus oficiales recurrieron a sus escudos para protegerse y a sus piernas para alejarse de la pared.

Una vez que se tranquilizaron las voces, cesó la lluvia de cascotes helados y el general volvió de nuevo su mirada sobre la pared. Una grieta de varios centímetros se había entreabierto sesgando la muralla por completo. Era un resquicio estrecho, ínfimo casi, pero marcaba una ruta a seguir. Aníbal no dudó y se dirigió a sus hombres de nuevo para culminar lo que había empezado.

–¡Con sólo vuestras voces habéis partido la pared, ahora que sean vuestros brazos los que nos abran el camino! – Y a sus oficiales, rápido, ágil, con los ojos encendidos, empapando a todos de su pasión-: ¡Picos y palas para todos los hombres! Que trabajen por turnos, como si se tratase de una mina. Y el que no tenga picos, que use su espada, lanzas, dagas, cuchillos, lo que sea. Cualquier cosa punzante que sirva para arrancarle las entrañas a esta muralla. En tres días quiero un paso lo suficientemente ancho como para que caballos y elefantes pasen por él.

Los oficiales asintieron y en cuestión de segundos toda la operación se puso en marcha. Maharbal, junto a Aníbal, contemplaba a su general como si de un dios se tratase: tan sólo con el ánimo infundido a sus soldados había quebrado lo impenetrable. Aquel hombre, sin duda, los conduciría a la victoria absoluta sobre Roma. Muchos caerían ante su poderío y nadie podría detener semejante ánimo.

34 Cayo Lelio

Norte de la península itálica, noviembre del 218 a.C.

Cayo Lelio cabalgaba en silencio entre las tiendas del campamento establecido por el ejército consular junto al río Tesino a pocos kilómetros de Placentia. Lelio avanzaba firme sobre su caballo, la espalda recta, las bridas asidas por manos fuertes, culmen de unos brazos bien formados, musculosos. Tenía treinta y pocos años pero se conservaba lozano, fresco, joven. Tal era así, que recientemente optó por dejarse una tupida barba que a menudo acariciaba con sus dedos. Barba y gesto que le hacían más respetable, incluso también para sus soldados. La admiración y fidelidad de los veteranos la tenía asegurada por su valor e inteligencia en las campañas pasadas que habían compartido entre agotadoras marchas, frías noches y complicadas batallas, pero la barba parecía ser la solución rápida para acallar la impertinencia de algunos recién llegados a su regimientos desconocedores del auténtico valor de la espada que Lelio llevaba a su cintura.

En su trayecto vio cómo diferentes grupos de legionarios cortaban grandes troncos para el puente que el cónsul había ordenado construir para cruzar el río. Los hombres trabajaban con tesón, poniendo interés en lo que hacían. En su esfuerzo se adivinaba la preocupación de todos por las noticias que habían corrido por la península itálica. Aníbal había conseguido lo imposible: el general cartaginés había cruzado los Alpes con su ejército y avanzaba hacia el sur de la península, hacia Roma. Entre Aníbal y Roma sólo se interponían ellos en su camino, las legiones del norte ahora bajo el mando del cónsul Publio Cornelio Escipión; nada más. No podían ser derrotados. El otro ejército consular de ese año se encontraba en el sur, en Sicilia, a las órdenes del otro cónsul, Sempronio Longo, preparando una ofensiva contra África para responder así a la osadía de Aníbal con la misma moneda. Era una estrategia bien diseñada por el Senado de Roma, pero la apuesta hacía que Aníbal ahora sólo tuviera uno de los ejércitos entre él y la ciudad del Tíber. Y es que nadie, ni los cónsules ni los senadores ni ningún ciudadano de Roma pensó que el general cartaginés fuera a llegar más allá del Ródano en la Galia.

Pero no era momento de caer en el desánimo o el miedo. Todos pensaban, y Lelio también, que un ejército consular era más que suficiente para detener a Aníbal en el norte de la península itálica. No importaba la probada osadía del cartaginés o su audacia en las rutas escogidas. A fin de cuentas, Aníbal no había hecho nada más que asediar ciudades que no poseían suficiente ejército para su defensa, combatir contra los salvajes de Hispania o tener un inesperado éxito en seguir rutas en las que nadie se habría adentrado. Sin embargo, en algún momento tendría que luchar abiertamente contra los ejércitos de Roma y eso, necesariamente, sería el final de las victorias del cartaginés. Algo decían de victorias sorprendentes contra los galos del Ródano. Bárbaros sin estrategia. No contaba.

Publio Cornelio Escipión había ordenado construir un puente para cruzar el río y cortar el avance de Aníbal enfrentándose a él. Era una decisión audaz pero necesaria y cada soldado subrayaba con su esfuerzo y su sudor en la ingente tarea de levantar ese puente su pleno acuerdo con su general: había que salir a luchar contra Aníbal y detenerle. Nadie había llegado tan lejos o, mejor dicho, tan cerca de Roma con un ejército hostil en decenas de años y tenía que disolverse rápidamente este temor que se estaba apoderando de todos los romanos. El cónsul había ordenado disponer diversas naves que habían ascendido por el río y otras construidas allí mismo de forma que, puestas en paralelo, fueran formando el puente, pero la tarea debía completarse con multitud de troncos que adecuadamente sujetos uniesen las naves entre sí, quedando de esa forma un puente flotante lo suficientemente sólido como para que las tropas pudieran cruzar el Tesino con todos sus pertrechos de guerra cuando esto fuera necesario. Aníbal no debía cruzar este río. Se había escabullido en el Ródano y los había evitado al cruzar los Alpes, pero éste debía ser el final de su viaje.

Lelio se detuvo frente a la tienda del cónsul, custodiada por numerosos legionarios y los lictores. Había sido convocado personalmente por el cónsul. Tenía una orden escrita de su puño y letra sobre la cera de una pequeña tablilla y la enseñó a uno de los legionarios que enseguida se aproximaron a él cuando desmontó. El legionario cogió la tablilla con sus manos y ordenó a Lelio que esperara. Otros dos legionarios salieron a su encuentro y se apostaron a ambos lados de Lelio. No era lógico que un decurión que apenas tenía al mando unos treinta jinetes de una turma de caballería fuera convocado a solas por el cónsul. Quizá si hubiera una reunión de todos los oficiales antes de una batalla aquello tendría más sentido, pero un oficial de rango menor citado a solas era algo peculiar. El legionario escudriñó la nota pero al final pareció aceptar su incapacidad para descifrar el mensaje contenido en esas letras que no conseguía entender y se volvió para llevarlo a uno de los lictores de la escolta del cónsul. Todos los oficiales de la legión sabían leer y escribir, aunque sólo fuera para cumplir con los múltiples trámites burocráticos de gestión tan comunes en el ejército romano, pero la capacidad de leer no era ya tan frecuente entre los soldados. El lictor leyó la orden.

El propio Lelio compartía la confusión de los legionarios que le rodeaban. Él era un buen oficial y tenía una excelente hoja de servicios en varias campañas anteriores. Lo más probable es que el cónsul quisiera enviar un grupo de reconocimiento al otro lado del río y hubiera pensado en él por sus buenos informes y su experiencia. En cualquier caso, ésta era la conclusión a la que había llegado al comentar el asunto con algunos de los jinetes a su mando. En conjunto todos estaban emocionados y honrados por ser elegidos para una tarea de este tipo, por muy arriesgada que ésta fuera. No era extraño que en empresas de esta naturaleza un escuadrón de reconocimiento fuera masacrado en una emboscada y lo más habitual en estos casos era que el enemigo se esmerase en no dejar testigos de lo sucedido para mantener al oponente desinformado de lo ocurrido e incrementar su temor y dudas ante la ausencia de los soldados enviados como avanzadilla. Aun así, todos en su escuadrón estaban decididos y casi impacientes por conocer las órdenes del cónsul de Roma.

El lictor dio el visto bueno a la tablilla entregada por Lelio y le condujo al interior de la tienda. Ésa fue la primera vez que Cayo Lelio vio al cónsul. Éste estaba sentado, consultando notas que tenía en sus manos, examinando cuentas e inventarios sobre el material y los soldados de las legiones bajo su mando. Lelio permaneció de pie, firme, a unos metros del cónsul mientras éste terminaba la lectura de los documentos que sostenía en sus manos. Al fin, dejó los papeles sobre la mesa y se dirigió a su oficial.

–Cayo Lelio, decurión de la caballería de las legiones de Roma, excelentes servicios en múltiples campañas, ascensos rápidos fruto de sorprendentes muestras de valor, excelsos informes de todos sus superiores; aventurado en ocasiones pero prudente en la mayoría de sus acciones de guerra; siempre victorioso; alguien en quien los demás soldados confían en plena batalla; disciplinado, no discute las órdenes, hace que se cumplan; le gusta el vino y las mujeres, pero esto no incide en sus servicios; bien, todos tenemos que relajarnos. No me gustan los hombres que no tienen alguna debilidad, desconfío de ellos. Creo que en cualquier momento pueden explotar, derrumbarse al haberse creído siempre por encima de los demás. Los que se han emborrachado o han perdido la cabeza por una mujer en alguna ocasión saben que todos somos vulnerables, y eso es importante, ser conscientes de nuestras limitaciones, ¿no comparte esa opinión, decurión?

–Bien -empezó Lelio-, sí, creo que así es, mi general.

Lelio estaba confuso. No era ésta la forma en que esperaba que se desarrollase la conversación. Bueno, en realidad no había pensado ni que fuera a haber conversación alguna ni que el cónsul le fuera a consultar sobre sus opiniones acerca de nada. El cónsul callaba, como esperando que Lelio añadiese algo más a su breve comentario, pero a él no se le ocurría qué decir.

–Supongo -las palabras del cónsul le permitieron escapar del silencio denso de unos segundos antes-, supongo que te preguntas por qué te he hecho llamar.

–Sí… es decir, no. Quiero decir, habrá alguna misión que desea encomendarme a mí, o a mí y a mi destacamento, y en fin, aquí estoy para hacer lo que se tenga que hacer.

–Para lo que se tenga que hacer -Escipión repitió aquellas palabras despacio, como sopesándolas-. Sí, no esperaba menos. – Nuevamente el cónsul se detuvo y se quedó mirando en silencio largamente a aquel oficial. Estaba sin duda ante un hombre recto, con sus pequeñas debilidades, eso estaba claro; aquellas mejillas ligeramente sonrosadas no eran fruto sólo del frío de la mañana, sino de esa pequeña debilidad por el licor; pero aquel hombre inspiraba confianza, seguridad; se había batido en numerosas batallas y nunca había retrocedido. Se apuntó que había salvado a más de un jinete en una confrontación pero, como no pudo probarse a ciencia cierta, no obtuvo la condecoración que seguramente merecía. Aquel oficial, no obstante, no presentó ninguna queja. Nunca reclamaba excepto en una ocasión, y fue para solicitar las pagas atrasadas de sus subordinados, no la propia, transmitiendo con corrección una reclamación justa, evitando la insubordinación. No, a este hombre no era normal que se le amotinaran hombres bajo su mando-. – Te he hecho llamar para encomendarte una misión, Cayo Lelio. Una misión vital para mí, la misión más importante que he encomendado a nadie en mis años de servicio a Roma, y quiero que seas tú y tu destacamento de caballería el que la lleve a cabo, y no admito negativas ni comentarios.

Lelio se sintió orgulloso. Sin embargo, no entendió bien por qué el cónsul podía pensar que él fuera a hacer algún comentario a lo que se le ordenase o, menos aún, cómo iba tan siquiera a pensar en no llevar a cabo lo que se encomendase.

–Quiero, Cayo Lelio, que mi hijo tome el mando de tu destacamento pero que tú permanezcas en él como segundo. – El cónsul observó con detenimiento la reacción de Lelio a medida que detallaba las órdenes que le estaba dando-. Mi hijo es muy joven, sólo tiene diecisiete años, pero Roma vive tiempos duros, estamos en guerra y quiero que lo antes posible esté en condiciones de asumir el mando como tribuno en una legión; para ello debe empezar pronto, ya, a tener hombres bajo su supervisión y quiero que empiece con tu destacamento. ¿Algún comentario?

Lelio guardaba silencio nuevamente. No era éste en absoluto el encargo que había esperado recibir, y en su rostro la decepción había debido de quedar marcada. El cónsul leyó en aquellas facciones con claridad, pero tampoco dijo nada. Ya sabía que ningún oficial iba a dar saltos de alegría al ver su mando sometido a un jovenzuelo inexperto por el hecho de ser éste hijo del general en jefe. Por eso quería un oficial completamente disciplinado, inquebrantable en su fe en la autoridad del superior para que su hijo no encontrara problemas en su primer destacamento.

–Bueno -continuó el cónsul-, ya veo que todo está claro y que no hay comentarios por tu parte. Sinceramente, no los esperaba. Pero no he terminado, hay una segunda orden que te voy a dar, una orden mucho más importante y que puede dar lugar a excelentes recompensas por su adecuado cumplimiento o a una infinita ira por mi parte si no es cumplida por desidia o dejadez de tu lado.

Lelio prestó atención, tensó los músculos, dejó de parpadear.

–Te ordeno que defiendas la vida de mi hijo en la batalla en todo momento, te ordeno que evites que entre en una confrontación imprudente y que, si en algún momento has de desobedecer una orden suya para evitar que mi hijo ponga en peligro su vida de una forma absurda, así lo hagas; en ese caso tienes mi orden superior de no obedecerle; sé que tus hombres te respaldarán en todo momento y cuento con ello. También has de saber que esta orden queda entre tú y yo y no la debe conocer nadie, ni mi hijo ni, por supuesto, tus hombres. ¿Queda claro?

Quedaba clarísimo. El cónsul le ponía a su hijo al mando de un destacamento a la luz de todos para que todos le vieran al frente de unos hombres valerosos, pero en realidad, era él, Lelio, quien mandaba el destacamento, pero nadie debía saberlo, sólo el cónsul. Lelio no sabía bien qué pensar. No estaba seguro de estar satisfecho o cómodo con el mandato recibido, o si alegrarse por la confianza del cónsul. Estaba confuso, y la sensación de decepción permanecía sólida en su mente. Ante aquella maraña de pensamientos decidió hacer lo que estaba entrenado a hacer. No rebatir las órdenes recibidas.

–Así se hará, mi general -comentó Lelio-. He comprendido con claridad las órdenes y así serán ejecutadas.

El cónsul veía cierta tristeza en el semblante del oficial, pero también quedaba claro en sus palabras y en el tono firme con el que habían sido pronunciadas que Lelio seguiría aquellas órdenes al pie de la letra independientemente de que le agradasen o no. Su hijo estaría en buenas manos. Quizá no en manos amigas, pero sí en manos expertas en la guerra y disciplinadas y eso ahora era lo prioritario. Su hijo Publio debía ganarse ahora la amistad. Eso no se puede ordenar. Se manda sobre las acciones pero no sobre los sentimientos.

–Puedes marchar. Espero excelentes servicios de tu parte.

Lelio se dio la vuelta tras un saludo a su general y partió.

Una vez fuera inspiró con profundidad el aire frío del amanecer y contuvo sus ganas de gritar y maldecir. Había sido contratado como niñera de un mozalbete que apenas se mantendría en el caballo; en definitiva, le tocaba agachar la cabeza ante el hijo del general delante de todos sus hombres. No, no estaba decepcionado: estaba realmente iracundo, pero lo peor de todo era que sabía que no había nada que hacer sino obedecer.

El cónsul permaneció en su tienda. En unas horas llegaría su hijo. Estaba ansioso por recibirlo y por hablar con él. Hacía meses que no lo veía y tenía que admitir que lo echaba de menos. Echaba de menos a los dos, a Lucio y a Publio. Había llegado la hora de que Publio empezara su aprendizaje en el arte de mandar hombres. Escipión padre no tenía la plena seguridad de cómo saldría aquello. Quizá hubiera sido mejor que el joven Publio hubiera entrado en combate al mando del otro cónsul en el sur de la península itálica. Por alguna razón que no podía determinar, presentía que la gran batalla contra Cartago iba a tener lugar aquí, al norte. Quizá hubiera estado bien alejar a Publio de aquel inminente peligro, pero al mismo tiempo había tantos enemigos de la familia Cornelia apiñados en el Senado que alejar a Publio de su ámbito de poder y control y tenerlo cerca era algo de por sí positivo. Eran tiempos confusos, de cambio, más aún, de crisis. Era difícil educar a unos hijos en la política y el ejército sumidos en una incipiente guerra cuyo fin no acertaba a vislumbrar. El cónsul tomó de nuevo un viejo volumen, un rollo, que tenía en su mesa, escrito en griego, y continuó la lectura de las palabras de Aristóteles buscando en ellas la clarividencia que ahora le faltaba.

35 La turma de caballería

Norte del territorio itálico, noviembre del 218 a.C.

Lelio regresó junto a su destacamento en el extremo norte del campamento romano. Desmontó rodeado de sus hombres, ávidos por conocer la misión que había llevado a su decurión a ser llamado ante el propio cónsul.

–¿Y bien? – preguntó un joven jinete con anhelos de gloria y aventura, un poco inconsciente y para quien ésta era su primera campaña militar-. ¿Cuál es la misión?

Lelio permanecía callado, sin mirar a Marco ni al resto de los hombres. Estaba inclinado estudiando una de las pezuñas de su caballo.

–Vamos, decurión, díganos al menos algo -pregunto Léntulo, un veterano del grupo, que ya había participado en numerosas batallas siempre junto a Lelio como oficial superior.

Lelio sabía que tenía que decir algo. Durante su trayecto de vuelta, regresando desde la tienda del cónsul en el centro del campamento hasta volver con sus hombres, había ocupado su mente en estudiar con detenimiento las alternativas que tenía: callar y no decir nada, mentir o, sencillamente, decir la verdad. La primera opción era imposible, pues la expectación que la notificación del cónsul había levantado entre los hombres era demasiada; él mismo la había aumentado al dejar entrever su propio interés por una misión de reconocimiento en territorio enemigo; no es que Lelio tuviera especial deseo por recibir condecoraciones, sino porque sabía de lo complicado de la situación: el ejército cartaginés no era un enemigo débil y tenía miedo que las misiones de reconocimiento fueran encomendadas a gente inexperta y que, en definitiva, la desinformación de los movimientos del enemigo pudiera conducir a una derrota del ejército consular. Sin embargo, después de la entrevista con el cónsul, todo aquello ya no era cosa suya. La segunda opción, mentir, podría darle un tiempo de sosiego con sus hombres, pero más tarde o más temprano se iba a descubrir la mentira y eso no haría sino minar la confianza que sus jinetes tenían en él. Estaba claro que lo único sensato era decir, tal cual, la verdad del mandato del cónsul; es decir, la orden pública por la que Publio Cornelio Escipión hijo pasaba a tener el mando del destacamento; las órdenes privadas del general con relación a que Lelio debía velar por la seguridad del hijo del cónsul y de que para ello incluso podía revocar una orden del nuevo oficial al mando quedarían entre el propio Lelio y el cónsul. Al menos eso, aunque sólo fuera eso, era un secreto alivio: si el mozalbete daba una orden de locos no habría por qué obedecerle, y los hombres harían caso a su oficial de toda la vida, al propio Lelio; en eso, sin lugar a dudas, el cónsul tenía razón.

–Se me ha notificado que el destacamento pasa a estar bajo el mando de Publio Cornelio Escipión, hijo del cónsul de Roma, general en jefe de este ejército -dijo al fin Lelio, sin mirar a nadie.

Cogió un cepillo y se dispuso a limpiar su caballo, algo para lo que había asignada la soldadesca más joven del campamento, pero que Lelio prefería hacer personalmente con su montura; tenía la teoría de que de esa forma el caballo obedecía mejor a su jinete, si éste le daba personalmente de comer y le limpiaba. Tareas ambas en las que el decurión se ocupaba con esmero y aprecio hacia su caballo. El animal piafó con agrado.

Marco y el resto de los hombres estaban digiriendo la información. Sólo Léntulo se apresuró a replicar.

–¡O sea que nos ha tocado de niñeras del hijo del cónsul! ¡Por

Castor y Pólux! ¿Y qué más? Tantas batallas para esto. Es vergonzante… además, a fin de cuentas, cuántos años tiene…, ¿veinte, veintiuno…?

Lelio suspiró. Una vez empezada a contar, la verdad debía abrirse paso en todo su esplendor.

–¡Diecisiete! – respondió Lelio sin dejar de cepillar con casi impertinente detenimiento su caballo, el cual al menos ni preguntaba ni se quejaba; eso siempre le había gustado de los caballos: no preguntan, no hablan.

Sus hombres empezaron a quejarse a coro, se les oía explayándose a gusto: menudo desprecio al destacamento, es una injusticia, había más turmae con historiales menos brillantes; seguro que el cónsul quería que su hijo se apropiara de las hazañas por las que ya era conocido el destacamento entre el resto de la legión, todo ello aderezado con maldiciones varias y diversas imprecaciones a Hércules, Marte, Júpiter Óptimo Máximo y otros dioses menores como Mercurio e incluso el propio Baco. Lelio al final dejó el cepillo, dio una palmada afectuosa a su caballo y decidió poner orden.

–Publio Cornelio Escipión, hijo del cónsul, es el oficial en jefe de este destacamento y todos acataremos sus órdenes sin quejas ni remilgos y que quede bien clara una cosa -el tono de Lelio era serio, casi hostil a sus propios hombres; todos callaron-, el primero que suelte una insolencia a nuestro nuevo oficial al mando, aparte del castigo que éste disponga si es que dispone alguno, se las tendrá que ver conmigo al acabar el día; y se las verá conmigo a muerte. Tenemos un oficial en jefe nuevo. Aprovechad lo que queda de mañana para lamentaros, quejaros o gruñir; me da igual, pero al mediodía, a no ser que alguno de los dioses a los que tanto clamáis cambie las cosas, en cuanto se presente el nuevo oficial al mando, todo eso se acabó; y, si no, ya sabéis lo que os espera por mi parte.

Lelio nunca amenazaba. Lelio sólo informaba. Todos lo sabían. Vieron a su oficial alejarse entre la multitud de soldados de la legión; quería estar solo. Léntulo resumió para todos, especialmente los más jóvenes.

–Creo que Lelio ha sido muy claro y ha dado instrucciones precisas. Lo mejor será que todos las tengamos muy presentes. – Léntulo observó que los hombres, aunque a desgana, asentían en silencio. Todos acatarían las órdenes, pero nadie iba a sentir simpatía alguna por el nuevo joven oficial al mando.

36 El hijo del cónsul

Norte de la península itálica, noviembre del 218 a.C.

El cónsul se afanaba en estudiar los mapas que sus exploradores habían bosquejado a partir de los reconocimientos de los días anteriores. El río Tesino era una frontera natural que los cartagineses tendrían dificultades en atravesar. Era allí donde se debía cerrar el paso de una vez por todas a Aníbal. ¿Qué hacer si el cartaginés emergía de las montañas con todo su ejército? Alguien le observaba. Un lictor había entrado en la tienda. El cónsul levantó la mirada.

–Se trata de su hijo, está aquí.

El cónsul sintió que el corazón le daba un vuelco de alegría. – Que pase, que pase.

Al segundo apareció su joven Publio, alto, fuerte, con el uniforme de la caballería, sudor por los brazos, oliendo a caballo, con señales de fatiga por el largo viaje pero con una mirada brillante, atenta, intensa. El cónsul se levantó y abrazó a su hijo mayor.

–¡Por Castor y Pólux y Hércules y todos los dioses! ¡Estás ya más alto que tu padre! ¡Si sigues así terminarás como tu tío!

El joven Publio sonrió.

–Eso lo dudo, padre, pero sí, parece que algo he crecido estos últimos meses.

–¿Meses ya? ¿Tanto tiempo? ¡Por Hércules, es cierto! Hace ya cinco meses que os dejé en Roma. Es cierto. – El cónsul parecía abrumado por la velocidad del tiempo. Casi ya medio año de campaña. Frunció el ceño. Y sólo una escaramuza con el enemigo. Aquello era lo más peculiar. Tantos días y ni una sola batalla campal. Era una guerra insólita.

–¿Estás bien, padre?

–¿Eh? Sí, sí claro. Ven, siéntate. Cuéntame, ¿qué tal el viaje?, ¿y tu madre, lleva bien mi ausencia y esta guerra extraña?, ¿y tu hermano?, ¿está bien Lucio?, ¿también ha crecido tanto como tú?

Publio sonrió. No sabía bien por dónde empezar. Su padre soltó una carcajada.

–Te he agobiado con preguntas y ni tan siquiera te he ofrecido algo de beber. ¿Agua? ¿Vino?

–Un poco de ambos estaría bien.

–Claro, claro -el cónsul llamó a un esclavo y éste salió de la tienda y regresó al instante con sendas jarras y copas y sirvió a padre e hijo. Entretanto el joven Publio intentaba calmar la curiosidad de su padre.

–Lucio ha crecido, no tanto, pero también ha crecido. Madre se ocupa de todos los asuntos, con ayuda del atriense. Está bien. Te echa de menos. Lo dice a menudo. Al tío no parece echarlo tanto a faltar. Las cosas van bien, aunque en Roma hay mucho nerviosismo. ¿Es cierto que Aníbal ha cruzado los Alpes?

El cónsul se reclinó en su silla antes de responder.

–No lo sabemos con seguridad. Tengo exploradores por todos los valles desde aquí hasta las montañas. Si sale de aquellos desfiladeros, lo sabremos enseguida y estaremos preparados para recibirle. El cartaginés no debe pasar de aquí y no pasará. ¿Qué se cuenta en el foro?

Su hijo ya sabía a qué se refería su padre con aquella pregunta, así que no se anduvo por las ramas y fue directo al asunto.

–Fabio Máximo solivianta a senadores, patricios y pueblo por igual. Critica tu decisión de dividir las tropas y de venir al norte en lugar de a Hispania, según lo acordado, pero en el Senado muchos te respaldan. Emilio Paulo ha defendido tu decisión y muchos comparten su forma de ver las cosas: un cónsul tiene que acudir allí donde vaya el enemigo, dijo. La gente ha aceptado la decisión.

–El viejo de Fabio teme una victoria mía contra Aníbal; cree que el cartaginés saldrá muy debilitado de los Alpes, sin duda, y que una victoria será cosa fácil. Por eso critica la decisión de que viniera aquí para detenerle.

Su hijo asintió.

–Eso mismo nos comentó Emilio Paulo la noche anterior a mi partida.

–Sí. Es interesante ver que coincidimos. En todo caso, la cuestión se zanjará pronto. En unos días nos enfrentaremos con Aníbal, o con lo que quede de él tras el paso por las montañas, al norte del río. He mandado construir un puente. ¿Lo has visto?

–Sí, padre. Al venir. Un gran trabajo.

Su padre sonrió orgulloso. Cambió de tema.

–Te he asignado una turma de caballería de buenos jinetes. Estaba al mando de un veterano, un hombre rudo pero leal, un buen legionario sin lugar a dudas. Cayo Lelio es su nombre.

–Cayo Lelio -repitió el joven Publio como grabando su nombre en su mente.

–Este decurión ha entrado infinidad de veces en combate. Sigue sus consejos. Tú estás al mando, pero déjate aconsejar por él. Has de intentar establecer una buena relación con este hombre: si él te acepta, todos le seguirán detrás, ¿me entiendes?

–Sí, padre.

–Bueno, pues eso es todo de momento. Es tarde ya. Todos debemos descansar y estar dispuestos para el combate. Pronto saldremos hacia el norte. Muy pronto.

Su hijo se levantó. El cónsul volvió a abrazar a su primogénito y lo acompañó a la salida de la tienda. Una vez fuera lo vio alejarse a lomos de su caballo en dirección al extremo del campamento donde se encontraba la turma de Cayo Lelio. Su hijo estaba allí. Sintió una mezcla confusa de sensaciones. Estaba feliz. Sólo verlo le había animado el espíritu, pero una profunda desazón le marchitaba la alegría inicial que aquel encuentro había despertado. Era demasiado joven para luchar. Demasiado joven. Si le pasara algo, no se lo perdonaría nunca. Le entraron dudas. ¿Sería Lelio el hombre adecuado para acompañar a su hijo? Estaba cansado. Ya no discernía bien lo correcto de lo inapropiado. Debía poner en consonancia sus acciones con sus palabras y predicar con el ejemplo.

–Buenas noches -dijo, dirigiéndose a los lictores.

–Buenas noches, mi general -respondieron los soldados de la guardia consular.

El general en jefe del ejército romano establecido junto al río Tesino entró en su tienda. Con ayuda de un esclavo se quitó la coraza, la espada y el resto de las prendas militares. Se quedó a solas. Apuró el vino que quedaba en su copa. Su hijo lo había bebido todo antes de salir. Influencia de Cneo. Ojalá el resto de las enseñanzas de su hermano hayan permeado igual, pensó. Se acostó e intentó dormir.

Era ya la hora de la primera guardia. El joven Publio dejó su caballo en los establos de la guarnición y se dirigió a su destacamento. Era demasiado tarde para encontrar a nadie despierto, más allá de los centinelas nocturnos y las patrullas de guardia con su ir y venir de tesseras y controles en los diferentes puestos de vigilancia, por eso se sorprendió al ver un oficial de caballería, un decurión, alto, maduro, junto a una de las hogueras que se habían usado para cocinar la cena de los legionarios. Publio se acercó a aquel hombre que, al abrigo de los rescoldos de la hoguera, buscaba calentarse las manos en aquella fría noche de noviembre. Se puso frente a él e imitó su gesto frotándose también las manos. El oficial tenía una profusa barba y una frente con incipientes arrugas. Iba armado y no tenía cara de ser un gran conversador, pero se le veía tan seguro de sí mismo que esa misma seguridad invitaba a hablar con él.

–No pensé que fuera a hacer tanto frío ya tan pronto -dijo el joven Publio para iniciar una conversación mientras seguía frotando sus manos una contra otra y aproximándolas a los rescoldos de la hoguera, inclinándose un poco para facilitar la operación.

El decurión le miró antes de responder.

–El norte es así -dijo con una voz grave.

Luego se hizo el silencio. Pasaron un minuto sin decir nada más, compartiendo el calor de la moribunda hoguera en aquella noche en vísperas de una guerra. Publio quería seguir hablando, pero no tenía muy claro por dónde continuar. Estaba pensando en marcharse sin más, cuando el decurión empezó a hablar.

–Es tu primera vez en campaña, ¿verdad?

–Sí, supongo que resulta demasiado evidente -respondió Publio.

El oficial le miró con detenimiento.

–No tanto. Es el hecho de que eres muy joven.

Publio asintió.

–¿Tienes miedo? – preguntó el oficial-, ¿por eso no duermes?

–Es que acabo de llegar de Roma para incorporarme a la caballería del ejército consular -luego Publio dudó en proseguir, pero al fin añadió-, pero mentiría si no dijera que tengo un poco de miedo.

El oficial abrió los ojos y escudriñó la mirada de su joven interlocutor nocturno.

–Todos lo tienen, aunque muy pocos lo admiten. ¿Tanto miedo como para flaquear en el campo de batalla? – preguntó el decurión. – No, tanto como para eso no. Espero que no. – Entonces todo está bien.

Publio pensó que era el momento de presentarse, pero le molestaba tener que desvelar que era el hijo del cónsul. Se dio cuenta de que aquélla era la primera conversación que mantenía con alguien que no conociera su auténtica personalidad en toda su vida. Junto a aquella hoguera que se consumía en la madrugada sólo había dos soldados, dos oficiales, uno muy joven, bastante nervioso en su primera campaña, y otro veterano, seguro, serio.

Volvieron a compartir el silencio de la noche durante varios minutos, hasta que el maduro oficial volvió a hablar. *

–Mi nombre es Cayo Lelio, ¿y el tuyo?

El joven Publio no pudo evitar dar un pequeño paso hacia atrás. Ahora tenía que descubrir su nombre. Su interlocutor se acababa de presentar y además resultaba ser el oficial que estaba bajo su mando. Qué absurdo, pensó, que aquel hombre veterano, seguro y experto estuviera bajo sus órdenes y no al revés. En un instante pensó en cómo debería sentirse ante aquella humillación que su propio padre le había impuesto.

–Soy Publio… Cornelio Escipión.

Contrariamente a lo que esperaba Publio, el decurión no pareció sorprenderse.

–Sí, esperábamos al nuevo oficial al mando próximamente.

No había ni reconocimiento especial ni desprecio. El decurión se dirigía a él con corrección, sin mostrar más sentimientos. Otra cosa es lo que aquel veterano estuviera pensando. Publio, una vez superada su sorpresa inicial, decidió saber más de la situación con la que se iba a encontrar.

–Los hombres, los jinetes de la turma…, ¿cómo se han tomado la asignación de un nuevo oficial al mando?

Lelio le miró como valorando hasta qué punto se podía ser sincero con aquel joven patricio hijo del cónsul. No llegó a ninguna conclusión clara. Decidió aventurarse.

–Mal.

–Entiendo -dijo Publio. La hoguera estaba prácticamente apagada. El frío de la noche húmeda parecía penetrar por todos sus huesos. Estaba cansado.

–¿Muy mal? – Publio buscaba un resquicio de esperanza en su primera campaña. Lelio no era compasivo en según qué circunstancias.

–Muy mal -sentenció el decurión.

Publio bajó la cabeza. Meditó. Alzó el rostro y mirando fijamente a Lelio preguntó de nuevo.

–¿Obedecerán o tendré problemas de disciplina?

Lelio no le miraba ahora, sino que había buscado con sus ojos las estrellas, pero le escuchaba atento. Aquélla era una pregunta muy apropiada en un oficial que asume el mando de una nueva turma o manípulo. El jovenzuelo también era alto y eso siempre quedaba bien ante los soldados bajo su mando. Era su extrema juventud lo que crearía esa extraña sensación de ir comandados por un niño.

–No -dijo al fin Lelio-, no habrá problemas de disciplina.

Publio comprendió aquellas palabras en su justa medida: puede que hubiera problemas de disciplina pero no los habría porque para eso estaba él, Cayo Lelio, para impedirlos. El joven oficial buscaba algo positivo que decir con que halagar a aquel hombre, algo que mitigara aquella incómoda situación de verse sometido en el mando a un inexperto y descaradamente joven nuevo oficial que además ha sido puesto en dicha posición por ser el hijo del general en jefe de aquel ejército.

–No sé si valdrá de algo -empezó Publio-, pero me gustaría que supieras que estoy seguro de que si mi padre ha elegido tu turma de caballería para que éste sea mi primer destino en mi primera campaña, es porque está convencido de la valía de tus hombres y de que tú eres uno de los mejores oficiales de todo este ejército. Espero no desentonar en exceso y no avergonzar el crédito que el destacamento se ha ganado por sus propios méritos. Ahora me voy a dormir. Buenas noches.

–Buenas noches -respondió Lelio, y se quedó mirando cómo aquel joven se alejaba.

El hijo del cónsul estaba nervioso. Con aquellas palabras estaba buscando congraciarse. Bueno. Mejor así. Lelio intentó ponerse en su lugar: no debía de ser sencillo ser siempre el hijo de alguien tan importante e intentar estar siempre a la altura de lo que se espera de uno. Él nunca tuvo esas presiones. Tuvo otras. Las de luchar para ascender desde la nada. No tenía claro que ambos caminos fueran comparables en los obstáculos a superar para alcanzar el respeto de los que te rodean, pero aquella conversación le había dibujado una imagen diferente a la que se había forjado en su mente: esperaba encontrarse con un mozalbete mimado y orgulloso y, pudiera ser que lo fuera, pero al menos no había quedado patente en aquel primer encuentro. Decidió no dedicarle más tiempo a aquellas elucubraciones sin sentido. Los dioses dispondrán el destino de aquel joven y, como siempre en una campaña militar, será finalmente el campo de batalla el que dictamine su sentencia definitiva. Habrá que esperar al combate. Lelio escupió en el suelo. En cualquier caso habría preferido una misión de reconocimiento en el norte.

37 Al encuentro de Aníbal

Norte de la península itálica, noviembre del 218 a.C.

El cónsul, apoyados sus brazos sobre una mesa, meditaba. La confirmación de que el cartaginés había conseguido su objetivo, cruzar los Alpes, no dejaba de sorprenderle. Estaba claro que Roma se encontraba ante un enemigo diferente a cuantos habían encontrado anteriormente; pero, aun así, el cónsul albergaba gran confianza en los planes que había elaborado y en la destreza de sus tropas para derrotar al enemigo. Su hermano Cneo iba camino de Hispania para cortar así los suministros de Aníbal y él mismo por su parte había juntado un poderoso ejército para poder enfrentarse al cartaginés y frenar su avance. Era el momento de poner los planes en marcha, de dar las órdenes pertinentes. Además, el enfrentamiento entre las dos caballerías, la romana y la cartaginesa, junto al Ródano, fue claramente favorable a las tropas consulares y eso había subido la moral al ejército.

En un primer momento pensó en hacer avanzar a todas las legiones y que todos los soldados cruzasen el río, pero, pensándolo mejor, concluyó que sería más conveniente hacer una salida de reconocimiento con la caballería. Para evitar emboscadas decidió salir con toda la fuerza de caballería. Eso implicaba juntar a más de dos mil quinientos jinetes combinando a un tiempo rapidez de movimientos y una fuerza de disuasión poderosa; los cartagineses tendrían que pensárselo bien antes de atacarlos. Además, decidió que junto con la caballería los acompañaran unos mil vélites de la infantería ligera, como tropas de refuerzo ante una posible batalla.

El cónsul, acompañado de su escolta, se situó en la puerta norte del campamento; de esa forma el general en jefe podía pasar revista al conjunto de tropas que se llevaba para esta misión de avanzadilla al otro lado del río. El último destacamento de caballería en salir del campamento fue el que comandaba su hijo. El cónsul no pudo evitar sentirse orgulloso al ver a su joven vástago cabalgando al frente de aquel grupo de jinetes. A su lado, a la derecha, ligeramente retrasado, cabalgaba Lelio. Escipión padre había tomado la decisión de que ese destacamento de ciento sesenta jinetes, junto con otras turmae con un número similar, quedaran en la retaguardia de las tropas que había seleccionado para esta misión. Quería que su hijo estuviera próximo a la primera línea de los combates que se pudieran producir para que aprendiera desde la proximidad la dureza y la crueldad de la guerra, y algo de estrategia; pero quería evitarle el peligro inminente que suponía entrar en combate directo al principio de una batalla, cuando el desenlace de la misma aún estaba por decidir.

Lelio y sus hombres, al salir del campamento en la cola de la formación, vieron confirmados sus temores de que el cónsul habría pensado en preservar a su hijo del combate, con todo lo que eso implicaba, es decir, que todos ellos, todo el destacamento quedaba a su vez alejado de la batalla que pudiera tener lugar.

Tras cabalgar unos quince minutos aquella mañana fría de noviembre llegaron junto al río Tesino. Era un lugar donde el río bajaba con fuerza, con turbulencias. Había una gran humedad en el aire. Hacía frío, caía una lluvia fina y el viento arreciaba con violencia.

El cónsul y su escolta que cabalgaban al frente de la caballería llegaron al emplazamiento del puente que los legionarios habían estado construyendo durante las semanas precedentes. El paso sobre el río, formado por más de quince naves puestas en paralelo unas junto a otras, era una impresionante obra de ingeniería militar romana. Con infinidad de troncos fuertemente anudados entre sí se tapaban los huecos que quedaban entre las naves. Habían construido un sólido puente flotante. El agua del río circulaba entre las quillas de las naves de forma que el espacio que quedaba entre nave y nave hacía las veces de ojos del puente.

El cónsul ordenó que el primer destacamento de caballería, en hilera de a cuatro, avanzase sobre el puente para cruzar el río. Las quince naves fueron absorbiendo el peso de los ochenta jinetes y sus monturas a medida que éstos avanzaban por el puente. Los caballos notaban los troncos vibrando bajo sus pezuñas, pero el puente, pese a las dudas que los brillantes ojos de los equinos planteaban, se sostenía firme.

Mientras los destacamentos de caballería iban cruzando el río, éstos iban formando al otro lado preparados para la carga por si los cartagineses los sorprendían en el proceso de cruzar el Tesino. El cónsul sabía que éste era uno de los momentos más delicados de toda la operación. Era, sin duda, el espacio de tiempo donde las tropas con las que había salido a hacer reconocimiento de la región quedarían más vulnerables ante un posible ataque sorpresa; por eso había dado órdenes estrictas de que los destacamentos que cruzasen el río estuvieran preparados para entrar en combate en cualquier momento. Sin embargo, no pasó nada. El conjunto de las tropas a caballo tardó media hora en cruzar el Tesino. A continuación le siguieron las tropas de infantería ligera, los vélites. Al cabo de otros treinta minutos todas las tropas se encontraban en el lado norte del río, reunidas de nuevo, dispuestas para continuar el avance.

Publio Cornelio Escipión ordenó que las tropas avanzasen siguiendo el curso del río. Y así lo hicieron durante varios kilómetros. El valle estaba en silencio. No se oían pájaros y, si bien es cierto que era invierno, aquello incomodó sobremanera al cónsul, de tal forma que decidió, contrariamente a lo que era la costumbre en los ejércitos de Roma, enviar exploradores por delante de las tropas para evitar un encuentro inesperado con el ejército cartaginés.

Las tropas levantaban una gran polvareda en su avance. Había sido un otoño seco en el norte y, pese a la humedad que las aguas del río despedían, el terreno por el que avanzaban estaba bastante seco, de modo que las pezuñas de los dos mil quinientos caballos y las sandalias pesadas de los mil infantes sacudieron el polvo del camino creando una nube que podría ser visible a gran distancia. Estaba claro que en forma alguna podría sorprender al enemigo.

Llevaban una hora de marcha junto al río cuando uno de los decuriones que cabalgaba al lado del cónsul señaló un punto del horizonte.

–Mi general, ¿ha visto eso?

A lo lejos, en la distancia, se vislumbraba una nube de polvo que a cada momento se hacía mayor. En ese mismo instante, cabalgando a galope tendido, llegaron varios de los exploradores. Sólo venían a confirmar lo que ya todos sabían: el ejército de Aníbal se encontraba ante ellos, apenas a unos miles de pasos de distancia; la nube que veían era el indicador además de que las tropas cartaginesas no estaban detenidas, de que también avanzaban sobre ellos a gran velocidad. Muy posiblemente el combate se cernía sobre la caballería romana y la infantería que los acompañaba.

El cónsul ordenó detener el avance de las tropas. Había que prepararse para la lucha. Rápidamente reunió en torno suyo a los tribunos de la infantería y a los decuriones de la caballería. Entre ellos estaba su hijo. Se trataba de una rápida reunión del Estado Mayor de las tropas que había traído consigo al norte del Tesino. Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, dio órdenes precisas: la infantería debía posicionarse al frente, cargando sus jabalinas preparados para lanzarlas cuando los primeros jinetes de Aníbal se acercaran a ellos; detrás de la infantería en formación cerrada se situaría la caballería; quedarían cuatro turmae de jinetes en la retaguardia como tropas de refresco que sólo intervendrían en caso de necesidad. Los informes de los exploradores habían sido confusos y poco precisos. No quedaba claro cuáles eran exactamente las fuerzas con las que contaba Aníbal en ese momento. Solamente habían coincidido todos ellos en que el general cartaginés, en una operación similar a la que había hecho el cónsul, se había adelantado al grueso de su ejército con su caballería, dejando al resto de su infantería atrás. Escipión, aun desconociendo si Aníbal le superaba en número, estaba animado a entrar en combate, decidido a ello, entre otras cosas, por la experiencia anterior contra ese mismo ejército que ahora se dirigía contra ellos cuando las dos avanzadillas de la caballería se enfrentaron en el Ródano. ¿Por qué tendría que ser diferente ahora el sentido del combate? En cierta forma, el cónsul no podía evitar pensar que la estrategia de Aníbal de rehuir la lucha en la Galia y dar el rodeo de cruzar los Alpes pudiera en gran parte deberse a un cierto temor del general cartaginés a entrar en combate abierto con un ejército consular romano al completo. Escipión sentía además que sus tribunos, decuriones, jinetes y legionarios compartían esa misma sensación de posible victoria contra la caballería cartaginesa. Por ello, tras posicionar las tropas, aguardó tranquilamente a que Aníbal y su ejército se dibujaran en el horizonte y, al igual que ellos habían hecho, se dispusieran en formación de combate.

Aníbal dio orden a su ejército de que se detuviera. A su voz miles de caballos frenaron su avance. El general cartaginés observó el despliegue de las tropas romanas. Esta vez iba a atacar. Estuvo mirando la formación de la caballería romana durante varios minutos sin decir palabra alguna. Ninguno de sus oficiales se atrevió a cortar ese silencio. Por fin, Aníbal dio instrucciones. Aparentemente se trataba de algo muy simple. Una carga frontal con toda la caballería contra las tropas romanas. La única instrucción especial era que el avance tenía que ser al galope. Había que evitar que la infantería romana dispuesta en la primera línea pudiera hacer uso de sus jabalinas o, al menos, minimizar las bajas causadas por éstas. Ahora iban a combatir al cien por cien de sus fuerzas. Sabía que los soldados estaban deseosos de luchar y que haber derribado con sus propias manos la muralla de hielo que hacía unos días les cortaba el paso hacia la península itálica no había hecho sino alimentar el ánimo y las ansias de sus tropas por alcanzar su gran objetivo: Roma.

38 La batalla de Tesino

Norte de la península itálica, noviembre del 218 a.C.

La caballería cartaginesa, siguiendo las órdenes de su general, se lanzó al ataque a galope tendido. El cónsul romano observó la carga y ordenó que la infantería ligera de primera línea se preparara para arrojar sus jabalinas, pero la caballería cartaginesa empezó a acelerar en su avance hasta transformar su carga ofensiva en un auténtico estruendo con miles de caballos haciendo volar sus pezuñas sobre la tierra de aquel valle. Los centuriones de la infantería ligera romana gritaron sus órdenes.

–¡Esperad a la señal! ¡No lancéis jabalinas hasta la señal! ¡Tenemos que esperar hasta que estén a nuestro alcance!

Pero la caballería cartaginesa avanzaba a tanta velocidad que, cuando los centuriones dieron la orden de arrojar las jabalinas, todo pareció ocurrir al mismo tiempo. Los legionarios romanos lanzaron sus afiladas armas y algunas de éstas alcanzaron sus objetivos, cayendo derribadas decenas de jinetes cartagineses, pero todos los que no habían sido derribados al segundo alcanzaron la formación romana y arremetieron contra las líneas de vélites arrasando todo a su paso. Primero embistieron a los legionarios de la primera fila ensartando a muchos con sus lanzas alargadas que arrastraban a un metro y medio de altura del suelo buscando los pechos de los soldados enemigos y enseguida, una vez clavadas sus lanzas en los cuerpos de los primeros legionarios, cogieron las que les quedaban partidas aún en sus manos, las arrojaron contra los enemigos que huían y desenfundaron las espadas. La caballería romana avanzó dejando espacios para que los legionarios de la infantería pudieran replegarse tras ellos. Y así lo hicieron a toda velocidad, esto es, los que pudieron salvarse de la sangrienta escabechina que la caballería cartaginesa en su carga había hecho entre sus filas.

Las dos caballerías se enfrentaron sin espacio para cargar la una contra la otra. Toda la primera línea de batalla se transformó en un inmenso desorden de miles de caballos y hombres, donde el nerviosismo de las bestias hacía cada vez más difícil que los jinetes pudieran o bien defenderse de los golpes del contrario o bien ser precisos en sus estocadas. Tanto los jinetes de un bando como de otro terminaban por desmontar para seguir la lucha cuerpo a cuerpo desde tierra. Los jinetes romanos se veían entonces reforzados por el regreso de la infantería superviviente a la carga inicial cartaginesa, que ahora se reagrupaba junto a los jinetes romanos para entre todos luchar cuerpo a cuerpo, metro a metro, contra los cartagineses.

El cónsul combatía en el centro de ese tumulto de hombres y bestias. Su hijo observaba desde la retaguardia los acontecimientos. El joven Publio, con su destacamento de caballería junto a otros tres grupos de jinetes de similar número que el cónsul había ordenado que quedaran retrasados como tropas de refresco, vislumbraba también en la distancia al general cartaginés, subido en su caballo, rodeado de un nutrido contingente de caballería que le salvaguardaba en todo momento, actuando a modo de lictores de aquel general extranjero. Pero lo peor, pensó Publio, estaba por venir, pues el general cartaginés disponía aún de dos inmensos contingentes de caballería a ambos extremos de su formación inicial. Se trataba de sendos regimientos de guerreros númidas procedentes del norte de África, excelentes jinetes, los mejores del mundo conocido. Aníbal había ordenado que el grueso de su caballería se lanzara sobre los romanos desde el centro de su formación, pero aún disponía de estos dos remanentes de caballería en los flancos. Publio, nervioso, observó cómo Aníbal alzaba su brazo; en el combate la enorme algarada de soldados, caballos enfurecidos y sangre envolvía a su padre. La batalla estaba igualada. Aníbal bajó su brazo de golpe, como si lo dejara caer, y los dos regimientos de la caballería númida se lanzaron contra los romanos. En su avance rodearon el gran tumulto sobrepasando las líneas de combatientes cartagineses y romanos hasta situarse en la retaguardia de la caballería romana. De esta forma el cónsul y sus tropas quedaron bloqueados. Los vélites, entre agotados, muchos de ellos ya heridos, y aterrorizados por los refuerzos del enemigo, comenzaron a escapar en una desordenada huida. Unos doscientos jinetes númidas los siguieron. La infantería era un objetivo fácil de batir por una caballería bien entrenada, especialmente cuando se perseguía a soldados aterrorizados que, obnubilada su razón por el miedo, olvidaban protegerse. Uno a uno, todos iban siendo acuchillados por la espalda. La infantería romana estaba siendo aniquilada, ensartado cada legionario como si de fruta madura se tratara.

Uno de los escuadrones de tropas de refresco, al observar el desastre en el que la batalla se estaba transformando para las tropas romanas, dio la vuelta y empezó su retirada. Acto seguido, los otros dos escuadrones que estaban a la derecha de Publio empezaron a agitar sus monturas nerviosos. Sus decuriones contemplaban a la turma del joven Publio, aunque en realidad tenían sus ojos fijos en Cayo Lelio, el oficial más experimentado de los que habían quedado en retaguardia.

Los númidas que observaron la retirada de una de las turmae de caballería romana y el nerviosismo del resto de los escuadrones romanos de la retaguardia, enfervorizados por su clara victoria, se lanzaron en persecución de los jinetes enemigos que habían iniciado la huida mientras otros aguardaban los movimientos de las restantes tropas.

Publio, atónito, observaba el desastre. Su padre estaba rodeado por las fuerzas cartaginesas, apenas ayudado por sus lictores y un centenar de sus hombres más fieles que le envolvían y protegían mientras éste intentaba dar órdenes para poder organizar una retirada razonable. Fue entonces cuando el joven Publio tomó la decisión. Se dirigió a Lelio y dio su primera orden como decurión en un campo de batalla.

–Vamos a atacar. Hay que salvar la vida de nuestro general.

–Esto… -Lelio dudó, pensó y continuó al fin con firmeza-. Esto ya no es posible, decurión. Es demasiado tarde. Demasiado tarde.

Publio le miró fijamente a los ojos. Lelio evitó sostener aquel pulso visual. El oficial romano estaba igualmente aturdido por lo que estaba ocurriendo pero su experiencia le decía que la batalla estaba perdida, que no había nada que hacer, más que buscar la forma de escapar vivos de aquella carnicería. Quizá éste era el momento, con decenas de númidas entretenidos en la persecución del escuadrón de retaguardia que había huido y el resto de los cartagineses ocupados en su combate con el grueso de la caballería romana. Recordó además la orden que había recibido del propio cónsul: evitar que su hijo entrara en una acción donde su vida estuviera en claro peligro. Puede que fuera posible lanzarse e intentar ayudar al cónsul. Quizá si no tuviera la otra orden del cónsul, del propio cónsul ahora rodeado, eso sería lo que intentase él mismo, aunque en el empeño perdiera la vida y probablemente la de todos sus hombres.

El joven Publio se quedó mirando a Lelio. Esperando una explicación a la respuesta que había dado. Como el oficial no decía nada, Publio repitió su orden. Esta vez más despacio, pronunciando cada palabra, como si aquél no le hubiera entendido.

–He dicho que vamos a atacar. No he preguntado lo que piensas y no me interesa si crees que es posible o imposible lo que yo he ordenado. Te he dado una orden, una orden concreta. Prepara los hombres para el ataque. Me aseguraste que no tendría problemas de disciplina.

Lelio sintió aquellas últimas palabras como una daga en su vientre, tragó saliva y decidió cumplir la orden, pero aquélla recibida y oculta dada por el cónsul. Volvió a hablar.

–Eso es una locura total. La batalla está perdida y, aunque lo lamente mucho, el cónsul también está perdido.

Los soldados escuchaban el debate entre su experimentado oficial y el nuevo decurión, apenas un muchacho, al mando del regimiento. Todos compartían la visión de Cayo Lelio. Lo mejor era buscar la forma de replegarse. Sin embargo, volvieron a escuchar la voz de Publio Cornelio, de aquel joven muchacho de diecisiete años, decidida y firme en su orden. Esta vez les habló directamente a ellos, sin mirar ya a Lelio.

–¡Jinetes de Roma, os doy una orden como vuestro oficial superior! ¡Vamos a atacar bajo mi mando! Seguidme. Tenemos la obligación de defender a nuestro general en jefe. ¡No podemos permitir que un cónsul de Roma caiga en manos de los cartagineses!

Y sin más, sin esperar a ver la reacción de sus hombres, sin volver a mirar a Lelio, simplemente inspirando profundamente, desenfunda su espada, aprieta fuerte las riendas de su caballo y se lanza, solo, hacia la vorágine de la batalla, cabalgando directo hacia donde se encuentran su padre y sus hombres luchando entre la vida y la muerte en un círculo cada vez más pequeño.

Cayo Lelio desmonta de su caballo. Arroja su escudo al suelo con rabia. Maldice su suerte y la de sus hombres y a todos los dioses. Pone los brazos en jarras contemplando al decurión alejarse al galope. Siente las miradas de los jinetes a su espalda. Nadie se mueve, ninguno obedece las órdenes de aquel decurión enloquecido que cabalga hacia su muerte.

Cayo Lelio inhala aire con profundidad hasta llenar por completo sus pulmones del viento frío de aquel valle aquella mañana de noviembre del 218 a.C. Henchido de locura monta de nuevo sobre su caballo. Agita entonces las riendas con fuerza y grita al aire que respiran, a las montañas que los envuelven y a los enemigos que matan y mutilan a los romanos.

–¡Al ataque! ¡Por Roma, por el cónsul!

Los jinetes de la turma se miran entre sí y azuzan sus monturas con golpes de talón en el vientre de los animales y chasquidos de las riendas. Una enorme polvareda se levanta a su partida y tras ellos sólo queda el silencio.

El cónsul daba las órdenes con decisión. Era lo único que le quedaba: firmeza en el mando, pues la estrategia había quedado ya abandonada. Se trataba de sobrevivir.

–¡Mantened las líneas, nos replegaremos manteniendo la formación! ¡Manteneos unidos! ¡Juntos!

Los soldados romanos luchaban con gran energía, pero los cartagineses combatían con una fuerza inusitada. La visión del cónsul tan próximo a ellos los animaba. Todos querían participar en el apresamiento o en la muerte de un cónsul de Roma. El premio que recibirían de su general en jefe sería magnífico.

Los romanos habían intentado mantener dos líneas en el círculo defensivo que había en torno a la posición de Publio padre, para de esa forma ir turnándose en el combate, sustituyendo los de la segunda fila a los de la primera cuando éstos estaban extenuados o bien cuando eran heridos; pero muchos habían sido ya los que habían caído o los que habían sido gravemente heridos o yacían completamente exhaustos. Tantas habían sido las bajas que sólo quedaba una línea de defensores en torno al cónsul. Este no lo dudó ni un instante. Había llegado su turno y pensaba cumplir con su obligación de soldado igual que lo habían hecho y lo seguían haciendo sus hombres. Espada en mano se lanzó a cubrir la posición de uno de los soldados extenuados y empezó a combatir cuerpo a cuerpo. Los cartagineses, cada vez mayores en número, parecían multiplicarse por segundos.

El cónsul para un golpe con su espada. Se revuelve con rapidez y hiere de muerte al soldado cartaginés en el vientre. Otro soldado africano le sustituye. El cónsul vuelve a parar otro golpe con su escudo, y otro más de un nuevo soldado cartaginés que se ha unido en la lucha contra él. Publio, cónsul de Roma, retrocede un paso. Caen nuevos golpes que frena con un escudo abollado. Los golpes son cada vez más fuertes y se suceden con mayor velocidad. En una de las acometidas pierde el escudo, que queda en el suelo, perdido. El cónsul retrocede unos pasos. En circunstancias normales un grupo de sus soldados saldría a protegerle de forma inmediata, pero la batalla ya no se desarrolla en circunstancias de normalidad. Todos los lictores han fallecido en la contienda. Los pocos jinetes romanos que aún luchan junto al cónsul lo hacen ya por su propia supervivencia. Están rodeados por los cartagineses, más numerosos, más crecidos en su afán de victoria absoluta. Cada soldado romano está combatiendo por su propia existencia.

El cónsul se encuentra solo, con su espada, ante varios cartagineses que le acometen desde ambos flancos. Frena un nuevo golpe con la espada, se revuelve y hiere a uno de los enemigos en el hombro, pero no tiene tiempo y en ese momento, desde el lado contrario, una espada cartaginesa desgarra la piel de su pierna. El cónsul pierde el equilibrio primero; luego llega el dolor. La sangre brota por el muslo. Intenta incorporarse, pero la pierna derecha se niega a darle el impulso que necesita para levantarse. Cae otro golpe poderoso que detiene nuevamente con la espada. Intenta alzarse de nuevo, pero es imposible. La pierna derecha no responde y el dolor se acrecienta. En el sufrimiento siente el sudor que le cae por la frente. Ésta será su última batalla. Con un esfuerzo ímprobo se alza de nuevo, quemando así todas las reservas de su espíritu. Si ha de morir que sea de pie, luchando junto a sus hombres en el campo de batalla. Recuerda a su mujer y a sus hijos. Tarde para corregir cosas, tarde para decirles palabras que debería haber dicho. Los cartagineses se abalanzan sobre él. Es el fin del cónsul de Roma. Publio Cornelio Escipión cae de rodillas; un soldado cartaginés se aproxima a él para asestar el golpe de gracia. La espada enemiga desciende poderosa, orgullosa sobre el cuello del general romano pero cuando está a punto de alcanzar su objetivo otra espada se interpone en su ruta mortal. El joven Publio acaba de llegar. Ha cabalgado al galope sin mirar hacia atrás hasta llegar junto a su general en jefe, junto al cónsul de Roma, junto a su padre. El joven soldado, con la furia y la fortaleza que otorga la juventud y su natural inconsciencia, se interpone entre su padre herido y los soldados cartagineses ávidos por abatir al cónsul y así conseguir las recompensas prometidas por Aníbal; pero en su lucha, dos de los cartagineses caen rápidamente a manos del joven oficial romano recién llegado. El joven Publio combate con la destreza adquirida en sus años de adiestramiento en Roma y con una extraña frialdad que sorprende a su mismísimo padre. El cónsul abatido, aún de rodillas, observa al oficial que le ha salvado la vida, por el momento, y enseguida reconoce la silueta de su hijo combatiendo. En un instante sus sentimientos se confunden. En un primer instante la felicidad lo embarga por ver su vida salvada y, más aún, porque un cónsul de Roma sea salvado nada menos que por su propio hijo; admira y se deleita en el valor de su primogénito, pero inmediatamente se percata de que la situación no puede ser más triste. Ese día no será el día de su propia muerte, sino también el día en el que vea morir a su hijo con él. La situación de la batalla no ha cambiado. No entiende bien cómo ha llegado hasta allí su hijo solo y sin refuerzos, pero todo apunta a una locura propia del joven espíritu de su vastago. El cónsul intenta levantarse, pero las piernas no le sostienen; intenta dar órdenes, pero la voz no le responde. Ha perdido mucha sangre en el esfuerzo anterior para alzarse y luchar de pie. Sin embargo, más allá de toda esperanza y de toda lógica, cuando el ánimo y la fe en los dioses se han desvanecido, de pronto, decenas de jinetes romanos irrumpen en la batalla. Son tropas de caballería romana de refresco que llegan con renovadas energías a la contienda. Acometen a los cartagineses con un vigor sorprendente que enseguida termina con varios de los enemigos más próximos a alcanzar al cónsul y a su hijo. Acto seguido el oficial que los dirige pone un caballo junto al cónsul. Dos jinetes desmontan y ayudan al general a subir a la montura. Entretanto ya son un centenar de jinetes romanos los que se han abierto camino y hacen que los cartagineses se retiren. Y siguen llegando más jinetes romanos que aseguran la posición. Los cartagineses intentan montar de nuevo sobre sus cabalíos, pero muchos de éstos han desaparecido en el fragor de la batalla. Así, a pie, los cartagineses se retiran.

Cayo Lelio ha dirigido el destacamento del joven Publio hasta donde se le había ordenado por parte de su oficial al mando. Y al lanzarse él con el destacamento contra los cartagineses, las otras turmae romanas que estaban a punto de emprender la huida se unieron a la carga y de esa forma habían juntado unos doscientos cincuenta jinetes que ahora mantenían a raya a los cartagineses. No obstante, la situación era de inferioridad en el conjunto de la batalla y no podían dilatarse en aquella lucha que los cartagineses dominarían en cuanto se recompusieran de la sorpresa inicial ante la llegada de estos refuerzos romanos ya inesperados.

–¡Hay que replegarse a toda prisa! ¡Montad en los caballos y retiraos! – gritó el joven Publio.

En esta ocasión nadie discutió su orden. Los romanos buscaron monturas, igual que lo hacían los cartagineses, y se subieron a ellas, con la diferencia de que los que no encontraban caballo subían junto con otro jinete en el mismo caballo y retrocedían juntos. El cónsul se mantenía sobre el animal que le habían proporcionado, escoltado por cuatro jinetes que Lelio había asignado para su protección. En el repliegue Lelio y el joven Publio cruzaron sus miradas. El joven oficial no ocultó su mezcla de sentimientos: desprecio ante las dudas iniciales de Lelio y su negativa a seguir las órdenes de un superior y alegría indescriptible de que al fin, fuera como fuera, allí hubiera llegado Lelio con los hombres necesarios para hacer posible la retirada suya y, más importante aún, la de su padre, la del cónsul. El general en jefe de las tropas romanas, al menos este cónsul, no caería en manos de Aníbal. No hubo tiempo para palabras. En unos segundos todos cabalgaban al galope en dirección al río Tesino.

Los cartagineses se reagrupaban con rapidez. Aníbal descendía desde la colina en la que había observado toda la acción y en unos minutos llegó junto a sus tropas. Se puso al frente y cabalgaron decididos tras los romanos, todos bajo su mando, seguros de su victoria cercana, encendidos por la sangre romana que habían derramado por doquier.

Aníbal pensaba, absorto, abrumado por los recuerdos. La entrada de aquel joven oficial romano para ayudar in extremis al cónsul ya abatido y rodeado le había traído a su memoria otra batalla, muy lejana ya en el tiempo, que se había esforzado en distanciar de su mente, que había intentado enterrar con infinidad de nuevas contiendas y lances para al fin poder olvidarse por completo de la misma. Y, sin embargo, aquel joven oficial romano había devuelto toda la viveza a sus recuerdos. De pronto, aquel atardecer junto al Tajo había regresado a su cabeza como empujado por el mismísimo Baal. Veía la figura de su padre Amílcar luchando entre espadas y escudos enemigos, con decenas de iberos golpeando sobre él, sobre su casco, contra su espada y escudo, luego agrietándole la coraza con afiladas puntas, y veía ahora la sangre de su padre ya tendido en el suelo, junto a aquel maldito arroyo que moría en el Tajo, cortando con su líquido transparente y en silencio la respiración de su padre, mientras que él, distraído por los enemigos, se afanaba en defender el cuerpo de su padre caído de los golpes mortales que cada guerrero ibero pugnaba por asestar sobre el general cartaginés abatido. Aníbal bajó la mirada. La cabeza parecía explotarle hasta el punto de que se llevó una de sus manos a las sienes y se quitó el casco. El aire frío de noviembre pareció devolverle un poco la compostura y trasladar algo de sosiego a su espíritu desolado. ¿Cómo algo tan lejano de pronto podía reavivarse hasta mortificar el corazón con tan extrema crueldad?

Maharbal se aproximó a su superior.

–¿Os encontráis bien, mi general?

Aníbal asintió y lentamente volvió a ponerse el casco. Sacudió las riendas y todos aceleraron el paso de sus caballos hasta avanzar al trote, evitando numerosos cadáveres de romanos repartidos por el valle. Algunos buitres comenzaban a trazar grandes círculos, aún lejanos, en lo alto de un cielo lánguido.

–¿Quién sería ese oficial? – preguntó Maharbal, entre hablando para sí mismo y dirigiéndose a su general. Realmente no esperaba recibir respuesta, pero Aníbal, con voz clara, transmitió la conclusión a la que sus recuerdos le habían conducido, pues entre el dolor y el sufrimiento de la memoria, había tenido ya fuerzas para deducir quién podía luchar de aquella forma por salvar la vida del cónsul.

–Aquél, sin duda, era su hijo, Maharbal. Era el hijo del cónsul. Sólo un hijo, para salvar a un padre, combate con esa esperanza en una posición perdida. Yo lo intenté, pero el agua de un arroyo me privó de la compañía de mi padre y a Cartago de su mejor general. Este joven ha tenido a sus dioses más atentos y su valor, porque hay que reconocerlo, ha sido valiente, se ha visto recompensado. Pero la mañana no ha terminado. No hemos terminado. Todavía estamos en combate. Adelante. – Y dirigiéndose a todos volviendo su rostro a sus jinetes-: ¡Al galope, a por ellos, que no crucen el río! ¡Hacia el río!