66 Maharbal y Aníbal

Apulia, agosto del 216 a.C.

En la llanura a los pies de la fortaleza de Cannae, una unidad de jinetes africanos escoltaba a diez presos romanos que eran obligados a marchar veloces a pie para mantener el paso con el trote de los caballos. Un oficial alto, moreno, con barba poblada, encabezaba la comitiva. Era Cartalón, un noble cartaginés a quien Aníbal había puesto al mando de aquel destacamento que partía de Cannae con dirección a Roma.

Maharbal contemplaba la escena perplejo. Ésos eran todos los soldados cartagineses que su general en jefe ordenaba avanzar hacia la ciudad contra la que llevaban dos años en guerra, la misma ciudad que los había humillado en la anterior guerra y la misma ciudad que había visto desaparecer todo su ejército bajo el poder de la caballería y la infantería cartaginesas. Aníbal se limitaba a enviar a Roma una pequeña unidad para negociar el cobro del rescate de los miles de presos romanos que habían hecho aquellos días, especialmente los que se entregaron en el campamento romano al norte del río. Y no habían pasado ni unos minutos desde que Aníbal había ordenado a todos los oficiales que preparasen una larga marcha hacia el sur de Italia. Hacia el sur, no hacia el norte, hacia Roma. Aquello era absurdo. Maharbal era el primer sorprendido por su reacción, pero se vio a sí mismo replicando, por primera vez en su vida, a su general en jefe.

–Eso es un sinsentido, mi general -la voz disonante de Maharbal, prácticamente interrumpiendo las órdenes de Aníbal, dio paso al silencio en medio de la reunión de los oficiales en la tienda del general de los ejércitos de Cartago en la península itálica-; lo siento, pero debo decirlo. Es lo que piensan muchos soldados y muchos de los aquí presentes: ¿para qué hemos aniquilado el ejército de Roma? ¿Para ir ahora hacia el sur? No tiene sentido. ¿De qué vale ganar una gran batalla si luego no se aprovecha la victoria hasta sus últimas consecuencias? Hay que ir a Roma.

En el denso silencio, Aníbal optó por sentarse en la gran silla, cubierta de pieles de oveja, que los soldados habían dispuesto junto a la mesa de los mapas. Magón fue a decir algo para replicar a la rebeldía de Maharbal, pero Aníbal levantó despacio su mano y su hermano guardó silencio. Aníbal prefirió dejar que el silencio perviviera durante largos segundos. Se limitó a observar a Maharbal con atención. Éste al fin empezó a sentir un sudor frío por su amplia frente y cómo varias gotas de líquido salado se deslizaban por la piel de su rostro. Seguía haciendo calor en aquel tórrido estío itálico, pero su cuerpo estaba habituado a calores más inclementes en Numidia; aquel sudor tenía un origen no térmico. Maharbal mantuvo la mirada de su general durante vanos de aquellos eternos segundos pero, al fin, bajó sus ojos sin añadir mas. Ya había dicho bastante. Para muchos demasiado. La cuestión era, en cualquier caso, saber si para Aníbal también aquéllas habían sido demasiadas palabras o no. Nadie nunca antes había osado contradecir al general y, por muy peculiar que pudiera parecer la estrategia de alejarse ahora de Roma, era difícil oponerse a quien no había hecho sino acumular victoria tras victoria, incluso allí donde todo parecía estar en contra. Por eso nadie más se había atrevido a transformar en palabras sus dudas ante aquella nueva y sorprendente estrategia de su líder.

–Mis órdenes son -dijo Aníbal cuando consideró oportuno quebrar la tensión que crecía por momentos en espera de su respuesta- prepararnos para ir al sur. Quiero un puerto de mar en el sur y eso vamos a conseguir. Y que parta alguien de confianza, Cartalón estaría bien, es un buen oficial, con un grupo de prisioneros romanos para negociar su libertad. Lo que pague Roma nos vendrá bien para costear la campaña contra ellos mismos. Será divertido verlos buscar dinero para liberar a sus familiares para que con ese mismo dinero sigamos hostigándolos hasta su rendición incondicional -aquí el cartaginés se detuvo y soltó una sonora carcajada que arrancó más risas entre el resto de los generales, excepto en Maharbal; luego Aníbal prosiguió retomando su expresión seria y serena-. Creo que está todo dicho y que todos tenéis cosas que hacer para preparar la marcha al sur. Dejad que los hombres disfruten un par de días de esta victoria, que coman y beban bien y luego hacia el sur. Podéis retiraros todos… todos menos… Maharbal.

Magón, seguido de Himilcón, fue el primero en salir. Tras ellos el resto de los oficiales corrió con prisas hacia el exterior de la tienda. Nadie tenía interés en quedarse allí, con Maharbal y la más que segura furia de su gran general. Algunos miraron al jefe de la caballería cartaginesa como quien mira a un muerto.

Maharbal permaneció en la tienda, esperando la bronca y la reprimenda, cuando menos, de su líder, temiendo incluso por su vida, pero seguía sin entender cómo aquel general de generales al que en el fondo tanto admiraba, se obstinaba, porque sí, ésa era la palabra, se obstinaba en no aprovechar la ocasión para marchar al fin sobre Roma, sobre una Roma herida de muerte. Maharbal esperó gritos o, directamente, el filo de la espada de su jefe. Se puso frente a Aníbal y aguardó lo que tuviera que venir.

Aníbal se levanta despacio y desenvaina su espada. Maharbal observa aterrado el movimiento y responde de la misma forma, sacando con suavidad, pero con firmeza, su propia espada africana. En el exterior de la tienda los guardias escuchan el filo de las armas al deslizarse por sus vainas de plata y bronce. Varios oficiales se acercan a la tienda. Los centinelas de Aníbal dudan en entrar para proteger a su líder, pero éste les ha ordenado a todos, menos a Maharbal, que salgan de la tienda. En el interior, Maharbal empuña en alto su arma. Aníbal sostiene la suya con fuerza, pero aún si alzarla. Están a tres pasos de distancia. Maharbal entonces arroja desde lo alto su espada, dejándola caer sobre el suelo, a sus pies.

–Nunca lucharé contra ti -dijo Maharbal con sorprendente serenidad-; si crees que merezco la muerte por decir lo que pienso, que así sea y que los dioses bendigan tu acción. No entiendo tus órdenes y así lo he manifestado, pero nunca lucharé contra ti. Sólo sé luchar a tu favor y así lo haré hasta el final de mis días, incluso si ese final lo dictaminas tú ahora. No veo mejor forma de morir ni mejor verdugo.

Aníbal suspiró largo tiempo, envainó su espada y volvió a sentarse.

–Coge tu espada Maharbal; un soldado sin arma no me sirve.

El general de la caballería se agachó y recogió su espada del suelo. La insertó en su sitio, junto a su cintura y volvió a ponerse firme ante su líder.

–Maharbal, ¿tenemos catapultas?

El interpelado abrió los ojos. No entendía aquella pregunta.

–No, mi señor, no tenemos.

–Bien. Maharbal, ¿tenemos escorpiones}

–No, mi señor, no tenemos.

–Maharbal, ¿tenemos una torre de asedio? – continuó preguntando Aníbal.

–No -respondió Maharbal que empezaba a entender el sentido de aquellas cuestiones-; no, es cierto, pero podemos construir ese material de guerra.

–¿Podemos construir ese material? – Aníbal sonrió casi con ternura-. ¿Y cuánto, si puede saberse, tardaremos en construir todas esas máquinas? ¿Una semana, un mes? ¿Varios meses, quizá? ¿Y cuántas catapultas, escorpiones y torres de asedio se necesitan para que caiga la ciudad de Roma a la que tú te empeñas en empujarnos? En Sagunto no conseguimos nada hasta que construimos y llevamos hasta la muralla la torre de asedio y utilizamos decenas de catapultas y escorpiones que ya teníamos hechos y que trajimos desde Qart Hadasht, y ¿contra que fuerzas combatimos?, apenas unos centenares de soldados y unos pocos miles de ciudadanos sin experiencia, valerosos sí, hasta el fin, pero sin experiencia. ¿Sabes tú lo que nos vamos a encontrar en Roma? En Roma tienen dos legiones dispuestas que ni siquiera han salido de la ciudad, diez mil hombres armados esperándonos; luego están las milicias, triunviros los llaman allí, cuyo número desconozco, y luego los miles de ciudadanos que armarán sin duda para la defensa, defensa que tendrán todo el tiempo del mundo en preparar cuando averigüen, porque lo harán, no lo dudes, que estamos preparando armamento de asedio; ¿cuánto crees que tardarán en reclamar sus tropas desplazadas en Sicilia, Cerdeña o Hispania, por mencionarte algunos sitios? Antes de que ese asedio empiece, habrán congregado todos los aliados que les quedan en Italia; unos no responderán, eso es cierto, a su llamada por temor a nuestro ejército, pero otros sí. Muchos pueblos itálicos aún les son fieles porque Roma lleva ejerciendo su poder sobre ellos durante decenas de años y nosotros sólo estamos aquí unos meses. No, Maharbal, no. Tardamos ocho meses en abatir Sagunto, peor pertrechada para su defensa y desasistida por todos y nosotros disponiendo de todo el armamento de asedio necesario. Aquí no luchamos contra una pequeña ciudad abandonada por sus amigos y sin recursos a los que acudir en una situación de emergencia, además de que no poseemos el armamento necesario. Nuestro ejército tiene su mejor baza en el movimiento, en el despliegue de fuerzas veloz, golpeando en diferentes lugares con fuerza mortal. Roma es aún sólida en sus bases, aunque hayamos cortado varios de sus tentáculos con el norte y con Hispania. Ahora toca el sur. Y, por encima de todo, ¿tú crees que yo he empezado esta guerra para conquistar una ciudad, no importa lo importante que sea esa ciudad? Si es eso lo que piensas, entonces es que me crees alguien demasiado pequeño. Cuando entiendas de qué estamos hablando, de qué trata esta guerra, serás tú quien dé las órdenes. Mientras tanto, limítate a obedecer y nunca, ¿me oyes bien?, nunca jamás vuelvas a contradecirme en público o será lo último que hagas en esta vida. Ahora sal y nunca más vuelvas a pedirme explicaciones ante otros oficiales. Tu lealtad te ha salvado esta vez, pero no lo hará en una próxima ocasión. Que mis palabras penetren en tu mente y que los dioses preserven tu vida y te hagan entender lo que te he explicado hoy, algo que hasta la fecha sólo había compartido con mis hermanos. Sal ya.

Maharbal dio media vuelta y salió de la tienda. Fuera, decenas de oficiales, Himilcón y Magón esperaban el desenlace de aquella entrevista. Junto con la frescura del aire, el jefe de la caballería sintió la intensidad de las miradas de todos clavadas en su persona.

–Vamos hacia el sur -respondió Maharbal a las preguntas silenciosas de los que le rodeaban. Avanzó rápido entre el corro de oficiales que se hacían a un lado abriendo un estrecho pasillo por el que caminó hasta alejarse de la tienda de Aníbal y los que allí estaban y descender colina abajo hacia donde sus hombres, nerviosos por los rumores que corrían por el campamento, le esperaban.

Magón entró en la tienda de su hermano mayor.

–Creo que ha entendido -respondió Aníbal-; he compartido con él parte de las razones. Es leal y valiente. Su fidelidad a las órdenes servirá de ejemplo a los demás. Ahora debemos proseguir con el plan. Hermano, debes marchar lo antes posible hacia las ciudades Brutias, en el extremo sur de la península. Varias se pasarán a nosotros con tu sola presencia. No dudes en anunciarte a esos pueblos como mi hermano, como el enviado de Aníbal al sur de Italia. Luego, la parte más importante y compleja de la misión: tendrás que cruzar el mar hasta Cartago y, una vez allí, presentarte ante el Senado y el Consejo de Ancianos y solicitar refuerzos. Llévate los anillos de todos los patricios y senadores romanos muertos en Trebia, Trasimeno y Cannae. Eso allanará un poco el camino, aunque ya sabéis que Hanón y los suyos se opondrán en el Senado. Siempre se han opuesto a nuestra familia, a nuestros planes y, en especial, a esta guerra.

–Cuenta conmigo para persuadir al Senado -respondió Magón con decisión-. Regresaré a Italia con más tropas sea como sea, aunque me vaya la vida en ello. Y Asdrúbal también lo hará. Juntos, los tres hermanos, terminaremos con el poder de Roma.

Aníbal miró a su hermano con sentido aprecio.

–No lo dudo, hermano, no lo dudo. Baal es testigo de tu determinación y sé que tu corazón está con nuestra familia. Nuestro padre hoy se sentiría orgulloso de nosotros. Estamos cerca, pero no hemos terminado; hemos de continuar y no desfallecer.

–¿Y tú qué harás, hermano? – preguntó Magón.

Aníbal no era tan intolerante con las interpelaciones de sus hermanos, los seres en los que más confiaba, a los que más amaba en la tierra, los únicos con los que compartía sus objetivos, sus anhelos y, en alguna contada ocasión, sus dudas. Se dirigió al plano y señaló un punto al sur de Roma.

–Aquí, a Ñapóles. Ése será nuestro puerto o… Bien, si eso no resultase, tengo pensadas otras opciones. Tengo informes interesantes de la situación compleja en la que se encuentran varios de los grandes puertos del sur. En sus senados hay división. El temor a Roma es grande, pero el temor ante nuestro avance crece. Cada gobierno empieza a dudar sobre con quién establecer su fidelidad. Me aprovecharé de esas divisiones. Tú ocúpate de conseguir los refuerzos, que yo conseguiré un puerto donde desembarcarlos. En que cada uno consiga el objetivo aquí marcado reside la victoria. Y ahora, bebamos por ella, que creo que nos lo hemos merecido.

Aníbal dio un par de palmadas y dos esclavas entraron veloces como gacelas.

–Traed vino y volved acompañadas de más esclavas. Ya sabéis lo que quiero -y volviéndose hacia Magón-, es hora de que nos relajemos un poco y disfrutemos ahora que los dioses parecen bendecir nuestros movimientos en Italia.

Los centinelas escucharon a los hermanos riendo y voces de mujeres jóvenes suaves que luego se tornaban en gemidos. Mirando hacia el valle, los guardias veían un inmenso ejército celebrando la mayor victoria nunca vista sobre las legiones de Roma. Habrían de pasar siglos antes de que alguien fuera testigo de algo similar.

67 El día más triste

Roma, final del verano del 216 a.C.

El joven Publio llegó a Roma con los supervivientes de Cannae que se refugiaron en Canusio. Hasta allí fue enviado por el Senado el general Marcelo para hacerse cargo de aquellas tropas y traerlas de regreso a la ciudad en donde se juzgaría la validez o cobardía de aquellos supervivientes al desastre. Una vez en Roma, y a la espera de dicho juicio, tras saludar a su madre y su hermano en su propia casa, apenas unos minutos, sin ni siquiera ponerse una toga limpia, el joven Publio se dirigió hasta allí donde sabía que debía conducirle el deber: hasta la casa de Emilio Paulo. Una vez alcanzó la entrada a la gran hacienda del cónsul caído, observó que aún no se veían señales externas de duelo. Las noticias recibidas por la familia todavía habrían sido confusas y esperarían que alguien de confianza confirmase los horribles presagios sobre la vida o muerte del pater familias de la casa. Los guardias le dejaron pasar sin problemas y sin preguntarle por su nombre. Una vez alcanzó la puerta de la gran casa llamó golpeando con la palma de su mano dos veces.

El atriense abrió la puerta y de inmediato reconoció al joven que con frecuencia recibía el favor de su amo. El esclavo abrió la puerta de par en par y lo invitó al vestíbulo.

–Esperad un momento, os lo ruego, mientras anuncio vuestra visita.

Publio asintió y aguardó hasta que el atriense regresó y le invitó a pasar al atrio. Una vez en él, Publio vio a los familiares de Emilio Paulo en torno a su hija. Emilia, pálida, aterrada, le miró nada más entrar. Publio sintió que aquél y no otro era y sería para siempre el peor momento de su vida, que nunca jamás iba a sufrir lo que ahora tenía que padecer. Estaba equivocado, pero en aquel momento así lo sintió en su corazón. Emilia, abrazada por su hermano Lucio Emilio, se deshizo del cobijo que éste le ofrecía, movido por el afecto y la compasión, y avanzó hasta estar frente a Publio.

–Dime que no es verdad -dijo Emilia entre ojos llorosos, casi gritando-. Dime que no es cierto, dime que mi padre vive, que se ha salvado y que pronto se reunirá con nosotros. Sé que vive.

Emilia pronunció aquellas últimas palabras pese a que todo le hacía presentir lo contrario. En su mente entre niña y mujer aún quedaba espacio para creer en que una mentira dicha en voz alta podía terminar transformándose en verdad dulce.

Publio permaneció callado y engulló dolor en estado puro. Nadie de los presentes culpaba a aquel joven tribuno de Roma que, con heridas en sus brazos, golpes marcados en el rostro, con su uniforme cubierto de polvo y sangre seca que sus esclavos no habían conseguido aún terminar de limpiar bien de sus ropas, se mantenía inmóvil ante la hija de Emilio Paulo.

–¡Por todos los dioses! – vociferó Emilia- ¡Dime algo! ¡Soy la hija de Emilio Paulo, cónsul de Roma y exijo saber qué ha sido de mi padre!

–Tu padre ha muerto en combate, de forma noble, honrosa, entre sus hombres… -Pero Emilia no le escuchaba ya; sacudía su cabeza de lado a lado con furia, se tiraba de los pelos, negaba y maldecía.

–¡No, no, no! ¡No es cierto! ¡Mientes, todos mentís! ¡No es posible!

Publio intentó seguir con sus explicaciones.

–El cónsul combatió con infinito valor sin temor de su vida, junto a sus hombres hasta el final, se preocupó por salvar el máximo de soldados… ¡Emilia, parte de esta sangre es su sangre!

Emilia se tapó los oídos y cerró los ojos. No quería ni ver ni escuchar más. Estaba roja de ira, de rabia, de pena. Su padre tenía que volver y estar junto a ella como siempre había sido, como siempre había hecho después de tantas batallas. No podía ser aquello. ¿Por qué le mentían y por qué de entre todos aquellos hombres y mujeres tenía que ser Publio el que dijera las mentiras más horribles?

–¿Por qué me hieres de esta forma, Publio, tú de entre todos los hombres, por qué me hieres así, por qué? ¡Mientes, miserable! ¡Mientes, traidor! – Y se lanzó sobre él y empezó a lanzar puñetazos con todas las fuerzas que eran capaces de reunir sus diecisiete años. Lucio Emilio y varios familiares se adelantaron para refrenar el injusto ataque de Emilia, pero Publio levantó sus manos con la palma extendida y todos se quedaron quietos. Emilia se arrojó con toda la violencia que su pequeño cuerpo fue capaz de reunir contra el joven tribuno y le golpeó en la cara malherida, en los brazos con cortes recién cicatrizados, en el vientre, en cualquier parte donde sus pequeños brazos alcanzasen. Su juventud y su ira se tradujeron en una sorprendente fortaleza que abrió varios de los cortes en la piel de Publio que no profirió ningún grito, que no se movió un ápice, que no permitió que nadie tocase a Emilia durante el largo minuto que permaneció golpeándole y gritándole, acusándole y haciendo que varias de sus más recientes heridas volvieran a manar manchando de sangre la toga del tribuno, el pelo de la propia Emilia, el suelo del atrio de la casa de Emilio Paulo. Así hasta que la hija del cónsul fallecido cayó vencida por los nervios y el dolor, y quedó arrodillada frente a Publio. El joven tribuno se agachó, pasó dulcemente sus dedos por las mejillas sonrosadas de su prometida y, herido, ensangrentado, la cogió en brazos y cruzando entre sus parientes que se dividieron en dos grupos para dejarle pasar, siguiendo al atriense, condujo a Emilia hasta su habitación y allí, sobre un lecho de sábanas blancas, la dejó, desmayada, pero respirando, sometida a un sueño profundo que, al menos por unos momentos, la alejaba de su dolor y su ira.

Publio permaneció unos minutos junto al lecho hasta asegurarse de que todo estaba bien. Una esclava, junto al atriense, se dirigió en voz baja al joven tribuno.

–La cuidaremos bien, señor, la cuidaremos bien.

Publio asintió, se levantó y salió de la habitación para regresar al atrio. Allí se reencontró de nuevo con todos los familiares de Emilio Paulo. Publio no pidió agua para lavar sus heridas ni algo para comer ni un asiento donde sentarse. Se dirigió a todos con voz apesadumbrada, mirando a Lucio Emilio.

–Lo siento. Hice lo que estuvo en mi mano para poder salvar al cónsul. Le quería como a mi propio padre.

Lucio Emilio se adelantó al resto para responder al joven tribuno.

–Lo sabemos; estamos seguros de ello. Nadie os echa nada en cara. Ha sido una derrota para todos y la pérdida del cónsul Emilio Paulo, mi padre, es… es desoladora para todos. De todas formas, por nuestra parte el compromiso entre Emilia y vos permanece vigente para nuestra familia.

–Gracias -respondió Publio-, aunque habremos de esperar el juicio del Senado a todos los que hemos participado en esta terrible derrota.

–Esperaremos, pero nuestra familia estará con la vuestra diga lo que diga el Senado y todos sabemos de vuestro heroísmo en el campo de batalla y después para evitar la deserción del resto de los tribunos. Roma os debe mucho. Emilia es vuestra para cuando deseéis honrar vuestra palabra.

–Gracias otra vez -volvió a decir el joven Publio-; prometí a su padre que la cuidaría siempre y pienso hacerlo, contando con vosotros, aunque… aunque también tendremos que ver lo que piensa Emilia…

–Emilia -le interrumpió el joven Lucio Emilio- está confusa y destrozada. No hagáis caso a sus palabras. Ya le habíamos comentado varios de nosotros el fallecimiento de nuestro padre, pero no, no nos ha querido creer a nadie y así ha seguido hasta que lo ha escuchado de vuestros labios. ¿Qué más prueba queréis de su amor hacia vos? Son vuestras palabras a las que otorga credibilidad incluso por encima de las de los de su propia familia. Juzgadla por sus actos hacia vos y no por sus palabras y su incontrolada ira en este terrible momento de dolor. ¡Y por Hércules, que alguien traiga agua para lavar las heridas de este tribuno de Roma!

Al momento el atriense, previsor, que ya lo había preparado todo, se acercó junto con otra esclava, con agua y vendas. Publio fue atendido en medio del denso silencio de aquella casa preñada de tristeza por la ausencia definitiva del pater familias, muerto en el campo de batalla como cónsul de la ciudad, defendiendo, luchando por Roma.

68 El juicio a los derrotados

Roma, final del verano del 216 a.C.

Era día de audiencia y toma de decisiones en el Senado de Roma. Presidía Marco Junio Pera, nombrado dictador por unos días para coordinar las decisiones que debían tomarse en aquellos graves momentos. La situación era límite y se había recurrido de nuevo a la figura del dictador, y de un nuevo jefe de la caballería, es decir, de lo que de ésta quedaba después de Cannae. Este segundo cargo recayó en T. Sempronio Graco. El dictador, respaldado por el Senado, tomó decisiones que rayaban la desesperación: se alistaron dos nuevas legiones y turmae de caballería hasta reunir mil jinetes recurriendo a todos los adultos mayores de diecisiete años, pero, aun así, no eran éstos suficientes recursos con los que afrontar el peligro que se cernía sobre la ciudad. Los nuevos generales de Roma manifestaron al Senado que se necesitaban más hombres si se quería hacer frente al ejército cartaginés. Se recurrió a lo impensable tan sólo unos meses antes: se armaron ocho mil esclavos, resarciendo a sus propietarios con dinero del Estado y, más allá, para muchos, de todo límite de lo razonable, se propuso que seis mil convictos, reos de muerte, fueran liberados a condición de que sirvieran en el ejército; se les daba la posibilidad de redimirse en el campo de batalla, salvando a la patria, a la misma ciudad que los había apresado y condenado a morir. Se aceptó la propuesta. Sin embargo, al tiempo que se buscaban más recursos extraordinarios mediante los que sobreponerse a la tremenda catástrofe de Cannae, llegaban noticias del abandono de la fidelidad a Roma de multitud de diferentes tribus y regiones. Los hirpinos, los samnitas, los brucios y metapontinos, la mayoría de los griegos de la costa y hasta Argiripa se pasaban al bando cartaginés. Roma sólo dominaba la Italia central: el Lacio, la Umbría y Etruria. En el resto sólo les quedaban pequeños reductos de dudosa lealtad en la península itálica y las fuerzas desplazadas para mantener el control sobre las colonias de Sicilia y Cerdeña, además de las tropas leales y firmes desplazadas a Hispania bajo el gobierno de los procónsules Cneo y Publio Escipión. Así estaban las cosas cuando los tribunos y oficiales que habían sobrevivido a Cannae y regresado a Roma fueron conducidos al Senado para ser juzgados.

De esta forma Quinto Fabio, hijo de Quinto Fabio Máximo, Lucio Publicio Bíbulo, Apio Claudio Pulcro, Lucio Cecilio Mételo, Publio Sempronio Tuditano, Cayo Lelio y Publio Cornelio Escipión, hijo del procónsul de Hispania, entraron en el Senado para afrontar el dictamen del Senado con relación a su conducta en la batalla. En este caso Fabio Máximo guardó silencio, por encontrarse su hijo entre los juzgados, pero, sin duda, el hecho influyó notablemente en la sentencia final a los tribunos de la misma forma que la presencia del hijo de Fabio Máximo influyó también en que en esta ocasión no se recurriese a él como dictador, para evitar que fuera él el que tuviera que presidir un juicio en el que se juzgaría a su propio hijo. Nadie quería enfrentarse con quien de alguna forma había mostrado el mejor de los autocontroles en los momentos en que a Roma llegaron las peores noticias posibles sobre el funesto desenlace de la batalla, pero tampoco querían tenerlo como dictador si también se debía decidir sobre su propio hijo, además del resto de los tribunos supervivientes a Cannae. Al fin, se valoró positivamente el hecho de que los tribunos, con sus acciones en la batalla y con su repliegue posterior hacia Canusio, hubieran conseguido salvar el equivalente a dos legiones, aunque fuera a base de retales de diferentes unidades desperdigadas durante la contienda. Por ello, se les preservó de la condena que el Senado tenía reservada para el resto de los componentes de todas y cada una de aquellas unidades. No se felicitó a los tribunos, pero tampoco se les dio condena alguna y se dictaminó que el tiempo y el respaldo o no de los dioses a cada uno de aquellos tribunos en futuras y muy próximas contiendas con el enemigo cartaginés decidiría por ellos. No se quiso hacer diferencias entre unos y otros, y se evitó así entrar en las escabrosas propuestas de deserción de Mételo, para de esa forma evitar asi también dar paso a que se hablara de la firmeza y dignidad de la defensa que el joven Publio Cornelio Escipión hizo de los valores de Roma, algo que Fabio Máximo se esforzaba por mantener en mero rumor sin que llegara a rango de reconocimiento oficial. No obstante, sí se alabó la decisión de Sempronio Tuditano de unirse en la noche a los supervivientes del campamento sur para, juntos, ir hacia Canusio, aunque esto le llevó a enfrentarse con los que se quedaron en el campamento norte, que luego serían apresados por las tropas de Aníbal. En aquellas moduladas intervenciones, tanto Publio como Lelio coincidieron en ver la mano oculta de Fabio Máximo pese a su silencio aparente, pero no era aquél momento de disputas sobre viejos rencores cuando Roma estaba luchando por su propia subsistencia. Ambos callaron y acataron los dictámenes del Senado sin reclamar entrar en pormenores ni en que se reconociera la heroica intervención de Publio frente a Mételo para evitar la deserción en masa entre los supervivientes al desastre. Al fin, los tribunos, cabizbajos pero suspirando con gran alivio en sus corazones, salieron del edificio.

El día, no obstante, era largo y aún restaban dos complejas decisiones que tomar: qué hacer, no ya con los tribunos, a los que habían exonerado de culpa, sino de qué forma tratar a los legionarios supervivientes a Cannae y si pagar o no el rescate por los prisioneros que estaban ahora en manos de los cartagineses. Dos decisiones difíciles en las que el Senado dudaba entre obrar con mesura y tiento o bien actuar de forma enérgica y sin lugar a enmienda. Fue en este debate, salvada ya la difícil posición de su hijo, cuando Quinto Fabio Máximo se alzó de nuevo y se hizo escuchar por todos los senadores de Roma.

–Como veis, hoy he permanecido en silencio largo tiempo -comenzó el viejo senador-; además, cuando las decisiones que se han tomado han sido todas ellas sabias y tomadas con firmeza no había lugar para mis comentarios, pero veo que ahora el Senado duda. El Senado ahora no sabe bien qué hacer con los que han sido derrotados, con los que han traído a Roma la mayor de las humillaciones. Y me sorprendo. ¿Cómo dudar ante quien ha traído la vergüenza sobre nuestra ciudad? ¿Es que acaso vamos a premiar con agasajos a los que se han dejado vencer doblando en número al enemigo? ¿Es así como hemos de animar a los nuevos soldados que estamos alistando en las legiones? «No pasa nada; luchad si queréis, si os place, pero si tenéis miedo, si el temor os vence, no dudéis, escapad, marchad y refugiaos, que Roma luego os premiará por vuestra cobardía.» ¿Es eso lo que deseáis que se difunda desde aquí hoy? ¿Y esperáis luego que los nuevos legionarios defiendan la ciudad, especialmente aquellos que son esclavos o reos de muerte? ¿Qué disciplina vamos a encontrar en esos hombres con un gobierno que perdona a los débiles y cobardes en el campo de batalla?

Fabio Máximo guardó silencio. Nadie osó responder a sus preguntas. Él tampoco esperaba respuesta alguna. Continuó:

–Sé que dudáis pensando en el bien de Roma. Tenemos pocos recursos, hemos tenido que recurrir a jóvenes de diecisiete años, a esclavos y hasta a convictos para poder plantear una defensa capaz ante el enemigo y por eso pensáis, reflexionáis, dudáis al fin de actuar como se debe, pero yo os digo: estáis equivocados. Estimáis que dos legiones pueden sernos de mucho servicio en una situación tan extrema como la que nos encontramos hoy día, pero yo afirmo de nuevo que os equivocáis los que así pensáis. Roma no combate con vencidos. Roma no necesita a derrotados. La gloria, la fuerza de Roma se sustenta sobre el valor de nuestras legiones, no sobre los que huyen en el campo de batalla. Estos legionarios no habrían encontrado siquiera el camino de vuelta si no es por el mando de los tribunos a los que habéis perdonado haciendo gala de una enorme magnanimidad. Es correcto salvar al que está dotado para el mando en las situaciones comprometidas, pero es erróneo dar más oportunidades a los que siendo su función combatir, son incapaces de hacerlo con honor. Preferiría combatir con los legionarios muertos caídos en batalla que con los que se han salvado. Además, habláis de dos legiones cuando lo que tenemos son pequeños grupos de unidades, de manípulos que se han reagrupado de forma inconexa. Lo que tenemos aquí, lo que estamos juzgando es escoria de Roma, miseria que ha sido derrotada, humillada. No merecen seguir combatiendo por Roma. Si tuviéramos el tiempo y las condiciones para ello, me plantearía seriamente considerar la pena capital para todos y cada uno de esos legionarios vencidos, pero como no tenemos ni el tiempo ni los recursos adecuados para dar ese castigo ejemplar, propongo que nos defendamos con las nuevas legiones de jóvenes romanos valientes, con las legiones urbanae, con los esclavos y los convictos y que se destierre para siempre de Roma a los vencidos en Cannae, que se les destierre a Sicilia y que allí, si valen de algo, defiendan nuestros intereses y los de sus familias deshonradas, pero que nunca jamás, nunca, regresen a Roma o al menos que no se les permita regresar hasta que el cartaginés haya sido derrotado de forma absoluta y Cartago sometida a Roma. Yo declaro a estos supervivientes como legiones vencidas, legiones malditas.

Fabio Máximo se sentó y aguardó la decisión de sus colegas. Marco Junio Pera ordenó que se procediese a votar la propuesta del ex dictador. La mayoría de los senadores se alzó sin dilación y los pocos que habían dudado, al ver el amplio respaldo que obtenían las palabras de Fabio, se alzaron también. Sólo quedaban los espacios desnudos de los senadores ausentes, muertos o'presos por Aníbal.

–Bien -dijo el dictador Marco Junio-, se acepta la propuesta de Quinto Fabio Máximo por unanimidad; guardó entonces una breve pausa, se pasó la palma de la mano derecha por la frente hasta llegar al cabello y, por fin, concluyó con su sentencia-. Los legionarios supervivientes de Cannae serán desterrados. Propongo que el procedimiento sea el siguiente: se reagruparán los diferentes manípulos y unidades supervivientes constituyendo dos legiones. Se constituirán en la quinta y la sexta legión de Roma cuyo destino será Sicilia y allí se desplazarán en los próximos días con la condena de no regresar nunca a Roma hasta la derrota definitiva de Aníbal y la rendición incondicional de Cartago. La quinta y la sexta serán, hasta ese momento, legiones malditas. Sólo tras una victoria absoluta sobre Cartago se podrá reconsiderar por parte del Senado esta sentencia.

Los senadores asentían. Era una sentencia terrible, quizá algo extrema, exagerada para algunos, pero para Fabio y muchos de sus seguidores, necesaria en el contexto actual: no se podía dar a entender que se animaba a huir ante el enemigo, un enemigo que ya se acercaba a las puertas de Roma. No. Eran momentos que requerían una inusitada firmeza. Por otro lado, para los senadores era agradable, entre tanto desastre, escuchar expresiones como las que el dictador acababa de proclamar: rendición incondicional de Cartago. Sin embargo, en su fuero interno sentían que estaban tomando decisiones basadas en un inconmensurable orgullo, un sentimiento que quizá los estuviera alejando de la realidad, una realidad que se aproximaba más a si Roma se rendiría incondicionalmente, que a la remota posibilidad de que se consiguiese revertir el curso de la guerra hasta conducir a una derrota de Cartago; pero después de las palabras de Fabio y de la votación, nadie se atrevió ya a añadir nada. En aquella ciudad convulsionada y atemorizada nadie quería ser acusado de antipatriota y Fabio Máximo parecía, pese a no ejercer formalmente como dictador, haberse apropiado de todo aquello que significaba ser patriota. Eso iba estrechando los márgenes de maniobra del Senado. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar Fabio Máximo? ¿Hasta dónde estaba dispuesto el Senado a seguirle?

En ese momento las puertas que ciaban acceso a la gran sala donde estaban reunidos los senadores se abrieron y un centurión entró despacio, dubitativo, nervioso, buscando con sus ojos la mirada del dictador. Marco Junio le hizo una señal para que se acercase. El centurión acudió diligente junto al dictador y le habló en voz baja. Marco Junio Pera se llevó el dorso de la mano derecha a la boca, meditando.

–Bien -dijo en voz alta y clara-, que esperen un momento.

El centurión salió de la sala. El dictador se dirigió al cónclave de senadores que le miraba expectante.

–Estimados amigos, éste es un día difícil para Roma. No sólo hemos tenido que tomar medidas extraordinarias para controlar el orden público y preparar la defensa de la ciudad para un más que posible e inminente ataque, sino que además hemos juzgado primero a oficiales de alto rango y a los supervivientes de la reciente derrota de nuestras tropas. Se han tomado decisiones graves que sé que a todos os han consternado, pero aún tenemos que tomar más decisiones complicadas.

Fabio Máximo, al igual que el resto de los senadores, escuchaba con gran atención, sentados, pero con las espaldas rectas, erguidas sobre sus asientos de piedra. Con frecuencia muchos traían almohadones para acomodarse en la gran sala y evitar el frío de la piedra, pero aquel día de enormes tribulaciones, pocos habían tenido tiempo para recordar algo tan nimio. Fabio, como tantos otros, sentía el frío gélido de la piedra traspasando su túnica y su toga, pero era verano y el frío no era desagradable. Era la dureza del material lo que le molestaba, pero aquel día, como bien decía Marco Junio, no era momento de pequeneces. En eso Máximo estaba de acuerdo con el dictador, pese a que dudase de su competencia y sintiera que el Senado debía haberle encomendado a él tal misión. Muchos se opusieron ya que hacía apenas unos meses que Fabio Máximo había sido dictador y nadie quería que un senador se acostumbrara a ostentar el cargo de dictador con frecuencia. Estaba seguro además de que la estrategia de Aníbal, preservando sus fincas en los ataques del año anterior, pese a que luego las vendiera para pagar el rescate de muchos prisioneros, había causado mella en su imagen y la calumnia y la duda se habían instalado, hasta cierto punto, sobre su persona: se le escuchaba y se le respetaba; mas aún, se le temía, pero el Senado se había vuelto cauto a la hora de otorgarle poderes especiales. Y que su propio hijo estuviera entre los oficiales juzgados por la derrota de Cannae tampoco había ayudado. Pero ¿qué sería lo que ahora se llevaba Marco Junio entre manos?

–Me informan -empezó el dictador-, de que ha llegado a Roma una delegación de varios prisioneros apresados por Aníbal tras la batalla. Vienen a informar al Senado del coste de su rescate y de las condiciones que sobre el mismo ha establecido Aníbal. Se trata de diez delegados de los prisioneros acompañados por un caballero cartaginés. El cartaginés espera a las afueras de la ciudad nuestra respuesta. Los prisioneros han sido detenidos en la puerta y tres de ellos han sido traídos hasta el Senado. Creo que es oportuno que los escuchemos y que nos presenten su caso antes de fijar nuestra opinión. Luego podemos decidir si convenimos con las condiciones que se nos planteen o bien cuál es nuestra contraoferta. También me gustaría que supieseis que la voz ha corrido por la ciudad y la guardia me ha confirmado que un gran número de personas se está congregando en el foro a la espera de nuestra decisión sobre el asunto. Muchos de los que allí se están reuniendo son familiares y amigos de los que han caído prisioneros de Aníbal. Sé que el Senado no se somete nunca al chantaje ni a las amenazas del pueblo, pero pienso que es importante que conozcáis el estado de cosas antes de tomar cualquier determinación.

Marco Junio Pera hizo una señal a los guardias de las puertas del Senado y uno de los legionarios se ausentó para, al instante, regresar acompañado de tres hombres, desprovistos de uniforme, vestidos tan sólo con túnicas engrisecidas por el polvo del camino recorrido hasta alcanzar la ciudad, sin armas, con marcas en las muñecas de los grilletes que se habían visto obligados a llevar durante los días de cautiverio bajo el control de las tropas cartaginesas. Eran Lucio Escribonio, Cayo Calpurnio y Lucio Manlio. Se trataba de un tribuno y dos centuriones de las tropas rendidas a Aníbal tras Cannae en el campamento menor al norte del Aufidus. Los ahora prisioneros venían custodiados por un grupo de legionarios armados con espadas, escudos, corazas y pila. Al estar rodeados por estos últimos, el contraste entre los que se habían rendido y la figura de un legionario romano libre y armado resultaba aún más humillante a los ojos de muchos de los allí presentes; no obstante, en muchos senadores se albergaba la esperanza de volver a ver con vida a multitud de parientes y amigos que se encontraban entre los apresados por el general cartaginés. Era importante ver cuánto dinero pedía Aníbal por rescatar a estos soldados y decidir la mejor forma de reunir la cantidad necesaria para satisfacer el rescate, por muy humillante que pudiera resultar todo aquello.

Con el permiso de Marco Junio Pera, el primero de ellos se situó en el centro de la gran sala y tomó la palabra.

–Estimados senadores, a vosotros me dirijo en nombre de miles de vuestros compatriotas que ahora sufren el peor de los cautiverios. Aníbal, como sin duda sabréis, no es el rey Pirro en el trato a los prisioneros. Sin embargo, todo lo sufrimos y todo lo resistimos por nuestra patria. – Aquí Lucio Escribonio se detuvo y navegó con sus ojos por la gran sala en busca de miradas de complicidad y aceptación a sus palabras iniciales; encontró una mezcla de compasión y desconfianza que le hizo ver que, si bien había posibilidades de persuadir al Senado para que se pagara el rescate de todos los cautivos, debería ser extremadamente cauteloso en su discurso: la vida de sus compañeros y, lo que le preocupaba bastante más, la suya propia, dependía de ello. Continuó-. Estimados senadores, Cannae quedará como un día nefasto en nuestra historia. Se combatió desde el alba hasta la noche. Cincuenta mil de los nuestros yacen muertos al norte del río Aufidus. Se luchó con valor hasta la última gota de nuestra sangre, hasta que ya no tuvo ningún sentido aquella carnicería y con la última luz de aquel terrible día, unos pocos supervivientes conseguimos replegarnos en el campamento establecido al norte del río. La noche llegó y resultaba imposible salir de aquel encierro. Los cartagineses dominaban los caminos y nos cuadruplicaban en número, de tal modo que sólo nos restaba resistir. Y así se hizo, hasta que al día siguiente quedó claro que toda lucha era inútil. Era sólo cuestión de tiempo que fuéramos diezmados por el enemigo y, pregunto yo, ¿qué servicio podríamos entonces prestar a la patria siendo ya sólo unos miles de cadáveres más extendidos sobre la tierra entre Canusio y Cannae? ¿Era aquélla nuestra mejor forma de servir al Estado o cabían otras posibilidades? Roma necesitaría soldados hábiles pronto ante un enemigo cada vez más poderoso. Algunos recordaron que no es extraño a nuestra historia negociar con el enemigo un rescate mediante el que salvarse y poder así subsistir para contribuir en posteriores batallas a la defensa de la patria. Así lo hicieron nuestros antepasados tras la batalla de Allia en la guerra contra los galos. ¿Por qué no hacer de nuevo lo que antepasados ilustres hicieron ya en momentos donde toda esperanza está ya perdida? De esta forma se convino en mandar una delegación para negociar con Aníbal un rescate razonable y se llegó a un acuerdo: quinientos denarios por cada jinete, trescientos por cada soldado y cien por cada esclavo. Y diréis, ¿por qué pagar estas cantidades? A esto yo os respondo: nos consta, por lo que nos dicen nuestros familiares, que el Senado está vaciando las arcas del Estado para pagar a los amos de ocho mil esclavos a los que armar para que actúen en la defensa de Roma, y pregunto yo, ¿se pueden comparar esclavos con legionarios expertos en el arte de la guerra y que, además, os costarán menos que pagar por todos esos esclavos a los que estáis recurriendo? ¿Qué mejor forma de fortalecer la defensa de Roma que la de recurrir a soldados ya preparados e instruidos en el combate? Y si el peso y la abrumadora realidad de estas razones no os convencen, sólo os pido que miréis en vuestros corazones y que, por todos los dioses, al tiempo que lo hacéis, escuchéis al pueblo de Roma que clama por nuestra libertad, que es la libertad de sus familiares y amigos, con llantos y gritos de dolor desde el foro. ¿Vais a desoír el clamor de vuestra propia sangre, vais a negar el sentimiento de compasión que abunda en vuestros corazones, vais a cegaros frente a la realidad de la razón misma que no hace sino subrayar la necesidad de liberarnos? – Lucio, rojo, encendido su rostro por la pasión en la que había concluido su discurso, detuvo su parlamento para respirar, recuperar el aliento y mantener fijos sus ojos en cada uno de los senadores, sintiendo cómo en todos ellos su voz había penetrado hasta lo más hondo, de modo que su ánimo recobraba confianza, hasta que su mirada se cruzó con unos ojos fríos, helados, impertérritos que sin parpadear congelaron la sangre del propio Lucio: eran las pupilas oscuras de Quinto Fabio Máximo las que así le observaban; Lucio, no obstante, con orgullo y seguridad de haber conseguido el apoyo de la mayor parte de los senadores, mantuvo, retador, la mirada de su evidente oponente. Y, de esa forma, clavando sus ojos en Fabio Máximo primero y luego en el dictador Marco Junio Pera que presidía la sesión, dio término a su discurso-. En vuestras manos está, pues, dar vida a la esperanza de vuestros compatriotas, de los que claman por sus familias en el foro y de los que, cubiertos de cadenas, se ven obligados a arrastrarse ante Aníbal; sólo unas palabras más: pensad bien, ¿quién luchará con más ahínco sino aquel que ha sido humillado a tal extremo por el enemigo y, en última instancia, fue salvado por la generosidad de su patria? ¿Qué mejores soldados encontraréis sino aquellos que profesan odio al enemigo y tendrán siempre una deuda de vida con su patria que los liberó del yugo de la tortura y la esclavitud?

Con estas preguntas Lucio Escribonio se inclinó ante el dictador y el resto de los senadores y, alejándose del centro de la gran sala, retomó su posición junto con sus dos compañeros que, conmovidos por su enfervorecida defensa, saludaron con palmadas en la espalda a su compañero de cautiverio. Ninguno de los dos tenía dudas de que el rescate sería concedido por el Senado. De hecho, los senadores hablaban entre sí de forma airada, entre grandes aspavientos y marcadas muestras de asentimiento hacia lo que acababan de escuchar.

–Hay que satisfacer el rescate.

–Es importante recuperar a estos soldados.

–No podemos dejar a nuestros familiares a merced de ese salvaje.

Y así decenas de comentarios iban circulando por el Senado, de boca en boca, pasándoselos de unos a otros hasta que llegaban a la proximidad de Quinto Fabio Máximo y otros viejos senadores que se mostraban menos conmovidos que el resto de sus colegas, aunque no supieran bien cómo formular una respuesta contraria a conceder el rescate tras el emotivo discurso de Escribonio. Fabio Máximo se tapó el rostro con ambas manos, sentado pero inclinado hacia delante, sopesando las circunstancias en silencio, mientras sus oídos se empapaban de los comentarios que corrían por toda la sala. Marco Junio Pera compartía en gran medida la visión de la gran mayoría en el sentido de satisfacer el rescate, pero la expresión seria de algunos senadores y, en especial, la actitud callada de Fabio Máximo, le hicieron tomar con voz poderosa la palabra para establecer el orden en aquel delicado debate. Aquel día estaba resultando agotador. Una jornada de sentimientos encontrados en medio de la mayor crisis de la ciudad desde su caída ante los galos hacía ya más de siglo y medio.

–¡Senadores, senadores! ¡Silencio! ¡Silencio! – Poco a poco los senadores fueron retomando sus asientos, y el murmullo de los comentarios fue apagándose-. Bien, hemos de decidir sobre si se satisface el rescate en las condiciones que los prisioneros acordaron con el general cartaginés o…, o si alguien considera que debe actuarse de otro modo…, éste es el momento para hablar. El Senado escucha.

La mirada del dictador barrió la sala despacio. Nadie se alzaba. Tampoco lo esperaba el dictador, al menos, hasta cruzar sus ojos con Fabio Máximo. Al llegar a él, en efecto, el viejo ex dictador de sesenta y siete años se levantó con parsimonia infinita pero con una firmeza que no podía pasar por alto ninguno de los presentes. Fabio se situó entonces, de nuevo, en el centro de la sala, justo donde había intervenido Lucio Escribonio en representación de los prisioneros, y tomó la palabra al tiempo que se inclinaba ante el dictador en señal de reconocimiento a su autoridad y por concederle la posibilidad de expresarse de forma abierta y directa.

–Estimados colegas, amigos y, por qué no decirlo, oponentes también -y esbozó una sonrisa al tiempo que miraba a algunos de los más afines a los Emilio-Paulos y Escipiones que allí se encontraban, con lo que, acompañado de una suave sonrisa, consiguió arrancar algunas risas entre los unos y los otros, relajando un poco el ambiente tras la intensa intervención de Lucio-; bien, pues, colegas todos, en este sagrado lugar, éste es un día duro para todos y cada uno de nosotros. Hasta tal punto se atrepellan unos acontecimientos con otros que es fácil perder la perspectiva de las cosas y dejarse llevar por la enorme fuerza de los sentimientos, sentimientos, no lo pongo en duda, todos justos y llenos de dignidad, tal y como corresponde a vuestras personas. Pero creo que, llegados a este punto, quizá sea importante recapitular un poco para entender mejor exactamente lo que se está juzgando. Veamos: hemos empezado esta que sé será recordada en los anales como histórica sesión del Senado juzgando a los oficiales que sobrevivieron al desastre de Cannae y que, si bien no supieron darnos la victoria, al menos sí fueron capaces de regresar a Roma como soldados libres, sin honor en la batalla pero sin tener que venir a implorar un rescate por sus vidas. Bien. A estos oficiales se les ha valorado su capacidad para, en medio de una deleznable derrota, salvar una cantidad significativa de hombres. Por ello se les ha perdonado de igual forma que, sin embargo, tampoco se les ha premiado. Bien, justa decisión. Sigamos: luego el Senado ha debatido sobre qué hacer, no ya con estos oficiales, sino con los soldados que se salvaron y, ante tanta deshonra acumulada en un campo de batalla donde nuestras tropas eran diezmadas por el enemigo pese a que lo doblaban en número, ¿qué decisión ha tomado el Senado? No sé si lo recordáis -aquí Fabio Máximo hizo una breve pausa, retórica, en espera de ninguna respuesta, sino sólo de ganar el dominio, el control de la situación-, aquí se acaba de acordar desterrar a todas esas tropas por su nula capacidad de combate. Es cierto que estamos necesitados de soldados, pero de legionarios valientes y no huidizos y por ello, de forma sabia, el Senado ha condenado al destierro a todas estas tropas y declarado las legiones quinta y sexta en las que se integrarán todas estas unidades como legiones malditas para Roma. Se ha preferido recurrir a jóvenes, esclavos y convictos antes que defendernos con los que no supieron defender nuestros intereses en Cannae. Ahora bien, yo no discuto esta decisión que, como bien visteis, apoyé con mis palabras, pero de igual forma que hemos declarado a esas futuras quinta y sexta legiones como malditas y desterradas, hemos de reconocerles, al menos, un valor: fueron tropas que como mínimo supieron salvarse a sí mismas. Es cierto que nos han traído la humillación de la derrota y por ello son desterradas y despreciadas, pero al menos, no han venido, además de traernos una derrota inaceptable, a rogarnos que paguemos el rescate por unas vidas cuyo valor, es justo aunque doloroso decirlo, es más que cuestionable. Debo ser delicado en mis palabras porque sé que hablamos de romanos y que entre ellos hay familiares y amigos de todos los presentes aquí, míos también. Pero bien, tomadas todas estas difíciles decisiones, el día se nos alarga y los dioses nos ponen ante la más que difícil prueba de seguir juzgando a los derrotados de Cannae. Hasta este momento sé que se ha obrado con ecuanimidad, pero ahora me asalta la duda y el temor a que Roma vacile y que en su vacilación proporcionemos al enemigo unos recursos adicionales con los que ahora no cuenta: quinientos denarios por cada jinete, trescientos por cada legionario, en fin, así se han dado en llamar, y cien más por cada esclavo. Y se nos dice que ese dinero es menos de lo que nos está costando armar a los esclavos de la ciudad. No sé si, echando cuentas, al final sea más o menos una cantidad que otra, pero lo que sí sé es que una cosa es dar dinero del Estado a conciudadanos que ceden sus esclavos para la defensa de la ciudad y, algo muy distinto, es regalar dinero a nuestro más mortal enemigo. Pues en todo esto conviene recordar que si hay algo de lo que carece Aníbal hoy día es de dinero, oro y plata con la que pagar a sus miles de mercenarios galos e iberos. Varios miles de denarios, en pago por el rescate de los prisioneros de Cannae, estoy seguro de que serán muy bienvenidos por Aníbal. Sé que vuestros corazones ven el dolor y el sufrimiento de los allí apresados y encadenados, pero os invito también a que dibujéis en vuestra mente la sonrisa de Aníbal y la celebración con vino itálico junto con sus generales y su hermano Magón, mientras cuentan su nuevo oro y cómo se congracian con todos sus mercenarios con el mismo, repartiéndolo por doquier, inflamando los ánimos de los iberos y de los galos y de sus tropas africanas, anunciándoles que este pago que ahora reciben es sólo el aperitivo de lo que les espera cuando marchen sobre Roma. Sí, con el rescate se liberaría a estos que aquí hoy se han defendido, pero tened presente que ese mismo dinero el Estado lo daría para alimentar a su más mortal y voraz adversario. Y, me diréis, que no sea el Estado sino que se permita que de forma privada cada familia que pueda haga frente al rescate que le corresponda en función de los que deba o decida liberar. Y a esto yo os digo que, si bien se preservarán las esquilmadas arcas de la ciudad, la celebración de Aníbal será la misma y las sonrisas de los mercenarios igual de complacidas, pues al cartaginés y su ejército no les importa ahora tanto de dónde provenga ese dinero sino el hecho de recibirlo y, a fin de cuentas, Aníbal siempre podrá presentarlo ante sus soldados como dinero romano y no mentiría. Y bien, ahora que ya hemos revisado lo que hemos juzgado hasta ahora en este día y que hemos examinado las consecuencias que un pago del rescate tendría en el fortalecimiento de nuestro enemigo, juzguemos ya pues a estos hombres que nos ruegan por dinero para salvar sus vidas. ¿Quiénes son con exactitud estos que a sí mismos se dan el nombre de legionarios? Yo os lo diré. Son aquellos que en el campo de batalla primero huyeron, que luego en el campamento norte se escondieron y que, por fin, ante la llegada del enemigo a las puertas de su escondrijo, como colofón a su gran jornada, se rindieron. Y yo os pregunto, senadores, ¿es esto lo que hacen las legiones de Roma: huir, esconderse y rendirse? ¿Es eso lo que se enseña a nuestros soldados hoy día? Y se ha osado aquí hablar de nuestros antepasados, como si éstos se hubieran dedicado a huir, esconderse y rendirse. ¿Tendríamos la Roma que hoy tenemos con antepasados así? ¿Habríamos conseguido doblegar a los galos de Italia central, a los etruscos, a Umbría, Campania, Sicilia, Cerdeña huyendo, escondiéndonos y rindiéndonos? ¿Es esto lo que Roma premia ahora? Porque si es así, yo no me reconozco en esta nueva Roma que premia a los cobardes. Cobardes digo, porque este mismo día se nos ha manifestado cómo un tribuno con sólo seiscientos de esos soldados consiguió pasar en mitad de la noche del campamento norte al sur y así unirse al resto de las fuerzas de los otros tribunos para al menos de esa forma alcanzar juntos Canusio y luego Roma, sin tener que rendirse ante el enemigo. ¿Y mientras que a estos que, por lo menos, fueron capaces de regresar a Roma, los castigamos con el destierro, vamos a premiar a estos otros que se rindieron pagándoles el rescate, diciéndoles lo bien que hicieron en no arriesgar sus vidas? ¿Qué debemos esperar entonces de las nuevas legiones: que luchen hasta el fin en defensa de Roma o que, tranquilos, que no se preocupen, que si las cosas se ponen difíciles, se rindan, que ya vendrá luego el Senado a rescatarlos con dinero para ir haciendo cada vez más fuerte y más rico al enemigo? ¿Por Castor y Pólux y por todos los dioses, es que tiene esto algún sentido? ¿Es que en el Senado se ha perdido la razón y ya no se gobierna, sino que se agasaja con dádivas a los que huyen? Si antes dije que no quería a los supervivientes libres de Cannae en la defensa de Roma sino en el destierro, sólo me queda por decir que de los soldados que huyen, se esconden y se rinden no es que los quiera en el destierro, es que no quiero saber nada de ellos. Y si tanto valen, como esta tarde han osado decir ante nuestros ojos, que lo demuestren salvándose, rebelándose, luchando y no arrodillándose ante el enemigo y luego rogando a sus familiares que les den dinero para los cartagineses para que con esas mismas monedas luego se financie a los que vendrán a violar, matar y asesinar a cuantos reunimos el oro con el que se les liberó. No, yo no pienso formar parte de semejante Roma. A los que son derrotados y sobreviven, cuando se debería haber ganado, se les destierra y a los que se rinden sólo resta dejarlos en manos de su nuevo amo, pues al negociar con éste un rescate, además de perder el poco honor que les quedase, para mí, como sé que para muchos de los presentes, ya no son ciudadanos romanos, sino esclavos de Cartago y yo no pago dinero por esclavos de extranjeros.

Y con esto Fabio Máximo terminó su largo discurso, pronunciado, especialmente en la última parte, con intensidad, pero con voz serena, sentida, pero calmada. Entre los senadores el debate se reabrió con discusiones vehementes. Lo que antes de la intervención de Fabio Máximo estaba tan claro, ya no lo parecía tanto. La decisión era mucho más controvertida ahora. Pagar a un enemigo necesitado de dinero era darle aliento y fuerzas para lanzarse sobre Roma. Ahí, el viejo ex dictador había puesto el dedo en la llaga. Por otro lado, estaban los familiares y amigos apresados. Todo era confuso. Entre los senadores de mayor edad, las palabras de Fabio Máximo habían calado de forma evidente y senadores como el anciano Torcuato Manlio apostaban con firmeza por la decisión de no pagar el rescate. El dictador Marco Junio, finalmente, decidió ordenar el debate y plantear una votación.

–Ésta es la más difícil de las decisiones de una jornada cargada de determinaciones graves e ingratas, pero debemos tomar una decisión. Las posiciones han quedado planteadas con claridad. Se ha permitido a los representantes de los prisioneros defender su causa y apuntar las razones que justifican su actitud y su solicitud del pago del rescate; por otro lado, el senador Quinto Fabio Máximo ha podido exponer sus argumentos en sentido contrario recordándonos todas las consecuencias que tal pago del rescate conllevarían y ha compartido con todos su juicio sobre los que se rindieron a Aníbal. Creo que podríamos pasar días, semanas debatiendo sobre lo que es justo hacer y es posible que nunca alcanzásemos el acuerdo, pero no hay tiempo. Hay una ciudad que gobernar y que defender y una respuesta que dar rápidamente a los representantes de los prisioneros y, a través de éstos, al enviado de Aníbal que aguarda a las afueras de la ciudad. ¿Qué mensaje va a mandar el Senado de Roma? Los que estén a favor de satisfacer el rescate que se levanten ahora.

Lucio Escribonio y sus dos compañeros de cautiverio vieron cómo poco a poco se fueron levantando varios grupos de senadores, pero sus corazones se congelaron cuando, después de unas decenas, los movimientos entre los bancos se detuvieron, permaneciendo un gran número sentados. El dictador, asistido por otros senadores, empezó el recuento de votos. Los prisioneros intentaban hacer lo propio, pero desde su posición en un lateral de la sala era difícil determinar con precisión el número exacto de los que se habían alzado y sus nervios los traicionaban de forma que se descontaban una y otra vez y se veían obligados a volver a empezar el recuento.

–Creo que entre setenta u ochenta con nosotros -dijo Lucio.

–No son suficientes -comentó uno de sus compañeros-, pero hay que ver cuántos se atreven a votar en contra.

El dictador anunció el resultado de la votación.

–Setenta y nueve a favor de pagar el rescate. Ahora, sentaos, y que se alcen los que opinen que Roma no debe satisfacer este pago por los prisioneros.

Más despacio, algunos de los senadores más viejos, dirigidos por Manlio, se alzaron, y a éstos los siguieron algunos otros, pero la gran mayoría observaba expectante a Quinto Fabio Máximo. Éste miró a su alrededor. Sólo unos treinta estaban en pie. En ese momento Máximo se levantó y con él, como una cascada, decenas de senadores de ambos lados de la sala se alzaron. Aunque no todos. Estaba claro que había un pequeño grupo de senadores que no había optado por ninguna de las dos opciones. Eran ciento ochenta y nueve los senadores supervivientes, después de la interminable serie de derrotas militares que había ido diezmando de representantes el Senado de Roma, donde normalmente se reunían hasta trescientos antes de ir cayendo en Trebia, Trasimeno y Cannae.

El dictador contó despacio y, cuando hubo terminado de hacerlo, inspiró profundamente. Repitió la operación. Una vez bien seguro y confirmada su cuenta con la de otros dos senadores anunció el resultado definitivo.

–Ochenta y ocho en contra de pagar el rescate -una breve pausa en medio de un sepulcral silencio y sobre éste la voz angustiada del dictador de Roma, Marco Junio Pera, segando con sus palabras la esperanza de los prisioneros-; el rescate no será pues pagado ni con dinero público ni privado; nadie podrá pagar bajo pena de muerte. Los representantes de los prisioneros serán devueltos a Aníbal para que transmitan la decisión del Senado y que los dioses se apiaden de ellos y de sus familias y amigos. Y ahora que sean escoltados por la guardia. Ordeno también que las legiones urbanae patrullen las calles de Roma. Que todo el mundo vaya a sus casas y que se disuelva a la muchedumbre del foro… con la fuerza si es necesario. No se tolerarán ni tumultos ni revueltas en las calles de la ciudad. Estamos en guerra y hay que prepararse para la defensa. Ruego que la totalidad de los senadores muestre con su ejemplo el modo en que un romano debe acatar las decisiones aquí tomadas, más allá de su acuerdo o desacuerdo con las mismas. En la obediencia por parte de todos a nuestras decisiones reside el fundamento del Estado. Que Júpiter y Marte y los dioses Quintes protectores de la Urbe nos asistan en estos momentos de dolor y peligro y que nunca jamás contemplen mis ojos una reunión del Senado como la que hemos presenciado hoy. Se levanta la sesión.

Aníbal no ocultó su sorpresa cuando Cartalón le transmitió la respuesta que a él, a su vez, le habían traído unos desesperados y cabizbajos prisioneros de vuelta del Senado, entre lágrimas y ruegos por sus vidas.

–¿Roma no paga el rescate? – Aníbal frunció el ceño; había contado con ese dinero para satisfacer algunas de las pagas pendientes a los galos y los iberos; aquello era un contratiempo. Una respuesta radical-. Quiero, Cartalón, que nuestros espías trabajen con esmero: he de saber qué pasó en el Senado y quién ha promovido esa respuesta -aunque, en el fondo, el general cartaginés intuía con bastante certidumbre de quién podía provenir una decisión tan fría y tan calculada que, sin duda, suponía un obstáculo en sus planes; sólo alguien con la cabeza fría de Fabio Máximo podía concebir una respuesta tan dura.

–Así se hará, mi señor, pero… -aquí Cartalón dudó un momento.

–¿Pero? Habla, oficial.

–¿Qué hacemos con los prisioneros?

–¿Con los prisioneros? – preguntó Aníbal, como recordando algo ya lejano en su mente-. Con los prisioneros, claro, algo habrá que hacer con ellos. – Se hizo el silencio; echó un trago de vino puro, sin mezclar; sintió el escozor del alcohol descendiendo por la garganta. Dejó la copa de vino vacía sobre la mesa. Sintió las miradas de su hermano Magón y de Maharbal tras de sí, de Cartalón y del resto de los oficiales presentes-. Los prisioneros… sí…, ¿qué hacer con ellos…? Bien. Quiero a trescientos de los prisioneros apartados del resto y bien custodiados: patricios, senadores, si queda alguno vivo entre ellos, a familiares de éstos. Los usaremos como rehenes en su momento. Que los galos y los iberos se diviertan con los demás. Que los hagan luchar, que los torturen o que los despedacen. Me da igual, mientras acaben con todos ellos. Si a Roma no le interesan, no tienen tampoco ningún valor para mí. Si Roma los desprecia, yo también.

Así, durante una larga noche de cielo despejado, con miles de estrellas como testigos mudos del sufrimiento» y la locura humanos, se oyeron espadas golpeándose entre sí, se presenciaron combates cuerpo a cuerpo entre hermanos, entre padres e hijos sobre los que um enfervorizado público de guerreros iberos, celtas y galos cruzaba apuestas sobre quién sobrevivía o sobre quién caería primero; se cayeron terribles aullidos de dolor, chasquidos de huesos que se quebraban entre risas provocadas por el vino fresco de ánforas oscuras, y se propagó el olor a muerte por cada rincón del valle. Al amanecer, los buitres disfrutaron de un auténtico festín de carne fresca de miles de cadáveres ensangrentados y heridos agonizantes expuestos sobre la tierra, un regalo del ejército cartaginés a las bestias aladas.

69 El viejo arcón

Roma, octubre del 216 a.C.

El joven Publio regresó a la casa de los Emilio-Paulos para el funeral. Iba vestido, como correspondía, con túnica y toga gris oscuro elaboradas con lana virgen de Pollentia, en la región de Liguria. Todo fue algo extraño al no disponer del cuerpo del fallecido, perdido en el fragor de la peor de las derrotas que nunca jamás antes hubiera sufrido Roma. No se pudo hacer, pues, la deductio completa llevando el cadáver hasta el lugar de la incineración y posterior enterramiento fuera de las murallas de la ciudad. Sin embargo, los Emilio-Paulos hicieron el resto de los ritos de la deductio y así, tras dos días de música fúnebre y de gemidos de plañideras, desfilaron con todas sus imagines maiorum por las calles de Roma. El Senado otorgó a la familia del cónsul caído un permiso excepcional para poder llevar a cabo en público sus muestras de dolor más allá de la prohibición general de realizar funerales. Se quería evitar que la ciudad se convirtiese en un triste espectáculo de miles de entierros, millares de plañideras y dolor público generalizado, lo que de seguro habría trastornado los ánimos y debilitado la moral que debía recuperarse a toda costa para afrontar el avance del enemigo. Ahora bien, negar a la familia de un cónsul caído en el campo de batalla su derecho a honrar a su pater familias habría sido sacar las cosas de quicio. Así, en la deductio se mezclaban estatuas de antepasados y actores con máscaras representando sucesos relacionados con las grandes victorias del magistrado muerto. La larga comitiva de togas grises terminó en el centro del foro y allí Lucio, el primogénito de Emilio Paulo, honró su memoria con una larga láudano en la que rememoró todas las virtudes, heroicidades y grandezas de su padre. De este modo se hacían así partícipes a todos los ciudadanos de la grandeza de su linaje, de sus grandes antepasados y de la reciente pérdida que acababa de padecer la familia en servicio a la ciudad.

Hasta pasados los ocho días correspondientes al luto oficial no le fue posible a Publio volver a ver a Emilia. Tampoco quiso insistir, aunque presentía que disponía del favor de la familia y que, si presionaba, le dejarían hablar con la que era su prometida, pero prefirió asistir al sepelio y luego mantener una distancia respetuosa durante el luto. Además, las palabras de Emilia aún reverberaban en sus oídos: «Mentiroso, traidor.» Sabía que eran el fruto amargo de una persona fuera de sí. También recordaba cómo el hermano de Emilia apuntó que ella se negó a dar por muerto a su padre hasta que lo oyó de sus propios labios.

Publio llevaba días reuniendo fuerzas para volver a acercarse a Emilia. Se dio cuenta de que combatir contra el ejército de Aníbal o evitar la sedición en tropel de los tribunos de las legiones de Roma era más sencillo para él que aproximarse a alguien tan querido como Emilia en momentos de tanto dolor; pero ése era su deber: asistirla, protegerla, cuidarla. Lo había prometido a su padre herido de muerte en el campo de batalla y estaba decidido a honrar tal juramento. No sólo eso: sentía que su posible felicidad futura, si es que en aquellos tiempos se podía pensar en ser feliz, dependía en gran medida de poder llevar a buen término la muy deseada tarea de proteger y cuidar siempre a Emilia.

–Está en el jardín -le dijo el atriense de la casa del cónsul fallecido una vez en el vestíbulo-; pasad, pasad, por favor. Está desolada. No habla con nadie. Veros le hará bien -el esclavo hablaba conmovido por el dolor de su joven ama-. Siempre se alegraba de veros y lo mismo con vuestras cartas, señor.

Pasaron por el atrio y luego por el tablinium hasta alcanzar el jardín. Emilia estaba sentada junto al frondoso árbol bajo el que tantas tardes habían pasado los dos, el mismo árbol que los abrigó con su sombra el día que se conocieron cuando Emilia se divirtió coqueteando con él como si, pese a ser ella un par de años más joven, le conociera desde la infancia. Sí, ésa era precisamente la sensación que había tenido el día que hablaron por primera vez: que se conocían, que se comprendían, por eso fue sencillo entenderse con ella, aunque las preguntas fueran con frecuencia inesperadas; la conversación fluyó fácil, entretenida, inteligente. Y era tan dulce su voz. Y tan hermosa. Ahora la veía bajo el mismo árbol, sola, sombría, distante, pero igual de bella. No. Más aún. Dos años habían pasado desde que se conocieron. Los senos de Emilia habían aumentado, igual que las suaves curvas de todo su cuerpo. Publio se acercó despacio hasta estar a un par de pasos de ella. Taciturna, miraba en dirección opuesta y no sintió su presencia. ¿Estaría roto ya el fino hilo de complicidad, tan delgado, pero tan intenso que siempre los había unido? Publio dudó varias veces antes de hablar.

Emilia -dijo al fin, sin saber muy bien qué más añadir. Ella oyó aquella voz fuerte, agradable, decidida y se giró con parsimonia. Había lágrimas en sus ojos. No había dejado de llorar ni un s°lo día desde la muerte de su padre. O, mejor dicho, desde que el Propio Publio confirmase tal horrible suceso. Emilia se levantó y se echó en sus brazos. Publio la recibió con delicadeza y fuerza al mismo tiempo.

Lo siento, lo siento -musitó ella entre sollozos-. Te he dicho cosas terribles. No era yo, era mi dolor, mi dolor. Perdóname, por favor, por todos los dioses, perdóname.

–No hay nada que perdonar, dulce mía. Nada que perdonar. Estoy aquí. Contigo. Siempre.

Permanecieron varios minutos abrazados. Sólo se oía el sollozo ahogado de Emilia que empapaba con sus lágrimas de cristal la toga de Publio. El viento, quizá por respeto, tal vez por tacto, había detenido su constante trasiego entre las hojas de los árboles.

Se sentaron en el banco. Publio decidió hablar por los dos.

–Tengo que decirte algunas cosas que me dijo tu padre antes de morir y de las que no he podido hablarte antes. Son pensamientos para ti que me transmitió cuando estaba muñéndose. ¿Crees que puedes escucharlos ahora?

Emilia, detrás de sus lágrimas, asintió lentamente.

–Bien -continuó Publio, limpiando con el dorso de su mano algunas de las finas gotas que se deslizaban por las sonrosadas mejillas de Emilia-. Tu padre me dijo que eras lo mejor que ha tenido en esta vida, que le has alegrado todos estos años y que espera haber sido todo lo que tú soñabas.

Emilia escuchaba muda, sus sollozos detenidos por unos segundos, los ojos abiertos de par en par.

–Tu padre me dijo que ha luchado por Roma siempre, pero que, desde que tú naciste, ha vivido por ti. Me dijo que sentía mucho que, perdida tu madre, ahora él te dejara también sin su compañía y protección, pero que toda la familia te cuidaría y te protegería -el joven hizo una pausa y añadió unas palabras más, rápidas, en voz baja, como con miedo-. Luego me preguntó a mí si deseaba casarme contigo.

Aquí Publio detuvo su relato.

–¿Y tú qué dijiste? – preguntó Emilia.

Por un instante a Publio le pareció ver que otra sensación distinta al dolor asomaba en la mirada de Emilia.

–Le dije que sí, que casarme contigo y cuidarte y protegerte y tenerte conmigo siempre era lo que más deseaba en este mundo.

Emilia no dijo nada, pero antes de que Publio se diera cuenta, la tenía abrazada a su cuerpo nuevamente deshecha en sollozos. El joven tribuno decidió concluir su relato hablando con ternura al oído de la muchacha.

–Tu padre me dijo entonces que, si tú me aceptabas, buscásemos en su estancia, en el arcón grande, en el fondo. Me dijo que sabrías dónde mirar. Sus últimas palabras fueron para ti, para que te recordase que él siempre estaría contigo y que te querría siempre. Terminó diciendo que los dioses le reclamaban en el reino de los muertos. Luego tuve que marcharme. No pude quedarme con él más tiempo. Le ofrecí mi caballo para salvarse, pero dijo que era demasiado tarde ya para él y me ordenó como cónsul de Roma que me montara en mi caballo y me alejara de allí. Incluso hizo que sus lictores me expulsaran de aquel lugar. Obedecí al fin. Ahora no sé si hice lo correcto. Lo siento.

Emilia se separó un poco de él, le miró a los ojos, y, aún con voz un poco débil, pero con cierta decisión, respondió despacio.

–Hiciste lo correcto. Si mi padre ordenó que te alejaras de allí y le dejases, eso es lo que debías hacer. El era el cónsul y tú un tribuno a su servicio en una de sus legiones.

La sorprendente y sucinta síntesis de Emilia le dejó perplejo. Como en tantas otras ocasiones, la rápida resolución de la joven le dejaba un poco confuso, pero se sintió bien por dos cosas: por ver confirmada por ella la corrección de sus acciones y por detectar en las palabras de Emilia la acostumbrada determinación de la muchacha que desde el primer día cautivó su corazón.

–Ven, vamos -dijo Emilia levantándose con rapidez y llevando de la mano a Publio. Era casi cómico ver a aquel fuerte y alto joven conducido por una pequeña muchacha que apenas le llegaba al hombro.

–¿Dónde vamos?

–A la estancia de mi padre.

Entraron en la casa y, cruzando el atrio, se introdujeron en el tablinium. Una vez allí, Emilia señaló a Publio un gran arcón arrinconado en una de las paredes laterales. El joven tribuno abrió el arcón. Estaba repleto de rollos, volúmenes de filosofía, historia y estrategia militar. Muchos en latín, algunos en griego. Fue sacándolos metódicamente, con cuidado y pasándoselos a Emilia, que los ponía a su vez en la mesa de la estancia. Pasaron así unos minutos hasta que en el fondo del arcón, entre los últimos rollos, vieron cómo asomaban dos pequeñas tablillas plegadas. Publio las sacó y las separó con cuidado. Los dos jóvenes leyeron en silencio.

Yo, Emilio Paulo, cónsul de Roma, si no me encontrara ya entre los vivos por causas de esta prolongada guerra contra el poder de Cartago, manifiesto que en el supuesto de que el joven de nombre Publio Cornelio Escipión, en la actualidad tribuno de la primera legión de Roma, a mi servicio en el ejército consular, hijo y sobrino respectivamente de Publio Cornelio Escipión y Cneo Cornelio Escipión, procónsules de Roma cum imperium sobre las legiones destacadas en Hispania, solicitase casarse con mi muy amada y siempre querida hija Emilia Tercia, que esta unión es grata a mis ojos y cuenta con mi bendición y autorización, lo cual manifiesto para que quede en conocimiento de todos mis familiares y amigos.

Emilio Paulo Cónsul de Roma

LIBRO VI EL MUNDO EN GUERRA

Numquam estfidelis cum potente societas. [Nunca es segura la alianza con el poderoso.]

T. phaedrus, 1,5,1.

70 A la luz de una vieja lámpara de

aceite

Roma, invierno del 216 a.C.

La guerra contra Aníbal continuaba como algo perenne en el tiempo. La ciudad había pasado del pánico del año anterior a soportar la guerra casi frente a sus puertas como algo normal. El nerviosismo persistía pero las idas y venidas de Aníbal eran ya parte del comentario diario. Tito era testigo mudo de todo aquello en sus largas caminatas antes del amanecer y luego de regreso a su pequeña habitación con la caída del sol. El resto del tiempo, en el molino, empujando la gigantesca piedra, se olvidaba de todo. Desde hacía semanas había encontrado una diversión que le ayudaba a pasar el tiempo eterno de su trabajo circular e interminable moliendo la polenta. Mientras sudaba en el esfuerzo de empujar y empujar sin fin, su mente le hacía viajar hacia situaciones y personajes de los que había leído tiempo atrás, cuando trabajó en el teatro. Al igual que ya hiciera en las frías noches de la campaña del norte, cuando le costaba conciliar el sueño por el viento gélido y el miedo a entrar en combate, Tito recurrió a recrear desde los recuerdos de su memoria las escenas de algunas obras de teatro cuya representación había visto, hasta que, pronto, sus pensamientos fueron deslizándose hacia otra fuente de entretenimiento: comedias griegas, antiguas, que habían pasado por las manos de Praxíteles y las suyas en sus tiempos de estudiante de griego con el anciano emigrante heleno. Con Praxíteles había leído comedias de Menadro, Filemón, Dífilo, Posidipo, Batón, Teogneto y otros cuyos nombres no acertaba a recordar. Últimamente su mente vagaba en los recuerdos de una obra de Demófilo: la primera obra que le enseñó Praxíteles y con la que empezó a aprender a leer el griego. Recurría a ella porque era la que mejor recordaba y le gustaba poder ver en su cabeza la evolución de todos los personajes, desde que hacían acto de aparición en las primeras escenas hasta el desenlace final. Recordaba los chistes, las bromas y algunos juegos de palabras que se le antojaban intraducibies al latín. Recordaba cómo Praxíteles le decía que para representar esas obras en Roma, se tendrían que traducir con cierta libertad, para cambiar un juego de palabras por otro que tuviera un efecto similar en latín aunque fuera distinto en su contenido: «Lo que importa es el efecto, la broma, que el público se ría, pero que encaje con la acción general de la obra, ¿me entiendes, Tito? Hay que traducir el espíritu de las palabras, no las palabras mismas.» Nuevamente, la voz de Praxíteles retornaba a sus oídos. Un día de rueda de molino le daba para recrear la misma obra hasta dos veces, recitando mentalmente para sí las escenas que recordaba. Más adelante pasó a rellenar sus vacíos de memoria con sus propias escenas para mantener el conjunto de la obra en su imaginación. Llegó el momento en que incluso esa actividad se le quedó corta para rellenar las infinitas horas en el molino y fue entonces, una tarde de invierno del 216 a.C, tomando unas gachas de trigo en un breve descanso en su labor, mientras toda Roma andaba envuelta en las elecciones consulares en las que Fabio Máximo, de nuevo se apuntaba como candidato, que Tito Macio concibió la idea de empezar a traducir al latín aquella obra griega. Estaba comiendo con las manos, llevándose un bocado a los labios cuando se dio cuenta de que aquello le iba a llevar tiempo, mucho tiempo. Rompió entonces a reír, de forma tan clara y espontánea que escupió la comida que acababa de llevarse a la boca. Si había algo de lo que disponía con creces era de tiempo. No tenía nada que hacer, al menos con la mente, mientras daba esas infinitas vueltas a la rueda de aquel maldito molino que, eso sí, al menos le alimentaba.

Así, durante unas semanas fue componiendo varias escenas en latín, pero pronto se dio cuenta de que, pese al ejercicio al que sometía a su memoria, llegaba un momento en el que tendría que poner por escrito lo que iba imaginando mientras trabajaba en el molino. Aquella necesidad conllevó una serie de cambios drásticos en su rutina diana. Para empezar, necesitaba algo con que escribir y luego papiro, bastante papiro. Las tablillas no serían suficientes. Lo ideal sería un rollo de papiro en blanco para poder ir transcribiendo lo que su mente iba dibujando. Acudió entonces una tarde al foro, al atardecer, de regreso del molino, y en el mercado husmeó entre diferentes puestos hasta encontrar lo que buscaba: un comerciante que vendía rollos con algunas obras y todo lo necesario para la escritura: stilo, tinta negra o de color, schedae, rollos, et cetera. Los clientes del establecimiento eran esclavos atrienses, capataces de fincas rústicas y algún patricio. Todos bien arreglados, cada uno en su nivel, pero desde luego de aspecto muy diferente al suyo. Tito observó su túnica raída, sus uñas sucias, sus sandalias desgastadas, sus tobillos y pies llenos de polvo. Esperó a que el comerciante se quedara sin clientela y, cuando estaba a punto de cerrar, le abordó con humildad.

–Disculpad que me acerque a vuestro establecimiento… -dudó en cómo seguir; las palabras le costaban; tenía millones en su mente, pero se dio cuenta de que llevaba semanas sin hablar con nadie. En el molino el molinero le daba la comida y a veces pasaban semanas sin que le dijera nada-. Quiero decir que os ruego que disculpéis mi mal aspecto. No he querido molestar mientras atendíais a otros… a vuestros clientes, quiero decir; sólo necesitaría un poco de papiro y algo con que escribir. Tengo una mina.

Una mina era todo lo que había podido ahorrar después de complementar las gachas de trigo del molino con algo de queso y leche ocasionalmente y de pagar el alquiler de su habitación junto al Tíber.

El comerciante le miró con desprecio y estuvo a punto de ahuyentarle para que le dejara en paz, pero Tito extendió su mano con el dinero y el mercader recapacitó: el dinero es bueno venga de donde venga. Sin dirigirse a Tito, entró en su tienda y rebuscó entre el material que tenía desechado. Allí encontró un par de rollos cuyas láminas de papiro estaban mal enlazadas y dificultaban el proceso de enrollar y desenrollar; cogió también un par de estiletes y algo de tinta negra demasiado aguada que otros ya habían rechazado y salió donde le esperaba Tito, ansioso, pasándose el dorso de su mano por la barba mal afeitada.

–Esto es todo lo que puedo daros. Tomadlo o dejadlo.

No eran materiales exquisitos y en cualquier otra circunstancia los habría rehusado como, sin duda, pensó, ya habrían hecho otros en mejor situación que la suya. Él, no obstante, no podía permitirse elegir y estaba claro que el comerciante no tenía intención de proporcionarle nada mejor.

–Está bien, está bien -dijo Tito y cogió los rollos y el papiro y la tinta aguada entregando a cambio su dinero.

El comerciante cogió la moneda y, sin responderle, le dio la espalda. Tito se sabía humillado, pero la felicidad de tener con qué escribir le compensaba todo, aunque las miradas de asco que el mercader le había dedicado le hacían entender nuevamente por qué, poco a poco, se había ido alejando de la sociedad que le rodeaba. Aquella noche, encendió su lámpara de aceite y sobre las dos mantas raídas de su habitación, comenzó a transcribir la introducción que había pensado para su obra. El papiro, no obstante, no estaba bien liso. Desenrolló más; se limpió las manos como pudo, frotándolas entre sí, y luego restregándolas con una de las mantas, y entonces con ambas palmas alisó el papiro. Empezó de nuevo. El attramentum no dejaba un trazo claro, sino unas líneas imprecisas que no podían leerse bien. La tinta estaba demasiado clareada con agua. Al fin, descubrió que escribiendo con especial lentitud la marca del trazo del stilo quedaba razonablemente plasmada sobre el papiro. Suspiró. Continuó, despacio, enfatizando cada letra, como si dibujase cada palabra. Aquello sería más largo aún de lo que había anticipado:

Hoc agite sultis, spectatores, nunciam, quae quidem mihiatque vobis res vertat bene, gregique huic et doinis atque conductoribus… [Ahora, espectadores, prestad atención, por favor; y que todo sea para bien mío y vuestro, de esta compañía, de sus directores y de sus contratistas. Tú, pregonero, haz que el público sea todo oídos. (Después de que el pregonero ha realizado su cometido.) Anda, vuelve a sentarte. Procura tan sólo no haber trabajado en balde.

Ahora os voy a decir a qué he salido a escena y qué es lo que quiero: quiero que sepáis el título de esta comedia, pues, por lo que respecta al argumento, es muy breve. Y ya voy a deciros lo que dije que quería deciros: el título de esta comedia en griego es Ovayó^. La escribió Demófilo, y Macio, que la tradujo en lengua bárbara, quiere que se titule…4]4. Este texto, como el resto de los fragmentos que luego se reproducen procede de la traducción y edición de José Román Bravo (1998). El latín procede del autor original.

Aquí detuvo Tito su mano y con ello la escritura y se quedó aquella noche meditando el mejor título posible para su obra, pues se dio cuenta de que, aunque varias escenas ya estaban en perfecto latín en su mente, nunca se había parado a pensar el título concreto para la obra. Desde el río venían los gritos de un lenón a algún cliente mal pagador de los servicios de alguna de las prostitutas de la calle, se oía el ruido de los carros que distribuían mercancías por la noche en dirección al mercado y unos borrachos cantaban en un latín indescifrable su cogorza

hasta que alguien los avisó de que los triunviros se acercaban. Tito, a solas en su habitación, se quedó profundamente dormido entre las temblorosas sombras de la débil luz de su vieja lámpara de aceite.

71 El reparto del mundo

Palacio real de Pella, Macedonia, 215 a.C.

Era el día que el rey Filipo V de Macedonia reservaba para audiencias de embajadores de los territorios bajo su dominio y de otros enviados de reinos vecinos, amigos y enemigos. Tenía tan sólo veinticinco años, pero ya llevaba seis años en el trono y había conocido la guerra en varias ocasiones. Los etolios, al sur, eran especialmente beligerantes y se oponían con tenacidad a reconocer el poder de Macedonia sobre todos los confines de Grecia. No hacía mucho que habían devastado varias ciudades. Filipo lamentaba de forma particular la destrucción del teatro de Epidauro. Tenía planes para su reconstrucción. Esta vez no sólo las gradas del público serían de piedra, sino también la antigua escena de madera, que sería reemplazada por otra de sólida piedra y mármol. Así se levantaría de nuevo el gran teatro. Sí, los etolios al sur, pero luego estaba el más grande y poderoso vecino: el reino seleúcida que se extendía al este, en Asia Menor, Siria y la antigua Persia, por un lado, y el reino tolemaico rigiendo el devenir de Egipto. Filipo estudiaba un mapa de todo el Oriente. En el plano se dibujaban las siluetas de lo que llegó a ser el gran imperio de Alejandro Magno. Tan descomunal, tan vasto que a su muerte nadie pudo retenerlo todo y se troceó en tres grandes pedazos: la gran Persia hasta el río Indo para Seleúco, Egipto para Tolomeo, Siria y Asia Menor para Antígono, y Macedonia y Grecia para Lisímaco y Casandro. Cada general estableció monarquías independientes que derivaron en largas dinastías. Era el mundo heleno que legó Alejandro a la humanidad. Ahora Antíoco III, descendiente de Seleúco el Grande, tenía pretensiones de reconquistar el viejo imperio de Alejandro y pugnaba contra Egipto por el control de Siria y las ricas costas fenicias, por un lado, y con el propio Filipo por el dominio de Asia Menor. Filipo había derrotado a los etolios reestableciendo así su control sobre las ciudades griegas y había llegado a un cierto entendimiento con Antíoco para que éste luchase con Egipto a cambio de que redujese sus pretensiones en Asia Menor y al tiempo asegurarse las islas del Egeo sobre las que Egipto tendría que disminuir su influencia al tener que concentrarse en defenderse de los seleúcidas de Antíoco. Oriente era un enrevesado campo de batalla. Filipo estudiaba con detenimiento las estrategias a diseñar para reestablecer la hegemonía macedónica sobre Grecia y asegurar todas sus fronteras con su imperial vecino del este y mantener a raya la influencia egipcia del norte de África. Durante este tiempo, el rey de Macedonia había menospreciado el Occidente. Cartago era allí la fuerza preponderante desde tiempos de Alejandro. La única ciudad fenicia que mantuvo su independencia después de que el gran conquistador se hiciera con Tiro y Sidón en su despliegue político y militar por Oriente. Pero Cartago se mantenía en sus áreas de influencia. Se adentraba hacia África y hacia la lejana península ibérica. Y ahora atacaba Italia, pero aquello no le concernía.

–Majestad, han llegado los emisarios cartagineses -anunció un hombre mayor, pelo cano, nariz aguileña, encogido de hombros, con mirada furtiva, Demetrio de Faros, un rey depuesto por los romanos. Los romanos, sí, pensó el joven Filipo. Ahí tenía otro vecino que crecía y que empezaba a resultar molesto. Los romanos se hicieron con las colonias griegas de la Magna Grecia en el sur de Italia primero. Luego decidieron intervenir en el Adriático. Los piratas de Demetrio de Faros obstaculizaban el comercio por mar. En eso llevaban razón los romanos, pero finalmente establecieron tras la guerra un protectorado en la costa de Iliria que tenía su frontera con la propia Macedonia. A Demetrio le obligaron a dejar su isla, Faros. Desde entonces éste se refugió en la corte de Filipo y actuaba como su consejero en todo lo relacionado con el Occidente. Un consejero resentido con Roma. De eso el joven Filipo era muy consciente.

–Que pasen -dijo Demetrio de Faros a los guardias de la gran sala del trono.

Uno de los soldados atravesó la puerta de bronce y se dirigió a la antesala donde dos oficiales cartagineses con uniformes y armas romanas esperaban mientras admiraban las riquezas atesoradas en aquel palacio. Estaban en el corazón de Macedonia, cuna del gran Filipo, padre de Alejandro y ahora residencia de Filipo V. Aquél era un reino secular que había llegado hasta la India y, aunque ahora reducido en poder, controlaba una importante región entre el Adriático y el mar Negro, además de ser el dominador de las ciudades griegas continentales, del Egeo y de parte de Asia Menor, con sus más y sus menos, con varios pequeños reinos que pugnaban por su independencia, cierto, pero Macedonia permanecía como la potencia hegemónica en la región. Los oficiales cartagineses entraron en la sala del trono y saludaron con marcadas reverencias al joven monarca, que los recibió sentado, con atuendo militar, espada en la cintura, escudo, lanza y casco próximos, al pie del trono. Un hombre de guerra. Los oficiales cartagineses se sintieron satisfechos de aquella presencia.

–Bien, hablad -dijo el joven rey-, os escucho.

La voz segura y decidida del monarca impresionó a los oficiales. El más veterano, un fornido hombre de unos treinta años, con densa barba y varias cicatrices visibles en sus piernas y brazos desnudos, respondió al rey.

–Nos envía, como ya sabéis, Aníbal, general en jefe de los ejércitos cartagineses en Italia -el griego del oficial no era muy fluido, pero se hacía entender-. Mi general os propone un pacto para detener la expansión de Roma. Yo no sé expresar bien los detalles de este acuerdo en vuestra lengua, pero aquí os traigo un documento en griego donde mi general os indica los puntos para un posible acuerdo entre Cartago y Macedonia.

El oficial mostró un rollo que sostenía en su mano. El joven monarca no hizo ademán de tomar el documento. En su lugar hizo una pregunta.

–¿Y mi embajada? ¿Qué ha ocurrido con Jenófanes, a quien envié para entrevistarse con vuestro general hace casi un año?

Los oficiales cartagineses se miraron entre sí. El oficial que llevaba la conversación guardó el rollo bajo su capa antes de responder.

–Majestad, la entrevista tuvo lugar, en efecto, en el monte Tifata, cerca de Capua, en Italia central…

–Sé dónde está Capua, soldado; no necesito lecciones de geografía de un extranjero, sino que se me explique dónde está mi embajador. No tengo por costumbre repetir la misma pregunta dos veces y menos en mi palacio. Os aconsejo, soldado, que no me hagáis perder el tiempo. Mi paciencia es escasa. No os dejéis engañar por mi juventud.

Quizá estaría bien que recordaseis que estáis hablando con un descendiente de Alejandro Magno.

El monarca levantó la mano y decenas de guardias macedonios armados con espadas y escudos rodearon a los embajadores cartagineses. Los oficiales africanos reconocieron su error: se habían mostrado demasiado cómodos para estar ante un rey y sí, era cierto, la corta edad del monarca los había conducido a tratarle con cierto paternalismo, lo cual había exasperado a su majestad. «Filipo V combate con poderosos reinos vecinos, con Siria, con Egipto y con las rebeldes ciudades griegas que se le oponen, además de mantener a los celtas a raya en sus fronteras del norte; no menospreciéis su capacidad o no regresaréis vivos de esta embajada.» Las palabras de Aníbal al despedirlos en Capua resonaban con sorprendente nitidez en aquel palacio real, rodeados por los guardias macedonios. Los oficiales se arrodillaron ante el rey.

–Jenófanes se entrevistó con mi general en Tifata -retomó la palabra el veterano cartaginés mirando al suelo, rogando a Baal que le sacase con vida de aquella sala-; allí ambos acordaron lo que se recoge en el documento que os mostré como un acuerdo válido para ambas partes, pero Jenófanes fue hecho preso por los romanos cuando regresaba a Macedonia; eso es cuanto sabemos. Lamentamos semejante acontecimiento. Mi general decidió entonces enviarnos a nosotros para poder cerrar el pacto entre ambos estados, siempre que a vos os pareciese oportuno.

–Claro que -comentó el joven rey-, ahora los romanos son conocedores de este posible pacto.

–Así es, majestad -de rodillas, los ojos en el suelo.

–¿Y cuándo pensabais compartir conmigo esa información?-preguntó el monarca.

–No teníamos intención de ocultar ese hecho, majestad.

–Llevan espadas y ropas romanas -comentó Demetrio de Faros que, hasta el momento, se había mantenido en silencio.

–Estas armas y esta ropa son producto de nuestras victorias sobre los romanos en Trebia, Trasimeno y Cannae -se defendió el oficial cartaginés.

Demetrio de Faros guardó silencio.

–El apresamiento de Jenófanes está recogido en este documento que os estaba mostrando. Es la mejor prueba de que ni nosotros ni mi general teníamos intención de ocultároslo.

Filipo V de Macedonia volvió a reclinar su espalda sobre el respaldo de su trono. Quizá aquellos emisarios no mintiesen. Era una lástima lo de Jenófanes. Siempre había sido un fiel servidor. El destino no es siempre justo con los mejores.

–Ese documento, entregádmelo. Veamos si lo que decís es cierto.

El veterano oficial cartaginés sacó el rollo de debajo de su capa, se levantó despacio, avanzó un par de pasos y, antes de que pudiera dar otro más, un guardia se acercó y tomó de su mano el rollo. El soldado macedonio, rápido, se aproximó a su rey y le entregó el rollo. Filipo V lo abrió y empezó a leerlo, sin prisa, digiriendo cada frase, cada propuesta. El oficial cartaginés volvió a arrodillarse y a fijar sus ojos en el suelo. Los guardias macedonios, espadas en ristre, seguían rodeándolos a la espera del dictamen de su rey. De esta forma, los cartagineses no pudieron ver los lentos asentimientos que Filipo hacía con su cabeza, muy leves, pero perceptibles para los presentes, de modo muy especial para Demetrio de Faros, que presentía un cambio en el sentido del viento. Filipo V alzó de nuevo su mano y los guardias se retiraron diez, veinte pasos hasta quedar junto a las paredes de la sala. Los cartagineses suspiraron, pero no se atrevieron a moverse.

–Alzaos -dijo al fin el rey-; creo que entre Cartago y Macedonia se abre un tiempo para la amistad. Debéis de tener hambre después de un viaje tan largo.

–Hemos descansado poco para llegar lo antes posible ante vuestra presencia, majestad. Cualquier cosa que nos ofrezcáis será recibida con sumo agrado por nuestra parte, majestad.

El rey sonrió. El veterano cartaginés parecía, por fin, haber encontrado el tono adecuado para dirigirse a su alteza, salvar la negociación y salir vivo de aquel lugar.

–Que estos hombres coman y que les envíen alguna mujer -ordenó el rey-; quiero que vuelvan satisfechos y vivos junto a su general.

Hubo un cierto tono irónico cuando dijo la palabra «vivos» que los cartagineses captaron, aunque, en realidad, nunca fueron conscientes de lo cerca que habían estado de morir.

Los soldados africanos salieron y, tras ellos, a una señal del rey, todos los guardias de la sala. Sólo quedaron Demetrio de Faros y el monarca.

–¿Qué opinas, Demetrio?

–Es una oportunidad de recuperar la salida al Adriático y barrer a los romanos de ese protectorado que han osado establecer junto a las fronteras de Macedonia.

–Y una oportunidad de que tú recuperes el trono, ¿no es cierto, Demetrio?

–Eso sólo si vuestra majestad así lo dictamina.

–Sabia respuesta, Demetrio, sabia respuesta. ¿Crees que Aníbal derrotará a los romanos por completo?

Demetrio de Faros meditó unos segundos antes de responder.

–Sí, creo que sí. Después de Trebia, Trasimeno y Cannae, Roma está muy debilitada; muchos de sus aliados naturales en Italia están abandonando su fidelidad a Roma. Y Capua ha caído en manos de Aníbal.

–Qué lástima, Demetrio, que hayas dudado unos segundos. Esa duda tuya la tengo yo también; la tengo -y el monarca se levantó y paseó con las manos cruzadas en la espalda por la amplia sala del trono-; en cualquier caso, no podemos dejar pasar esta oportunidad. Pactaremos con ese general cartaginés y atacaremos el protectorado romano en Iliria. Quién sabe, Demetrio. A lo mejor vuelves a ser rey.

Demetrio de Faros sonrió con suavidad e inclinó su cuerpo ante el joven monarca rn: uonio. Después, tras pedir permiso y éste serle concedido por el r, se retiró. Filipo V de Macedonia continuó paseando por aquella gran sala. Quizá las dudas de ambos fueran infundadas, pensó. Tal vez no. Hacía un año que ya ascendió por el Adriático para enfrentarse con los romanos, pero éstos habían dispuesto una poderosa flota esperándole. En aquel momento rehuyó el combate y decidió que se rr atuviera el statu quo. En la próxima ocasión no se retiraría. Habrá que ver cómo luchan esos romanos. Si un cartaginés puede derrotarles, an macedonio también.

72 La unión de dos familias